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JACQUES REVEL
UN MOMENTO HISTORIOGRÁFICO
Trece ensayos de historia social
MANANTIAL
Buenos Aires
“La cour” © Gallimard, 1984
“L’institution et le social” © Albin Michel, 1995
Traducción: Víctor Goldstein; el capítulo “Microanálisis
y construcción de los social” fue traducido por
Sandra Gayol y Juan Echagüe
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo,
bénéficie du soutien du Ministère français des Affaires Etrangères et du Service de
Coopération et d’Action Culturelle de l’Ambassade de France en Argentine.
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo,
recibió el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia y del Servicio de
Cooperación y Acción Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina.
Revel, Jacques
Un momento historiográfico : Trece ensayos de historia social - 1a ed. - Buenos Aires :
Manantial, 2005.
296 p. ; 23x15 cm. (Reflexiones)
Reisfeld, Silvia
Traducido: Una
por: Víctor
y Sandra Gayol
Tatuajes
miradaGoldstein
psicoanalítica.-1ª
ed.- Buenos Aires : Paidós, 2004.
176 p. ; 23x15,5 cm.- (Diagonales)
ISBN15
987-500-090-2
CDD
1. Historiografía. 2. Historia Social de Francia. I. Goldstein, Víctor, trad. II. Gayol
Sandra, trad. III. Título
CDD 907.2 : 944
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina
© 2005, Ediciones Manantial SRL
Avda. de Mayo 1365, 6º piso
(1085) Buenos Aires, Argentina
Tel: (54-11) 4383-7350 / 4383-6059
[email protected]
www.emanantial.com.ar
ISBN: 987-500-090-2
Derechos reservados
Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la trans formación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
ÍNDICE
Referencias................................................................................................
9
Presentación ..............................................................................................
11
Historia y ciencias sociales: los paradigmas de los Annales .....................
19
Microanálisis y construcción de lo social .................................................
41
La institución y lo social ...........................................................................
63
Mentalidades .............................................................................................
83
La cultura popular: usos y abusos de una herramienta historiográfica .....
101
El revés de la Ilustración: los intelectuales y la cultura “popular”
en Francia (1650-1800).............................................................................
117
Foucault: el momento historiográfico .......................................................
133
La corte, lugar de memoria .......................................................................
143
Cuerpos y comunidades a fines del siglo XVIII .......................................
195
La biografía como problema historiográfico.............................................
217
Recursos narrativos y conocimiento histórico ..........................................
229
María Antonieta en sus ficciones: la puesta en escena del odio................
253
La carga de la memoria: historia frente a memoria
en Francia hoy...........................................................................................
271
PRESENTACIÓN
Los textos reunidos en este volumen fueron escritos y publicados durante un
lapso bastante largo, desde fines de los años setenta. Incluso para un historiador,
un cuarto de siglo es suficiente para provocar la sensación de que, en ese lapso,
sus interrogantes, sus expectativas (y a veces las condiciones) acerca de su oficio cambiaron, porque la disciplina evoluciona, pero también porque el mundo
se ha transformado a su alrededor. A todas luces, el tiempo de la disciplina histórica es más lento que el de la historia. Y también menos dramático, mejor pro tegido contra las violencias de lo cotidiano. Sin embargo, para quien tiene la po sibilidad de observarlo con cierta distancia, se impone la sensación de una
evolución profunda en nuestras maneras de pensar y de hacer. Este libro querría
dar cuenta precisamente de eso. Los textos fueron elegidos por el autor y el edi tor, entre muchos posibles, con la intención de ilustrar una gama de interrogantes que fueron los míos, pero también, más ampliamente, los de una generación
de historiadores, y en los que la generación siguiente pueda acaso también reco nocerse, por lo menos en parte. Entendámonos bien: no se trata de describir un
itinerario intelectual que no tiene ningún motivo para reivindicar cualquier
ejemplariedad, y que por lo demás correría el riesgo de sólo tener interés para
mí. A través de esta selección de textos, tampoco pretendo ilustrar una posición
teórica unificada, cuya necesidad imperativa, como muchos historiadores, no experimento en mi trabajo de todos los días. Para bien y para mal (a menudo para
bien y en ocasiones para mal), la historia depende fundamentalmente del género
de las “artes de hacer”, vale decir, de una gama de prácticas en las cuales la teo ría difícilmente se emancipa de las formas concretas de la investigación y la escritura; lo que por supuesto no significa que esté ausente ni que podamos perma necer desatentos a las implicaciones teóricas de nuestras actitudes. El objetivo
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de esta recopilación es más simple y modesto a la vez. Precisamente, querría
ilustrar algunas prácticas de investigación reubicándolas en los marcos de referencia en los que adquirieron su sentido; mostrar cómo tales prácticas se transformaron en función del desplazamiento y la renovación (por lo menos parcial)
de los cuestionarios que orientaban esas prácticas.
