Setiembre / noviembre 2007 - Primera Revista Latinoamericana de

VOLUMEN 1 NÚMERO 1
SETIEMBRE-NOVIEMBRE DE 2007
WWW.MIDOEDITORES.COM $5,00 EE.UU.
Primera Revista Latinoamericana de Libros
PRL
El ingenio de Borges era
público, necesitaba una
audiencia para funcionar. Su ironía
simulaba respetar las convenciones,
amenazaba con un lugar común,
enunciaba una ley general y obvia,
y luego sorprendía”.
Pablo de Santis sobre el Borges
de Bioy Casares
Aventureros españoles
ingleses en México y Perú
Fernando Cervantes sobre Empires of the Atlantic World
Odi Gonzales: ¿Quién leerá Dun Quixote?
Edmundo Paz Soldán: Bolaño: literatura y apocalipsis
Rafael Rojas: Todas Las Habanas de Cuba
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2 PRL
SET/NOV 2007
Bienvenido
Contenido
3
Edmundo Paz Soldán
Roberto
o Bolaño:
Bola literatura y apocalipsis
6
Rafael Rojas
Havana, A
Autobiography of a City, de Alfredo José Estrada; Havana.
Maki of Cuban Culture, de Antoni Kapcia; The History of
The Making
Havana, de Dick Cluster y Rafael Hernández
8
Pablo de Santis
Borges, de Adolf
Adolfo Bioy Casares
11
Michael Taussig
The Yage Letters Redux, de William Burroughs y Allen Ginsberg
14
Pablo Alabarces
El fantasista, de Hernán Rivera Letelier; Muerte súbita: La historia
que los hinchas no conocen, de Philip Butters
17
Fernando Cervantes
Empires of the Atlantic World, de J. H. Elliott
20
Odi Gonzales
Yachay Sapa Wiraqucha Dun Quixote Manchamantan,
Miguel de Cervantes Saavedra Qilqan, traducción y adaptación
de Demetrio Túpac Yupanqui
23
Germán Carrera Damas
Bolívar, A Life, de John Lynch
26
Eduardo Mitre
El viento de los náufragos, de Mónica Velásquez Guzmán
30
Iván Jaksic
Rafael Pombo: La vida de un poeta, de Beatriz Helena Robledo
32
Enrique Bruce
Las vidas de los animales, de J.M. Coetzee.
34
Pablo Quintanilla
Richard Rorty
Autores
Pablo Alabarces es considerado el fundador de la so-
ciología del deporte en América Latina. Entre sus libros
se cuentan Fútbol y patria, Crónicas del aguante e Hinchadas. Es profesor de cultura popular en la Universidad de
Buenos Aires.
Enrique Bruce enseña español y literatura en Nueva
York. Es autor del poemario Puerto y el libro de cuentos
Ángeles en las puertas de Brandemburgo.
Iván Jaksic acaba de publicar Ven conmigo a la España
lejana. Dirige el programa de la Universidad de Stanford
en América Latina, con sede en Santiago de Chile.
Eduardo Mitre es autor de los libros de poesía Elegía
a una muchacha y Líneas de otoño y del estudio Huidobro,
hambre de espacio y sed de cielo.
Edmundo Paz Soldán enseña Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Ha publicado, entre
otras, las novelas El delirio de Turing y Palacio Quemado.
Ha sido ganador del Premio Juan Rulfo.
Germán Carrera Damas preside el Comité Internacional de Redacción de la Historia General de América
Latina de Unesco. Entre sus muchos libros figuran Elogio
de la gula y El bolivarianismo-militarismo. Una ideología de
reemplazo.
Pablo Quintanilla es editor asociado de PRL.
Fernando Cervantes es profesor de Historia en la Uni-
Pablo de Santis ganó el premio Planeta-Casa de América de Narrativa 2007 por su novela El enigma de París.
versidad de Bristol. En 2006 publicó The Hispanic World
in the Historical Imagination.
Odi Gonzales es un estudioso de la tradición oral que-
chua. Es autor de los poemarios Valle sagrado y La escuela
de Cusco.
Rafael Rojas es profesor en el Centro de Investigación y
Docencia Económicas en México y autor de Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano.
Michael Taussig enseña Antropología en la Universi-
dad de Columbia. Entre sus obras se encuentran The Devil
and Commodity Fetishism in South America y My Cocaine
Museum.
Editor: Fernando Gubbins. Editores asociados: Luisa Angrisani, Antonio Espinoza, Pablo Quitanilla. Comercialización y ventas: Arturo
Conde. Editor gráfico: Jorge Senisse. Corrección: Anselmo Escobar, Anahí Barrionuevo, Jorge Coaguila. Asistente administrativa: Alexis
Almeida. Practicantes: Elana Hazghia, Isabel Gottlieb. Diseño de PRL: Lacava Design Inc.
Portada: Anónimo, Unión de la descendencia imperial incaica con las casas de Loyola y Borja, 1718. Museo Pedro de Osma, Lima (Perú).
PRL, Primera Revista Latinoamericana de Libros. Setiembre-noviembre de 2007, volumen 1, número 1. Una publicación bimestral de Mido
Editores Inc., 474 Central Park West, New York, NY 10025, (212) 864-4280.
Copyright© 2007. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso expreso de Mido
Editores.
Esperamos que disfrute el primer
número de PRL, que desde ahora y cada
dos meses revisará lo más interesante
entre lo de publicación reciente en
todas las áreas de la creación literaria y
la investigación avanzada, con artículos
de fondo a cargo de los escritores mejor
preparados para cada caso.
Por lo general, nos ocuparemos
de libros que, bien publicados en
Latinoamérica bien en España o
Estados Unidos, sean parte de la oferta
editorial con que se encuentra el
lector hispanohablante. Pero también
prestaremos atención a lo que se
publica en otros idiomas, mucho de lo
cual es de interés para el lector ubicado
en Latinoamérica o atento a lo que
tiene que ver con ella. PRL quiere ser
una buena guía para que este lector
pueda encontrar lo más a su gusto
y original de entre lo recientemente
publicado.
Tanto como esto, quiere ser una
fuente de lectura informativa y
estimulante en sí misma. En buena
cuenta, los libros que se comentan
cumplen la función de acicate para el
abordaje de un tema interesante por
parte de un autor a quien entusiasma la
idea de dirigirse a nuestro lector ideal:
el lector adulto y bien informado de
intereses y horizontes amplios.
Buena parte del éxito en este
objetivo dependerá del encuentro
fructífero entre nuestros colaboradores
y los libros comentados, y ahí es
donde ponemos nuestro mayor
esfuerzo: buscando siempre que
el emparejamiento entre libros y
colaboradores específicos origine
un encuentro propiciador de ideas
reveladoras e inesperadas –que
aparecerán siempre en un lenguaje
exacto y pleno de tensión intelectual,
pero libre de terminología académica.
Junto a lo anterior, PRL quiere ser
informativa también en el sentido
más particularmente periodístico de
que proporcione al lector perspectivas
útiles para entender lo urgente del
hoy día. Cumplir con este tipo de
tarea a partir del comentario de libros
recientes es ciertamente posible,
trátese de libros de creación literaria
o de filosofía o de historia. Pero
además es muy grato, en la medida
en que esquiva uno la distracción de
los desenvolvimientos cotidianos y
va de frente al encuentro de las ideas
de fondo, que son las que están en los
libros.
No dude en hacernos llegar sus
impresiones a cartas@midoeditores.
com. Pues queremos que PRL refleje
la vitalidad del cruce de ideas en
el mundo hábil en el español, nos
encantará tener una sección Cartas
animada y nutrida.
¡Nos vemos en nuestra segunda
edición de diciembre, y en adelante
siempre cada dos meses! –F.G.
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SET/NOV 2007
PRL 3
Roberto Bolaño:
Literatura y apocalipsis
Edmundo Paz Soldán
E
n “Apocalipsis en Solentiname”, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina:
dar una visión naif de la realidad
o testimoniar el horror. En el cuento, el narrador, un escritor argentino llamado Julio
Cortázar que vive en París visita Nicaragua
en plena revolución sandinista. Ya en el primer párrafo, las contradicciones asoman en
el personaje y se resumen en la dificultad de
conciliar un arte comprometido con el pueblo con una escritura difícil, vanguardista,
“hermética”.
Cuando “Julio Cortázar” llega a la isla
de Solentiname, descubre las pinturas de
los campesinos, que dan cuenta de una
realidad en la que hay una comunión del
hombre con la naturaleza, “una vez más la
visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un
canto de alabanza”. Esa América Latina
de las pinturas contrasta con la sensación
del narrador en la misa del domingo, en la
que, siguiendo los postulados de la Teología de la Liberación, el Evangelio es leído
como si fuera parte de la vida cotidiana de
los campesinos, “esa vida en permanente
incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de
toda Nicaragua sino de casi toda América
Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador,
vida de la Argentina y de Bolivia, vida de
Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, de Brasil y de Colombia”.
El arte naif de los campesinos no da
cuenta del miedo, del horror de vivir en
la América Latina de los setenta. Pero no
es difícil rasgar la superficie y encontrar
las tinieblas, lo siniestro. En el cuento, el
narrador, como un turista agradecido y
conmovido más, toma fotos de las pinturas y se las lleva a París. Allí, ya instalado
con el proyector a su lado, se pone a ver las
fotos de Solentiname. De pronto, en un típico giro cortazariano, ocurre lo fantástico
para hacer estallar las estructuras del realismo convencional: aparece en la pantalla,
en vez de una pintura de un campesino, la
foto de un muchacho con un balazo en la
frente, “la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a
los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles”. Después, más
fotos del horror: “Cuerpos tendidos boca
arriba”, “la muchacha desnuda boca arriba
y el pelo colgándole hasta el suelo”, “ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de
cuerpos y carreras de mujeres y de niños
por una ladera boliviana o guatemalteca”.
La mayoría de las fotos remite a la violen-
cia estatal: hay uniformados en jeeps, autos negros de paramilitares, torturadores
de corbata y pulóver. Es la violencia de las
dictaduras del Cono Sur, tiempos de “guerra sucia” y Operación Cóndor. “Cortázar”,
en el paréntesis revolucionario de la Nicaragua sandinista, escribe un cuento sobre
los límites de cierto arte para dar testimonio de ese destino sudamericano, esa violencia latinoamericana. Lo que el escritor
comprometido debe hacer es, sin renunciar
a su proyecto artístico, sin simplificar sus
hermetismos, enfrentarse a esa realidad
atroz y representarla. En el ejercicio literal
del fotógrafo-escritor, en “Apocalipsis en
Solentiname”, se debe revelar el apocalipsis
que está detrás de los paisajes bucólicos y la
mirada prístina de los habitantes del continente.
V
ale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo
que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno,
ferviente admirador de Cortázar, no hay
otra opción que dar cuenta del horror y del
mal, y hacerlo de la manera excesiva que
se merece: el imaginario apocalíptico es el
único que le hace justicia a la América Latina de los setenta —explorada en novelas
como Nocturno de Chile y Estrella distante—.
En ambas, Bolaño se asoma como pocos al
horror de las dictaduras. Nadie ha mirado
tan de frente como él, y a la vez con tanta
poesía, el aire enrarecido que se respiraba
en el Chile de Pinochet: ese aire en que el
despiadado Weider de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta. El aire opresivo de la dictadura lo contamina todo, y si bien es fácil ver a Weider de
la manera en que Bolaño lo describía, como
alguien “que encarnaba el mal casi absoluto” (entre paréntesis), lo cierto es que en la
novela nadie es inocente, como sugiere uno
de los sueños del narrador:
Soñé que iba en un gran barco de
madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba
en una fiesta en la cubierta de la popa
y escribía un poema o tal vez la página
de un diario mientras miraba el mar.
Entonces alguien, un viejo, se ponía
a gritar ¡tornado, tornado! Pero no a
bordo del galeón sino a bordo de un
yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de
El bebé de Rosemary, de Polanski. En
ese instante el galeón comenzaba a
hundirse y todos los sobrevivientes
nos convertíamos en náufragos. En el
mar, flotando agarrado a un tonel de
aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo
flotaba agarrado a un palo de madera
podrida. Comprendía en ese momento mientras las olas nos alejaban, que
Wieder y yo habíamos viajado en el
mismo barco, solo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho
poco o nada por evitarlo (énfasis en el
original).
Esta breve alegoría en clave de horror
—no es casual la mención a la película de
Polanski— se emparenta con otras sugeridas en Nocturno de Chile. Allí, el barco que
se hunde es el fundo La-Bas de Farewell y
la casa de María Canales. En el fundo de
Farewell, el narrador duerme “como un
angelito”, y se va ejercitando al descubrir la
literatura como “una rareza” en el país de
“bárbaros” y en la crítica literaria como un
esfuerzo “razonable”, “civilizador”, “comedido”, “conciliador”. El fundo es el espacio
de la literatura en Chile, un lugar “allá abajo” donde uno aprende a cerrar los ojos a la
realidad, a intentar no mancharse leyendo
y descubriendo a los clásicos mientras “allá
arriba”, en el país, campea la barbarie. Por
supuesto, aquí, tanta civilización, tanta ceguera, termina siendo una forma más de
barbarie.
La gran casa de María Canales es la casa
de Chile, la casa del establishment literario,
que sigue con sus cocteles y recepciones
mientras en los sótanos de la casa se tortura
a los opositores al régimen. En esta escena,
Bolaño hace suya una anécdota siniestra de
la dictadura: las sesiones de tortura en el
sótano de la casa de Robert Townley, agente de la Dirección de Inteligencia Nacional
(DINA) y asesino de Letelier, mientras en los
salones de la casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa. ¿Por qué? Ibacache, el narrador, intenta una explicación
pragmática: “Había toque de queda. Los
restaurantes, los bares cerraban temprano.
La gente se recogía a horas prudentes. No
había muchos lugares donde se pudieran
reunir los escritores y los artistas a beber y
hablar hasta que quisieran”.
Si en el fundo uno aprende a callarse, en
la casa uno lleva a la práctica ese silencio.
Se puede ver en el sótano a un hombre “atado a una cama metálica... sus heridas, sus
supuraciones, sus eczemas” y luego, ¿qué
se puede hacer? Callarse por miedo, porque se trata de algo cotidiano y “la rutina
matiza todo horror”. Nocturno de Chile es la
confesión del civilizado que con su silencio
es cómplice del horror. Nocturno de Chile es
la novela de la complicidad de la literatura,
de la cultura letrada, con el horror latinoamericano.
En Nocturno de Chile se encuentra una
lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el
poder y la letra. Nuestros intelectuales han
terminado más de una vez seducidos por el
poder. Se han escrito grandes, fascinantes
—y fascinadas— novelas sobre el dictador
latinoamericano, pero muy poco sobre esa
figura a su sombra, el amanuense de turno,
el intelectual cortesano, el que le escribe
los discursos al gran hombre. Bolaño, en
Nocturno de Chile, nos muestra la debilidad
y la hipocresía de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con
el poder.
Ibacache cuenta de las clases de marxismo
que tomaron los militares de la junta con
él, para saber cómo pensaban sus enemigos. A la última clase solo asiste Pinochet.
Pinochet ataca a los ex presidentes Frei y
Allende, que se hacían los cultos, pero en
realidad jamás habían escrito un solo libro.
Pinochet, orgulloso, para mostrar su superioridad, dice que ha escrito varios libros y
artículos. Pinochet le cuenta eso a Ibacache:
“[p]ara que sepa usted que yo me intereso
por la lectura, yo leo libros de historia, leo
libros de teoría política, leo incluso novelas”. El dictador continúa: “Y además a mí
no me da miedo estudiar. Siempre hay que
estar preparado para aprender algo nuevo
cada día. Leo y escribo. Constantemente”.
En la novela de Bolaño, Pinochet aparece
como la parodia de un letrado. Si la lectura
y la escritura le sirven a Ibacache para no
ver lo que ocurre en torno suyo, a Pinochet
le sirven no solo para ver mejor lo que ocurre en torno suyo, sino para proyectar el
futuro, “imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” los enemigos del país. La
escena pedagógica, tan central en la novela
latinoamericana fundacional del siglo XIX,
solía servir para la construcción del nuevo
ciudadano de la patria; ahora, la transmisión de conocimiento sirve para eliminar
a los ciudadanos que no piensan como el
dictador letrado. La literatura, que preparaba a los hombres para su ingreso a la civilización, se ha tergiversado por completo
y ahora es un instrumento para la barbarie.
Como dice Richard Eder, el tema central
de una novela como Los detectives salvajes
—agrego que en realidad es el tema de
toda la obra de Bolaño— es que “the pen is
as blood-stained as the sword, and as compromised”.
Pero no se trata solo de la escritura. En
Estrella distante, las fotografías son también un aspecto central de la revelación del
mal. En la novela, el poeta-criminal Wieder
invita a sus amigos a una exposición foto-
4 PRL
gráfica en su departamento. Wieder espera
hasta la medianoche para abrir el cuarto
de huéspedes donde se encuentra el “nuevo arte”. La primera en entrar, Tatiana von
Beck Iraola, tiene la esperanza de encontrar
el arte naif, “retratos heroicos o aburridas
fotografías de los cielos de Chile”; cuando
sale, vomita en el pasillo.
En el cuarto, “cientos de fotos” se encuentran en las paredes y hasta en el techo:
Según Muñoz Cano, en algunas de
las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las
fotos casi no variaba de una a otra por
lo que se deduce es el mismo lugar. Las
mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados,
destrozados, aunque Muñoz Cano no
descarta que en un 30 por ciento de los
casos estuvieran vivas en el momento
de hacerles la instantánea.
Hay aquí un doble juego, una puesta en
abismo de las intenciones de Bolaño. Al
interior de la novela, las fotos de Wieder
sirven para revelar su condición de asesino
aliado al régimen; el “arte nuevo” no muestra otra cosa que la complicidad del artista
con el poder; ante esa revelación, el efecto
en los espectadores es fulminante.
A la vez, Estrella distante se presenta
como un texto en la tradición de “Apocalipsis de Solentiname”. Al narrar el horror
de la Latinoamérica de la década de los
setenta, la literatura, sugiere Bolaño, debe
provocar en los lectores las reacciones fuertes que suscitan las fotos de Wieder en sus
espectadores. No hay consuelo posible, no
hay manera de presentar un Chile pastoral de exportación. Hay, sin embargo, una
diferencia importante entre el Cortázar
de “Solentiname” y el Bolaño de Estrella
distante: en Cortázar, el horror en las fotos
aparece a partir de una estrategia narrativa
fantástica; en Bolaño, aun cuando algunas
fotos son montajes, estas son claramente
testimonio de la realidad, y muestras de la
poética realista abarcadora de Bolaño. En
Estrella distante hay “alucinaciones” y “epifanías de la locura”, pero todas dentro del
más estricto realismo.
P
ero lo que al comienzo era una
exploración del continente en un
momento específico, en los años
finales de Bolaño se generaliza al
siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un
“cráter”, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En un texto sobre Huesos
en el desierto, del periodista mexicano Sergio González Rodríguez, al que reconoce
su ayuda “técnica” y de investigación para
la escritura de 2666 (y al que, de paso, convierte en personaje de su novela), Bolaño
escribe que el libro es “una metáfora de
México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un
libro no en la tradición aventura sino en la
tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en
nuestro continente, tal vez porque son las
únicas que nos acercan al abismo que nos
rodea” (Entre paréntesis). Al hablar del libro
de González, Bolaño parecería estar refi-
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riéndose a su novela, con el añadido de que
la metáfora aquí va más allá de Latinoamérica. 2666 es la aventura y el apocalipsis, diseminados a lo largo y ancho del planeta.
La novela recorre Europa, América Latina
y los Estados Unidos; cubre casi todo el siglo XX, para ir a desembocar en ese presente turbio en una ciudad fronteriza en México. Bolaño utiliza el hecho macabro de las
más de doscientas mujeres muertas en los
últimos años en Ciudad Juárez —crímenes
todavía impunes—, no solo como símbolo
de la violencia en la América Latina posdictatorial, sino como metáfora del horror y el
mal en el siglo XX. Benno von Archimboldi
encuentra su destino como escritor durante la Segunda Guerra Mundial porque ese
periodo histórico es otro de esos “cráteres”
que condensan todo lo que hay que saber
sobre el horror del siglo XX. Tanto la Segunda Guerra Mundial como las muertas
de Ciudad Juárez-Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre
que primero, en la guerra, se encuentra
como escritor, y luego, en Santa Teresa, se
convierte en un escritor extraviado al que
los críticos buscan. En el camino que va de
la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del
siglo XX en la versión de Bolaño.
En la cuarta sección de la novela, “La parte de los crímenes”, asistimos a una letanía
de muertes salvajes descritas con precisión
clínica: “La muerta apareció en un pequeño
descampado en la colonia Las Flores. Vestía
camiseta blanca de manga larga y falda de
color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior”, es el primer caso, ocurrido en
1993; el último, trescientas cincuenta páginas después, cierra el siglo:
El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, solo que en
lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad,
la bolsa fue encontrada en el extremo
este... El cuerpo estaba desnudo, pero
en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de
cuero, de buena calidad, por lo que se
pensó que podía tratarse de una puta”.
Son varias las explicaciones que se dan en
esa sección para contextualizar las muertes. Algunas están relacionadas con el narcotráfico; otras, con sectas satánicas; otras,
con las condiciones económicas paupérrimas de una ciudad de maquilas, fruto del
intercambio asimétrico de bienes y trabajo
entre las sociedades industrializadas de la
economía global y las sociedades en vías
de desarrollo; otras, al hecho de que varias
de las muertas son prostitutas; otras, a la
situación de pobreza de mucha gente en la
región: las mujeres son obreras en las maquiladoras, reciben “sueldos de hambre”
que, “sin embargo, eran codiciados por los
desesperados que llegaban de Querétaro o
de Zacatecas o de Oaxaca”.
Otra de las explicaciones es la misoginia. En una escena clave en la sección, los
policías que investigan el caso van a desayunar a una cafetería; mientras lo hacen, se
cuentan chistes sádicos sobre mujeres: “¿En
qué se parece una mujer a una pelota de
squash? Pues en que cuanto más fuerte le
pegas, más rápido vuelve”. También inter-
cambian refranes, sabiduría popular que
no se discute: “Las mujeres de la cocina a
la cama, y por el camino a madrazos... las
mujeres son como las leyes, fueron hechas
para ser violadas”.
El café en que los policías se encuentran
tiene pocas ventanas y se parece a un ataúd.
Mientras los policías cuentan chistes sobre
esas mujeres cuyos crímenes les toca investigar, mientras se hacen la burla de las leyes
que dicen defender, ellos, sugiere el narrador, están desafiando a la muerte con sus
risas, pero en el fondo no hacen más que
encerrarse en su propio ataúd, encontrar
una suerte de muerte en vida. Su forma de
entender el mundo es la muerte de la sociedad contemporánea; la imposibilidad de
escapar de los prejuicios sexistas y racistas
tiene un correlato directo con la imposibilidad de resolver los crímenes. Mientras haya
policías como los que se reúnen en el café
Trejo’s, habrá mujeres muertas, violadas,
abusadas en los desiertos del mundo.
En “La parte de los crímenes” un alemán,
Klaus Haas —del que luego descubriremos
sus conexiones familiares con Archimboldi—, es detenido y llevado a la cárcel como
presunto responsable de los crímenes. La
Policía, satisfecha, siente que ha cumplido
su parte. Pero los crímenes continúan. La
sección termina con la sugerencia de que
no habrá una resolución posible para esas
muertes. Los crímenes quedarán sin resolverse. La última escena, la de las Navidades
de 1997, muestra a una Santa Teresa entregada a la fiesta: “Se hicieron posadas, se
rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a
la gente reír”. Pero esa Santa Teresa naif encierra, como en las fotos de “Apocalipsis de
Solentiname”, su reverso nefasto: “Algunas
de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros...”. Esos “agujeros
negros” son la derrota de la ley, de la civilización. Todo el siglo XX desemboca allí.
En “Autobiografías: Amis & Ellroy”, uno
de sus artículos recopilados en Entre paréntesis, Roberto Bolaño escribió que “el
crimen parece ser el símbolo del siglo XX”.
En una entrevista, el escritor chileno declaró: “En mis obras siempre deseo crear una
intriga detectivesca, pues no hay nada más
agradecido literariamente que tener a un
asesino o a un desaparecido que rastrear.
Introducir algunas de las tramas clásicas
del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como
lector también me pierden” (Braithwaite).
Se puede leer 2666 como una monumental
novela detectivesca, en la que hay tanto un
desaparecido al que se busca —el escritor
Archimboldi— como múltiples asesinos.
En el trabajo de Bolaño con el género detectivesco, se podría pensar que las muertas
de Santa Teresa son parte de un asesinato
múltiple, que se trata, si se permite el juego
de palabras, de un asesino colectivo en serie. Aquí, sin embargo, como en “La muerte
y la brújula”, de Borges, el detective (el periodista-escritor Sergio González) y los buscadores (los críticos admirados de Archimboldi) son derrotados. O mejor: en el caso
de los crímenes, a diferencia de Borges, ni
siquiera tenemos en Bolaño la posibilidad
de encontrar a un asesino victorioso. “La
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parte de los crímenes” termina como ha comenzado, con un crimen irresuelto, con un
asesino o asesinos en la sombra. Como las
muertas, los asesinos son también tragados
por el “agujero negro” en que se ha convertido Santa Teresa.
En Bolaño, además de los guiños de Los
detectives salvajes y 2666 al género, se puede
encontrar en El gaucho insufrible “El policía
de las ratas”, un cuento que reinscribe un
texto clásico de Kafka, “Josefina la Cantora”, en el esquema del policial. El detective
de Bolaño, Pepe el Tira, tiene algunas de las
características que dicta el género: es un solitario, alguien que se siente distinto a los
demás. Su método es mantenerse al margen del pueblo, dedicarse a su oficio, volver al lugar del crimen todas las veces que
sea posible. Como se espera del género, al
menos en su versión tradicional, el policía
comenta que la vida “debe tender hacia el
orden, y no hacia el desorden”. Si el orden se
rompe —o, mejor, se “disloca”—, entonces
el trabajo del policía será intentar recuperar el orden.
Pepe el Tira es una rata que investiga la
muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos
de otras especies más fuertes —comadrejas,
serpientes—, pues “las ratas no matan a las
ratas”. Sin embargo, en sus investigaciones,
cuando se encuentra con un bebé de rata
muerto, Pepe el Tira llega a la conclusión de
que esa muerte no se debe a un depredador
hambriento ya que todo parece indicar que
al bebé lo mataron por placer. Las ratas dicen que eso es imposible, no hay nadie en el
pueblo capaz de hacer eso. Pepe el Tira, sin
embargo, llega a una inevitable conclusión:
“Las ratas somos capaces de matar a otras
ratas”.
¿Es la pulsión criminal una anomalía de
una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuere, el
descubrimiento de Pepe el Tira llega tarde pues ya todo ha cambiado: esa pulsión
es un veneno, un virus que ha infectado a
todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que
las ratas están “condenadas a desaparecer,
lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer”. El orden no será restaurado.
En Bolaño no hay ninguna nostalgia
por los detectives tradicionales del género
—esos razonadores como Auguste Dupin
y Sherlock Holmes, capaces de descubrir
al criminal sin necesidad de acudir al crimen, utilizando solo sus poderes de deducción—, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras,
que servían para dar fe de la inteligibilidad
del universo y de la autoridad de la razón
para desbrozar el caos en torno nuestro,
existen ahora para decirnos que la razón
ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se
revela sin sentido y la especie, a la manera
de Sísifo, “condenada desde el principio”,
no se arredra, continúa luchando y marcha
en busca de “una felicidad que en el fondo
sab[e] inexistente”.
En ese contexto, el escritor, figura cada vez
más “marginalizada” en la sociedad contemporánea, deviene esencial en Bolaño, y
la literatura recupera su aura: el escritor es
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el testigo que debe ser capaz de mantener
“los ojos abiertos”, y una “escritura de calidad” es “saber meter la cabeza en lo oscuro,
saber saltar al vacío, saber que la literatura
básicamente es un oficio peligroso” (Entre
paréntesis). En las entrevistas que dio y en
sus artículos, son constantes las referencias
al valor del escritor: “Para acceder al arte lo
primero que se necesita, incluso antes que
talento, es valor” (Braithwaite).
A
a fuerza de su constante intervención en sus tan agitados como
breves años en la esfera pública,
Bolaño reactivó para la literatura
el imaginario del escritor como un romántico en lucha constante contra el mundo. En
la escena primigenia de Bolaño, el artista,
como el organillero de “El rey burgués”, de
Rubén Darío —no es casual esta genealogía:
como decía Octavio Paz, “el modernismo es
nuestro romanticismo”—, se encuentra en
la “intemperie”. Pero el jardín modernista
del organillero en el palacio del rey burgués
ha desaparecido, y Bolaño lo reemplaza por
un desfiladero, un precipicio, el abismo. El
escritor, al borde del abismo, solo tiene una
opción: “arrojarse” a este: (Entre paréntesis).
Como en Borges, la literatura es en Bolaño
una forma de conocimiento, la búsqueda
absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en
Los detectives salvajes. Aquí, sin embargo, ya
no funciona la analogía del universo como
una biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como
una aventura vitalista, y en otras ocasiones
del narrador y del poeta como detectives en
busca del “origen del mal”, y por ello condenados desde el principio a la derrota.
En otras escenas del escritor en acción, el
imaginario de Bolaño siempre liga al arte
con la violencia y la muerte: “Parra escribe
como si al día siguiente fuera a ser electrocutado” (Entre paréntesis); Huidobro aburre
porque es un “paracaidista que desciende
cantando como un tirolés. Son mejores los
paracaidistas que descienden envueltos en
llamas o, ya de plano, aquellos a los que no
se les abre el paracaídas” (Entre paréntesis);
“La literatura es como esos lugares donde
meten a las reses para matarlas: casi ninguna sale viva” (Braithwaite). En la lucha, en
el enfrentamiento contra el “monstruo”, el
escritor perderá, pero eso no debería arredrarlo: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear:
eso es la literatura” (Braithwaite).
En Bolaño hay un modelo de escritor al
que se aspira; por ejemplo, el Sensini que
sale a ganar premios en concursos de provincias como un “cazador de cabelleras”, y
que está dispuesto a trampas como mandar
el mismo cuento a varios concursos a la vez;
Henry Simón Leprince, “mal escritor” que
se ha ganado a pulso un espacio gracias a
su valor—; el Belano de “Enrique Martín”.
Estos escritores en pugna con el mercado
son, digamos, la versión contemporánea
de “las tretas del débil”: como es imposible
enfrentarse a un enemigo poderoso y salir
bien parado, lo mejor, entonces, sería, como
estrategia de supervivencia, decir sí y no a
la vez: formar parte de la industria cultural,
pero tratar de sabotearla desde adentro.
Hay también antimodelos: el escritor
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que se adecúa a las reglas de la industria
cultural —que parece borrar todo intento de autonomía artística en la década de
1990—, y el que se deja deslumbrar por
el poder. En el primer caso están los escritores de “Una aventura literaria”. En el
segundo caso se encuentran la mayoría de
los escritores de La literatura nazi en América, Ibacache en Nocturno de Chile, Weider
en Estrella distante.
En el cuento “Encuentro con Enrique
Lihn”, el narrador “Roberto Bolaño”, en un
ambiente a medio camino entre la realidad
y el sueño, habla de la literatura como un
“campo minado” en el que la mayoría de
los escritores son cortesanos del poder que
“han dicho ‘sí, señor’ repetidas veces... han
alabado a los mandarines de la literatura”.
Nuevamente, resuena aquí “El rey burgués”;
el organillero viene a cantar “la buena nueva del porvenir”, pero se transforma en una
más de las posesiones del rey burgués. El artista, en Darío, tiene intenciones exaltadas:
se cree un visionario, un profeta. En Bolaño
las intenciones son más prosaicas: simplemente, hacerse de un lugar en la corte. En
ambos casos, sin embargo, el resultado es el
mismo: el artista es despreciado por el poder, que lo usa cuando le conviene.
De manera ácida, Bolaño indica que el
escritor de hoy parece más interesado en
el “éxito, el dinero, la respetabilidad” (“Los
mitos de Chtulhu”). Ha sido devorado por
el hipermercado en el que se ha convertido
la cultura contemporánea: quiere triunfo
social, grandes ventas, traducciones, portadas en revistas. Quiere “glamour”, dejar
atrás la “casa pequeña” de Lihn y llegar a
la casa “grande, desmesurada” del “escritor
del Tercer Mundo, con servicio barato, con
objetos caros y frágiles” (“Encuentro”).
A partir de esa crítica, Bolaño se instala
en la construcción misma del canon latinoamericano. Hay que atacar a ciertos autores para reivindicar a otros (y de paso, en
la reformulación, instalarse como el nuevo
paradigma del canon). Los ataques se despliegan en diversos espacios: al interior de
Chile, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier (“Los mitos”), incluso
autores de prestigio como José Donoso y
Diamela Eltit; se recupera al vanguardista
Juan Emar, se entroniza a Pedro Lemebel.
En la poesía, hay ambigüedad con Neruda
—se lo respeta con frialdad—, pero el centro del universo de Bolaño lo forman Parra
y Enrique Lihn.
En el canon hispanoamericano, se defiende a autores ya consagrados como Sergio Pitol, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia
(“Los mitos”); también, por supuesto, a
Borges y Cortázar (la literatura argentina
ocupa un lugar central en el mapa de Bolaño, como dice Gustavo Faverón). Hay un canon alternativo formado por Martín Adán,
Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y
Felisberto Hernández, entre los más marginales; Reinaldo Arenas, Ibargüengoitia,
Manuel Puig, entre los conocidos; Horacio
Castellanos Moya, Carmen Boullosa, César
Aira, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Alan
Pauls, entre los escritores de su generación.
En poesía, los nombres centrales son los estridentistas mexicanos, Vallejo, Oquendo
de Amat, Pablo de Rokha.
De más está decir que Bolaño también
intervino en el espacio de la literatura española, a la que vio como parte de un corpus
indiferenciado con la literatura hispanoamericana. Fueron frecuentes sus ataques
a Cela y Umbral, su defensa de Vila-Matas,
Cercas, Marías, Tomeo, su admiración por
Cernuda. En la literatura universal, los
nombres son legión, pero hay algunos que
se repiten constantemente: Catulo, Horacio, Stendhal, Mark Twain, Rimbaud, Perec,
Kafka, Philip Dick.
