EL TESTAMENTO PICTÓRICO DE MURILLO RESUMEN El presente artículo descubre y analiza una pintura que el autor atribuye a Bartolomé Esteban Murillo. Se trata, según concluye, una de las obras que le encargaron los capuchinos de Cádiz para el retablo mayor de su iglesia conventual, con el tema de la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio, la cual quedó inacabada por fallecimiento del artista. A pesar de su mal estado y del hecho de ser una pintura inconclusa, se aprecian en el lienzo múltiples y muy concretas relaciones con otras obras del pintor, arrojando luz sobre ellas y sobre el desarrollo del referido encargo. ABSTRACT The present article reports the finding and analyses a previously unknown painting by Bartolomé Esteban Murillo which he left unfinished at his death. The work is one of the paintings commissioned by the capuchinos of Cádiz for the large altarpiece of their church. Its theme is the Apparition of the Virgin and Child to St.Felix of Cantalice. Despite being an unfinished work and its poor condition, the canvas is related in many specific ways with other works of the painter. As a result, the painting provides new insights both into the works of Murillo and the making of this commission. PALABRAS CLAVE: Nueva pintura de Murillo. Obra inacabada. San Félix de Cantalicio. Convento capuchino de Cádiz. KEY WORDS: Unknown painting of Murillo. Unfinished work. Saint Felix of Cantalice. Capuchinos, Cádiz. DATOS DEL AUTOR: Alfonso García, 2015 [email protected] Hablaba Plinio de las obras que los grandes pintores de la antigüedad dejaron inacabadas a su fallecimiento, y de la impresión que se recibía al contemplar los trazos interrumpidos. La pintura objeto de este artículo es una de esas obras postreras. En ella, las pinceladas de Bartolomé Esteban Murillo han sido detenidas cuando daban forma a su último impulso creativo, en el que tuvo que enfrentarse, probablemente, a una creciente incapacidad física. La Aparición de la Virgen y el Niño a san Félix de Cantalicio (fig. 1) resulta por ello una pintura emotiva, pero es también una obra difícil de apreciar en un primer golpe de vista. La dificultad para apreciarla se debe tanto a su estado inacabado como al llamativo deterioro que sufre (figs. 2, 3 y 4). No es extraño que haya permanecido hasta ahora como una obra anónima, a pesar de haber estado expuesta públicamente, adornando el crucero de la iglesia parroquial de Santa Marina la Real, en la ciudad de León. La historia de esta pintura se remonta a 1681. Hacia finales de este año el convento capuchino de Santa Catalina, de la ciudad de Cádiz, encargó a Murillo varias pinturas que el propio pintor menciona en su testamento: “Estoy haciendo un lienzo grande del convento de Capuchinos de Cádiz y otros quatro lienzos pequeños y todos los tengo ajustados en nobecientos pesos y a quenta de ellos e rezevido treszientos y çinquenta pesos” (Angulo, 1981, I, 162). El “lienzo grande” del que habla Murillo en su testamento iba a presidir el retablo mayor de la iglesia capuchina con el tema de los Desposorios místicos de santa Catalina, la santa titular del convento gaditano. Como veremos, según el proyecto inicial, el lienzo de los Desposorios iría acompañado en el retablo por al menos dos pinturas laterales, siendo una de ellas la que damos a conocer. 1 Bartolomé Esteban Murillo, Aparición de la Virgen y el Niño a san Félix de Cantalicio. Iglesia de santa Marina la Real (León). Imagen MAS. Las restantes fotografías reproducen obras del mismo pintor, salvo que se diga otra cosa. 2 3 4 2 Parcheado de lienzo en la esquina superior derecha; 3 y 4, otras vistas en las que se aprecia el grave deterioro que sufre la pintura y la rotura del bastidor. Dibujos y bocetos Murillo plasmó sus primeras ideas para el retablo de Cádiz en dibujos sobre papel. Diego Angulo publicó en 1961 dos de estos dibujos. En uno de ellos (fig. 5), Murillo fijó a vuela pluma la composición de los Desposorios, seguramente tras varios estudios previos, pues la complejidad compositiva de la obra ya está completamente resuelta en él. El otro dibujo, trazado en el mismo papel, en su reverso, es un primer y fallido ensayo sobre el tema de la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio (fig. 12), dibujo que está relacionado con la pintura que tratamos. Por las razones que expondré, hay que añadir a estos dibujos que hizo Murillo para el retablo de Cádiz una aguada de San José con el Niño, catalogada con el número 18.427 del Museo del Louvre (fig.25), que constituye un estudio de la pintura que tenía pensado realizar para ser colocada a la misma altura que el cuadro de san Félix, al otro lado del gran lienzo central. Figura 5 5 Desposorios místicos de santa Catalina. Dibujo sobre papel, 133x96 mm. Sotheby´s New York, 2004. Además de algún otro boceto y dibujo que comentaremos, realizó también un pequeño boceto al óleo de los Desposorios místicos de santa Catalina, como paso previo a la ejecución del lienzo definitivo (figs. 6 y 7). Figura 6 Figura 7 6 y 7 A la izquierda, el pequeño boceto al óleo de los Desposorios realizado por Murillo (Los Ángeles County Museum of Art;). A la derecha, el lienzo definitivo que fue terminado por Meneses tras la muerte de aquél, y que se instaló en el altar mayor de los capuchinos de Cádiz. Muerte de Murillo El gran tamaño del lienzo destinado a los Desposorios místicos de santa Catalina, de más de cuatro metros de altura, obligó al empleo de un andamio para pintar en su zona superior. Según Palomino -el Vasari español-, Murillo tropezó al subir al andamio. La caída agravó una dolencia previa que padecía el pintor, de tal modo que “se vino a morir de tan inopinado accidente”. Tal accidente, si realmente ocurrió, hizo que viviera el resto de su vida achacosamente, según dice Ceán Bermúdez recogiendo una tradición que circulaba en la Sevilla del siglo XVIII bajo la influencia de la narración de Palomino. Los elogios que Palomino prodiga en su semblanza de Murillo no cubren enteramente cierta envidiosa inquina, la cual se manifiesta en la manera en que narra su fallecimiento. Dice haber utilizado como fuente a personas próximas a Murillo. Éstas debieron ser gente muy mayor y con los recuerdos confundidos, pues son numerosos y abultados los errores que comete Palomino al escribir sobre el pintor, errores que hacen que el relato sobre su muerte sólo pueda admitirse con reservas. Por una muy sugerente coincidencia en mi opinión, el venerable Miguel Mañara, famoso donjuan arrepentido, amigo de toda la vida de Murillo, cayó desde un andamio mientras supervisaba las obras del Hospital de la Caridad (Arzobispado, pregunta 11). Es raro que dos personas unidas por una larga amistad, como Mañara y Murillo, sufrieran en distintas circunstancias el mismo tipo de accidente, como si fuera algo común entre los personajes del siglo XVII el andar cayéndose de andamios. Más razonable es suponer que ambos coincidieron en el mismo y único percance. No sería descartable, sino muy lógico suponer que así fuera; como Murillo participó en el ornato del Hospital de la Caridad, podemos imaginar que Miguel Mañara, en el momento de su accidente, iba acompañado del pintor. En tal caso, el percance sufrido por Murillo habría ocurrido en circunstancias distintas a las transmitidas por Palomino, y, al menos, tres años antes de su muerte. Y si Mañara resultó milagrosamente ileso del accidente, pudo no sucederle lo mismo a Murillo, causándole un deterioro físico que arrastró hasta el final de sus días. Esta versión alternativa que propongo tiene la ventaja de cuadrar mejor con el testimonio de Ceán Bermúdez, quien parece sugerir que el estado achacoso del artista provocado por la caída tuvo una duración prolongada. En cualquier caso, bien fuera a consecuencia de un accidente o de una enfermedad, Murillo falleció el 3 de abril de 1682 en su casa de Sevilla, ante el escribano que redactaba su testamento. La intervención de Meneses Osorio Tras la muerte de Murillo, el mediocre pintor Francisco Meneses Osorio terminó el gran lienzo de los Desposorios que aquél había comenzado. En esta obra, la labor de Murillo quedó enmascarada casi en su totalidad por la pobre terminación que le dio Meneses y que podemos ver en la figura 7. Meneses respetó el dibujo compositivo de Murillo, pero mientras éste resaltó la forma triangular en la que se inscriben la Virgen, el Niño y la santa, triángulo que ordena y simplifica visualmente la compleja composición (fig. 6), Meneses diluyó la presencia ordenadora de ese triángulo al dar a todo los elementos del cuadro el mismo acabado, colocándolos en el mismo plano de realidad (fig. 7). Por otro lado, la serenidad llena de vida que caracteriza a los personajes de Murillo, ha sido sustituida en el lienzo terminado por Meneses por una especie de languidez estereotipada. Meneses realizó también, íntegramente, el resto de las pinturas que acabaron instalándose en el retablo (fig. 8). En ellas, copia y combina formas de al menos ocho obras de Murillo de variada cronología. La única de estas pinturas que se aparta de la estela de Murillo es el San Miguel, que está inspirado en el que talló Luisa Roldán en 1692 por encargo de Carlos II, salvo en la parte inferior de su cuerpo, que está basado en un San Miguel de Francisco Varela. 