Así se explica mi decisión, la de incluir aquí textos que, en apariencia, se
inscriben en dos registros que la mayoría de las veces se distinguen, y que por el
contrario creo necesario confrontar de manera permanente. El primero es historiográfico. Detrás de esta palabra, que hoy conoce una nueva preferencia tras haber estado muy desacreditada, pongo algo realmente distinto –y algo más, espero– que la clásica historia de la historia. La reflexión historiográfica se dedica a
comprender la escritura de la historia como una ope­ra­ción, para retomar la bella
expresión de Michel de Certeau, vale decir, como un conjunto de procedimientos inseparablemente escriturarios y cognitivos que son movilizados al servicio
de esta actividad extraña, paradójica y sin embargo familiar: producir un discurso verdadero sobre aquello con lo que ya no podemos tener una relación directa,
y que ya no existe para nosotros sino en el modo de la ausencia. Porque desde
que existe, por lo menos en su versión occidental, la actividad histórica mezcla
dos repertorios diferentes, y los mezcla inextricablemente. Por un lado, pretende
ser una práctica de conocimiento, cuyos instrumentos se renovaron y que no es
exagerado pensar que no dejó de progresar. Por el otro, está investida de una
función social –la construcción de una relación específica con el presente y el
pasado, con el pasado a partir del presente– que engloba la actividad de conocimiento y que además no es la única que se ocupa de esto en nuestras sociedades.
De ser necesario, bastaría como recordatorio la tensión entre historia y memoria,
que desde hace una generación empezó a ponerse en marcha una vez más y que
hoy adopta en ocasiones formas exasperadas. Hacer historia, articular un discurso de verdad sobre el tiempo a partir de un tiempo particular, nunca es separable
de una exigencia y una producción de inteligibilidad de las huellas subsistentes
de un pasado que tratamos de reapropiarnos en función de las expectativas de
nuestro presente. Conviene tomar en serio esta ambivalencia, que a menudo
adoptó la forma de una ambigüedad, durante mucho tiempo mal experimentada
por los historiadores. Ello es la condición misma de su oficio, cualquiera sea o
haya sido, de manera recurrente, su ambición de sustraer de la historia la aprehensión histórica del pasado. Es más conveniente no ceder ni un ápice en la exigencia de conocimiento que sigue siendo inseparable de la actividad historiadora
desde que ella existe. Esta evocación puede parecer inútil. Sin duda lo sería si la
historia, y más ampliamente las ciencias sociales, no hubieran sido sometidas,
desde hace unos veinte años, a una ofensiva relativista y escéptica que en ocasiones cuestionó hasta la posibilidad de un conocimiento de lo social. Así como
creo indispensable –y a decir verdad ineludible– interrogar sin descanso nuestras
prácticas, nuestras convicciones y hasta nuestras interrogaciones, igualmente
creo que esa duda heurística, a riesgo de ser estéril, debe saber resistir a su pro-
PRESENTACIÓN
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pio vértigo y definir los dominios sobre los cuales pretende ejercer su derecho
de observación.