Bolaño se presentó, tanto en entrevistas
como en artículos y en sus ficciones, como
el escritor rebelde, antisistema. Sin embargo, había contradicciones en su postura:
después de todo, el escritor publicaba en
Anagrama, una de las editoriales más prestigiosas de España, y concursaba y ganaba
premios; al final de su vida, había obtenido
un enorme reconocimiento simbólico que
significaba buenas críticas, buenas ventas,
traducciones. Había adquirido esa respetabilidad de la que renegaba. Quizá por eso
en sus últimos ensayos, como en “Los mitos de Chtulhu”, su carácter provocador se
había exacerbado, llegando incluso a atacar
a escritores como García Márquez y Vargas
Llosa, de los que previamente había dicho
que su obra era “gigantesca”, superior a la de
su generación. Algunos de esos ataques no
deben tomarse en serio; en Bolaño muchas
veces había humor, el deseo de preservar el
espíritu contestatario de los infrarrealistas,
de seguir a Nicanor Parra en el espíritu de
contradicción. En otros casos se trataba de
mantener un necesario espacio de rebeldía
ante el reconocimiento. Y en otros, se desplegaba esa maquinaria de guerra nada
inocente, dispuesta a seguir aniquilando
obras incompatibles con el proyecto de Bolaño. Había en el escritor chileno una nada
desdeñable intransigencia; esa intransigencia a la hora de aceptar propuestas estéticas
diferentes era, a la vez, su gran virtud y su
principal debilidad.
Bolaño era a su manera un escritor comprometido con las causas políticas de América Latina: “Todo lo que he escrito es una
carta de amor o de despedida a mi generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento
dado el ejercicio de la milicia, en este caso
sería más correcto decir la militancia...”
(Entre paréntesis). Para ello su escritura no
bajó los listones, aunque nunca llegó al hermetismo que preocupaba a los lectores del
“Cortázar” de “Apocalipsis de Solentiname”. Lo más difícil de su obra se encuentra
en Los detectives salvajes y 2666, pero no por
la escritura, sino por lo intimidatorio en su
extensión. Una multiplicidad de símbolos
y metáforas complejas se despliega en su
obra, de la cual todavía no hemos desentrañado todos sus misterios, pero eso no
impide una lectura gozosa de sus páginas,
debidas a su poderosa fuerza narrativa.
El escritor ya no está. Quedan la obra y la leyenda. Quedan la literatura y el apocalipsis.
Este texto es una adaptación del prólogo al
libro de ensayos sobre Roberto Bolaño que,
editado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo
Faverón, será publicado este noviembre por la
editorial Candaya (Barcelona).
PRL 5
6 PRL
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SET/NOV 2007
Todas Las Habanas de Cuba
Rafael Rojas
dos y apagados, donde las distintas Las
Habanas se mezclan y confunden.
Havana. The Making of Cuban
Culture
L
de Antoni Kapcia
Berg, 2005, 256 pp., US $80,75
The History of Havana
de Dick Cluster y Rafael Hernández
Palgrave Macmillan, 2006, 300 pp.,
US$ 34,75
La fiesta vigilada
de Antonio José Ponte
Anagrama, 2007, 248 pp.,
US$ 24,00
Havana. Autobiography of a City
de Alfredo José Estrada
Palgrave Macmillan, 2007, 288 pp.,
US$ 16,47
Invención de La Habana
de Emma Álvarez-Tabío Albo
Casiopea, 2000, 260 pp. US$ 30,77
E
n las dos últimas décadas, la
historia, toda la historia, ha caído como una tempestad sobre
la ciudad de La Habana. Con el
derrumbe del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, aquella
capital de la modernidad socialista que
postulaba la urbanización y el industrialismo para dejar atrás, junto con la
ignorancia y el subdesarrollo, la ensoñación rural de los trópicos y el lascivo comportamiento de sus habitantes, también
se vino abajo. Desvanecida la epopeya
del desarrollismo soviético, La Habana
comenzó a recuperar sus antiguas estampas de goce y exotismo, de perversión y decadencia. La vuelta de aquellos
fantasmas impidió el colapso simbólico
de la ciudad o un caos ritualizado, como
los que describe Carlos Monsiváis para la
cultura urbana del D. F. Con su habitual
capacidad de adaptación, el Estado insular se enfrentó a la revancha del antiguo
régimen con dos nuevas lógicas: el turismo y la restauración.
A partir de 1992, reaparecieron todas
Las Habanas que la revolución se propuso
barrer, como espectros invocados en una
sesión espiritista. Allí estaban, flotando
en el aire, al decir de Emma Álvarez-Tabío la última La Habana criolla y colonial,
que describió en sus crónicas Julián del
Casal, La Habana republicana, neoclásica, que aparece en las novelas de Miguel
de Carrión, Carlos Loveira o José Antonio
Ramos, La Habana céntrica, de dril cien,
sombrero de pajilla y pordioseros en las
esquinas, que se ve en las fotos de Walter
Los fantasmas urbanos regresaban solos.
Evans para The Crime of Cuba, de Carleton
Velas, o en páginas de Enrique Labrador
Ruiz, Alfonso Hernández Catá y Alejo
Carpentier, La Habana de la década de
1950, la de Vedado y Miramar, la de Meyer
Lansky, Graham Greene y Guillermo Cabrera Infante y hasta La Habana de los primeros años de la Revolución, en la que los
espacios del glamour republicano —mansiones, hoteles, clubes, jardines, parques y
playas— eran ocupados por jóvenes barbudos que bajaban de la sierra.
Aquellas Las Habanas espectrales reaparecían por obra de una política oficial
o informal de la memoria: los fantasmas
urbanos que no reproducía el turismo o la
Oficina del Historiador regresaban solos,
por pura nostalgia o por una misteriosa
recuperación de roles perdidos. Con la
añoranza de la Colonia y la República, la
comunidad volvía a representar personajes del pasado como la jinetera y el proxeneta, el dandi y la cabaretera, el gallego y
el negrito. Las calles se atestaban de viejos
Chryslers, Chevrolets y Oldsmobiles y los
cocteles en embajadas, ministerios, galerías y palacetes remedaban la antigua ele-
gancia antillana. La Habana se teatralizó
como una Venecia silvestre, se entregó al
espectáculo de sus transfiguraciones, a la
sublimación del deterioro de sus casas y
vecinos.
Fue entonces cuando la ciudad comenzó a funcionar, según Antonio José Ponte,
como un espontáneo y defectuoso “parque
temático de la Guerra Fría”. Algunos proyectos de “estetización”, como la empresa
restauradora de Eusebio Leal o la nostalgia de Buena Vista Social Club, el disco de
Ry Cooder y el fi lme de Win Wenders, se
incorporaron cómodamente a la racionalidad del Estado. Pero muchas estrategias
de representación de La Habana, producidas, sobre todo, fuera de la isla, empezaron a reflejar una diversidad inmanejable,
un conjunto de imágenes electivas de la
urbe, que difícilmente podía ser procesado por el discurso homogeneizador del
poder. Dos artistas cubanos, uno desde la
isla, Carlos Garaicoa, y otro desde el exilio, Gustavo Acosta, dieron con la manera
idónea de captar aquel baile de máscaras,
aquella apoteosis espectral, dibujando
ruinas restauradas y caserones ilumina-
a teatralización y la ingravidez de
la ciudad han llegado, fi nalmente,
a los libros. Una revisión superficial de algunos títulos recientes
arroja, por lo menos, tres perspectivas
discernibles: la visión melancólica del
antiguo régimen colonial y republicano (Havana, Autobiography of a City, de
Alfredo José Estrada), la que presenta el
socialismo como un proyecto modernizador que, en vez de romper, continúa la
tradición portuaria y atlántica de la ciudad (Havana. The Making of Cuban Culture,
de Antoni Kapcia, y The History of Havana,
de Dick Cluster y Rafael Hernández) y la
crítica de la decadencia de la urbe y de las
estrategias oficiales de restauración y turismo (Invención de La Habana, de Emma
Álvarez-Tabío Albo, y La fiesta vigilada, de
Antonio José Ponte).
Tres visiones sobre una misma ciudad
que implican distintas maneras de pensar
el pasado, el presente y el futuro de Cuba.
La Habana de Estrada, por ejemplo, es un
artefacto de la memoria, donde la Revolución de 1959 marca el fin de un esplendor
secular. Leyendas y mitos de la urbe colonial y republicana como el “chino de la
charada”, el “bobo” de Abela”, la esquina de
Prado y Neptuno, donde vivía “La Engañadora”, el personaje del danzón de Enrique
Jarrín, y otros habaneros ilustres, como el
poeta José Martí, el ajedrecista José Raúl
Capablanca o el boxeador Kit Chocolate,
recorren esta evocación, que comienza con
la llagada de Colón a la isla y termina con
el arribo de Fidel Castro al poder. Estrada
cuenta la historia idílica de una ciudad, en
la que la riqueza azucarera y tabaquera del
periodo colonial y la modernización de la
época republicana producen, a mediados
del siglo XX, un microcosmos fascinante,
mitad español y mitad norteamericano,
que deslumbra a Ernest Hemingway.
Los libros de Antoni Kapcia, Dick Cluster
y Rafael Hernández, como en Rashomon, la
película de Akira Kurosawa, narran el devenir de otra La Habana. Aquí, lo que termina en 1959, con el triunfo de la revolución, no es el esplendor sino la decadencia
de una ciudad construida por siglos de esclavitud española y décadas de injerencia
norteamericana. La cultura habanera del
antiguo régimen, según Kapcia, elitista y
excluyente, fue suplantada por el desbordamiento de barreras sociales que implicó
la alfabetización y el respaldo gubernamental a las artes populares. La Habana
revolucionaria de Cluster y Hernández,
además de popularizar la cultura, produjo
la regeneración moral del “hombre nuevo”:
un ideal que prometía erradicar la prostitución y el juego, en menos dos décadas, al
tiempo en que transformaba los clubes de
SET/NOV 2007
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Un lugar imaginario que aún no adopta la forma definitiva de la ciudad futura.
la burguesía en centros de recreación para
los obreros.
A pesar de haber sido escritos en los últimos años, estos libros terminan con la
“transfiguración” de La Habana —es el
término que usan Cluster y Hernández—
producida por el orden revolucionario. La
nostalgia del antiguo régimen, en Estrada,
o la celebración de la modernidad socialista, en Kapcia, comparten, sin el menor
rubor, el protagonismo de La Habana en
la historia de Cuba. No hay aquí indicios
de esa mala conciencia del centralismo
que impregna otras narrativas urbanas,
en América Latina, y que excusa los discursos apologéticos de algunas capitales
como Buenos Aires, Lima o Caracas. Pero
estos libros comparten algo más: la idea de
que, con el socialismo, La Habana ha experimentado su última “transfiguración”,
aquella que, para bien o para mal, ha otorgado a su fisonomía un perfil definitivo.
Contra esa visión cerrada del tiempo
habanero se movilizan los textos de dos
escritores cubanos, residentes en Madrid: la arquitecta Emma Álvarez-Tabío
y el poeta y narrador Antonio José Ponte.
PRL 7
FOTO A. ENRIQUE VALENTÍN.
Ambos autores, ubicados en el presente
poscomunista, es decir, en las dos décadas
posteriores a la caída del Muro de Berlín
y la desintegración de la Unión Soviética,
vislumbran un nuevo tiempo de la ciudad,
otra La Habana, diferente a la construida
—o, más bien, a la no construida— por el
orden revolucionario y que vendría siendo
un mosaico de todas Las Habanas. En su
libro, Álvarez-Tabío habla de la desorientación urbanística, del “texto arbitrario e
ininteligible” en que se convierte la ciudad
en la última década del siglo XX: “La negación de la ciudad monumental, primero, la
recuperación de la ciudad antigua, luego,
y finalmente, la enésima invención de la
ciudad, representada por las inversiones
inmobiliarias extranjeras, conducirán a la
esquizofrenia urbana”.
Antonio José Ponte, por su lado, describe
La Habana postsoviética como una ciudad
que, después de tres décadas de vivencia de
la utopía, recupera sus ritos ancestrales. Con
el turismo vuelven el dólar, los carnavales,
la prostitución, el mercado y casi todos los
arquetipos civiles de la Cuba prerrevolucionaria. Pero esa regresión se produce bajo
un mismo régimen político, que estatiza la
capitalización económica y simbólica de la
sociedad insular. Regresa la fiesta, sí, pero
vigilada, sometida siempre al control de un
Estado que no renuncia al dominio total
del tiempo cubano. Se produce, entonces,
la convivencia entre una ciudadanía que
desea reinventar la ciudad a partir de usos y
costumbres autónomos y un gobierno que
se propone retrasar ese futuro e impedir, a
través de la ideología y la moral, que los vecinos habiten, o piensen que habitan, a su
manera las casas y los barrios.
El efecto de esa fiesta vigilada no solo es
la “rutinización” de los derrumbes y las
ruinas, sino el lavado oficial de la memoria
urbana. Así como el gobierno revolucionario comenzó, hace medio siglo, transformando en escuelas los cuarteles del viejo Ejército, el socialismo postsoviético se
dedica, hoy, a construir los museos de sus
propias fuerzas represivas. La restauración
de La Habana, como describe Ponte, es selectiva, deja importantes zonas fuera del
remozamiento arquitectónico y, al mismo
tiempo, sigue un guion perfectamente político, concebido para mantener el control
simbólico del territorio y evitar que el ciudadano intervenga su hábitat. La Habana
del siglo XXI comienza siendo un mosaico
de todas Las Habanas y, a la vez, una maqueta de la memoria del poder: un lugar
imaginario que aún no adopta la forma
definitiva de la ciudad futura.
Las intervenciones del Estado en el espacio público de la ciudad, a través de
monumentos, plazas, parques, avenidas,
anuncios y altoparlantes, que movilizan
políticamente a la ciudadanía, son más
visibles que las de la comunidad. En La
Habana, como en cualquier otra capital de
Occidente, la ciudadanía experimenta con
formas de apropiación del espacio urbano,
que se practican en lugares física y simbólicamente delimitados, como el muro del
Malecón o los jardines de la Tropical, o que
establecen perímetros para la expresión
de alteridades, como el célebre parque de
la heladería Coppelia. Pero en esa La Habana múltiple y caótica, de inicios del siglo XXI, el texto de la ciudad sigue siendo
escrito, fundamentalmente, por el poder,
y la ciudadanía lee y asimila o se resiste a
esa lectura desde el ámbito privado.
8 PRL
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Se extraña
el humor de Borges
Pablo de Santis
Borges
de Adolfo Bioy Casares
Destino Ediciones, 2006, 1.663 pp.,
US$ 34,95
L
as pesadillas de Jorge Luis Borges
sobre una biblioteca infinita (La
Biblioteca de Babel) o sobre un libro infinito (El libro de arena) se
han cumplido, y la bibliografía que lo tiene como centro crece sin parar. En 2006, la
ocasión de un nuevo aniversario (se cumplieron veinte años de su muerte) multiplicó las obras dedicadas a su vida, a su obra
y a los márgenes de ambas. A las librerías
argentinas llegaron en los últimos meses
biografías ambiciosas (Borges, una vida,
de Edwin Williamson, y Borges. Vida y literatura, de Alejandro Vaccaro), diálogos
diversos de periodistas que lo entrevistaron (En diálogo I y II, de Osvaldo Ferrari; El
palabrista, de Esteban Peicovich), ensayos
sobre aspectos de su literatura (Borges y
la traducción, de Sergio Waisman; Borges
y el humor, de Roberto Alifano; Borges y
la ciencia ficción, de Carlos Abraham). No
faltaron los costados más domésticos (El
señor Borges, de Fanny Uveda, que trabajó
en la casa desde 1947 hasta la muerte del
escritor) ni los más abstractos (el excelente
Borges y la matemática, de Guillermo Martínez). Hubo también un álbum de la talentosa fotógrafa Sara Facio, Borges en Buenos
Aires, y un cuidadoso rastreo genealógico,
que reunió una cantidad de datos sobre la
familia que seguramente el mismo Borges
ignoraba por completo: Literatos y excéntricos. Los ancestros ingleses de Jorge Luis Borges, de Martín Hadis. A Borges esta variedad de enfoques le hubiera agradado, ya
que su mente era tan afín a la pura especulación como a los rasgos circunstanciales
que tenían la obligación de dar realidad a
la trama.
Come en casa Borges
A esa bibliografía interminable que habrá de obligar a los coleccionistas —que
son unos cuantos— a agregar nuevos estantes a sus ya sobrecargadas bibliotecas,
se suma ahora una catedral de papel: el
Borges de Adolfo Bioy Casares, más de mil
seiscientas páginas en tipografía pequeña.
La lectura rápida que exige el libro —saturado de chismes malintencionados— no
coincide con su tamaño: es imposible de
leer en el subterráneo o en el colectivo, e
inclusive en la cama. Se necesita una mesa,
una buena lámpara, abundante tiempo
Bioy era un muchacho, Borges un escritor de poco más de treinta. FOTO CLARIN CONTENIDOS
libre, tolerancia a las repeticiones y mala
predisposición hacia el género humano.
En los últimos años ya se habían publicado varios libros autobiográficos de Bioy
Casares: En viaje, Memorias y Descanso de
caminantes. Estos libros establecieron una
línea creciente en los terrenos de la indiscreción y la maldad. Dentro del género
autobiográfico, Bioy es como un villano de
folletín, que primero parece afable, luego
revela sus malas intenciones, a continuación pasa a ser directamente malvado, y
finalmente quiere destruir el mundo.
Como si se tratara de recoger las palabras de un maestro cuyo genio es solo oral
—como Cristo o Sócrates—, Bioy se empeña en guardar día tras día, durante más
de cuarenta años, las opiniones de Borges
sobre comida, cine, costumbres, mujeres y, sobre todo, escritores. El diario comienza en 1948, pero Bioy reseña, en una
nota introductoria, los años previos de su
amistad. Se conocieron en 1931 en casa de
Victoria Ocampo, que habría de ser luego
la cuñada de Bioy. En ese entonces Bioy
(nacido en 1914) era un muchacho, Borges
un escritor de poco más de treinta, con
cinco o seis libros publicados (una obra
que Bioy, en ese entonces, no encontraba
en absoluto interesante). Pero la colaboración y la amistad comienzan realmente
años después:
“En 1935 o 1936 fuimos a pasar una
semana a una estancia en Pardo con el
propósito de escribir en colaboración un
folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento
más o menos búlgaro. Hacía frío, la casa
estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban llamas
de eucaliptos. Aquel folleto significó para
mí un valioso aprendizaje; después de su
SET/NOV 2007
redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado”. (En estas palabras,
Bioy no aclara que el folleto era para La
Martona, una de las mayores empresas
lácteas de la Argentina, y que pertenecía
a su familia).
A partir del año 47, comienza el diario.
Al principio Bioy es tímido: pocas anotaciones en el 47, cuatro o cinco para el 48.
En el 49 la tarea se convierte en obsesión.
Una de las anotaciones de ese año indica
que Bioy asistió por primera vez a una
conferencia de Borges. A partir de allí el
diario lo empuja a seguir a su amigo en
sus cada vez más numerosas apariciones
públicas. Una y otra vez anota: “Come en
casa Borges”. A veces apenas la fecha y el
“Come en casa Borges”, convertido en el
motivo del libro, en el ábrete Sésamo que
permite que la tinta corra, en la señal de
una devoción. Amén.
¿Es un largo homenaje o una postergada
traición? Las dos cosas a la vez. Bioy escribe
su vida a través de la de Borges, como si lo
que le diera a los hechos la posibilidad de
perdurar (una discusión sobre un olvidado concurso literario, una comida en homenaje a alguien cuyo nombre habría que
buscar en libros polvorientos, un incidente
insignificante cualquiera) fuera la presencia de Borges: ahí donde pisa, lo fugaz, lo
incidental, lo momentáneo queda grabado para la posteridad. No en vano aparecen mencionados una y otra vez el doctor
Johnson y Boswell, el amanuense que lo
siguió toda su vida y anotó sus hechos y
sus ocurrencias. Es fama que Boswell no
se limitaba a conservar las palabras de su
maestro, sino que inventaba situaciones
para que el otro pudiera exhibir su ingenio. Algo semejante ocurre en estas páginas, en las que Bioy Casares propone temas
de conversación, o situaciones (le sugiere
que concurra a una cena, por ejemplo) con
tal de tener motivo para escribir. Pero a
menudo surge en las conversaciones el fantasma de otra pareja célebre, esta vez de ficción: Bouvard y Pécuchet, los escribientes
de la última novela de Flaubert, abocados
a tareas meticulosas y absurdas, a la adquisición de conocimientos inútiles, a los
percances perpetuos. De Borges sale una y
otra vez la comparación con los personajes
de Flaubert, y Bioy la anota, aceptando la
comicidad, la insignificancia, la fatuidad
de la escena. (Bioy en ningún momento
hace notar que los personajes de Flaubert
son los dos escribientes, mientras que aquí
el cuidadoso anotador de lo que ocurre es
él solo, Bouvard y Pécuchet a la vez).
Este libro es además la bitácora de la obra
que los dos hicieron juntos, y que incluye
varios libros de cuentos y sátiras firmados
como H. Bustos Domecq o como Suárez
Lynch, dos guiones cinematográficos (Los
orilleros y El paraíso de los creyentes), y varias antologías. La obra que realizaron
juntos como editores o antólogos tuvo un
peso mucho mayor que sus ficciones a dúo
(que están sobrevaloradas): su Antología de
la literatura fantástica (en la que también
trabajó Silvina Ocampo, esposa de Bioy)
sirvió para ubicar el género como rasgo
distintivo de la literatura argentina, y la
colección El séptimo círculo (cuyo título
SET/NOV 2007
inicial fue La bestia debe morir, de Nicholas
Blake, en 1945) ayudó a que se respetara
el género policial. Además, Cuentos breves
y extraordinarios tuvo una perdurable influencia en el desarrollo de lo que hoy se
llama ficción súbita o ultrabreve.
Una de las mayores sorpresas del libro:
Bioy y Borges se empeñaron durante meses en hacer una obra de teatro (ninguno
había intentado por su cuenta nada semejante, ni el teatro aparece mencionado en
sus ensayos o conversaciones). Era una comedia de índole policial titulada Los siete
soñadores, y cuyos protagonistas eran en su
totalidad miembros de una célula comunista, aislados en algún lugar de la montaña. La obra, que nada bueno prometía,
quedó inconclusa; menos confiados que
en Los siete soñadores estaban en Invasión,
notable filme de Hugo Santiago, en que
ambos trabajaron, que quedó como uno
de los pocos ejemplos de género fantástico
en el cine argentino.
Ironía obligatoria
La imagen que un escritor deja de sí es la
resultante de elementos diversos, en la que
los libros ocupan solo una parte: también
están las entrevistas, alguna aparición pública, su capacidad para entrar fácilmente
en el molde de las leyendas, la perpetuación de algún malentendido. La imagen
que se tenía de Bioy —el aristócrata jovial,
el escritor feliz, renuente al periodismo y
a los honores de la vida literaria y libre del
resentimiento, pasión clásica del escritor
argentino (y del escritor en general, y de
la especie humana)— desapareció por
completo para dejar lugar a este escribiente maniático que se preocupa de registrar
interminables conversaciones maliciosas.
Aunque el que habla es Borges, el que preserva, para el futuro, el comentario insidioso es Bioy.
Nada irrita más que la ironía obligatoria; Borges y Bioy hablan mal de todo el
mundo, y el lector acaba por sentir simpatía por la turba de poetas olvidados, por
esos escritores-funcionarios tan atacados,
por esas poetisas una y otra vez burladas
porque sus poemas son ridículos o porque
visten mal o porque no saben pronunciar
el francés. Bioy parece construir, a través
de los años, un interminable sistema de
exclusiones (desde los grandes nombres
de la literatura contemporánea, como
Samuel Beckett o T. S. Eliot, hasta olvidados escritores argentinos o uruguayos)
con el único propósito de confirmar que
Borges odiaba a todo el mundo, y solo lo
apreciaba a él.
El peronismo, desde luego, ocupa un
lugar central en este catálogo de odios.
Cuando Perón llegó a la presidencia, Borges trabajaba en una biblioteca municipal en la calle Carlos Calvo, en el barrio
de Almagro. No fue despedido, pero fue
nombrado inspector de huevos y de aves;
como sospechaba que no era un título
honorífico, renunció. En 1955 le llegó la
revancha: la Revolución Libertadora lo
nombró director de la Biblioteca Nacional, cargo que conservó durante muchos
años. El odio al peronismo es absoluto: y
ni los bombardeos a la Plaza de Mayo ni
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los fusilamientos del 56 merecen alguna
congoja. Sin embargo, hay lugar para la
admiración por un grupo de militares peronistas sublevados, que un instante antes
de ser fusilados gritan el nombre de su regimiento. Esa última lealtad (quienes los
fusilan pertenecen a su mismo regimiento) merece su aprobación.
A pesar del enojo que produce el libro,
no hay otro documento semejante de la
vida cultural argentina: aquí descubrimos
la trastienda de incontables concursos, sa-
bemos lo que se murmura en las reuniones de la Academia Argentina de Letras
o de la Sociedad Argentina de Escritores,
conocemos los conciliábulos previos a la
firma de tal o cual solicitada. Nos interesa
la literatura, pero, ¿para qué engañarnos?,
también la vida literaria, con sus chismes,
sus alianzas, sus mecanismos de poder.
Sin embargo, estas ambiciones disipadas,
estos libros borrados, estas promesas de la
literatura que hoy son citas al pie de página en alguna enciclopedia contagian una
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cierta melancolía. Borges y Bioy parecen
conscientes de esa melancolía, como si adivinaran que alguien en el futuro los está
leyendo, los está evocando, como a fantasmas. Dice Bioy: “En un drama de Priestley
una persona que va al pasado encuentra, a
la gente de la casa que visita, en una fiesta.
Esa situación, que sin duda se repite en varios cuentos, me parece poética, porque se
contrasta la alegría frívola de la gente de la
fiesta con lo que nosotros sabemos de ella:
que está en el pasado, que están muertos”.
10 PRL
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Y Borges dice: “Como nosotros, que no sabemos que estamos en 1957: en el pasado
también”.
Padres e hijos
Los años que el libro de Bioy rastrea con
tanta malicia y rigor son los años en que la
madre de Borges —Leonor Acevedo— gobernó sobre la vida de su hijo: pero hubo
antes, también, un padre, Jorge Guillermo
Borges, abogado, melancólico profesor de
Psicología en el colegio Lenguas Vivas, ciego durante los últimos años de su vida. Al
nacer Borges, en 1899, el padre, que sentía
ya sus ojos oscuros amenazados por una
maldición de familia, abrió los ojos del
bebé, los encontró celestes y dijo: “Gracias
a Dios, tiene los ojos de la madre”.
Sin embargo, la enfermedad, ajena al accidente del color, pasó también a los ojos
del hijo, que desde joven tuvo problemas
en la vista, y que en los años finales habitó
una tiniebla amarilla.
“Nunca he visto en mi vida el color de los
ojos de nadie”, dijo Borges.
Leonor Acevedo fue una figura omnipresente en la vida intelectual argentina,
ya que manejó la vida de su hijo hasta su
muerte. El padre, muerto en 1938, antes
de que la fama llegara a Borges, fue una
figura mucho más borrosa. Durante 2006
aparecieron dos libros que se empeñaron
en rescatar ese linaje paterno: Literatos y
excéntricos. Los ancestros ingleses de Jorge
Luis Borges, de Martín Hadis, y La raza de
los nerviosos, de Vlady Kociancich, amiga
de Borges y de Bioy, que estos mencionan
una y otra vez en sus páginas. En el capítulo “Algo sobre Borges” de su colección de
ensayos, Vlady Kociancich elige esta anécdota de los recuerdos de Borges sobre su
padre:
“Mi padre —dijo— me explicaba esas
batallas sobre la mesa, con migas de pan.
Esta, decía, era la posición de los persas,
esta, la de los griegos. Durante mucho
tiempo yo seguí pensando en ejércitos y
en barcos, en héroes y en batallas, como
migas de pan”.
En 1938 no solo murió su padre sino que
también él mismo estuvo a punto de morir a causa de un accidente originado por
su famosa torpeza y su visión disminuida.
Subía apurado unas escaleras cuando no
vio una ventana abierta. La hoja de la ventana le abrió la cabeza y la herida se infectó. Pronto se declaró una septicemia. No
existían entonces los antibióticos y Borges
corrió peligro de morir. Estuvo internado
durante semanas. La fiebre alta lo hacía
delirar; su madre, años después, recordaba
los delirios de su hijo, en los que grandes
felinos entraban al cuarto.
“No sé si fue a causa de la fiebre, pero
desde entonces empezó a escribir cuentos
fantásticos”, recordaba la madre.
Hoy consideramos a Borges esencialmente como un cuentista, pero en ese
entonces él se veía a sí mismo como un
poeta y autor de breves ensayos, en general escritos para periódicos y revistas. Los
artículos sobre malvados extravagantes
que publicó en la Revista Multicolor de los
Sábados del diario Crítica —y que luego
pasaron a integrar la Historia universal de
la infamia— Borges los consideraba como
“ejercicios de un tímido” y no verdaderos
cuentos. Se dedicó con intensidad a la narrativa después de su accidente y su convalecencia (que parcialmente recordó en el
cuento “El sur”).
Borges inventó así un comienzo perfecto
para su estreno como escritor de ficciones:
la cercanía de la muerte, el delirio, la visita
de las panteras y los tigres, como si su propia mitología se hiciera presente en su lecho de enfermo (y su infancia: las bestias
del zoológico de Palermo). Pero además en
ese año murieron su padre y Leopoldo Lugones, con quien Borges tuvo una actitud
ambivalente, según las épocas, entre la
burla y la admiración. Con esos elementos
creó un mito de origen para su literatura
de ficción y para nacer de nuevo como escritor.
Jorge Guillermo Borges también había
querido ser escritor. Publicó algunos poemas en la revista Nosotros, intentó una traducción del inglés de los poemas de Omar
Khayam, y escribió una novela sobre los
gauchos de Entre Ríos: El caudillo (1921).
“La publicó en Palma de Mallorca, para
estar seguro de que nadie la leyera”, decía
el hijo.
Pero tan despreocupado no estaba Borges padre por su novela, porque antes de
morir pidió a su hijo que la revisara y corrigiera. Él prometió que así lo haría. En
una entrevista de 1979, más de cuarenta
años después de la promesa, seguía considerándola una tarea pendiente y posible.
“Un día de estos…”. Nunca lo hizo, por supuesto. Como él mismo escribió en una de
las prosas breves: “Solo los dioses pueden
prometer, porque son inmortales”. Pero
como él mismo corrige al final del texto:
“También los hombres pueden prometer,
porque en la promesa hay algo inmortal”.
También el padre de Bioy Casares, Adolfo Bioy, tuvo un acercamiento a la literatura; escribió dos libros autobiográficos:
Años de mocedad y Antes del 900 (Recuerdos). Había querido que su hijo estudiara
en la universidad, pero sus ambiciones literarias no le eran indiferentes: cuando un
Bioy adolescente le dijo que había terminado su primer libro, el padre lo acompañó a la editorial Tor. El editor, Juan Carlos
Torrendell, recibió afablemente a los Bioy
y les habló de una nueva colección de narrativa argentina. El joven escritor le dio
su manuscrito, el editor le dio una ojeada,
hizo algún comentario elogioso y dijo que
enseguida lo publicaría. Bioy Casares quedó encantado con la facilidad con que se
daban las cosas en el mundo literario: nada
de esperas fatigosas, de reclamos insistentes, decepciones o rechazos. Poco tiempo
después, el librito salió publicado (Bioy lo
eliminó de sus obras, como a todo escrito
anterior a La invención de Morel, que publicó en 1940). Años más tarde, al recordar
lo sucedido, Bioy supo la verdad: su padre
había pagado la edición, y toda la escena
había sido una representación destinada
a él, el único espectador. Desde entonces,
miró con desconfianza el mundo intelectual, y advirtió, en todo logro y conquista,
una secreta humillación.
Estos diarios sobre Borges están escritos
SET/NOV 2007
con ese espíritu: el de un hombre que prefiere adelantarse al desencanto, para no
ser víctima de otra ilusión.
La risa de Borges
Las hijas de José Hernández invitaron
cierta vez a Borges y a Bioy Casares a su
casa para asistir a una reunión de espiritismo. Confiaban en que a los escritores
les interesaría participar, porque el autor
del Martín Fierro iba a dictar desde el más
allá la tercera parte de su poema. Pero ni
Borges ni Bioy se decidieron a ir, y la obra
de José Hernández quedó sin agregados
póstumos.
La de Borges, en cambio, no deja de crecer, gracias al hallazgo de publicaciones en
la prensa o a la desgrabación de sus conferencias. Además de las obras excluidas por
Borges de sus obras completas (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma
de los argentinos, reeditadas por decisión
de su viuda, María Kodama), aparecieron
después de su muerte Textos cautivos 19361939 (1986), Textos recobrados 1919-1929
(1997), Borges en Sur (1999), Textos recobrados 1931-1955 (2001), Textos recobrados
1956-1986 (2003), El círculo secreto (2003),
además de recopilaciones de charlas y conferencias como Arte poética (2000), o Borges profesor (2000).
En estos textos circunstanciales —charlas públicas, escritos para medios masivos
y poco prestigiosos como la revista femenina El Hogar o el diario Crítica— está siempre presente el humor de Borges, que es lo
que más se extraña de los diarios de Bioy.
El ingenio de Borges era público, necesitaba una audiencia (real o imaginaria) para
funcionar. Su ironía simulaba respetar las
convenciones, amenazaba con un lugar común, enunciaba una ley general y obvia, y
luego sorprendía. Como en las charlas con
Bioy el sobreentendido es total y no existe
el nivel de la convención, el ingenio desaparece a menudo reemplazado por la reflexión sobre los mecanismos del ingenio,
o por la pura aversión: “imbécil”, “inmundo” son palabras que se repiten para denostar a quienes ni siquiera son enemigos.
“De Borges, lo que mejor recuerdo es la
risa”, escribe Vlady Kociancich al evocar
una de las primeras imágenes que conserva del escritor (un sábado de invierno, Borges, que ha reunido a un pequeño grupo
de alumnos, busca la llave de la Biblioteca
Nacional en el bolsillo de su abrigo). Y la
risa es lo último que evoca Bioy Casares en
su monumental diario. Dos años después
de la muerte de Borges, Jean-Pierre Bernès, un crítico francés que estuvo en Ginebra con Borges, va a visitar a Bioy para
hablarle de los últimos días del escritor.
Anota Bioy: “Bernès grabó a Borges cantando “La morocha” y otros tangos. Dice
que en esa grabación Borges se ríe con la
risa de siempre”.
Bernès le cuenta también la que tal vez
sea la última broma de Borges. El francés
aludió a “La moneda de oro” y Borges lo
corrigió: “de hierro”. Como el otro pareció molesto por su error, Borges lo tranquilizó:
“No se contraríe. Usted hizo lo que la alquimia no pudo”.
