CUENTOS. Edgar Allan Poe

CUENTOS
Edgar Allan Poe
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Berenice
La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme
sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como
el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y
también tan distintos y tan íntimamente unidos.
¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris!
¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad;
de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en
la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en
realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la
pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que
son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido.
Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que
mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido
llamado raza de visionarios, y en muchos detalles
sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los
frescos del salón principal, en las colgaduras de los
dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de
armas, pero especialmente en la galería de cuadros
antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la
peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más
que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este
aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a
hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es
simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el
alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No
discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato
de convencer.
Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos
espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque
tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria
como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y
como una sombra también en la imposibilidad de librarme
de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga
noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a
regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los
extraños dominios del pensamiento y la erudición
monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos
asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre
libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es
raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad
me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es
asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi
vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el
carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades
terrenales me afectaban como visiones, y sólo como
visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los
sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi
existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera
existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la
heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo,
enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa,
desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la
colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo
encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la
intensa
y
penosa
meditación;
ella,
vagando
despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras
del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas
negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice!
Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos
recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude
ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su
alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo,
fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de
Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces,
entonces todo es misterio y terror, y una historia que no
debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatalcayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba,
el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su
mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más
sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El
destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no
la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como
Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por
la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan
horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe
mencionarse como la más afligente y obstinada una
especie de epilepsia que terminaba no rara vez en
catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y
de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos,
brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad
-pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi
propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo,
por último, un carácter monomaniaco de una especie
nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y,
al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente.
Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una
irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que
la ciencia psicológica designa con la palabra atención.
Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en
verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la
inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa
nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las
facultades de meditación (por no emplear términos
técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los
objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención
clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en
su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano
absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente
sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una
noche en la observación de la tranquila llama de una
lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con
el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna
palabra común hasta que el sonido, por obra de la
frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la
mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia
física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo
tiempo prolongada; tales eran algunas de las
extravagancias más comunes y menos perniciosas
provocadas por un estado de las facultades mentales, no
único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o
explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y
mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí
mismos no debe confundirse con la tendencia a la
meditación, común a todos los hombres, y que se da
especialmente en las personas de imaginación ardiente.
Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado
agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y
esencialmente distinta, diferente.
En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un
objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a
poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de
él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a
menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera
causa de sus meditaciones desaparece en un completo
olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente
trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi
visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas
deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas
pocas retornaban tercamente al objeto original como a su
centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo
del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista,
había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado
que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra:
las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran,
como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el
soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para
irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se
comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de
las características peculiares del trastorno mismo. Puedo
recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius
Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran
obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano,
De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est
Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus
resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi
tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e
inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por
cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del
cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los
ataques de la violencia humana y la feroz furia de las
aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor
llamada asfódelo. Y aunque para un observador
descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración
producida en la condición moral de Berenice por su
desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos
para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya
naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo
alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi
mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la
ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de
meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos
medios por los cuales había llegado a producirse una
revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no
participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran
semejantes a las que, en similares circunstancias, podían
presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio
carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos
importantes, pero más llamativos, operados en la
constitución física de Berenice, en la singular y espantosa
distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable,
seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi
existencia, los sentimientos en mí nunca venían del
corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia.
A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del
bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la
noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había
visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la
Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra,
terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para
admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor,
sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto
inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y
palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando
amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me
había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé
de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando,
una tarde de invierno -en uno de estos días
intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la
nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo,
en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los
ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la
atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del
aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los
que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No
sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del
mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un
escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una
sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad
devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento,
permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos
clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y
ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea
del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en
su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el
que en un tiempo fuera cabello de azabache caía
parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes
con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que
por su matiz fantástico discordaban por completo con la
melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida
ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé
involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los
labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una
sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada
Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca
los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la
vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del
desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido
ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes.
Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte,
ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa
que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces
con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes!
¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles
y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con
los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el
momento mismo en que habían empezado a distenderse.
Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché
en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre
los múltiples objetos del mundo exterior no tenía
pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un
deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los
diferentes intereses se absorbieron en una sola
contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi
mirada mental, y en su insustituible individualidad
llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los
observé a todas las luces.
Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus
características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su
conformación. Reflexioné sobre el cambio de su
naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un
poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los
labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien
de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des
sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad
que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste
fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées!
¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí
que sólo su posesión podía devolverme la paz,
restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se
fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda
noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en
aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación,
y el fantasma de los dientes mantenía su terrible
ascendiente como si, con la claridad más viva y más
espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del
recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de
horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido
de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de
dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par
en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la
antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me
dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de
epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la
noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y
terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me
parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y
excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta
del sol Berenice estaba enterrada.
Pero del melancólico periodo intermedio no tenía
conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo,
su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible
por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era
una página atroz en la historia de mi existencia, escrita
toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles.
Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra
vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y
penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo
había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo
en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me
respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a
ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a
menudo, pues era propiedad del médico de la familia.
Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me
estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser
tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas
páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant
mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas
aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me
erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca;
pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de
puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló
con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas
frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había
turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida
para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono
espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una
tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y
que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre
coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano:
tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un
objeto que había contra la pared; lo miré durante unos
minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y
me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi
temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y
se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron
algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con
treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se
desparramaron por el piso.
Bon-Bon
No creo que ninguno de los parroquianos que, durante el
reino de... frecuentaban el pequeño café en el cul-de-sac
Le Febre, en Rúan, esté dispuesto a negar que Pierre BonBon era un restaurateur de notable capacidad. Me parece
todavía más difícil negar que Pierre Bon-Bon era
igualmente bien versado en la filosofía de su tiempo. Sus
pâtés de foies eran intachables, pero, ¿qué pluma podría
hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus
pensamientos sur l’âme, a sus observaciones sur l’esprit?
Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inestimables,
¿qué literato de la época no hubiera dado el doble por una
idée de Bon-Bon que por la despreciable suma de todas las
idées de los savants? Bon-Bon había explorado bibliotecas
que para otros hombres eran inexploradas; había leído más
de lo que otros podían llegar a concebir como lectura,
había comprendido más de lo que otros hubieran
imaginado posible comprender; y si bien no faltaban en la
época de su florecimiento algunos escritores de Rúan para
quienes «su dicta no evidenciaba ni la pureza de la
Academia, ni la profundidad del Liceo», y a pesar, nótese
bien, de que sus doctrinas no eran comprendidas de
manera muy general, no se sigue empero de ello que
fuesen difíciles de comprender. Pienso que su propia
evidencia hacía que muchas personas las tomaran por
abstrusas. Kant mismo -pero no llevemos las cosas más
allá- debe principalmente su metafísica a Bon-Bon. Este
no era platónico ni, hablando en rigor, aristotélico;
tampoco, a semejanza de Leibniz, malgastaba preciosas
horas que podían emplearse mejor inventando una
fricassée o, facili gradu, analizando una sensación, en
frívolas tentativas de reconciliar todo lo que hay de
inconciliable en las discusiones éticas.
¡Oh no! Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era igualmente
itálico. Razonaba a priori. Razonaba a posteriori. Sus
ideas eran innatas... o de otra manera. Creía en Jorge de
Trebizonda. Creía en Bessarion. Bon-Bon era,
enfáticamente... Bon-Bonista.
He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No
quisiera, empero, que alguno de mis amigos vaya a
imaginarse que, al cumplir sus hereditarios deberes en esta
última profesión, nuestro héroe dejaba de estimar su
dignidad y su importancia. ¡Lejos de ello! Hubiera sido
imposible decir cuál de las dos ramas de su trabajo le
inspiraba mayor orgullo. Opinaba que las facultades
intelectuales estaban íntimamente vinculadas con la
capacidad estomacal. Incluso no creo que estuviera muy en
desacuerdo con los chinos, para quienes el alma reside en
el estómago. Pensaba que, como quiera que fuese, los
griegos tenían razón al emplear la misma palabra para la
mente y el diafragma. No pretendo insinuar con esto una
acusación de glotonería, o cualquier otra imputación grave
en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus
debilidades -¿y qué gran hombre no las tiene por miles?-,
eran debilidades de menor cuantía, faltas que, en otros
caracteres, suelen considerarse con frecuencia a la luz de
las virtudes. Con respecto a una de estas debilidades, ni
siquiera la mencionaría en este relato si no fuera por su
notable prominencia, el extremo alto rilievo con que
asoma en el plano de sus características generales. Hela
aquí: jamás perdía la oportunidad de hacer un trato.
No digo que fuera avaricioso... nada de eso. Para la
satisfacción del filósofo, no era necesario que el trato fuese
ventajoso para él. Con tal que se hiciera el convenio -de
cualquier género, término o circunstancia-, veíase por
muchos días una triunfante sonrisa en su rostro y un guiñar
de ojos llenos de malicia que daba pruebas de su
sagacidad.
Un humor tan peculiar como el que acabo de describir
hubiera llamado la atención en cualquier época, sin que
tuviera nada de maravilloso. Pero en los tiempos de mi
relato, si esta peculiaridad no hubiese llamado la atención,
habría sido ciertamente motivo de maravilla. Pronto se
llegó a afirmar que, en todas las ocasiones de este género,
la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la franca
sonrisa irónica con la cual reía de sus propias bromas, o
recibía a un conocido. Corrieron rumores de naturaleza
inquietante; repetíanse historias sobre tratos peligrosos,
concertados en un segundo y lamentados con más tiempo;
y se citaban ejemplos de inexplicables facultades, vagos
deseos e inclinaciones anormales, que el autor de todos los
males suele implantar en los hombres para satisfacer sus
propósitos.
El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen
que hablemos de ellas en detalle. Por ejemplo, es sabido
que pocos hombres de extraordinaria profundidad de
espíritu dejan de sentirse inclinados a la bebida. Si esta
inclinación es causa o más bien prueba de esa profundidad,
es cosa más fácil de decir que de demostrar. Hasta donde
puedo saberlo, Bon-Bon no consideraba que aquello
mereciera una investigación detallada, y tampoco yo lo
creo. Empero, al ceder a una propensión tan clásica, no
debe suponerse que el restaurateur perdía de vista esa
intuitiva discriminación que caracterizaba al mismo
tiempo sus ensayos y sus tortillas.
Cuando se encerraba a beber, el vino de Borgoña tenía su
honra, y había momentos destinados al Côte du Rhone.
Para él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo a
Homero. Podía jugar con un silogismo al probar el St.
Peray, desenredar una discusión frente al Clos de Vougeot
y trastornar una teoría en un torrente de Chambertin.
Bueno hubiera sido que un análogo sentido del decoro lo
hubiese detenido en la frívola tendencia a que he aludido
más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del
filosófico Bon-Bon llegó a adquirir a la larga una extraña
intensidad, un misticismo, como si estuviera
profundamente teñido por la diablerie de sus estudios
germánicos favoritos.
Entrar en el pequeño café del cul-de-sac Le Pebre, en la
época de nuestro relato, era entrar en el sanctum de un
hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No
había un sólo sous-cuisinier en Rúan que no afirmara que
Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gato lo sabía, y
se cuidaba mucho de atusarse la cola en su presencia. Su
gran perro de aguas estaba al tanto del hecho y, cuando su
amo se le acercaba, traducía su propia inferioridad
conduciéndose admirablemente y bajando las orejas y las
mandíbulas de manera bastante meritoria en un perro. Sin
duda, empero, mucho de este respeto habitual podía
atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aire
distinguido se impone, preciso es decirlo, hasta a los
animales; y mucho había en el aire del restaurateur que
podía impresionar la imaginación de los cuadrúpedos.
Siempre se advierte una majestad singular en la atmósfera
que rodea a los pequeños grandes -si se me permite tan
equívoca expresión- que la mera corpulencia física no es
capaz de crear por su sola cuenta.
Por eso, aunque Bon-Bon tenía apenas tres pies de estatura
y su cabeza era minúscula, nadie podía contemplar la
rotundidad de su vientre sin experimentar una sensación de
magnificencia que llegaba a lo sublime. En su tamaño,
tanto hombres como perros veían un arquetipo de sus
capacidades, y en su inmensidad, el recinto adecuado para
su alma inmortal.
En este punto podría -si ello me complaciera- extenderme
en cuestiones de atuendo y otras características exteriores
de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el
cabello corto, cuidadosamente peinado sobre la frente y
coronado por un gorro cónico de franela con borlas; que su
chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre
los restaurateurs ordinarios; que sus mangas eran algo más
amplias de lo que permitía la costumbre; que los puños no
estaban doblados, como ocurría en aquel bárbaro período,
con el mismo material y color de la prenda, sino adornados
de manera más fantasiosa, con el abigarrado terciopelo de
Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante,
curiosamente afiligranado, y que se las hubiera creído
fabricadas en el Japón de no ser por su exquisita
terminación en punta y la brillante coloración de sus
bordados y costuras; que sus calzones eran de esa tela
amarilla semejante al satén, que se denomina aimable; que
su capa celeste, que por la forma semejaba una bata,
ricamente ornamentada con dibujos carmesíes, flotaba
gentilmente sobre los hombros como la niebla de la
mañana... y que este tout ensemble fue el que dio origen a
la notable frase de Benevenuta, la Improvisatrice de
Florencia, al afirmar «que era difícil decir si Pierre BonBon era realmente un ave del paraíso, o más bien un
paraíso de perfecciones».
Podría, como he dicho, explayarme sobre todos estos
puntos si ello me complaciera, pero me abstengo; los
detalles meramente personales pueden ser dejados a los
novelistas históricos, pues se hallan por debajo de la
dignidad moral de la realidad.
He dicho que «entrar en el café del cul-de-sac Le Pebre era
entrar en el sanctum de un hombre de genio»; pero sólo
otro hombre de genio hubiera podido estimar debidamente
los méritos del sanctum. Una muestra, consistente en un
gran libro, balanceábase sobre la entrada. De un lado del
volumen aparecía una botella; del otro, un pâté. En el
lomo se leía con grandes letras: Œuvres de Bon-Bon. Así,
delicadamente, se daban a entender las dos ocupaciones
del propietario.
Al pisar el umbral, presentábase a la vista todo el interior
del local. El café consistía tan sólo en un largo y bajo
salón, de construcción muy antigua. En un ángulo se veía
el lecho del metafísico. Varias cortinas y un dosel a la
griega le daban un aire a la vez clásico y confortable. En el
ángulo diagonal opuesto aparecían en familiar comunidad
los implementos correspondientes a la cocina y a la
biblioteca. Un plato lleno de polémicas descansaba
pacíficamente sobre el aparador. Más allá había una
hornada de las últimas éticas, y en otra parte una tetera de
mélanges en duodécimo. Libros de moral alemana
aparecían como carne y uña con las parrillas, y un tenedor
para tostadas descansaba al lado de Eusebius, mientras
Platón reclinábase a su gusto en la sartén, y manuscritos
contemporáneos se arrinconaban junto al asador.
En otros sentidos, el café de Bon-Bon difería muy poco de
cualquiera de los restaurants de la época. Una gran
chimenea abría sus fauces frente a la puerta.
A la derecha, un armario abierto desplegaba un formidable
conjunto de botellas.
Allí mismo, cierta vez a eso de medianoche, durante el
riguroso invierno de..., Pierre Bon-Bon, después de
escuchar un rato los comentarios de los vecinos sobre su
singular propensión, y echarlos finalmente a todos de su
casa, corrió el cerrojo con un juramento y se instaló,
malhumorado, en un confortable sillón de cuero junto a un
buen fuego de leña.
Era una de esas espantosas noches que sólo se dan una o
dos veces cada siglo. Nevaba copiosamente y la casa
temblaba hasta los cimientos bajo las ráfagas del viento
que, entrando por las grietas de la pared, corriendo
impetuosas por la chimenea, agitaban terriblemente las
cortinas del lecho del filósofo y desorganizaban sus
fuentes de pâté y sus papeles. El pesado volumen que
colgaba fuera, expuesto a la furia de la tempestad, crujía
ominosamente, produciendo un sonido quejumbroso con
sus puntales de roble macizo.
He dicho que el filósofo se instaló malhumorado en su
lugar habitual junto al fuego. Varias circunstancias
enigmáticas ocurridas a lo largo del día habían perturbado
la serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos œufs à
la Princesse, le había resultado desdichadamente una
omelette à la Reine; el descubrimiento de un principio
ético se malogró por haberse volcado un guiso, y,
finalmente -aunque no en último lugar-, habíasele
frustrado uno de esos admirables tratos que en todo
momento le encantaba llevar a feliz término. Empero, a la
irritación de su espíritu nacida de tan inexplicable
contrariedad no dejaba de mezclarse algo de esa ansiedad
nerviosa que la furia de una noche tempestuosa se presta
de tal manera a provocar.
Luego de silbar a su gran perro de aguas negro para que se
instalara más cerca de él, y de ubicarse intranquilo en su
sillón, Bon-Bon no pudo dejar de recorrer con ojos
inquietos y cautelosos esos lejanos rincones del aposento
cuyas densas sombras sólo parcialmente alcanzaba a
disipar el rojo fuego de la chimenea. Luego de completar
un escrutinio cuya exacta finalidad ni siquiera él era capaz
de comprender, acercó a su asiento una mesita llena de
libros y papeles y no tardó en absorberse en la tarea de
corregir un voluminoso manuscrito, cuya publicación era
inminente.
Llevaba así ocupado algunos minutos, cuando...
-No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon -murmuró
una voz quejumbrosa en la estancia.
-¡Demonio! -exclamó nuestro héroe, enderezándose de un
salto, derribando la mesa a un lado y mirando estupefacto
en torno.
-Exactísimo -repuso tranquilamente la voz.
-¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y cómo ha entrado
usted aquí? -vociferó el metafísico, mientras sus ojos se
posaban en algo que yacía tendido cuan largo era sobre la
cama.
-Le estaba diciendo -continuó el intruso, sin molestarse
por las preguntas- que no tengo la menor prisa, que el
negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente... y
que, en resumen, puedo muy bien esperar a que haya
terminado con su exposición.
-¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe usted... como puede saber
que estaba escribiendo una exposición? ¡Gran Dios...!
-¡Sh...! -susurró el personaje, con un sonido sibilante; y
levantándose presurosamente del lecho, dio un paso hacia
nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro que colgaba
sobre él se balanceaba convulsivamente ante su cercanía.
El asombro del filósofo no le impidió observar en detalle
el atuendo y la apariencia del desconocido. Su silueta,
extraordinariamente delgada y muy por encima de la
estatura común, podía apreciarse gracias al raído traje
negro que la ceñía, y cuyo corte correspondía al estilo del
siglo anterior. No cabía duda de que aquellas ropas habían
estado destinadas a una persona mucho más pequeña que
su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se mostraban al
descubierto en una extensión de varias pulgadas. En los
zapatos, empero, un par de brillantísimas hebillas parecía
dar un mentís a la extrema pobreza manifiesta en el resto
del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente
calvo, aunque del occipucio le colgaba una queua de
considerable extensión. Un par de anteojos verdes, con
cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo
tiempo impedían que Bon-Bon pudiera verificar de qué
color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte
la presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy
sucia, aparecía cuidadosamente anudada en la garganta, y
las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que
me atrevo a decir no era intencional) de que se trataba de
un eclesiástico. Por cierto que muchos otros detalles, tanto
de su atuendo como de sus modales, contribuían a
robustecer esa impresión. Sobre la oreja izquierda, a la
manera de los pasantes modernos, llevaba un instrumento
semejante al stylus de los antiguos. En el bolsillo superior
de la chaqueta veíase claramente un librito negro con
broches de acero. Este libro estaba colocado de manera tal
que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras
Rituel Catholique en letras blancas sobre el lomo.
La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina y
de una palidez cadavérica. La frente, muy alta, aparecía
densamente marcada por las arrugas de la contemplación.
Las comisuras de la boca caían hacia abajo, con una
expresión de humildad por completo servil. Tenía
asimismo una manera de juntar las manos, mientras
avanzaba hacia nuestro héroe, un modo de suspirar y una
apariencia general de tan completa santidad, que
impresionaba de la manera más simpática. Toda sombra de
cólera se borró del rostro del metafísico una vez que hubo
completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante;
estrechándole cordialmente la mano, lo condujo a un
sillón.
Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de
humor del filósofo a cualquiera de las razones que podían
haber influido en su ánimo. Hasta donde pude alcanzar a
conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos
capaz de dejarse llevar por las apariencias exteriores,
aunque fueran de lo más plausibles. Imposible, además,
que un observador tan sagaz de los hombres y las cosas no
hubiera advertido instantáneamente el verdadero carácter
del personaje que así se abría paso en su hospitalidad. Por
no decir más, la conformación de los pies del visitante era
suficientemente notable, mantenía apenas en la cabeza un
sombrero exageradamente alto, notábase una trémula
vibración en la parte posterior de sus calzones y la
vibración del faldón de su chaqueta era cosa harto visible.
Júzguese, pues, con qué satisfacción encontróse nuestro
héroe en la repentina compañía de una persona hacia la
cual había experimentado en todo tiempo el más
incondicional de los respetos. Demasiado diplomático era,
sin embargo, para que se le escapara la menor señal de que
sospechaba la verdad.
No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta
del alto honor que tan inesperadamente gozaba, sino que
se proponía inducir a su huésped a que, en el curso de una
conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes
ideas éticas, las cuales, una vez incluidas en su próxima
publicación, esclarecerían a la humanidad, inmortalizando
de paso a su autor, y bien puedo agregar que la avanzada
edad del visitante, así como su conocido dominio de la
ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de estar al
tanto de dichas ideas.
Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a
sentarse al caballero visitante, mientras echaba nuevos
leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su
primitiva posición, algunas botellas de Mousseux.
Completadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón
vis-à-vis con el de su compañero y esperó a que este
último iniciara la conversación. Pero los planes, aun los
más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados en la
aplicación, y el restaurateur quedó estupefacto ante las
primeras palabras de su visitante.
-Veo que me conoce usted, Bon-Bon -dijo-. ¡Ja, ja, ja! ¡Je,
je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju!
Y el diablo, renunciando bruscamente a la santidad de su
apariencia, abrió en toda su capacidad una boca de oreja a
oreja, como para mostrar una dentadura mellada pero
terriblemente puntiaguda, y, mientras echaba la cabeza
hacia atrás, rió larga y sonoramente, con maldad, con un
resonar estentóreo, mientras el perro negro, agazapado, se
agregaba al clamoreo, y el gato, huyendo a la carrera, se
erizaba y maullaba desde el rincón más alejado del
aposento.
Pero nada de esto fue imitado por el filósofo; era un
hombre de mundo y no rió como el perro ni traicionó su
temblor con maullidos como el gato. Preciso es confesar
que estaba algo asombrado al ver que las blancas letras
que formaban las palabras Rituel Catholique sobre el libro
que sobresalía del bolsillo de su huésped se transformaban
instantáneamente en color y en sentido, y que en lugar del
título original brillaban con rojo resplandor las palabras
Registre des Condamnés. Esta sorprendente circunstancia
dio a la respuesta de Bon-Bon un tono un tanto confuso
que, de lo contrario, creemos, no hubiera tenido.