Esto es lo que tal vez permita circunscribir mejor la intención de los ensayos
historiográficos que figuran en este libro. Escritos en un período de más de veinte años, fueron concebidos para acompañar la reflexión de la disciplina sobre sí
misma, a partir del punto de vista particular de un historiador francés cercano a
los An­na­les, pero consciente –por lo menos eso espera– de cómo cambiaba el
mundo a su alrededor, y por supuesto también el mundo historiográfico. Volveré
sobre este punto dentro de un momento. No desconozco ni la existencia ni la importancia de las modas: ellas afectan a nuestro oficio como a cualquier sector de
la actividad social. Pero no bastan para dar cuenta del cambio y la innovación en
nuestras disciplinas. No son recibidas, ni son interesantes, sino en la medida en
que son pertinentes, vale decir, que nos ayudan a plantear preguntas nuevas, dibujar configuraciones y lecturas inéditas, sugerir desarrollos originales. Entonces pueden transformarse en proposiciones operatorias, por lo menos durante un
tiempo. Para tomar un ejemplo sobre el cual vuelvo más largamente en este volumen, tal fue el caso de la micro-historia en los años 1980-1990. Para historiadores formados, como era mi propio caso, en la historia social clásica tal y como
la había poderosamente ilustrado la tradición francesa en particular, las interrogaciones y proposiciones formuladas por los microhistoriadores italianos fueron
primero el medio de un retorno crítico sobre nuestras convicciones. Nos impusieron reflexionar sobre las expectativas, a menudo implícitas y por eso mismo
demasiado evidentes, de la concepción de lo social que habíamos recibido y que
nos inclinábamos a reproducir como si fuera evidente; en ocasiones nos llevaron
a elaborar estrategias de investigaciones alternativas, pero más frecuentemente a
evaluar mejor nuestros instrumentos más familiares.
Los ensayos que aquí se conservaron tienen que ver con esos retornos críticos que son inseparables de la reflexión histórica, como de cualquier otro desa rrollo científico. Pero en este punto es preciso reconocer que la generación de
historiadores a la que pertenezco tuvo la sensación de atravesar un período tor mentoso, donde esos cuestionamientos fueron numerosos y vigorosos a la vez.
Como muchos historiadores franceses –y no solamente franceses–, fui formado
en la tradición de los An­na­les, los de Marc Bloch y de Lucien Febvre, pero también en la de sus continuadores, Fernand Braudel, Ernest Labrousse, Pierre Vilar, y luego la siguiente generación, Georges Duby, Jacques Le Goff, Emmanuel
Le Roy Ladurie, Maurice Agulhon y muchos otros. Yo fui el editor de la revista
y en la actualidad sigo formando parte del equipo que la respalda. Pasé lo esencial de mi vida profesional en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales,
es decir, en la institución que nació, inmediatamente después de la Segunda
Guerra Mundial, del programa de los An­na­les, el de una confrontación abierta y
decidida entre la historia y las ciencias sociales. Sin ningún problema, me sigo
sintiendo cercano a ese movimiento de pensamiento e investigación. Más cuan do reconozco que, como cualquier organismo vivo, cambió y se redefinió par-
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JACQUES REVEL