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Las ciudades del yagé
Michael Taussig
FOTO NICOLAS TIKHOMIROFF
talismo. La sangre y la esencia de muchas
razas te atraviesan —negra, polinesia,
mongol, nómada del desierto, políglota
del cercano este, india— y “pasan por tu
cuerpo rostros todavía no concebidos o nacidos, combinaciones aún no realizadas”.
Es este viaje que ocurre dentro y más allá
del cuerpo que constituye la Ciudad-Montaje (ahora con mayúsculas) “donde todos
los hombres posibles se dispersan en un
gran mercado silencioso”.
Todas las casas de la ciudad se juntan. Casas de tierra con mongoles que parpadean
en umbrales humosos, casas de bambú y
madera de teca, casas de adobe, piedra y
ladrillo, casas del Pacífico Sur y maoríes,
casas sobre árboles y sobre barcos, casas de
madera de cien pies de largo que albergan
tribus enteras, casas hechas de cartones
viejos y chapa, donde los ancianos se sientan sobre alfombras podridas para hablar
unos con otros mientras cocinan. Alcohol
de quemar, gigantes estructuras de hierro
oxidado que se alzan sobre ciénagas y
basurales a doscientos pies de altura, con
peligrosas divisiones construidas en plataformas de varios niveles y hamacas que se
balancean sobre el vacío.
La Ciudad-Montaje, “un lugar donde el
pasado desconocido y el futuro emergente
se unen en un zumbido sordo. Entidades
larvales esperando una forma de vida”.
es que debe siempre administrarse en rituales estructurados sobre encantamientos
y cantos a los espíritus.
Tal vez tomar yagé estando solo le permitía a Burroughs hacer de su propio
chamán, por así decirlo, acomodando su
indiferencia hacia el ritual en favor de un
abordaje farmacológico del alucinógeno,
abordaje que fomentaba el profesor de
etnobotánica de Harvard Richard Evans
Schultes, una especie de boy scout maduro,
nexo entre Burroughs y el mundo del yagé
del Putumayo. Schultes, figura clave para
el gobierno de los Estados Unidos en la
búsqueda de caucho amazónico durante
la Segunda Guerra Mundial, tenía un interés por los alucinógenos naturales que
no parece independiente del gobierno
norteamericano –detalle que Burroughs
se pierde no obstante su recelo acerca del
Estado y su propensión a controlar mentes
a través de las drogas.
En una carta a Ginsberg desde Lima se
percibe un cambio importante en la voz
y el tono de Burroughs si se les compara
con los de cartas anteriores. Esta parece
firmada por el mismísimo yagé. El Yo se ha
diluido en un movimiento transformador
protoplásmico.
Lo primero que se pierde es el equilibrio.
El cuarto vibra a causa de un feroz orien-
Una ciudad india
Mi amigo Florencio, indio ingano que
vivía sobre el río Caquetá en las tierras
bajas putumayas de Colombia, me relató
en español una experiencia similar con
la ciudad. Eran los comienzos de los años
ochenta; estábamos conversando en la casa
de un chamán cerca de Mocoa, un pueblo
pequeño a los pies de unas altas pendientes que conectan con la ciudad montañosa
de Pasto —la más importante del sur colombiano— por un tortuoso camino en
zigzag que luego de una subida empinada
pasa por el valle Sibundoy, hogar de tantos
indígenas inganos y kamsas. Fue en ese
valle donde se establecieron en 1901 los
frailes capuchinos de Igualada —localidad
de las afueras de Barcelona, España— para
tomar control de un enorme tramo del
Amazonas que hasta ese momento había
tenido escaso contacto con la Iglesia.
Florencio tendría unos sesenta y cinco
años cuando hablamos. Alguien me dijo
que murió algunos años después por exceso de cocaína. O, más probable, de bazuco,
un derivado de la cocaína. Durante su
juventud, en 1932, había transportado gasolina en piraguas desde Umbría a Puerto
Asís para abastecer al ejército colombiano
en la guerra contra el Perú. Era la primera
vez que soldados de una nación-Estado se
aventuraban en el Putumayo, fuera de los
The Yage Letters Redux
de William Burroughs
y Allen Ginsberg
City Lights Books, 2006, 180 pp.,
US$ 13,95
¿
Por qué será que la gente que
toma yagé ve ciudades —y no solo
los viajeros urbanos sino también
los indios de las selvas que jamás
pusieron los pies en una—? Esto me
preguntaba una vez tras otra durante mi
relectura de The Yage Letters Redux, de
William Burroughs y Allen Ginsberg. Publicado por vez primera en inglés en 1963
en un volumen delgado, negro, con un
chamán ilustrando la cubierta, su rostro
grabado en vibrantes trazos blancos, acaba de reeditarse al doble de su volumen,
con magníficas notas y una exhaustiva
introducción firmada por Oliver Harris,
quien antes había editado las cartas que
Burroughs escribiera entre 1945 y 1959.
La ciudad-montaje
Con justa razón, en su introducción a The
Yage Letters Redux Harris llama la atención
sobre lo que Burroughs refiere, en dos
cartas a Allen Ginsberg, como “la ciudadmontaje”, cuya primera mención aparece
en una carta fechada el 28 de febrero de
1953 en el Hotel Niza de Pasto, aludiendo
a lo que él considera una experiencia frustrada con yagé en la región del Putumayo
de Colombia, cerca del pueblo montañoso
de Mocoa.
“Esa noche —escribe Burroughs— tuve
un sueño intenso, a colores, de una selva
verde y un atardecer escarlata. También
soñé con una ciudad-montaje que me
era familiar pero que no pude identificar.
Mezcla de Nueva York, ciudad de México
y Lima, que para entonces ni siquiera conocía. Estaba parado en la esquina de una
calle ancha por donde pasaban coches, y
había un parque vasto y abierto más abajo
en la distancia. No puedo decir que estos
sueños tuvieran alguna relación con el
yagé. Se supone que al tomar yagé se ven
ciudades”.
Y se refiere al chamán como “un viejo
farsante y borracho”, a quien vio por primera vez “cantando sobre un hombre con
evidentes signos de malaria”. Burroughs
puede ciertamente ser un jodido, un real
pedante. Por supuesto sabía que era malaria. Por supuesto sabía que el chamán
era un borracho. Y por supuesto estaba
dispuesto a rebajar a los chamanes a la categoría de roñosos estafadores. Aunque en
cierta forma esto es un alivio en comparación con la deslumbrada exaltación de hoy
por parte de los visitantes de ciudades de
La imagen que lo une todo, la protoescena de El festín desnudo.
- MAGNUM
Colombia, Estados Unidos y Europa —vale
la pena destacar que los mismos lugareños, indígenas entre ellos (especialmente
chamanes), son con todo, y mucho antes
que Burroughs, escépticos con respecto a
los chamanes.
Cuando se habla de magia, la fe y el
escepticismo van atados. En el caso de
Burroughs, el escepticismo lo aporta él
mismo, y la fe la proveerá el yagé: cuando
el yagé funciona puede realmente darte
vuelta (no olvidar que el efecto del yagé es
notoriamente variable). Luego de aquella
primera experiencia frustrada, Burroughs
quedó muy impresionado con los poderes
del yagé, poderes que nutrieron su escritura por el resto de su sorprendentemente
larga vida.
Ciertamente ya no habla de estafas la
segunda vez que ve una ciudad, como
lo cuenta en una carta a Allen Ginsberg,
fechada el 10 de julio de 1953. Esta vez
el hombre está totalmente afectado. Ha
tomado yagé más o menos seis veces en
los pasados cuatro meses, y con audacia
increíble ha transportado un poco desde
Pucallpa a Lima, donde, al menos esto es
lo que dice, se lo toma él solo. Lo que me
sigue pareciendo difícil de creer, abundantes como son las historias sobre los peligros
del yagé —como señala Allen Ginsberg—,
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12 PRL
españoles del siglo XVI en busca del mítico
El Dorado y quizá alguno que otro soldado
inca siglos antes de la Conquista–. Florencio había servido a los frailes capuchinos
como sacristán en Puerto Limón, y toda su
vida había sido un ávido bebedor del yagé
que le daban los chamanes.
Alrededor de 1960 había asistido a un
chamán de Puerto Limón en la curación de
una mujer que sufría de dolores de cabeza.
Tomaron yagé. Al tercer vaso Florencio
empezó a tener visiones. Vio ángeles bajando del cielo para poner cristales sobre
su frente, que captarían la esencia de la
enfermedad y le otorgarían así el poder de
curar; sobre su pecho, para que fuera bueno con las personas y no hiciera mal; en las
manos y en la boca, “para poder hablar con
cualquiera, para hablar con propiedad…
Y es esto lo que te revela el yagé”.
Entonces los ángeles se esfumaron y en
su lugar apareció otra visión o “pinta”,
como él la llamaba. La habitación se llenó
de pájaros, muchos, pero esa visión también pasó y le siguió lo que él llamó “otro
tipo de cuadro”.
Y esto va formando una calle, ¿una ciudad,
no?, que cada vez se ve con más claridad
y que contiene una visión distinta en cada
cuarto mientras las melodías emanan de los
ambientes más tranquilos. Así, quien primero
aparece es una persona del valle Sibundoy.
Otros llegan cubiertos de esas plumas que
llevan los chamanes que toman yagé… y así
van formando una calle. Siguen apareciendo,
algunos bailando a su propio ritmo, otros siguen otra música. Aquí, se cubren con diferentes plumajes, todos llenos de espejos —gente,
gente del yagé—, con collares de dientes de
tigre, y abanicos que curan, y todo cubierto de
oro. Es hermoso. Y siguen llegando y llegando,
siempre cantando.
Entonces aparece un batallón del ejército.
¡Qué lindo! ¡Cómo me gusta! No estoy muy
seguro de cómo visten los ricos, ¡pero los soldados de este batallón van vestidos mejor que
cualquiera! Llevan pantalones y botas hasta la
rodilla de oro puro. Todo es oro, todo. Llevan
armas y marchan. Y yo quiero levantarme…
para poder cantar con ellos, y bailar con ellos,
yo también. Luego el chamán… con la pinta
[imagen], anticipa que intento ponerme de
pie para unirme a ellos, para cantar y bailar
con ellos tal y como estamos viendo. Y luego
él, quien da el yagé –es decir, el chamán– lo
sabe todo y se queda ahí callado, ¿sabiendo,
no? Y así es como aquellos que saben curar
son informados. Porque al presenciar esto, son
capaces de curar, ¿o no? Y entonces le pasan
este cuadro a la persona enferma. ¡Y la persona se cura! Y le dije al chamán que me estaba
curando, le dije: “¿Viendo esto, se aprende a
curar?”. “Sí —me respondió—, al ver así, uno
puede curar, ¿no?”.
Florencio entró en una casa. Había tres
hombres de negro y detrás de ellos libros
con cruces que vomitaban oro. Una catarata de oro. Cuando se le preguntó por
Sí, suscríbanme a PRL:
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qué estaba allí, dijo que había ido para
conocer, saber, ponerse al tanto. “Pero si
tú ya sabes”, le dijeron, y lo bendijeron y le
dieron el poder de hacer buenas obras al
regresar a su tierra.
Es en esa ciudad, en la que cada cuarto
contiene su propia pinta y su música,
donde aquellos seres parecidos a chamanes con plumas y espejos, que él llama “la
gente del yagé”, se convierten en soldados
danzantes; es en ese punto que él quiere
levantarse y bailar junto a ellos. Entra en
la visión, o al menos lo intenta. “Y luego el
chamán… con el cuadro, percibe que estoy
intentando ponerme de pie para unirme
a ellos, para cantar y bailar con ellos tal y
como estamos viendo… Viendo esto son
capaces de curar, ¿no?”.
Siento que al decirme esto él me está pasando la imagen, y que yo al repetirla se la
estoy pasando a ustedes.
New York City
“Es la droga más poderosa que he probado”, Burroughs le escribió a Allen Ginsberg. “Quiero decir, es la que más altera
los sentidos”. El yagé fue la simiente de
El festín desnudo1, dijo Allen Ginsberg en
1975, sin duda una de las más enérgicas
y generosas invocaciones al modernismo
como montaje (al estilo Burroughs) alguna vez realizada.
Sucedió justo después de que Burroughs
volviera de Sudamérica, durante su estadía
en casa de Ginsberg en la calle 7ª Este de la
ciudad de Nueva York. Mirando por la ventana trasera, que daba a la parte de atrás de
patios y ventanas de otros departamentos
cruzados por escaleras de incendios y tendederos de ropa, Burroughs vio de repente
aquellas increíbles “ciudades-montaje” que
había visto tomando yagé, ciudades que lo
asaltan a uno desde todas las esquinas y
alturas de su obra, como lo ejemplifica el
título de uno de sus últimos trabajos: Ciudades de la noche roja. Lo que es maravilloso
es que Ginsberg abre las persianas justo en
el momento en que se forma el cuadro: la
ciudad de Nueva York, el yagé y la imaginación desbordante de William Seward
Burroughs, artista de la representación.
“Lo actuó todo —diría Ginsberg—, que
era lo que solía hacer en sus números”.
Ginsberg recuerda que fue allí, en la calle
7ª Este, donde Burroughs “tuvo una visión
repentina de las estructuras, la gran ciudad
de las estructuras de hierro que cuelgan
alto en el aire con hamacas que se balancean y gente que trepa de un nivel a otro.
Una sobrepoblada ciudad de armazones,
donde la gente se almacena ganándose la
vida; tal y como viven hoy en las megalópolis de calles cubiertas de basura; cuadras
con edificios arruinados; vagos reunidos en
pandillas de motociclistas; ladrones, policías, adictos y la CIA saliendo de zaguanes
y chantajeándose unos a otros”.
Mirando por la ventana, Burroughs (un
famoso misógino) se convierte de repente
en uno de sus propios personajes, una vieja
desagradable que se estira en su balcón
para alcanzar la ropa lavada, y que luego
1
William Burroughs. Naked Lunch,
Olympia Press, 1959.
SET/NOV 2007
pasa a ser un cadáver desollado. Burroughs
se tiró al suelo. “A veces se caía al piso”,
continúa Ginsberg, “estaba tan poseído
con las payasadas de su imaginación que
las imágenes le llegaban casi tan automáticamente como en una película”.
Dentro de la imagen
Entrar en una imagen debe de ser una de
las experiencias más fascinantes en la vida
de una persona. Para Nietzsche, de esto se
trata justamente el momento dionisíaco, y
para Walter Benjamin es algo comparable
al cine o a la concentración con que miran
los niños las ilustraciones coloreadas de los
libros infantiles.
Florencio nos cuenta que la imagen en
la que está entrando, transmitida por el
chamán, cura brujerías. ¿Acaso será esta
también la intuición que tuvo Burroughs,
transmitirnos imágenes que puedan curar
los equivalentes modernos de la brujería,
tales como el control inconsciente que
ejercemos mediante nuestros hábitos
mentales y los complots de los chismosos
y del Estado? Para lograrlo, Burroughs
hace uso intenso de asociaciones casuales,
pero también se destaca en su escritura la
saturación de color, empezando por las
particulares propiedades cromáticas que
atribuye al yagé, como cuando, en El festín
desnudo, escribe en una serie de elipsis:
“Notas de los efectos del yagé: las imágenes
caen lenta y silenciosamente, como los copos de nieve… Serenidad… Se caen todas
las defensas… Todas las cosas son libres de
entrar o salir… El miedo simplemente no
tiene lugar… Una hermosa sustancia azul
fluye dentro de mí2”.
Entre otras cosas ve un rostro azul, una
pared azul y plantas que germinan desde
unos genitales. No extraña que haya sentido que el cuarto vibraba. En el apéndice
farmacológico del libro, Burroughs asegura: “Los destellos azules en los ojos son característicos de la intoxicación con yagé 3”.
A veces me pregunto si en sus viajes por
Sudamérica Burroughs no habrá visitado a
los indios desana, lejos del Putumayo, bajando el Amazonas por el río Vaupes, tanto
de hecho como imaginariamente —sobre
la alfombra mágica que provee el yagé—.
En las largas conversaciones que sostuvo
Gerardo Reichel-Dolmatoff, antropólogo
de Colombia, con el indígena Desana Antonio Guzmán, en su oficina universitaria
en Bogotá, encontró que él también tenía
mucho para decir sobre el azul4. Según
Guzmán el azul es el color de la Vía Láctea,
situado en el medio entre el amarillo solar
y el rojo terrestre, o sea entre lo masculino
y lo femenino, entre el semen y la vida. El
azul de los desana es esencialmente ambivalente, dice Reichel. Es beneficioso si se le
asocia con el sol, pero también destructivo
en sus asociaciones con el vómito, la putrefacción y las heridas. El azul de la Vía Láctea
es lo que te espera si tomas alucinógenos:
2
Naked Lunch, p. 130.
Naked Lunch, p. 283.
4
Gerard Reichel-Dolmatoff, Amazonian
Cosmos: The Sexual and Religious Symbolism
of the Tukano Indians, University of Chicago
Press, 1971 [1968], pp. 45-52.
3
SET/NOV 2007
conecta, rompe, transforma. No extraña
pues que Burroughs sintiera una hermosa
sustancia azul fluyendo dentro de sí.
Pero si hay un color sagrado, preferiría
volver al escarlata y verde del sueño que
Burroughs tuvo la primera vez que tomó
yagé, cuando vio lo que él llamó “la ciudad-montaje”. Yo escogería no el azul sino
el verde, el verde de la envidia que da pie a
la brujería y que es en sí mismo el color del
yagé, aunque, para ser honestos, el yagé
—como todo lo que es sagrado— no es de
ningún color; es de ese negro del que emanan todos los colores. El yagé es una planta
trepadora —¿qué otra cosa podía esperarse?—. Se abre paso contorsionándose para
un lado y para otro en las profundidades
negras y húmedas de la selva, donde se esconde gracias a sus retortijones y a su color
oscuro moteado. En el ritual de preparar el
yagé para un chamán —invariablemente
un hombre—, los indios añaden a la pasta
obtenida lo que ellos creen que es el elemento femenino: las hojas de chagropanga, oscuras y apenas rayadas, con forma
de corazón. Sin estas últimas no hay pinta
posible —como dicen los indígenas—, y
la pinta se refiere aquí al cuadro, a lo que
nosotros llamamos “alucinación”, una
palabra que resulta más fácil de usar que
de comprender. Pero allí está, claro como
el agua: una pinta es lo que es crucial, y es
pintura, o sea color.
En cuanto al rojo, se podría ver como un
anuncio de muerte el que una mujer embarazada o menstruando merodeara el lugar
donde el yagé es preparado (una arboleda
semisecreta) o donde se bebe. No conozco
un tabú más fuerte que este en relación
con el yagé, tanto que estoy forzado a pensar que el chamanismo y ser mujer son los
dos polos de un mismo flujo de energía, y
que en efecto ambos se suman para una
misma y única cosa; uno es valorado como
el polo positivo, el otro es el negativo. Sin
embargo, esta valoración es falaz, porque
al chamanismo se le atribuyen tantas fuerzas negativas y de riesgo, inclusive la propia muerte, como a la menstruación y al
embarazo, que en sí mismos pueden verse
como positivos si se piensa en el misterio
de la creación de la vida. Así creo que tiene
sentido pensar el chamanismo —según lo
he experimentado en persona— como el
equivalente masculino, por así decirlo, de
aquellos poderes femeninos que en sí mismos, por ende, pueden considerarse igual
de “chamánicos”. (Cito un ejemplo: en una
oportunidad durante los años setenta viví
en una casa junto al río Guamuez con indígenas kofanes. Se decía que la suegra del
chamán, viuda de un chamán ella misma,
tenía poderes chamánicos como preparar
una cerveza que atraía a los animales que
serían sacrificados –ella ya había pasado
por la menopausia–).
¿Acaso algo de esto aparece en The Yage
Letters? Bueno: Burroughs se ve convertido
en una negra, y luego en un negro cogiéndose a una negra, y Allen Ginsberg se enfrenta con la muerte en el ojo de una vagina
sagrada, todas imágenes muy fuertes por
cierto. Pero la imagen que lo une todo, me
parece, es la Ciudad-Montaje de la calle 7ª
Este, que es la protoescena de El festín desnu-
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do y, más aún, de toda la obra de Burroughs.
Lo que Burroughs hace, dijo Ginsberg, es
ver primero la ciudad de armazones y después a esa mujer desagradable que recoge
la ropa que se transforma en cadáver, ante
el cual ella agita los brazos frenéticamente.
Al igual que Florencio, Burroughs entra en
la imagen y se convierte en aquella vieja
desagradable que sacude los brazos ante el
cadáver que se balancea en las escaleras de
incendio que penden del cielo.
El chamanismo, sostengo, es la otra cara
de la moneda de la menstruación y del embarazo. Lo masculino y lo femenino yacen
en el centro del sistema que Burroughs, un
hombre valiente y apasionado, hilarante
en sus referencias a la homosexualidad
masculina, no podía ver aunque estuviese
tan cerca. Ni siquiera lo vislumbraba. Hasta el momento en que miró por la ventana
de la calle 7ª Este aquella Ciudad-Montaje,
hirviente masa de pecado incipiente, que
aparecía ante sus ojos justo cuando él se
desplomaba sobre el piso.
La ciudad soñada de colportage
El cuerpo (Burroughs) y la muerte (Ginsberg) se destacan en The Yage Letters.
Doblegado por las náuseas en su primera
alucinación real con yagé, Burroughs se
lanza hacia la puerta, pero apenas si puede
caminar. No tiene coordinación. Sus pies
son como bloques de madera. Vomita con
violencia y luego se queda atontado, como
envuelto en capas de algodón. “Seres larvales me pasaban por delante de los ojos
en una bruma azulada, y cada uno de ellos
soltaba un graznido obsceno, burlón…
Debo haber vomitado seis veces. Estaba
en cuatro patas, sacudiéndome por los
espasmos de las náuseas. Escuchaba mis
arcadas y gemidos como si fueran los de
otra persona”.
Allen Ginsberg pulsa otra cuerda, más
próxima a la idea —de “inspiración profana”— que Walter Benjamin desarrolla
en su ensayo sobre surrealismo de 1929,
donde de hecho celebra las picaduras de
mosquitos y el vómito incontrolable que
provoca el yagé. Aunque al principio se
irrita, luego acepta que lo piquen, pues esto
le permite sentir que su cuerpo se expande
en el universo. Junto con los ladridos de
perros y el croar de ranas, sus quejas pasan
a formar parte de la canción del Gran Ser,
que anuncia que también él tendrá que
convertirse en mosquito cuando el mundo
se vomite a sí mismo.
Por otro lado, cuando Burroughs se siente amenazado se refugia en la pseudofarmacología y toma barbitúricos con notable sangre fría, logrando soltarse mediante
lo que él dio en llamar el método del mal
comportamiento, que es justamente lo
que le prescribe a Ginsberg para combatir
su terror a perder el alma y que no es otra
cosa que la Ciudad-Montaje. “Un lugar
donde el pasado desconocido y el futuro
emergente se unen en un zumbido sordo.
Entidades larvales esperando una forma
de vida”.
Comparemos con Walter Benjamin. “La
verdadera imagen del pasado discurre
volando. Únicamente podemos asir el pasado en una imagen que se proyecta rápi-
damente justo en el instante en que puede
ser reconocida y que nunca más volvemos
a ver”. En Tesis de filosofía de la Historia,
Walter Benjamin mantenía la esperanza
de una redención de las injusticias del
pasado mediante el recurso de penetrar en
esa imagen fugaz. Esto es lo que Benjamin
escribe a partir de lo que él llamó “el estado
de emergencia” y lo que yo, luego de mis
experiencias con yagé, llamo “el espacio
de la muerte”, refiriéndome a la conquista
española con toda su violencia y sus brujerías entre españoles, africanos e indígenas
del Nuevo Mundo.
Es indudable que tanto Benjamin como
Burroughs escriben desde un “estado de
emergencia” y sin embargo, por lo que yo
sé, Burroughs jamás leyó ni una palabra de
Benjamin. Es divertido imaginárselos conversando, tal vez en una de las “caminatas
coloridas” de Burroughs que arrancaban en
el Hotel Beat de París. Aunque podríamos
también denominarla “caminata urbana”,
evocando así el tema central del pensamiento de Benjamin en su madurez, lo que
él llamó colportage y que hace referencia
a la síntesis del montaje cinematográfico,
ese caminar por la ciudad hasta perderse
en ella como un flaneur, todo bajo una percepción maravillosamente alterada, como
ocurre cuando se toma hachís, peyote y
opio. Colportage es el principio operativo
de la Ciudad-Montaje.
El último trabajo de Benjamin, el manuscrito de mil doscientas páginas publicado
en inglés bajo el título de The Paris Arcades,
es precisamente ese colportage: una serie
de fragmentos inconclusos, en su mayoría
citas, sobre el París decimonónico como
paisaje soñado del capitalismo y del cual el
capitalismo despertará autotransformado.
“El nuevo método dialéctico de hacer historia —escribe Benjamin— se revela como
el arte de experimentar el presente como
un mundo consciente, un mundo al que de
verdad se refiere ese sueño que llamamos
pasado. Atravesando y llevando consigo lo
que ha sido recordar el sueño5”.
No puedo dejar de preguntarme si toda
esta superposición de cine, drogas y caminatas por la ciudad —este colportage— es
precisamente lo que Burroughs sintió que
5
Walter Benjamin, The Arcades Project, p. 389.
PRL 13
era el mundo consciente, al que el pasado
se refiere como verdad, cuando miró por la
ventana de la calle 7ª Este. En ese instante
conectó la ciudad de Nueva York con la
selva de Colombia y Perú, del mismo modo
en que Florencio se conectó con la ciudad
de soldados-chamanes-danzantes. Tanto
Burroughs como Florencio bregan por
representar y fusionarse con lo que ven. Se
zambullen dentro de la imagen que, como
dijo el chamán, es lo que cura las brujerías,
imagen que experimentan como una visión
extática concentrada en la ciudad. Porque,
¿qué es la ciudad? Al parecer, un espacio
fantástico, como un bosque encantado en
el que puede suceder cualquier cosa, y sin
embargo un lugar al que la historia mundial le ha concedido la suficiente carga
ideológica y matices como para proveerlo
a uno de imágenes a lo largo de una vida
y más aún —ciudad como en ciudadano,
civitas, ciudad de ciudades, es decir Roma,
que estableció nuestras leyes y con ellas la
civilización—. Palabra y categoría que España (invadida por Roma) usó para separar
a los ciudadanos de los indios del Nuevo
Mundo, lo racional de lo irracional, considerado más animal que humano. Y mucho
antes que los españoles, también el rey inca
tenía su ciudad en las tierras más altas, desde donde sus hombres bajaban hasta las
selvas, sede del incesto, plumas brillantes y
chamanes con drogas poderosas.
Y esto parece ser razón suficiente para
explicar por qué, cuando se toma yagé, se
ven tanto ciudades como jaguares, pues la
ciudad se construye durante la conquista
del Nuevo Mundo como una imagen que
se ramifica. Para experimentar lo que Burroughs llama un viaje espacio-tiempo a
la Ciudad-Montaje hay que desplazarse en
tiempo y espacio sobre la obra imaginativa
de la Conquista, del mismo modo en que
Benjamin yuxtapone el sueño con el despertar como una clave y una modalidad
poco explorada dentro de la historia moderna. Y no pasemos por alto el hecho de
que existía la creencia de que los indios
de las selvas donde Burroughs tomó yagé
también tenían ciudades que eran gobernadas por El Dorado, el hombre dorado,
quien fuera visto por última vez bailando
con plumas y espejos en la ciudad sobre
la colina.
“Una estupenda noticia”
Abelardo Oquendo en La República de Lima
14 PRL
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El último de
los clásicos
Pablo Alabarces
El Fantasista
de Hernán Rivera Letelier
Alfaguara, 2006, 200 pp., US$ 19,95
Muerte súbita: La historia que
los hinchas no conocen
de Philip Butters
Aguilar, 2006, 264 pp., US$ 10,00
A
pesar del peso descomunal que
el fútbol ocupa, a simple vista,
en la vida cotidiana, económica,
política y cultural de la mayoría
de las sociedades latinoamericanas, sólo
en los últimos diez años puede hablarse
de la invención de un campo de estudios
relativamente autónomo, con producción
específica, en las ciencias sociales de América Latina. Por el contrario, fue siempre un
campo especialmente fértil para el periodismo especializado. Si la prensa de masas
nace con la modernidad (al igual que el
deporte, surgido como invento británico
en la segunda mitad del siglo XIX), el periodismo deportivo, principalmente en
la prensa popular, es absolutamente contemporáneo. Las (pocas) investigaciones
realizadas en América Latina señalan el
mismo panorama: la ausencia del discurso académico es inversamente proporcional a la sobre-saturación del periodístico,
que apareció más tempranamente. De esa
manera, la contraposición entre dos tipos
de discursos, con condiciones distintas
de producción, circulación y legitimidad,
así como dos cronologías (una extendida,
la otra sumamente reciente), es un ingrediente importante a la hora de analizar el
campo.
Las razones para el bloqueo de la investigación académica son múltiples. El fútbol
latinoamericano integró durante todo este
tiempo un lote cada vez más reducido de
prácticas culturales cuyo estudio parecía
imposible. Las ciencias sociales del continente, atentas a las múltiples maneras
en que se estructuran la sociabilidad y la
subjetividad, las identidades y las memorias, no constituyeron hasta tiempos muy
recientes saberes especializados sobre estas prácticas. Y posiblemente la causa sea,
justamente, el peso del deporte en la constitución de la identidad y la subjetividad.
El fútbol se sobreimprime a situaciones
identitarias claves: la socialización infantil,
la definición de género –especialmente, la
masculinidad–, la conversación cotidiana,
la constitución de colectivos. Situaciones
que involucran al propio observador, que
recorren su cotidianeidad. Frente a esta
mixtura, la lectura de los intelectuales
tendió únicamente a dos salidas: la imposibilidad de la distancia crítico-científica,
y por lo tanto de una mirada analítica, o
la exasperación de esa distancia, hasta el
silencio y la condena. Los límites entre el
amor incondicional (y acrítico) y el rechazo
exasperado se transformaron en la distancia que separa la ingenuidad del prejuicio.
Complementariamente, otros dos problemas colaboraron en este cuadro: uno
epistemológico, otro académico. El primero fue el clásico calificativo del opio de
los pueblos: desde comienzos de los años
setenta este enunciado había desplazado
su referente de la religión al deporte, constituido en –presuntamente– nueva y gigantesca herramienta de alienación de masas.
Pensado como petición de principio, su
consecuencia solo podía ser la clausura de
un debate que nunca había comenzado. No
en vano a principios de los ochenta sólo
podía contabilizarse en todo el continente
dos libros importantes, ambos producidos
desde esta sociología crítica y apocalíptica, y traducidos al español por editoriales
latinoamericanas: el clásico de Gerhard
Vinnai, El fútbol como ideología, de 1970
y traducido en un temprano 1974; y el de
Jean-Marie Brohm, Sociología política del
deporte, traducido en 1982.
El segundo problema, como dije, fue académico, o mejor dicho, de estructuración
de las disciplinas académicas: ¿quién debía
ocuparse del deporte? El mundo anglosajón encontró una respuesta rápida en los
departamentos universitarios de educación
física, creados en los años sesenta. Aunque
con debilidades, especialmente en el tono
empirista y en la ausencia de reflexión teórica, la existencia de estos departamentos
permitió el surgimiento de una investigación académica. Para los latinoamericanos esa posibilidad no existirá hasta los
ochenta, y sólo en el caso brasileño; en el
resto del continente, esta posibilidad continúa bloqueada. Así, no habrá disciplinas
autónomas que se encarguen del deporte;
o mejor, en tanto entendemos que los estudios sobre deporte no constituyen una
disciplina stricto sensu sino un campo subdisciplinar, no habrá un reconocimiento
académico del campo de estudios hasta
fecha muy reciente. En todo el continente.
Las excepciones fueron sólo dos: en el leja-
no 1957 un sociólogo argentino, Alfredo
Poviña, había publicado una Sociología del
deporte y del fútbol, un débil intento de formular una sociología del deporte que sin
embargo fue durante años el único texto
sobre el tema en la Biblioteca de Sociología
de la Universidad de Buenos Aires. En Brasil, Joâo Lyra Filho publicó una Introduçâo
à sociologia dos esportes, en 1973, libro que
la antropóloga brasileña Simoni Lahud
Guedes califica como anacrónico, erudito,
pero ecléctico y hasta contradictorio, en la
coexistencia del “relativismo cultural de
Ruth Benedict y el determinismo biológico
de Lombroso, para citar apenas un ejemplo
de las curiosas mezclas hechas, a veces en la
misma página”.
Pero ese mal que aquejaba a la producción científica también acometía contra
la ficción o la poesía. Sólo en Brasil, y
especialmente de la mano de su periodismo deportivo, habían aparecido algunos
materiales interesantes. El texto central
de esa serie es el libro de Mario Rodrigues
Filho O negro no futebol brasileiro (1947),
que intentaba explicar, a través de la historia de la incorporación de los negros a
un fútbol originariamente discriminador
y duramente racista, la potencialidad
integradora del fútbol brasileño, acompañando el mito de las tres razas: la “sabia”
integración de lo europeo, lo indígena y
lo afroamericano en el Brasil moderno. El
mito, inventado en los años treinta por el
antropólogo Gilberto Freyre, alcanzaba
en el fútbol su más alta eficacia, sostenía
Filho. De allí que Freyre prologara entusiastamente el libro, en una combinación
de periodismo historicista y antropología
de divulgación sin precedentes –diría
mejor: también sin descendencia–. Filho
había sido uno de los grandes inventores
del periodismo deportivo brasileño. El,
Nelson Rodrigues –su hermano– y José
Lins do Rego constituyeron la tríada de los
grandes cronistas: en ese género es donde
la escritura brasileña desplegó su mejor y
mayor producción (especialmente, en A
pátria em chuteiras y À sombra das chuteiras
imortais, de Nelson Rodrigues, los libros
que compilaron en los noventa las crónicas
publicadas durante décadas en los más importantes periódicos brasileños). Incluso,
el mote de Brasil como a pátria das chuteiras (la patria de los puntapiés) proviene de
la obra de Rodrigues. Lins do Rego, por
su parte, publicó, además de crónicas, la
que parece haber sido la primera novela
latinoamericana de ambiente futbolístico:
SET/NOV 2007
Água-mâe, de 1941. La cultura brasileña, en
principio más permeable a las circularidades entre materiales cultos y populares –la
tradición antropofágica–, también permitió incursiones futbolísticas de algunos de
sus más renombrados poetas: Oswald de
Andrade, Jôao Cabral de Melo Neto, Carlos
Drummond de Andrade o Vinicius de Moraes (quien dedicara un soneto al célebre
jugador Garrincha, “O gênio das pernas
tortas”).