-Pues bien, señor -dijo el filósofo-. Pues bien, señor... para
hablar sinceramente... creo que usted es... palabra de
honor... que es el di... quiero decir que, según me parece,
tengo una vaga... muy vaga idea del alto honor que...
-¡Oh, ah! ¡Sí, perfectamente! -interrumpió su Majestad-.
¡No diga usted más! ¡Ya me doy cuenta!
Y, quitándose los anteojos verdes, limpió cuidadosamente
los cristales con la manga de su chaqueta y los guardó en
el bolsillo.
Si Bon-Bon se había asombrado por el incidente del libro,
su asombro creció enormemente ante el espectáculo que se
presentó ante él. Al levantar los ojos, lleno de curiosidad
por conocer el color de los de su huésped, se encontró con
que no eran negros, como había imaginado; ni grises,
como podía haberlo imaginado; ni castaños o azules, ni
amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes... ni de
ningún otro color de los cielos, de la tierra o de las aguas.
En resumen, no solamente Bon-Bon vio claramente que su
Majestad no tenía ojos de ninguna especie, sino que le
resultó imposible descubrir la menor señal de que hubieran
existido en otro momento; pues el espacio donde debían
hallarse era tan sólo -me veo obligado a decirlo- una lisa
superficie de carne.
No entraba en la naturaleza del metafísico abstenerse de
hacer algunas averiguaciones sobre las fuentes de tan
extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan
pronta como digna y satisfactoria.
-¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon ... ojos! ¿Dijo usted ojos?
¡Oh, ah! ¡Ya veo! Supongo que las ridículas imágenes que
circulan sobre mí le han dado una falsa idea de mi
apariencia personal... ¡Ojos! Los ojos, Pierre Bon-Bon,
están muy bien en su lugar adecuado... Dirá usted que
dicho lugar es la cabeza. De acuerdo, si se trata de la
cabeza de un gusano. Igualmente para usted, dichos
órganos son indispensables... Pero ya lo convenceré de que
mi visión es más penetrante que la suya. Hay un gato en
ese rincón... un bonito gato... ¿lo ve usted? Mírelo con
cuidado. Pues bien, Bon-Bon, ¿alcanza usted a contemplar
los pensamientos... he dicho los pensamientos... las ideas,
las reflexiones... que nacen en el pericráneo de ese gato?
¡Ahí tiene... no los ve usted! Pues el gato está pensando
que admiramos el largo de su cola y la profundidad de su
mente. Acaba de llegar a la conclusión de que soy un
distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial
de los metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de
ciego; pero, para uno de mi profesión, los ojos a que usted
alude serían únicamente una molestia y estarían en
constante peligro de ser arrancados por una horquilla de
tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos
aparatos ópticos resultan indispensables.
Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi parte,
mi visión es el alma.
Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro
vaso para Bon-Bon, lo invitó a beberlo sin escrúpulos y a
sentirse perfectamente en su casa.
-Un libro muy sagaz el suyo, Pierre -continuó su Majestad,
dándole una palmada de connivencia en la espalda, una
vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en
cumplimiento del pedido de su visitante-. Un libro muy
sagaz, palabra de honor. Un libro como los que a mí me
gustan... Pienso, sin embargo, que su presentación del
tema podría mejorarse, y muchas de sus nociones me
recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis
conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo por su
terrible malhumor, así como por la increíble facilidad que
tenía para equivocarse. En todo lo que escribió sólo hay
una verdad sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle
lástima al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon,
que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo.
-No podría decir que...
-¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que,
al estornudar, el hombre expelía las ideas superfluas por la
nariz.
-Lo cual... ¡hic!... es absolutamente cierto -dijo el
metafísico, mientras se servía otro gran vaso de Mousseux
y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante.
-Tuvimos también a Platón -continuó su Majestad,
declinando modestamente la invitación a tomar rapé y el
cumplido que entrañaba-. Tuvimos a Platón, por quien en
un tiempo sentí el afecto que se guarda a los amigos.
¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon?
¡Ah, es verdad, le pido mil perdones! Pues bien, un día me
lo encontré en Atenas, en el Partenón. Me dijo que estaba
preocupadísimo buscando una idea. Le hice escribir que ο
νους εςτιν [[εστιν]] αυλος. Me dijo que lo haría y se
volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las pirámides.
Pero mi conciencia me remordía por haber pronunciado
una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y,
volviéndome rápidamente a Atenas, llegué junto a la silla
del filósofo cuando se disponía a escribir el ‘αυλος.’.
Dando un capirotazo a la lambda, la hice volv0erse cabeza
abajo. Por eso la frase dice ahora: ‘νουσ [[νους]] εστιν
αυγος’, y constituye, como usted sabe, la doctrina
fundamental de su metafísica.
-¿Estuvo usted en Roma? -preguntó el restaurateur
mientras terminaba su segunda botella de Mousseux y
extraía del armario una amplia provisión de Chambertin.
-Sólo una vez, Monsieur Bon-Bon, sólo una vez. Hubo un
tiempo -dijo el diablo como si recitara un pasaje de un
libro- en que la anarquía reinó durante cinco años, en los
cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no
tuvo otra magistratura que los tribunos del pueblo, y éstos
carecían de toda investidura legal que los capacitara para
las funciones ejecutivas. En ese momento, Monsieur BonBon... y sólo en ese momento estuve en Roma... y, por
tanto, carezco de relaciones terrenas con su filosofía.
-¿Y qué piensa usted... qué piensa usted... ¡hic!... de
Epicuro?
-¿Qué pienso de quién? -preguntó el diablo estupefacto-.
No pretenderá usted encontrar ningún error en Epicuro,
espero. ¿Qué pienso de Epicuro? ¿Habla usted de mí,
caballero? ¡Epicuro soy yo! Soy el mismo filósofo que
escribió cada uno de los trescientos tratados que tanto
celebraba Diógenes Laercio.
-¡Miente usted! -dijo el metafísico, a quien el vino se le
había subido un tanto a la cabeza.
-¡Muy bien! ¡Muy bien, señor mío! ¡Ciertamente muy
bien! -dijo su Majestad, al parecer sumamente halagado.
-¡Miente usted! -repitió el restaurateur, dogmáticamente-.
¡Miente... ¡hic!... usted!
-¡Pues bien, sea como usted quiera! -dijo el diablo
pacíficamente, y Bon-Bon, después de vencer a su
Majestad en la controversia, consideró de su deber
concluir una segunda botella de Chambertin.
-Como iba diciendo -continuó el visitante-, y como hacía
notar hace un momento, en ese libro suyo, Monsieur BonBon, hay algunas nociones demasiado outrées. ¿Qué
pretende usted, por ejemplo, con todo ese camelo del
alma? ¿Puede usted decirme, caballero, qué es el alma?
-El... ¡hic!... alma -repitió el metafísico, remitiéndose a su
manuscrito- es indudablemente...
-¡No, señor!
-Indudablemente...
-¡No, señor!
-Indudablemente...
-¡No, señor!
-Evidentemente...
-¡No, señor!
- Incontrovertiblemente...
-¡No, señor!
-¡Hic!
-¡No, señor!
-E incuestionablemente, el...
-¡No, señor, el alma no es eso!
(Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión
para dar instantáneo fin a la tercera botella de
Chambertin.)
-Pues entonces... ¡hic!... Diga usted, señor: ¿qué es?
-No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon -repuso
pensativo su Majestad-. He probado... quiero decir he
conocido algunas almas muy malas, y algunas otras
excelentes.
Al decir esto se relamió, pero, como apoyara
involuntariamente la mano en el volumen que llevaba en el
bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de
estornudos.
-Conocí el alma de Cratino -continuó-. Era pasable... La de
Aristófanes, chispeante. ¿Platón? Exquisito... No su
Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera hecho
vomitar a Cerbero... ¡puah! Veamos... tuvimos a Nevio,
Andrónico, Plauto y Terencio. Luego Lucilio, Catulo,
Nasón y Quinto Flaco... ¡Querido Quintón! Así lo apodaba
yo mientras cantaba un seculare para divertirme, y yo lo
tostaba suspendido de un tridente... ¡tan divertido! Pero a
esos romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una
docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no
puede decirse de un Quirite. Probemos su Sauternes.
A esta altura, Bon-Bon había decidido mantenerse fiel al
nil admirari, y se apresuró a bajar las botellas en cuestión.
Notaba, empero, un extraño sonido, como si alguien
estuviera meneando el rabo. Pero el filósofo prefirió no
darse por enterado de tan indecorosa conducta de su
Majestad; limitóse a dar un puntapié al perro y ordenarle
que se estuviera quieto. El visitante continuó entonces:
-Descubrí que Horacio tenía un sabor muy parecido al de
Aristóteles... y ya sabe usted que me agrada la variedad.
Imposible diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi
asombro, Nasón era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un
tonillo nasal como el de Teócrito. Marcial me hizo
recordar muchísimo a Arquíloco, y Tito Livio era sin duda
alguna Polibio.
-¡Hic! -observó aquí Bon-Bon, mientras su Majestad
proseguía.
-Empero, si algún penchant tengo, Monsieur Bon-Bon... si
algún penchant tengo, es el de la filosofía. Permítame
decirle, sin embargo, que no cualquier demo... que no
cualquier caballero sabe cómo elegir a un filósofo. Los de
estatura elevada no son buenos, y los mejores, si no se los
descascara bien, tienden a ser un tanto amargos a causa de
la hiel.
-¡Si no se los descascara...!
-Quiero decir, si no se los saca de su cuerpo.
-¿Y qué pensaría usted de un... ¡hic!... médico?
-¡Ni los mencione, por favor! ¡Puah, puah! -y su Majestad
eructó violentamente-. Solamente probé uno... ese canalla
de Hipócrates... ¡Olía a asafétida!... ¡Puah, puah! Pesqué
un terrible resfrío, lavándolo en la Estigia... y a pesar de
todo me contagió el cólera morbo.
-¡Qué... hic... qué miserable! -exclamó Bon-Bon-. ¡Qué
aborto... hic... de una caja de píldoras!
Y el filósofo vertió una lágrima.
-Después de todo -continuó el visitante-, si un demo... si
un caballero ha de vivir, necesita desplegar suficiente
habilidad. Entre nosotros, un rostro rechoncho indica
diplomacia.
-¿Cómo es eso?
-Pues bien, a veces nos vemos bastante apretados en
materia de provisiones. Tiene usted que saber que, en un
clima tan bochornoso como el nuestro, resulta imposible
mantener vivo a un espíritu por más de dos o tres horas, y,
luego de muerto, a menos de encurtirlo inmediatamente (y
un espíritu encurtido no es sabroso), se pone a... a oler,
¿comprende usted? La putrefacción es de temer siempre
que nos envían las almas en la forma habitual.
-¡Hic! ¡Hic! ¡Gran Dios! ¿Y cómo se las arreglan?
En este momento la lámpara de hierro empezó a oscilar
con redoblada violencia y el diablo saltó a medias de su
asiento; pero luego, con un contenido suspiro, recobró la
compostura, limitándose a decir en voz baja a nuestro
héroe:
-Le ruego una cosa, Pierre Bon-Bon: que no profiera
juramentos.
El filósofo se zampó otro vaso, a fin de denotar su plena
comprensión y aquiescencia, y el visitante continuó:
-Pues bien, nos arreglamos de diversas maneras. La
mayoría de nosotros se muere de hambre; algunos
transigen con el encurtido; por mi parte, compro mis
espíritus vivient corpore, pues he descubierto que así se
conservan muy bien.
-¿Pero el cuerpo ...hic ...el cuerpo?
-¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, el cuerpo? ¡Oh, ah, ya veo!
Pues bien, señor mío, el cuerpo no se ve afectado para
nada por la transacción. He efectuado innumerables
adquisiciones de esta especie en mis tiempos, y los
interesados jamás experimentaron el menor inconveniente.
Vayan como ejemplo Caín y Nemrod, Nerón, Calígula,
Dionisio y Pisístrato... aparte de otros mil, que jamás
sospecharon lo que era tener un alma en los últimos
tiempos de sus vidas. Empero, señor mío, esos hombres
eran el adorno de la sociedad. ¿Y no tenemos a A... a quien
conoce usted tan bien como yo? ¿No se halla en posesión
de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién
escribe un epigrama más punzante que él? ¿Quién razona
con más ingenio? ¿Quién...? ¡Pero, basta! Tengo este
convenio en el bolsillo.
Así diciendo, extrajo una cartera de cuero rojo y sacó de
ella cantidad de papeles. Bon-Bon alcanzó a ver parte de
algunos nombres en diversos documentos: Maquiav...
Maza... Robesp... y las palabras Calígula, George,
Elizabeth. Su Majestad eligió una angosta tira de
pergamino y procedió a leer las siguientes palabras:
«A cambio de ciertos dones intelectuales que es
innecesario especificar, y a cambio, además, de mil luises
de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la
presente al portador de este convenio todos mis derechos,
títulos y pertenencias de esa sombra llamada mi alma.
(Firmado) A...».
(Y aquí su Majestad leyó un nombre que no me creo
justificado a indicar de una manera más inequívoca.)
-Era un individuo muy astuto -resumió-, pero, como usted,
Monsieur Bon-Bon, se equivocaba acerca del alma. ¡El
alma... una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ju, ju, ju!
¡Imagínese una sombra fricassée!
-¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! -repitió nuestro
héroe, cuyas facultades se estaban iluminando
grandemente ante la profundidad del discurso de su
Majestad.
-¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! -repitió-. ¡Que
me cuelguen... hic... hic...! ¡Y si yo hubiera sido tan... hic...
tan estúpido! ¡Mi alma señor... hic!
-¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?
-¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es...
-¿Qué, señor mío?
-¡No es ninguna sombra, que me cuelguen!
-¿Quiere usted decir...?
-Sí, señor. Mi alma es... hic... ¡sí, señor!
-¿No pretende usted afirmar que...?
-Mi alma est... hic... especialmente calificada para... hic...
para un...
-¿Un qué, señor mío?
-Un estofado.
-¡Ah!
-Un souflée.
-¡Eh!
-Un fricassée.
-¿De veras?
-Ragout y fricandeau... ¡Veamos un poco, mi buen amigo!
¡Se la dejaré a usted... hic... haremos un trato! -y el
filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.
-Semejante cosa es imposible -dijo este último
calmosamente, mientras se levantaba de su asiento.
El metafísico se quedó mirándolo.
-Tengo suficiente provisión por el momento -dijo su
Majestad.
-¡Hic! ¿Cómo?
-Y, en cambio, carezco de fondos disponibles.
-¿Qué?
-Además, no está nada bien de mi parte que...
-¡Caballero!
-...que me aproveche...
-¡Hic!
-...de su triste y poco caballeresca situación en este
momento.
Y con esto, el visitante saludó y se retiró -sin que pueda
decirse exactamente de qué manera-. Pero en un bien
pensado esfuerzo por arrojar una botella al «villano»
rompióse la fina cadena que colgaba del techo, y el
metafísico quedó postrado por el golpe de la lámpara al
caer.
Conversación con una momia
El symposium de la noche anterior había sido un tanto
excesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la
cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello,
en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había
propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un
bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta
tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una
libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en
ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que
hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no
hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa
noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí
cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy
diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta
de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de
cerveza que las tostadas de queso requieren
imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro
de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce
del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y,
ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en
profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas
humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido
cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar
furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me
despertaron al instante. Un minuto después, mientras
estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta
que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo
el doctor Ponnonner. Decía así:
Deje usted cualquier cosa, querido amigo,
apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a
nuestro regocijo. Por fin, después de
perseverantes gestiones, he obtenido el
consentimiento de los directores del Museo para
proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál
me refiero. Tengo permiso para quitarle las
vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos
pocos amigos estarán presentes... y usted,
naturalmente. La momia se halla en mi casa y
empezaremos a desatarla a las once de la noche.
Su amigo,
Ponnonner.
Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo
despierto que puede estarlo un hombre. Salté de la cama
como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso;
me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba
a casa del doctor.
Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad.
Me habían estado esperando con impaciencia. La momia
hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas
hube entrado comenzó el examen.
Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes
por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnonner, de
una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a
considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella
región, aunque las grutas son menos magníficas que las
tebanas, presentan mayor interés pues proporcionan
muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios.
La cámara de donde había sido extraída nuestra momia era
riquísima en esta clase de datos; sus paredes aparecían
íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras
que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño
indicaban la fortuna del difunto.
El tesoro había sido depositado en el museo en la misma
condición en que lo encontrara el capitán Sabretash, vale
decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años
había quedado allí sometido tan sólo a las miradas
exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia
intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuan
raramente llegan a nuestras playas antigüedades no
robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para
congratularnos de nuestra buena fortuna.
Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies
de largo, unos tres de ancho y dos y medio de profundidad.
Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al
comienzo que había sido construida con madera
(platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de
cartón o, mejor dicho, de papier mâché compuesto de
papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas que
representaban escenas funerarias y otros temas de duelo;
entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse
grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el
nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la
partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos
-simplemente fonéticos- y decirnos que componían la
palabra Allamistakeo.
Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero
luego de hacerlo dimos con una segunda, en forma de
ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo
sentido parecida.
El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por
lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.
Al abrirla -cosa que no nos dio ningún trabajo- llegamos a
una tercera caja, también en forma de ataúd, idéntica a la
segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar
aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda
y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.
Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo.
Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaría
envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar,
hallamos una especie de estuche de papiro cubierto de una
capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas
representaban temas correspondientes a los varios deberes
del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo
ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas,
que probablemente pretendían ser retratos de la persona
difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una
inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos
fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y
los nombres y títulos de sus parientes.
En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche,
había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio y de
diversos colores, dispuestas de modo que formaban
imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo
alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar
parecido.
Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba
perfectamente conservada y que no despedía el menor olor.
Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y
brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado.
Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos y
reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de
extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban
de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían
sido brillantemente dorados.
Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la
epidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuado
con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento
de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido,
percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas
aromáticas.
Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las
habituales aberturas por las cuales se extraían las entrañas,
pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de
nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia
suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por
lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por las fosas
nasales y los intestinos por una incisión del costado; el
cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera,
donde permanecía varias semanas, hasta el momento del
embalsamamiento propiamente dicho.
Como no encontrábamos la menor señal de una abertura,
el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumentos de
disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la
mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno
hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de
separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dos
experiencias con la pila voltaica.
Si la aplicación de electricidad a una momia cuya
antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil
años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo
bastante original como para que todos aprobáramos la
idea.
Un décimo en serio y nueve décimos en broma,
preparamos una batería en el consultorio del doctor y
trasladamos allí a nuestro egipcio.
Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una
porción del músculo temporal, que parecía menos
rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal
como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor
muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el
contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y,
riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la
siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente
sobre los de la momia y quedaron clavados por la
estupefacción. Me había bastado una mirada para darme
cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y
que nos habían llamado la atención por cierta extraña
fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que
sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era
visible.
Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el
fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.
No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra
no resultaría exacta. Es probable sin embargo que, de no
mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En
cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el
espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar
al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un
procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse
invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que
tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas
debajo de la mesa.
Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos
de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos
nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho.
Practicamos una incisión en la zona exterior del os
sesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del
músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos
la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un
movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia
levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto
con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible
fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que
tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una
flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una
ventana a la calle.
Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la
víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la
escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor
científico, y más que nunca convencido de que debíamos
proseguir el experimento sin desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda
incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en
persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo
contacto con los alambres de la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto
producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió
los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace
Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en
tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en
la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los
señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto
egipcio el siguiente discurso:
-Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como
mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía
esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que
no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono.
Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado
y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que
ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que
han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la
misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a
quienes había considerado siempre como los leales amigos
de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más
caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al
verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata?
¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o
cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden
en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar,
para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a
ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara
de la nariz?
Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y
el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos
pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos.
Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas
líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente
adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a
explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas.
Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de
nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la
acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por
vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que
el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus
palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los
hechos son como los he contado, y ninguno de nosotros
demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo
que sucedía fuese algo fuera de lo normal.
Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en
orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del
alcance de los puños del egipcio.
El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos
del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso
extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las
patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la
cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo
izquierdo de la boca.
El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo
cual hizo un gesto despectivo y le dijo:
-¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o
no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo de la
boca!
Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el
pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de
compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo
derecho de la abertura antes mencionada.
Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se
volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio,
le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma
fonético; y si no fuera por la carencia de caracteres
jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese
encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la
forma original.
Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la
conversación con la momia se desarrolló en egipcio
antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del
grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham
como intérpretes.
Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia
con inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de
observar que (a causa, sin duda, de la introducción de
imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas
para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en
ocasiones a emplear formas concretas para explicar
determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo
hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra
«política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un
carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas,
con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna
izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido
hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el
cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa
grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió
hacerle entender la noción absolutamente moderna de
whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio
adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero
consintió en quitarse la peluca.
Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon
versó principalmente sobre los grandes beneficios que el
desempaquetamiento y destripamiento de las momias
había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para
excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos
haber causado en especial a la momia llamada
Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas
era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas,
muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.
Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus
instrumentos.
Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos
de conciencia -cuya naturaleza no pude llegar a
comprender- con respecto a la sugestión del orador.
Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas
y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los
presentes.
Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente
de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en
nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le
vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de
esparadrapo negro en la punta de la nariz.
Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de
Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del
frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa,
volviendo con una magnífica chaqueta negra,
admirablemente cortada por Jennings; un par de
pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de
guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto
blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de
charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo,
un par de patillas y una corbata del modelo en cascada.
Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor
(que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos
alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la
persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido
decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio
entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón
junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros
y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural,
nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable
de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
-Hubiera pensado -expresó Mr. Buckingham- que estaba
usted muerto desde hacía mucho.
-¡Cómo! -replicó el conde, profundamente sorprendido-.
¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió
mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de
los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia
había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil
cincuenta años, con algunos meses, que le habían
depositado en las catacumbas de Eleithias.
-Mi observación, empero -continuó Mr. Buckingham-, no
se refería a la edad de usted en el momento de su entierro
(ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted
un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que
llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.
-¿En qué? -dijo el conde.
-En betún -persistió Mr. Buckingham.
-¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto;
pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamente el
bicloruro de mercurio.
-Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender
-dijo el doctor Ponnonner- es cómo, después de morir y ser
enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra
usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.
-Si hubiese estado muerto, como dice usted -replicó el
conde-, lo más probable es que continuara estándolo; pero
veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y
no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros
antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí
en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron
que estaba muerto o que debía estarlo; me embalsamaron,
pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al
tanto del principio fundamental del embalsamamiento.
-¡De ninguna manera!
-¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no
entraré en detalles, pero debo decir que en Egipto el
embalsamamiento propiamente dicho consistía en la
suspensión indefinida de todas las funciones animales
sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su
sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino
el moral y el vital. Repito que el principio básico consistía
entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las
funciones animales sometidas al proceso de
embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera
fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el
momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre.
Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del
Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven
ustedes ahora.
-¡La sangre del Escarabajo! -exclamó el doctor Ponnonner.
-Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una
distinguidísima familia patricia muy poco numerosa. Ser
«de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente
pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el
Escarabajo. Hablo figurativamente.
-Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
-Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en
extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antes de
embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se
eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo,
me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta
cómodo vivir sin ellos.
-Ya veo -dijo Mr. Buckingham-, y presumo que todas las
momias que nos han llegado enteras son de la raza del
Escarabajo.
-Sin la menor duda.
-Yo había pensado -dijo tímidamente Mr. Gliddon- que el
Escarabajo era uno de los dioses egipcios.
-¿Uno de los qué egipcios? -gritó la momia, poniéndose de
pie.
-Uno de los dioses -repitió el erudito.
-Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa
manera -dijo el conde, volviendo a sentarse-. Ninguna
nación de este mundo ha reconocido nunca más de un
dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los
símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los
intermediarios a través de los cuales adorábamos a un
Creador demasiado augusto para dirigirnos a él
directamente.
Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el
doctor Ponnonner.
-A juzgar por lo que nos ha explicado usted -dijo-, no sería
improbable que en las catacumbas próximas al Nilo haya
otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente
vivas.
-Sin la menor duda -replicó el conde-. Todos los
Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen
estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados
expresamente, pueden haber sido olvidados por sus
ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus
tumbas.
-¿Sería usted tan amable de explicarnos -pregunté- qué
entiende por embalsamar «expresamente»?
-Con mucho gusto -repuso la momia, luego de mirarme
atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez
que me atrevía a hacerle una pregunta directa.
-Con mucho gusto -repitió-. La duración usual de la vida
humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos
hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente
extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra
anterior era considerada como el término natural. Luego de
descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo
he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería
posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez
contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese
término natural era vivido en varias etapas. En el caso de
la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado
que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por
ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un
libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar
cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro
tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto
período -digamos quinientos o seiscientos años-. Al
reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que
su gran obra se había convertido en una especie de libreta
de notas reunidas al azar, algo así como una palestra
literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y
las pendencias personales de un ejército de exasperados
comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el
nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y
agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía
precisado a encender una linterna para buscar su propio
libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el
trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo
íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber
ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y
experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la
época en que había vivido anteriormente.
Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación
personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos
sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una
pura fábula.
-Perdóneme usted -dijo en este punto el doctor Ponnonner,
apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio-.
Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un
instante?
-Ciertamente, señor -replicó el conde.
-Tan sólo una pregunta -continuó el doctor-. Mencionó
usted las correcciones personales del historiador a las
tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted:
¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
-Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las
tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de
las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que
en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la
menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.
-De todas maneras -insistió el doctor-, puesto que sabemos
que han pasado por lo menos cinco mil años desde su
entierro, doy por descontado que las historias de aquel
período, si no las tradiciones, eran suficientemente
explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea
la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace
tan sólo diez siglos.
-¡Caballero! -exclamó el conde Allamistakeo.
El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el
egipcio las comprendiera después de muchas explicaciones
adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:
-Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me
resultan completamente nuevas. En mis tiempos jamás
supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el
universo (o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido
jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez -una vez tan
sólo- escuché de un hombre de grandes conocimientos
cierta remota insinuación acerca del origen de la raza
humana, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o
sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo
en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación
espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del
limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y
que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y
casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y
uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire
significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de
echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de
Allamistakeo, habló como sigue:
-La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la
costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas según
nos ha explicado usted, debe haber contribuido
profundamente al desarrollo y a la acumulación general
del saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridad de
los egipcios antiguos en materias científicas, si se los
compara con los modernos, y más especialmente con los
yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.
-Debo confesar nuevamente -repuso el conde con mucha
gentileza- que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué
materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de
detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del
magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a
narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente
cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían
florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que
su recuerdo se hubiese perdido; así como que los
procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas
comparados con los verdaderos milagros de los sabios de
Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres
similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses.
Sonrió un tanto desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas
sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de
los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca,
me susurró al oído que para esa clase de informaciones
haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién
era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunœ.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios
y lentes, y de manera general sobre la fabricación del
vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas,
cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el
codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un
vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó
a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos
poseíamos microscopios que nos permitieran tallar
camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el
pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la
manera más extraordinaria.
-¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! -exclamó, con
enorme indignación por parte de los dos egiptólogos,
quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se
callara.
-¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York!
-gritaba entusiasmado-. ¡O, si le resulta demasiado difícil
de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de
Washington!
Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando
minuciosamente las proporciones del edificio del
Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba
adornado con no menos de veinticuatro columnas, las
cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a
diez pies una de otra.
El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento
las dimensiones exactas de cualquiera de los principales
edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían
sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas
seguían aún en pie en la época de su entierro, en un
desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de
pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un
palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía
ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de
circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A
este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de
dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y
obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El
palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas
de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas.
Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en
el interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que
dentro del área del palacio hubieran podido construirse
unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor,
pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que,
con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o
trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de
Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el
conde no podía negarse conscientemente a admitir el
ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del
Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se
veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había
visto una cosa semejante.
Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros
ferrocarriles.
Contestó que no opinaba nada en especial. Los
ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos y
torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía
comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas,
directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios
transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de
ciento cincuenta pies de altura.
Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me
preguntó cómo me las habría arreglado para colocar las
impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño
como el de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía
alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó
a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con
violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros
encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan
de descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó
desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero
habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven
en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de
instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente
trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos
buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le
leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no
muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran
Movimiento del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos
eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al
Progreso, en cierta época había sido una verdadera
calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la
democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender
debidamente al conde las ventajas de que gozábamos
viviendo allí donde existía el sufragio ad libitum, y no
había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la
impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos
terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había
ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias
egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo
al resto de la humanidad.
Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa
constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se
las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a
la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero,
el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron
otros quince o veinte, se consolidaron creando el más
odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto
en la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la
ignorancia de los egipcios sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En
cambio el contertulio silencioso me dio fuertemente en las
costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho
ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto
como para no saber que la moderna máquina de vapor
deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de
Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero,
entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner
acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio
pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la
importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y,
tomando luego uno de los faldones de su chaqueta, se lo
acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer,
mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja
a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de
contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose
con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara
francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los
egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación
de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de
Brandeth.
Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La
respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la
cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una
derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente
me resultaba insoportable el espectáculo de la
mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me
incliné secamente y salí.
Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí
inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana.
Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica
para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la
primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la
verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del
siglo XIX en general. Me siento convencido de que todo
va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será
Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y
bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me
haré embalsamar por un par de cientos de años.
Cuatro bestias en una
Por lo general, se considera a Antíoco Epifanes como el
Gog del profeta Ezequiel. Cabe sin embargo atribuir con
más propiedad este honor a Cambises, hijo de Ciro. De
todos modos, el carácter del monarca sirio no necesita
ningún embellecimiento suplementario. Su acceso al trono,
o más bien su usurpación de la soberanía, en el año ciento
setenta y uno antes de Cristo; su tentativa de saquear el
templo de Diana, en Éfeso; su implacable hostilidad hacia
los judíos; su profanación del santo de los santos, y su
miserable muerte en Taba, después de un tumultuoso
reinado de once años, constituyen circunstancias
prominentes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por
los historiadores de su tiempo que las impías, cobardes,
crueles, estúpidas y extravagantes acciones que forman la
suma total de su vida privada y su reputación.
Supongamos, amable lector, que estamos en el año del
mundo tres mil ochocientos treinta, e imaginémonos por
un momento en la más grotesca de las moradas humanas,
en la notable ciudad de Antioquía. Por cierto que en Siria y
otros países había un total de dieciséis ciudades de este
nombre, aparte de aquella a que aludo particularmente.
Pero la nuestra es la que recibió el nombre de Antioquia
Epidafne a causa de su vecindad con el pueblo de Dafne,
donde se alzaba un templo a dicha divinidad. Fue
construida (aunque la cuestión está muy controvertida) por
Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro
Magno, en memoria de su padre, Antíoco, y no tardó en
convertirse en capital de los monarcas sirios.
En los florecientes tiempos del imperio romano, Antioquía
era la residencia habitual del prefecto de las provincias
orientales, y muchos emperadores de la ciudad reina (entre
los cuales cabe mencionar especialmente a Veras y a
Valente) pasaron aquí la mayor parte de su tiempo. Pero
advierto que estamos ya en la ciudad. Subamos a esa
muralla, a fin de contemplar Antioquia y las comarcas
circundantes.
-¿Qué río es ése, tan ancho y rápido, que se abre camino
entre innumerables saltos, a través de la confusa multitud
de las montañas, y de la multitud no menos confusa de los
edificios?
-Es el Orontes. Sus aguas son las únicas visibles, fuera de
las del Mediterráneo, que se tiende como un ancho espejo
a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el
Mediterráneo, pero permítame decirle que muy pocos han
podido tener un atisbo de Antioquía. Cuando digo pocos,
aludo a personas como usted y como yo, que poseen al
mismo tiempo las ventajas de una educación moderna.
Deje, pues, de contemplar el mar y conceda toda su
atención a la masa de edificios que se tiende por debajo de
nosotros. Recordará que estamos en el año del mundo tres
mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde -si, por
ejemplo, estuviéramos en el año de Nuestro Señor mil
ochocientos cuarenta y cinco-, nos veríamos privados de
tan extraordinario espectáculo. En el siglo diecinueve
Antioquia es -o, mejor dicho, será- un lamentable montón
de ruinas. Para ese entonces habrá quedado destruida, en
tres ocasiones diferentes, por tres terremotos sucesivos, Y
a decir verdad, lo poco que quede de ella estará en un
estado tan ruinoso y desolado que el patriarca habrá
trasladado su residencia a Damasco.
¡Ah, muy bien! Veo que aprovecha usted mi consejo y se
dedica a inspeccionar los lugares,
satisfaciendo
sus
ojos
con los recuerdos y los monumentos
famosos
que tanto renombre dan a esta ciudad.
Perdóneme usted; me olvidaba de que Shakespeare no
florecerá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años.
Veamos: ¿no justifica la apariencia de Epidafne que la
califique de grotesca?
-Está bien fortificada, y en este sentido debe tanto a la
naturaleza como al arte.
-Muy cierto.
-Hay una prodigiosa cantidad de majestuosos palacios.
-En efecto.
-Y los numerosos templos, tan ricos corno magníficos,
pueden compararse con los más alabados de la antigüedad.
-Lo reconozco. Pero hay también infinidad de cabañas de
barro y abominables barracas. No podemos dejar de
advertir en las calles la cantidad de inmundicias tiradas en
el arroyo, y si no fuera por las continuas humaredas del
incienso de los idólatras no hay duda que el hedor
resultaría intolerable. ¿Vio usted alguna vez calles tan
sofocadamente angostas o edificios tan milagrosamente
altos? ¡Qué penumbra arrojan sus sombras sobre la tierra!
Por suerte, las oscilantes lámparas de aquellas columnatas
permanecen encendidas durante el día; de lo contrario,
tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en tiempos de su
desolación.
-¡Ciertamente es un extraño lugar! ¿Qué significa aquel
singular edificio? ¡Mírelo! Domina todos los otros y se
halla situado al este de lo que creo debe ser el palacio real.
-Es el nuevo templo del Sol, a quien se adora en Siria bajo
el nombre de Elah Gabalah. Más tarde, un emperador
romano harto notorio instituirá su culto en Roma y
extraerá de él su propio nombre, Heliogábalo. Pienso que
le gustaría a usted echar una ojeada a la divinidad del
templo. No necesita mirar hacia el cielo: el Sol no está allí,
por lo menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa
en el interior de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma
de una ancha columna de piedra rematada por un cono o
pirámide -que denota el Fuego.
-¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres
semidesnudos, pintarrajeado el rostro, que gritan y
gesticulan dirigiéndose a la chusma?
-Unos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen a la
clase de los filósofos. Pero la mayoría -justamente
aquellos que están apaleando a la muchedumbre- son los
principales cortesanos de palacio, que ejecutan, como es su
deber, alguna loable extravagancia ordenada por el rey.
-Pero, ¿qué es eso? ¡Cielos, la ciudad está infestada de
bestias salvajes! ¡Qué espectáculo terrible... qué peligrosa
singularidad!
-Terrible, si usted quiere; pero nada peligrosa. Si mira
atentamente, verá que cada uno de esos animales sigue
tranquilamente a su amo. Algunos van con una cuerda al
cuello, pero se trata de las especies más pequeñas o
tímidas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con
entera libertad. Han sido adiestrados para sus actuales
funciones, y sirven a sus respectivos dueños de valets de
chambre.
A veces, claro está, la naturaleza reivindica sus violadas
leyes; pero que un guerrero sea devorado, o que un toro
sagrado aparezca muerto, son cosas demasiado
insignificantes para causar sensación en Epidafne.
-¡Qué tumulto tan extraordinario se escucha! ¡Un ruido
terrible, aun para Antioquía! Sin duda ocurre cosa fuera de
lo común.
-Así es. El rey ha dispuesto algún nuevo espectáculo: una
exhibición de gladiadores en el hipódromo, quizá la
matanza de los prisioneros escitas, el incendio de su nuevo
palacio, la demolición de algún hermoso templo... o quizá
una hoguera alimentada por algunos judíos. El rumor
aumenta. Gritos y carcajadas ascienden a los cielos. El aire
se conmueve con la estridencia de los instrumentos de
viento y el horrible clamoreo de un millón de gargantas.
¡Bajemos, en nombre de la diversión, y veamos qué pasa!
¡Por ahí... cuidado! Ya estamos en la calle principal,
llamada calle de Timarco. Un mar de gente se acerca y
difícil nos será remontar la corriente. La multitud se
derrama por la calle de Heráclides, que nace directamente
en palacio... Es de suponer entonces que el rey se
encuentra entre los alborotadores. ¡Sí, oigo los gritos de
los heraldos, anunciando su llegada con la pomposa
fraseología del Oriente! Podremos echar una ojeada a su
persona cuando pase frente al templo de Ashimah.
Refugiémonos en el vestíbulo del santuario; no tardará en
llegar. Entretanto, examinemos esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh,
el dios Ashimah en persona! Advertirá usted que no se
trata ni de un cordero, ni de un chivo, ni de un sátiro;
tampoco se parece gran cosa al Pan de los árcades. Y, sin
embargo, todas estas apariencias han sido asignadas... ¡oh,
perdón: serán asignadas!, por los sabios de los tiempos
venideros al Ashimah de los sirios. Póngase los anteojos y
dígame qué es. ¿Qué es?
-¡Dios me bendiga! ¡Un mono!
-Exacto: un mandril. Pero no por eso deja de ser una
deidad. Su nombre deriva del griego Simia... ¡Ah, qué
grandes tontos son los arqueólogos! ¡Pero... vea! ¡Ese
pequeño vagabundo que corre allí! ¿A dónde va? ¿Y qué
vocifera? ¿Qué dice? ¡Oh! Dice que el rey viene en
triunfo, que está vestido con traje de ceremonia y que
acaba de quitar la vida con su propia mano a mil
prisioneros israelitas encadenados. ¡Y el canalla lo ensalza
hasta los cielos por esa hazaña! ¡Atención! ¡Viene una
turba igualmente desastrada! Han compuesto un himno en
latín sobre el valor del rey, y lo cantan mientras desfilan.
Mille, mille, mille,
Mille, mille, mille,
Decollavimus, unus homo!
Mille, mille, mille, mille, decollavimus!
Mille, mille, mille,
Vivat qui mille mille occidit!
Tantum vini habet nemo
Quantum sanguinis effudit!.
Lo cual puede parafrasearse así:
¡Mil, mil, mil,
Mil, mil, mil,
Con un solo guerrero degollamos a mil!
¡Mil, mil, mil, mil!
¡Cantemos otra vez mil!
¡Ohé, cantemos:
Larga vida a nuestro rey,
Que bellamente mató a mil!
¡Ohé! ¡Proclamemos
Que él nos ha dado
Más galones de sangre
Que toda la Siria vino!
-¿Oye usted ese toque de trompetas?
-Sí: el rey se acerca. ¡Vea, el pueblo está estupefacto de
admiración y alza los ojos al cielo en señal de reverencia!
¡Ya viene... ya viene... ya está aquí!
-¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No lo veo... no lo distingo por
ninguna parte.
-¡Se ha vuelto usted ciego!
-Es posible. Lo único que veo es una tumultuosa
muchedumbre de imbéciles y de locos que se prosternan
ante un gigantesco Camaleopardo110, tratando de besarle
las pezuñas. ¡Vea, el animal acaba de dar una coz a uno de
la chusma... a otro... y a otro! ¡Ah, no puedo dejar de
admirar a esa bestia por el excelente uso que hace de sus
patas!
-¡La chusma! ¡Vamos, si se trata de los nobles y libres
ciudadanos de Epidafne! ¿Bestia, dijo usted? Tenga
cuidado de que no lo oigan. ¿No ve usted que ese animal
tiene rostro humano? ¡Mi querido señor ese Camaleopardo
es nada menos que Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre,
rey de Siria, el más potente de los autócratas del Oriente!
Cierto que con frecuencia suelen llamarlo Antíoco
Epimanes... Antíoco el Loco... pero sólo porque el pueblo
no está capacitado para apreciar sus méritos. Lo seguro es
que en este momento se ha escondido en la piel de un
animal, haciendo todo lo posible para representar a un
Camaleopardo; pero su intención es la de elevar aún más
su dignidad de rey. Sepa usted que el monarca es de
gigantesca estatura y que el traje no le resulta inapropiado
ni excesivamente grande. Cabe presumir, empero, que no
se lo hubiera puesto si no se tratara de alguna ocasión
especialmente solemne. ¡Y no me negará usted que la
matanza de un millar de judíos no es cosa solemne! ¡Con
qué excelsa dignidad se pasea el monarca en cuatro patas!
Repare en que sus dos concubinas principales, Elliné y
Argelais, le sostienen la cola; toda su apariencia sería
infinitamente atractiva de no ser por la protuberancia de
sus ojos, que ciertamente acabarán saltándosele de las
órbitas, y el extraño color de su rostro, que se ha
convertido en algo indescriptible a causa de la cantidad de
vino que ha bebido. Sigámoslo al hipódromo, al cual se
encamina ahora, y escuchemos el canto de triunfo que él
mismo entona el primero:
¿Quién es rey, sino Epifanes?
¡Decidlo! ¿Lo sabéis?
¿Quién es rey, sino Epifanes?
¡Bravo! ¡Bravo!
¡No hay nadie fuera de Epifanes,
No, no hay nadie!
¡Derribad entonces los templos
Y apagad el sol!
-¡Muy bien, magníficamente cantado! El populacho lo está
saludando como «Príncipe de los Poetas», «Gloria del
Oriente», «Delicia del Universo» y «El más asombroso de
los Camaleopardos». Le han pedido un bis... ¿oye usted?
¡Lo está cantando de nuevo! Cuando llegue al hipódromo
recibirá la corona de la poesía, como anticipación de su
victoria en las próximas olimpíadas.
-¡Por Júpiter! ¿Qué ocurre entre la multitud, que viene
detrás de nosotros?
-¿Detrás, dice usted? ¡Ah, oh... ya veo! Querido amigo, ha
hablado usted a tiempo. ¡Refugiémonos lo antes posible en
algún lugar seguro! ¡Ahí, en ese arco del acueducto! Le
diré inmediatamente la causa de la conmoción. Ha
ocurrido lo que yo estaba previendo. La singular
apariencia del Camaleopardo con cabeza humana parece
haber ofendido el sentido de la dignidad que, en general,
poseen los animales feroces domesticados en esta ciudad.
Como consecuencia se ha producido un motín. Y como es
usual en tales ocasiones, ningún esfuerzo humano será
capaz de contener a la muchedumbre. Muchos sirios han
sido ya devorados, pero la consigna general de estos
patriotas de cuatro patas parece ser la de comerse al
Camaleopardo.
Razón por la cual el «Príncipe de los Poetas» corre en
estos momentos sobre sus dos piernas para salvar la vida.
Los cortesanos lo han dejado en la encrucijada, y sus
concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡«Delicia
del Universo», en qué lío te has metido! ¡«Gloria del
Oriente», qué peligro de masticación corres! No mires, no,
tu cola con tanta lástima; tendrá que arrastrar por el fango,
no hay remedio. No mires hacia atrás, para asistir a su
inevitable degradación; toma coraje, mueve vigorosamente
las piernas y enfila hacia el hipódromo. ¡Recuerda que eres
Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre! ¡«Príncipe de los
Poetas», «Gloria del Oriente», «Delicia del Universo» y
«El más asombroso de los Camaleopardos»! ¡Cielos, qué
velocidad eres capaz de desplegar! ¡Qué capacidad para
proteger tus piernas! ¡Corre, príncipe! ¡Bravo, Epifanes!
¡Bien hecho, Camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Cómo
corre... cómo salta... cómo vuela! ¡Se aproxima al
hipódromo como una flecha recién disparada por una
catapulta! ¡Salta... grita... ya llegó! Magnífico, pues si
tardabas un segundo más en llegar a las puertas del
anfiteatro, ¡oh «Gloria del Oriente»!, no hubiera quedado
un solo cachorro de oso en Epidafne sin probar el sabor de
tu carne. ¡Vámonos, salgamos de aquí! ¡Nuestros
delicados oídos modernos son incapaces de soportar el
alarido que va a alzarse para celebrar la escapatoria del
rey! ¡Escuche... ya ha empezado! ¡Toda la ciudad está
patas arriba!
-¡No hay duda de que es ésta la más populosa ciudad del
Oriente! ¡Qué cantidad de gente! ¡Qué revoltillo de clases
y de edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y naciones!
¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de idiomas! ¡Qué
rugidos de fieras! ¡Qué resonar de instrumentos! ¡Qué hato
de filósofos!
-¡Vamos, salgamos de aquí!
-¡Un momento! Veo una gran confusión en el hipódromo.
¿Puede decirme, por favor, qué ocurre?
-¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y libres ciudadanos de
Epidafne, luego de declararse satisfechos de la fe, valor,
sabiduría y divinidad de su rey, y habiendo sido además
testigos presenciales de la sobrehumana agilidad de hace
un instante, consideran su deber depositar sobre su frente
(además de la corona poética) la guirnalda de la victoria en
la carrera pedestre, guirnalda que sin duda ganará en las
próximas olimpíadas y que, por tanto, le conceden por
adelantado.
Cuento de Jerusalén
Corramos a las murallas -dijo Abel-Phittim a Buzi-BenLevi y a Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de
Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta
y uno-. Corramos a las murallas, junto a la puerta de
Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el
campamento de los incircuncisos; pues es la última hora
de la cuarta guardia y va a salir el sol; y los idólatras,
cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar
esperándonos con los corderos para los sacrificios.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim
o subcolectores de las ofrendas en la santa ciudad de
Jerusalén.
-Bien has dicho -replicó el Fariseo-. Apresurémonos,
porque esta generosidad por parte de los paganos es
sorprendente, y la volubilidad ha sido siempre atributo de
los adoradores de Baal.