8 Bartolomé Esteban Murillo y Francisco Meneses Osorio, pinturas del retablo mayor de la iglesia conventual de santa Catalina, tal y como se exhiben en el Museo de Cádiz. Las pinturas de Meneses que acompañan a los Desposorios se adaptan a un plan iconográfico modificado y a una estructura del retablo nueva, distinta de la concebida originalmente para las pinturas de Murillo. Meneses pintó los dos lienzos laterales inferiores, San Francisco y San José con el Niño, en un momento próximo a la muerte de Murillo, como revela su estilo y la gama de colores empleada, concordantes con otro San José con el Niño que Meneses fecha y firma en 1684 y que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Las tres pinturas restantes del retablo de Cádiz, con un lado curvo y colores más vivos, las añadió varios años más tarde, cuando menos a partir de 1696. Lo deducimos de dos de los ángeles representados en la pintura más alta, de El Padre Eterno, que derivan un lienzo que Meneses fecha y firma en 1696, en el que reproduce el retablo de la Virgen de los Reyes, de la catedral de Sevilla, y los ángeles en él tallados (fig. 9). 9 9 Francisco Meneses Osorio, Retablo de la Virgen de los Reyes, de la catedral de Sevilla. Museo San Gregorio (Valladolid). Meneses fue un decidido creador de pastiches murillescos, para cuya realización pudo inspirarse incluso en su colección particular de obras de Murillo -y que cabe suponer estaría constituida también por bocetos y dibujos, a los que pudo acceder como miembro y mayordomo de la academia de dibujo que fundó Murillo-. A esta colección se refiere en su testamento, al legar a su hermana Antonia Osorio “uno de los cuadros de Bartolomé Murillo que se hallare el día de mi fallecimiento, el cual la dicha mi hermana escogiere de los que tengo pintados de mano del susodicho” (Kinkead, 135). A Meneses y a otros seguidores, como Tovar en pleno siglo XVIII, les son atribuibles más de medio centenar de las pinturas que figuran erróneamente como obra de Bartolomé Esteban Murillo en los más recientes catálogos publicados. Un pesado lastre que rebaja injustamente la consideración que merece su genio artístico. La enmarcación Hay un indicio de que el retablo-marco en que se iban a colocar originariamente las pinturas se encomendó al retablista Bernardo Simón de Pineda, quien ya había colaborado con Murillo en ocasiones anteriores: tras el fallecimiento del pintor, sus albaceas consignaron una deuda de “Bernardo de Pineda” a favor de la masa hereditaria de 1.320 reales (Angulo, 1981, I, 167). Esta deuda no figura entre las reseñadas por Murillo en su testamento. Tal discordancia entre el testamento y el inventario se explicaría si interpretáramos que dicha cantidad fue entregada por Murillo al retablista como un pago a cuenta de la enmarcación que iba a hacer de las pinturas de Cádiz, entrega que por su naturaleza no generaba en principio una deuda dineraria a consignar en el testamento, sino una obligación de hacer, cuyo incumplimiento no cabía presuponer mientras vivía el pintor. Las pinturas de Cádiz, con la labor de Murillo y los lienzos de Meneses, acabaron instalándose en un retablo-marco barroco decorado con columnillas salomónicas, según deducimos del testimonio del conde de Maule, publicado en 1813, que refleja el disgusto propio de esos años por los excesos del barroco: “tantas columnitas tortuosas corintias que se elevan sin proporción del altar, lo echan a perder” (de la Cruz Bahamonde, 170). Pueden dar idea de su aspecto las columnillas que flanquean el sagrario de la iglesia parroquial de Bornos (Cádiz), obra realizada en 1706 por Juan de Valencia, discípulo de Bernardo Simón de Pineda. Poco después del testimonio del conde de Maule el retablo barroco fue sustituido por otro de estilo neoclásico, de Manuel Fernández (Alonso de la Sierra, 453), de modo que en el inventario del convento del año 1835 se describe el nuevo retablo “de madera pintada imitando jaspe”. Este retablo neoclásico es el reproducido por las fotografías tomadas antes de la demolición del convento, perpetrada a finales del siglo XX (fig. 10). 10 10 El retablo tal y como se hallaba en el altar mayor de la desaparecida iglesia conventual de santa Catalina, Cádiz. Tarjeta postal de Garrabella. El retablo según el proyecto de Murillo El retablo que ha llegado a nuestros días con las pinturas de Meneses integra seis lienzos. Su estructura no puede ser la misma que concibió Murillo, quien menciona en su testamento no seis, sino cinco lienzos. Por otro lado, no hay que suponer forzosamente que las cinco pinturas que le encargaron los capuchinos estuvieran destinadas al altar mayor. Puede ser que, en el proyecto inicial, el gran lienzo de los Desposorios fuera acompañado únicamente por dos pinturas laterales: la de San José con el Niño, para la que realizó una aguada, y la de la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio conservada en León (figs. 24 y 25). Apoya esta hipótesis el hecho de que Meneses, en su intervención posterior, siguiera en un principio dicho esquema, con sólo dos pinturas laterales. Tal estructura únicamente obligaba a una modificación, relevante pero parcial, del retablo preexistente, en cuya parte no destinada a las pinturas estaría representado inexcusablemente san Francisco. Fue más tarde, como ya hemos comentado, probablemente en los últimos años del siglo XVII, cuando los capuchinos decidieron añadir tres pinturas más al retablo, incorporando las tres que siguen la línea curva superior. Otras pinturas del convento Si de las cinco pinturas encargadas a Murillo sólo tres lo eran para el altar mayor, las dos restantes estarían destinadas a otros altares de la iglesia, o a alguna dependencia conventual. Una de ellas sería una Inmaculada prevista en el legado ordenado por Bartolomé Luis Hurtado a favor del convento gaditano. En su testamento, que se abrió el 5 de mayo de 1681, dispuso: “quiero que el dicho Morillo pinte un quadro de la Concepción…, que se coloque en una de las capillas de la iglesia, y se le den de mis bienes cien pesos” (Angulo, 1981, II, 367). No es seguro que Murillo llegara a iniciar esta Inmaculada. Quizá esté relacionado con ella un dibujo de este tema que presenta pequeños borrones, como si le fallara el pulso de la mano al realizarlo (fig. 11). Desde luego, no es de él una pintura de la Inmaculada (Museo de Cádiz) que adornó la capilla del sagrario, a pesar de la atribución tradicional al pintor; ni tampoco una Estigmatización de san Francisco (igual museo) en otro altar, obra del mejor Meneses, quien la ejecutó inspirándose en un boceto muy anterior de Murillo conservado en el Wellington Museum de Londres. Figura 11 11 Inmaculada. Dibujo sobre papel, 193x130 mm. Museo del Prado Es posible que la quinta pintura encargada por los capuchinos a Murillo fuera un San Félix de Cantalicio y el Niño Jesús. Murillo alcanzó a realizar un boceto con este tema, cuya fotografía ilustra erróneamente el nº 328 del catálogo elaborado por Valdivieso (fig. 40, derecha). Un lienzo atribuido hasta ahora a Murillo, pero con un estilo propio de Meneses, adapta la composición de dicho boceto a un formato cuadrado. Es probable que a esta pintura de Meneses en formato cuadrado se refiera el inventario de 1835, hecho durante la desamortización, que describe en la portería del convento un óleo “de dos varas en cuadro con S. Félix de Cantalicio” (AHPC, Secc. Hacienda, sig. 1235, exp. 22, 4º inventario). Ponz cita en 1794, formando parte de la colección de José M. de Murcia, comerciante establecido en Cádiz, “un borroncito de Murillo que representa a San Félix de Cantalicio” (Ponz, XVIII, carta 1, párrf. 