En cambio, en el resto de América Latina la dominante es el silencio. Así es que
cuando el ensayista argentino Juan José
Sebreli intentara descalificar las que llamó
“aproximaciones populistas” al fútbol hasta 1981 (el momento de su Fútbol y masas),
sólo pudo citar fragmentos de poemas o
relatos, crónicas periodísticas, alguna metáfora perdida en el campo de batalla (“el
alma está en orsay/ che bandoneón”, del
tango “Che, bandoneón”, de Homero Manzi). Pero no podía citar nada más, porque
nada más había. Más notoria había sido
esta ausencia quince años antes, cuando en
dos antologías contemporáneas, editadas a
ambas márgenes del Río de la Plata, el mismo Sebreli y Eduardo Galeano habían intentado ofrecer un panorama ensayístico y
ficcional de los textos sobre fútbol. Sebreli,
en su El fútbol (Buenos Aires, 1966), ordenado desde una perspectiva condenatoria
y denuncista, que abreva en todos los lugares comunes de la retórica del opio de los
pueblos, debe recurrir a –pocos– materiales europeos. Por su parte Galeano, en su
Su majestad, el fútbol (Montevideo, 1967), a
pesar de su entusiasmo por demostrar que
algo hay en el fútbol que vale la pena ser narrado o enaltecido, poco más tiene a mano;
aunque en el volumen compila lo que presumiblemente sea el primer cuento latinoamericano de temática futbolística (“Juan
Polti, half-back”, del también uruguayo
Horacio Quiroga, publicado en 1918). Este
despliegue de puros fragmentos se ratificaba en Literatura de la pelota (Buenos Aires,
1973), una compilación debida al poeta argentino Roberto Santoro, desaparecido por
la dictadura militar en 1977. Fuera de una
gran cantidad de textos breves –muchos,
pero breves y generalmente accidentales,
entre los que se cuentan la crónica de un
juego entre Argentina y Uruguay escrita
por Roberto Arlt y un capítulo de La cabeza
de Goliat, de Ezequiel Martínez Estrada–, el
centro del volumen consiste en un largo escrito de Santoro rememorando los cánticos
de los hinchas. Estos eran, hasta entonces,
los únicos que dedicaban sus afanes intelectuales a una producción poética sostenida, aunque francamente ilegítima –y sólo
factible de ser considerada literatura por el
espíritu populista de Santoro–.
Fundaciones académicas
Entre estas dos matrices se movió la
–poca– discusión latinoamericana hasta
los años ochenta: la condena anti-populista
y apocalíptica de Sebreli, heredera de una
vulgata frankfurtiana sin mayor espesor,
y la reivindicación romántico-populista
de Galeano. Desde esas perspectivas, era
difícil suponer la invención académica
de los estudios sobre fútbol y deporte en
SET/NOV 2007
general. La mirada apocalíptica aparecía
como dominante en el campo intelectual
latinoamericano, lo que, sumado a las dictaduras militares y al bloqueo generalizado
sobre la producción crítica en las ciencias
sociales del continente, no permitía ser
muy optimista. Dos sintagmas parecían
dominar, entonces, cualquier posibilidad
de producción: los intelectuales no saben
nada de fútbol, el argumento periodístico
por excelencia, el que preserva al cronista
de cualquier irrupción excéntrica o, peor
de peores, más legítima que la periodística;
y el argumento intelectual inverso, el fútbol como opio del pueblo, que limitaba la
intervención a la condena, al prejuicio, a la
distancia o, mejor aún, al silencio.
Así, la publicación en 1982 de O universo
do futebol, la compilación del antropólogo
brasileño Roberto Da Matta, fue de carácter
fundacional. Los trabajos anteriores de Da
Matta, especialmente su clásico Carnavais,
malandros e heróis de 1979, habían bordeado el fútbol en su intento de analizar la
cultura brasileña; si el intento que definía
todo el trabajo de Da Matta era trazar una
“sociología do dilema brasileiro”, la aparición del fútbol cobraba legitimidad al tornarse uno de los rituales donde entender
la jerarquía, el malandragem, la carnavalización, la inversión o la reproducción. Es
indudable la presencia de la antropología
interpretativa del Clifford Geertz de La
interpretación de las culturas, pero particularmente su celebérrimo trabajo sobre la
riña de gallos balinesa, que por desplazamiento permitía entender los mecanismos
puestos en juego en los universos deportivos: jugar con fuego sin quemarse, la idea
de la apuesta simbólicamente relevante
porque lo que se discute es la jerarquía,
el estatus, la identidad, la pertenencia a
un colectivo, a través de una práctica tan
periférica como la riña de gallos… o el
fútbol, para nuestro caso. Es significativo
que todos los trabajos de la compilación
de Da Matta deban comenzar señalando la
ausencia de trabajos anteriores o contemporáneos, y explicando las razones de la
legitimidad de su propio esfuerzo. Esa es la
marca fundacional por excelencia. Da Matta, incluso, dedica una parte importante
de su ensayo a rebatir la tesis del opio del
pueblo, considerando que esta revela una
visión instrumental-funcionalista de lo
social.
De estas indagaciones inaugurales deriva una afirmación fundamental para los
trabajos posteriores: el fútbol puede ser
visto como un foco, un punto de pasaje de
la mirada crítica que a través de esa focalización se interroga por la dimensión de lo
simbólico y su articulación problemática
con lo político. Pero también: el fútbol es
un espacio donde se despliegan algunas de
las operaciones narrativas más pregnantes y eficaces para construir identidades.
Entonces, en esa periferia de lo legítimo
–porque el lugar central seguirá siendo la
cátedra o la política o los medios, según
su capacidad históricamente variable de
instituir y administrar legitimidades del
discurso– podemos leer las dificultosas
construcciones de las narraciones de identidad.
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16 PRL
En esa línea, contemporáneamente e
informados por el trabajo de Da Matta,
están los primeros textos del argentino
Eduardo Archetti, de 1984-1985. También
antropólogo, el derrotero de Archetti
puede explicarse por la misma fórmula:
la predilección por las prácticas –sólo en
principio– periféricas. En un artículo de
1994, Archetti afirmaba que una identidad nacional o étnica está vinculada a
prácticas sociales heterogéneas (la guerra,
las ideologías de los partidos políticos, la
naturaleza del estado, los libros de cocina
o el deporte) y se produce en tiempos y
espacios discontinuos. Así, ante la predilección de la teoría y la historia por analizar los espacios oficiales, legítimos, sólo
en principio más visibles, de invención de
una nacionalidad, Archetti se dedica a las
prácticas marginales, limítrofes, sean ellas
populares o no (el box o el polo); pero siempre con el objetivo de analizar, a través de
ellas, cómo se habían inventado los relatos
de identidad latinoamericanos. Su libro de
2003, Masculinidades. Fútbol, polo y tango en
Argentina (originariamente publicado en
Inglaterra, en 1999), es posiblemente uno
de los mejores textos producidos por las
ciencias sociales latinoamericanas sobre
estos tópicos.
Ficciones
Pero la explosión futbolística de los noventa, el crecimiento descomunal del peso del
deporte como mercancía mediática –cuantificable en horas de televisión y radio, centimil gráfico, cadenas exclusivas de cable,
facturación por publicidad y merchandising, entre otros indicadores irrefutables–,
permitió otra configuración del campo.
En lo académico, se dio una mayor visibilidad y legitimidad de los estudios sociales
del deporte y el fútbol latinoamericanos,
paulatinamente más prolíficos en papers y
libros, en conferencias y reuniones científicas. En lo literario, aparecerá una profusión
de compilaciones de crónicas, memorias y
biografías –deudoras de la práctica periodística, que se volcaba al libro como forma
de colonizar un espacio de, imaginariamente, mayor legitimidad que el periódico–; pero también narraciones, ficcionales
o semi-ficcionales, deudoras de la serie que
inaugurara el inglés Nick Hornby con Fever
Pitch (1992), traducida en España como Fiebre en las gradas, y que consistía en narrar
sus andanzas como hincha del Arsenal
londinense.
En América Latina fue clave el libro de,
nuevamente, Eduardo Galeano, El fútbol,
a sol y sombra (1995), que ha tenido larga
fortuna no solo de ventas, sino también de
traducción; al portugués, al inglés y al francés. El libro combina una escritura deliciosa con la clásica predilección de Galeano
por la argumentación narrativa a partir del
relato de casos, en algunas ocasiones simples viñetas. Pero Galeano evita cualquier
indagación teórica, lo que es su debilidad a
la hora de la argumentación. Esa debilidad
teórica consiste en que en demasiadas ocasiones termina refugiado en un consabido
sentido común futbolístico, con los tópicos
populistas de la resistencia cultural, la
carnavalización, la inventiva, la fiesta y la
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belleza a la cabeza, conformando una matriz teórica recuperada por buena parte de
una discursividad periodística levemente
progresista ansiosa de legitimidad.
En la Argentina, mientras tanto, al aluvión de biografías e historias parciales (de
Maradona o de Di Stéfano, de River o de
Boca), se le sumó la revalorización de las
historias que tanto Roberto Fontanarrosa
como Osvaldo Soriano habían publicado
en sus libros de los años ochenta, aunque
inicialmente habían pasado inadvertidas.
Fontanarrosa había publicado una larga
lista de relatos de ambiente futbolístico en
sus volúmenes de cuentos, e incluso una
novela, El área 18 (1982), era una parodia de
una novela de espionaje internacional en la
que un imaginario país africano, Congodia,
alcanzaba su independencia, su salida al
mar, sus campos petrolíferos y otras ventajas geopolíticas en partidos internacionales
de fútbol. Así, Congodia no tenía ejército:
solo mantenía su seleccionado nacional
(que enfrentará a un combinado organizado por la CIA para disputar una concesión
de la Coca-Cola). Por su parte, Fontanarrosa ponía en escena en sus cuentos al fútbol
como forma de desmenuzar ácidamente los
lugares comunes de la cultura masculina
argentina, en la que el fútbol ocupa un
lugar clave; para ello, narraba historias de
hinchas, minúsculos partidos de pueblo o
eternas conversaciones de café, siempre en
una eficaz clave humorística. Soriano, a su
vez, había publicado pequeñas historias
derivadas de sus andanzas biográficas
como goleador de un equipo del norte de
la Patagonia a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, que luego cobraron
autonomía en Memorias del míster Peregrino
Fernández y otras historias de fútbol (1998),
un director técnico imaginario que recorría
la Patagonia dejando un tendal de fracasos
y fraudes a su paso.
Hay en estos textos dos claves: la primera, la idea de que el fútbol permite narrar
otra cosa, de mayor envergadura que
simplemente banales historias deportivas. En esas ficciones, lo que se narra es la
masculinidad, la tradición, la memoria, las
identidades, la lengua, e incluso la patria
–en exceso paródico, como dije, en El área
18–. La segunda clave es el hecho mismo de
su relectura y legitimación a partir de los
noventa, que permitirá a Fontanarrosa reeditar todos sus cuentos de fútbol dispersos
en un solo volumen, Puro fútbol, de 2000.
No solo había operado esa ampliación del
mercado mediático-deportivo, esa futbolización de nuestras sociedades a la que hice
referencia: también funcionaba una nueva
legitimidad intelectual, teñida de neo-populismo y plebeyismo, según la cual narrar
el fútbol había dejado de ser una empresa
marginal y condenable para transformarse
en una actividad aceptable, de gran demanda de masas, e incluso recomendable,
en tanto saldaba una presunta deuda de los
intelectuales con los públicos populares –
aunque en el ínterin estos hubieran dejado
de leer, dicho sea de paso– y hasta permitía
alguna campaña estatal de difusión de la
lectura: en Uruguay, un póster mostrando
un golero apoyado contra un poste de la
meta de gol leyendo apasionadamente; en
la Argentina, la impresión estatal de cuentos breves que se repartían gratuitamente
en los estadios de los nombrados Galeano, Soriano y Fontanarrosa, o de nuevos
cuentistas surgidos al calor de la moda:
el ex jugador Jorge Valdano, por ejemplo
(tan mal narrador como buen jugador), o
periodistas deportivos que practicaban paralelamente la literatura breve de ambiente
futbolístico, la gran mayoría publicados
por una editorial cooperativa específicamente titulada Ediciones Al Arco.
Dos novelas
En ese contexto, no es de extrañar que dos
editoriales de gran impacto y circulación
en el mundo de habla hispana como Aguilar y Alfaguara hayan publicado sendas
novelas de temática futbolística. Como
señalé, lo hacen en contextos culturales
en los que las narraciones futbolísticas
adquieren legitimidad y encuentran un
horizonte de expectativas lectoras. Sin embargo, es notorio que, simultáneamente, se
trate de ediciones y distribuciones locales,
que no han alcanzado circulación latinoamericana. Es posible que cierto localismo
de lo narrado, en ambos casos, haya funcionado como ancla en ese sentido; pero
también nos permitiría preguntar hasta
qué punto las narrativas futbolísticas no
han radicalizado su localismo en el mismo
y preciso momento en que su condición de
mercancía mediática exacerba su condición global.
El localismo de la novela de Rivera Letelier, El fantasista, no es nacional, sino
estrictamente regional, lo que duplica esa
afiliación y supone, según los cánones de la
literatura globalizada, una restricción excesiva para sus posibilidades de circulación.
Porque lo narrado en la novela no es el fútbol chileno, sino la manera en que el fútbol
permite poner en escena las historias de las
oficinas salitreras pampinas –la pampa del
salitre en la zona norteña de Iquique– en
los comienzos de la dictadura pinochetista.
Esa doble restricción –geográfica y temporal– no impide sin embargo a cualquier
lector atento desprenderse de un localismo
que es a la vez lingüístico, para sumergirse
en un relato pleno de intensidad política y
emotiva. El partido de fútbol que narra Rivera es nada menos que el último de los clásicos entre dos oficinas salitreras por el cierre de una de ellas; lo que se pone en juego
no es simplemente un resultado o incluso
una apuesta, sino la tradición, la memoria,
las muertes y las vidas de los miembros de
la comunidad, que deben lidiar a la vez con
el fin del trabajo y con el clima represivo
SET/NOV 2007
de la reciente dictadura. El fútbol funciona entonces como memoria –memoria de
juegos que jalonan una historia cotidiana
y política– y como consolación, como el espacio de libertad en medio de la opresión.
Como señalé sobre las viñetas de Galeano,
opera aquí una metáfora a esta altura lexicalizada, que entiende al fútbol como el
espacio democrático y creativo predilecto
de las clases populares.
Por su parte, Muerte súbita, la novela de
Butters, aunque pone en escena historias
del fútbol peruano y las andanzas de sus
jugadores más exitosos por el escenario
europeo, presenta un localismo más restringido ante la decisión de producir una
novela en clave: exige un lector bastante
entrenado que pueda reconocer, en los
pliegues de los nombres falsos, las referencias concretas –y que estimularan mi
recuerdo ante las menciones en clave de los
grandes jugadores del Mundial de 1970, la
generación dorada del fútbol peruano–.
Para un lector ajeno a ese entrenamiento,
al conocimiento acabado de las minucias
y miserias de la actualidad peruana, la
mayoría de las referencias caerán en saco
roto. La novela puede leerse, entonces, en
un sentido estrictamente denuncista: lo
que se presenta es un fútbol asolado por las
múltiples plagas de la corrupción, el caos,
la incapacidad, la miseria moral. Y la estrategia narrativa procede por acumulación y
exceso: todo lo malo que uno puede imaginar en ese escenario les ocurre a los protagonistas en las 263 páginas de extensión.
Complots, desbordes, excesos de todo tipo,
degradaciones morales, pretenden presentar un cuadro de decadencia y explotación
suma donde nada puede solucionarse,
donde no es posible la salvación y la muerte
funciona como castigo. Pero esta pintura,
seguramente honesta y realista, se debilita
porque la novela olvida precisamente eso:
que es una novela. Y la literatura, sin que
esto pretenda ser una añeja reivindicación
culterana, también exige, junto al frenesí
de la denuncia y la condena, la atención
al lenguaje, a la respiración narrativa, a la
elección de la frase. Los distintos fútboles
latinoamericanos son espacios corruptos,
donde el exceso de capital se acompaña
con el accionar de mafias de todo género,
donde los futbolistas son transformados
precozmente en mercancías desechables y
objeto de trata de esclavos, donde el periodismo deportivo es un clímax de la acción
de monopolios mediáticos, donde los partidos se compran y se venden clausurando
la imaginación deportiva. Todo eso es bien
sabido. Narrarlo bien es otro desafío.
“¡Esta revista habrá que leerla!”.
Carla Cordua en El Mercurio de Santiago
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SET/NOV 2007
PRL 17
La historia al revés
Fernando Cervantes
Empires of the Atlantic World
de Sir John Elliott
Yale University Press, 2006 papel,
608 pp., US$ 14,82
C
omo es bien conocido, en 1492
Cristóbal Colón descubrió América con el apoyo de los Reyes
Católicos, Isabel de Castilla y
Fernando de Aragón. Pero imaginémonos
por un momento que el célebre almirante
hubiera tenido éxito en la propuesta que
le había hecho poco tiempo antes a Enrique VII de Inglaterra, dando pie así a una
expedición de ingleses que, en su momento, hubieran conquistado México y el Perú
para Enrique VIII. ¿Qué clase de mundo
tendríamos ahora?
Ante dicha pregunta, lo más común es
imaginarnos a una América Latina próspera, capitalista, eficiente y expansionista,
y a una América del Norte endeudada,
oprimida por burocracias corruptas por
un lado y por grupos modernizadores por
el otro, ávidos de abandonar o superar retrasos económicos ocasionados por rémoras de culturas barrocas. Sin embargo, en
la última página de Empires of the Atlantic
World, el connotado hispanista británico
Sir John Elliott nos sorprende con una
respuesta diferente. La conquista de México y el Perú por grupos de aventureros
ingleses, nos explica, muy probablemente
hubiera llevado a un enorme incremento
de la riqueza de la Corona inglesa causado
por grandes cantidades de oro y plata que
hubieran hinchado sus cofreras. Ello a su
vez hubiera requerido el desarrollo de una
estrategia imperial coherente y la creación
de una burocracia capaz de gobernar a los
colonos ingleses y a sus enormes poblaciones. Como resultado, la influencia del
Parlamento inglés sobre la vida nacional
se hubiera visto sumamente restringida,
abriendo así paso a una forma de gobierno
de marca claramente absolutista.
Podríamos añadirle varias observaciones
aun más sorprendentes, aunque no menos
plausibles, a la especulación que Elliott
nos ofrece con su característica parsimonia. Con sus cofreras llenas de oro y plata,
es muy difícil pensar que Enrique VIII se
hubiera sentido inclinado a llevar a cabo la
disolución de los monasterios. Además, sabiéndose soberano de enormes poblaciones
recientemente conquistadas, sedentarias y
relativamente civilizadas, es impensable
que el rey de Inglaterra no hubiera hecho lo
indecible por hacerle honor al título de Defensor de la Fe, que el papa León X le había
conferido por su defensa del catolicismo
frente a las impugnaciones de Martín Lutero. En dichas circunstancias, no es difícil
pensar que grupos de misioneros católicos,
en su mayoría mendicantes, hubieran sido
financiados por una Inglaterra cada vez
más consciente de su predilección divina
y de su sentido misionero. De manera que
la cultura inglesa de la época moderna con
toda probabilidad se hubiera vuelto fervientemente católica.
Mientras tanto, Castilla hubiera permanecido en relativa pobreza. Sin oro y plata
es difícil pensar que los electores del Sacro
Imperio hubieran optado por el joven Carlos de Gante. Por ende, todos los intentos
de unificar la monarquía española durante
el reinado de Isabel y Fernando se hubieran disuelto tras las respectivas muertes
de estos últimos en 1504 y 1516. En dichas
circunstancias, el pluralismo cultural y religioso y la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos, tan característicos de la
época medieval en la Península Ibérica, hubieran continuado. Además, los coqueteos
entre erasmistas y pequeños semilleros de
luteranos en las grandes ciudades como
Valladolid y Sevilla hubieran germinado
sin impedimentos inquisitoriales, llevando
así a la formación de importantes grupos
de protestantes en toda la península hacia
mediados del siglo XVI.
Por su parte, dichos grupos con toda
probabilidad hubieran conseguido permisos de la Corona para colonizar las zonas
del nuevo continente que no estuvieran ya
bajo la soberanía de la monarquía católica
de Inglaterra. Como es de suponer que
dichas zonas hubieran estado escasamente pobladas, los emigrantes ibéricos no
hubieran podido más que establecer sus
colonias con base en núcleos comerciales
que, a su vez, hubieran reforzado los aspectos más individualistas y mercantilistas
de la tradición ibérica medieval, en claro
contraste con el enfoque basado en la conquista y población de grandes territorios
favorecido por sus adversarios ingleses.
C
omo se observa, es perfectamente factible que nuestro
mundo no fuera muy distinto
del que conocemos actualmente si la propuesta de Colón hubiera
logrado su cometido con Enrique VII de
Inglaterra. Huelga decir que el propósito
de Elliott no es ni remotamente responder
satisfactoriamente a tales suposiciones. Su
sugerente especulación, sin embargo, nos
recuerda que las comparaciones en la historia pueden resultar extraordinariamente interesantes cuando se llevan a cabo con
la seriedad y la precisión conceptual que
se observan en cada página de este magnífico libro. Las dicotomías rígidas, nos
dice Elliott, rara vez llevan a tratamientos
debidamente objetivos de las complejidades del pasado; pero el buscar similitudes
a costa de diferencias, igualmente nos
puede llevar a ocultar diferencias obvias
debajo de una unidad facticia.
Por dichas razones, Elliott opina que los
movimientos que se requieren en el ejercicio de la historia comparativa son muy
parecidos a los movimientos de un acordeonista. Las dos sociedades que forman
el objeto de estudio se juntan al máximo,
pero solo para separarse nuevamente.
En dicho proceso, es muy común que las
semejanzas que nos figurábamos al comenzar el análisis no resulten tan obvias
como pensábamos, mientras que pueden
surgir diferencias importantes que en un
principio se nos ocultaban. Elliott añade
con innecesaria modestia que, aun cuando
fracasan, las comparaciones en la historia
pueden servir para sacar a los historiadores de su provincialismo, forzándolos
a formular interrogantes frescas y a abrir
nuevas perspectivas.
Una de estas perspectivas se nos revela,
por ejemplo, cuando Elliott nos recuerda
que tanto Castilla como Inglaterra eran
sociedades “protocolonialistas”, mucho
antes de adquirir sus territorios en el
nuevo mundo. Al igual que Andalucía, de
donde salieron Ovando, Cortés y Pizarro
para Castilla, Irlanda le había proporcionado a Inglaterra un invaluable espacio
para ensayar su imperialismo. No es de
sorprender, entonces, que personajes
como Gilbert, Ralegh, Carew y Grenville
hayan experimentado en Irlanda antes
de partir rumbo a América. Más significativo aún es que tanto España como
Gran Bretaña se compusieran de reinos y
territorios bien distintos, con leyes y formas de gobierno propios, aunque sujetos
a un mismo monarca. Eran ambas, según
la frase de Elliott, “monarquías compuestas”, cuyas visiones tenían claros puntos
de convergencia a pesar de haber constituido formas de gobierno coloniales muy
diferentes y con características políticas
sumamente contrastantes.
Recordemos, por ejemplo, que la conquista de México en 1521 coincidió con
la importante rebelión de los comuneros
en Castilla. Como se sabe, los comuneros
insistían en que la salud de toda comunidad era inseparable de una relación contractual debidamente constituida entre el
gobernante y los gobernados. En esencia,
esta era la visión de Hernán Cortés y sus
seguidores, la cual suponía un concepto
esencialmente patrimonial del Estado.
En dicho concepto, el gobernante y los
gobernados debían formar una comunidad orgánica —un corpus mysticum— que
permitiera a sus miembros llevar una vida
sociable y virtuosa bajo la autoridad benevolente de su monarca.
Desde luego que, en la práctica, las necesidades de la monarquía española en
relación con sus dominios en América
nunca permitirían el desarrollo de un tipo
de gobierno al estilo de la monarquía de
los Estuardo en América del Norte, con
su actitud de laissez-faire. En la América
española, las obligaciones contractuales
de la monarquía con frecuencia sucumbían frente a la idea jurídica del poder real
absoluto, una idea de tal vigor que pronto
se vería reflejada en la construcción de un
sistema de gobierno virreinal que, en palabras de Elliott, “pudiera bien ser la envidia
de monarcas europeos que luchaban por
imponer su autoridad sobre aristócratas
recalcitrantes, privilegios gremiales y estamentos estrepitosos”. Como alegó en una
ocasión Francis Bacon, con una ironía que
no puede ser más que inglesa, el virrey Antonio de Mendoza solía decir que el Perú
era el mejor lugar que el rey de España le
podía ofrecer a cualquiera, “salvo que estaba un poco demasiado cerca de Madrid”.
Con todo, resulta fácil exagerar la eficacia del sistema. Si bien es cierto que en la
América española nunca surgió ningún
sistema formal de representación, esto no
impidió el desarrollo de otros recursos institucionales, como el cabildo, o la conocida
formula ritual usada con frecuencia por
funcionarios que simplemente declaraban “¡obedezco pero no cumplo!” cuando
consideraban que una orden o disposición
de la Corona resultaba inapropiada a las
circunstancias del lugar o del momento.
“Dicha fórmula —escribe Elliott—, que
fue incorporada a las leyes de Indias en
1528, vino a proporcionar un mecanismo ideal para contener discrepancias y
prevenir que las disputas se tornaran en
confrontaciones más serias”.
Existen claros puntos de convergencia
entre el uso frecuente de esta fórmula
ritual y algunas de las características del
sistema colonial británico. Aun cuando
los pobladores ingleses nunca pudieran
recurrir a una fórmula ritual comparable
a la de “obedezco pero no cumplo”, podían sin embargo negarse a implementar
una orden de la Corona mediante el argumento de que el soberano no estaba bien
informado. Esto, a su vez, implicaba el
reconocimiento de la importancia fundamental de la autoridad monárquica y de la
obligación que tenían los funcionarios de
actuar como si fueran imágenes vivas del
soberano. Los conocidos rumores de que
lord Cornbury, quien fue gobernador de
Nueva York y Nueva Jersey de 1702 a 1708,
se vestía con la intención de parecerse a su
soberana, la reina Ana, tal vez hayan sido
rumores iniciados por sus enemigos para
desprestigiarlo; pero el solo hecho de que
una broma tal se pudiera hacer nos sugiere
claramente que los funcionarios ingleses,
al igual que sus contrapartes españolas,
estaban en el centro de un sistema donde,
en palabras de Elliott, “la etiqueta y el ritual replicaban en microcosmos aquellos
de la Corte real”.
18 PRL
Además, tanto el sistema británico como
el español se caracterizaban por un alto
grado de pluralismo legal. Los privilegios
locales de España, mejor conocidos como
fueros, encuentran su equivalente en
Inglaterra, donde las Cortes de derecho
común estaban en competencia con una
gran variedad de Cortes como eran, por
ejemplo, las Cortes eclesiásticas, las Cortes
de derecho mercantil, las Cortes locales
o las Cortes con prerrogativas especiales
como la “Star Chamber”, todas las cuales
contaban con formas de jurisdicción propias. Dicho pluralismo vino a reflejarse en
ambas colonias en la manera como los pobladores, tanto ingleses como españoles,
tomaban cuidadosamente en cuenta las
circunstancias específicas de cada región
en un sinnúmero de ejemplos de legislación implementada con el objeto específico de acomodar a diversas costumbres y
tradiciones locales.
Por supuesto que en la práctica tales
iniciativas se expresaban de formas asaz
contrastantes. Esto es particularmente
claro en los enfoques tan marcadamente
diferentes que las dos naciones adoptaron
en lo relativo a la conversión de los indígenas a la religión cristiana. A pesar de sus
innegables fallas y limitaciones, los logros
de las misiones españolas en el campo de
la evangelización eran de tal modo patentes que, ya a principios del siglo XVII, el
propio William Strachey los puso como
digno ejemplo a sus compatriotas ingleses
cuando se disponían a partir a colonizar
Virginia. El hecho de que los ingleses nunca lograran nada comparable a los logros
de las misiones españolas no es difícil de
explicar. Para empezar, Enrique VIII había
abolido las órdenes religiosas, las cuales
habían sido el principal motor de la evangelización en la América española. Además, la Iglesia anglicana no contaba aún
con el apoyo incondicional de la Corona
a principios del siglo XVII. Incluso si esto
hubiera sido el caso, el anglicanismo todavía no estaba en condiciones de planear
ningún tipo de programa evangelizador
coherente, ya que aún luchaba por establecer una postura clara en la propia Inglaterra. El hecho de que el anglicanismo ni
siquiera poseyera un monopolio sobre la
vida religiosa inglesa llevó a que los asentamientos ingleses en América pronto se
convertirían en centros de tensión entre
las diversas denominaciones religiosas. La
situación no se prestaba a sentar bases sólidas para el proyecto evangelizador. Los
laudables esfuerzos de Thomas Mayhew
y John Eliot, por ejemplo, quienes hicieron el esfuerzo de aprender las lenguas
autóctonas para convertir a los indígenas,
se vieron forzados a apoyarse en donaciones y asociaciones particulares. Sin duda,
esfuerzos comparables en la América
española hubieran contado con el apoyo
incondicional de la Corona.
Claro está que en otros aspectos, especialmente la ausencia de coerción, el
experimento inglés compara muy favorablemente con el español. En 1609 Robert
Johnson se ufanaba de que ninguno de
sus compatriotas evangelizadores había
utilizado armas de fuego, sino más bien
SET/NOV 2007
“medios justos y amorosos, más acordes
con nuestro temperamento inglés”. Sin
embargo, esta tolerancia en cuestiones
espirituales, irónicamente dio pie a un alto
grado de intolerancia en cuestiones civiles.
En este aspecto, la situación en las colonias
inglesas contrasta muy negativamente con
la influencia del infatigable fraile dominico Bartolomé de las Casas en la América
española, donde la labor del célebre defensor de los indígenas y sus seguidores llevó
al surgimiento de un clima moral en que
la Corona española se sentía directamente
responsable por el bienestar de los indígenas. Esto a su vez condujo a un firme propósito de asegurar la implementación de
medidas de justicia a lo largo y ancho del
mundo hispano. El objetivo era integrar a
los indígenas en una sociedad constituida
orgánica y jerárquicamente, y brindarles
la oportunidad de luchar por sus derechos
mediante el recurso a los niveles más altos
del sistema de justicia. De tal manera, los
conflictos y las tensiones no impidieron el
desarrollo de una mentalidad que nunca
se mostró temerosa o desconfiada frente
a las culturas autóctonas, ya que estaba
convencida de que, tarde o temprano, sus
valores prevalecerían. La continuidad y el
vigor de dicho movimiento son probablemente únicos en la historia. Como nos dice
Elliott, “resulta difícil encontrar paralelos
en las historias de otros imperios”.
E
n ningún momento notamos
una actitud parecida entre los
ingleses, quienes, ya a mediados
del siglo XVII, se habían convencido de que no iba a ser posible encontrar
un término medio entre la anglización
y la exclusión. Dicha actitud quedó trágicamente plasmada en el desarrollo de
sistemas de esclavitud, donde imperaban
actitudes que, según Elliott, fueron “uniformemente barbáricas”. Nuevamente, la
situación contrasta muy negativamente
con las condiciones de los esclavos en la
América española, donde la presencia
benigna y paternalista de las órdenes religiosas, aunada a la habilidad que pronto mostraron los esclavos para seguir el
ejemplo de los indígenas de aprovecharse
del sistema jurídico español, sentaron las
bases para desarrollos de marca mucho
más claramente humanitaria. En su lucha
por asegurar su derecho al matrimonio,
por ejemplo, o su posibilidad de obtener
la libertad, los esclavos en la América española con frecuencia sacaban ventaja de
la ayuda de la Iglesia y de la Corona para
prevenir que sus amos los trataran como
meras mercancías. En cambio, en las colonias inglesas, el poder que tenían los amos
de liberar a sus esclavos se vio cada vez
más restringido.
Podríamos decir, en consecuencia, que la
rápida imposición de la ortodoxia religiosa
en América española tuvo claras ventajas.
Estas se tornan evidentes cuando consideramos que la ausencia de un desarrollo
similar en las colonias inglesas impidió
el desarrollo de un ambiente de cohesión
interna y dio lugar a la formación de un
tipo de sociedad que, según Elliott, daba
la impresión de estar “atomizada y en un
SET/NOV 2007
estado constante de desorden”. En cuanto
a la cohesión y sofisticación de su vida cultural a finales del siglo XVII y principios
del XVIII, la América española fue mucho
muy superior a las colonias inglesas. No tenemos más que comparar las poblaciones
de las grandes ciudades para darnos una
idea de la diferencia: Boston contaba con
aproximadamente 16 mil almas; Filadelfia,
con 13 mil; y Nueva York, con 11 mil. En
contraste, la ciudad de México contaba con
aproximadamente 112 mil almas; Lima,
con 52 mil; La Habana, con 36 mil; Quito,
con 30 mil, y Cusco, con 26 mil. En todas
estas ciudades las élites hablaban el mismo
idioma y estaban imbuidas de la misma
simbología cultural y religiosa. Además,
las Cortes virreinales constantemente
transmitían las últimas modas de las culturas cortesanas de la Europa barroca. Sin
este tipo de estructura, nos dice Elliott,
“no es de sorprender que los artistas más
talentosos y ambiciosos de América del
Norte se sintieran impelidos a viajar a Londres, mientras que ninguno de los artistas
mexicanos o peruanos de la época hubiera
sentido el mismo deseo de viajar a Madrid”. Exactamente lo mismo podríamos
decir de intelectuales hispanoamericanos
como Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor
Juana Inés de la Cruz, Pedro de Peralta y
Barnuevo o Bartolomé Arzáns de Orsúa.