-Que son volubles y traidores es tan cierto como el
Pentateuco -dijo Buzi-Ben-Levi-, pero ello tan sólo para
con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los
amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que
sea tan generoso facilitarnos corderos para el altar del
Señor y recibir en cambio treinta siclos de plata por
cabeza!
-Olvidas, Ben-Levi -replicó Abel-Phittim-, que el romano
Pompeyo, impío sitiador de la ciudad del Altísimo, no
tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán
dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo.
-¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! -gritó el
Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados
Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de
tundirse y lacerarse los pies contra el suelo era desde hacía
mucho una espina y un reproche para los devotos menos
ahincados, y una piedra de toque para los transeúntes
menos dotados)-. ¡Por las cinco puntas de esa barba, que,
por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos
vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra
advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de
la carne los elementos más santos y consagrados?
¿Habremos vivido para ver el día en que...?
-No nos preocupemos de las razones del filisteo -lo
interrumpió Abel-Phittim-, pues hoy nos beneficiamos por
primera vez de su avaricia o de su generosidad;
apresurémonos a llegar a las murallas, no sea que las
ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo
no pueden extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna
tempestad puede alterar.
La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban
nuestros excelentes Gizbarim ostentaba el nombre de su
arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona
mejor fortificada de Jerusalén, hallándose situada sobre la
abrupta y majestuosa colina de Sión. Un ancho y profundo
foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba
defendido por una solidísima muralla que nacía en su
borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla
torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían
sesenta pies de alto, y las mayores, ciento veinte. Pero en
las cercanías de la puerta de Benjamín la muralla no nacía
del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel
de éste y la base del baluarte alzábase un risco de
doscientos cincuenta codos que formaba parte del abrupto
monte Moriah.
Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de
la torre llamada Adoni-Be-zek -la más alta de las torres
que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos
con el ejército sitiador- pudieron contemplar el
campamento del enemigo desde una eminencia que
sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no
pocos el templo de Belus.
95 Bore, pelmazo, suena también como boar, cerdo.
(N. del T.)
-En verdad digo -suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba
sobre el vertiginoso precipicio-, los incircuncisos son
tantos como las arenas de la playa... como las langostas del
desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de
Adommin.
-Y, sin embargo -agregó Ben-Levi-, no podrías señalarme
un solo filisteo... ¡No, ni siquiera uno, desde Aleph a Tau,
desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más
grande que la letra Jod!
-¡Bajad la cesta con los siclos de plata! -gritó de pronto,
con acentos tan broncos como ásperos, un soldado romano
que parecía haber surgido de las regiones de Plutón-.
¡Bajad esa cesta con el maldito dinero, cuyo solo nombre
basta para dislocar la mandíbula de un noble romano! ¿Es
así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo
Pompeyo, que, en su condescendiente bondad, ha creído
oportuno escuchar vuestras importunidades de idólatras?
El dios Febo, que es un dios verdadero, corre en su carro
desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en
las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que
nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa
que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para
traficar con los perros de este mundo?
¡Vamos, abajo... y atención a que vuestras baratijas tengan
el color y el peso debidos!
-¡El Elohim! -profirió el Fariseo, mientras los discordantes
acentos del centurión resonaban en los peñascos del
precipicio y se perdían contra el templo-. ¡El Elohim!
¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemador?
¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres versado en las leyes de
los gentiles, y has habitado entre los que se contaminan
con los Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de
Ashimah? ¿De Nibhaz... de Tartak... de Adramalech... de
Anamalech... de Succoth-Benith... de Dagon... de Belial...
de Baal-Perith... de Baal-Peor... o de Baal-Zebub?
-De ninguno de ellos, en verdad... pero ten cuidado que la
cuerda no resbale demasiado rápidamente entre tus dedos,
pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco saliente
harías caer lamentablemente las santas cosas del santuario.
Con ayuda de una máquina de construcción bastante
grosera, la cesta pesadamente cargada descendió entonces
con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde
el vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se
amontonaban confusamente en torno de ella, pero la gran
altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que
pasaba.
Transcurrió así media hora.
-¡Llegaremos demasiado tarde! -suspiró el Fariseo al
cumplirse este período, mientras miraba hacia el abismo-.
¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos
despojarán de nuestras funciones!
-¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra!
-agregó Abel-Phittim-. ¡Nuestras barbas perderán su
perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino
del Templo!
-¡Raca! -juró Ben-Levi-. ¿Pretenderán robarnos el dinero
de la compra? ¡Santísimo Moisés! ¿Estarán acaso pesando
los siclos del tabernáculo?
-¡Han dado la señal! -gritó el Fariseo-. ¡Por fin han dado la
señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim... y también tú,
Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos
están sujetando todavía la cesta o el Señor ha dulcificado
sus corazones y la han cargado con un animal de gran
peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga
ascendía balanceándose pesadamente entre la espesa
niebla.
-¡Booshoh! ¡Booshoh!
Tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi
cuando, después de una hora de trabajo, empezó a verse
algo en la extremidad de la cuerda.
-¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de
Engedi... y más arrugado que el valle de Jehoshaphat!
-Es un primer nacido del rebaño -opuso Abel-Phittim-. Lo
reconozco por su balido y por su manera inocente de
doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas
del Pectoral, y su carne es como la miel del Hebrón.
-Es un becerro engordado en las praderas de Bashan -dijo
el Fariseo-. ¡Los paganos se han portado admirablemente
con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un salmo!
¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el
arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche!
Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los
Gizbarim, un sordo gruñido les reveló que contenía un
cerdo de enorme tamaño.
-¡El Emanu! -gritó el trío, levantando los ojos y soltando la
cuerda, con lo cual el cerdo se volvió de cabeza entre los
filisteos-. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros...! ¡Es la
carne innominable!
Descenso al Maelstrón
Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más
elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció
demasiado fatigado para hablar.
-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría haberlo
guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis
hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás
le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo menos, a alguien
que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis
horas de terror mortal que soporté me han destrozado el
cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no
lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos,
negros como el azabache, se volvieran blancos;
debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis
nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una
sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este
pequeño acantilado sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a
descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de
su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de
una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del
borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando
un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o
mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos
situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a
tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A
decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de
mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a
los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a
mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea
de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los
cimientos de aquella montaña.
Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje
suficiente para sentarme y mirar a la distancia.
-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya que
lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del
lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y
para contarle toda la historia con su escenario presente.
“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo
distinguía-, nos hallamos muy cerca de la costa de
Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran
provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La
montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la
Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a matas
si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá de la
cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.”
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión
oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la
tinta que me recordaron la descripción que hace el
geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna
imaginación humana podría concebir panorama más
lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta
donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas
del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y
colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la
resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta,
aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio
sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis
millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de
aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su
posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que
la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla
más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada
en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la
costa, el océano presentaba un aspecto completamente
fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento
tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que
navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos,
en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada
momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a
que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje
embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso
embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento
como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma,
salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los
noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de
camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de
Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm,
Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre
Moskoe y Vurrgh- están Otterholm, Flimen, Sandflesen y
Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos
sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No
lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa?
¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del
Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el
interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni
una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al
arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí
un sonido potente y que crecía por momentos, algo como
el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera
norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el
estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo
que los marinos llaman picado, se estaba transformando
rápidamente en una corriente orientada hacía el este.
Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una
velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su
desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos
después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera
incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era
entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua
se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba
bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose,
hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e
innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y
corría hacia el este con una rapidez que el agua no
adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un
precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración
apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando
un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro,
mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde
antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a
una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con
otras y adquirieron el movimiento giratorio de los
desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen
de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo
asumió una realidad clara y definida, formando un círculo
cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino
estaba representado por una ancha faja de resplandeciente
espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al
interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la
mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y
tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de
cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que
giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento
oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible,
entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata
del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída.
La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las
rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos
matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por
fin, pude decir a mi compañero:
-¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del
Maelstrón!
-Así suelen llamarlo -repuso el viejo-. Nosotros los
noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla
Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían
preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de
Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la
menor noción de la magnificencia o el horror de aquella
escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad
que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de
vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué
momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni
durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su
descripción que merecen, sin embargo, citarse por los
detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles
para comunicar una impresión de aquel espectáculo:
«Entre Lofoden y Moskoe -dice-, la profundidad del agua
varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro
lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad
disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin
el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en
plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se
mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al
punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el
mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y
espantosas cataratas.
El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o
abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío
es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y
arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra
las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque
asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad
se producen solamente en los momentos del cambio de la
marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora
antes de que recomience gradualmente su violencia.
Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad
acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de
una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados
por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva.
Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se
aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por
su violencia; imposible resulta entonces describir sus
clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por
escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de
Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y
arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan
terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes
cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la
corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un
punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto
muestra claramente que el fondo consiste en rocas
aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los
troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo
marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En
el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la
furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de
las casas de la costa se desplomaban.»
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me
explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata
del vórtice.
Las
«cuarenta
brazas»
tienen
que
referirse,
indudablemente, a las porciones del canal linderas con la
costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el
centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente
grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera
mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la
cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre
contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude
impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado
Jonas Ramus consigna -como algo difícil de creer- las
anécdotas sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente
que los más grandes buques actuales, sometidos a la
influencia de aquella mortal atracción, serían el
equivalente de una pluma frente al huracán y
desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte,
según recuerda, me habían parecido suficientemente
plausibles a la lectura- presentaban ahora un carácter muy
distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía
en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños
situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la
colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y
reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el
cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan
como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más
profunda será la caída, y el resultado es un remolino o
vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es
suficientemente conocido por experimentos hechos en
menor escala». Tales son los términos con que se expresa
la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que
en el centro del canal del Maelstrón hay un abismo que
penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna
región remota (una de las hipótesis nombra concretamente
el golfo de Botnial).
Esta opinión, bastante gratuita en sí misma, fue la que mi
imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube
contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me
sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos
compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto
a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para
comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el
papel pareciera concluyente, resultaba por completo
ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel
abismo.
-Ya ha podido ver muy bien el remolino -dijo el anciano-,
y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para
que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato
que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el
Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
-Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche
aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con
el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de
Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las
oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante
las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de
todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres
éramos los únicos que navegábamos regularmente en la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan
mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora,
sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos.
Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí,
entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande,
sino una abundancia mucho mayor, de modo que con
frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más
tímidos conseguían apenas en una semana.
La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario,
cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y
sustituyendo capital por coraje.
Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas
al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno,
acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de
tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal
de Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino, y
anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o
Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos
quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo
intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a
nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este
género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida
como para el retorno -un viento del que estuviéramos
seguros que no nos abandonaría a la vuelta-, y era raro que
nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos
vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una
calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y
una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana
donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de
una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo,
y que embraveció el canal en tal forma que era imposible
pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser
llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los
remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final,
largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no
hubiera sido que terminamos entrando en una de esas
innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y
mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio
de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades
que encontrábamos en nuestro campo de pesca -que es mal
sitio para navegar aun con buen tiempo-, pero siempre nos
arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin
accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la
boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un
minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no
era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el
queche recorría una distancia menor de lo que
deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la
correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho
años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos
hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera
apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero,
aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el
riesgo, no nos sentíamos con ánimo de exponer a los
jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible,
ésa es la pura verdad.
Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy
a contarle. Era el 10 de julio de 18..., día que las gentes de
esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó
uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás
del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta
bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del
sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados
marinos no hubieran podido prever lo que iba a pasar.
Los tres –mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las islas
a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con
una excelente pesca que, como pudimos observar, era más
abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las
siete -por mi reloj- levamos anclas y zarpamos, a fin de
atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma,
que según sabíamos iba a producirse a las ocho.
Partimos con una buena brisa de estribor y al principio
navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no
teníamos el menor motivo para sospechar que existiera.
Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento
procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos
había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo,
sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra
el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba
a proponer que volviéramos al punto donde habíamos
estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que
todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del
color del cobre que se levantaba con la más asombrosa
rapidez.
Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de
amainar por completo y estábamos en una calma total,
derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró
bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos
de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de
dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con
la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan
oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.
Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió.
Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron
nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de
que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los
dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen
aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi
hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad.
Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma
que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente
totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca
de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando
íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar
picado. De no haber sido por esta circunstancia,
hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un
momento quedamos sumergidos por completo. Cómo
escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo,
pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo.
Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré
boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha
borda de proa y las manos aferrando una armella próxima
al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y
fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la
verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.
Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos
completamente inundados, mientras yo contenía la
respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude
resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome
siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza.
Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida,
como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en
cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces
estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que
me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que
tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del
brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de
júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había
arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en
horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja,
mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante.
Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un
violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que
mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y
lo que quería darme a entender: Con el viento que nos
arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del
Ström... ¡y nada podía salvarnos!
Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo
hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso
con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar
cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora
estábamos navegando directamente hacia el vórtice,
envueltos en el más terrible huracán. 'Probablemente
-pensé- llegaremos allí en un momento de la calma... y eso
nos da una esperanza.' Pero, un segundo después, me
maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza
alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que
lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío
cien veces más grande.
A esta altura la primera furia de la tempestad se había
agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo
delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido
aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en
gigantescas montañas. Un extraño cambio se había
producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas
direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto,
casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente
un círculo de cielo despejado -tan despejado como jamás
he vuelto a ver-, brillantemente azul, y a través del cual
resplandecía la luna llena con un brillo que no le había
conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos
rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué
escena nos mostraba!
Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano,
pero, por razones que no pude comprender, el estruendo
había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle
entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis
fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente
pálido, y levantó un dedo como para decirme: '¡Escucha!'
Al principio no me di cuenta de lo que quería significar,
pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje
mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el
cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras
lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete!
¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del
Ström estaba en plena furia!
Cuando un barco es de buena construcción, está bien
equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento
durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar
por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para
un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en
lenguaje marino.
Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad
sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua
nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba...
más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás
hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura.
Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un
deslizamiento y una zambullida que me produjeron
náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en
sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento
en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada
alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un
instante comprobé nuestra exacta posición.
El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla
adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los
días como el que está viendo usted a un remolino en una
charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que
teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto
aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar
involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se
apretaron como en un espasmo.
Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando
sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por
la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a
babor y se precipitó en su nueva dirección como una
centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó
completamente apagado por algo así como un estridente
alarido... un sonido que podría usted imaginar formado por
miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo
tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora
en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino,
y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al
abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la
asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche
no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar
como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su
banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la
inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que
se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros
y el horizonte.
Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos
sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo
que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no
abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte
del terror que al principio me había privado de mis fuerzas.
Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.
Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la
verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era
morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por
algo tan insignificante como mi propia vida frente a una
manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que
enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente.
Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva
curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar
sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a
costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca
podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los
misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas
fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y
con frecuencia he pensado que la rotación del barco
alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue
la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta
nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como
usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está
sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al
que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde
montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una
borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la
confusión mental que produce la combinación del viento y
la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y
ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de
reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres
de aquellas molestias... así como los criminales
condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas
liberalidades que se les negaban antes de que se
pronunciara la sentencia.
Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al
circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando
más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro
de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente a su
horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había
soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en
la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío,
sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla,
y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había
precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde
del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de
la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis
manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a
ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más
grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que
su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto
loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo
para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los
dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé
a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho
hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante
estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas
oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me
había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un
brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el
abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y
pensé que todo había terminado.
Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso,
instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré
los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos,
esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no
estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua.
Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo.
La sensación de caída había cesado y el movimiento de la
embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en
el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más
inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.
Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y
admiración que sentí al contemplar aquella escena. El
queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a
mitad de camino en el interior de un embudo de vasta
circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes,
perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a
no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el
lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna,
que, en el centro de aquella abertura circular entre las
nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio
gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se
perdían en las remotas profundidades del abismo.
Al principio me sentí demasiado confundido para poder
observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese
estallido general de espantosa grandeza. Pero, al
recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente
hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección,
dada la forma en que el queche colgaba de la superficie
inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente
nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano
paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando
un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que
parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de
observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no
me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi
puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que
se debía a la velocidad con que girábamos.
Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo
mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver
nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla
que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico
arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que,
según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la
Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda
por el choque de las enormes paredes del embudo cuando
se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el
aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del
cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho
descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo,
la continuación del descenso no guardaba relación con el
anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un
movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y
sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos
centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar
casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque
lento, nuestro descenso resultaba perceptible.
Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido
sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra
embarcación no era el único objeto comprendido en el
abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de
nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes
pedazos de maderamen de construcción y troncos de
árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como
muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a
la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el
terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi
horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en
aumento. Comencé a observar con extraño interés los
numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros.
Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque
hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus
respectivas velocidades en el descenso hacia la espuma del
fondo. 'Ese abeto -me oí decir en un momento dado- será
el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca'; y un
momento después me quedé decepcionado al ver que los
restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y
caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas
conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió
que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me
indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a
temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi
corazón.
No era el espanto el que así me afectaba, sino el
nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía
en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones
que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos
flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que
habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoeström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada
de la manera más extraordinaria; estaban como frotados,
desgarrados, al punto que daban la impresión de un
montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo
recordé que algunos de esos objetos no estaban
desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la
razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los
objetos destrozados eran los que habían sido
completamente absorbidos, mientras que los otros habían
penetrado en el remolino en un período más adelantado de
la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan
lentamente luego de ser absorbidos, que no habían
alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del
flujo o del reflujo, según fuera el momento.
Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos
hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin
correr el destino de los que habían penetrado antes en el
remolino o habían sido tragados más rápidamente.
Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La
primera fue que, por regla general, los objetos de mayor
tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que
entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de
cualquier forma, la mayor velocidad de descenso
correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas
de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de
cualquier forma, la primera era absorbida con mayor
lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar
muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del
distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras
`cilindro' y `esfera'. Me explicó -aunque me he olvidado de
la explicación- que lo que yo había observado entonces era
la consecuencia natural de las formas de los objetos
flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un
remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era
arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro
objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma1.
Había además un detalle sorprendente, que contribuía en
gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba
de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra
barca sobrepasábamos algún objeto, como serían un barril,
una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos
restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para
contemplar la maravilla del remolino se encontraban a
nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la
impresión de haberse movido muy poco de su posición
inicial.
No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví
asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo
de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la
atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los
barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice
todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo
que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía
mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con
desesperación, negándose a abandonar su asidero en la
armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no
admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de
amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril
mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla
y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.
El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que
yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe
usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de
cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la
historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que
hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran
profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en
rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de
espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido
hermano. El barril al cual me había atado descendió
apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo
del remolino y el lugar desde donde me había tirado al
agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en
el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del
enorme embudo se fue haciendo menos y menos
escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron
gradualmente su violencia. Poco a poco fue
desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si
el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente.
El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena
resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la
superficie del océano, a plena vista de las costas de
Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de
Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se
encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del
huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström,
y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de
los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y,
ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a
causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me
subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros
cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un
viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi
cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan
blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la
expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi
historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin
mayor esperanza de que le dé más crédito del que le
concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»
El alce
Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de
Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus
detalles, al paisaje del Viejo Mundo -en especial de
Europa-, y no ha sido más profundo el entusiasmo que
mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No
es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque
se ha dicho mucho por ambos lados, aún queda por decir
un mundo de cosas.
Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado
una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte
y este, comparativamente hablando, así como todo el de
Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno
de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del
magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos
occidentales y meridionales -del dilatado valle de
Luisiana, por ejemplo-, realización del más exaltado sueño
de un paraíso. En su mayor parte estos viajeros se
conforman con una apresurada inspección de los lugares
más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las
Catskills, Harper’s Ferry, los lagos de Nueva York, el
Ohio, las praderas y el Mississippi. Son éstos, en verdad,
objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel que
ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado
Junto
al
azul
torrente
del
Ródano
veloz.
Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en
realidad llegaré a la osadía de afirmar que hay
innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas
explorados, dentro de los límites de los Estados Unidos,
que el verdadero artista o el cultivado amante de las más
grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y
cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a los
cuales me he referido.
En realidad, los verdaderos edenes de la tierra quedan muy
lejos de la ruta de nuestros más sistemáticos turistas;
¡cuánto más lejos, entonces, del alcance de los forasteros
que, habiéndose comprometido con los editores de su
patria a proveer cierta cantidad de comentarios sobre
Norteamérica en un plazo determinado, no pueden cumplir
este pacto de otra manera que recorriendo a toda
velocidad, libreta de notas en mano, los más trillados
caminos del país!
Acabo de mencionar el valle de Luisiana. De todas las
regiones extensas dotadas de belleza natural, ésta es quizá
la más hermosa. Ninguna ficción se le ha aproximado. La
más espléndida imaginación podría derivar sugestiones de
su exuberante belleza. Y la belleza es, en realidad, su única
característica. Poco o nada tiene de sublime. Suaves
ondulaciones del suelo entretejidas con cristalinas y
fantásticas corrientes costeadas por pendientes floridas, y
como fondo una vegetación forestal, gigantesca, brillante,
multicolor, rutilante de gayos pájaros, cargada de perfume:
estos rasgos componen, en el valle de Luisiana, el paisaje
más voluptuoso de la tierra.
Pero, aun en esta deliciosa región, las partes más
encantadoras sólo se alcanzan por sendas escondidas. A
decir verdad, por lo general el viajero que quiere
contemplar los más hermosos paisajes de Norteamérica no
debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en diligencia, en su
coche particular, y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe
caminar, debe saltar barrancos, debe correr el riesgo de
desnucarse entre precipicios, o dejar de ver las maravillas
más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En
Inglaterra es absolutamente desconocida. El más elegante
de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de
ser vistos sin detrimento de sus calcetines de seda, tan bien
conocidos son todos los lugares interesantes y tan bien
organizados están los medios de acceso. Nunca se ha dado
a esta consideración la debida importancia cuando se
compara el escenario natural del viejo mundo con el del
nuevo. Toda la belleza del primero es parangonada tan sólo
con los más famosos pero en modo alguno más eminentes
lugares del último.
El paisaje fluvial tiene indiscutiblemente en sí mismo
todos los elementos principales de la belleza y, desde
tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta.
Pero mucha de su fama es atribuible al predominio de los
viajes por vía fluvial sobre los realizados por terreno
montañoso. De la misma manera los grandes ríos, por ser
habitualmente grandes caminos, han acaparado en todos
los países una indebida admiración. Han sido más
observados y, en consecuencia, han constituido tema de
discurso más a menudo que otras corrientes menos
importantes pero con frecuencia de mayor interés.
Un singular ejemplo de mis observaciones sobre este
tópico puede hallarse en el Wissahiccon, un arroyo (pues
apenas merece nombre más importante) que se vuelca en
el Schuykill, a unas seis millas al oeste de Filadelfia.