57). Tal “borroncito” podría ser el referido boceto, o un estudio previo de la pintura conservada en León. Con el lienzo conservado en León y el boceto citado (fig. 40), se habrían previsto dos representaciones de san Félix en el mismo encargo. Esta duplicidad no es extraña, pues se dio también en las pinturas que realizó Murillo para los capuchinos de Sevilla (figs. 15 y 16). Da la impresión de que, tanto en el convento capuchino de Sevilla como en el de Cádiz, se tuvo la intención de ilustrar las dos visiones divinas que tuvo el entonces beato, dentro de una estrategia orientada a promocionar especialmente su figura de cara a un futuro proceso de canonización y al reconocimiento de quien acabaría siendo el primer santo de la orden capuchina. Hubo también en el convento, sobre la puerta de la sacristía, un Ecce Homo de Murillo, que actualmente se exhibe en el Museo de Cádiz. Según el criterio de Curtis, esta pintura es el original al que copia el Ecce Homo del Museo de El Paso -aunque Angulo, y al parecer Valdivieso, lo entienden al contrario-. La documentación apunta a que los capuchinos de Cádiz no recibieron el Ecce Homo como consecuencia de un encargo directo al artista, sino por donación o depósito de la familia de la esposa de don Benito Picardo, quien figura como síndico mayor del convento en 1835, según el reseñado inventario. Respecto al legado del comerciante genovés Giovanni Bielato en favor de los capuchinos de Cádiz de “doce admirables pinturas de Murillo”, según publicó en 1690 el padre de la Concepción, responde a una pretensión infundada o a un error, puesto que el testamento del comerciante, publicado por Langasco, sólo menciona cuadros de Murillo dejados al convento capuchino de Génova, y no hay rastro de la presencia de tal cantidad de pinturas de Murillo en el convento gaditano. Parece, por tanto, que la liberalidad del genovés hacia el convento de Cádiz consistió exclusivamente en un legado de dinero en metálico. . La nueva pintura de Murillo Pasamos ya al análisis de la pintura que damos a conocer en este artículo, de la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio (fig. 1), El lienzo está muy deteriorado y carece de marco. Sufre roturas, pérdidas de materia pictórica y abolsamientos del soporte. En la esquina superior derecha, una tela de estructura más gruesa parchea la pérdida de lienzo original en esta zona (fig. 2). A todo ello hay que añadir las salpicaduras blancas que le fueron vertidas durante una reparación en la bóveda del templo leonés. La tela presenta, igualmente, orificios que parecen consecuencia de disparos efectuados desde su frente y desde su parte posterior, como si los hubiera recibido durante un accidentado traslado, y que la marcan como posible testimonio de los episodios sufridos durante la ocupación napoleónica por el convento franciscano de Sahagún, lugar donde estuvo previamente según la hipótesis que formularemos. Para examinar esta pintura en su situación actual hay que enfrentarse, pues, a su mal estado, y también a la altura a la que está colocada. En estas condiciones, se imponen al observador las partes más evidentemente inacabadas de la obra, que pueden tomarse por torpezas propias de un pintor poco competente, lo que ha contribuido a que haya permanecido hasta ahora como una obra anónima. Sin embargo, un examen cuidadoso permite apreciar que sus aparentes imperfecciones no son tales, sino que responden a los rasgos bosquejados de una pintura inacabada; de una pintura magistral que ha quedado suspendida en una fase intermedia de ejecución, circunstancia que la hace especialmente idónea para estudiar la técnica de Murillo. Hay un dibujo que sirvió de punto de partida a esta pintura. Tal dibujo fue objeto de un breve intercambio de pareceres entre Diego Angulo y Jonathan Brown (fig. 12). Está trazado sobre un papel en cuyo reverso dibujó Murillo el diseño compositivo de los Desposorios místicos de santa Catalina, lo que llevó a Angulo a deducir que aquel dibujo, aunque no respondía a ninguna pintura de Murillo por él conocida, sería un estudio previo para uno de los cuadros del retablo encargado por los capuchinos de Cádiz, identificando al santo representado como san Félix de Cantalicio (Angulo, 1961, 14-15). Figura 12 12 La composición del dibujo sobre papel (a la izquierda, Sotheby´s New York, 2004), que fue tachada de errónea por el propio Murillo, se ha rectificado en el lienzo de León. Frente a Angulo, Jonathan Brown objetó que aunque san Félix era un tema apropiado para una iglesia capuchina, no se ejecutó finalmente una pintura de este santo como consecuencia del encargo, y que la ausencia de atributos en el dibujo sobre papel no permitía una identificación definitiva del santo (Brown, 1976, 184). Angulo replicó a Brown insistiendo en las mismas conclusiones: “Respecto de la Virgen con el Niño y un religioso de la colección Mortimer de Londres y que existe al dorso del de los Desposorios de Santa Catalina que comenté en estas mismas páginas como probablemente S. Félix de Cantalicio, sigo creyendo que casi seguramente representa a ese santo por su específica importancia dentro de la orden, por haberse trazado indudablemente en el mismo papel y supongo que con el mismo destino que los Desposorios de Santa Catalina. Si no llegó a pintarse, pudo proyectarse para la parte baja del retablo que parece evidente no llegó a terminar” (Angulo 1977). La conclusión de Angulo, identificando al santo como san Félix, se basa más en una certera intuición que en el contenido concreto del dibujo. Como Brown, Angulo no llegó a captar el detalle existente en él que sirve para identificarlo. En este dibujo, Murillo escribió en vertical las palabras “la erre”, por “la erré” o “lo equivoqué”, expresando así que la composición dibujada tenía un defecto que obligaba a descartarla o a subsanarla. Debajo de esas palabras hay unos trazos en principio confusos en los que Angulo creyó ver las letras “J.S…”, como rasgos de una firma, y Brown, las iniciales del pintor (fig. 13). La verdad es que, por muy buena voluntad que ponga uno, no hay manera de leer tales letras en esas líneas. Su significado es, en realidad, muy distinto. En los dibujos realizados de forma apresurada por Murillo algunas líneas tienen aspecto caligráfico, sin ser realmente letras, incluso abstracto, aunque sean siempre representaciones figurativas. El significado de tales trazos, en el dibujo que comentamos, lo da su comparación con el saco o alforja representado por Murillo junto a san Félix en la pintura que hizo para el retablo capuchino de Sevilla (figs. 13 y 14). Es evidente que esos trazos no son letras. Podríamos concluir que dibujan la alforja o saco en el que san Félix llevaba los panes que recibía como limosna, que es el atributo del santo con que más frecuentemente se le representa. Ahí está, creemos, el atributo que lo identifica y que Brown echaba en falta. Figura 13 Figura 14 La existencia de este dibujo sobre papel llevó a Diego Angulo a suponer que Murillo tenía proyectado realizar para los capuchinos de Cádiz una pintura con el tema de la aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio. Sin conocer la pintura de León, y planteándonos que Murillo empezó efectivamente la pintura de S. Félix, es lógico suponer también que la hubiera dejado sin terminar, como sucedió con los Desposorios, por haber fallecido durante la ejecución del encargo. Igualmente, es previsible que su composición rectificara de algún modo la plasmada en el dibujo, que fue tachado de erróneo por el propio Murillo. Las tres previsiones se cumplen en la pintura de León por la identidad del tema representado en la obra, la ejecución interrumpida, y su composición modificada respecto al dibujo, que supera los inconvenientes que este presentaba. La comparación entre el dibujo sobre papel y la pintura conservada en León nos da la oportunidad de seguir el proceso creativo de Murillo (fig. 12). Vemos cómo surge la idea inicial; como el primer diseño dibujado le plantea un problema compositivo que tantea resolver en el mismo papel con una solución que luego rechaza, y como, finalmente y en la pintura, resuelve la composición con un golpe de ingenio. En el dibujo, la Virgen aparece de pie, con el Niño Jesús en sus brazos. San Félix los contempla de rodillas, en perfil perdido y dando la espalda al espectador. A la derecha del santo hay un espacio libre que estaría destinado a ser ocupado por la alforja de limosnero, atributo con el que Murillo lo había ya representado en las dos pinturas del convento de Sevilla. Murillo detiene la ejecución del dibujo al darse cuenta de un primer problema: al situar al santo de espaldas al espectador contemplando a la Virgen y al Niño, se supone que éstos se hallan más al fondo, a cierta distancia, y que la figura del santo es la más cercana. En consecuencia, el cuerpo de san Félix debería tener un tamaño aparente mayor que el de la Virgen, lo que no sucede en el dibujo. La solución de agrandar la figura del santo tendría el efecto de reducir el espacio existente a la derecha destinado a la alforja de limosnero. Parece