A final de cuentas, sin embargo, esta misma fuerza se tornó gradualmente en una
debilidad fundamental de los reinos hispanoamericanos. Según Elliott, una sociedad
basada en la cohesión interna, que a su vez
dependía de la uniformidad en cuestiones
religiosas, inevitablemente obstaculizaría
el desarrollo de ideas nuevas. Pero un problema mucho más agudo surgió a principios del siglo XVIII tras la muerte de Carlos
II, el último de los Habsburgo, en 1700. El
evento llevó al establecimiento de la nueva
monarquía de los Borbón y a la consecuente separación del mundo hispano de
todas sus conexiones internacionales con el
mundo del barroco. Dada la radicalidad de
esta ruptura, es sorprendente que el evento
parece haber pasado casi desapercibido
en la América española. Mientras tanto, la
Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra
tuvo un impacto determinante en las colonias inglesas. Al asegurar una sucesión
protestante en Inglaterra, confirmando así
su futuro como una monarquía parlamentaria, la Revolución Gloriosa añadió una
nueva dimensión a la ideología política y
religiosa del imperialismo británico. De
ahora en adelante, el protestantismo, la
libertad y el interés comercial se convertirían en los ingredientes fundamentales de
un proyecto nacional al que se le añadiría el
prestigio de la victoria después de la larga
lucha contra lo que los ingleses solo podían
percibir como la tiranía papista del francés
Luis XIV. Por su parte, la América española
continuaría considerándose como una
parte integral de la monarquía católica,
aun cuando Madrid, bajo el influjo de los
Borbones, había comenzado a ver la idea de
una monarquía compuesta como anatema,
prefiriendo en su lugar hablar en términos
de un Estado-nación integrado en el cual
el monarca recibía su poder directamente
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de Dios, sin ningún tipo de mediación por
parte de la comunidad.
Estas circunstancias nos ayudan a entender por qué las numerosas rebeliones que
irrumpieron en ambas colonias durante el
siglo XVIII fueran controladas con relativa
facilidad en América española, mientras
que en las colonias inglesas llevaran directamente a la guerra de independencia y a la
ruptura con la metrópolis. Por un lado, las
colonias del norte se encontraban frente a
un régimen que proclamaba su autoridad
absoluta y, simultánea y paradójicamente,
continuaba hasta cierto punto concibiéndose como una monarquía compuesta y
utilizando el lenguaje de los derechos y las
libertades. Dicho de otra forma, los idiomas que hablaban la Gran Bretaña y sus colonias eran, confusa y peligrosamente, los
mismos, ya que las dos regiones se habían
sumergido en el tipo de conflicto que resulta más difícil de solucionar: el conflicto en
torno a derechos constitucionales. Por otro
lado, y en marcado contraste, el mundo
hispano en ambos lados del Atlántico había desarrollado dos idiomas claramente
distintos: mientras que la Corona hablaba
el idioma del Estado-nación unitario, los
habitantes de la América española seguían
imbuidos de nociones tradicionales basadas en el contrato y el bien común que,
sin embargo, no podían entenderse más
que dentro del contexto de la monarquía.
Aun después de la invasión napoleónica de
España en 1808, persistiría la esperanza,
ampliamente compartida, de que el endeble edificio imperial de España en América
se mantendría mediante una combinación
PRL 19
de lealtad y miedo.
Resulta, pues, explicable que el Estado
imperial español, después de crear una
estructura cuya solidez fue incomparablemente mayor a la de las colonias inglesas,
dejara un desesperanzador vacío tras la
desaparición de la estructura imperial, un
vacío que los nacientes Estados de América
Latina tardarían más de un siglo en llenar.
La desaparición del sistema imperial inglés, por el contrario, dejó a las colonias de
América del Norte en libertad de seguir su
propio camino de manera muy parecida
a como lo habían hecho hasta entonces.
Desde entonces sus trayectorias se han ido
apartando progresivamente, pero es innegable que hay mucho que meditar sobre un
gran número de rasgos sorprendentemente comunes en sus raíces históricas.
20 PRL
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El Quijote
en quechua
cadencia de nuestra ancestral lengua para
configurar equivalentes de una jerga jurídica tan remota del quechua como “comuníquese y archívese”, “artículos primero
al tercero”, “considerando”, “por cuanto”,
“segundo secretario de la presidencia de
la Cámara de Senadores”, etcétera.
I
lustrado con subyugantes dibujos de
la Asociación de Artistas Populares
de Sarhua, El ingenioso hidalgo don
Quixote de La Mancha —título cabal
de la primigenia edición de 1605, que Túpac Yupanqui toma como base— lleva la
siguiente traducción en quechua sureño:
Yachay Sapa Wiraqucha dun Quixote Manchamantan, doblaje parcial y subordinado
que no mantiene la autonomía semántica
del español porque tal como está escrito
nos remite a enlazarlo inexorablemente
con el nombre del autor. Así, el equivalente del fragmentado Yachay Sapa Wiraqucha
dun Quixote Manchamantan sería Acerca
del ingenioso hidalgo don Quixote de La
Mancha, donde la separación espacial no
favorece sino condiciona el título —que
no se basta por sí mismo— por estar sujeto al nombre del autor. Para tener una idea
coherente de la leyenda de la portada en
quechua hay que leerla de un tirón, sin tener en cuenta la disposición espacial ni los
caracteres y tamaños de los tipos:
Odi Gonzales
Yachay Sapa Wiraqucha Dun
Quixote Manchamantan
Miguel de Cervantes
Saavedra Qilqan
Traducción y Adaptación de
Demetrio Túpac Yupanqui
El Comercio Ediciones, 2005, 379 pp.
P
or más de una razón, la reciente
aparición del Quijote en versión
quechua es un acontecimiento
paradigmático y estimulante; al
menos para nuestro medio, tan proclive a
subestimar o dejar varadas en el limbo las
obras que con sinfín de percances se editan en quechua, aymara o en las lenguas
amazónicas. No tengo conocimiento de
que en ninguna otra lengua étnica —al
menos de esta parte del continente— se
haya emprendido tarea de tal magnitud.
Que se sepa, no hay una versión del Quijote
en huichol, en guaraní, en maya-quiché,
en zapoteco, en navajo o en mapuche;
y esto hace más apreciable la audacia
del profesor Demetrio Túpac Yupanqui
—cuyo nombre apenas si aparece en los
créditos de la edición, como si traducir el
Quijote al runa simi hubiera sido una tarea
de fin de semana—.
Al margen de los resultados, esta faena,
que conllevó “muchas vigilias del traductor”, debe haber sido inexorablemente
ardua, digamos que —citando el rotundo
verso de un poeta peruano— fue “como
cargar un puma vivo”.
En la tradición biobibliográfica peruana
son pocas las experiencias de doblaje de
textos del español al quechua. Lo que abunda hoy —gracias al impulso de las ciencias
sociales y los estudios culturales— son
los testimonios y la oralidad quechua,
recopilados in situ, transcritos, traducidos
al español y publicados generalmente en
ediciones bilingües. El primer antecedente de este tipo de traducción debe de ser
la Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios publicada en Lima en
1583, en el fragor de una evangelización
que no escatimó esfuerzos para traducir
del español las enseñanzas de la doctrina
cristiana: rogaciones y confesionarios “en
las dos lenguas generales de este reyno,
Quichua y Aymara”.
Tres siglos más tarde Clorinda Matto de
Turner, la vigorosa autora de Aves sin nido,
traduciría al quechua extensos pasajes de
SET/NOV 2007
Yachay Sapa Wiraqucha dun Quixote
Manchamantan Miguel de Cervantes
Saavedra qilqan
Lo que equivale a:
Acerca del ingenioso hidalgo don
Quixote de la Mancha escribe Miguel
de Cervantes Saavedra
FOTO ADAPS/DPM EL COMERCIO/PERÚ.
la Biblia –Pentateuco, Libro de Job, Cantar
de los Cantares, entre otros–. Irónicamente, ni siquiera esta contribución de la
novelista cusqueña serviría para evitar la
posterior quema de sus libros en las plazas
de Tinta y Calca, vergonzosos episodios
alentados por la confabulación de curas,
autoridades y gamonales que, al verse retratados en las obras de Clorinda, pretendieron acallar sus denuncias mandando
los libros a la hoguera por “sacrílegos y
subversivos”.
Contemporáneamente esta escasez ha
ido tornándose en abundancia con la
aparición de ostentosos doblajes que van
desde los poemas de Vallejo hasta los
anuncios del menú en los restaurantes,
amén de los folletos turísticos de las agencias de viajes; exasperantes composiciones
que discurren impunemente.
Hay también una versión quechua de la
Constitución del Perú elaborada, según
los prolegómenos de este Quijote, por el
propio Túpac Yupanqui; además del Himno Nacional del Perú y hasta los estatutos
de creación de la Academia Mayor de la
Lengua Quechua de Cusco, en los que los
académicos tuvieron que forzar la natural
Este detalle aparentemente nimio
—y menos perceptible en la carátula interior— entraña, sin embargo, un enredo:
la soterrada concurrencia de una voz otra
en la portada: ¿la del traductor? Así, en
el espacio consagrado para el título de la
obra y el nombre del autor, se acomoda
imperceptiblemente una voz extra que comenta, no traduce, que alguien (Cervantes) escribe una obra (El Quijote), la misma
que está enunciada a través del verbo conjugado qilqan (“escribe”), perteneciente a
la tercera persona del singular.
Sin ánimo de desmerecer el trabajo de
Túpac Yupanqui ni entrar en disquisiciones morfosintácticas, tal vez habría
sido más conveniente suprimir el sufijo
n del locativo Manchamantan, que genera
esa dependencia respecto al resto de la
leyenda. Desde ya, el sufijo manta —o
preposición “de”— significa pertenencia
a un punto espacio–temporal. Entonces
manchamanta significa “de La Mancha” o
“perteneciente a La Mancha”. Al agregársele el sufijo n se crea una dependencia
innecesaria que convierte el anuncio de
la portada en un comentario. Pues, sin el
sufijo n la traducción habría sido Yachay
sapa wiraqucha dun Quixote Manchamanta (El ingenioso hidalgo don Quixote de La
Mancha), que mantiene coherencia y autonomía. En cuanto a la traducción de la au-
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SET/NOV 2007
toría, Miguel de Cervantes Saavedra qilqan
(“escribe Miguel de Cervantes Saavedra”),
se pudo haber hecho una traducción
más afín al canon literario, a través de la
forma Miguel de Cervantes Saavedraq qilqasqan (“escrito por Miguel de Cervantes
Saavedra”), que mantiene el tono neutro
correspondiente a toda leyenda o anuncio
de libro.
De hecho, con la intromisión de esta
voz ajena en la carátula el traductor termina desplazando al autor, y se coloca
por encima de este. Cervantes y el entrañable Caballero de la Triste Figura pasan
a un segundo plano. Pero ¿quién es el
traductor para atribuirse el derecho de
establecer estas jerarquías y señalar omniscientemente que alguien escribe un
libro? Este estilo de traducir —acaso inédito— puede funcionar tal vez para una
noticia o un anuncio, en el que una voz
impersonal da cuenta de una situación.
De hecho, toda carátula de libro es un
anuncio, una noticia, pero ese anuncio no
es sino únicamente atribuible al propio
autor o al libro en sí mismo. La carátula
es el reino infranqueable de autor y obra,
secundada por el sello editorial. No se
puede traducir al quechua la portada de
la obra cumbre de García Márquez: Sobre
cien años de soledad escribe Gabriel García
Márquez. La omnisciente voz del traductor
desplaza el nombre del autor y el título de
su obra; y en lugar de permanecer como
un anuncio, es un comentario.
E
l consabido adjetivo “ingenioso”
es doblado por Túpac Yupanqui
como yachay sapa y, en efecto, este
equivalente quechua no es desestimable. Sapa es un sufijo aumentativo
que cuando va como un adjetivo se escribe
junto, y cuando va como un sustantivo se
escribe separado. No puedo determinar
por cuál de los atajos se enrumbó el profesor Yupanqui en su traducción. Por lógica habría que concluir que usó la vía del
sustantivo, pero “ingenioso” es un adjetivo
calificativo. Con todo, la traducción de yachay sapa sería algo así como “el sabio único”, “el sapiente solo” (sustantivo). En tanto
que yachaysapa —con el sufijo junto— es
el equivalente de un caudal de significantes que van desde “sabiondo”, “sabidillo”,
“vivaz”, “inventivo”, “habilidoso”, hasta
“ilustrado”, “culto”, “sapiente” (adjetivo).
yachay: saber (verbo infinitivo) + sapa
(aumentativo) = yachaysapa: sabiondo
(adjetivo)
Por lo demás, y dependiendo del contexto, la flexibilidad del quechua permite
insertar el sufijo aumentativo sapa tanto
en casos de adjetivos como de sustantivos, siempre que se trate de exagerar o
sobredimensionar una cualidad atribuida
a personas, animales o cosas. Por eso su
uso lleva una connotación casi siempre
hiperbólica o de burla: umasapa (“cabezón”), usasapa (“piojoso”), wawasapa (“que
tiene muchos hijos”); rimaysapa (“hablador”), yuyaysapa (“habilísimo”, “precoz”,
“ideoso”, “inteligente”). ¿Y con cuál de las
connotaciones deberíamos haber honrado
–en quechua– el carácter, la personalidad
del enamorado caballero de Dulcinea?
A manera de ilustración para el lector
vale la pena apuntar que hay otro tipo
de sufijo que, insertado en un verbo, no
denota burla sino lo contrario. Se trata de
la consonante postvelar q, que al ir como
sufijo en el verbo lo sustantiva, confiriéndole —en ciertos casos— un carácter de
deferencia o venerabilidad:
tarpuy: sembrar; tarpuq: sembrador
yachay: saber; yachaq: sabio, docto
Precisamente por la connotación formal
y ponderativa del sufijo q se denomina
con él sobre todo a las deidades o entidades que entrañan consideración, respeto
y fervor en el mundo andino. Es el caso,
por ejemplo, de Pachakamaq/Hacedor del
mundo:
Kamay: hacer, crear, originar
Kamaq: hacedor, creador
Pacha: mundo, tierra; tiempo + kamaq
= Pachakamaq: hacedor del mundo
Este sufijo alcanza incluso a los casos
en que el quechua tiene que incorporar a
su léxico palabras provenientes de otras
lenguas. Así tenemos del español el verbo
“danzar”, al que el runa simi le aplica sus
propias declinaciones gramaticales: suprime el morfema r del verbo infinitivo y lo
reemplaza por el morfema q dando como
resultado danzaq: “danzante”, “danzador”.
Para terminar con la carátula principal,
habría que señalar que Túpac Yupanqui,
en su legítimo afán de transmitir la dicción de vocablos españoles por parte de los
quechuahablantes, modifica el españolísimo y castizo título “don” por dun, lo cual
es común, en efecto, en el habla cotidiana
quechua. Sin embargo, siguiendo este criterio se pudo también haber modificado
“Quixote” por Quixuti, ya que los quechua
hablantes tendemos a pronunciar la “u”
por la “o”, y la “i” por la “e”.
I
nserto en la denominada falsa carátula se halla el facsímil de la portada
de 1605, lo cual facilita enormemente la tarea de cotejar el original y la
traducción de los elementos de la portada
interior del libro —dedicatoria, títulos,
privilegios reales, etcétera. Aunque esmerada, la traducción revela aquí ciertas incongruencias.
Así por ejemplo, la dedicatoria “Dirigido
al Duque de Béjar” Túpac Yupanqui la traduce Duque de Bejarpah Kamarispa.
Debo confesar que después de esforzarme por encontrar —y no hallar— rastro
alguno del uso de la construcción gramatical kamarispa, he concluido que debe
tratarse de un error de digitación. O bien
se trata de mi ignorancia. He buscado
una posible raíz para el verbo que usa el
traductor cusqueño y pienso que puede
tratarse del verbo kamay, que según el Diccionario de la Lengua Quechua del Cusco
tiene como sinónimo kamariy. Como ya
vimos, el infinitivo kamay es equivalente a
“crear”, “inventar”, “plasmar”; y su variante
kamariy equivale, además, a “ley”, “mandato”, “obligación”; “talento”, “habilidad”. Sin
embargo, aun con este verbo la duda persiste; la conjugación no guarda coherencia.
El morfema bilabial simple p de kamarispa
es el que genera el desconcierto. Si nuestro
seguimiento fuera correcto la conjugación
apropiada habría sido kamasqa o kamarisqa, con el postvelar simple q. De esta
forma la traducción sería: “creado para”,
“plasmado para”; “conferido a”, etcétera.
Pero la construcción gramatical kamarispa
constituye un arcano para mí.
En cuanto al recurrente uso que el profesor Túpac Yupanqui hace del morfema h en
lugar del tradicional morfema postvelar q
—p.e.: Duque de Bejarpah—, pienso que
se trata más de una actitud personal, como
la de muchos irreductibles: un esfuerzo
por marcar el territorio de la diferencia en
un reino de discrepancias eternas. Insólitamente, cuando alcanzado un mínimo
consenso el resto opta por escribir con q,
Yupanqui se alza como la voz disonante y
persiste escribiendo a su manera. En efecto, para denotar la preposición “para”, en
el quechua coloquial no se usa el morfema
h —como propone Yupanqui— sino el q al
final de la palabra. Por ejemplo:
para mi padre: papaypaq (según la
mayoría)
papaypah (según Yupanqui)
Aquí el uso del morfema h, cuya pronunciación al final de la palabra es nula, más
que simplificar, complica. Por ejemplo,
puede confundirse con el posesivo:
papaypa: de mi padre; Bejarpa: de Béjar,
perteneciente a Béjar
Nada sería más saludable que, en el
espíritu tan abnegado pero también tan
suspicaz de los estudiosos del quechua,
terminara por imponerse una escritura
que guarde fidelidad a la pronunciación
de la gente en los mercados, en las ferias,
en los rituales:
papaypaq: para mi padre; noqapaq: para
mí ; qanpaq: para ti
alqopaq: para el perro; Bejarpaq: para
Béjar, etcétera.
En sus “Precisiones a la versión quechua”
el traductor cusqueño señala el nulo parentesco lingüístico entre el español y el
quechua, y enfatiza la individualización
o esencia de cada idioma que, de hecho,
fija en sus hablantes una dicción propia,
intransferible. Y este es un rasgo por el
que nos identifican, por ejemplo, a los quechuahablantes en Lima. Así, la escritura
fonética que propone el profesor Yupanqui
está basada en la dicción individualizada. Sin embargo, cabe preguntarse a qué
dicción se refiere. ¿A la suya en particular
—cuando propone, por ejemplo, escribir
en participio activo Pacha Kutih en lugar
del consabido Pacha Kutiq?
Estos hallazgos, por valiosos que sean,
si no se quedan en el fuero personal contribuyen muy poco a la ya bastante difícil
configuración de un quechua normatiza-
PRL 21
do. Y es que, en efecto, libertades de este
tipo no son poco comunes. Baste citar la
escritura personal del poeta cusqueño
Kilku Warak’a, quien adoptó el uso de
la consonante c en lugar de la ch —en su
descargo se podría considerar que esto
ocurrió en los años cincuenta, en los inicios del proyecto de normatización, y que
en Kilku Warak’a tenemos al “más grande
poeta quechua del siglo XX”, según José
Arguedas—.
Ahora que el Ministerio de Educación ha
decidido oficializar una vez más la aplicación del quechua en la currícula educativa,
tendrá que enfrentar —al menos en la región sur— la difícil cuestión de por quién
optar: ¿Por las propuestas del quechua
normatizado? ¿Por la del profesor Yupanqui, que maneja un código personal? ¿Por
la de la Academia de la Lengua Quechua
de Cusco?
Regresando a la traducción del profesor
Yupanqui, llama la atención un detalle
curioso en la carátula interior: se obvia,
se invisibiliza la leyenda “Conde de Barcelona” que aparece en la carátula facsímil
insertada. En su lugar Yupanqui inscribe
“Conde de Benalcacar”, y en lugar de “Bañares” registra “Pañares”. De hecho, aquí
hay un misterio. Para este artículo yo manejé la edición española del IV Centenario
del Quijote. En ella también los editores incluyen, en la portada interior, un facsímil
correspondiente a la carátula de 1605. Sin
embargo en esta no se encuentra el “Conde de Barcelona” sino el “Conde de Benalcacar y Bañares”. Imagino que se trata de
un arreglo, de alguna rectificación “con
privilegio real”.
La traducción de los preliminares —tasa,
autorización real, prólogo, etcétera— que
preceden a la novela en sí, muestra un abuso en la creación de neologismos. Palabras
españolas que, no teniendo equivalentes
en quechua, el traductor arropa con las
declinaciones quechuas correspondientes:
Llapanpiqa 83 pliegon rixurin, chaymi
tukuy liwruqa 290 maravidí balirun; chaymi kay lisinsha kamarikun chay baliypi
bindikunanpah, kay prishutahmi churakunan qilqah qallariyninpi… (pág. 10)
En total tiene 83 pliegos, que al dicho
precio monta el dicho libro doscientos
y noventa maravedís y medio, en que se
ha de vender en papel; y dieron licencia
para que a este precio se pueda vender,
y mandaron que esta tasa se ponga al
principio del dicho libro…1
Pareciera que en estos tiempos no es
posible traducir textos al quechua sin
recurrir a la arbitraria invención de neologismos que fuerzan nuestro ancestral
idioma al punto de hacerlo ininteligible,
vacuo. En efecto, cuando uno se lanza
hoy a traducir cualquier texto al quechua,
lo más a la mano es la creación de neologismos. Sin embargo, ese no es el único
camino. Hay otra vía, algo más laboriosa
y creativa. Si una palabra en español —o
en cualquier idioma— no tuviese un equi1
Tasa. Don Quijote de la Mancha. Ed. IV
Centenario. p. 3, op. cit.
22 PRL
valente quechua, habría que reemplazarla
por su concepto, por una construcción
gramatical más amplia, aunque esto no
funcione necesariamente para la poesía.
En todo caso, habría que tenderse siempre
a la traducción connotativa, no solo literal;
y en última instancia traducir ideas, no
palabras. Y eso es lo que en sus momentos
más inspirados logra Túpac Yupanqui, sin
ceder un ápice en su particular escritura
fonética. Así, por ejemplo, el célebre vocativo “Desocupado lector” del prólogo, Yupanqui lo traduce: Qasisqa qilqa t’ahwih.
De la decena de sonetos-salutación que
preceden al primer capítulo, debo confesar
que el de Urganda, La Desconocida —una
popular décima de cabo roto— contiene,
para mi gusto, en la versión quechua —trabajada básicamente en octosílabos— una
sonoridad y un sentimiento más vigorosos
que los del original en español.
S
iendo en general buena la recreación desplegada por el profesor
Yupanqui, en los pasajes de largo
aliento la traducción por momentos decae, se torna en una intrincada urdimbre léxica para cuya comprensión —al
menos en mi caso— es necesario el auxilio
de la versión en español. Al contrario, los
diálogos son las traducciones mejor logradas. La fidelidad o sintonía alcanzada por
Yupanqui con la obra de Cervantes puede
rastrearse desde la entrada, en el pasaje
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inicial de la novela:
Huh k’iti, La Mancha llahta sutiyu
pin, mana yuyarina markapi, yaqa kay
watakuna kama, huh axllasqa wiraqucha, t’uhsinantin “hidalgo”, ch’arki rocín
kawalluchayuh, phawakachah alquchayuh ima tiyakuran
En un lugar de La Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de
los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...
Vuelta a la otra margen —como diría
el gran Emilio Adolfo Westphalen— podemos traducir la versión quechua de
Yupanqui:
sión quechua aquella locación manchega
es ya, de hecho, un lugar “irrecordable”,
un pueblo que no es digno de recordación:
mana yuyarina.
En el capítulo VII, que sigue al nefasto
escrutinio y quema de libros de caballería
cuya lectura habría inducido al Quijote a
la locura, don Demetrio Túpac confunde
clamorosamente a la sobrina con la “nieta”
del Quijote, lo que supone que el Caballero de la Triste Figura tuvo una hija o un
hijo. Asimismo, confunde al ama de llaves
con la supuesta nieta del Quijote. Como se
sabe, en los parlamentos de este capítulo
intervienen el barbero, el cura, la ama y la
sobrina de don Quijote. He aquí la versión
de Yupanqui (cap. VII, p. 56):
Mit’ani warmiqa hahiy tutayá, llapa
liwrukunata uywa kanchapi, raqay sunqunpi kanarapusqa.
En un innombrable lugar de La Mancha, casi hasta estos años, vivió un
distinguido hidalgo de lanza en ristre,
con ajado caballo y un perrito andarín...
Aquella noche quemó y abrasó el ama
cuantos libros había en el corral.
La fidelidad de Yupanqui es irreprochable, excepto en el doblaje de “en un innombrable lugar”/mana yuyarina markapi, que
altera el manifiesto propósito del narrador, que en la versión española no tiene
la intención de degradar aquel específico
lugar de La Mancha sino mantenerlo en reserva, pues aunque lo recuerde, no quiere
evocarlo, registrarlo. En cambio, en la ver-
–Manan supaychu- nispayá rimarin Quijoteh waqinpa ususinqa 2.
–No era diablo —replicó la sobrina
[de don Quijote]—.
–Manan yachanichu Frestonchus icha
Fritonchus sutin chaytaqa. Ichaqa manan
qunqanichu “tón” nisqapi sutinpa tukusqantaqa, nispan rimarin hawaychanqa.
La versión original en español, dice:
–No sé —respondió el ama— si se llamaba “Frestón” o “Fritón”, solo sé que
acabó en tón su nombre.
Por lo tanto, “el ama” —que Yupanqui
inicialmente traduce mit’ani warmi— se
convierte líneas abajo en hawaycha: “nietecita”.
El otro desliz:
–Pitah chaymantari tunkinman, iskayrayanman, nispayá rimarin hawayninqa
(p. 56).
cuya versión original en español es:
–“¿Quién duda de eso?” —dijo la sobrina3.
Y aquí la alteración viene al confundir
a la sobrina —que Yupanqui había traducido líneas arriba waqinpa ususin/
“la hija de su hermano”— por hawaynin/ “su nieta”.
Así, la versión quechua de Yupanqui,
equivale a:
–Pitah chaymantari tunkinman, iskayra2
En su particular escritura fonética, Yupanqui escribe waqinpa, lo que el común
lo hace wayqinpa
3
Desde luego que la versión en español
corresponde a la edición del IV centenario
que ya mencioné. Cap. VII, p.71
SET/NOV 2007
yanman, nispayá rimarin hawayninqa
–¿Quién puede dudar de eso, titubear?
—dijo su nieta [de don Quijote]—.
A
l margen de sus aciertos y deslices, hay que señalar finalmente que esta traducción peca de
autosuficiente. Es insólito que
se haya preparado la edición quechua
del Quijote sin recurrir a las determinantes notas aclarativas. En toda la obra hay
apenas tres llamadas al pie de página,
escritas naturalmente en español: cap.
VII, p. 58 —sobre la serpiente amazónica
sushupe—, cap.VIII, p. 64 —refiriéndose al roble— y, cap. IX, p. 70 —refiriéndose a la fruta conocida en el Perú como
granadilla—.
¿Debemos suponer que Yupanqui subestimó al lector en quechua? Durante mis
estudios de postgrado, cuando me tocó
llevar un curso regular sobre el Quijote,
mi trabajo final fue sobre la oralidad insertada en el discurso literario a través del
lenguaje jocoso, refranero y popular de
Sancho. Y para esto revisé —entre otros,
en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos— algunas traducciones de la
novela de Cervantes. Recuerdo que la versión en inglés contenía tantas notas, que
casi duplicaban la extensión de la novela.
La propia edición del IV Centenario está
colmada de una vasta cantidad de notas
que aclaran o encaminan al lector sobre
una situación dudosa, un lugar desconocido, una palabra arcaica, un giro idiomático, un localismo, etcétera. La versión de
Yupanqui omitió esta adición imprescindible.
Después de la resuelta satisfacción que
me suscitó ver la hermosa edición quechua
del Quijote, me hubiera gustado leerlo totalmente y con delectación en mi lengua
materna, pero me doy con la certeza de
que me es fatigante, arduo, y por momentos enredado. He leído unos cuantos capítulos con dificultad, haciendo memoria
de la versión en español de las recurrentes
lecturas que hice. Por eso a estas alturas
me quita el sueño una pregunta: ¿quiénes
leerán el Quijote en quechua? ¿Los académicos quechuahablantes? ¿Un comunero
bilingüe de Paqchanta? En Cusco, mientras batallaba con la traducción de Yupanqui, leí algunos párrafos quechuas a
don Pancho Atawpuma, mi compadre espiritual, monolingüe de la comunidad de
Aqchawata, Calca, y percibí que, lo mismo
que yo, él entendía fragmentariamente.
Su comentario no pudo ser más rotundo.
“Mejor te cuento del condenado del abra
de Amparaes”, me dijo.
No sé si el profesor Yupanqui tomará en
cuenta estas observaciones para la anunciada traducción de la segunda parte. Sin
embargo, no puedo sino expresarle mi
felicitación. Pocos se habrían atrevido a
lanzarse en semejante aventura quijotesca.
Pienso que Arguedas se habría rehusado.
Si tradujo espléndidamente Dioses y hombres de Huarochirí —como lo hizo también
Gerald Taylor— fue porque el doblaje se
hizo del quechua al español; lo contrario
equivale a jalar un tren con los dientes, y
Yupanqui lo hizo.
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SET/NOV 2007
PRL 23
Una pasión dominante
Germán Carrera Damas
Simón Bolívar, a Life
de John Lynch
Yale University Press, 2006,
368 pp., US$ 23,10
L
a obra de John Lynch es una bien
concebida oferta para los lectores
que no están familiarizados con
la vida del grande hombre que
simboliza, en su momento y en su proyección, la mayor parte de la historia de
la Venezuela republicana. Pero es, igualmente, un bien tramado discurso, histórico e historiográfico, muy apropiado
para hacer reflexionar a quienes estamos
familiarizados profesionalmente con esa
historia. Para los primeros, el planteamiento circunstanciado y crítico de acontecimientos e ideas, correlacionándolos
en la acción política y militar del biografiado, e incluso en su conformación
y desenvolvimiento como personalidad.
Para los segundos, concisos ensayos de
interpretación y sugerentes preguntas
“de cierre y apertura interpretativa”, que
se combinan para ayudar a la comprensión de cuestiones particularmente complejas. En suma, se trata de una obra que
lleva a un alto nivel de novedad y lucidez
interpretativas una vida abrumada por
el uso y abuso que de ella han hecho los
historiadores bolivarianos y los aventureros del poder, quienes se han arropado
con el prestigio de Simón Bolívar para
intentar dignificar sus designios de opresión y lucro. Consciente de esta realidad,
al romper el texto, su autor da prueba de
su acreditada condición de historiador
cabal, cuyo riguroso desempeño científico le lleva a honrar el compromiso —sin
cuyo cumplimiento la comprensión e interpretación del sujeto histórico quedaría
trunca—, con la obligación de censurar
la grotesca falsificación de la historia de
que es víctima su biografiado. Y lo hace
en términos inequívocos: “Se lo han apropiado partidarios y ha sido cooptado por
gobiernos: su actual encarnación en Venezuela como modelo de populismo autoritario proyecta una interpretación más
de su liderazgo y conmina al historiador
a enderezar las cosas”. Sin pregonarlo, a
contribuir a esta labor de enmienda se
dedicó el autor con gran destreza.
Pero, antes de proseguir, me permito consignar mi convicción de que al
aceptar el encargo de redactar esta nota
bibliográfica he acometido una empresa
que me es tan grata como ardua. Es una
empresa porque me obliga a comprimir
observaciones y reflexiones que merecerían extenso desarrollo. Es difícil la empresa porque obliga a escoger tópicos de
una manera que resulta, inevitablemente,
poco menos que arbitraria. Y es gratifi-
cante la empresa porque realizarla se inscribe en una conversación, oral y escrita,
que mantengo con el autor y toda su obra
hace unas cuatro décadas.
E
l marco de la acción histórica de
Simón Bolívar es calificado por el
autor, desde el inicio mismo de
la obra, como “su revolución”. Si
bien el actor estrella de tal revolución “reflejó la época en que vivió, de manera que
advertimos en él pruebas de Ilustración
y democracia, de absolutismo e incluso
de contrarrevolución”, lo que lleva a la
conclusión de que “su propia revolución
fue única”. Por estas razones el autor considera que insistir excesivamente en “los
orígenes intelectuales de la revolución de
Bolívar y subrayar la influencia del pasado
significa ensombrecer su auténtica originalidad”. Por consiguiente el autor, si bien
hace extensas y básicas consideraciones
sobre la formación intelectual de Simón
Bolívar, parece llegar a una conclusión
que, a mi juicio, es lo más relevante y, sin
embargo, no lo más desarrollado de su
mensaje, y tal es la creatividad, unida al
coraje, tanto intelectual como político y
militar, de expresarla y ponerla por obra.
Es precisamente esta suerte de acervo individual lo que no han podido usurpar
los saqueadores de su gloria.
Pero cabe preguntarse, acerca de las
razones aducidas en abono de la especificidad de la revolución personificada por
Simón Bolívar, sobre la circunstancia de
que “concibió la revolución americana
como más que la lucha por la independencia política”, y que la promovió como
una revolución continental que lo llevó al
Perú. La unicidad de esta revolución hace
que “no se parezca a los movimientos
revolucionarios europeos y del Atlántico Norte”. Pero esta revolución política
“estuvo acompañada de reforma social,
no más”. A lo largo de la obra se expresan y evalúan las ideas y propósitos de
esa reforma, tales como la abolición de
la esclavitud —que cabría considerar el
más relevante propósito revolucionario,
en acuerdo con los criterios del materialismo histórico—; la emancipación
de los indígenas y la consiguiente generalización de la propiedad privada; y la
separación entre el Estado republicano
y la Iglesia, simultáneamente la subordinación institucional de esta última. Todo
esto en pugna con una vaga tendencia a
la democracia —si bien más supuesta que
real—, y con el liberalismo doctrinario y
su expresión federalista, al igual que con
las proyecciones de estos últimos en el
ejercicio de la libertad y la vigencia de la
igualdad resultante de la guerra.
Lo que llevaría a concluir que se trató de
una revolución política que, a la postre,
se vio condicionada, en sus proyecciones
sociales, por la necesidad y la urgencia de
restablecer la estructura de poder interna
de la sociedad, arraigada en el pasado
colonial; situación esta última ventilada
por el autor. En suma, consideraciones de
este género exonerarían al autor de plantearse un punto muy debatido por la historiografía venezolana, en términos de si
la de Independencia fue una guerra internacional. La formulación y consolidación
del proyecto nacional venezolano requería que lo fuese. La historia nacional no
solo proveyó lo necesario sino que buscó
salvar así tal contienda de haber sido una
guerra civil, lo que le habría contagiado
el descrédito de la posindependencia.
En cambio, mal puede concebirse una
revolución política, con proyección de reforma social, que no resultase una guerra
civil. El desenlace de esta confrontación
entre ideas y propósitos reformistas, y
realidades renuentes al cambio, no pudo
ser más trágico: “En el mundo de Bolívar,
[el general Antonio José de] Sucre fue su
heredero espiritual y político. Su muerte
significó el fi n de la revolución”.