cialmente. A decir verdad, lo hizo desde sus orígenes. Así, el texto que abre esta
recopilación (y que fue una de mis primeras incursiones en el campo de la historiografía), propone leer detrás de lo que se llama, impropiamente en mi opinión,
la “escuela de los An­na­les”, una serie de tentativas sucesivas para reformular el
diálogo inestable entre las disciplinas sociales y la historia. Cuando se la propuso, en ocasión del cincuentenario de la revista, en 1979, esta interpretación sorprendió y en ocasiones impactó, a tal punto podía ser considerada como iconoclasta. Para algunos parecía cuestionar hasta la identidad de esta empresa
colectiva, en el mismo momento de su mayor reconocimiento público. Sin embargo, a mi manera de ver, no se trataba sino de reemplazar el trabajo histórico
en el contexto intelectual que le da sentido y que nos permite comprenderlo, sin
ceder a las fáciles tentaciones de la identificación.1 Esta actitud, que podía ser
un poco inaudita hace veinticinco años, hoy ya no sorprendería a nadie. Ocurre
que, junto con la mayoría de las ciencias sociales, la historia entró desde entonces en una zona de marcadas turbulencias de la que todavía no salió. Puede jugarse con las palabras; puede hablarse de “crisis”, entre comillas o no, de dudas,
de inquietudes.2 Pero en todos los casos se reconocerá que el soporte de nuestras
certezas no es tan firme como solía ser. Es cierto que en su famoso artículo so bre “La longue durée” (1958), Fernand Braudel estimaba que había que comprender la historia de las ciencias sociales, en su totalidad, como un encadenamiento de crisis recurrentes que era necesario aceptar como una condición
normal de nuestro ejercicio; pero eso no impedía que el gran historiador construyera instituciones, lanzara programas, definiera una política de la investigación
que la duda no parecía menoscabar. El momento que se abrió durante los años
setenta, a mi juicio, es de una naturaleza diferente, y sus efectos fueron mucho
más profundos.
A decir verdad, presenta varios aspectos, que puede ser útil distinguir. Sin
duda, el primero es la erosión de los grandes paradigmas funcionalistas que, desde la segunda mitad del siglo XIX, habían sostenido el programa de las ciencias
sociales. Estas arquitecturas integradoras, por lo menos de manera asintótica,
garantizaban la posibilidad de una aprehensión y una inteligibilidad global de lo
social en el seno de un marco analítico y explicativo común. Pero fue la idea
misma de la sociedad como una totalidad o como un sistema la que resultó desquiciada, en el momento mismo en que, en nuestras sociedades, la confianza en
las posibilidades del porvenir, en las promesas del progreso, se agotaba. Por ra zones conocidas, las viejas sociedades occidentales –y sin duda otras– hoy perciben el mundo como menos coherente, más opaco y difícil de descifrar. Las
1. Prolongué este trabajo crítico en un ensayo recientemente traducido, Las­cons­truc­cio­nes­fran­ce­sas­del­pa­sa­do,­la­es­cue­la­fran­ce­sa­y­la­his­to­rio­gra­fía­del­pa­sa­do, Buenos Aires, Fondo de Cultu ra Económica, 2002.
2. G. Noiriel, Sur­la­“cri­se”­de­l’his­toi­re, París, Belin, 1996; R. Chartier, Au­bord­de­la­fa­lai­se.
L’his­toi­re­en­tre­cer­ti­tu­des­et­in­quié­tu­des, París, Albin Michel, 1998.