que Murillo se plantea este inconveniente y prueba a dibujar la alforja ocupando el mínimo espacio posible, junto al cuerpo del santo, con los trazos de aspecto caligráfico que hemos comentado (fig. 13). El resultado no es satisfactorio y acaba descartando la composición escribiendo en el dibujo “la erré”. Desechado el dibujo, reutilizó el mismo papel para trazar unas líneas verticales paralelas. Estas líneas diseñan el motivo arquitectónico, apenas perceptible, representado junto al borde izquierdo del gran lienzo de los Desposorios (figs. 7 y 12). En la pintura conservada en León se han resuelto los problemas planteados en el dibujo (fig. 12). Se ha rectificado la excesiva verticalidad lateral que imprimía la Virgen en el dibujo, representándola sentada. El santo está ahora girado hacia el espectador y con el Niño entre sus brazos. El cuerpo de san Félix se ha agrandado de forma que alcanza prácticamente el borde del lienzo. Ya no queda espacio a la derecha para representar la alforja. Entonces, ¿dónde está el atributo del santo? Murillo adopta aquí una solución muy original. En uno de los cuadros del convento capuchino de Sevilla, Murillo representó a san Félix sosteniendo al Niño Jesús con las manos desnudas, y en el otro, con una tela ligera (figs. 15 y 16). En el cuadro de León, lo que hace es servirse del propio saco de limosnero para sostener al Niño. Con esta ingeniosa solución, Murillo resuelve la falta de espacio que se planteaba en el dibujo, y de paso, al yuxtaponer la figura del Niño Jesús y la alforja de los panes, añade un evidente contenido simbólico. Figura 15 Figura 16 15 y 16 Las dos representaciones de san Félix en el convento capuchino de Sevilla. La pintura resulta finalmente muy modificada respecto al dibujo, sobre todo porque las figuras de la Virgen y el santo se adaptan a una composición distinta, derivada de una acuarela que veremos más adelante. No obstante, se mantienen ciertos vínculos entre ambas obras. Además de resolverse en la pintura el problema de espacio planteado en el dibujo para el atributo del santo, hay algunos detalles comunes: en ambas, san Félix, de rodillas, se sitúa a la derecha, a una altura inferior, y la Virgen a la izquierda, con los pies sobre una nube, nube que ocupa el mismo lugar en el dibujo y en la pintura. Otro detalle común es la manga de la túnica de la Virgen, que cae de una forma peculiar, ensanchándose acentuadamente desde el hombro hasta el codo. La forma de esta manga quizá tenga que ver con la calidad de unas sedas recién adquiridas por el pintor de un tejedor del barrio sevillano de La Alameda, “de cuio nombre no me aquerdo”, adquisición que menciona en su testamento. Por último, en el dibujo, junto a las rodillas del santo, se ha trazado una línea curva que podría interpretarse como un pliegue de su hábito, o como contorno de la nube que sostiene a la Virgen, si no fuera por la correspondencia que tiene en el cuadro de León con la forma semiesférica de color claro que emerge del borde inferior del lienzo, cuyo significado se me escapa (figs. 17 y 18). Para Murillo esa línea curva no era un detalle irrelevante, pues cuida de representarla tanto en el dibujo como en la pintura. Tal detalle, en apariencia nimio, es el que muestra más inequívocamente el vínculo entre este dibujo y la pintura de León. Figura 17 Figura 18 17 y 18 La extraña línea curva que emerge del límite inferior en la pintura de León y en el dibujo previo. Las modificaciones introducidas en el cuadro de León respecto a este primer dibujo derivan, en gran parte, de la influencia del esquema que refleja una acuarela del British Museum (figs. 19 y 20). Esta acuarela podría ser el estudio previo de un “lienzo de devozión de Santa Cathalina Mártir”, hoy perdido, el cual menciona Murillo en su testamento, en el que ordena su entrega, ya “acavado y perfiçionado”, a quien lo había encargado, un tal Diego del Campo. Figura 19 Figura 20 19 y 20 Paralelismo en la composición del dibujo de los Desposorios místicos de santa Catalina (British Museum) y del cuadro conservado en León. La pintura de san Félix recibe así la influencia de una obra cercana y, a su vez, proyecta su influencia en otra obra simultánea: durante la realización de los Desposorios místicos de santa Catalina y del cuadro de san Félix, éste produjo una evidente interferencia en el de los Desposorios. Si observamos los Desposorios místicos de santa Catalina, veremos que el gran lienzo sigue bastante fielmente las formas plasmadas en su pequeño boceto previo (figs. 6 y 7). Sin embargo, se introdujo una alteración llamativa, ya señalada por Jonathan Brown, que afecta al ángel mancebo situado más a la izquierda, pues la postura de uno de sus brazos y las vestiduras con que se representa al ángel en el boceto previo han sido modificados en el lienzo definitivo (en detalle en las figs. 21 y 22). Figura 21 Figura 22 La razón de estas modificaciones en la figura del ángel constituían para mí un pequeño misterio que ha quedado desvelado a la vista de la pintura que damos a conocer. En efecto, la causante de estos cambios en el ángel de los Desposorios es la pintura de la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio conservada en León. En ella, el modo en que cae la vestidura del ángel femenino, así como el gesto de su brazo, lo hacen semejante al referido ángel del boceto de los Desposorios (figs. 21 y 23). Figura 23 Murillo debió de advertir la similitud entre los dos ángeles que, además, habrían quedado muy próximos una vez montadas ambas pinturas en el retablo. Para evitar el carácter repetitivo de los dos ángeles, se modificó el ángel de los Desposorios en el lienzo definitivo, con el resultado que vemos en la figura 22. Que se subsanara la excesiva semejanza de estos aspectos de los dos ángeles modificando el ángel de los Desposorios, y no el del cuadro de León, apunta a que la ejecución de este último estaba más avanzada. Esto no es extraño: muy probablemente, el cuadro de san Félix se inició antes que el de los Desposorios. Parece respaldarlo el hecho de que el dibujo de la Aparición de la Virgen y el Niño a san Félix de Cantalicio sea anterior al dibujo de los Desposorios. Este orden temporal en la realización de los dos dibujos lo confirma el que se recortara la cabeza de la Virgen en el desechado dibujo de la aparición a san Félix con el fin de adaptar el formato del papel a la composición los Desposorios trazada en el reverso (figs. 12 y 5). Y también, el pulso más firme que muestra el dibujo de san Félix, frente a las líneas temblorosas que se pueden observar en el otro. La modificación del referido ángel confiere nuevo sentido al dibujo sobre papel de los Desposorios (fig. 5). Este dibujo no hay que entenderlo como un estudio previo respecto del boceto al óleo, como pudiera pensarse en principio, sino como un dibujo posterior a él, en el cual Murillo ha comprobado con trazos rápidos el efecto que producirá en la composición el ángel ya rectificado, con las formas que tendrá en el lienzo definitivo. El proceso seguido respecto de este ángel nos muestra a un Murillo que trata de evitar repeticiones, pero preocupándose siempre por la composición general. La capacidad compositiva de Murillo, que parece una de sus cualidades naturales, va acompañada, como hemos visto, por un trabajo cuidadoso, en el cual, la modificación de un elemento secundario, como es el ángel, le obliga a comprobar su efecto en el esquema general de la obra. El lienzo de León tiene una altura de 195 centímetros. Posiblemente, contando con el marco superior, alcanzaría la mitad de la altura de la pintura de los Desposorios. Respecto al ancho, tal y como está montado actualmente en el bastidor, mide 118,5 cm. Originariamente su anchura era algo mayor, pues parte de la tela pintada, donde no ha sido recortada, cubre hoy el canto del bastidor en uno de sus lados, con tres centímetros más (fig. 3), mientras que en el otro lado, el lienzo está recortado al ras. Puede ser que el ancho original fuera de 128 cm, como el San José con el Niño de Meneses, que sustituyó en el retablo a la pintura de san Félix. El bastidor es moderno, muy endeble y está quebrado. Por su causa la pintura corre riesgo de un destrozo aún mayor del que sufre. Este bastidor sostiene también una tela de colcha que lo protege por su parte posterior e impide examinar el reverso original del lienzo. En la esquina superior izquierda se ha pintado un límite curvo a la obra, con el fin de adaptarla a la enmarcación que tendría en el retablo, y que sirve para señalar su ubicación a la izquierda del gran lienzo central. Esta forma de delimitar la pintura con una esquina curva es muy parecida a la que empleó también, por ejemplo, en la obra de Tomás de Villanueva orando ante el crucifijo, del Museo de Bellas Artes de Sevilla. Pasando a la estructura de la composición, su aparente sencillez y naturalidad está basada en un sofisticado engranaje de recursos. Uno de sus ejes lo constituye la figura de la Virgen en su relativo aislamiento, alrededor de la cual se dispone el resto de los elementos del cuadro. Otro eje lo crea una línea diagonal que, arrancando de la esquina superior izquierda con un ángulo de 45º, sirve de referencia para situar a los protagonistas de la pintura (fig. 24). El Niño Jesús es otro de los centros de atención, cuya figura no se resalta con un recurso formal, sino por la claridad de su cuerpo y de la tela en que se asienta. 