Pero, utilizando un recurso muy del
gusto del autor, cabe preguntarse sobre
cuál revolución había muerto. Para acercarnos al fundamento de tal conclusión,
cabe destacar algunas cuestiones representativas, partiendo de la afi rmación de
que en la Carta de Jamaica, de 1815, “Bolívar, a plena conciencia, se vio a sí mismo
ubicado del lado del cambio contra la
tradición, a favor de la revolución contra
el conservatismo”. La Independencia representaba ese cambio de la manera más
visible, pero probablemente tal cambio
frente a la tradición tocaba sobre todo al
propósito de reforma social que acompañó esa lucha, y tal propósito chocaba con
los intereses del componente criollo que,
combinado con el componente metropolitano, se conjugaban en el poder colonial
que regía la sociedad monárquica colonial.
En este orden de ideas, el autor destaca
el fenómeno social que fue denominado
pardocracia, entendida esta como la
exacerbación de la ancestral aspiración
igualitaria de los pardos; el destino de la
esclavitud como institución y la propiedad excluyente de la tierra como criterio
de la estructura social. Sobre cada una de
estas cuestiones la obra entrega extensas
y pertinentes consideraciones, cuyo apropiado comentario desbordaría el espacio
de esta nota.
Me limitaré a apuntar que en relación
con la pardocracia, vista como un peligro, el autor la relaciona con la tragedia
del general Manuel Piar, dándole fe a la
acusación, muy teñida de la disputa por
la jefatura militar, que le formuló Simón
Bolívar: “Piar representaba el regionalismo, el personalismo y la revolución de
los negros. Bolívar estaba por el centralismo, el constitucionalismo y la armonía
social”. La pardocracia y el general Francisco de Paula Santander eran “dos de las
primordiales susceptibilidades de Simón
Bolívar”. En cuanto a los pardos el saldo
no pudo ser más desalentador: “Para la
masa de los pardos la Independencia significó, si algo, una regresión”.
La cuestión representada por el destino
institucional de la esclavitud muestra
dos posiciones extremas. Mientras Simón
Bolívar evolucionó hacia una convicción
abolicionista genuina, que le llevó a liberar sus propios esclavos, los esclavistas
hacendados no siguieron su ejemplo porque “no era esa su idea de una revolución
republicana”. Es más, en el vasto y diverso
escenario de la República de Colombia, y
particularmente en Bolivia, cuyo proyecto de Constitución redactado y propuesto
por Simón Bolívar contemplaba la inmediata y plena abolición de la esclavitud,
tal política fue impopular porque chocaba con el derecho de propiedad, cuyo
restablecimiento se procuraba como
factor necesario de la recuperación de la
estructura de poder interna de la sociedad. Por ello, “la esclavitud sobrevivió a la
Independencia virtualmente intacta”, si
bien conceptual e incluso jurídicamente
condenada a desaparecer, quedando así
comprobado que “Bolívar nunca tuvo el
poder requerido para actuar a su gusto”,
pues al mismo tiempo que sus adversarios liberales lo calificaban de tirano,
eran más que obvias las limitaciones de
su poder, al ver rechazadas por ellos sus
políticas liberales.
No eran menores las dificultades y la
complejidad de las repercusiones de las
medidas que, si bien indirectamente,
guardaban relación con la cuestión de la
propiedad excluyente de la tierra, pues
esta y los esclavos constituían el núcleo
de la propiedad como factor primordial
del ordenamiento social que se buscaba
restablecer y estabilizar, para promoverlo
como una sociedad republicana moderna
liberal. Cabe observar, de entrada, que el
autor no parece haberle concedido suficiente atención a la conveniencia de precisar la motivación real de lo decretado y lo
actuado en esta materia. Es posible alegar
que el propósito de lo resuelto y actuado
no fue repartir la tierra sino pagar las
tropas y funcionarios independentistas, y
que esto se hizo con los bienes confiscados
y secuestrados a los enemigos —ya fuesen
ganados, tierras o bienes raíces—, según
las circunstancias y una vez vista la imposibilidad de venderlos. Solo en caso de
insuficiencia de tales medios se resolvió
recurrir a bienes nacionales y, en alguna
24 PRL
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ocasión, a la adquisición de ganados, para
su adjudicación. Esta política, denominada pago de haberes militares, fue común
a ambos contendores. No obstante, el
autor parece considerar esta práctica
sobre todo como una disposición de que
se distribuyese a las tropas independentistas tierras de propiedad nacional. Es
más, el autor señala a “jefes como Páez,
que adquirieron propiedades que en muchos casos habrían debido ser asignadas a
las tropas, frustrando así el propósito de
Bolívar de distribuir la tierra confiscada y
nacional a los simples soldados”.
El autor saca una conclusión respecto de
estos aspectos, que considera esenciales,
de la acción histórica de Simón Bolívar, y
lo hace en términos muy claros: “Bolívar
no promovió una revolución social, y
nunca pretendió hacerla. La distribución
de la tierra, la igualdad social, la abolición
de la esclavitud, los decretos a favor de los
indios, fueron políticas de carácter reformista —no de un revolucionario—”. La
razón de este limitado alcance no deja lugar a dudas: “Era demasiado realista para
creer que podía cambiar la estructura
social de América por medio de la legislación e imponiendo políticas inaceptables
para los grandes grupos de interés”. En
suma, la de Bolívar habría sido una revolución política que abrigó propósitos de
reforma social, algunos de cuyos aspectos perduraron como aspiraciones en los
episodios de la misma revolución política
que se desarrollaron luego de la desintegración de la República de Colombia, en
1830; es decir, cuando ya la controvertida
sombra del gran revolucionario político y
reformador social no opacaba los méritos
de tales reformas.
La comprobación de esta imposibilidad
requiere, para ser rectamente entendida,
referirla a las herramientas conceptuales
utilizadas por el revolucionario político
y reformador social. Pero parece que un
intento en este sentido debe partir de la
comprobación primaria de que se trató,
como veremos, de las peripecias enfrentadas por un político realista y creativo;
conjunción de aptitudes que le permitieron formular una teoría de la independencia de Hispanoamérica, siguiendo un
desarrollo ideológico en el que le fue necesario dilucidar posiciones, y deslindar
espacios, respecto de principios generales
atinentes al liberalismo doctrinario, al
absolutismo y a la democracia, en sus expresiones más en boga: el desacreditado
federalismo, la detestada monarquía y la
temida anarquía.
Según John Lynch, si bien Simón
Bolívar “no fue el primer estadista en
construir una teoría de la emancipación
colonial”, ya en 1815 su elocuencia “llevó
la revolución hispanoamericana a la cima
de la historia mundial, y su propio papel
al liderazgo tanto intelectual como político”. Para conseguirlo, “tuvo que diseñar
su propia teoría de la liberación nacional,
y esta fue una contribución a las ideas de
la Ilustración, no una imitación”.
En este esfuerzo creativo, en el cual se
conjugaron el balance cultural críticamente adquirido y las enseñanzas bro-
tadas de la acción política y militar, fue
necesario repensar nociones entonces
reinantes en relación con el liberalismo
doctrinario, lo que resultó particularmente significativo en la constancia de su
política en lo concerniente a las relaciones
entre el Estado y la religión, diferenciándolas de las seguidas con la Iglesia. Pero
si bien esta área de confrontación con los
imperativos sociales tuvo una notable importancia, donde tal confrontación llegó
a su más alto grado fue en lo concerniente
a la democracia y el federalismo, como expresión primaria de la soberanía popular
la primera, y como ejercicio de la soberanía nacional el segundo; ambos factores
enmarcados en la organización del Estado y en el grado de cohesión, y eficacia del
gobierno. No son pocas en esta obra las
expresiones de desconfianza, de parte de
Simón Bolívar, acerca de las posibilidades
de la democracia en las nacientes repúblicas dotadas de sociedades coloniales, al
igual que acerca de la inherente fragilidad política del federalismo.
L
as circunstancias que formaron el
escenario de la acción histórica de
Simón Bolívar, y los instrumentos
conceptuales empleados por él
para desenvolverse, de manera realista y
con aptitud creativa, en tan diverso y vasto
escenario, reclaman la mesurada valoración del actor como hombre, atendiendo
a su personalidad, a los principios asumidos en el desarrollo de su acción histórica
y a las cualidades que dieron sustento o
apoyo a la observancia de esos principios,
llevando el conjunto a confluir en el alto
prestigio de que gozó.
Dice John Lynch que “Bolívar fue un
hombre de ideas, pero también un realista”. Al decir esto señala su capacidad
de relacionar ideas con la práctica, en el
sentido de que fuese esta última el criterio de validación de las primeras. Por ello,
“el liberalismo de Bolívar se basó no solo
en los valores sino también en el cálculo.
Al tomar decisiones políticas no miraba
automáticamente hacia el modelo político de la Ilustración sino hacia situaciones
específicas”.
En lo concerniente a la creatividad, no
es fácil correlacionar dos afi rmaciones
sucesivas del autor. Luego de asentar que
“en la Constitución Boliviana y el mensaje
que la acompañó Bolívar alcanzó la cresta de su creatividad”, sostiene que “fue
Bolívar, el intelectual, el teórico político,
quien dio a la independencia de Hispanoamérica su apuntalamiento intelectual, en
trabajos cuyo estilo y elocuencia todavía
resuenan”. Pero dicho esto último el autor
introduce el correctivo: “Pero Bolívar no
fue tan idealista como para imaginar que
América estaba dispuesta para la democracia pura, en que la ley podía anular
instantáneamente las desigualdades de la
naturaleza y la sociedad”.
La historiografía bolivariana, en su conjunto, ha llegado al exceso de pretender
que de las buenas cualidades y aptitudes,
Bolívar apenas las reunía todas, pero,
eso sí, en el más alto grado. John Lynch
destaca tres, interrelacionadas. En primer
SET/NOV 2007
lugar, “la capacidad de Bolívar como líder
era innata, no aprendida; incrementada
por la experiencia pero no adquirida de
otros”. A lo que se añadía el hecho de que
“fue también un hombre de acción, aunque él mismo parece haber sido indiferente ante la cualidad que lo diferenciaba
de los demás: su resistencia y su tenacidad”. A lo que se añadía, como estímulo
a su amplitud de miras, pues “no fue un
esclavista y nunca un racista”.
Como corresponde a una biografía
bien orientada desde el punto de vista
historiográfico, no cabía omitir la cara de
la personalidad que algunos mojigatos,
de ayer y de hoy, han considerado menos
relevante, pero en este caso bien ubicada
respecto de lo fundamental de la obra,
guardando también la proporción entre
los rasgos a ser historiados. Así, la muy
importante participación de Manuela
Sáenz en el último tranco de la vida plena
de Simón Bolívar y el récord amatorio de
un Libertador que disfrutaba del baile y
gustaba de preparar sus propias ensaladas. En suma, “nacionalista venezolano,
héroe americano, macho male, Bolívar se
corresponde con todos los papeles”.
Con gran acierto, John Lynch destaca en
su obra la importancia de la que denomina
la pureza de los principios, refi riéndose a
los practicados por Bolívar, y atendiendo
a la dificultad de su observancia en razón
de su hacer histórico. Como consecuencia
de la invasión del Virreinato del Perú, y
de su desmembración, el fondo de principios de Bolívar se vio sometido a una
severa prueba. Si bien, según el autor,
se vio inmerso en un mundo de “codicia
y desigualdad que él carecía de fuerzas
para cambiarlo, el Libertador se mantuvo
incorruptible”, las circunstancias fueron
tales que el “Perú hizo aflorar lo peor de
Bolívar, a la vez halagando y frustrando
su gusto por la gloria y el liderazgo”, hasta el punto de que su fiel Daniel Florencio
O’Leary dice de esos tiempos que fueron
“los días de la pérdida de la pureza y la
inocencia de sus principios”. Pero fue la
suerte de la República de Colombia la
que defi nitivamente retó la perseverancia
de Simón Bolívar en la observancia de
principios fundamentales, al planteársele la cuestión del alcance que podía
reconocérsele a la libertad, en presencia
de opositores que buscaban “subvertir el
mismo Estado que garantizaba su existencia”, tratándose de un poder público
legítimamente constituido. Cobraba con
ello plena vigencia el planteamiento de la
constante inclinación de Bolívar hacia la
instauración de un Estado fi rme, lo que se
compadecía con su personal preferencia
por un gobierno fuerte, que consideraba
necesario no solo para la acción militar,
sino también en la instauración y el funcionamiento del Estado mismo; hacia el
ejercicio de una suerte de despotismo
ilustrado, como el que quiso instaurar
Sucre en Bolivia; y hacia la dictadura, establecida mediante una suerte de poder
absoluto otorgado por aclamación, como
variante de la dictadura comisoria “o
provisional”, que era, de hecho, una acentuación de los poderes extraordinarios
SET/NOV 2007
que le fueran reiteradamente conferidos
por los Congresos de Colombia. Concluye
John Lynch que puesto Simón Bolívar en
este trance, “el hombre que denunció la
tiranía de España nunca consideró seriamente la adopción de la monarquía; en
todo caso, la monarquía constitucional
no era para él suficientemente fuerte. Básicamente, procuraba una especie de monocracia. Todo retornaba a la presidencia
vitalicia, propuesta en su Constitución
para Bolivia”.
Las acciones, como la observancia de los
principios, contaban con una base persistente, pues el “irreductible hecho seguía
siendo que la fuente de la legitimidad
del Libertador eran sus propias cualidades personales”. Entre estas sobresalía la
creatividad, manifiesta en la invasión de
Nueva Granada, la anexión de Quito a la
República de Colombia y la invasión, y la
consiguiente desmembración, del Virreinato del Perú; como también en su continuada labor de constitucionalista, como
crítico y como redactor de Constituciones. En estas actividades se manifestó lo
que John Lynch denomina “un sistema de
pensamiento y acción”; apoyado, a su vez,
en una constante ideológica, subrayada
por el biógrafo, como perceptible desde
Cartagena, en 1812, y desarrollada en
Jamaica, en 1815, que tuvo a su servicio
el “obligante poder de su oratoria”, y una
“prosa única, una mezcla singular de estilos, clara, alusiva, rica en metáforas y en
ocasiones lírica”. Coronaba estas cualidades un sentido de la gloria, que “era una
pasión dominante, un constante tema de
su autoestima, y a veces pareció desear la
gloria tanto, e incluso más, que el poder”.
Todo confluía en el prestigio que respaldó un liderazgo, comprobadamente
fi rme, que le permitía ejercer su autoridad como soldado, político y estadista,
haciendo que le siguieran incluso calificados recalcitrantes. Pero esta capacidad
de atracción iba unida a la severidad,
pues, según el autor, “no era fácilmente
propenso a la piedad”. Su determinación
reposaba en la confianza que derivaba de
su postura moral, revelada en la convicción de que “la guerra de liberación era
una justa guerra. De lo que no tenía la
menor duda”. No menos efectiva era, en
este sentido, su disposición a asumir las
responsabilidades tanto de sus fracasos
como de sus éxitos. John Lynch asienta,
en síntesis, que de esta manera quedaba
demostrado que “las revoluciones requieren quien dirija y quien siga. Los pueblos
siempre seguirán a quien tenga las ideas
más claras y la más clara noción de propósito. Estas fueron las cualidades que
permitieron a Bolívar dominar las élites
y dirigir las hordas”.
D
ejo de lado muchos aspectos
de esta obra, aún reconociendo que desde puntos de vista
diversos del adoptado para
componer esta nota bibliográfica, ellos
tienen, separadamente y más aún en conjunto, una relevancia hasta equiparable a
la de los aquí comentados —me refiero,
por ejemplo, a cuestiones como la críti-
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ca a la Primera República venezolana, la
conquista del liderazgo político y militar
de 1817 a 1819, y la formulación y promoción de las organizaciones multinacionales—, solo que he optado por concentrar
mi atención en la personalidad histórica
e individual del biografiado.
Por ello, me parece razonable intentar
un balance, distinguiendo entre los resultados de esta aproximación al personaje
biografiado, los que, guiándonos por los
criterios del autor, podrían ser calificados
de positivos, y los que lo serían de negativos. Entre los primeros cabe mencionar
algunos que el autor considera aciertos,
como la consagración de Simón Bolívar en
la calidad de Padre de la Patria, su legado
histórico y el efecto que tiene, en quien
la estudia, lo que denomino el poder de
seducción de su personalidad histórica
y privada. En el rubro de lo negativo,
que representa sobre todo el resultado
del saqueo padecido por su legado, cabe
mencionar el culto erigido mediante la
tergiversación de su memoria, la conformación de una suerte de segunda religión
al convertir ese culto de un culto del pueblo en un culto para el pueblo, y, recientemente, el uso perverso de ese fenómeno
sociocultural para servir propósitos que
ninguna relación válida guardan con el
objeto torpemente sacralizado.
Son muchos los casos y las acciones en
que la participación de Bolívar ha suscitado controversia sobre su acierto y desacierto. En este grupo figuran la prisión
y entrega de Francisco de Miranda a las
fuerzas del rey, la declaración de guerra a
muerte, el proceso y ejecución del general
Manuel Piar, la convalidación del surgente caudillismo del general José Antonio
Páez, la insistencia en que la Constitución
que redactó para Bolivia fuese adoptada
por las Repúblicas de Perú y Colombia,
y hasta el ejercicio de la dictadura comisoria en esta última. En otros casos se
asocia la noción de desacierto con la no
bien entendida de fracaso, como sucede
con la creación de la República de Colombia, que fue básica para el logro de la
independencia; y con la invasión y la desmembración del Virreinato del Perú, que
consolidó la independencia de la América
hispana. Pero el autor subraya, en materia
de aciertos, dos altamente significativos y
muy personales. Uno fue la selección de
Antonio José de Sucre como el más capaz
de sus generales y posible heredero, la
que considera una decisión inspirada que
dice mucho “tanto de los valores de Bolívar como de las cualidades de Sucre”. El
otro gran acierto consistió en comprender que si bien, como lo sostuvo, la libertad es el único objeto que merece que un
hombre le sacrifique su vida, la “libertad
en sí no es la clave de su sistema político.
Desconfiaba de los conceptos teóricos de
libertad, y su odio a la tiranía no le indujo
a la glorificación de la anarquía”.
Los aciertos, tanto militares como políticos, hicieron que el Congreso de Colombia le proclamase Padre de la Patria,
reconociendo su decisiva participación
en el logro de la Independencia, pero
consagrándolo igualmente como guar-
dián de la permanencia, la estabilidad y
el florecimiento de la República.
En cuanto al legado histórico de Simón
Bolívar, es necesario apuntar que si bien el
haber formulado la teoría más comprensible sobre la independencia de Hispanoamérica, y el haberla vinculado con una
práctica política y militar difícilmente
comparable con la de otros luchadores independentistas, en la suma de los rasgos
de su personalidad es su acción histórica
la que llega al punto de generar una suerte de poder de seducción, que le atrae la
admiración incluso de mentes profesionalmente críticas, como la de John Lynch.
El capítulo 12 de su obra, intitulado “El
legado”, es probablemente uno de los
más razonados, densos, críticos y, sin
embargo, entusiastas elogios a Bolívar, y
no solo a El Libertador, lo que explica que
el impacto de ese poder en el historiador
le llevó a afi rmar, marcando el ocaso del
héroe, que “a medida que Simón Bolívar
perdía sus fuerzas físicas y sus poderes
de líder, seguía siendo la figura sobresaliente en una galería de mediocridades”;
entre las cuales sobresalía, pero en sentido inverso, el general Francisco de Paula
Santander.
El rubro de los aspectos negativos del
legado histórico de Bolívar está compuesto por las demostraciones de la falsificación de su pensamiento y acción, valida
del culto de que es objeto su memoria, si
bien esta última ha sido convertida en un
producto más historiográfico —por ser
obra de los cultores bolivarianos—, que
histórico, por cuanto muy poco tiene que
ver ese culto con una valoración genuinamente histórica crítica del personaje y su
obra. John Lynch dedica el pasaje fi nal del
mencionado capítulo a la descripción y
discusión de tal culto, comenzando por su
origen, y siguiéndolo hasta su conversión
en una suerte de segunda religión, que ha
reunido a Simón Bolívar “con su nativa
Venezuela, un país que no se distingue
por su prehistoria o por una sobresaliente experiencia colonial, y grande solo en
la independencia que él le conquistó”.
El precepto básico de este artificio ideológico es de una aterradora simpleza:
“Escuchen su palabra y Venezuela puede
salvarse del abismo”.
Al comentar la conmemoración del
bicentenario del nacimiento de Simón
Bolívar, en 1983, en medio de un conjunto de actos de diversa índole, John Lynch
se pregunta sobre si no fue ese el último
año del culto, y observa “que aún quedaba
tiempo para un nuevo giro del asunto, una
perversión moderna del culto”. Esta perversión ha consistido en la explotación de
la tendencia autoritaria que ciertamente
hubo en el pensamiento y la acción de Simón Bolívar, al ser proclamado por los regímenes de Cuba y Venezuela como santo
patrono de sus políticas, distorsionando
sus ideas y acomodando su memoria histórica a su necesidad de legitimarlas.
P
ara cerrar esta nota bibliográfica, estimo pertinente consignar
algún comentario sobre dos
instrumentos metódicos —qui-
PRL 25
zá valdría decir dos recursos— que el
autor emplea para hacer de su obra no
una biografía, en el sentido más o menos usual, sino una demostración global
de gran comprensión y explicación del
personaje histórico cuya vida mueve su
sentido histórico y estimula su espíritu
crítico. Un instrumento, muy eficaz, es
la inserción de breves y densos ensayos.
El otro consiste en incitar al lector a la
reflexión mediante preguntas que deja
abiertas.
El autor justifica su recurso a la inserción de los mencionados breves ensayos,
al decirnos, si bien al fi nalizar la obra,
que “la historia de Bolívar debe seguir
una línea narrativa, con rupturas para
el análisis e interpretación, y una pausa
fi nal para su valoración”. Efectivamente, todo el mencionado capítulo 12 está
formado por luminosos y breves ensayos,
pero en otras partes de la obra ensayos semejantes ayudan a comprender el desenvolvimiento vital integral del personaje,
al insertarse cómoda y oportunamente
en la que el autor denomina la línea narrativa.
El otro recurso metódico está constituido por las preguntas con que el autor
cierra y abre, al mismo tiempo, pasajes
esencialmente complejos, por la carga de
cuestiones que suscitan, de la vida histórica del biografiado. El juego de tales preguntas consiste en exponer hechos, ideas
y circunstancias, informando debidamente al lector, para luego formular una
interrogante que, al dejarla sin respuesta, sugiere al lector que la controversia
sobre lo informado y comentado no solo
es legítima sino que queda abierta, y tácitamente se le invita a participar de ella.
Tal cosa hace en relación con la primaria
adopción de la forma estatal federal, en
1811. Igualmente al suscitar interés sobre si los pardos estaban políticamente
convencidos acerca de la causa de la Independencia; y sobre lo que tenían que
ganar los esclavos con la Independencia,
etc., hasta culminar con una pregunta
con la que fi naliza la obra, refi riéndose
al uso perverso del culto a Bolívar para
legitimar el régimen político en la actual
Venezuela: “¿Quién puede decir que será
el último?”.
E
n suma, esta obra es mucho más
que una vida de Simón Bolívar, o
quizá por serlo plenamente ofrece una visión crítica estructurada de aspectos esenciales de la historia de
los momentos culminantes de la República de Colombia, tanto en su concepción
e integración como en su desarrollo y
desenlace. El autor lo hace con propiedad,
pues no incurre en la que he denominado
la piedad latinoamericanista, que suele
afectar a los latinoamericanistas. La alta
valoración de ideas, acontecimiento y
personajes, incluyendo las muestras de
la admiración despertada por el biografiado, corren pareja con la ironía, siempre
reveladora y sugerente. En suma, es una
obra de fácil lectura, pero de lenta y laboriosa digestión intelectual.
Caracas, mayo de 2007.
26 PRL
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Padre, ¿por qué nunca
me has abandonado?
Eduardo Mitre
El viento de los náufragos
de Mónica Velásquez Guzmán
Plural, 2005
TAMBIÉN DE MÓNICA VELÁSQUEZ
GUZMÁN:
Tres nombres para un lugar
El hombrecito sentado, 1995
Fronteras de doble filo
Plural, 1999
E
n la poesía de Mónica Velásquez
Guzmán, desde Tres nombres para
un lugar, su libro inicial, hasta El
viento de los náufragos destaca tanto la constancia de sus temas como de su
estilo, comprendido en este la peculiar manera de configurar cada uno de sus libros.
Lejos del poemario conformado por una
suma de poemas, los tres comportan una
estructura palmaria no solo en su división
en ciclos o movimientos, en la recurrencia de imágenes y motivos, sino también
en la variedad de voces subrayada por la
diversidad tipográfica: utilización de mayúsculas en algunos poemas, de cursivas y
negrillas en otros. De este modo, la forma
y la estructura constituyen un principio
de construcción, de redacción; estructura
que, en su alternancia o sucesión de voces
diferenciadas tipográficamente, semeja a
la de un texto narrativo. Por eso, la complejidad de esta obra no radica en su lenguaje
metafórico o simbólico, ni en la prosodia
—aunque a veces el verso se extienda en
una larga frase—, sino en la estructura que
la configura. Lo que sigue es un recorrido
por las tramas más relevantes que entreteje
su escritura.
T
res nombres para un lugar, compuesto de varios movimientos,
encierra, en una suerte de parábola poética, la historia de un alma
paradójicamente escindida de su nombre,
como lo advierte de entrada el certero
epígrafe, una cita de Clarice Lispector:
“Me deram un nome e me alienaram de
mim”. El nombre Magdalena, de evidentes
resonancias bíblicas, sugiere una correspondencia con el título del libro: Magda
o Magadán o Dalmanuta: el lugar del cual
supuestamente era oriunda María Magdalena. Más adelante, esa tríada toponímica
deviene cifra de las tres muertes simbólicas que, en el camino de la pasión —sea
esta exaltación o sufrimiento—, experimenta el personaje o, más exactamente, la
diversidad de personajes que pueblan esta
obra. El número tres ha de ser asimismo
el símbolo del tercero a quien aguarda el
sujeto para superar el uno de la soledad
y el doble de la escisión. Así, ni elegía ni
celebración, la escritura se proyecta como
una busca de la propia identidad y del verdadero nombre: “escribes / ni testamento
ni canto / para bautizarte / y saber por fin
cómo te llamas”.
La biografía interior de Magdalena se
inicia con una reflexión sobre el nacimiento, el cual implica una doble caída: en la
temporalidad y en el vacío del nombre
recibido que, como una máscara hierática,
aprisiona y oculta el devenir incesante de
la identidad. Esa escisión ha de prolongarse en la figura de las gemelas en Fronteras
de doble filo, en cuyo diseño y expresión se
demoran los primeros poemas de ese libro.
En principio, se trata de una dualidad distinta y, aparentemente, distante del desgarramiento; las gemelas, lejos de representar
una dispersión de la identidad o una tensión antinómica, serían el símbolo de una
conciencia que reconoce la infinitud de la
realidad y la pluralidad de la identidad,
pues ambas gemelas “enfrentan el mundo
de las unidades”, oponiéndose a la visión
unidimensional y unívoca, ya que:
Están hechas
de voces infinitas que multiplican
lo que son y lo que no son
siguen el camino del oído
dominan el límite impreciso
entre la máscara y la cara.
ellas
se miran, se oyen, se siguen
un día de repente
se confunden
un día de repente
se desconocen
en un espejo de ida y vuelta
fundan los extremos del hilo
se cuentan la vida en dos versiones.
De este modo, distantes de la fragmentación de la personalidad, las gemelas sugieren una duplicidad de sujetos cómplices y
solidarios, lúdicos más bien, que postulan
una nueva manera de ser y de estar en el
mundo, en la que lo real y lo imaginario se
abrazan en la experiencia vital del sujeto.
Mas esta interpretación pierde fuerza,
por no decir se anula, en los dos poemas
siguientes: “Autorretrato 1” y “Autorretrato
2”, los cuales expresan de manera clara dos
identidades o máscaras femeninas distintas
y en conflicto dentro del mismo sujeto. En
efecto, si la primera diseña un arquetipo o,
mejor dicho, un estereotipo de mujer tradicional ya programada: “Señorita ella / sabe
comer con compostura / bordar, cocinar y
además estudia”, la esbozada en el segundo
autorretrato encarna una afirmación de la
espontaneidad y, sobre todo y en contraposición a la anterior, una voluntad activa de
un sujeto para quien en el ejercicio de la
libertad radica la única posibilidad de ser
auténticamente. Podría decirse que ambas
encarnan dos éticas opuestas: en tanto que
una, como la Aglae de Franz Tamayo en
Scopas, afirma una ética de la espera y la
esperanza en un amor único y eterno (“un
amor para siempre quiere / un amor sin
enmiendas”), la otra alienta, como la Doris
tamayana en la tragedia citada, una ética
epicúrea que afirma el goce del presente,
en el cual el amor no contempla la fundación de una morada sino una vía y sucesión
de encuentros amorosos siempre abierta a
otros nuevos:
LOS AMANTES
HACEN DE SU AMOR UNA PALABRA
SIN TIEMPOS HABLAN
SIN REGRESO SE DAN
Es esta conciencia liberada la que reconoce la necesidad del otro, del complemento:
“el camino fue siempre a dos” , verso con
el que finaliza este ciclo para dar paso a
otro, “Voces para el eterno”, que reintroduce el tema de la infancia, concomitante
con la recurrente imagen del padre como
presencia temible o lacerante ausencia. La
infancia, ya diseñada en Tres nombres para
un lugar, se proyecta como un espacio y un
tiempo desprovistos de la alegría y del juego infantiles y, por el contrario, dominado
por el desamparo y el miedo que oprimen
a Magdalena niña, siempre “atada a la
huida”. Como en la poesía de Blanca Wiethüchter, la infancia es un territorio minado de terrores: “hay una casa sin puertas,
sin ventanas / hay una niña / riendo para
no estar muerta”, se lee en Fronteras de doble filo, en el cual esta visión se agrava con
la imagen del padre como encarnación de
una presencia despótica que extiende su
poder omnímodo, su autoridad censora
del deseo y el placer, es decir, de toda pulsión erótica:
Él me mira porque está en todas partes
sus ojos se abren si digo quiero
su dedo índice se multiplica si digo sí
yo sé que pretende devorarme
que duerma entre sus ángeles
SET/NOV 2007
La figura paterna se confunde con la figura del Dios omnipresente, perpetuamente
vigilante, punitivo, quien, bajo la máscara de una figura protectora, providente,
ejerce un control sobre la subjetividad o
intimidad representada en la escritura del
cuaderno escolar:
dicen que él me cuida, yo sé que
me vigila,
estoy corriendo de prisa
antes de que sus ojos lean
corran por la página
digan mi nombre
y nunca más
se olvide de mí
No obstante, en claro contrapunto, en
“Carta impuntual a Manuel Ulacia”, un
poema al cual volveremos más adelante,
lo que se expresa es sobre todo el trauma
incurable por la muerte del padre: “porque
duele rendirse a la evidente muerte del
Padre”. Pero en este verso la palabra Padre,
con mayúscula, ¿se refiere a la divinidad
o al progenitor? En cualquiera de los dos
casos, sea religiosa o familiar, la figura
paterna, en su presencia opresora o en su
lamentada ausencia, pone al descubierto
un sentimiento de orfandad que, como en
César Vallejo, ha de proyectarse asimismo
como compasión hacia la propia divinidad,
es decir, al Cristo abandonado por el Padre
y sacrificado en la cruz. Dichos desde una
conciencia o memoria infantil, los poemas
de “Voces para el eterno”, reviven el ritual
de la Semana Santa, el aire desolado, marcado por el luto y el silencio, que se extiende en los oficios del Viernes Santo con el
Cristo en el instante de expirar: “su padre
no le salva / ni yo de ese abrazo inmóvil de
madera / (...) / no salgo, no río, no me muevo / todas las rodillas lloran”. Conmovedor
en su conjunto, cabe señalar el giro irónico
que, en otro momento, da la poeta al clamor del Cristo en la cruz (“Elí, Elí, ¿lama
sabactani?”), convirtiéndolo en una queja
de otro signo: “Padre ¿por qué nunca me
has abandonado?”, significando, es claro,
el rechazo de una vigilancia paterna tan
ubicua como totalitaria. Esa ambivalencia
de la imagen del padre, con mayúscula o
sin ella, explica la permanente ambigüedad, ese doble filo de esta escritura, así
como esa búsqueda anhelante del otro en
la figura del amante, acaso sustituto del
padre.
Varios son los poemas que dicen esa urgencia por la presencia amorosa que exorcice la soledad: “áteme algo (una luz, un
ángel oscurecido / con el otro, el esperado,
el imposible / para hacer así la luz de la
morada”. Este afán de unión y fusión en el
otro, presente también en su primer libro,
se corresponde con el fi n de la infancia o,
en el código poético de la autora, con la
“primera muerte”, y se da simultáneamente al descubrimiento del propio cuerpo en
la sexualidad que propicia la iniciación
en el amor: “por primera vez su boca mar
/ estremeciendo tu boca orilla”. En consecuencia, al reinado del miedo le sucede
el imperio del deseo, el ansia de complementariedad y de comunión suscitada por
el “hombre-mago”, ídolo que sustituye al
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SET/NOV 2007
dios temible de la infancia, es decir, a la
figura del padre. Magdalena pasa del pavor religioso al sortilegio y al cautiverio
amorosos: “vuelo de tu beso en su beso /
con su hechizo para siempre en ti”. En el
fragmento V de “Voces de frontera”, ciclo
perteneciente a Fronteras de doble filo, ese
otro se reviste de un aura metafísica, como
clave de la existencia. En efecto, ya exterior
al sujeto y lejos de un doble fantasmal, es
vislumbrado como promesa de una posibilidad de ser plenamente; una latencia
que, con su advenimiento, rescataría
asimismo la inocencia de la infancia (“tu
gemelo canta desde tu niñez”) a tiempo de
propiciar una alianza entre el lenguaje y la
realidad, del sujeto con el nombre: (“tu gemelo duerme a tu costado / su nombre es el
nombre que pondrás a tu hijo”). Nupcias,
pues, entre el deseo y la realidad, y entre
esta y el lenguaje. Ese otro, latencia pero
no encarnación, acaso se correspondería
con el “modo azul” de Jaime Sáenz.
En consecuencia, la cifra verbal de la
unión amorosa plena se da en pocos poemas y de manera muy breve y, reitero, como
una visita de paso; y ello porque la visión
del mundo que plasma la obra de la poeta,
mucho más signada por la ironía que pautada por la analogía, se extiende o emerge
asimismo de la experiencia del amor. En
efecto, lejos de la conquista de una pleni-
tud, amar, enamorarse, será caer en poder
del otro y en la desposesión de uno mismo.