PRESENTACIÓN
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disciplinas científicas que permiten captar este mundo, al mismo tiempo, se hicieron más modestas; a menudo los objetos que se dan son más reducidos, más
locales. Al fin y al cabo, es la idea misma de sociedad “como un conjunto natural e integrado por sus funciones sistémicas, y por su cultura”, la que resultó
cuestionada.3
Evidentemente, nuestras disciplinas resultaron afectadas, y sin duda eso es
lo que hace comprender que, desde hace un cuarto de siglo, hayan emprendido
un retorno crítico semejante sobre sus adquisiciones, sus certezas y también sobre su historia. Realmente se trata aquí de un movimiento de fondo: sociólogos,
antropólogos, geógrafos, demógrafos procedieron de tal modo, como lo hicie ron los historiadores, a un estado de situación. Sin exagerar su importancia, sin
embargo no se puede ignorar el síntoma que constituyen, así fuera porque rompen con las garantías ostentadas durante el período precedente. Estos inventarios críticos señalan que realmente entramos en un momento reflexivo. Ese momento del cual, una vez más, todavía no salimos verdaderamente, en ocasiones
fue vivido difícilmente en el modo de un desencanto epistemológico o, más am pliamente, científico. No fue ése mi caso. Yo, por el contrario, junto a otros, tuve la sensación de encontrar en ese cambio de decorado algo así como una nueva jugada: las condiciones para reflexionar más libremente sobre las
operaciones que hacen a la cotidianidad de nuestro oficio, sobre algunas de las
nociones que las orientan y que con mucha frecuencia nos resultan demasiado
familiares para que no las consideremos como evidentes. Así, toda una serie de
debates se abrió alrededor de los objetos sobre los cuales trabajamos y sobre los
instrumentos conceptuales de que disponíamos para dar cuenta de ellos. De ese
momento conservo la sensación de una extrema libertad intelectual y el gusto
por una experimentación, individual y colectiva, algo que espero encuentre el
lector en algunos de los textos reunidos en este libro. Ya no teníamos un gran
paradigma por encima de nuestras cabezas. Las proposiciones circulaban con
una intensidad notable: al respecto, los años 1970-1990 fueron un tiempo de intercambios historiográficos intensos, de los que todos nos beneficiamos y de los
que, creo, todos salimos enriquecidos, transformados. Nos habíamos convertido
en historiadores en un momento en que el “territorio” de nuestra disciplina pa recía tender a ampliarse indefinidamente. La fortuna de esta metáfora espacial,
forjada por E. Le Roy Ladurie, dice lo suficiente sobre lo que pudieron ser las
ambiciones de nuestros años de formación, la de una disciplina que creía que
podía anexarse ilimitadamente nuevos territorios. Respecto de esos años más
bien triunfalistas,4 sin duda alguna, el período que siguió fue menos seguro,
3. F. Dubet, D. Martuccelli, Dans­que­lle­so­cié­té­vi­vons-nous?, París, Seuil, 1998, pág. 17.
4. De los que realmente dan fe en Francia los An­na­les de fines de los años sesenta y comienzos
de los setenta, en particular sus números especiales; o incluso obras colectivas tales como los tres
volúmenes dirigidos por J. Le Goff y P. Nora, Fai­re­de­l’his­toi­re, París, Gallimard, 1974, o el diccionario de La­Nou­ve­lle­his­toi­re, París, Retz, 1978, dirigido por J. Le Goff, R Chartier y J. Revel.
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JACQUES REVEL
más discreto. Menos legible, y también más duro, porque requería una revisión
de cantidad de convicciones que parecían adquiridas. En este volumen se encontrarán ecos de los debates que nos ocuparon, sobre la construcción de las
identidades y las taxonomías sociales, sobre las formas y los usos de la institución en la sociedad, sobre la cultura “popular” y, más generalmente, sobre las
modalidades de la apropiación cultural. También se encontrarán referencias, autores que fueron aquellos con los cuales –en ocasiones también contra los cuales–, aprendimos a pensar: Foucault, Bourdieu, Certeau, sin duda Ricœur, pero
también el sociólogo Norbert Elias –acaso el más importante para muchos de
nosotros–, E. P. Thompson, Ginzburg o Levi. Este trabajo movilizaba al comienzo iniciativas individuales y, con mayor frecuencia, pequeños grupos de
investigación que se formaban un poco en todas partes alrededor de una interrogación compartida o un proyecto en común. La dinámica que resultó de esto,
sin embargo, produjo efectos más amplios. En 1987, los An­na­les necesitaban
ardientemente un “giro crítico” e invitaban a los historiadores a calibrar lo que
estaba cambiando en su disciplina, y más generalmente en las ciencias sociales.
Dos años más tarde renovaban su llamado a “intentar la experiencia”, reuniendo cierta cantidad de proposiciones que daban fe de la amplitud de las transformaciones en curso. Sin embargo, no por ello se constituyó una nueva ortodoxia,
y hay que felicitarse por eso. El paisaje que ofrece hoy la historiografía francesa
–y en este caso no es la única– es más bien el de una serie de obras a partir de
las cuales pueden bosquejarse recomposiciones de amplitud variable. Hemos
aprendido a vivir en esta contingencia y hasta a encontrar en ella recursos heurísticos y críticos.