24 y 25 El cuadro de León (a la izquierda) y el dibujo de San José con el Niño (Musée du Louvre) como pinturas previstas para los laterales del retablo capuchino de Cádiz. Figura 24 Figura 25 Respecto a los ángeles y las nubes que los coronan, se disponen en su conjunto en una forma simétrica con el árbol que orla a san José y al Niño en el dibujo de la figura 25, estableciendo una relación con la pintura que iría emparejada con ésta en el retablo al otro lado del lienzo central. La correspondencia entre ambas obras la acentúa el foco de luz utilizado, que ilumina el pecho de san José en una zona coincidente a como lo hace en la Virgen del cuadro de León (figs. 24 y 25), y también en el recorte curvo que se insinúa en el dibujo, en la esquina superior derecha, simétrico respecto al existente en dicha pintura. El dibujo de San José con el Niño (fig. 25) está ejecutado con trazos rápidos, casi abstractos en la representación del fondo. Expresa el innato sentido compositivo de Murillo y un tratamiento muy definido de la luz. La pintura de Meneses que se instaló en el retablo difiere bastante del dibujo de Murillo (fig. 27). Sin embargo, la intención inicial de Meneses fue la de seguirlo fielmente. Para ello realizó una segunda aguada, conservada también en el Museo del Louvre, en la que Meneses copia el dibujo de Murillo en una versión más minuciosa, pero sin la fuerza de sus sombras, y en la que la ligereza del san José dibujado por Murillo se ha tornado, por mano de Meneses, en un cuerpo pesado, con un rotundo pie clavado en el suelo (fig. 26), pie cuya desproporción es típica de Meneses. El otro pie queda oculto tras la figura del Niño en este dibujo. Ambas figuras se estorban, y a la vez se expanden hasta tocar los bordes de la obra, como a veces suele ocurrir en las Figura 26 Figura 27 composiciones de este seguidor de Murillo. 26 y 27 Meneses Osorio realizó una versión del dibujo de Murillo, del cual solo aprovechó para la pintura al óleo (a la derecha) la cabeza del niño Jesús y la discordante inclinación de hombros de san José. La pintura que Meneses realizó finalmente para el retablo se aparta de la composición dibujada, ya que optó por realizar una copia combinada de varias obras de aquél. Pero Meneses dejó en la pintura huellas de su propio dibujo, en particular, en el rostro del Niño Jesús y en la disposición de los hombros de san José (figs. 26 y 27), hombros que son coherentes en el dibujo pero no en la pintura; en el lienzo, los hombros mantienen la misma inclinación que en el dibujo, a pesar de representar ahora el resto del cuerpo del santo frontalmente y con el paso cambiado, lo que produce una postura corporal imposible en un san José contrahecho (fig. 27). Señalemos al margen que las dos aguadas comentadas de san José con el Niño del Museo del Louvre (figs. 25 y 26), que atribuimos a Murillo y a Meneses respectivamente, pese a su diferente calidad y estilo, fueron atribuidas ambas a Murillo por Baticle y Brown; y por Manuela Mena a Lazzaro Baldi, a cuyo criterio se adscribió Brown posteriormente. Hay en el cuadro de León un doble registro de luz, que es el que genera magistralmente la perspectiva aérea: los personajes principales están iluminados por una luz natural más intensa, mientras que los ángeles lo están por un tipo de luz más suave y autónoma, matizada por el resplandor del rompimiento de gloria. El rompimiento de gloria está presidido por un fondo de color ocre dorado que, como en la Inmaculada de los Venerables, se oscurece suavemente a la izquierda por una mancha informe. A la derecha, una negra nube enlaza con los dos ángeles. Dentro de esta nube, usando su mismo pigmento, se ha pintado la cabeza en escorzo de un ángel niño poco visible. Es una versión invertida y muy cercana a la de un ángel que aparece en un dibujo de San Francisco de Paula (fig. 28). Tal dibujo fue descubierto por Alfonso Pérez Sánchez en la Biblioteca Nacional de España. Su atribución a Murillo, que Brown rechazó, está confirmada por su relación con un pequeño cobre aparecido recientemente. Figura 28 28 San Francisco de Paula. Dibujo sobre papel. Madrid, Biblioteca Nacional de España (A.B 1708). Descubierto por Alfonso E. Pérez Sánchez. Las nubes y el fondo ocre dorado están prácticamente terminados. No ocurre lo mismo con los personajes de la pintura, como evidencia el hecho de que, de las cuatro alas previsibles de los ángeles mancebos, sólo se haya iniciado el bosquejo de una de ellas. Como se aprecia, el procedimiento es el de pintarlas sobre el fondo ya terminado, sin una reserva previa para el espacio que van a ocupar las alas, lo que le permite definir más libremente su forma durante la ejecución de la pintura y fusionar sus pigmentos con el fondo. El estado inacabado se manifiesta también en las vestiduras de los personajes. Respecto a los rasgos anatómicos, el grado de ejecución es desigual. Sirven de ejemplo las manos de la Virgen y las de san Félix, que presentan diferentes etapas de realización. El figura 29 vemos que la mano derecha de la Virgen es la menos trabajada: está sugerida por trazos desdibujados que insinúan la silueta de los dedos. Sobre ella, su mano izquierda está mucho más próxima a su terminación, con un delicado sfumato frecuente en Murillo. Un paso intermedio de ejecución es el que reflejan las manos de san Félix, que están perfiladas y sombreadas con pinceladas diluidas. En una de estas manos del santo se aprecian las uñas de los dedos, que no se han iniciado aún en la otra (fig.30). Figura 29 Figura 30 Figura 31 Figura 32 Figura 33 La Virgen, sedente, con los pies sobre una pequeña nube, y con la disposición de su manto, responde a un tipo que se repite en el período final de Murillo; esta forma de representarla la encontramos también en los Desposorios y en La Virgen con el Niño entregando pan a unos sacerdotes (figs. 31, 32 y 33). El manto azul cae de los hombros en forma muy semejante respecto a este último cuadro (figs. 32 y 33). Curiosamente, comparando el gran lienzo de los Desposorios y el cuadro de León, vemos que, en las piernas, el borde del manto describe una misma línea de caída, a pesar de caer por diferentes lugares en relación al cuerpo de la Virgen (figs. 34 y 35). En estas dos fotografías se constata, además, la diferente calidad de las sombras: Meneses, sobre los pliegues de la túnica cuyo dibujo procede del boceto de los Desposorios, ha aplicado unas sombras predominantemente homogéneas, opacas y sin transparencias (fig. 34), que contrastan con la sutileza de Murillo en el cuadro de León (fig. 35). Figura 34 Figura 35 La túnica de la Virgen es un ejemplo de la habilidad técnica de Murillo, quien con unas pocas pinceladas, solo bosquejadas, ha sabido transmitir la textura de una tela de seda y el matizado brillo que se refleja en el hombro y en parte del pecho. La manga visible de la túnica va ensanchándose en su caída desde el hombro hasta el codo de forma marcadamente triangular, muy original dentro de la producción de Murillo, quien, como ya hemos comentado, la había prefigurado así en el dibujo sobre papel. Como era norma en Murillo, el cuello de la túnica se remata por la estrecha franja blanca de la camisa, que ha sido empezada con trazos muy sumarios. La cabeza de la Virgen, aún inacabada, es otro detalle de la pintura que evidencia la inconfundible calidad de Murillo. El reflejo de luz en el cabello, la forma del lóbulo de la oreja, todavía muy difuminada, la suavidad de la pincelada y los rasgos del rostro tienen como precedente más remoto en su producción la pintura de las Santas Justa y Rufina, obra realizada por Murillo hacia 1666 para el retablo mayor de los capuchinos de Sevilla. El atractivo rostro de una de las santas (fig. 36) retrata a una muchacha, casi una niña, que reaparece unos trece años más tarde, con una belleza más madura, en La Virgen con el Niño entregando pan a unos sacerdotes, del Museo de Bellas