Ahora bien, el Wissahiccon es de una belleza tan notable,
que si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los
bardos y el tópico común de todas las lenguas, siempre
que sus orillas no hubieran sido loteadas a precios
exorbitantes como solares para las villas de los opulentos.
Sin embargo, hace muy pocos años que se oye hablar del
Wissahiccon, mientras el río más ancho y más navegable,
en el cual se vuelca, ha sido celebrado desde largo tiempo
atrás como uno de los más hermosos ejemplos de paisaje
fluvial americano. El Schuykill, cuyas bellezas han sido
muy exageradas -y cuyas orillas, por lo menos en las
cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del
Delaware-, en modo alguno es comparable, en cuanto
objeto de interés pintoresco, con el más humilde y menos
famoso riachuelo del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los
Estados Unidos, señaló a los nativos de Filadelfia el raro
encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas,
este encanto no era más que sospechado por algunos
caminantes aventureros de la vecindad. Pero una vez que
el Diario abrió los ojos de todos, el Wissahiccon, hasta
cierto punto, alcanzó de inmediato la notoriedad. Digo
«hasta cierto punto», pues en realidad la verdadera belleza
del riachuelo se encuentra lejos de la ruta de los cazadores
de pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan
más allá de una milla o dos de la boca del riacho, por la
excelentísima razón de que allí se detiene la carretera.
Yo aconsejaría al aventurero deseoso de contemplar sus
más hermosos parajes que tomara el Ridge Road, el cual
corre desde la ciudad hacia el oeste, y, después de alcanzar
el segundo sendero más allá del sexto mojón, siguiera este
sendero hasta el final. Así sorprenderá al Wissahiccon en
uno de sus mejores parajes, y en un esquife, o recorriendo
sus orillas, puede remontar la corriente y bajar con ella,
como se le ocurra: en cualquier dirección encontrará su
recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es
estrecho. Sus orillas son casi siempre escarpadas y
consisten en altas colinas cubiertas de nobles arbustos
cerca del agua y coronadas, a gran altura, por algunos de
los más espléndidos árboles forestales de América, entre
los cuales sobresale el Liriodendron Tulipifera. Las orillas
inmediatas, sin embargo, son de granito, de aristas agudas
o cubiertas de musgo, que el agua diáfana lame en su
suave flujo, como las azules olas del Mediterráneo los
peldaños de sus palacios de mármol. A veces, frente a los
acantilados, se extiende una pequeña y limitada meseta
cubierta de ricos pastos, la cual brinda la posición más
pintoresca para un cottage y un jardín que la más opulenta
imaginación pueda concebir. Los meandros de la corriente
son numerosos y bruscos, como ocurre habitualmente
cuando las orillas son escarpadas, y así la impresión que
reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de una
interminable sucesión de laguitos, o, mejor dicho, de
estanques, infinitamente variados.
El Wissahiccon, sin embargo, debe ser visitado, no como
el «bello Melrose», al claro de luna o aun con tiempo
nublado, sino en el más brillante fulgor del mediodía, pues
la estrechez de la garganta por la cual corre, la altura de las
colinas laterales, la espesura del follaje, conspiran para
producir un efecto sombrío, si no absolutamente lóbrego,
que, a menos de ser aliviado por una luz general, brillante,
desmerece la pura belleza del paisaje.
No hace mucho visité el arroyo por el camino descrito y
pasé la mayor parte de un día bochornoso navegando en un
esquife por sus aguas. El calor fue venciéndome
gradualmente y, cediendo a la influencia del paisaje y del
tiempo y al suave movimiento de la corriente, me sumí en
un semisueño, durante el cual mi imaginación se solazó en
visiones de los antiguos tiempos del Wissahiccon, de los
«buenos tiempos» en que no existía el Demonio de la
Locomotora, cuando nadie soñaba con picnics, cuando no
se compraban ni se vendían «derechos de navegación»,
cuando el piel roja hollaba solo, junto con el alce, los
cerros que ahora se destacan allá arriba. Y mientras estas
fantasías iban adueñándose gradualmente de mi espíritu, el
perezoso arroyo me había llevado, pulgada tras pulgada,
en torno a un promontorio y a plena vista de otro que
limitaba la perspectiva a una distancia de cuarenta o
cincuenta yardas. Era un cantil empinado, rocoso, que se
hundía profundamente en el agua y presentaba las
características de una pintura de Salvator Rosa mucho más
señaladas que en cualquier otra parte del recorrido. Lo que
vi sobre ese acantilado, aunque seguramente era un objeto
de naturaleza muy extraordinaria, considerados la estación
y el lugar, al principio ni me sorprendió ni me asombró,
por su absoluta y apropiada coincidencia con las
soñolientas fantasías que me envolvían.
Vi, o soñé que veía, de pie en el borde mismo del
precipicio, con el cuello tendido, las orejas tiesas y toda la
actitud reveladora de una curiosidad profunda y
melancólica, uno de los más viejos y más osados alces,
idénticos a los que yo uniera con los pieles rojas de mi
visión.
Digo que durante unos minutos esta aparición ni me
sorprendió ni me asombró. Durante ese intervalo mi alma
entera quedó absorta en una intensa simpatía. Imaginé al
alce quejoso tanto como maravillado de la manifiesta
decadencia operada en el arroyo y en su vecindad, aun en
los últimos años, por la cruel mano del utilitarismo. Pero
un ligero movimiento de la cabeza del animal destruyó de
inmediato el conjuro del ensueño que me envolvía, y
despertó en mí la sensación cabal de la novedad de la
aventura. Me incorporé sobre una rodilla dentro del
esquife y, mientras dudaba entre detener mi marcha o
dejarme llevar más cerca del objeto que me había
maravillado, oí las palabras «¡chist!, ¡chist!»,
pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los
matorrales de lo alto. Instantes después un negro emergía
de la maleza, separando las ramas con cuidado y
caminando cautelosamente. Llevaba en una mano un
puñado de sal y, tendiéndola hacia el alce, se acercó lento
pero seguro. El noble animal, aunque un poco inquieto, no
hizo el menor intento de escapar. El negro avanzó, ofreció
la sal y dijo unas palabras de aliento o conciliación.
Entonces el alce agachó la cabeza, pateó y después se echó
tranquilamente y aceptó el ronzal.
Así termina mi cuento del alce. Era un viejo animal
mimado, de hábitos muy domésticos, y pertenecía a una
familia inglesa que ocupaba una villa de la vecindad.
El ángel de lo singular
Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un
almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la
indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me
encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el
guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al
hogar y en la cual había diversas botellas de vino y
liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas,
de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de
Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de
Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré,
por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba
por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de
Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear
desesperadamente un periódico cualquiera. Después de
recorrer cuidadosamente la columna de «casas de
alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y
aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el
editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una
sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito
en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los
resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a
arrojar disgustado
Este infolio de cuatro páginas, feliz
obra
Que ni siquiera los poetas critican,
cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente
párrafo:
«Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un
periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento
de un individuo. Jugaba éste a “soplar el dardo”, juego que
consiste en clavar en un blanco una larga aguja que
sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja
soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja
en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar
con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la
garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la
muerte en pocos días.»
Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por
qué.
-Este artículo -exclamé- es una despreciable mentira, un
triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo
de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras
en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la
extravagante credulidad de nuestra época, aplican su
ingenio a fabricar imposibilidades probables... accidentes
extraños, como ellos los denominan. Pero una inteligencia
reflexiva («como la mía», pensé entre paréntesis
apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento
contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato
que el maravilloso incremento que han tenido
recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más
extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a
no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna
apariencia «singular».
-¡Tios mío, qué estúpido es usted, verdaderamente!
-pronunció una de las más notables voces que jamás haya
escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos
(como suele suceder cuando se está muy borracho), pero
pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se
asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con
un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber
sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo
general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de
Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más
coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee
por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.
-¡Humf! -continuó la voz, mientras seguía yo mirando-.
¡Debe de estar más borracho que un cerdo, si no me ve
sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis
narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa
vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo,
trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un
barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le
daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de
extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían
servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le
salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos
formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba
formada por una especie de cantimplora como las que se
usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un
agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un
embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos)
se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el
agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía
fruncirse en un mohín propio de una solterona
ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos
retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto,
respondían a su idea de un lenguaje inteligible.
-Digo -repitió- que debe de estar más borracho que un
cerdo para no verme sentado a su lado. Y digo también que
debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que
está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la ferdad...
cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? -pregunté con mucha
dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en
mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
-Cómo he entrado aquí no es asunto suyo -replicó la
figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da
la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién
soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho -dije-. Voy a
llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! -rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga
eso!
-¿Imposible? -pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla -me desafió, esbozando una risita
socarrona con su extraña y condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a
ejecución mi amenaza, pero entonces el miserable se
inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en
mitad del cráneo con el cuello de una de las largas
botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual
acababa de incorporarme. Me quedé profundamente
estupefacto y por un instante no supe qué hacer.
Entretanto, él seguía con su chachara.
-¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá
quién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Singular.
-¡Vaya si es singular! -me aventuré a replicar-. Pero
siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía
alas.
-¡Alas! -gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas?
¿Me doma usted por un bollo?
-¡Oh» no, ciertamente! -me apresuré a decir muy
alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!
-Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le
begaré de nuevo con el baño. El bollo tiene alas, y el púho
tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas.
El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
-¡Qué me draigo! -profirió aquella cosa-. ¡Bues... qué
berfecto maleducado tebe ser usted para breguntarle a un
ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso
de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé
de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza
del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente,
pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que
protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al
ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en
forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es
natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y
me avergüenza confesar que sea por el dolor o la
vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! -exclamó el ángel, aparentemente muy
sosegado por mi desesperación-. ¡Tios mío, este hombre
está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber
tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto...
así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso
(que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro
que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las
botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía:
«Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y,
ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi
oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su
extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo
lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el
genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad,
y que su misión consistía en provocar los accidentes
singulares que asombraban continuamente a los
escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi
completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy
furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la
boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues,
extensamente, mientras yo descansaba con los ojos
cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de
uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco
el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa
para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el
embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento,
seguido de una amenaza que no pude comprender
exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se
marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil
Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos
vasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta
modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte
minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A
las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar
bajo ningún pretexto.
La póliza de seguro de mi casa había expirado el día
anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó
decidido que los directores de la compañía me recibirían a
las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando
el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado
adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con
placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las
cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de
seguros en cinco minutos, y como mis siestas habituales
no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente
tranquilo y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y
estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños
cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de
quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que
eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al
despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las
seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj,
descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no
tardó en informarme que eran las siete y media y, por
consiguiente, demasiado tarde para la cita.
-No será nada -me dije-. Mañana por la mañana me
presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto,
¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de
pasas que había estado desparramando a capirotazos
durante el discurso del Ángel de lo Singular había
aprovechado la rotura del cristal para alojarse -de manera
bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su
extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el
movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! -exclamé-. La cosa es clarísima. Un
accidente muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui
a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de
lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas
páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé
infortunadamente dormido en menos de veinte segundos,
dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por
visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se
agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y
que con las huecas y detestables resonancias de una pipa
de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el
desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga
arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el
gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser,
que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le
servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable
y desperté a tiempo para percibir que una rata se había
apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a
tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva.
Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como
sofocante; me di cuenta de que la casa se había
incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas
surgieron violentamente, tanto, que en un período
increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada,
salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en
procurarme una larga escala. Descendía por ella
rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en
cuya redonda barriga, así como en todo su aire y
fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo
Singular) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de
que gozaba en un charco de barro y descubrir que le
agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar
para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala.
Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala
fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la
más grave del cabello (totalmente consumido por el
fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo
cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su
séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las
heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis
ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y
adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se
mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de
Grandjean me había proporcionado temporariamente. No
sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero así ocurrió.
Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras
ella ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al
desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda
por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que
la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón
menos implacable. Los hados me fueron propicios durante
un breve período, pero un incidente trivial volvió a
interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida
frecuentada por toda la élite de la ciudad, me preparaba a
saludarla con una de mis más respetuosas reverencias,
cuando una partícula de alguna materia se me alojó en el
ojo, dejándome completamente ciego por un momento.
Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor
había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que
consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin
saludarla.
Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de
este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a
cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular,
ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía
razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con
gran delicadeza y habilidad, informándome que me había
caído en él una gota, y -sea lo que fuere aquella «gota»me la extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la
mala fortuna había decidido perseguirme, y, en
consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez
allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos
morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a
la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un
cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación
de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado
de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el
pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más
indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis
designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las
mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del
villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que
las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me
acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda
velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en
su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que
mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un
precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de
no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo
que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para
darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o,
mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis
pulmones para llevar dicha terrible situación a
conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo
tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no
quería oír. Entretanto el globo ganaba altura rápidamente,
mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me
disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente
al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo
alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera.
Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular.
Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la
barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba
tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí
mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado
exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con
aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba
cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la
boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? -preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación
sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!»
-¡Socorro! -repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la
potella... ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de
Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del
cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos
acababan de volar.
Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y
rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por
un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
-¡Déngase con fuerza! -gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere
que le dire la otra potella... o brefiere bortarse bien y ser
más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la
primera negativamente, para indicar que por el momento
no deseaba recibir la otra botella, y la segunda
afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me
portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré
que se dulcificara un tanto.
-Entonces... ¿cree por fin? -inquirió-. ¿Cree por fin en la
bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un
estúbido?
Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo
te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel
de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible
cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo
izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba
la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo
instante con la otra. En segundo término, no disponía de
pantalones hasta que encontrara al cuervo.
Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir
negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al
ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su
muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de
moverla, cuando...
-¡Fáyase al tiablo, entonces! -rugió el Ángel de lo
Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la
soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente
sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones,
había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de
cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del
comedor.
Al recobrar los sentidos -pues la caída me había aturdido
terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la
cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego,
mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita
volcada, entre los restos de una variada comida, junto con
los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas
rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal
fue la venganza del Ángel de lo Singular.
El barril de amontillado
Había yo soportado hasta donde me era posible las mil
ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se
atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin
embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis
que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto
quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que
era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía
castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un
agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco
es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como
tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras
había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena
disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí
sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa
procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros
sentidos era hombre de respetar y aun de temer.
Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos.
Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero
virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se
adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a
los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en
alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus
compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía
con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido;
experto en vendimias italianas, compraba con largueza
todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval
llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi
amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había
estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba
un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico
gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me
pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte
encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que
acabo de recibir un barril de vino que pasa por
amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril?
¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval...!
-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto
como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude
dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen
negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y quiero salir de ellas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay
alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto
es comparable al tuyo.
-¡Ven! ¡Vamos!
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad.
Noto que estás ocupado, y Lucresi...
-No tengo nada que hacer; vamos.
-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo
que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente
húmedas y están cubiertas de salitre.
-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado!
Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de
distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me
puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una
roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi
palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse
escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les
había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente,
dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba
bien seguro de que todos ellos se habían marchado de
inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a
Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones
hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos
una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a
mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al
fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas
de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse
tintinearon los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo.
-Está más delante -contesté-, pero observa las blancas
telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas
pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó, después de un momento.
-Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme
durante varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es
preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres
feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería
lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos,
pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa
responsabilidad. Además está Lucresi, que...
-¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me
matará. No voy a morir de un acceso de tos.
-Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte
innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá
de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una
larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
-Bebe -agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios.
Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban
sus cascabeles.
-Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de
nosotros.
-Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -observó Fortunato.
-Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y
numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie
aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en
el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien! -dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles.
El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos
atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre
los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a
la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra
vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por
encima del codo.
-¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como
el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río.
Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven,
volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
-No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero
bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé.
Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz
salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba,
gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un
movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No -repuse.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Cómo?
-No eres un masón.
-¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!
-¿Tú, un masón? ¡Imposible!
-Un masón -insistí.
-Haz un signo -dijo él-. Un signo.
-Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi
roquelaure una pala de albañil.
-Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo
algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y
ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó
pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del
amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos,
descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez,
llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan
viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas
alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos
espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos
humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en
las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta
interior aparecían ornamentados de esta manera. En el
cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían
dispersos en el suelo, formando en una parte un
amontonamiento bastante grande.
Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos,
vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería
de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto
de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún
propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre
dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas,
y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito,
que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha,
tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no
permitía adivinar dónde terminaba.
-Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a
Lucresi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras
avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus
talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver
que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como
atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al
granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas
horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas
colgaba una cadena corta; de la otra, un candado.
Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron
apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado
estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del
nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te
aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te
imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré
que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto
aún de su estupefacción.
-Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de
huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse
en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de
mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de
albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del
nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería,
advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado
en buena parte. La primera indicación nació de un quejido
profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito
de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse
la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la
furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios
minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con
más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los
huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé
de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la
sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta
el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha
sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la
figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando
súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada,
me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y
temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con
ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida
reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la
sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví
a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel
que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en
volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron
por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término.
Había completado la octava, la novena y la décima hilera.
Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba
por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la
coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó
desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis
cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me
costó reconocer la del noble Fortunato.
-¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto... una
excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo...
ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está
haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo...
mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
-Sí-dije-. Vámonos.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté
y llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la
dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de
cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era
la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi
trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el
mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la
antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal
los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!
El coloquio de Monos y Una
Una.-¿Resucitado?
Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta
era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto
tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la
muerte misma me develó el secreto.
Una.-¡La muerte!
Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis
palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una
jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida,
oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí,
nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán singularmente suena
esa palabra que antes llevaba el terror a todos los
corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas!
¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones
sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un
límite a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no
más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía
en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la
felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra
felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que
crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor
de aquella hora aciaga que acudía precipitada a
separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo
penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una...
¡ahora para siempre, para siempre mía!
Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría
presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que
fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu
pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna
cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle... Pero,
¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.-¿Dónde?
Monos.-Sí.
Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos
la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te
diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu
vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote
abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni
movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los
apasionados dedos del amor.
Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición
general de los hombres en aquella época. Recordarás que
uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de
verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se
habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra
«progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En
cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra
disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún
intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos
principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra
razón despojada de sus franquicias; principios que
deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la
guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas.
Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que
consideraban cada avance de la ciencia práctica como un
retroceso con respecto a la verdadera utilidad.
En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que,
ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues
aquellas verdades de imperecedera importancia para
nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que
habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa
en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en
ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y
halló en la mística parábola que habla del árbol de la
ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de
que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa
etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que
vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas»
-zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo
merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas
evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño,
cuando nuestras necesidades eran tan simples como
penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una
palabra desconocida, tan profundamente solemne era la
felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos
azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando
en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e
inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa
regla general sólo servían para reforzarla por contraste.
¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros
aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza
que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación
mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas
formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado,
encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder.
Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad
de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su
creciente dominio sobre los elementos de aquélla.
Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía,
lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de
suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de
los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en
generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad
universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios,
a pesar de las claras advertencias de las leyes de
gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas
en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr
una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal
principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo
tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron
enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes
hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos.
El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo
arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce
Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial,
aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese
punto. Pero habíamos preparado el camino de la
destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al
descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en
verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa
facultad que, ocupando una situación intermedia entre el
intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser
descuidada sin peligro- habría podido devolvernos
dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay
del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición
de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba
con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y
de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba,
más olvidados o despreciados estaban!
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan
verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se
réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el
sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo,
hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura
razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser.
Prematuramente descarriada por la intemperancia del
conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de
la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo
depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no
advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me
habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio
de las más altas civilizaciones. Había adquirido una
presciencia de nuestro destino por comparación con China,
la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto,
el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre
turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas
regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades
individuales de las tres últimas nombradas eran
enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas
individuales habíamos visto la aplicación de remedios
locales; pero en la infección general del mundo yo no
podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte.
Para que el hombre no se extinguiera como raza,
comprendí que era necesario que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente
envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al
atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando
la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte,
después de sufrir la única purificación que borraría sus
obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el
verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se
convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el
hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el
hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento
dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido,
regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material
siempre.
Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido
Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan
cercana como creíamos, como la corrupción de que has
hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los
hombres vivían y luego morían individualmente. También
tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió
pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde
entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente,
no torturó nuestros adormilados sentidos con la
impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue
un siglo.
Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito.
Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de
la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían
de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima
de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos
de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas
manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo
pudiera comunicarte la verdad... después de unos días,
como has dicho, me invadió un sopor que me privó del
aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo
llamaron Muerte.
Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de
sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel
que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y
postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente
la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin
que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había
cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era
impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente
activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus
funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente
confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e
intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había
humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí
bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más
hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos
vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados,
transparentes y exangües, no se oponían completamente a
la visión.
Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no
podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor
claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual;
los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en
el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que
aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior.
Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que
sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante,
según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u
oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más
sensible, no tenía nada de irregular en su acción y
apreciaba los sonidos reales con una precisión y una
sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una
alteración más extraña. Recibía con retardo las
impresiones,
pero
las
retenía
pertinazmente,
produciéndose siempre el más grande de los placeres
físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis
párpados, sólo reconocidos al principio por la visión,
llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable
delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis
percepciones eran puramente sensuales. Los elementos
proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran
elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta.
Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o
placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en
mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran
apreciados por aquél en cada una de sus tristes
variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales;
no provocaban en la extinta razón la sospecha de las
angustias de donde nacían, y así también las copiosas y
continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para
todos los asistentes eran testimonio de un corazón
destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser.
Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban
reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre
sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías
que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando
atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como
formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me
impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras
atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú,
vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas
direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me
sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la
que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído
constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas
solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y
entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y
con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi
cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase
asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de
la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el
crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la
oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y
aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales
del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto.
La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y,
emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-,
fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa
monotonía.
Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde
yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado,
perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi
frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose
con las sensaciones meramente físicas que las
circunstancias engendraban, algo que se parecía al
sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte
respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel
sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más
parecía una sombra que una realidad; pronto se
desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un
placer puramente sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales
pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente
perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que
seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento
no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento
había cesado. No se estremecía ningún músculo, no
vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi
cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay
palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la
inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo
una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral
de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta
coordinación de este movimiento o de alguno equivalente
había regulado los cielos de los globos celestes. Por él
medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la
chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos
llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de
la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos
ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones
de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral.
Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía
con otro en marcar exactamente los segundos, no me
costaba, sin embargo, retener el tono y los errores
momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto
sentimiento de duración existente por sí mismo, este
sentimiento existente (como el hombre no podría haber
imaginado que existiera) con independencia de toda
sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando
de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y
seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la
Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás
habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo
en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues
así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías.
Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y
volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de
impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi
visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi
pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica,
recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de
la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama
sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el
sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo
mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal
Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado,
pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían
algunas de sus funciones a través de una letárgica
intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba
operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a
voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre
su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi
lado.
Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de
tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi
lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza
fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a
ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí,
dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a
mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar,
pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma
observaba atentamente el vuelo de cada segundo,
registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora
en hora más indistinta, y la de mera situación había
usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad
estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio
que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el
cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al
durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la
Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba
sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo
despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en
ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra,
me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz
del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la
tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda
tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había
extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en
reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al
polvo. No había ya alimento para el gusano.
El sentimiento de ser había desaparecido por completo y
en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y
perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el
Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma,
para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía
sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no
tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda
esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las
corrosivas horas, compañeras.
El corazón delator
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que
estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos,
en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más
agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo
estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta
cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me
acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni
tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me
había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me
interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un
ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado
por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba
la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui
decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para
siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero
los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido
verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí!
¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo
me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que
la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las
doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría...
¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo
bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una
linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera
que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente
pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me
llevaba una hora entera introducir completamente la
cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en
su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente
como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza
completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente...
¡oh,
tan
cautelosamente!
Sí,
cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las
bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo
rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice
durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero
siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era
imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien
me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas
iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le
hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz
cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya
ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto
para sospechar que todas las noches, justamente a las doce,
iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que
de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se
mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.
Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de
mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener
mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo
poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis
secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes
ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no.
Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo
cerraba completamente las persianas por miedo a los
ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la
abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente,
suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la
linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y
el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora
entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no
oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado,
escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras
noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo
sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que
nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era
el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el
espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas
noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero
dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso
eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía
bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve
lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Comprendí que había estado despierto desde el primer leve
ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de
decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo.
Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un
grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse
ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo
era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima.
Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible
era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni
oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la
habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda
paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una
pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué
cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo
de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y
cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a
enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad,
de un azul apagado y con aquella horrible tela que me
helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o
del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto,
había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto
maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En
aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir
del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como
el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no
se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza
posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal
latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más
rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El
espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con
atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y
ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó
de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve
todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el
latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció
que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se
apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel
sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un
alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la
habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una
vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle
encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo
fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir.
El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé
la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo.
No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto.
Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de
hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que
adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba,
mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la
cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y
escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones
con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el
suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia.
No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro
de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba
había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche.
En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda
tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente
como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino
había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la
posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el
puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes
para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los
oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito
durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había
ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la
casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del
muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa
se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis
confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres
caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo
mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi
silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de
mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los
habían convencido. Por mi parte, me hallaba
perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas
comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas,
al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y
deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los
oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando.
El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era
cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme
de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba
haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di
cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis
oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí
hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz.
Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo?
Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el
que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba,
tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías
no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con
vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse
en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y
con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía
continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a
otro, a grandes pasos, como si las observaciones de
aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé
espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la
silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las
tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros
y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y
entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y
sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro
que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban
burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso
hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía!
¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio!
¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas!
¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez...
escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más
fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está
latiendo su horrible corazón!
El cottage de Landor
Durante un viaje a pie que hice el verano pasado por uno o
dos de los condados fluviales de Nueva York, la puesta del
sol me sorprendió desconcertado acerca del camino a
seguir. El terreno ondulado era muy notable, y en la última
hora mi sendero había dado tantas vueltas en su esfuerzo
por mantenerse en los valles, que yo no sabía ya en qué
dirección se encontraba la bonita aldea de B..., donde
había resuelto detenerme a pasar la noche. El sol apenas
había brillado, hablando estrictamente, durante el día, que,
sin embargo había sido desagradablemente caluroso. Una
niebla humosa, semejante a la del veranillo, envolvía todas
las cosas y, por supuesto, acentuaba mi inseguridad. No es
que me inquietara mucho la situación. Si no daba con la
aldea antes de ponerse el sol, o aún antes de que
oscureciera, era muy posible que apareciese una pequeña
granja holandesa o algo por el estilo, aunque, en realidad,
los contornos (quizá por ser más pintorescos que fértiles)
estuvieran escasamente habitados. En todo caso con mi
mochila por almohada y mi perro por centinela, acampar al
aire libre era justamente lo que más me hubiese divertido.
Erré pues, a gusto -Ponto se hizo cargo de mi fusil-, hasta
que, al fin, justo cuando empezaba a preguntarme si los
pequeños y numerosos claros que se abrían aquí y allá eran
verdaderos caminos, llegué por uno de los más incitantes a
un camino indiscutiblemente carretero. No podía haber
error. Las huellas de ruedas ligeras eran evidentes, y,
aunque los altos matorrales y las crecidas malezas se
juntaran sobre mi cabeza, no había abajo ningún
impedimento, ni siquiera para el paso de un carro
montañés de Virginia, el vehículo más ambicioso, a mi
juicio, en su especie.
El camino, sin embargo, salvo por el hecho de abrirse paso
a través del bosque -si bosque no es un nombre demasiado
importante para semejante reunión de pequeños árboles- y
las evidentes huellas de ruedas, no se asemejaba a ningún
camino visto por mí hasta entonces. Las huellas de las que
hablo eran levemente perceptibles, por estar impresas en la
superficie firme pero agradablemente húmeda de algo que
se parecía muchísimo al terciopelo verde de Génova. Era
césped, evidentemente, pero un césped como rara vez lo
vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan parejo
y de color tan vívido. No había un solo impedimento en el
surco de la rueda, ni una brizna, ni una ramita seca. Las
piedras que alguna vez obstruyeran el camino habían sido
cuidadosamente puestas -no arrojadas- a los costados del
sendero para marcar sus límites con cierta precisión en
parte minuciosa, en parte descuidada, pero siempre
pintoresca. Ramilletes de flores silvestres crecían por
doquiera, exuberantes, en los intervalos.
Qué concluir de todo esto, por supuesto yo no lo sabía.
Había allí arte, indudablemente -eso no me sorprendía-;
todos los caminos, en el sentido vulgar, son obras de arte;
tampoco puedo decir que hubiera mucho de qué
asombrarse en el simple exceso de arte manifestado; todo
lo hecho allí parecía realizado -con semejantes «recursos»
naturales (como dicen los libros sobre el jardín-paisaje)con muy poco esfuerzo y gasto. No la cantidad, sino el
carácter del arte, fue lo que me obligó a sentarme en una
de las piedras floridas y a mirar de arriba abajo esa avenida
mágica con arrobada admiración durante quizá más de
media hora. Cuanto más miraba, más evidente me parecía
una cosa: todos esos arreglos eran obra de un artista
dotado del más escrupuloso sentido de la forma.
La mayor preocupación había sido mantener el justo
medio entre lo esmerado y gracioso, por una parte, y lo
pittoresco, en el verdadero sentido de la palabra italiana,
por la otra. Había pocas líneas rectas, y éstas casi siempre
interrumpidas. El mismo efecto de curvatura o de color
aparecía dos veces, por lo general, pero no más, en
cualquier perspectiva. Por doquiera reinaba variedad en la
uniformidad. Era una obra «compuesta», en la cual el más
exigente sentido crítico apenas hubiera encontrado
enmienda que hacer.
Había doblado hacia la derecha al tomar por ese camino, y
entonces, poniéndome de pie, continué en la misma
dirección. El sendero era tan sinuoso que en ningún
momento podía prever su curso más allá de dos o tres
metros. Su aspecto no sufría ningún cambio.
En ese momento el murmullo del agua llegó suavemente a
mis oídos, y pocos instantes después, en un recodo del
camino un poco más brusco que los anteriores, advertí un
edificio al pie de un suave declive que tenía delante. No
pude ver nada con claridad a causa de la niebla que llenaba
todo el pequeño valle inferior. Sin embargo, se levantó una
suave brisa mientras el sol se ponía, y, estando yo de pie
en lo alto de la pendiente, la niebla se disipó en jirones y
flotó sobre el paisaje.
Mientras todo se hacía visible -gradualmente, tal como lo
describo-, parte por parte, aquí un árbol, allí un reflejo de
agua y allá de nuevo la punta de una chimenea, no pude
menos de pensar que el conjunto era una de esas
ingeniosas ilusiones exhibidas a veces con el nombre de
«imágenes fugitivas».
En el momento, sin embargo, en que la niebla desapareció
por completo, el sol descendió detrás de las suaves colinas,
y desde allí, como si lo hubieran empujado ligeramente
hacia el sur, apareció de nuevo ante la vista, pleno,
resplandeciente de brillo purpúreo, a través de un barranco
que se abría en el valle desde el oeste. De improviso,
entonces, como por obra de magia, el valle entero con todo
lo que contenía se hizo visible.
El primer coup d’oeil, cuando el sol se deslizó a la
posición descrita, me impresionó tanto como de muchacho
la escena final de algún espectáculo o melodrama teatral
bien compuesto. Ni siquiera faltaba la exageración del
color, pues la luz salía de la grieta tiñendo todo de naranja
y púrpura, mientras el verde brillante del césped en el valle
se reflejaba más o menos en todos los objetos por la
cortina de vapor que seguía suspendida, como si no
estuviera dispuesta a retirarse totalmente de un espectáculo
tan milagrosamente hermoso.
El pequeño valle que yo examinaba desde el dosel de
bruma no podía tener más de cuatrocientas yardas de largo
mientras su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta,
o quizá doscientas yardas. Era más estrecho en su
extremidad septentrional, abriéndose paulatinamente hacia
el sur, pero sin exacta regularidad. La parte más ancha
estaba a unas ochenta yardas del extremo sur. Las cuestas
que circundaban el valle no podían en rigor recibir el
nombre de colinas, salvo en la parte norte. Allí un
escarpado borde de granito se elevaba a una altura de unos
noventa pies; y, como lo he dicho, el valle en este punto no
tenía más de cincuenta pies de ancho; pero, a medida que
el visitante bajaba hacia el sur desde este acantilado,
encontraba a la derecha y a la izquierda declives menos
altos, menos escarpados y menos rocosos a la vez.
Todo, en una palabra, descendía y se suavizaba hacia el
sur, y, sin embargo, el valle estaba ornado de eminencias
más o menos altas, excepto en dos puntos. De uno de ellos
ya he hablado. Quedaba marcadamente al noroeste, donde
el sol poniente se abría camino en el anfiteatro, como lo he
descrito, por una brusca grieta natural abierta en el
terraplén de granito; esta fisura tendría diez yardas en su
punto más ancho, en la medida en que el ojo podría
seguirla. Parecía subir y subir, como un sendero natural,
hasta los retiros de montañas y bosques inexplorados. La
otra abertura estaba directamente en el extremo meridional
del valle. Allí, por lo general, las pendientes no eran sino
suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en
unas ciento cincuenta yardas. En el centro de esta
superficie había una depresión al nivel del valle. Con
respecto a la vegetación, así como en todo lo demás, el
paisaje se suavizaba y descendía hacia el sur. Hacia el
norte, en el escarpado precipicio, a unos pasos del borde,
brotaban los magníficos troncos de numerosos nogales
americanos, nogales negros y castaños entremezclados con
algunos robles, y las fuertes ramas laterales de los nogales,
especialmente, se extendían sobre el borde del acantilado.
Descendiendo hacia el sur, el explorador veía al principio
la misma clase de árboles, pero cada vez menos altos y
más alejados del estilo de Salvator Rosa; luego veía el
olmo, más amable, y a continuación el sasafrás y el
algarrobo, y después otros más suaves: el tilo, el ciclamor,
la catalpa y el arce, y luego otras variedades aún más
graciosas y más modestas. Toda la superficie de la
pendiente meridional estaba cubierta tan sólo por
matorrales silvestres, con excepción de algún sauce
plateado o algún álamo blanco.
En el mismo fondo del valle (pues debe tenerse presente
que la vegetación hasta aquí mencionada crecía tan sólo en
los acantilados y en las laderas de las colinas) se veían tres
árboles aislados. Uno era un olmo de espléndido tamaño y
exquisita forma; montaba guardia en la puerta del valle.
Otro era un nogal americano, más grande que el olmo y al
mismo tiempo mucho más hermoso, aunque ambos eran
de extraordinaria belleza; parecía ocuparse de la entrada
noroeste, brotando de un grupo de rocas en la boca misma
del barranco y lanzando su gracioso cuerpo en un ángulo
de casi cuarenta y cinco grados hacia la luz del anfiteatro.
A unas treinta yardas al este de este árbol se alzaba, sin
embargo, el orgullo del valle, y fuera de toda duda el árbol
más espléndido que jamás hubiera visto, salvo, quizá,
entre los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de
tres troncos -el Liriodendron Tulipiferum-, del orden de las
magnolias. Los tres troncos separados del principal a unos
tres pies del suelo, muy ligera y gradualmente divergentes,
no estaban a una distancia mayor de cuatro pies con
respecto al punto donde la rama más grande desplegaba su
follaje, es decir, a una altura de unos ochenta pies. El alto
total de la rama mayor era de ciento veinte pies. Nada
puede superar en belleza la forma, el verde lustroso,
brillante de las hojas del tulípero. En este ejemplar tenían
ocho pulgadas de ancho, pero su esplendor era totalmente
eclipsado por la magnificencia de las profusas flores.
¡Imagínense, apretadamente juntos, un millón de tulipanes,
los más grandes y más resplandecientes! Sólo así puede el
lector tener alguna idea de la imagen que quisiera
describirle. Y luego la gracia majestuosa de los troncos,
como columnas nítidas, delicadamente granuladas, la más
ancha de cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo.
Las innumerables flores, mezcladas con las de otros
árboles apenas menos hermosos, aunque infinitamente
menos majestuosos, colmaban el valle de perfumes más
exquisitos que los de Arabia.
El suelo del anfiteatro estaba en general cubierto de
césped, de la misma especie que el del camino y, si es
posible, más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y
milagrosamente verde. Era difícil imaginar cómo se había
logrado toda esta belleza.
He hablado de las dos aberturas que daban al valle. De la
situada al noroeste salía un arroyuelo que bajaba
murmurando suavemente, entre leve espuma, por el
barranco, hasta romper contra el grupo de rocas de las
cuales brotaba el solitario nogal americano. Aquí, después
de rodear el árbol, seguía un poco hacia el noreste, dejando
el tulípero a unos veinte pies al sur, sin cambiar demasiado
su curso hasta llegar a un punto intermedio entre los
límites este y oeste del valle. En este punto, después de
una serie de vueltas, doblaba en ángulo recto y seguía
hacia el sur formando recodos, hasta perderse en un
pequeño lago de forma irregular, casi ovalado, que brillaba
cerca del extremo inferior del valle. Este laguito tenía
quizá unas cien yardas de diámetro en la parte más ancha.
No hay cristal más claro que sus aguas. El fondo, que
podía verse nítidamente, estaba formado por guijarros
blancos y brillantes. Sus orillas, del césped esmeralda ya
descrito, bajaban ondulando, más que en pendiente
rectilínea, hacia el claro cielo inferior, y tan claro era este
cielo, tan perfectamente reflejaba por momentos todos los
objetos superiores, que era no poco difícil determinar
dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la
reflejada.
La trucha y algunas otras variedades de peces que parecían
abundar casi con exceso en ese estanque tenían toda la
apariencia de verdaderos peces voladores. Era casi
imposible creer que no estuvieran suspendidos en el aire.
Una liviana canoa de abedul, que flotaba plácida en el
agua, se reflejaba en sus más mínimas fibras con una
fidelidad no superada por el espejo más exquisitamente
pulido. Una pequeña isla, encantadora y sonriente, llena de
espléndidas flores, y en la que apenas había el espacio
necesario para una pintoresca construcción pequeña, en
apariencia una jaula de pájaros, surgía no lejos de la orilla
norte del lago, a la cual se unía por medio de un puente de
inconcebible ligereza y, sin embargo, muy primitivo.
Estaba formado por una sola tabla de tulípero, ancha y
gruesa. Tenía cuarenta pies de largo y cruzaba el espacio
entre una y otra orilla trazando un arco suave, pero muy
perceptible, que impedía toda oscilación. Del extremo
meridional del lago salía una continuación del arroyuelo
que, después de serpentear durante unas treinta yardas,
pasaba al fin por la «depresión» (ya descrita) en el centro
del declive sur y, desplomándose por un escarpado
precipicio de unos cien pies, se abría camino errante e
ignorado hacia el Hudson.
El lago era muy hondo -en algunos puntos alcanzaba
treinta pies-, pero la profundidad del arroyuelo rara vez
excedía de tres pies, mientras su anchura mayor no pasaba
de ocho, aproximadamente. El fondo y las orillas eran
como los del estanque: si un defecto podía achacárseles, en
consideración a lo pintoresco, era el de su excesiva
limpidez.
La verde superficie de césped estaba realzada, aquí y allá,
por algunos arbustos brillantes, tales como hortensias, la
común bola de nieve o las aromáticas lilas; o, más a
menudo, por un grupo de geranios, de numerosas
variedades, magníficamente florecidos. Estos últimos
crecían en tiestos bien enterrados en el suelo, de modo de
dar a las plantas una apariencia natural. Además de todo
esto, el terciopelo de la pradera se veía tachonado
exquisitamente por ovejas, un gran rebaño que erraba en el
valle en compañía de tres ciervos domesticados y gran
número de patos de plumaje brillante. Un enorme mastín
parecía encargado de vigilar a todos y cada uno de esos
animales.
A lo largo de los acantilados del este y el oeste, donde,
hacia la parte superior del anfiteatro, los límites eran más o
menos escarpados, crecía la hiedra en gran profusión, de
manera que sólo aquí y allá podía entreverse apenas la
roca desnuda. De modo semejante, el precipicio norte
estaba casi enteramente cubierto de viñas de rara
exuberancia; algunas brotaban del suelo, en la base del
acantilado, y otras de los bordes de la pared.
La ligera elevación que formaba el límite inferior de este
pequeño dominio estaba coronada por una lisa pared de
piedra, de altura suficiente para impedir que escaparan los
ciervos. Nada semejante a una tapia se observaba en otra
parte, pues fuera de allí no había necesidad de un cercado
artificial; cualquier oveja extraviada, por ejemplo, que
tratara de salir del valle por la grieta sería detenida,
después de avanzar unas yardas, por el escarpado reborde
de roca sobre el cual se desplomaba la cascada que atrajera
mi atención al acercarme al dominio. En una palabra, la
única entrada o salida era una verja que ocupaba un paso
rocoso del camino, pocos metros más abajo del lugar
donde me detuve a reconocer el paisaje.
He dicho que el arroyo serpenteaba muy irregularmente
durante todo su curso. Sus dos direcciones generales,
como lo he explicado, eran primero de oeste a este, y
luego de norte a sur. En el codo, la corriente volvía hacia
atrás y formaba un bucle casi circular, dibujando una
península que semejaba una isla, con una superficie
aproximadamente igual a la decimosexta parte de un acre.
En esta península había una casa-habitación, y cuando
digo que esta casa, como la infernal terraza vista por
Vathek, était d’une architecture inconnue dans les annales
de la terre, aludo simplemente a que su conjunto me
impresionó, dándome una sensación de novedad y ajuste
combinados, en una palabra, de poesía (pues, como no sea
con los términos que acabo de emplear, apenas podría dar,
de la poesía en abstracto, una definición más rigurosa), y
no quiero decir que en ningún sentido se percibiera allí
algo de outré.
En realidad, nada más simple, más absolutamente modesto
que este cottage. Su maravilloso efecto residía únicamente
en su disposición artística, análoga a la de un cuadro.
Hubiera podido imaginar, mientras lo miraba, que algún
eminente paisajista lo había construido con su pincel.
El punto desde el cual vi por primera vez el valle no era en
modo alguno, aunque estaba cerca, el mejor para observar
la casa. La describiré cómo la vi después, situado en el
muro de piedra, en el extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía unos veinticuatro pies de largo
por dieciséis de ancho, no más por cierto. La altura total,
desde el piso a la cúspide del tejado, no excedía de
dieciocho pies.
En el extremo oeste de esta estructura se unía una tercera
parte más pequeña en todas sus proporciones; la fachada
estaba unas dos yardas más atrás que la del edificio más
grande, y la línea del tejado, por supuesto, mucho más baja
que la del techo vecino. En ángulo recto con estos
edificios y detrás del principal, no exactamente en el
medio, se extendía un tercer compartimento muy pequeño,
en general un tercio menos grande que el ala oeste. Los
techos de los dos más grandes eran muy empinados,
descendiendo desde el caballete en una larga curva
cóncava y extendiéndose, por lo menos, cuatro pies fuera
de las paredes hasta formar los techos de dos piazzas.
Estos techos, claro está, no necesitaban soportes, pero
como tenían apariencia de necesitarlos se habían insertado
en las esquinas pilares ligeros y perfectamente lisos. El
tejado del ala norte era una simple extensión de una parte
del principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se
levantaba una altísima y un tanto fina chimenea cuadrada
de duros ladrillos holandeses, alternativamente blancos y
rojos, con una ligera cornisa de ladrillos salientes en la
punta. Los aleros también se proyectaban mucho: en el
cuerpo mayor, unos cuatro pies hacia el este y dos hacia el
oeste. La puerta principal no se hallaba justo en la mitad
del edificio, sino un poco hacia el este, mientras las dos
ventanas se desplazaban hacia el oeste. Estas últimas no
llegaban al suelo, pero eran mucho más largas y estrechas
de lo habitual; tenían postigos simples como puertas, con
cristales en losange, pero muy grandes. La mitad superior
de la puerta era también de vidrios y en losange; un
postigo movible la protegía durante la noche. La puerta del
ala oeste se abría bajo el alero y era muy simple; una sola
ventana miraba hacia el sur. El ala norte carecía de puerta
exterior y tenía una única ventana hacia el este.
En la lisa pared del gablete oriental se destacaban unas
escaleras (con balaustrada) que la atravesaban en diagonal,
partiendo del sur. Protegidos por el alero muy saliente,
esos escalones daban acceso a una puerta que conducía a
una buhardilla o más bien desván, pues sólo recibía luz de
una ventana que miraba hacia el norte y parecía haber sido
destinada a depósito.
Las piazzas del edificio principal y del ala oeste no estaban
pavimentadas, como es habitual; pero delante de las
puertas y de cada ventana se incrustaban, en el césped
delicioso, anchas, chatas e irregulares losas de granito,
brindando un cómodo paso en todo tiempo. Excelentes
senderos del mismo material, no perfectamente colocado,
sino con la hierba aterciopelada llenando los intervalos
entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa, hasta
una fuente cristalina, a unos cinco pasos, al camino o a una
o dos dependencias que había al norte más allá del arroyo,
completamente ocultas por unos pocos algarrobos y
catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal del cottage
veíase el tronco seco de un fantástico peral, tan cubierto de
arriba a abajo por las magníficas flores de la bignonia que
requería no poca atención saber qué objeto encantador era
aquél. De varias ramas de este árbol pendían jaulas de
diferentes clases. Una, un amplio cilindro de mimbre, con
un aro en lo alto, mostraba un sinsonte; otra, una
oropéndola; una tercera, un pájaro arrocero, mientras tres o
cuatro prisiones más delicadas resonaban con los cantos de
los canarios.