Se pueden encontrar algunos ejemplos de esas obras en este libro. Se trata de
artículos, es decir, piezas necesariamente breves, que a menudo se contentan con
señalar un problema y sugerir que se redefinan algunos de los temas. Pero si hemos insistido en hacer figurar estudios de casos al lado de reflexiones más explícitamente historiográficas, fue con la convicción de que las segundas no tienen
sentido ni justificación sino con respecto a los primeros. Al comenzar lo evocaba: ante todo, la historia sigue siendo un arte de hacer. Es necesario que se interrogue sobre sus actitudes, sus conceptos. Pero esta exigencia epistemológica de
nada sirve si no es puesta a prueba en la práctica, como bien saben todos los his toriadores. A decir verdad, es en su práctica donde se plantean los asuntos que
conciernen a las condiciones de posibilidad y a la legitimidad de las operaciones
que emprenden. En todo caso, no se tomarán los estudios de casos que se presentan aquí como ejemplos o aplicaciones “concretas” de consideraciones historiográficas más generales, que serían presentadas en otras partes y que constituirían la etapa noble de la reflexión. Además de que no daría cuenta del orden de
las cosas, de las condiciones reales de la elaboración de unos y otros, una representación semejante daría una idea falsa del trabajo ordinario que fue el mío (y,
me imagino, el de la mayoría de los historiadores). Los dos tipos de prácticas no
son separables. Por lo demás, realmente es así como concibo el trabajo de semi-
PRESENTACIÓN
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nario, que ocupó lo esencial de mi vida como docente: la formación que uno se
esfuerza por aportar a los estudiantes la mayoría de las veces consiste en partir
de un caso, de un protocolo, de deslindar los problemas que plantea y las maneras posibles de darle respuesta. La mayoría de los ensayos de esta recopilación
fueron presentados en este marco; espero que hayan contribuido en el aprendizaje de jóvenes investigadores; de rebote, ciertamente se beneficiaron con la curiosidad y los interrogantes que me planteaban los que venían a aprender su oficio.
Sin duda, estos ensayos dan una muestra de mis intereses como historiador,
como especialista de las sociedades del Antiguo Régimen. Pero acaso también
puedan sugerir algunas de las líneas mayores de la evolución de la historia social
en la que me reconozco. Sin anticipar en detalle los análisis que son desarrollados
más extensamente en este libro, quiero destacar uno, el que a mi juicio afectó profundamente nuestras concepciones, nuestras opciones y nuestras maneras de hacer. Es la reconsideración de la acción y los actores en la comprensión de las dinámicas históricas. Que sin embargo estuvieron largo tiempo ausentes y como
borrados de la escena. En los años 1950-1970, los grandes modelos funcionalistas
que evocaba más arriba no implicaban que se apelara a ellos para dar cuenta de lo
que ocurre en el mundo social. Los historiadores intentaban articular estructuras y
coyunturas bajo diferentes regímenes de temporalidades, los sociólogos pensaban
en términos de funciones o instituciones, los antropólogos disponían del poderoso instrumento del análisis estructural. Los procesos sociales eran pensados como
autónomos, cualquiera que fuese el modo metafórico en el que se expresaba su
eficacia: estructuras, procesos sin sujeto, dispositivos, máquinas, gramáticas normativas: todos estos términos permitían pensar una sociedad sin actores o a los
que no les dejaban otro papel que servir de ilustraciones singulares para mecanismos englobantes y anónimos. Durante mucho tiempo, la historia económica y so cial y la de las mentalidades según los An­na­les (entre otros), la sociología de la
dominación y la crítica institucional, la antropología social nos propusieron esquemas de este tipo, que entonces, en nuestra opinión, imponían su evidencia.