Artes de Budapest (fig. 37). Figura 36 Figura 37 La semejanza de la Virgen de León con estas dos obras es innegable (fig. 38). En la medida en que sus facciones individualizadas la separan levemente de estos dos modelos, la aproximan a la Virgen con el Niño del Metropolitan Museum (figs. 38 y 39) Figura 38 Figura 39 en el sentido de retratar, tanto en la Virgen de León como en la del Metropolitan a la misma modelo real, empleando igual paleta y similares detalles de factura. Ambas coinciden además con la de Budapest en la expresión profundamente ensimismada, cuyo efecto ha conseguido Murillo velando los ojos, haciendo casi desaparecer su mirada bajo la sombra de los párpados. En los cuadros del Metropolitan y de Budapest, la cabeza de la Virgen se halla tocada por un velo marrón que cae por los hombros. En la Virgen de León, el velo, también marrón, no cae por los hombros sino que se dispone completamente enrollado sobre el cabello, manteniendo en él, en consecuencia, una silueta distinta (fig. 38), pequeño detalle y variación que indudablemente está tomado del natural. Respecto a la figura de san Félix, viste hábito y cordón franciscano. Conforme era usual, está pintado como un anciano. Sus rasgos presentan estrechas relaciones con otras obras del pintor, particularmente con el ya citado boceto de San Félix de Cantalicio y el Niño Jesús (fig. 40). 40 La figura de san Félix en el lienzo de León es muy próxima a la del boceto (a la derecha, Sotheby´s London, 2010) que pudo haber realizado también Murillo para los capuchinos de Cádiz. Tanto el Niño Jesús como la alforja sobre la que descansa distan de estar terminados. Aun así, expresan la maestría de Murillo en el tratamiento de la luz; una luz natural, diurna, que los ilumina lateralmente sin romper la calidez general de la obra. Unos pliegues de la alforja, aun esquemáticos, resaltan el contorno del Niño Jesús, cuyos detalles anatómicos son típicos del pintor (fig. 30). Sus modelos más próximos se hallan en la Gloria de ángeles niños, de la Woburn Abbey, en la Magdalena penitente, del Wallraf-Richartz Museum, y en la Inmaculada de los Venerables, del Museo del Prado. El cabello y la frente del Niño parecen incorrectos por poco trabajados, pero se ve en los rasgos de su rostro una versión en escorzo de las facciones del Niño Jesús en la Virgen de la servilleta (fig. 41), pintura que originalmente estuvo en el refectorio de los capuchinos de Sevilla y que habría que plantear situarla en el período final de Murillo. La mano derecha de la Virgen en esta obra ha servido también de inspiración para la misma mano de san Félix en el cuadro de León, incluida la peculiar flexión de su dedo meñique. 41 41 Virgen de la servilleta. Imagen MAS. La Virgen de la servilleta deja sentir también su influencia en los Desposorios, en particular en la postura del cuerpo del Niño Jesús y en el arranque del paño blanco que lo cubre. Incluso, podría decirse que el tema de la Virgen de la servilleta es, en cierto modo, el mismo del cuadro de León, pues según la hipótesis que proponemos, la Virgen de la servilleta podría titularse también como Visión de san Félix de Cantalicio. Siempre se ha destacado de aquella pintura la forma en que el Niño Jesús dirige su intensa mirada a quien contempla el cuadro, mirada que queda subrayada por el gesto de su cuerpo, dirigido también hacia el espectador. Esta manera de representar al Niño Jesús en la Virgen de la servilleta concuerda con la narración de la aparición de la Virgen y el Niño a san Félix de Cantalicio transmitida por Rosi, según el cual, en los primeros instantes de la aparición y antes de arrancarse el Niño Jesús hacia el santo, “saliendo de entre los brazos de su madre”, estuvo “fixando buen rato sus ogitos en frente de su humilde siervo” (Rosi, 68). Si esta interpretación de la Virgen de la servilleta fuera acertada, la pintura sería la representación de una escena en la que uno de los protagonistas queda fuera del cuadro, convirtiendo a cada persona que se coloca frente al lienzo en la encarnación del santo que está teniendo la visión celestial. Al convertir al espectador en la encarnación de uno de los personajes de la escena representada, Murillo estaría empleando en la Virgen de la servilleta el mismo juego que Velázquez en Las meninas. La obra de Rosi fue publicada en los primeros años del siglo XVIII. Si bien, declara como fuentes que ha utilizado, además de las crónicas de Boverio, “unos manuscritos antiguos de las cosas memorables de los capuchinos de la provincia romana” (Rosi, 222), por lo que las partes que hemos transcrito de la narración de Rosi sobre la aparición de la Virgen y el Niño a san Félix de Cantalicio, si no son de su propia cosecha, pudieron ser conocidas en tiempos de Murillo mediante el mismo tipo de fuentes manuscritas, o por algún escrito atribuido al gaditano fray Alonso Lobo, quien figura como único testigo de la aparición. Dos ángeles contemplan desde lo alto al santo y al Niño (fig. 42). Su actitud y su dualidad masculina y femenina tienen como precedente remoto los dos ángeles análogos representados en la pintura de El jubileo de la Porciúncula, que presidió el altar mayor de los capuchinos de Sevilla. Figura 42 El ángel de la derecha apoya su mano en una pequeña nube, redondeada y plomiza, que tiene su equivalencia, dentro del anteriormente citado dibujo de San Francisco de Paula, en la nube que sostiene a un ángel con el lema del santo. En contraste, el ángel de la izquierda, a pesar de estar solo bosquejado, presenta unas facciones delicadamente femeninas. En su rostro falta por definir la forma de los ojos; su mirada sólo está sugerida por dos manchas oscuras que marcan la sombra de las cuencas oculares. Su ala bosquejada se segmenta en su arranque en una forma redondeada propia del ala posterior de una mariposa (fig. 43). Una forma semejante existe en las alas de los dos ángeles que coronan el boceto de los Desposorios (fig. 44), y desaparece en el lienzo definitivo terminado por Meneses (fig. 45). Se aprecia además, en estas tres fotografías, que Meneses empleó una paleta más fría frente a los tonos más cálidos de Murillo. Figura 43 Figura 44 Figura 45 Del ángel femenino hay que resaltar, como ya hemos comentado, sus rasgos comunes con el ángel mancebo situado más a la izquierda en el boceto previo de los Desposorios, ángel que fue modificado en la versión definitiva para evitar su carácter repetitivo con respecto al de la pintura de León. Una cuestión San Félix tuvo una especial relevancia, pues sirvió para refutar a quienes decían de los capuchinos que “ninguno ha sido santo ni ha hecho milagros” (Acta sanctorum, maii, IV, 203). Dada la importancia del santo para la orden capuchina, cabe plantearse por qué la pintura de san Félix conservada en León no fue terminada por Meneses ni instalada en el convento de Cádiz. Creo que la respuesta tiene que ver con que, ya en el siglo XVII, la aparición divina de la Virgen y el Niño Jesús a san Félix representada en el lienzo se tuvo por una invención interesada y polémica. Tras la muerte de S. Félix, en 1587, el padre guardián de su convento elaboró una información sobre su vida de cara a un futuro proceso de beatificación. En ella recoge el testimonio de los hermanos capuchinos que habían convivido con el santo. En esta primera biografía de san Félix, se hace más que una descripción, una ligera alusión a lo que podría interpretarse como una única aparición divina, la del Niño Jesús solamente al santo. Posteriormente, Zacarías Boverio, en sus Annales o crónicas capuchinas, escribió una nueva biografía de san Félix en la que añade una segunda aparición: la de la Virgen y el Niño Jesús, que es la representada en el cuadro de León. El problema es que la narración de esta segunda aparición añadida por Boverio es demasiado similar y parece inspirada en la de la aparición de la Virgen y el Niño al beato Conrado de Offida contenida en las Florecillas de San Francisco de Asís. La obra de Boverio fue criticada por sus excesos por los franciscanos observantes. Por tales excesos se incluyó en el índice de libros prohibidos y fue declarada sujeta a corrección por decreto de 19 de noviembre de 1652. Posteriormente, el “Acta sanctorum”, impreso en 1685, publicó un extracto de la biografía del santo que escribió Boverio. Este extracto recoge la aparición del Niño Jesús a san Félix, pero censura, es decir, elimina la representada en el cuadro de León: la aparición de la Virgen y el Niño. (Acta sanctorum, maii, T.IV, 206-210 y 240247; Petites fleurs de Saint François d’Assise, 104-105). Los capuchinos de Sevilla debieron ser conscientes del carácter polémico de la aparición de la Virgen