Si el amor es un cautiverio mágico, su alejamiento precipita al sujeto en el desencanto,
en una sensación de vacío. El mal de amor,
que comienza con el enamoramiento, se
agrava con el desamor de la ruptura y la
pérdida del sujeto amado cuyo alejamiento
o rechazo confina al amante a la soledad:
“la última estocada / tu rechazo / sobre
cada uno de mis huesos / disolviéndome”.
Entonces, se oye, en la secular tradición de
la poesía del abandono cuyo paradigma es
Safo, la quejumbre de la mal amada que se
sume en el desamparo; lamento que ha de
oírse a lo largo de la obra, y proveniente a
veces de máscaras o personas poéticas que
se manifiestan tanto en la primera personal del singular como en la primera del
plural, pero, en ambos casos, voces siempre
femeninas.
V
olvamos al comienzo: a la Magdalena de su primer libro. La
recaída en la soledad original o
“segunda muerte”, es causa del
desdoblamiento de la conciencia que, separada del sujeto amado, inicia un debate,
mas no ya con este sino con ella misma: “es
hora de mirarte / Magdalena / hemos quedado a solas”. En ese examen de conciencia y enfrentamiento de la amante aban-
donada consigo misma, surge la rebelión
contra lo que en ella encarna la pasividad
y la resignación en el dolor, para asumir
su aflicción apartándola de su causante:
“Tomó su tristeza / la mitad la enredó en
su pelo / la mitad se la llevó / lejos de él”.
En ese retiro elegido, la ruptura no es más
percibida como desamor del otro sino
como un efecto del designio que sobre él
ejercen los astros: “una constelación antigua le llama”. Es más: en la reflexión propiciada por esta actitud, la amante descubre
la fragilidad del otro, preso también él de
varios miedos, principalmente el miedo a
la libertad de la mujer. El poder o hechizo
ejercido por el amante se resquebraja para
dejar entrever la inseguridad del poseedor. En breve: la desilusión desmitifica al
ídolo al mostrarlo en su vulnerabilidad:
“sabes que teme / si al corazón libre le nacen alas / si alguien ata tu destino a otro
nombre”. Y más aún : en tal inflexión del
duelo, el sujeto pasivo y sufriente ha de
asumir extrañamente un rol agresivo.
Decisivo al respecto es “Siete maneras de
decir el dolor”, ciclo de poemas de El viento
de los náufragos, dirigidos a una galería de
figuras femeninas: la propia autora o su álter ego, la Magdalena bíblica de su primer
libro, la Beatriz de Dante, Juana la Loca y,
en la sétima y última posibilidad, a María
Tecún, personaje de Hombres de maíz de
PRL 27
Miguel Ángel Asturias1. En tal serie de
poemas se inscriben nombres como Sade,
Baudelaire, Justine; autores y personajes
evocadores de un universo en el que, como
se sabe, el erotismo se confunde con un
ritual sadomasoquista. Y así también en
estos poemas: “Quiero, Magdalena, esta
vez cambiar el final... / y poner un Cristo
en tus cama”, se lee en “Posibilidad 3”. Y
en “Posibilidad 4”: “Quiero regalarte, Beatriz, una frazada contra el miedo al rechazo... / romper las púas que te mantienen
a salvo del deseo / convocar a Baudelaire,
que muerdan tus pechos sus enanos...”. Y
poco más adelante: “Quiero, Juana la Loca,
darte un Sade que torture tus cavidades”.
¿Cómo explicarse esa violencia reiterada
en estos textos y el hecho de que los destinatarios u objetos de esa violencia sádica
(¿fálica?) sean todos femeninos? Si, en el
fondo, los nombres femeninos convocados
no son sino máscaras del sujeto, ¿no se trata de una violencia ejercida por este contra
sí mismo? Así parece sugerirlo el primer
poema o “posibilidad” dirigida a una persona nominalmente representativa de la
1
La pertinencia de su mención en una
galería tan heterogénea se desprendería
de la libertad que en la novela encarna
este personaje al huir de su hogar y elegir
deambular para ser ella misma.
28 PRL
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autora: “Hoy quiero, Mónica, enfermarte,
larga, mortalmente”. En cuanto al sentido de este auto flagelo ¿no se trata, desde
una óptica freudiana, de una venganza del
sujeto contra sí mismo por la pérdida del
sujeto amado?
Lo evidente es que este nuevo empeño
del sujeto por autorrepresentarse a sí mismo a través de otros u otras desemboca en
el fracaso, expresado en el destinatario del
último poema, cuyo nombre, una suerte
de palabra-valija: mariabetrizmagdalenajuanajustine, es la suma de los nombres
citados, es decir, una cadena de nombres
que ya no designan a nadie. En consecuencia, ausente el tú esencial para el diálogo
amoroso, solo queda el yo extraviado en el
reiterativo laberinto del deseo y la soledad;
sujeto solitario y, además, innominado,
porque ¿qué otra cosa es esa indagación
del verdadero nombre formulada desde el
inicio sino el deseo de ser nombrado por el
otro, por el amor del otro? El otro cuyos labios y voz, al nombrar a la persona, vuelven
a bautizarla (¿como el padre?) para darle
una identidad plena. En cualquier caso,
creo que es aquí donde el poema antes
mencionado, “Carta impuntual a Manuel
Ulacia”, arroja una luz meridiana al poner
al descubierto el doloroso reconocimiento
de una pulsión tanática escondida detrás
de la busca del amor:
Antes que el amor amé la muerte
esa es la diferencia, Manuel, y también
duele
No hay amor sin erotismo, pero hay
erotismo sin amor (Octavio Paz). La imposibilidad de encontrar o de preservar al
primero, el amor, y de constituir “la luz de
una morada, puede arrojarnos a la servidumbre del deseo insaciable, a la búsqueda
interminable. No otra cosa testimonia este
fragmento, suerte de examen de conciencia
y confesión:
Un día a pleno sol renuncié al amor y me
di al deseo
al puro frenesí de los cuerpos, tú sabes,
Manuel,
la firmeza de los muslos resbalando en
las manos
la fuerza de una espalda bien torneada
el sosiego de un cuerpo rayado por el sol
Nos hallamos ya lejos de las voces de las
gemelas, sobre todo de la que alentaba la
ética del goce del presente y de la aventura erótica. A continuación del fragmento
citado, se leen estas dos líneas no menos
estremecedoras y sombrías: “Y, sin embargo, la batalla cesa porque falta alma /
se rinde adivinando la siguiente palabra
incumplida”. Así, si en la poesía de Nora
Zapata Prill, la pasión amorosa pasa por
tres fases: el encuentro, la exaltación y la
ruptura, el itinerario pasional que traza
la de Mónica Velásquez comporta a su vez
tres instancias: la posesión, el abandono
o ruptura y el consecuente duelo. Mas la
posesión y el despojo no se expresan sin
suscitar un enigma, pues ¿quién es el sujeto activo de estos y cuál el pasivo: el (o la)
deseante o el deseado? Dicho en breve y de
manera más concreta: en los versos que siguen, en negrillas como en el original: “he
agotado los lenguajes de tu piel / quedándome con tu mundo y tu misterio”, la voz
que los dice ¿es femenina o masculina?
Si consideramos que, en la nomenclatura
compositiva de la poeta, los versos en negrilla indican una transferencia de la palabra al otro, se puede concluir que esa voz
es, genéricamente, masculina. En cambio,
en “Plegaria por la ciudad de La Paz”, hay
un verso en el cual el sujeto, claramente femenino, se confiesa y se declara “huyendo
siempre de lo que pudo haber sido”. A la
luz de este verso, en lugar de acentuar la
dicotomía entre el amor y el deseo, mejor
sostener que la fenomenología del amor
en esta obra dibuja el vía crucis del típico
amor-pasión, aquel que se alimenta de su
imposibilidad, del obstáculo que lo enciende y aviva.
H
ay otro poema, harto significativo desde su título: “Voces de
los pasajeros”, que no solo alude a los estadios de la llama pasional, hermosamente simbolizados en su
cambiante color, del rojo al azul y al amarillo, sino que, simultáneamente, sugiere
la pluralidad de experiencias que, en lugar
de constituir un enriquecimiento, produce
una merma que hurta al sujeto la posibilidad de una permanencia en la relación
amorosa, sugerida dramáticamente en el
hijo “roto entre los brazos”, verso con que
finaliza ese poema. Los tres versos iniciales
del mismo (“En tu abrazo se cayó un grito /
y para callarlo inventas: / una novicia arrodillada frente a una vela”) crean de modo
admirable un personaje, un escenario y
una escena, logrando, pese al dramatismo,
un clima altamente erótico con la novicia
orante en el claustro, y contemplando fascinada la llama de un cirio o de una vela
que arde próxima a ella:
mira al fuego porque a él se debe
sus ojos atados a la luz
quieren de una vez danzar sus miedos
y la llama roja
donde unos ojos audaces la seducen
y la llama azul
donde unas manos recorren sus anhelos
y la llama amarilla
donde formas prohibidas le recuerdan
algo
y la llama del mundo se apaga
con un hijo roto entre los brazos.
Incluso hay momentos de este itinerario
que nos acercan al escepticismo de José
Eduardo Guerra, al alentar, en la conciencia de ambos amantes, la mutua convicción de la limitación de todo amor para
colmar la infinitud del deseo, de modo
que la ruptura o separación deviene una
decisión —una estrategia— compartida y
propiciada por ambos, aunque encubierta
con una ilusoria y consoladora esperanza
en la permanencia de la pareja más allá de
la ausencia:
Contigo viví el beso
la despedida no podrá desatarnos
SET/NOV 2007
........
seremos lo indefinido
innombrado como el deseo y el amor
que no nos bastaron
En suma, la poesía amatoria de Mónica
Velásquez expresa esa dramática lucha
por formar la pareja basada en el reconocimiento mutuo, testimoniando, al mismo
tiempo, la imposibilidad o dificultad de
constituirla; trama y experiencia, dicho sea
de paso, muy afines a las de poetas norteamericanos como Robert Creeley, Adrianne
Rich y el paradigma de esa poesía: Robert
Lowell, entre otros; poetas de un marcado
tono confesional y de un lenguaje directo;
así también los de nuestra poeta.
Sigamos ahora otra onda, más amplia,
que traza su poesía; onda expansiva en la
que, trascendiendo el círculo de la subjetividad ensimismada, de la identidad
conflictiva o en duelo, se abre al reconocimiento de los otros, más precisamente:
de las otras: “las desaparecidas, las amadas
del desamor”. Con esta apertura hacia las
semejantes finaliza el autorretrato en su
libro inicial, cuya conclusión representa
la “tercera muerte”, la cual no es otra cosa
que el entierro de esa conciencia aislada y
desdichada. Es claro que la poesía de Velásquez conlleva, hasta cierto punto, una
conciencia de género, otra de las categorías
posmodernas sustitutivas de la conciencia
marxista de clase. En esta filiación y este
compromiso asumido, su escritura, ajena
a las simplificaciones ideológicas y sicológicas, con el tono íntimo tan propio de
la confesión como de la reflexión, apunta,
desde su primer libro, a la realización colectiva de un nuevo orden amoroso a partir
de la presencia protagónica de la mujer, de
las mujeres. En la expresión de esa plausible utopía, despojada del furor de las
proclamas, su primer libro se detiene en
los puntos suspensivos que, en lugar de
concluirlo, señalan su continuación, más
allá del texto, en la historia:
desde las fosas comunes
las desaparecidas, las borradas
las amadas del desamor
las que enterraste dentro tuyo
las de tu propio cementerio
empiezan una canción
tal vez un brazo alce su mano
la reconozca suya
tal vez estén fundando un idioma
tal vez ordenen su cuerpo, su alma
tal vez
dicen...
La escritura deviene así escucha y transcripción de las voces y de los actos de las
numerosas y distintas Magdalenas que aspiran, para decirlo en palabras de la propia
poeta, a habitar las cosas “del lado de las
bien amadas”. Esa palabra civil y política,
se intensifica en “Desaparecido sur”, penúltimo ciclo de El viento de los náufragos, mas
no ya como enunciación de una utopía sino
como un testimonio en el que resuenan las
voces de las víctimas de la represión política de las dictaduras militares que asolaron
nuestros países. Así, en el primer poema,
con una admirable vuelta de tuerca en la
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tradición del género elegíaco, se escucha
la voz estremecedora, no de la madre sobreviviente, sino de la hija “desaparecida”
y condolida por la angustia de su madre
ante su vana búsqueda:
Me han contado que me buscas,
entre muchas otras, enloquecida,
me han dicho que hablas con mi niñez a
solas
y las balas perdidas te parecen mi grito:
la única voz que me imaginas.
En los poemas “X”, “XI” y “XII” del ciclo,
resuenan el terror impuesto con los allanamientos de las casas y la violencia ejercitada sobre sus moradores perseguidos, las
fugas desesperadas, todo el doloroso caos
infligido por el poder político dictatorial:
En este sueño solo hay ruidos
botas que corren gradas arriba
puertas, puertas
una mano que aprieta otra, la hiere
cajones, papeles, platos, todo roto
contra el piso, contra la pared, contra
otro cuerpo.
Gemidos, gemidos, gemidos
un hueso, dolor, algo roto.
Ese clima de pesadilla alcanza su paroxismo en la alusión a los corredores y
pasillos del terror y a las torturas. Con
todo, esa voz angustiosa no se sume en el
desaliento, sino que da cuenta de la dignidad preservada frente a la ignominia y de
la entereza en la lucha social: la madre, una
madre coraje, heredera ahora de los anhelos libertarios de la hija, prolonga a esta en
sus actos:
Dicen que andas con mi lucha,
con mi mala facha, mi afán de hijo
para un mundo que ya no existe.
Me han dicho, mamá, que casi te has hecho la que yo era
y me he conmovido, y he llorado, orgullosa de tu locura.
Así, como ninguna escritura en la poesía
boliviana, la de Mónica Velásquez rescata
y preserva con tono fidedigno las voces y
la memoria de las víctimas de esos años de
oprobio. En tal sentido, su escritura es afín
a las de Juan Gelman y Raúl Zurita.
Antes de concluir este recorrido por
esta obra, sin duda imprescindible en el
mapa actual de nuestra poesía, vale la pena
detenerse en la imagen de la mano, tan
recurrente a lo largo de la misma, al punto
que parece acompasar todos sus tramos y
concertar sus múltiples significaciones.
En efecto, la mano es el signo del ansiado
encuentro con el otro (el gemelo) que ha de
conjurar la soledad: “caminando a la tercera mano”; a través de ella se expresa el deseo
de fusión entre los cuerpos (“la ansiedad de
mis manos por tu espalda”) y, asimismo, el
sujeto deseante se reconoce a su vez como
sujeto deseado y elegido: “tú eres el último
deseo de su mano”. La mano es igualmente
cifra de los instantes privilegiados de la
comunión erótica plena (“la llama azul
donde unas manos recorren sus anhelos”)
pero también la zona corporal donde se
presiente el vacío de la ausencia, como en
esta sencilla y sensual imagen: “mis manos
extrañarán tu espalda”. Más trágicamente,
es el vehículo para expresar el abandono y
el rechazo por parte del amante: “Él soltó
su mano definitivamente / y en vez de llorar, me di al abismo”, como escribe en el
citado poema-carta dirigido al fallecido
poeta mexicano, y en el cual la mano en-
PRL
PRL 29
cierra claves ocultas de la experiencia del
desamor y del rechazo: “y yo deseaba su
mano fría en mi cuerpo”; versos más adelante, son esas manos las estigmatizadas
por una culpa (¿o una prohibición?) que
las paraliza, tornándolas insensibles, impotentes para el contacto entre los cuerpos
y su fusión en el amor: “Una madrugada
lluviosa creí que él anidaría en mi cuerpo
/ pero la culpa en sus manos no le dejaba
tocar”. La mano, nuevamente en singular,
ha de ser una expresión de la fidelidad materna a la memoria de la hija ausente, del
duelo permanente e insobornable por su
desaparición: “Sé que tu mano discute a la
memoria / cuenta mi puesto en la mesa”; y,
asimismo, el punto de intersección entre la
escritura creativa y la dramática expresión
de una ansiada plenitud en la experiencia
de la maternidad: “la mano que escribía /
quería un hijo porque no le quedaba tiempo”. En suma, la mano, símbolo del amor y
el desamor, del sí y el no, puente táctil entre
el yo y el otro, es el vehículo y el símbolo de
la escritura que hace legibles y audibles las
voces interiores de la propia identidad, así
como las de un innumerable colectivo en el
que nos reconocemos todos.
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El aire de mi lugar
Iván Jaksic
Rafael Pombo: La vida
de un poeta
de Beatriz Helena Robledo
Vergara, 2005, 316 pp.
M
iguel Cané cuenta haber
conocido al célebre poeta
Rafael Pombo (1833-1912)
durante su paso por Bogotá
en 1874. Luego de describir a otros personajes que participaban en una tertulia
en el atrio de la catedral en plaza de Bolívar, Cané anota que “allí viene un cuerpo
enjuto, una cara que no deja ver sino un
bigote rubio, una perilla y un par de anteojos... Es un hombre que ha hecho soñar
a todas las mujeres americanas con unas
cuantas cuartetas vibrantes como la queja
de Safo”. Escueto, perentorio, algo burlón,
Cané presenta así la imagen del personaje
biografiado por Beatriz Helena Robledo.
O sea, un poeta conocido e influyente, al
mismo tiempo que de apariencia un tanto
exótica. Algo así identificaría más tarde
otro argentino, Martín García Merou, para
quien el poeta era “un excéntrico digno de
figurar en el club de los pickwickianos de
Dickens o entre los más curiosos esnobs de
Thackeray”. Lo decía porque el poeta llevaba una “chaquetilla de pieles oscuras y hechura prehistórica, y con la cabeza cubierta por un bonete fantástico”. “Imagínese
el lector —agrega— que en la factura de
este aparato no entraban otros elementos
que un pedazo de cartón y un diario viejo”.
El bonete iba acompañado de “una larga
visera de cartón verde”, indumentaria que
no variaba demasiado hacia finales de la
vida del poeta, cuando Luis María Mora lo
encontró “con un cucurucho de papel en
la cabeza y muy sí señor con una chaqueta
militar de paño azul y bocamangas rojas”.
Y con mucho orgullo, le aclararía Pombo,
porque “fue con ella que hice yo la campaña del 54”. Quizá no sorprenda, entonces,
que sea este el poeta que compuso (con
algo de inspiración inglesa) aquellos versos que hasta hoy recitan los niños (y no
tan niños) colombianos: “El hijo de rana,
Rinrín renacuajo / Salió esta mañana muy
tieso y muy majo / Con pantalón corto,
corbata a la moda / Sombrero encintado y
chupa de boda”.
P
oeta, en primer lugar, pero también soldado, ingeniero, diplomático, académico y homeópata autodidacta, es Pombo un hombre
de su tiempo, quien recorre los avatares
de la historia colombiana e hispanoamericana del siglo XIX como actor o espectador jamás indiferente. Nacido en Bogotá,
aunque de raigambre familiar payense, el
biografiado adquiere una envidiable educación en el Seminario de Bogotá y en el
SET/NOV 2007
conservador, pero conservador sui géneris
y no ideológico. ¿Cómo explicarse, de otra
manera, su decidida defensa de la mujer, su
cuestionamiento de algunos aspectos de la
religión católica, y su estilo mismo de vida?
Y es que el mayor conocimiento al que aporta Robledo del fluir de la vida colombiana e
hispanoamericana sobrepasa con creces los
rótulos simples de liberal y conservador.
Ambas tendencias tenían proyectos de nación, cada cual con sus énfasis, programas
y antagonismos propios. Pero Pombo era
mucho más en cuanto a sus opciones cívicas. Será redactor de La Homeopatía, luego
de adherir como miembro a la Sociedad
Homeopática de Colombia. Desde 1873
era miembro numerario de la Academia
Colombiana de la Lengua y luego miembro
honorario de la de Historia. Indiferente a
los lauros, no dejan por eso de lloverles.
E
El autor de “El sermón del caimán”.
FOTO ARCHIVO PARTICULAR FUNDACIÓN RAFAEL POMBO.
Colegio del Rosario. A insistencia de su padre, el connotado diplomático y estadista
Lino de Pombo, ingresa al Colegio Militar
para estudiar Ingeniería. Detesta su carrera, pero la termina exitosamente en 1851.
Tanto por tradición familiar como por
oposición al gobierno de José Hilario López, Rafael Pombo se ubica firmemente entre las filas conservadoras, y no abandonará jamás ni sus convicciones políticas ni su
catolicismo devoto. En 1854, sin embargo,
se unirá al ejército legitimista que integra
López bajo el mando de Pedro Alcántara
Herrán, en contra del general José María
Melo, quien ha llegado al poder mediante
un golpe militar apoyado por el artesanado de Bogotá. Recordará después con un
entusiasmo algo escalofriante que en la
batalla del Puente de Bosa y en el sitio de
Bogotá “descubrí con mucha sorpresa mía
que me gusta el silbido de las balas y que en
vez de agacharles la cabeza la alzo un poco
para oírlas más de cerca”. Y según cuenta,
en Bogotá le pasó por encima una bala “de
dos pulgadas de diámetro” y que al impactar se limitó a “arrancarla de la pared”.
Tal sangre fría, o indiferencia veinteañera,
le valió el ascenso a oficial y un nombramiento como secretario de la legación de
Colombia en Nueva York, ciudad en la que
permanecería 17 años, aunque no todos
ellos en funciones diplomáticas. Es en ese
puesto que estrecha lazos con el general
Pedro Alcántara Herrán, con quien viajará
a Costa Rica para negociar asuntos limítrofes. Destituido por el presidente Tomás
Cipriano de Mosquera en 1862, Pombo se
busca la vida en Nueva York redactando y
traduciendo obras literarias hasta que regresa a Colombia en 1872. Allí conoce a un
sinnúmero de hispanoamericanos que reside en esa ciudad o que está de paso. Entre
los más asiduos se encuentra el venezolano
José Antonio Páez, a quien ayuda en la redacción de sus memorias. Conoce también
al chileno Carlos Morla Vicuña, con quien
colabora en la traducción del Evangeline, de
Henry Wadsworth Longfellow, y a Enrique
Piñeyro, en cuyo periódico, El Nuevo Mundo, colabora con frecuencia.
Una vez de regreso en Colombia, al borde de los cuarenta años y hasta su muerte,
Pombo realizará una prodigiosa tarea como
letrado y aficionado a las artes y las ciencias. Solterón, excéntrico y locuaz al mismo
tiempo que tímido y recluso, el poeta se va
transformando en un ícono de la cultura de
su país. Es funcionario de la Dirección de
Instrucción Pública y prolífico periodista.
Funda en 1888 su propio periódico, El Centro, con el que apoya la política centralista
del ex liberal Rafael Núñez. Pombo es un
s precisamente con la coronación
de Pombo como poeta nacional
que Beatriz Helena Robledo comienza su biografía, y este es en
verdad un momento apoteósico que ilustra
vívidamente el clima cultural del periodo.
Desde temprano el domingo 20 de agosto
de 1905, relata la autora, “hubo movimiento en las escuelas, los niños ensayaron durante la mañana y la Guardia Presidencial
se puso sus uniformes de gala; las damas
de la sociedad alistaron sus mejores trajes de muselina y encajes, las mujeres del
pueblo se apuraron con la elaboración de
los acostumbrados tamales domingueros,
pues querían estar presentes en el desfile;
los vendedores de chicha prepararon doble cantidad para la insólita celebración,
que se venía anunciando desde hacía varias semanas”. ¿Coronación poética o fiesta popular nacional? Era indudablemente
ambas cosas, a pesar de las reticencias de
Pombo, quien no dejó de manifestar un
comprensible asombro cuando llegó al
Teatro Colón a las dos de la tarde. El presidente de la República Rafael Reyes estaba
presente, como también otros connotados
personajes de la vida social y política colombiana, pero eran los millares de personas del pueblo, que no podían ingresar
al recinto, los que más le emocionaban.
“A pesar de lo excesivo y ostentoso del homenaje —escribe la autora—, no dejaba
de sorprender la respuesta, sobre todo de
aquellos que habían llenado los balcones
y las calles para verlo pasar. No sabía que
el pueblo lo quería tanto y tanto estimaba
su poesía”. Fue su poesía, en verdad, la que
dominó el programa de coronación, hasta
que, bajo los acordes del himno nacional,
Sofía Reyes de Valenzuela, la hija del presidente (quien había donado la joya de oro),
le ciñó el laurel “en nombre de la República”. Jóvenes vestidas de blanco, que representaban a los diferentes departamentos
y a la capital, agregaban con su presencia
el simbolismo de la patria unida. Poesía y
nación definían la vida de Pombo. Su biografía, nos recuerda la autora, demuestra
que más allá de las interminables guerras
civiles, de los altercados de todo tipo, de
crisis de esto o de aquello, había un espacio, y muy importante, para que un poeta,
por excéntrico que fuese, llegara a tal pun-
SET/NOV 2007
to de aprecio y reconocimiento público.
Beatriz Robledo explica con candor y entusiasmo cómo llegó a Pombo, desde los
días en que su padre le recitaba unos poemas llenos de “melodía y cadencia, pero
también aventura, sorpresa, picardía de
personajes como Rin Rin Renacuajo”, hasta el momento en que logró compenetrarse de la pasión y valentía con que el poeta
enfrentó los retos de la vida y de su tiempo,
incluyendo los de la fe. También le atrajo la
permanencia de su figura, “como si hiciera
parte de la definición de ser colombiano”.
Pero fue su experiencia como investigadora y maestra de literatura infantil la que le
llevó a reencontrarse con el Pombo de su
niñez, aunque ahora con los antecedentes,
las técnicas narrativas y el contexto para
biografiar a su personaje. Y mucho tiene
que ver con su obra poética.
La poesía de Pombo es de una evidente
vena romántica, tributaria de un amplio
abanico de autores, hispanoamericanos,
españoles, europeos y norteamericanos.
Es una poesía redactada para un amplio
público, con la clara intención de promover valores estéticos y morales que redundaran en la consolidación de las culturas
nacionales. No había llegado aún el momento de la poesía introspectiva y profundamente personal que arrasaría en la Hispanoamérica del siglo XX. Si bien Pombo
no dejó de incursionar en este último ámbito, notablemente en La hora de las tinieblas, es el canto a la naturaleza americana,
a la nación y, sobre todo, al lenguaje local
lo que caracterizaría su poética. “¡Lejos
Verdi, Auber, Mozart! —escribirá Pombo en El bambuco— Son vuestros aires
muy bellos, / Mas no doy por todos ellos
/ El aire de mi lugar”, añadiendo que “Del
Carchi hasta Panamá / Nuestros niños lo
adivinan, / Nuestros pájaros lo trinan / Y
en nuestras brisas está”. En El sermón del
caimán, rima sobre un tema que Longfellow consideraría inédito, “Iba un paisano
Caimán / Más hambriento que alma en
pena / corriendo tras de un gañán / Que
sorprendió de holgazán / A orillas del
Magdalena”. En Patria y poesía, el vate bogotano afirma que “Cada cual lleva en sí
poesía, / Potencia que del polvo lo redime,
/ La más breve ocasión que le sonría / Basta a soltar la facultad sublime”. En Himno
a los Andes, Pombo promueve además un
sentido de unidad continental: “Una cadena indisoluble, eterna / Del hondo Atrato
a Magallanes va; / De Independencia inexpugnable muro / Templo común de fe, de
libertad”, sentimiento también reflejado
en El hombre de ley, “Ni para sí, ni por nosotros solo, / Creó Bolívar Patria e Independencia; / Mas por cuantos vendrán de
polo a polo / A honrar y merecer su magna
herencia”. Sentimientos internacionalistas
y cada vez más críticos de los Estados Unidos se encuentran en poemas como “Los
filibusteros” y “The Manifest Destiny”, que
anticipan lo que expresará en su momento
en prosa José Enrique Rodó con su Ariel.
¿
De dónde proviene el talento y
éxito poético de Pombo? Evidentemente no es solo un gran lector,
sino que también un escritor que
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se refiere constantemente a sus prosistas
y poetas más admirados. Muy temprano
en la vida, nos dice, “Aprendí a leer en las
obras de Iriarte e Isla”, y en su formación
reconoce el estudio de la gramática y de
varias lenguas (incluyendo un inglés que
ya conocía por ser descendiente de familia irlandesa). Nombres recurrentes serán
los de Byron, Longfellow, Bryant y Poe. Los
de Cervantes y Quevedo seguro no han de
sorprender porque se desprenden de su
humor y de su lenguaje preciso y directo.
Pero en cuanto al oficio poético, es afortunadamente el vate mismo quien nos
revela su técnica. Fue su formación matemática la que lo llevó naturalmente a la
versificación (y probablemente a la música, que practicó como pianista aficionado
y como libretista de ópera). Aunque no
interesado en las matemáticas en sí, de las
que fue sin embargo brevemente profesor, reconoció su gran utilidad. Lo bueno
que pudiera tener su poesía, manifestó,
“no es sino la disciplina que las matemáticas dejan en la razón”. Para él, “hacer un
verso es resolver un problema de expresión: sobre ciertos datos de sentimiento
encontrar la única incógnita de metro
y de palabra, la precisa forma escrita de
dicho sentimiento”. Pero es tan riguroso
respecto de las reglas de la métrica que
cuestiona al mismo Andrés Bello: “Leí la
silva americana de Bello”, dice en su diario del 7 de agosto de 1855 y opina que “es
lástima que sea tan descuidada su versificación”. Irreverente sobre todo consigo
mismo, Pombo revela una vez más su formación práctica en una silva humorística
titulada Las tres cataratas:
Porque bien sabes tú que si perpetro
tal cual desaguisado en poesía,
mi fuerte no es sino la ingeniería,
mi trípode los pies del teodolito,
uno partido cero mi infinito
y aquel el metro en que cantar me toca,
(y en prueba dello, mira ¡qué ignorante!,
repito a poco trecho el consonante;
rima mural, resabio de arquitecto,
único ramo en que nací perfecto;
y no perdono cifra de aritmética
porque es Newton mi Horacio en la
poética).
Para Pombo, el verso bien estructurado
tiene suma importancia para la enseñanza, y comenta al respecto en su obra Nuevo
método de lectura. Como resume la autora,
“a los niños les atraen los versos, les gustan, los repiten por placer y se les fijan indeleblemente en la memoria. Son el más
poderoso medio nemotécnico... para facilitar la memorización. De aquí que el pueblo busque algo de ritmo y consonancia
para sus proverbios, para la cristalización
de su ciencia y experiencia y reglas de su
vida; de aquí también su carácter contagioso e imperecedero”. Rafael Pombo tenía una singular claridad sobre el atractivo y estrategias de la expresión popular, y
la manifestaría tanto en sus poemas como
en sus fábulas.
Quizá es esta misma técnica la que le
permite abordar la difícil tarea de la traducción poética, como se puede observar
PRL 31
en sus traducciones de Byron, Shakespeare
y Horacio. A este último fue atraído por su
corresponsal Marcelino Menéndez y Pelayo, cuya obra Horacio en España (1877) le
motivó para realizar sus propias traducciones del autor clásico. Byron siempre le
había cautivado, pero, como señala la autora Robledo, “había bebido en la fuente
de otros románticos menos exaltados y
tormentosos que Byron, como los estadounidenses Longfellow y Bryant o los franceses Lamartine y Hugo”.
Las referencias a los poetas norteamericanos son reflejo de la larga estadía de
Pombo en los Estados Unidos. Allí tuvo la
oportunidad de leer y conocer a una multitud de autores, incluyendo, y personalmente, al poeta y editor William Cullen
Bryant, quien no necesitó más que unos
momentos para aquilatar la calidad de un
poema en inglés escrito por el poeta colombiano, “Our Madonna at Home”, que
publicó en el New York Evening Post, el 11
de marzo de 1871. Pero quizá la relación
más significativa es la que tuvo con Longfellow, poeta nacido en 1807 en Portland,
hoy estado de Maine, pero radicado en
Cambridge, Massachusetts, hasta el fi nal
de sus días (1882). Pombo no solo tradujo
una variedad de poemas de este autor (“The
Psalm of Life”, “Excelsior, Weariness”, “The
Arsenal at Springfield”, “The Arrow and
the Song” y “The Village Blacksmith”, entre muchos otros), sino que también estableció una nutrida correspondencia con
el poeta desde Nueva York y luego desde
Bogotá. Tal vez lo principal que tomó del
autor norteamericano es el énfasis en una
poesía de carácter nacional, entroncada en
temas universales, que apela directamente
al espíritu patriótico y al elemento religioso como pilar de la moralidad cívica. También, su énfasis en el folclore de diferentes
naciones y una poética fácilmente accesible a la juventud. Pombo logró adaptar a
Longfellow y a la poesía anglosajona a un
espíritu hispanoamericano, separando de
esta manera la cultura norteamericana de
las políticas expansionistas de sus gobiernos.
Al final de cuentas, nos deja Rafael Pombo un maravilloso legado de universalidad poética que es al mismo tiempo base
de una poética nacional aplicable a todos
los países hispanoamericanos de la pos-
tindependencia. Pero es una obra dispersa y difícil de sistematizar porque rehúsa
conscientemente todo sistema. Es más
bien un reflejo de las múltiples direcciones
culturales posibilitadas por el nuevo ambiente político e intelectual de la segunda
mitad del siglo XIX y comienzos del XX.
Como señala magistralmente Darío Jaramillo, citado por la autora:
“Hay demasiados acrósticos y versos de
álbum de autógrafos, y versos de matrimonios y cartas en verso y polémicas teológicas en verso y versos de celebraciones
y aniversarios y muchos versos con demasiado obvias y demasiadas ganas de aleccionar, de predicar, de prescribir normas
de comportamiento en rima; homeopatía
en verso, política en verso, chistes en verso:
acaso la fuente para un estudio de historia
de las mentalidades, casi una crónica en
verso del catolicismo bogotano de fines
del siglo pasado, pero ciertamente lectura íntegra que no recomiendo para quien
busque gran poesía. Sin embargo Rafael
Pombo es un gran poeta. Y lo es porque
escribió bellos poemas...”.