Precisamente contra esta evidencia se afirmó progresivamente, desde los años
ochenta, lo que con frecuencia se llamó un “giro pragmático”, que, a partir de la
reconsideración de las prácticas, progresivamente desembocó en el redescubrimiento de los actores y de su papel en la producción de la sociedad. Ninguna duda cabe de que el debilitamiento contemporáneo de las instituciones de regulación
en nuestras propias sociedades representó un papel determinante en esta evolución mayor. El imaginario comúnmente aceptado de una máquina acéfala y regulada, que infatigablemente produce efectos imperturbables, fue reemplazado por
la representación de un mundo social irregular, discontinuo, regido por formas de
racionalidad discretas, que por cierto imponía coerciones a los actores, pero que
también les ofrecía recursos, asideros, posibilidades de elección. Aquí, el problema no es ése, metafísico, de la libertad ontológica de los sujetos, sino el de la parte que, a partir de un juego de posiciones y relaciones singulares, toman en la
construcción de lo social en temporalidades particulares.
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JACQUES REVEL
Este giro pragmático, en mi opinión, fue sensible en la mayoría de las ciencias sociales (lo que de ninguna manera significa que deba verse allí una suerte
de conversión general). De la microhistoria a la sociología de las magnitudes y
la economía de las convenciones, es posible identificar versiones que pueden ser
diferentes, desfasadas unas respecto de las otras en función de la agenda propia
de cada disciplina, de sus lógicas internas, de su estilo, pero versiones que, a
grandes rasgos, se comunican entre sí.5 Cada vez encontramos preocupaciones
semejantes por comprender la agency como una relación constantemente movible, constantemente reajustada, entre un juego de recursos y uno de coerciones
que definen a la vez posibilidades de actuar y, antes, disposiciones para la acción en una situación determinada. Un abordaje de este tipo, por lo tanto, hace
del tiempo una variable esencial de la acción. También coloca en primer plano
la relación de las normas con las prácticas, puesto que las primeras participan en
la configuración de la acción social, pero no solamente en cuanto coerciones
prescriptivas: a la vez son recursos a disposición de los actores, ya sea que estén
en condiciones de utilizarlas en servicio de su propio interés o que, en la multiplicidad de las convenciones, locales o más generales, encuentren elementos de
regulación relacional. Las prácticas aparecen como productoras de normas y no
ya solamente como sometidas a éstas (de ahí el redescubrimiento, más bien espectacular, de la dimensión del derecho, largo tiempo descuidado como un formalismo vacío, en el análisis de las acciones e interacciones sociales). A menudo, como sabemos, esta reconsideración de los actores viene de la mano de una
reducción del campo de observación que es el de los historiadores, así como de
los otros especialistas de las ciencias sociales, y que a partir de entonces se impone que ya no se conciba pensar el mundo social como un colectivo holístico,
totalizador. De este modo puede comprenderse la elección, que fue la mía, de
trabajar sobre conjuntos circunscriptos, segmentos sociales particulares, y de tratar de comprender lo que los constituyó como entidades singulares, tanto a sus
propios ojos como para aquellos que en la actualidad se dedican a observarlos.
Este libro no existiría sin la amistosa obstinación de Diana Rabinovich y
Carlos de Santos, a quienes agradezco por su generosidad y paciencia. Varios de
los textos que reúne fueron presentados y discutidos en seminarios que, desde
hace unos diez años, tuve ocasión de dar regularmente en la Argentina. En este
país, al que llegué tardíamente, construí lazos duraderos con colegas y estudiantes que, con frecuencia, terminaron siendo amigos. Este libro les está dedicado.
5. A título de ejemplo, véanse B. Lepetit (comp.), Les­For­mes­de­l’ex­pé­rien­ce.­Une­au­tre­his­toi­re­so­cia­le, París, Albin Michel, 1995, J. Revel (comp.), Jeux­d’é­che­lles.­La­mi­cro-analy­se­à­l’ex­pé­rien­ce, París, Seuil, 1996.