y el Niño a san Félix y su parecido con la aparición al también limosnero Conrado de Offida. La diferencia entre ambas consiste en que la de san Félix se describe como ocurrida en el interior de una iglesia, mientras que la segunda sucedió en un bosque. Por eso, la pintura de S. Félix que hizo Murillo hacia 1668 para una de las capillas laterales del convento capuchino de Sevilla tiene un carácter ambivalente, pues sitúa la escena en lo que podría interpretarse como un bosque (fig. 16). Esta ambivalencia era útil: en caso de objeción sobre el tema representado en la pintura, podía defenderse como una representación no de S. Félix, sino del otro beato. Con este panorama previo, lo que debió ser decisivo para no aprovechar la pintura inacabada de Murillo, e incluso para evitar cualquier representación del santo en el plan iconográfico del retablo gaditano, fue la desconcertante exclusión de S. Félix de la edición típica del Martirologio romano de 1681, en la que se suprimió su elogio incluido en la edición de 1630. Como consecuencia, el entonces beato quedaba excluido de la conmemoración litúrgica. La situación fue corregida por la Congregación del Santo Rito mediante acuerdo fechado el 15 de diciembre de 1691, que dispuso el restablecimiento de su memoria en el martirologio, explicando que había sido suprimida “por un descuido de los impresores” (Propylaeum, 196). De Sevilla a León Sobre cómo llegó la pintura de Murillo a la iglesia leonesa de Santa Marina no he encontrado documentación que lo explique, y, de existir, está hoy ilocalizable. Sólo podemos afirmar que en los inventarios de la iglesia parroquial fechados en 1767 y 1772, tal y como los ha publicado Burón Castro, no se menciona esta pintura. No obstante, hechos circunstanciales nos dan pie para formular una hipótesis, que relaciona la venida del cuadro de Murillo a León con Luisa Roldán y con el convento franciscano de Sahagún. El colegio-seminario de misiones establecido en el Convento de la Hoz fue trasladado en 1683 al convento franciscano de Sahagún, siendo su guardián el padre Salmerón. Los nuevos moradores del convento de Sahagún se encontraron con una iglesia conventual de estilo gótico-mudéjar en mal estado . Su primera labor consistió en reparar la iglesia y el convento. La restauración del templo y retablos terminó en 1685 (Cuenca Coloma, 268-9). Debieron de plantearse entonces enriquecer su ornamentación con nuevas esculturas y pinturas. De esta época data la adquisición en Sevilla de la imagen de La Peregrina, de Luisa Roldán. También por estos años pudieron adquirir seis lienzos al óleo del pintor sevillano Francisco Antolínez, pinturas que Manuel Gómez Moreno llegó a ver en el interior de la iglesia franciscana y que actualmente se exhiben en el Museo de Benedictinas de Sahagún (Agüera Ros, 405-8). 46 46 Vista general del convento franciscano de Sahagún. 47 47 Portada principal del convento franciscano de Sahagún, hoy conocido como Santuario de la Peregrina. Que la lejana Sevilla fuera el lugar elegido para efectuar estas adquisiciones se debe a la circunstancia de que el padre Salmerón, al cesar como guardián del convento, fuera nombrado visitador general de las provincias seráficas de Cartagena y Andalucía. Allí lo acompañó fray Felipe Fernández de Caso. El párroco Wilibaldo Fernández Luna publicó en 1920 las circunstancias en las que se adquirió La Peregrina: estando en Sevilla fr. Felipe, “fue a visitar los talleres de escultura y pintura de un célebre artista, que tenía dos hijas tan hábiles como su padre; este maestro, según dos manuscritos que tengo a la vista, dicen ser uno Jordanes y otro Roldán; una de las hijas de estos, bien sea Beatriz Jordanes, bien Luisa Roldán, había adquirido justa fama en la escultura según lo aseguraban en aquellos tiempos; tan verdadero era que Carlos II, rey de España, había adquirido varias obras de sus manos; pues bien, con la visita del P. Felipe, se fijó en una cabeza y manos de una virgen, y junto a éstas un niño que llamó poderosamente su atención; de intento volvió por segunda vez al referido taller, lo que antes le llamó la atención, ahora le llena de vivos deseos de adquirirlos… un rico comerciante, grande amigo suyo, … compró las esculturas … ofreciendo el regalo al padre Felipe, que le agradeció en extremo, después que se lo enseñó al padre Salmerón, le enviaron a su colegio seminario de Sahagún“ (Fernández Luna 207-8). Figura 48 48 Luisa Roldán, el Niño Jesús de La Peregrina. La Peregrina fue entronizada solemnemente en Sahagún el 2 de julio de 1688, por lo que su compra tendría lugar en la primera mitad de este año y en vísperas de la mudanza de Luisa Roldán a Madrid. El relato de Wilibaldo Fernández se apoya, según dice, en “dos manuscritos que tengo a la vista” que no identifica y de los que no consta su existencia actual. Sin embargo, está respaldado por la escueta noticia que da la “Nomenclatura general. Extracto chronológico de este seminario”, libro manuscrito fechado en Sahagún en 1806. Su autor, fr. Manuel Gil, reseña conforme a datos “sacados de los libros de apuntaciones del seminario” a fr. Felipe Fernández de Caso como “hijo de la provincia de Santiago, digno de eterna memoria, por haber traído desde Sevilla la sagrada imagen de Nuestra Madre y Señora la Divina Peregrina” (Gil, 175). La Peregrina, obra indiscutida de Luisa Roldán, fue pues adquirida en los talleres que dirigía su padre, Pedro Roldán. Al tiempo de la muerte de Murillo, Pedro Roldán esculpía las imágenes de un retablo encargado por la hermandad sevillana de Nuestra Señora de la Soledad, retablo en el que confluyeron dos artistas que están relacionados con las últimas pinturas de Murillo: el retablista Bernardo Simón de Pineda, y el pintor Francisco Meneses Osorio, el cual intervino en la policromía del retablo como “maestro del arte de la pintura y encarnasion” (Cañizares Japón, 642-5). Figura 49 49 Luisa Roldán, detalle de los Desposorios místicos de santa Catalina, en el encantador museo de la Hispanic Society of America, Nueva York. No sería extraño, por tanto, que tras la muerte de Murillo, las obras que dejó inacabadas para los capuchinos de Cádiz recalaran en los talleres de Pedro Roldán. Además, Luisa Roldán hizo su propia versión de los Desposorios místicos de santa Catalina en un pequeño grupo escultórico (fig. 49) que recoge influencias de un óleo con el mismo tema de Josefa de Ayala, pintura que se conserva en el Museu Nacional de Arte Antiga de Lisboa. Lo que nos interesa es que Luisa Roldán se inspiró también en el boceto que pintó Murillo para los capuchinos de Cádiz, ya que Luisa Roldán reproduce rasgos semejantes en el rostro y peinado de la Virgen; la misma manera en que el velo toca el cabello y la amplia caída de dicho velo cubriendo el pecho de la Virgen (figs. 50 y 51). Figura 50 Figura 51 En definitiva, hay diversas y estrechas relaciones entre los talleres donde se adquirió La Peregrina y las pinturas encargadas a Murillo por los capuchinos de Cádiz; es más que posible que fray Felipe Fernández de Caso llevara a Sahagún la escultura de La Roldana acompañada del lienzo objeto de este artículo, el cual podría haber adquirido en esos mismos talleres de Pedro Roldán, calificados como “de escultura y pintura” en el relato de Wilibaldo Fernández. Durante la ocupación napoleónica, el convento de Sahagún fue incendiado; sufrió asaltos, varios saqueos y acabó convirtiéndose en cuartel. El 11 de enero de 1810, los franciscanos abandonaron el convento como consecuencia de la exclaustración decretada por José Bonaparte (Cuenca Coloma, 370). Por efecto del decreto, parte de los exclaustrados entraron al servicio de parroquias, y objetos litúrgicos y obras de arte procedentes de los conventos y monasterios suprimidos se dispersaron por templos parroquiales. Entre 1816 y 1824, seis frailes figuran como vicarios de la parroquia leonesa de Santa Marina, lo que explica la presencia en el archivo de esta parroquia del libro manuscrito procedente del convento-seminario de Sahagún que hemos citado anteriormente, titulado “Nomenclatura general. Extracto chronológico de este seminario” (Burón Castro, 2001, mss 2; 2003, 132-3, 257). Dentro de la hipótesis que formulamos, por la misma vía que llegó el libro manuscrito procedente de Sahagún a la iglesia parroquial de santa Marina, lo haría también la pintura de Murillo. El lienzo ha permanecido en el templo leonés sin haber merecido hasta ahora la atención de ningún historiador, o la más mínima mención publicada. Su carácter inacabado ha contribuido a que se haya mantenido como una obra anónima e ignorada. Sin embargo, se trata de una pintura muy especial; es, como concluimos, uno