Grandes o pequeños, nimios o sublimes, obsoletos o relevantes, los poemas de
Rafael Pombo son un reflejo de una vida
intensamente vivida, en diferentes escenarios, y producto de muchas pasiones. A pesar de sus opiniones, sus debates, o incluso
su conducta libre y estrambótica, Pombo
era un verdadero ícono cultural, buscado
por muchos, querido por todos. Desde su
lecho de enfermo recibía visitas, mientras
garabateaba poemas y los acumulaba entre las sábanas. Así lo encontró Eduardo
Castillo cuando fue a saludarlo, abriéndose camino por una alcoba “atestada de
extraños objetos heteróclitos, de un uso
inadivinable”. Allí paseó la vista por “pájaros disecados que habían perdido casi todas sus plumas; cajas de chisteras, vacías;
vasos y probetas que parecían sustraídos
al gabinete de Fausto”. Y, sin embargo,
Castillo no dejaba de percibir su grandeza
y reconocerlo como “uno de los grandes
cantores de nuestra raza”. Es a Beatriz Helena Robledo a quien debemos el recoger
estos testimonios, unirlos en una narrativa atractiva y coherente, y darnos una
perspectiva inapreciable sobre el valor de
Pombo y su papel en la historia cultural de
la América Latina independiente.
“No solo hacía falta una revista
continental sino, sobre todo,
una de actualidad bibliográfica
y crítica”.
Julio Ortega
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32 PRL
Animales
Enrique Bruce
Las vidas de los animales
de J. M. Coetzee
Grijalbo, Mondadori, 2003,
112 pp., US$ 25,00
U
n hombre se prepara para una
nueva impostura en la ceremonia de entrega del Premio Nobel.
Se coloca en el estrado, frente al
rey de Suecia y un grupo nutrido de intelectuales y amigos, y empieza a hablar de una
persona indefinida, y de otra a la que aquella
se refiere como “su hombre”. “Su hombre” es
un informante del siglo XVIII, que le avisa al
primero de una serie de rituales de la crueldad del ser humano para con los animales y
para con sus propios congéneres.
La impostura era inevitable. El hombre en
cuestión (el del estrado) era el sudafricano
J.M. Coetzee, recipiente del Premio Nobel de
2003. Su mascarada consiste en la mascarada de todo escritor frente a lo que escribe, y
frente a sus lectores (u oyentes, como es aquí
el caso). El primer hombre de su discurso
es Robinson Crusoe, vuelto a Inglaterra
después de su solitaria aventura en una isla.
Friday (Viernes), el criado que él ayudara a
“civilizar” y a quien trajo a Inglaterra, ya no
está con él. Y el loro que le fuera fiel en su larga estadía isleña murió finalmente después
de atormentar durante años a su esposa una
y otra vez con el “poor Robin” (pobre Robin).
El nombre de Daniel Defoe se menciona solo
en un epígrafe del discurso de agradecimiento del escritor de Cape Town: en ningún
momento del discurso Coetzee establece la
conexión literaria-historiográfica entre el
escritor espía inglés y el personaje que le diera fama: Robinson Crusoe. Crusoe es en el
discurso de Coetzee un lector que da rienda
suelta a su imaginación, y no se halla confinado a la imaginación de nadie. “Su” Crusoe
(el Crusoe que Defoe no conoció) reflexiona
sobre las cartas de su “informante” desde las
costas de Lincolnshire. Con él (o a través de
él), Crusoe sigue la aventura de los patos bien
alimentados por los habitantes de un pequeño pueblo lacustre. Las aves llevan una vida
regalada en ese lago de geografía no tan precisa, indiferentes a los ciclos migratorios. Los
habitantes del pueblo transportan una vez
al año a sus protegidas a tierras pantanosas
de Holanda y Alemania, donde viven otras
aves como ellas. Cuando las aves inglesas se
encuentran con que sus hermanos y hermanas pasan penurias por el frío inclemente
y la poca comida, les “comunican”, escribe
el informante, de otras tierras, allende el
Mar del Norte, donde sobra el alimento, se
minimiza el esfuerzo, y donde la nieve no es
más que un delgado aviso invernal. Las aves
nórdicas, “convencidas”, emprenden el vuelo
a Lincolnshire, no muy lejos del pintoresco
pueblo de Boston, que ostenta una torre de
iglesia lo suficientemente alta para servir de
guía a los navegantes.
Crusoe atestigua, mediante la lectura en
su cómoda casa (lectura y ocio que le concede la delegación de la administración de
su finca a su hijo) la celada preparada por
los lugareños de Lincolnshire. Cuando las
aves llegan al pantano inglés, se disponen
a solazarse con el festín de las semillas de
trigo regadas sobre la superficie del agua.
No lejos de allí, los hombres camuflados con
las hierbas y juncos de la zona, asperjan más
semillas en canaletas cada vez más angostas.
Las aves prosiguen con su festín, hasta que
un perro, entrenado para tal fin, desde un
extremo de la canaleta, espanta a las aves
con ladridos y estas empiezan a batir las alas,
aunque inútilmente, pues ya se ha extendido
una red sobre ellas. Los pájaros, enloquecidos por el terror, tratan de escapar de la
temible criatura que ladra, y casi sin espacio
entre la malla y el agua deciden escabullirse
hacia el extremo opuesto de la red donde
las aguardan los humanos. Una a una son
molidas a golpes (menos las aves lugareñas)
y desplumadas, y sus despojos son vendidos
por cientos, si no miles, en los mercados de
la zona.
El informante de Lincolnshire, nos cuenta
Coetzee, sumerge la pluma en el tintero,
dispuesto a acometer la empresa de una
nueva página. Esta nueva página, en el discurso de un sudafricano del siglo XX en una
ceremonia en Estocolmo, da cuenta de las
ejecuciones que se realizaban en el pueblo
costero de Halifax, donde el ejecutado tenía
la oportunidad de burlar a la muerte (a la
máquina ejecutoria), siempre y cuando fuera
lo suficientemente rápido en sacar la cabeza
del tarangallo en el tiempo que había entre
el accionar el dispositivo que dejaba caer la
cuchilla y la caída de la misma. Después de
esa destreza, tenía que correr y librarse de la
persecución del verdugo. Nadie, hasta donde
se sabía, había superado la primera fase.
L
a crueldad humana es el bajo continuo de las líneas que lee un hombre, en el imaginario de Coetzee, el
galardonado, desde una apacible
finca del XVII. Este juego de espejos tiene
una imagen primordial en la literatura del
sudafricano: la victimización de los animales. Coetzee publicó en 1999 Disgrace (cuestionablemente traducido como Desgracia).
En este libro, Coetzee nos expone el relato de
un catedrático expulsado de la Universidad
Tecnológica de Cape Town por haber seducido a una de sus estudiantes. La historia ofrece, a mitad del libro, un espacio secundario
al discurso de denuncia de la victimización
animal. David Lurie, el protagonista y narrador de su testimonio de deshonra (disgrace),
resuelve ir a la granja de su hija, Lucy, soltera
y presumiblemente lesbiana, para darse una
tregua frente a los prospectos de su porvenir
intelectual y laboral. En dicha granja, el protagonista nos cuenta de una amistad sexual
que emprendiera con una veterinaria en las
postrimerías de la mediana edad (como él).
En las varias visitas que el académico le hiciera, la mujer expone su postura (su amor)
por las bestias que tiene a su cargo. Da cuenta también de las varias caras de la crueldad
humana para con ellos. La rusticidad en la
que vive la veterinaria condice con lo simple
y firme de sus convicciones. La tierra y los
que habitan en ella sostienen dictámenes
tácitos pero no menos implacables por ello:
Lucy, la única blanca de la comunidad rural,
sería violada en grupo, y luego del hecho
traumático, esta resolvería casarse con un
lugareño que le sirviera de capataz para que
ella, mujer sola, no fuera víctima de otro ataque. Lucy se tornaría así, bajo los dictámenes
poligámicos del Islam, en la esposa segunda
de su improvisado protector. Sabríamos después que el sobrino del capataz, con el cual
Lucy había tenido un trato cordial, habría
sido uno de los violadores. A David le resulta
deleznable la resolución de su única hija, un
personaje que desconcierta (y fascina) tanto
a él como a los lectores, por su estoicismo, y
por mantenerse fiel al credo de la tierra que
a muchos (citadinos o suburbanos) nos resulta ininteligible. Esa ininteligibilidad de
la simbiosis entre la tierra y los animales (y
los animales humanos) se expresa de forma
patética en otro libro-discurso del autor: The
Lives of Animals (Las vidas de los animales, publicado en español en 2003).
Este libro es una transcripción de una
conferencia que diera meses antes el sudafricano en la Universidad de Princeton. En
dicha conferencia (y en el ulterior libro),
Coetzee narrativiza su discurso y nos relata
la llegada a Appleton College de Elizabeth
Costello, escritora reconocida como él, quien
se supone debería hablar de literatura en su
ponencia, pero que en lugar de complacer las
expectativas de los académicos de diferentes
disciplinas, expone el horror de las matanzas perpetradas contra las criaturas desprovistas de razón, matanza que se sostiene por
argumentos pragmáticos (nutricionales o
culturales-recreativos), y de modo negativo,
por la orfandad en la que ha dejado el canon
del pensamiento ético occidental todo discurso reivindicativo a favor de las bestias.
El primer discurso (el primero de dos) se
desarrolla en el auditorio principal del college. Entre los oyentes de Elizabeth Costello se
encuentran su hijo, John Bernard, profesor
adjunto de física en Appleton, y su esposa,
Norma, filósofa. El primero se revuelve en su
asiento presa de la ansiedad y la conmiseración filial, la segunda apenas puede disimular su exasperación. Después del discurso de
denuncia de la escritora australiana, la estupefacción da paso a la cortesía entre crispada
y sarcástica, y luego a uno que otro desaire a
la hora en que la invitada es llevada a ocupar
SET/NOV 2007
el asiento de honor en el comedor, junto
a la decana y otros profesores principales.
La selección del menú, huelga decir, estuvo
celosamente diseñada (la mayoría optó prudentemente por las berenjenas, solo tres se
pronunciaron a favor del pescado). La puesta
en escena de la irritación e incomodidad de
los académicos comensales impide que nos
podamos distanciar de ellos. Ellos, como
contrapunto al discurso extremista de la
escritora australiana, nos son un blanco fácil
de identificación. Ellos son nosotros. Nuestra identidad se afirma en la complicidad
y la ironía velada. Nos podemos mirar los
unos a los otros, y confiar en el gesto condescendiente compartido, para sentirnos complacidos o aliviados. Somos todos herederos
(cómplices) de un canon que ha mirado con
suspicacia cualquier discurso reivindicativo
de los animales. La inteligencia y las buenas
maneras del pensar convencional están de
nuestro lado. No en el lado de la vieja predicadora enfebrecida.
Ha sido siempre tarea vana hurgar en la
literatura filosófica para hallar una razón
por la cual hayamos de tener algún respeto
por los animales. Cuando nos ejercitamos
en ello, nos topamos con la fría alusión de
los filósofos griegos y latinos, o con su configuración cómica o moral-didáctica; los
escolásticos relegaban en los animales superiores las características a medio hacer o las
menos loables de los humanos, cuando no
los confinaban a la alegoría condescendiente o a la taxonomía soporífera. Ello allanaría
el camino a los humanistas que no tardarían
en afirmar que los animales son meras máquinas desprovistas de alma, aunque no de
sentimientos, no al menos de aquellos (delicadezas del funcionalismo) que les permitirán cohesionarse como grupos y sobrevivir a
sus dueños u otros animales.
La noción de alma, delineada para fines de
determinar la barrera que separa al animal
humano de los animales no humanos (o no
racionales), no es más que una franquicia
que sostiene de modo tautológico nuestra
superioridad e imperio sobre las bestias.
Para René Descartes (el más connotado
heredero del humanismo europeo), pensar
es existir. El animal humano es el único
dotado para la percepción y reflexión de la
existencia, y en tanto la piensa y piensa todo
lo demás, incluyendo a los animales no humanos, se torna en el único sostén de todo
existir, de todo el conglomerado que llamamos “mundo”. Él es el centro de lo percibido,
y sienta la preeminencia de la razón (con
cuyo concurso concebimos y delineamos lo
existente) como motriz y don divino. Erigimos, o se erige (más educadamente) un dios
de razón, un dios que nos ha inculcado una
percepción falible pero tangible del mundo.
Un dios nos ha dado la herramienta a través
de la cual nos dice que nos semejamos a él.
Y ese símil de señorío nos da potestad sobre
las bestias.
Esa potestad es lenguaje. Es el lenguaje lo
que nombra las cosas y las domina. Si esas
cosas se articulan entre sí, lo hacen en base
a ciertos silogismos sintácticos que ordenan
el mundo (el único concebible desde férreas
premisas lingüísticas), y nos sostienen
identitariamente. El dios que nos nombró a
nosotros, a su vez es el dios que nos confiere
SET/NOV 2007
el don de pensar (en tanto que nosotros mismos hemos sido pensados). Si concebimos a
un dios al cual somos semejantes, es porque
hemos dado por resuelto (muy convenientemente) que dicho dios es semejante al percipiente y al concibiente que somos nosotros.
Cogito ergo sum presume ya (en un discurso
que decía no presumir nada) la huella gramatical de un yo. Ese yo nacía y se hacía en
el enunciado. El lenguaje es aval y producto
de lo que quiera que nosotros seamos. Pero,
¿qué hacer con la dama del estrado frente a
nosotros, quien manifiesta compasión por
unas criaturas nombradas y nunca semejantes a dios/nosotros por su incapacidad de
nominación?
T
engo en mi haber una instantánea
del único animal depositario de
mi cariño: un cocker spaniel malhumorado a quien en la casa de mi
niñez llamábamos Caramelo. Gordo pero
de cara bonita; de tronco algo alargado y de
orejas no muy largas (pasado salchicha). Mis
mayores impresiones las tengo de su hocico,
de la lengua húmeda que me alcanzaba la
cara cuando me asomaba (con una suerte de
ansiedad deleitosa) por el borde de la frazada sabiendo que el cocker Caramelo estaría
allí, aguardando por mi cara somnolienta.
“Mi” perro era de pelo lustroso y de olor
redundante a pelo. Y era, sin el más mínimo
pudor, un compendio de tufos y pedos ocasionales. Caramelo era patas que repiqueteaban sobre el parquet de esos años, y la
consabida lengua, y los dientes impenitentes
cuando lo despertabas de una siesta. Menos
poético que un Platero, Caramelo era corporeidad pura. En él cebábamos mis hermanos
y yo nuestra expresión a veces apresurada de
afecto y de histeria esporádica. Era una delicia para nosotros, porque él representaba el
imperio del puro tocar cuando entre nosotros ese imperio nos estaba de algún modo
vedado. Hubo otros animales en la casa de
los Bruce: un par de hámsters, de pericos,
de conejos, dos o tres perros más que escaparon… Gatos, jamás. No faltó tampoco el
fugaz pollito de tómbola que puso en suspenso la irascibilidad de Caramelo cuando
“los presentamos”, para sumir al can en una
insospechada turbación en el momento
en que esta cosa amarilla y esponjosa fue
resuelta hacia él. Todos ellos, con nombre o
sin él, se refugiaron en nosotros, y dejaron
varios registros en el ánimo de sus dueños
y celadores humanos. Ellos se confiaron a
nosotros, como lo hacen los niños pequeños, y fueron objeto de nuestra efusividad,
nuestra curiosidad o negligencia. No pocas
veces de nuestra crueldad. Las mascotas son
nuestra compañía. Son nuestras. Las hemos
comprado, secuestrado, o han sido ellas producto de un gesto obsequioso o impaciente
de alguien al que le sobraba algo. Las poseemos, las nombramos. Las queremos bien o
mal. Nos inspiran cariño, gracia, miedo o
recelo, y ese vaivén o cúmulo de alternativas
decide su suerte. El mundo que nos rodea
(siempre, por supuesto, con nosotros en el
centro) nos presenta e inspira una variedad caleidoscópica de alegorías, de objetos
conceptuales, de motivación emocional o
intelectual; pero pocos elementos naturales
nos asaltan de manera tan íntima, y a veces
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tan incómodamente íntima, como el de los
animales no humanos.
Nunca me sentí superior a Caramelo, o a
cualquier animal para el caso. Un insecto
o un molusco cualquiera me era extraño y
curioso, pero no menos resuelto en la dignidad de su existencia. Lo concebía a él, y
su entidad me era comunicable con otras
criaturas afines a mí. Los otros animales
humanos, señores como yo, semejantes a la
entidad que hemos definido apriorísticamente como superior a todas (y concibiente
absoluta de todo), hemos creado un sistema
en que nos forjamos y trasmitimos conceptos (animales) y hemos resuelto que tal sistema es la única vía de entendimiento y de
sentido para el mundo. Nuestro entender,
nuestro cogito, es el único aval de existencia
y coherencia para lo que nos rodea. Aun si
nos colocáramos fuera de un nominalismo,
aquello nominado cobraría sentido solo en
nuestro entender. Algo puede existir previamente a nuestra nominación, pero la única
entidad que da cabida a esa preexistencia
a una existencia sin prefijos, es justamente
nuestro nominar, nuestro entender. Y nuestro dominar.
Lenguaje y razón. Nominación y dominio.
Los argumentos que se han venido esgrimiendo durante siglos para redundar en el
prestigio del hombre (y de la casta académica científica por extensión y particularidad),
zumban en la conciencia de nuestra agotada escritora australiana, quien después de
la cena que le prodigan los miembros más
distinguidos de la facultad, se va a casa de
su hijo para descansar y prepararse para la
próxima conferencia.
Durante su segundo discurso, Elizabeth
Costello deja entrar a los poetas. Cita al americano Ted Hughes, y su poema al jaguar en
una jaula. Contrasta la descripción cinética
de la bestia confinada, con aquel otro poema (al que Hughes responde con el suyo)
de la pantera, también encerrada, del poeta
austro-húngaro Rainer Maria Rilke. La descripción del germano-parlante, nos dice la
invitada, es visual y objetiviza al animal. La
del americano es más empática; se resalta la
movilidad y sentido del espacio de la fiera.
El espectador–lector del jaguar en su jaula
percibe, o tiene la oportunidad de hacerlo,
la pura expresión del espacio y el movimiento. El dictamen del cuerpo se contrasta, por
la exégesis de Costello, con la abstracción
(racional) del encierro. Es el cuerpo, y no la
abstracción de sus cualidades, lo que te lleva
al ser. Ese genio empático, nos dice Costello,
que otorga la experiencia directa y sosegada con las bestias, o la lectura sensible de un
poema, es prueba de que las comarcas de
humanos y animales que la razón ha separado son un contínuum topográfico, cuyas
particularidades diferenciales se resuelven
irrelevantes.
The Lives of Animals, el libro transcriptor,
reúne también tres anexos no ficcionales
de tres académicos que discuten sobre la
buena fortuna de la narrativización de
Coetzee. Entre ellas tenemos el texto de
la teórica literaria Marjorie Garber. Allí,
la estudiosa resalta la trampa diacrónica
de la analogía. En varios momentos de la
observación científica de los animales hemos proyectado narcisistamente, nos avisa
Garber, ciertos rasgos generales del individuo o de la colectividad humana, sobre
el individuo o la colectividad de tal o cual
especie animal. Con los años, inadvertidos
de tal proyección precedente, “extraemos”
de posteriores observaciones, rasgos “humanos” en los animales. La identidad de los
mismos se marca con respecto al referente
por antonomasia: nosotros. El referente
metafórico siempre tendrá un lugar privilegiado sobre la figura referencial. Aquello
(el humano) a lo que una figura (un animal)
apunta, se habrá de colocar necesariamente
en un estadio ontológicamente superior
frente a la segunda instancia. Puedo tener,
dentro de un discurso condescendiente, el
coraje de un león, y colocar de modo provisional al animal como parangón y por
ende ensalzarlo, pero solo a precio de haber
impuesto apriorísticamente una cualidad
que no compete a su especie, y dentro de
los parámetros de Costello, a su naturaleza
de ser. La abstracción de la analogía (de
la metáfora), nos previene más explícitamente Garber, es un impedimento para la
empatía que promueve Costello, el personaje ficcional. En una mirada retroactiva,
la pantera de Rilke, la visual y cosificada,
no parece salir del encierro de la analogía,
encierro más implacable que el de una jaula
física; por otro lado, en la jaula del jaguar
de Hughes, el animal se desenvuelve como
una entidad libre en sus movimientos y en
su ser y universo paralelos al nuestro.
Costello, la activista (o la predicadora),
recela también del engranaje sistémico del
movimiento ecologista (excesivamente platónico para su gusto), que otorga primacía a
la totalidad de un orden sobre los elementos
que lo componen, y se abstiene, de otro lado
(ante la invitación de uno de los asistentes a
su primer discurso), de trazar una preceptiva, una línea de acción que dé concreción
a su ideología reivindicativa. ¿Cerrar los
mataderos o los laboratorios donde se experimenta con ratones o monos? ¿Imponer
el vegetarianismo radical? ¿Renegar de las
pieles de animales (del cuero que ella confiesa lleva puesto)? Ella no propone soluciones concretas, y no pretende hacerlo. Ella
propone un norte de piedad para con las
bestias, de reconocimiento de dignidad, antes que un cuerpo fijo de leyes restrictivas.
C
ostello es un texto (no perdamos
de vista a Coetzee, su gestor). Ella,
como todo buen libro, conmueve
antes que persuade, como lo hace
la poesía (parangón de calidad inevitable
de todo discurso ficcional). Costello habla
en el libro de Coetzee, pero lo hacen también algunos académicos que la rebaten, de
manera clara e inteligente. Lo hace en particular, Norma, su nuera. Y lo hace, a espaldas de ella, sin tapujos, frente a su hijo. Ella
arguye claramente que la propia Elizabeth
no puede escapar del debate (del dialogos)
que solo la razón puede proponer. Si quiere
ver lo que hacen las personas desprovistas
de razón, nos dice en una pelea exasperada
con su esposo (quien la acusa de ser una
conservadora franco-racionalista), que vaya
a un sanatorio. Allí verá cómo terminan las
personas realmente despojadas de razón.
Costello es madre, suegra y abuela. Es
PRL 33
la mujer (interpela Norma) que trata de
convencer a sus nietos de que las personas
malas comen carne. Coetzee no solo se limita a exponer las palabras de la galardonada
escritora de novelas, y de las personas que la
rebaten, sino que nos expone a la criatura
doméstica que solivianta a sus nietos contra
su madre, cuando esta aparece con un plato
de carne en el comedor.
Costello es vieja y está cansada. Ya no sabe
dónde está, le dice a su hijo cuando este la
lleva al aeropuerto para su viaje de regreso
a Australia. En el pasaje más conmovedor
del libro, Costello, con la cara bañada en
llanto, confiesa desear reencontrarse con
la comunidad humana nuevamente. Odia
su papel de predicadora, pero tiene que
seguir con la batalla que su empatía hacia
los animales ha librado contra sus congéneres. Su sentido de justicia la ha enajenado de sus semejantes y, más dolorosamente, de sus seres queridos. Costello nos dice
de su lucha interna cuando ve a personas
buenas (porque ve bondad en la cara de
sus nietos y su nuera) cómplices y perpetradoras a la vez de la ignominia contra las
bestias, en su hábitos alimenticios y en sus
varios materiales y productos cotidianos.
Es como entrar a la casa de unos viejos
amigos, nos cuenta Costello, tratando de
que su hijo (y el lector) se ponga en su
pellejo, y sonreír ante la exposición casual
(terriblemente casual) de una lámpara
hecha con la piel de una judía de las cámaras de la muerte de Treblinka, o entrar al
salón de baño (cordialmente señalado por
el anfitrión) y ver que el jabón está hecho
de grasa humana (judía). ¿Qué sentirías?,
le pregunta su madre. ¿Qué sentiríamos
todos?, nos podríamos preguntar. John
Bernard la abraza, consuela a la mujer de
cabello cano que deja descansar su cabeza
sobre su hombro, y huele en sus cremas el
olor a mujer vieja.
La vejez nos acerca al cuerpo. Nos retrotrae a él, pues este nos señala indeleblemente con sus achaques y sus limitaciones.
Es el cuerpo, antes que la conciencia, el que
tiene la última palabra. No importa dónde nos lleve la mente, la muerte biológica
(y el viejo vive con ello día a día) nos lleva
más lejos, o no nos lleva a ninguna parte.
Su aventura es más radical. El imperio del
puro dominar de la razón es privilegio
de las castas jóvenes. La razón tendrá sus
razones para desdeñar (provisionalmente)
los dictámenes del cuerpo. Viejos y animales, por ende, se parecen. Elizabeth Costello en particular es el albatros del poema
de Charles Baudelaire, el animal que ha
perdido dignidad representativa dentro
del discurso irremediablemente humano
de la razón. Costello, la vieja predicadora,
está destinada a la derrota (ella lo sabe),
y el solazarnos con ello, a nosotros, criaturas racionales, nos resultaría en exceso
mezquino. E insensato, porque lo que se
perdió con aquella perdedora, no lo podemos calibrar con justeza. El albatros,
recordemos, es un animal. Una víctima
entre otras que nos comunica con el cuerpo, con el dolor, con el grito. No dialoga o
razona. Irrumpe en nuestra psiquis, como
la lectura de este libro lo hace de modo
perturbador.
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SET/NOV 2007
Richard Rorty
Pablo Quintanilla
N
acido en Nueva York en
1931, hijo de una pareja de
periodistas trotskistas, Rorty estaba llamado a ser uno
de los filósofos más importantes de fines del siglo XX. Fue hijo único, con lo
que eso tiene de beneficioso y de perjudicial. Era solitario pero ref lexivo, se
había acostumbrado a vivir en un mundo de adultos donde lo importante eran
las ideas, los proyectos políticos y el
ideal de crear un mundo mejor. Según
cuenta en su artículo autobiográfico
“Trotsky y las orquídeas silvestres”, de
adolescente se interesó por la naturaleza, y las orquídeas constituían su fascinación. Luego se apasionó por la política, de la que después se decepcionaría,
para retomarla desde un punto de vista
estrictamente intelectual, muchos años
después.
Estudió el pregrado en filosofía en
la Universidad de Chicago, en tiempos
en que no existía la división entre filosofía analítica anglosajona y filosofía
europea continental, y cuando esa
universidad tenía la fuerte inf luencia
en ciencias sociales y pragmatismo que
dejaron John Dewey y George Herbert
Mead. Otras importantes inf luencias
en el joven Rorty fueron la de Alfred
North Whitehead, sobre quien escribió sus tesis académicas, y una fuerte
presencia de los estudios históricos en
filosofía. Posteriormente se doctoró en
Yale y fue considerado uno de los representantes más brillantes de la filosofía
analítica que recién se iba instalando
en los Estados Unidos, habiendo llegado hasta ahí con el arribo de inmigrantes austriacos, después de la segunda
gran guerra, y filósofos formados en la
tradición británica.
Pero Rorty no estaba llamado a ser un
hombre de escuela, así que progresivamente se fue evidenciando que, si bien
tenía toda la inf luencia de la filosofía
analítica, reconocía que había más cosas por descubrir en sus horizontes filosóficos. Así, se interesó por Wittgenstein y Heidegger, pero sobre todo por el
pragmatismo de Peirce, James y Dewey.
Para mediados de la década de los setenta sus inf luencias eran tan complejas y
variadas que comenzaron a dar lugar a
un pensamiento nuevo, inspirado sobre
todo en el pragmatismo estadounidense clásico, pero que iba mucho más lejos
que este. En 1979 publicó La filosofía y
el espejo de la naturaleza, donde realizó
un formidable trabajo de reconstrucción de la epistemología y la filosofía
de la mente occidental, basada sobre
todo en el presupuesto de que conocer
la realidad es estar en condiciones de
representarla a la manera de un espejo
liso que puede ref lejar las cosas como
son, pero que también puede distorsionarlas. La metáfora de la mente como
un espejo le llega a Rorty a través de un
artículo de Peirce titulado “La esencia
cristalina del hombre”, donde se alude
a un soneto de Shakespeare en que este
se burla de las arrogantes pretensiones
del hombre, orgulloso de aquello que
más ignora, su esencia de vidrio.
Su obra es en cierto sentido incomprendida. Algunos lo consideran un
relativista, escéptico, cínico y defensor
del fin de la filosofía, cuando claramente no es nada de eso. Defendía el
fin de una forma en particular de hacer
filosofía, que es aquella que pretende
elaborar un discurso que responda de
una vez por todas y de manera concluyente a las preguntas que inquietan a
los filósofos, tomando como modelo o
norte el método y los objetivos de las
ciencias naturales. Rorty consideraba, y
en esto estaba del lado de los pragmatistas pero también de filósofos continentales como Heidegger y sus herederos, que la tradición filosófica moderna
–aquella que se inicia alrededor del
siglo XVI y transcurre hasta mediados
del XX– cometió el error de considerarse un tipo de ciencia o de pretender
enrumbarse en “el seguro camino de la
ciencia”, como dice la célebre frase de
Kant. Estos filósofos sistemáticos, que
pretendían construir estructuras conceptuales que pudieran representar la
realidad de manera definitiva, pensaba
Rorty, no solo fracasaron en su intento
sino malentendieron el objetivo de la
filosofía. La filosofía es más una disciplina terapéutica que una sistemática,
pensaba él, con lo que estaba en esto
más cerca de Wittgenstein y Nietzsche
que de Descartes, Kant o Hegel. En algún momento usó la palabra “postmoderno” para describir su pensamiento,
pero rápidamente la abandonó por ser
un término que, a su juicio, terminó
perdiendo todo significado.
Rorty fue malentendido también porque, al no pertenecer en sentido estricto
a ninguna de las tradiciones filosóficas
establecidas, era leído por quienes sí
pertenecían a una de ellas, quienes solían desfigurar su pensamiento al traducirlo a sus propias categorías. Pero
los malentendidos que generó también
se deben a auténticas tensiones que
hay en su pensamiento. Será tarea de
los filósofos de los próximos años desbrozar el campo intelectual que dejó,
para analizar cuánto de lo que dijo
permanecerá en el tiempo y cuánto
deberá ser reformulado o abandonado.
En todo caso, lo que sí resulta claro es
que Rorty será considerado uno de los
filósofos más brillantes, inquietantes
e intelectualmente seductores de nuestros tiempos.
Su inf luencia en Latinoamérica es
muy fuerte, dado que los filósofos latinoamericanos suelen estar familiarizados tanto con la tradición anglosajona
como con la europea. Rorty mostró
una manera de integrarlas de manera
original, recuperando las virtudes de
cada una de ellas. Enseñó también a los
filósofos latinoamericanos a ser creativos y no meros exegetas de los filósofos
de otras tradiciones. Curiosamente, en
Latinoamérica y en Europa es ya considerado un clásico, mientras que en los
Estados Unidos aún genera reacciones
diversas, de incomprensión y rechazo,
o de acrítica adhesión.
T
uve la suerte de conocerlo y de
ser su alumno cuando él era
profesor en la Universidad de
Virginia y yo terminaba mi
doctorado en esa universidad. Lo más
característico de él, en el ámbito intelectual, era su poco interés por las escuelas
filosóficas y su deseo de cuestionar los
cimientos mismos de nuestras convicciones y presupuestos. No le interesaba
aplicar un método filosófico supuestamente ya probado a nuevos problemas,
sino explorar los presupuestos mismos
de los diversos métodos. Eso lo convertía en un polemista temible, pero normalmente acertado e incisivo. Heredó
lo mejor de las dos tradiciones filosóficas que inf luyeron en él: la claridad,
precisión y potencia argumentativa de
la tradición analítica, y la intuición, el
buen estilo literario y la mirada histórica de la tradición europea continental.
Siempre fue un outsider desde dentro.
Fue uno de los filósofos más respetados
del mundo, pero no pertenecía a ninguna escuela, ni rama, ni bando. Decía
que pertenecía al de los pragmatistas,
pero en realidad no, porque su pensamiento los metabolizó y elaboró de una
forma que ellos no hubieran aceptado
ni reconocido como propio.
A nivel personal era un hombre más
bien tímido, pero paradójicamente
seguro de sí mismo. Recuerdo que un
compañero me contó que hizo el trayecto de Washington D.C. hasta Charlottesville, que dura aproximadamente
dos horas, en el auto de Rorty, sin que
intercambiaran prácticamente ninguna
palabra. Es que Rorty era prácticamente inútil para la conversación trivial,
aquella que uno aprende a desarrollar
para mantener abiertos los canales de
comunicación aunque nada interesante
se comunique en ellos. Lo mismo se
decía de Wittgenstein. Peter Geach me
contó en una ocasión que le daba miedo
quedarse a solas con Wittgenstein, porque se producían silencios muy pesados
que, si no los llenaba con conversación
que atrajera la curiosidad intelectual
de Wittgenstein, generaban mucha
tensión en el ambiente. Wittgenstein
tenía fama de persona conf lictiva y
tensa, Rorty no. Él era más bien relajado y calmado. La impresión que daba
es la de una persona que se aburría
mucho si no estaba pensando en temas
que le atrajeran la atención, pero no
incomodaba a su interlocutor. Sin embargo, tenía actos de extremo desprendimiento. Una vez puso gran parte de
su biblioteca en el pasillo que quedaba
frente a su oficina de la Universidad
de Virginia para que los estudiantes
de filosofía se llevaran todos los libros
que quisieran, porque Rorty no era un
bibliófilo. Leía los libros y si no creía
que los fuese a volver a necesitar simplemente los regalaba. Era comprensivo con la diferencia. Siendo él ateo, se
casó en segundo matrimonio con Mary,
también filósofa y miembro de la Iglesia mormona. A Rorty eso no solo no le
incomodaba. Incluso la acompañaba a
los servicios religiosos de los sábados.
Con sus alumnos era sumamente generoso con su tiempo y sus conocimientos. Solía estar en su oficina rodeado de
estudiantes que le hacían toda suerte
de preguntas, de todo tipo y calibre, las
que él contestaba con paciencia y cortesía. Era un hombre muy melancólico.
En general, daba la impresión de que
consideraba que pocas cosas en la vida
tienen mucho sentido, pero que hay que
hacerlas porque ya que estamos aquí
deberíamos ayudar a las otras personas
a tener una vida mejor. Creo que estaba
muy por encima de la fama y el reconocimiento. Mi sensación es que escribía,
publicaba y enseñaba porque eso le
generaba mucho placer, y porque sentía
cierta responsabilidad moral para con
la sociedad y especialmente para con
los jóvenes. En una ocasión, uno de sus
estudiantes puso en la parte de atrás de
su f lamante Volvo un letrero que decía “Consecuencias del pragmatismo”.
Sólo después de unos días Rorty se dio
cuenta y lo retiró, pero le pareció muy
ingenioso.
Falleció a los 75 años víctima de un
cáncer pancreático, la misma enfermedad de la que murió Jacques Derrida
unos años antes. No perdió el sentido
del humor. Según dice Habermas,
cuando Rorty le contó por teléfono
que estaba enfermo de cáncer, añadió
que su hija opinaba que ello se debía a
haber leído demasiado Heidegger en su
vida.
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