de los tres lienzos en que trabajaba Murillo al tiempo de su fallecimiento, y el único de ellos que ha llegado a nuestros días sin haber sufrido una intervención relevante de otro pintor posterior. Le salvó de ello, probablemente, su pronto traslado a tierras leonesas, tan ajenas a la valoración de la obra de Murillo y a su mercadeo, donde quedó sumido en un anonimato que lo ha preservado, pero que también ha contribuido a su penoso estado actual. Las otras dos pinturas inconclusas Otra de las pinturas que Murillo dejó sin terminar es el gran lienzo de los Desposorios místicos de santa Catalina, del Museo de Cádiz, en el que apenas hay pinceladas visibles atribuibles a Murillo, que quizá se localicen en parte del manto de la Virgen, y, con más seguridad, en las penumbras con arquitecturas. Prácticamente todo lo demás que se ve en esta obra está ejecutado por Meneses (fig. 7). La tercera pintura que Murillo dejó inacabada es “un lienzo de medio cuerpo de Nuestra Señora que está en bosquejo”, el cual mencionó en su testamento disponiendo que no fuera entregado por su estado inacabado al tejedor sevillano que lo encargó, y que puede identificarse con “un lienzo de una imagen en bosquejo de una vara de alto”, adjudicado a Nicolás Omazur por cien reales en la almoneda de los bienes del pintor (Kinkead, 139). Ahí se pierde el rastro de esta obra, aunque la Inmaculada de la media luna del Museo del Prado, por el tema y tamaño, encaja con los datos documentados de aquella pintura inacabada (fig. 52), y no por casualidad; veo posible que la célebre Inmaculada de la media luna contenga en sus cimientos los trazos que la muerte de Murillo paralizó, y que, tal y como la vemos hoy, sea en gran parte una reelaboración siglo XVIII debida a Tovar, un imitador de Murillo. Tovar trabajó para el cardenal Molina, que fue propietario de esta inmaculada. Ha llegado a nuestros días, además, un dibujo de Tovar que la reproduce (Quiles, 83), o quizá más bien la prefigura. Figura 52 Alonso Miguel de Tovar (1678-1752) se especializó en hacer copias competentes de la pintura religiosa de Murillo. Seguramente por ello el cabildo catedralicio sevillano le encargó la restauración del Nacimiento de la Virgen. Por la misma razón, se podría haber visto a Tovar como el pintor más adecuado para rematar el inacabado lienzo de “Nuestra Señora”, que mencionó Murillo en su testamento. Otra inmaculada del Museo del Prado, la Inmaculada de El Escorial, atribuida a Murillo a pesar de no ser más que un pastiche bien trabado, copia fielmente a la Inmaculada de la media luna. Además, la Inmaculada de El Escorial se “enriquece” con copias parciales de otras dos inmaculadas de este pintor, ambas ubicadas en Sevilla: la del coro de los capuchinos y la de la sala capitular de la catedral. Siguiendo el hilo de la intensa concentración de cuasimurillos que exhibe el Museo del Prado, señalamos igualmente el cursi lienzo de El buen pastor, obra muy probable también de Tovar y que lleva siglos emparejada con el soberbio San Juan Bautista niño. Debería hermanarse con el Arcángel Gabriel, de Tovar, ubicado en la sede de la sevillana Hermandad del Silencio, ya que evidencia la misma mano. Como El buen pastor, la Inmaculada de la media luna encarna el tópico murillesco y el éxito popular de tal tópico. Que fuera en buena medida obra de un imitador la explicaría bien: los imitadores se mueven en ese nivel, con reelaboraciones que hacen más accesible el arte que recrean. La fama de esta pintura me recuerda a la del Para Elisa de Beethoven, la célebre pieza de piano, una de las creaciones beethovenianas más difundidas, que en realidad parece ser obra de Ludwig Nohl, quien la habría compuesto reelaborando anotaciones que Beethoven dejó incompletas (Chiantore, 333 y ss.) Una última observación sobre esta pintura; la disposición testamentaria en la que Murillo ordenaba que esta obra no fuera entregada al comitente, dado su estado inacabado, demuestra que trabajaba solo, sin otros pintores integrados en su taller, e indica lo infundado de suponer que Meneses Osorio era colaborador de Murillo. Un testamento pictórico Una de las anécdotas de Murillo, contada por Antonio Ponz, refiere las repetidas visitas que hacía el pintor a la capilla de Hernando de Jaén, en la iglesia de Santa Cruz, para admirar la tabla del Descendimiento, pintada en 1548 por Pedro de Campaña –pintura que tras la demolición de la iglesia se halla en la sacristía mayor de la Catedral de Sevilla –. Según Ponz, “es una gran recomendación de esta obra el saberse que Murillo la estaba considerando y estudiando continuamente, y que muchas veces, aún en sus últimos años, respondía al sacristán de esta iglesia y a otros que lo veían de continuo en dicha capilla Que estaba esperando, quándo acababan de baxar de la Cruz á aquel Divino Señor” (Ponz, IX, carta 3, párrf. 14). Esta capilla era un lugar sombrío, presidido por la trágica pintura. Frente a ella, había una lápida en la que figuraba un esqueleto con la leyenda “VIVE MORITURUS”. La anécdota narrada por Ponz tiene visos de realidad. La capilla fue precisamente el lugar en que se dio sepultura a Murillo. Y la atención de éste por el Descendimiento de Pedro de Campaña la corrobora el reflejo que tiene esta pintura en una de sus propias obras. Si Pacheco ve en la tabla de Pedro de Campaña un ejemplo de “la variedad de tintas de un muerto en un cuerpo humano… de tal suerte que da miedo y pavor” (Pacheco, 137), para Murillo es un tema que sublima con la triunfal Resurrección de Cristo que pintó para el convento de la Merced Calzada, en la que hace su propia versión del cuerpo de Jesús pintado por Pedro de Campaña, representándolo en forma invertida y con el mismo nudo en el paño de pureza (figura 53). Esta obra se encuentra actualmente en el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Figura 53 En el pensamiento de Murillo prevalecían, lógicamente, las imágenes pictóricas. Para él, el Descendimiento de Pedro de Campaña y la Resurrección, de su propia mano, representaban los temas de meditación en sus últimos momentos, y, como hitos de la muerte y la resurrección en la mente del pintor, trascendieron en el contenido de su testamento: los lugares en que se encontraban estas dos pinturas –la iglesia de Santa Cruz y el Convento de la Merced– son los únicos que especificó con el fin de que se dijeran misas en beneficio de su alma. En la Aparición de la Virgen y el Niño a S. Félix de Cantalicio que se conserva en León hay un rastro de esta meditación en la oscura calavera situada en la zona inferior-izquierda del lienzo (fig. 54). El semi-perfil de la calavera del cuadro de León, y su inclinación, inspiraron a Meneses Osorio a la hora de pintar el cráneo representado en el San Francisco del retablo de Cádiz (fig.55), mostrando que Meneses, al completar el retablo, tenía a la vista la pintura que damos a conocer. Figura 54 Figura 55 54 y 55 A la izquierda, calavera representada en la pintura de León, cuyas formas siguió Meneses Osorio (a la derecha) en la pintura de san Francisco que se instaló en el retablo de Cádiz. La calavera es un atributo inusual de san Félix, aunque con ella está representado en un lienzo asignado a Domenico Fetti. Esta tétrica calavera tiene como contrapunto, en el cuadro de León, a los dos ángeles que desde arriba contemplan san Félix y al Niño. Los dos ángeles, abrazados y con una clara diferenciación masculina y femenina, aluden al alma, referida en el Fedro de Platón como una bella pareja alada; son también reminiscencia de las representaciones clásicas de Eros y Psique, que simbolizaron en la antigüedad, como señala Mª Isabel Rodríguez, la felicidad serena más allá de la muerte y la idea de la resurrección (Rodríguez López, 80, 84). La obra que hemos analizado, por su estado inacabado, nos recuerda el final del pintor, pero es también una muestra de su vitalidad artística, pues vemos en ella los trazos de Murillo suspendidos en pleno proceso de ejecución: lo vemos trabajando aquí y allá sobre el lienzo, empezando a esbozar el ala de un ángel o sombreando magistralmente una mano, quizá después de haber trabajado en otra tela aplicando la mancha general de los Desposorios o bosquejando la Virgen encargada por el tejedor. Al mismo tiempo, mediante algún boceto y varios dibujos sobre papel, iría dando forma a la composición de las otras tres pinturas encargadas por los capuchinos de Cádiz (otro San Félix de Cantalicio, con el Niño Jesús, una Inmaculada y un San José con el Niño, según deducimos), cuyos lienzos no sabemos si llegó realmente a iniciar. BIBLIOGRAFÍA CITADA – Acta sanctorum, maii, T. IV. 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