En los pilares de la piazza se entrelazaban los jazmines y
la dulce madreselva, mientras del ángulo formado por la
estructura principal y su ala oeste, en el frente, brotaba una
viña de sin igual exuberancia.
Desdeñando toda contención, había trepado primero al
tejado más bajo, luego al más alto, y a lo largo del
caballete de este último continuaba enroscándose,
lanzando zarcillos a derecha e izquierda, hasta llegar, por
fin, al gablete del este para volcarse sobre las escaleras.
Toda la casa, con sus alas, estaba construida en
tejamaniles, según el viejo estilo holandés, anchos y sin
redondear en las puntas. Una peculiaridad de este material
es que da a las casas la apariencia de ser más amplias en la
base que en lo alto, a la manera de la arquitectura egipcia;
y en el ejemplo presente acentuaban el pintoresquísimo
efecto los numerosos tiestos de vistosas flores que
circundaban casi toda la base de los edificios.
Los tejamaniles estaban pintados de gris oscuro, y un
artista puede imaginar fácilmente la felicidad con la cual
este matiz neutro se mezclaba con el verde vivo de las
hojas del tulípero que sombreaban parcialmente el cottage.
La posición a la que me he referido, cerca del muro de
piedra, era la más favorable para ver los edificios, pues el
ángulo sudeste se adelantaba de modo que la vista podría
abarcar a la vez los dos frentes con el pintoresco gablete
del este, y al mismo tiempo tener una visión suficiente del
ala norte, parte del lindo tejado de una cámara enfriadora
construida sobre una fuente, y casi la mitad de un puente
liviano que cruzaba el arroyo muy cerca de los cuerpos
principales.
No permanecí mucho tiempo en lo alto de la colina,
aunque sí el suficiente para un examen completo del
paisaje que tenía a mis pies. Era evidente que me había
desviado de la ruta a la aldea, y tenía así una buena excusa
de viajero para abrir la puerta y preguntar por el camino en
todo caso; de modo que, sin más rodeos, avancé.
Después de cruzar la puerta, el camino parecía continuar
en un reborde natural, descendiendo gradualmente a lo
largo de la pared de los acantilados del noreste. Llegué al
pie del precipicio norte y de allí al puente, y, rodeando el
gablete del este, hasta la puerta delantera. Durante la
marcha observé que no se veía ninguna de las
dependencias.
Al dar vuelta al gablete, un mastín saltó hacia mí con un
silencio severo, pero con la mirada y el aire de un tigre. Le
tendí, sin embargo, la mano en señal de amistad, y todavía
no he conocido perro que resistiera la prueba de esta
apelación a su amabilidad. No sólo cerró la boca y meneó
la cola, sino que me ofreció su pata, además de extender
sus cortesías a Ponto.
Como no se veía campanilla, golpeé con el bastón en la
puerta, que estaba semiabierta. Inmediatamente, una figura
se adelantó al umbral: era una mujer joven, de unos
veintiocho años, esbelta o más bien ligera y de talla un
poco superior a la corriente. Mientras se acercaba con
cierta modesta decisión en el paso, absolutamente
indescriptible, me dije a mí mismo: «Seguramente he
encontrado la perfección de la gracia natural en
contradicción con la artificial». La segunda impresión que
me hizo, pero muchísimo más vívida que la anterior, fue
de exaltación. Nunca había penetrado hasta el fondo de mi
corazón una expresión de romanticismo tan intenso, me
atrevería a decir, tan espiritual como la que brillaba en sus
ojos profundos. No sé cómo, pero esta peculiar expresión
de la mirada, que a veces se graba en los labios, es el
hechizo más poderoso, si no el único, que despierta mi
interés por una mujer.
«Romanticismo», digo, con tal de que mis lectores
comprendan bien lo que quiero expresar con esta palabra:
«romántico» y «femenino» son para mí términos
equivalentes; y, después de todo, lo que el hombre ama de
veras en la mujer es simplemente su feminidad. Los ojos
de Annie (alguien, desde adentro, la llamaba «¡Annie,
querida!») eran de un «gris espiritual»; su pelo, castaño
claro; esto es todo lo que tuve tiempo de observar en ella.
A su cortés invitación entré, pasando primero por un
vestíbulo de mediana amplitud. Como había ido
especialmente para observar, noté que a mi derecha, al
entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de
la casa; a la izquierda, una puerta que conducía a la
habitación principal, mientras frente a mí una puerta
abierta me permitía ver un aposento pequeño, justo del
tamaño del vestíbulo, dispuesto como estudio, con una
amplia ventana saliente orientada hacia el norte.
Pasé a la sala y me encontré con Mr. Landor, pues éste, lo
supe después, era su nombre. Se mostró amable y aun
cordial en sus maneras; pero aun entonces estaba yo más
atento a observar el arreglo de la casa que me había
interesado tanto, que la apariencia personal del ocupante.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta se
abría a la sala. Al oeste de esta puerta había una sola
ventana, que miraba al arroyo. En el extremo este de la
sala veíase una chimenea y una puerta que llevaba al ala
oeste, probablemente una cocina.
Nada más rigurosamente sencillo que el moblaje de la sala.
En el piso había una alfombra teñida, de excelente tejido,
con fondo blanco y pequeños círculos verdes. En las
ventanas colgaban cortinas de muselina de algodón blanca
como la nieve, medianamente amplias, que caían
resueltamente, casi geométricas, en pliegues finos,
paralelos, hasta el piso, justo hasta el piso. Las paredes
estaban tapizadas con un papel francés de gran delicadeza:
un fondo plateado con una línea en zig-zag de color verde
pálido. La superficie veíase realzada sólo por tres
exquisitas litografías de Julien, à trois crayons, sujetas a la
pared sin marco. Uno de esos dibujos representaba una
lujosa o más bien voluptuosa escena oriental; otro, una
escena de carnaval, de una vivacidad incomparable; el
tercero, una cabeza femenina griega, un rostro de tan
divina hermosura y, sin embargo, con una expresión de
vaguedad tan incitante como nunca hasta entonces atrajera
mi atención.
El moblaje más importante consistía en una mesa redonda,
unas pocas sillas (incluso una amplia mecedora) y un sofá
o más bien «canapé» de arce liso, pintado de blanco
cremoso, con ligeros filetes verdes y asiento de mimbre
entretejido. Las sillas y la mesa hacían juego; pero todas
las formas habían sido diseñadas evidentemente por el
mismo cerebro que planeara los jardines; imposible
concebir nada más gracioso.
Sobre la mesa había algunos libros, un amplio frasco
cuadrado de algún nuevo perfume, una simple lámpara
astral (no solar) de vidrio deslustrado, con una pantalla
italiana, y un gran vaso con flores esplendorosamente
abiertas. A decir verdad, las flores, de magníficos colores y
delicado perfume, constituían la única decoración del
aposento. Ocupaba casi totalmente el hogar de la chimenea
un tiesto de brillantes geranios.
En una repisa triangular en cada ángulo de la habitación
había un vaso similar, sólo distinto por su encantador
contenido. Uno o dos pequeños bouquets adornaban la
repisa de la chimenea, y violetas frescas formaban ramos
en el borde de las ventanas abiertas
El propósito de este trabajo no es sino el de dar en detalle
una pintura de la residencia de Mr. Landor, tal como la
encontré.
El cuento mil y dos de Scheherezade
En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve
hace poco oportunidad de consultar el Tellmenow
Isitsöornot, obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón
Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que,
según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un
norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las
Curiosidades de la literatura norteamericana); como
decía, tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan
notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir que
el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño
error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir,
según se lo describe en Las mil y una noches. En efecto, si
bien el dénouement de dicho destino, como se lo consigna
allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la
realidad.
Para toda información sobre tan interesante tópico remito
al lector inquisitivo al Isitsöornot; pero, entretanto, se me
perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en
este libro.
Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes,
un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse
celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino
que hace solemne promesa -por su barba y el Profeta- de
desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus
dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.
Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante
varios años, con una puntualidad y un método que le valen
gran renombre como persona de mucha devoción y buen
sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias,
sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha
ocurrido una idea.
La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea
consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la
belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa
como corresponde a toda heroína.
De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año
bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio),
Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que
ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues
estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo
aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir), pero al
hacerlo da a entender claramente a los interesados que,
gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la
promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la
hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a
pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de
que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus
hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa
nada de la situación.
Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin
duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un
pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso
que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de
bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante
cercano al de la pareja real como para poder conversar del
uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo
buen cuidado de despertar al excelente monarca, su esposo
(que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el
cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño
que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión,
a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que
sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz
muy baja a su hermana.
Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había
terminado todavía y que Scheherazade no podría
terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de
que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador
-cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque
ligeramente más gentil.
Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre
sus sólidos principios religiosos, induciéndolo a posponer
el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente,
con intención y esperanza de enterarse por la noche qué
había ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era
negro) y la rata.
Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada
final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes
de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el
intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me
engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se
movía violentamente gracias a un mecanismo de relojería,
al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este
relato interesó al califa mucho más que el primero, y como
amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos
de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al
estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar otra
vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente
ocurrió algo parecido, con resultados similares; y también
a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen
monarca, después de haberse visto inevitablemente
privado de cumplir su promesa durante nada menos que
mil y una noches, olvidóla completamente al vencerse el
término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o -lo
que es más probable- se limitó a quebrarla, al mismo
tiempo que la cabeza de su padre confesor.
Sea como fuere, Scheherazade, que, como descendiente
directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de
charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al
pie de los árboles en el jardín del Edén, acabó triunfando
sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.
Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como
la conocemos) es indudablemente muy justa y agradable,
pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más agradable que
verdadera. Debo al Isitsöornot la rectificación de este
error. Le mieux -dice un proverbio francés- est l’ennemi du
bien, y al mencionar que Scheherazade había heredado las
siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las
puso a interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y
siete.
-Querida hermana -dijo en la noche mil y dos (transcribo
literalmente los términos del Isitsöornot-, ahora que este
pequeño inconveniente de la estrangulación ha
desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento
culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti
y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo cual
no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la
historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por
muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os
he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me sentía
un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh
infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero
aún no es demasiado tarde para remediar mi negligencia y,
tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste
se despierte lo bastante como para cesar sus horribles
ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea)
la continuación de esta notable historia.
La hermana de Scheherazade, según noticias del
Isitsöornot, no se manifestó demasiado entusiasmada ante
esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes
pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y
finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la
reina comprendió (por cuanto se trataba indudablemente
de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que
trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin
perder más tiempo la historia de Simbad el marino.
-Por fin, cuando ya era viejo -contó Scheherazade, y
Simbad hablaba por su voz-, después de gozar de muchos
años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez
más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin
advertir a mi familia de mis intenciones, preparé algunos
fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto
y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara,
bajé con ellas a la costa para esperar algún navío que
quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no
hubiera explorado todavía.
Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo
los árboles y miramos el océano, esperando percibir algún
navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me
pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y
murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo
oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal
que no podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto
que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte
distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente
de tamaño hasta convertirse en un enorme monstruo,
nadando con gran parte del cuerpo fuera del agua. Avanzó
hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando
enormes masas de espuma con el pecho e iluminando la
parte del océano por el cual avanzaba con una larga línea
de fuego que se extendía hasta perderse en la distancia.
Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda
claridad. Su largo era comparable al de tres árboles entre
los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de
audiencias de vuestro palacio, ¡oh el más sublime y
munífico de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al
de los peces ordinarios; sólido como de roca, era de un
negro azabache en toda la extensión que sobresalía del
agua, a excepción de una angosta faja rojo sangre que lo
circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua,
pero que veíamos por momentos cuando el monstruo subía
y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de
escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con
tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi blanco, y de él
surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi igual a
la mitad de su largo.
Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para
compensar este defecto se hallaba provisto de veinte ojos
por lo menos, que sobresalían de las órbitas como los de la
libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos
hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo
sangre que parecía una especie de ceja. Dos o tres de
aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los
demás y daban la impresión de ser de oro macizo.
Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con
enorme rapidez, parecía movida por artes de nigromancia,
pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas
membranosas como un pato, ni alas como la concha
marina a quien el viento impulsa como si fuera un barco.
Tampoco se contorsionaba para avanzar, como la anguila.
La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a
poca distancia de esta última había dos agujeros que
servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un
espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un
agudo y desagradable sonido.
Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan
horrible, pero pronto se vio superado por el asombro que
nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran
cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los
hombres y sumamente parecidos a éstos, salvo que no
estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la
naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e
incómodas envolturas que daban la impresión de una tela,
pero tan pegada a la piel como para que los pobres
infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las
peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza
llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera
vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como
pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse
entonces que se trataba de dispositivos calculados para
mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los
hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos
collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como
los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más
anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no
podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover
al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a
contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan
romo y tan chato como imaginarse pueda, por no
calificarlo de espantoso.
Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa
donde nos hallábamos, proyectó repentinamente uno de
sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible
resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y
un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo
del trueno.
Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos
extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la
bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la
boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan
broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos
confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido
proferidos por la nariz.
Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí
perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido
una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de
cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le
pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de
sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que
llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor
que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de
aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con
entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios
malignos para infligir desgracias a la humanidad; que
aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como
las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más
grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por
más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que
infligían al monstruo mediante sus mordiscos y
aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento
necesario para que rugiera y cometiera maldades,
cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de
los genios malignos.
Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda
velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me interné
como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel
corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta,
al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que
no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo
ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a
verlo jamás.
En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los
hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes),
hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos
y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de
inmediato mar afuera.
Me arrepentí entonces amargamente de haber abandonado
un hogar confortable para arriesgar la vida en semejantes
aventuras; pero como aquellas lamentaciones no servían
de nada, traté de mejorar en lo posible mi situación,
buscando asegurarme la buena voluntad del animalhombre que esgrimía la trompeta, y que parecía ejercer
autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días
más tarde, aquella criatura me dio varios testimonios de su
favor, y llegó por fin a molestarse en enseñarme los
rudimentos de lo que sería vano denominar un lenguaje;
pero gracias a ello me fue posible hacerme entender de
aquella criatura y expresarle mis ardientes deseos de ver el
mundo.
-Patapún catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán
chin pún -me dijo cierto día, después de cenar-. Pero me
apresuro a pedir mil perdones, pues olvidaba que Vuestra
Majestad ignora el dialecto de los “cockneys” (como se
denominaban los animales-hombres, quizá porque su
lenguaje constituía el eslabón entre el caballo y el gallo).
Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc.,
significa: “Me alegra descubrir, querido Simbad, que eres
un excelente individuo; por nuestra parte, estamos
cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del
globo, y ya que tienes tantos deseos de ver mundo, cerraré
los ojos y te daré un pasaje gratis en el lomo de la bestia”.
El Isitsöornot declara que, cuando la dama Scheherazade
hubo llegado a este punto, el califa se volvió sobre el lado
derecho y dijo:
-Ciertamente, querida reina, es muy sorprendente que
hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras de
Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como
extrañas?
Habiéndose expresado así el califa, según nos cuentan, la
hermosa Scheherazade continuó su relato con las
siguientes palabras:
-«Agradecí su gentileza al animal-hombre -dijo Simbad- y
pronto me hallé muy a mi gusto sobre la bestia, que
nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar
de que éste, en la parte del mundo donde nos hallábamos,
no era plano, sino redondo como una granada, por lo cual
puede decirse que todo el tiempo subíamos y bajábamos
por él.»
-Esto me parece sumamente raro -interrumpió el califa.
-Empero, es muy cierto -replicó Scheherazade.
-Lo dudo -dijo el monarca-, pero ruégote que tengas la
bondad de seguir con tu relato.
-Así lo haré -continuó la reina-. «La bestia -continuó
Simbad- nadaba hacia arriba y abajo, hasta que llegamos a
una isla de muchos cientos de millas de circunferencia
que, a pesar de su tamaño, había sido levantada en mitad
del océano por una colonia de pequeños seres semejantes a
las orugas».
-¡Hum! -dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no
le prestó atención y siguió hablando con las palabras de
Simbad:
-«Más allá de esta isla llegamos a un país donde había una
caverna que entraba treinta o cuarenta millas en las
entrañas de la tierra y que contenía mayores, más grandes
y magníficos palacios que los existentes en Damasco y
Bagdad juntas. Del techo de estos palacios colgaban
miríadas de gemas, semejantes a diamantes, pero más
grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres,
pirámides y templos, corrían inmensos ríos negros como el
ébano, pululantes de peces sin ojos».
-¡Hum! -dijo el califa.
-«Nadamos luego a una región del mar donde hallamos
una elevadísima montaña, de cuyas laderas caían torrentes
de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de ancho
y sesenta de largo; de un abismo en lo alto surgían
cantidades tales de cenizas, que el sol había quedado
completamente oculto en el cielo, y estaba más oscuro que
en la más tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta
millas de aquella montaña era imposible ver el más blanco
de los objetos, aunque lo pusiéramos contra los ojos».
-¡Hum! -dijo el califa.
-«Luego de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su
viaje hasta llegar a una tierra donde la naturaleza de las
cosas parecía haberse invertido, pues vimos un gran lago
en cuyo fondo, a más de cien pies bajo la superficie,
florecía con toda su vegetación un bosque de altos y
exuberantes árboles».
-¡Hola! -dijo el califa.
-«Cientos de millas más allá encontramos un clima donde
la atmósfera era tan densa que sostenía el hierro o el acero,
tal como el nuestro sostiene una pluma».
-¡Azúcar! -dijo el califa.
-«Siguiendo siempre la misma dirección, llegamos a la
región más admirable y magnífica de la tierra. Corría por
ella un río de varios miles de millas de longitud. Era de
insondable profundidad y de mayor transparencia que el
ámbar. Su ancho variaba de tres a seis millas y sus
márgenes se alzaban perpendicularmente hasta mil
doscientos pies de altura, coronados por árboles de follaje
perenne y flores del más dulce perfume, que convertían
aquel territorio en un maravilloso jardín. Pero tan
exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y
penetrar en él representaba inevitablemente la muerte».
-¡Toma! -dijo el califa.
-«Nos alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días,
llegamos a otro donde nos asombró descubrir miradas de
monstruosos animales que tenían en la cabeza cuernos
semejantes a guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan
vastas cavernas en forma de túnel, disponiendo su entrada
en forma tal que los animales que pisan las piedras que la
forman se precipitan al interior de la guarida de los
monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre,
transportando luego desdeñosamente sus restos a mucha
distancia de las “cavernas de la muerte”».
-¡Bah! -dijo el califa.
-«Continuando nuestro viaje, avistamos una zona donde
hay vegetales que no crecen en el suelo, sino en el aire.
Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales; otros
derivaban su alimento del cuerpo de animales vivos, y
había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso;
otros que andaban de un lado a otro según su voluntad, y,
lo que era aún más extraordinario, descubrimos flores que
vivían, respiraban y movían sus partes a voluntad, y que
compartían la detestable pasión humana por la esclavitud,
sumiendo a otros seres en horribles y solitarias prisiones
hasta que cumplían determinadas tareas».
-¡Cómo! -dijo el califa.
-«Al salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde
las abejas y los pájaros son matemáticos de tanto genio y
erudición que diariamente enseñan geometría a los
entendidos del imperio. Cierta vez que el rey ofreció una
recompensa por la solución de dos dificilísimos
problemas, ambos quedaron instantáneamente aclarados,
el uno por las abejas y el otro por los pájaros.
Como el rey guardó la solución en secreto, sólo después de
complicadísimas investigaciones y trabajos y de escribir
infinidad de voluminosos libros en infinidad de años
llegaron los matemáticos del reino a las mismas soluciones
que las abejas y los pájaros habían dado en el acto».
-¡Demonio! -dijo el califa.
-«Apenas había perdido de vista este imperio, cuando
llegamos a otro, desde cuyas playas vimos volar una
bandada de pájaros de una milla de ancho y doscientas
cuarenta millas de largo; es decir, que, aun volando a razón
de una milla por minuto, se requirieron cuatro horas para
que pasara sobre nosotros la entera bandada, en la cual
había varios millones de pájaros».
-¡Camelo! -dijo el califa.
-«Tan pronto habíamos quedado libres de estos pájaros,
que mucho nos molestaron, vimos surgir un ave de otra
especie, infinitamente más grande que los rocs que había
encontrado en mis anteriores viajes; era más grande que la
mayor de las cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh el más
magnífico de los califas! Este terrible pájaro no tenía
cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por
un vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido
por una sustancia muy suave, lisa, brillante y de franjas
coloreadas. El monstruo llevaba en sus garras (a su
guarida, en las nubes, sin duda) una casa cuyo techo había
probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos
claramente a varios seres humanos que parecían tan
empavorecidos como desesperados por el espantoso
destino que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras
fuerzas, esperando que el pájaro se asustara y soltara la
presa; pero se limitó a exhalar una especie de resoplido,
como de cólera, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas
un pesado saco que resultó estar lleno de arena.»
-¡Cuentos chinos! -dijo el califa.
-«Muy poco después de esta aventura encontramos un
continente de vastísima extensión y prodigiosa solidez, el
cual descansaba enteramente sobre el lomo de una vaca
color celeste que tenía no menos de cuatrocientos
cuernos»56.
-Esto sí lo creo -dijo el califa-, pues he leído algo por el
estilo en algún libro.
-«Pasamos por debajo de este continente, nadando entre
las piernas de la vaca, y horas después nos encontramos en
una región maravillosa que, según me informó el animalhombre, era su propio país, habitado por seres de su misma
especie. Esto aumentó muchísimo el concepto que de él
tenía y empecé a avergonzarme del desprecio y la
familiaridad con que lo había tratado hasta ahora. En
efecto, descubrí que los animales-hombres constituían una
nación de grandes magos que vivían con la cabeza llena de
gusanos, los cuales sin duda servían para estimularlos con
sus dificultosos retorcimientos y coletazos, a fin de que
alcanzaran los más asombrosos grados de imaginación.»
-¡Disparates! -dijo el califa.
-«Entre los magos había diversos animales domésticos de
lo más singulares. Por ejemplo, vimos un enorme caballo
cuyos huesos eran de hierro y tenía agua hirviendo por
sangre. En lugar de maíz lo alimentaban con piedras
negras; a pesar de esa dura dieta era tan fuerte y veloz
como para arrastrar una carga más pesada que el más
grande de los templos de esta ciudad, a una velocidad que
superaba la de la mayoría de los pájaros».
-¡Paparruchas! -dijo el califa.
-«Entre esas gentes vi una gallina sin plumas más grande
que un camello; en vez de carne y huesos era de hierro y
ladrillos; su sangre, como la del caballo (al que mucho se
parecía) era agua hirviendo, y, como él, sólo comía madera
y piedras negras. Esta gallina producía con frecuencia un
centenar de pollos en un solo día; después de nacidos se
instalaban durante varias semanas en el estómago de su
madre».
-¡Dislates! -dijo el califa.
-«Un miembro de esta nación de brujos creó un hombre de
bronce, madera y cuero, dándole tanta inteligencia que
hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad, con
excepción del gran califa Harun Al Raschid. Otro de estos
magos construyó con materiales parecidos una criatura
capaz de avergonzar el genio de su propio creador: tan
grandes eran sus poderes razonantes que, en un segundo,
efectuaba cálculos que hubieran requerido el trabajo de
cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año.
Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una
fortísima criatura que no era ni hombre ni bestia, pero que
tenía cerebro de plomo mezclado con una sustancia negra
como la pez y dedos que actuaban con tan increíble
velocidad y destreza que no hubiera tenido dificultad en
escribir veinte mil copias del Corán en una hora; todo esto
con una precisión tan exquisita que no se hubiera podido
encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros
en el ancho de un cabello. Esta criatura era de una fuerza
prodigiosa, al punto que creaba y destruía de un soplo los
imperios más poderosos; pero sus aptitudes se aplicaban
indistintamente al bien y al mal.»
-¡Ridículo! -dijo el califa.
-«En esta nación de nigromantes había uno que llevaba en
las venas la sangre de la salamandra, pues no tenía
escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un horno
ardiente, hasta que su cena se cocinaba completamente en
el suelo. Otro tenía la facultad de convertir los metales
comunes en oro, sin siquiera mirarlos durante el proceso.
Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a fabricar un
alambre invisible. Otro percibía las cosas con tanta
rapidez, que contaba los movimientos de un cuerpo
elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás
a la velocidad de novecientos millones de veces por
segundo».
-¡Absurdo! -dijo el califa.
-«Otro de estos magos, ayudado por un fluido que nadie
vio hasta ahora, podía hacer que los cadáveres de sus
amigos movieran los brazos, patearan, lucharan e incluso
se levantaran y danzaran. Otro cultivó a tal punto su voz,
que podía hacerse oír desde un extremo al otro del mundo.
Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en
Damasco y escribir una carta en Bagdad o en cualquier
otro sitio. Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que
podía hacerlo descender a su antojo; le servía luego de
juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo con
ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con
dos luces brillantes.
Otro fabricó hielo en un horno ardiente. Otro obligó al sol
a que pintara su retrato y el sol le obedeció. Otro tomó el
astro rey, junto con la luna y los planetas, y luego de
pesarlos cuidadosamente, sondeó sus profundidades y
descubrió la solidez de las sustancias que los componen.
Pero toda aquella nación posee una habilidad nigromántica
tan sorprendente, que hasta sus niños y aun sus perros y
sus gatos son capaces de ver fácilmente objetos que no
existen, o que veinte millones de años antes del nacimiento
de dicha nación habían sido borrados de la faz del
universo».
-¡Ridículo! -dijo el califa.
-«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables
magos -continuó Scheherazade, sin preocuparse en
absoluto de las repetidas y poco caballerescas
interrupciones de su esposo- son de lo más refinadas y
perfectas, y constituirían el ápice de lo interesante y de lo
hermoso de no mediar una desdichada fatalidad que las
agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes de sus
esposos y padres han logrado remediar hasta el presente.
Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma, mientras
otras se presentan de diferente manera; pero me refiero,
sobre todo, a la que asume la forma de una excentricidad.»
-¿Una qué? -preguntó el califa.
-Una excentricidad -dijo Scheherazade-. «Uno de los
genios malignos que continuamente tratan de hacer daño
indujo a tan perfectas señoras a creer que aquello que
denominamos belleza natural consiste en la protuberancia
de la región donde la espalda cambia de nombre. Les
hicieron creer que la perfección de la hermosura se halla
en razón directa con el volumen de dicha parte.
Dominadas por la idea, y aprovechando que los
almohadones son muy baratos en ese país, se ha llegado a
un punto en que ya resulta difícil distinguir a una mujer de
un dromedario...»
-¡Detente! -exclamó el califa-. ¡No puedo ni quiero
soportar semejante cosa! ¡Me has dado ya una terrible
jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está
amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi
conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese asunto
de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil? Lo mejor
que puedes hacer es ir a que te estrangulen.
Según me entero por el Isitsöornot, estas palabras
ofendieron y asombraron a Scheherazade, pero, como
sabía que el califa era hombre de escrupulosa integridad y
poco sospechoso de faltar a su palabra, se sometió
resignadamente a su destino. Mucho se consoló (mientras
le apretaban el cordón en el cuello) pensando que gran
parte de su historia quedaba todavía por decir, y que la
petulancia de aquel animal de su marido le estaba bien
aplicada, pues por su culpa se quedaría sin conocer
muchas otras inimaginables aventuras.
El demonio de la perversidad
En la consideración de las facultades e impulsos de los
prima mobilia del alma humana los frenólogos han
olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe
como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los
moralistas que los precedieron también habían pasado por
alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la
hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia
escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de
creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala.
Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por
su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera
necesidad de un impulso. No podíamos percibir su
necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la
noción de este primum mobile se hubiese introducido por
sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de
actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya
eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran
medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El
metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el
que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a
dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a
gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas
intenciones sus innumerables sistemas mentales. En
materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado,
primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que
entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el
hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la
alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate
con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a
comer.
En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de
Dios quiere que el hombre propague la especie,
descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad.
Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la
casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos
los órganos que representaran una tendencia, un
sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en
este ordenamiento de los principios de la acción humana,
los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su
totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos
de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa
a partir del destino preconcebido del hombre y tomando
como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro
fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla)
en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en
lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de
fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a
hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras
visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles
pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos
entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de
comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases
de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a
admitir, como principio innato y primitivo de la acción
humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad
a falta de un término más característico. En el sentido que
le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no
motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto
comprensible, o, si esto se considera una contradicción en
los términos, podemos llegar a modificar la proposición y
decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de
que no deberíamos actuar.
En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero,
de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos
espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente
irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la
seguridad de la equivocación o el error de una acción
cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la
única que nos impele a su prosecución. Esta invencible
tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá
análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un
impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que
cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que
no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una
modificación de la que comúnmente provoca la
combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará
la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere
la frenología, tiene por esencia la necesidad de
autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su
principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de
estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo.
Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al
mismo tiempo por algún principio que será una simple
modificación de la combatividad, pero en el caso de esto
que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo
no se manifiesta, sino que existe un sentimiento
fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo,
la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse.
Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a
todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa
tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente
a quien en algún período no lo haya atormentado, por
ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor
con circunloquios.
El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la
intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y
claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por
brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso;
teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin
embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa
cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo
pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo,
el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia
incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del
que habla y desafiando todas las consecuencias) es
consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida
velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis
más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de
ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su
magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene
que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para
mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos
esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión
del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad
más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con
este verdadero aumento de ansiedad llega también un
indecible anhelo de postergación realmente espantosa por
lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que
pasa el tiempo. La última hora para la acción está al
alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del
conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la
sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado
tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano.
Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al
mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que
nos había atemorizado.
Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía
retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo,
sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es
retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro
vértigo se confunden en una nube de sentimientos
inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube
cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió
el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra
al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma
mucho más terrible que cualquier genio o demonio de
leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque
temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos
con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de
lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída
desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante
aniquilación, por la simple razón de que implica la más
espantosa y la más abominable entre las más espantosas y
abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que
jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta
simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque
nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por
eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la
naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como
la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa
arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de
pensamiento significa la perdición inevitable, pues la
reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo
hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo.
Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si
fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos
arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares:
encontraremos que resultan sólo del espíritu de
perversidad. Las perpetramos simplemente porque
sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá
de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad
considerar su perversidad como una instigación directa del
demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento
del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a
vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí,
puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de
condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no
me hubierais comprendido, o, como la chusma, me
hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente
que soy una de las innumerables víctimas del demonio de
la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con
más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité
en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su
realización implicaba una chance de ser descubierto. Por
fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato
de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau
por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea
impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi
víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía
también que su habitación era pequeña y mal ventilada.
Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No
necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales
sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí
encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente
lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner
fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años.
Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser
descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la
bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera
posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del
crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de
satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en
mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me
acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me
proporcionaba un placer más real que las ventajas
simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le
sucedió, por fin, una época en que el sentimiento
agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a
convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por
lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos.
Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la
memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o
algunos compases triviales de una ópera. El martirio no
sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria
de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría
permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo
en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me
sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las
palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy
lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de
hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna
experiencia de estos accesos de perversidad (cuya
naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba
que en ningún caso había resistido con éxito sus embates.
Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante
tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se
enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi
asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de
mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez
más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo
enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola
sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues,
ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi
situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté
como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho
se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación
de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo
habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una
mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la
boca para respirar. Por un momento experimenté todas las
angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y
entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con
su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo
prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con
marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una
interrupción antes de concluir las breves pero densas frases
que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena
acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y
estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?
El diablo en el campanario
Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar
más hermoso del mundo es -o era, ¡ay!- la villa holandesa
de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna
distancia de cualquiera de los caminos principales, en una
situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos
de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos
convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en
verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo
hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han
ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con
la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus
habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que
el deber que me impongo será cumplido en la medida de
mis posibilidades, con toda esa rígida imparcialidad, ese
cauto examen de los hechos y esa diligente cita de
autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al
título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e
inscripciones estoy capacitado para decir, positivamente,
que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su
origen, en la misma exacta condición que aún hoy
conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo
que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión
que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en
ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo,
teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser
menor que cualquier cantidad determinable.
Con respecto a la etimología del nombre
Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma
falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado
punto -algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo
contrario- soy incapaz de elegir ninguna que pueda
considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg
-que casi coincide con la de Kroutaplenttey- deba ser
prudentemente
preferida.
Es
la
siguiente:
Vondervotteimittiss -Vonder, lege Donder- Votteimittiss,
quasi und Bleitziz -Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta
etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas
huellas de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del
campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin
embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia,
y debo remitir al lector deseoso de información a las
Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz.
Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs.
27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y
blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden
consultarse también las notas marginales autógrafas de
Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la
fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su
nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre
existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo
de la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de
cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola
insinuación de semejante posibilidad es considerada un
insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente
circular, de un cuarto de milla de circunferencia,
aproximadamente, rodeado por encantadoras colinas cuyas
cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con
la excelente razón de que no creen que haya absolutamente
nada del otro lado.
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y
pavimentado de baldosas chatas) se extiende una hilera
continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas,
miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a
sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un
jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante
solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan
exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de
otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico
es algo extraño, pero no por ello menos notablemente
pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos
endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de
manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de
gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas,
tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros
y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y
profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos.
Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de grandes
bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro,
muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues
desde
tiempo
inmemorial
los
tallistas
de
Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el
reloj y el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los
prodigan con singular ingenio allí donde encuentran
espacio para la gubia.
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y
el moblaje responde a un solo modelo. Los pisos son de
baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con
patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las
chimeneas son anchas y altas, y tienen no sólo relojes y
repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj
que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y
en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a
manera de batidor.
Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de
porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a
través del cual se ve el cuadrante de un reloj.
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de
aspecto retorcido y agresivo. Allí arde constantemente el
fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo
agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa
vigila continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de
ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un
terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas.
El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de
color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle,
a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la
mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo
mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de
calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero
rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en
forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño
reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el
repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato
mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que
«los muchachos» le han puesto por bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín
cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos pies de altura.
Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que
les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante,
calcetines rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de
plata y largos levitones con grandes botones de nácar.
Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en
la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una
bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada
de humo.
El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de
recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar una
coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la
cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto
respaldo y asiento de cuero, con patas retorcidas de puntas
finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la
casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de
grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas
se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir
nada más al respecto. Toda la diferencia reside en que su
pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede
aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo
lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo
más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué
se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla
izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo
menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto
objeto notable que se halla en el centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la
Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son
todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con
grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan
levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos
mucho más grandes que los habitantes comunes de
Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido
varias sesiones especiales y han adoptado estas tres
importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las
cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss»,
y
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros
repollos.»
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre,
y en la torre el campanario, donde existe y ha existido,
desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del
pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a
este objeto se dirige la mirada de los viejos señores
sentados en los sillones con asiento de cuero.
El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la
torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos
los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las
agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única
obligación es cuidarlo; pero esta obligación es la más
perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta
hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado
nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición
de semejante cosa era considerada herética. Desde el más
remoto período de la antigüedad al cual hacen referencia
los archivos, la gran campana ha dado regularmente la
hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los
otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro
lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran
badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos
sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente
y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los
buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero
estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos
respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss
tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más
perfectamente respetado de todos los hombres del mundo.
Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos
lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de
su levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus
zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los
de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su
papada, no sólo es doble, sino triple.
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss.
¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un
cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que
«nada bueno puede venir del otro lado de las colinas»; y
en verdad parece que las palabras tuvieron algo de
proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía
cuando apareció un objeto de aspecto muy extraño en lo
alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por
supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor
sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de
sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno,
mientras mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para
mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era
un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía
las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron
pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el
personaje más precioso y más pequeño que jamás se
hubiera visto en Vondervotteimittiss.
Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una
larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca
y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de
mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las
patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver.
Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente
rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de
faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la
larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir
negro, medias negras y escarpines de punta mocha con
grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo
llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín
casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda
tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la
colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas
fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire más
satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para
los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su
sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras corcoveaba
derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines
mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués
que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar
debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan
importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero
lo que provocaba justa indignación era que el picaro
galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí
una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que
se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo
de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio
minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en
medio de ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y
luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr,
subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio
de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto,
fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el
pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo
sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en
la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces,
enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza
que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco se
hubiera jurado que había un regimiento de tambores
redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario
de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera
provocado en los habitantes este ataque sin conciencia, de
no ser por el importante hecho de que entonces faltaba
sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a
punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema
necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes.
Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento
el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo
que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar,
nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues
estaban todos entregados a contar las campanadas.
-¡Una! -dijo el reloj.
-¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor
en cada sillón con asiento de cuero, en
Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una!
-dijo también el reloj de su mujer-. ¡Uuna! -los relojes de
los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de
juguete en las colas del gato y el cerdo.
-¡Dos! -continuó la gran campana.
-¡Tos! -repitieron todos los relojes.
-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!
¡Diez! -dijo la campana.
-¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe!
¡Tiez! -respondieron los otros.
-¡Once! -dijo la grande.
-¡Once! -asintieron las pequeñas.
-¡Doce! -dijo la campana.
-¡Toce! -replicaron todos, perfectamente satisfechos, y
dejando caer la voz.
-¡Y las toce son! -dijeron todos los viejos y pequeños
señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía
no había terminado con ellos.
-¡Trece! -dijo.
-¡Der Teufel! -boquearon los viejos y pequeños
hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa y
bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
-¡Der Teufel! -gimieron-. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son
las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que
siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en
un lamentable estado de confusión.
-¿Qué le pasa a mi fiendre? -gimieron todos los
muchachos-. ¡Ya tebo esdar hambriento a esda hora!
-¿Qué le pasa a mi rebollo? -chillaron todas las mujeres-.
¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora!
-¿Qué le pasa a mi biba? -juraron los viejos y pequeños
señores-. ¡Druenos y cendellas! -y la llenaron de nuevo
con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con
tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó
inmediatamente de un humo impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía
como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado
de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados
en los muebles empezaron a bailar como embrujados,
mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en
su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en
agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles
de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los
cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos
atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas
partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando,
aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes,
metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible
estrépito y la más abominable confusión que una persona
razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado
bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible para
tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía
vérselo a través del humo. Estaba sentado en el
campanario sobre el campanero, que yacía tirado de
espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de
la campana y la sacudía continuamente con la cabeza,
provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo
pensarlo.
Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin
ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran
parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy
O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el
lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la
hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa
a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante
en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre al pequeño
individuo.
El dominio de Arnheim
Desde la cuna a la tumba un viento de prosperidad impulsó
a mi amigo Ellison. Y no uso la palabra prosperidad en un
sentido meramente mundano. La empleo como sinónimo
de felicidad. La persona de quien hablo parecía nacida
para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y
Condorcet, para representar en un caso individual lo que se
considerara la quimera de los perfeccionistas. En la breve
existencia de Ellison creo haber visto refutado el dogma de
que en la naturaleza misma del hombre se oculta un
principio antagonista de la dicha. Un atento examen de su
carrera me hizo comprender que, en general, la miseria del
hombre nace de la violación de unas pocas y simples leyes
de humanidad; que, como especie, poseemos elementos de
contentamiento todavía no aprovechados, y que aun ahora,
en medio de la oscuridad y la locura de todo pensamiento
sobre el gran problema de las condiciones sociales, no es
imposible que el hombre, el individuo, en ciertas
circunstancias insólitas y sumamente fortuitas pueda ser
feliz.
De opiniones como éstas mi joven amigo estaba también
muy penetrado, y es oportuno señalar que el gozo
ininterrumpido que caracterizó su vida era en gran medida
resultado de un sistema preconcebido. Es evidente que con
menos de esa filosofía instintiva, que en muchos casos tan
bien sustituye a la experiencia, Ellison se hubiera visto
precipitado, por el extraordinario éxito de su vida, en el
común torbellino de desdicha que se abre ante los hombres
eminentemente dotados. Pero en modo alguno me
propongo escribir un ensayo sobre la felicidad. Las ideas
de mi amigo pueden resumirse en unas pocas palabras.
Admitía tan sólo cuatro principios o, más estrictamente,
cuatro condiciones elementales de felicidad. La principal
para él era (¡cosa extraña de decir!) la simple y puramente
física del ejercicio al aire libre. «La salud -decía- que se
alcanza por otros medios, apenas es digna de ese nombre.»
Citaba las delicias del cazador de zorros y señalaba a los
cultivadores de la tierra como las únicas gentes que, en
cuanto clase, pueden considerarse más felices que otras.
La segunda condición era el amor de la mujer. La tercera,
la más difícil de realizar, era el desprecio de la ambición.
La cuarta era la persecución incesante de un objeto; y
sostenía que, siendo iguales las otras condiciones, la
vastedad de la dicha alcanzable era proporcionada a la
espiritualidad de este objeto.
Ellison se destacaba por la continua profusión de dones
que le prodigó la fortuna. En gracia y belleza personal
sobrepasaba a todos los hombres. Poseía uno de esos
intelectos para los cuales la adquisición de conocimientos
es menos un trabajo que una intuición y una necesidad. Su
familia era una de las más ilustres del imperio. Tenía por
esposa a la más encantadora y abnegada de las mujeres.
Sus posesiones siempre habían sido vastas; pero, al llegar
a la mayoría de edad, el destino lo favoreció con uno de
esos extraordinarios caprichos que conmueven a todo el
mundo social en el que concurren, y rara vez dejan de
modificar radicalmente la constitución moral de aquellos
que son su objeto.
Parece que, unos cien años antes de que Mr. Ellison llegara
a la mayoría de edad, había muerto, en una remota
provincia, un tal Mr. Seabright Ellison. Este caballero
había amasado una principesca fortuna y, falto de parientes
inmediatos, tuvo la ocurrencia de dejar que su riqueza se
acumulara durante un siglo después de su muerte.
Dispuso minuciosa y sagazmente las varias maneras de
invertir el dinero, y legó la masa total al pariente más
cercano que llevara el nombre Ellison y estuviera vivo
transcurridos esos cien años. Muchos intentos se habían
hecho para anular el singular legado; fracasaron por su
carácter ex post facto; pero el hecho despertó la atención
de un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un decreto
que prohibía toda acumulación semejante. Este decreto,
sin embargo, no impidió al joven Ellison entrar en
posesión, en su vigésimo primer aniversario, como
heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de
cuatrocientos cincuenta millones de dólares.
Cuando se supo el monto de la enorme riqueza heredada,
surgieron, por supuesto, muchas conjeturas acerca de su
posible utilización. La magnitud y la inmediata
disponibilidad de la suma deslumbraron a todos los que
pensaban en el tópico. Era fácil suponer al poseedor de
cualquier suma apreciable de dinero realizando alguna de
las mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran
simplemente las de cualquier ciudadano hubiera sido fácil
suponerlo entregado hasta el exceso a las extravagancias
elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o
pretendiendo el poder ministerial, o persiguiendo un título
más alto de nobleza, o formando grandes colecciones de
obras maestras, o haciendo de munífico protector de las
letras, las ciencias y las artes, o dotando y confiriendo su
nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la
inconcebible riqueza en poder real del heredero, esos
objetos y todos los objetos corrientes parecían ofrecer un
campo demasiado limitado. Se recurrió a los números,
pero éstos no hicieron más que sembrar la confusión.
Se vio que, aun al tres por ciento, la renta anual de la
herencia ascendía a trece millones quinientos mil dólares,
lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes, o
treinta y seis novecientos ochenta y seis diarios, o mil
quinientos cuarenta y uno por hora, o seis dólares veinte
por cada minuto que pasaba. Así, pues, el sendero habitual
de las suposiciones quedaba completamente interrumpido.
Los hombres no sabían qué imaginar. Algunos llegaron a
suponer que Ellison se despojaría de por lo menos la mitad
de su fortuna, por ser una opulencia absolutamente
superflua, para enriquecer a toda la multitud de parientes
mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a
los más cercanos hizo entrega de la riqueza
verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.
No me sorprendió, sin embargo, advertir que Ellison ya
tuviera su opinión formada sobre un punto que había
ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me
asombró demasiado la naturaleza de su decisión. Con
respecto a las caridades individuales, había satisfecho su
conciencia. En cuanto a la posibilidad de cualquier mejora
propiamente dicha, operada por el hombre mismo en la
condición general de la humanidad, tenía (lamento decirlo)
poca fe. En general, por suerte o por desgracia, en gran
medida se replegaba sobre sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la
palabra. Poseía, además, el verdadero carácter, los
augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del
sentimiento poético. Instintivamente ponía en la creación
de nuevas formas de belleza la satisfacción más completa,
si no la única, de este sentimiento.
Algunas peculiaridades, ya de su educación temprana, ya
de la índole de su intelecto, habían teñido de lo que se
llama materialismo todas sus especulaciones éticas; y fue
esta tendencia, quizá, la que lo llevó a creer que el más
ventajoso por lo menos, si no el único campo legítimo para
el ejercicio poético, se hallaba en la creación de nuevos
modos de belleza puramente física. Así es como no llegó a
ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la
acepción corriente. O quizá fuera que había desdeñado
serlo simplemente por fidelidad a su idea de que en el
desprecio a la ambición debe hallarse uno de los principios
esenciales de la felicidad sobre la tierra. ¿No parece en
verdad posible que, mientras una elevada forma de genio
es necesariamente ambiciosa, la más elevada se encuentre
por encima de la llamada ambición? ¿Y no puede haber
ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan
permanecido desdeñosamente «mudos e ignorados»? Creo
que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás -a menos que
una serie de accidentes inciten a un espíritu de la más
noble especie a un penoso esfuerzo- ese logro pleno,
triunfante, en los más ricos dominios del arte, del cual la
naturaleza humana es positivamente capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún
hombre viviera más profundamente enamorado de la
música y de la poesía. En circunstancias distintas de las
que lo rodearon no hubiera sido imposible que llegase a
ser pintor. La escultura, aun siendo por su naturaleza
rigurosamente poética, era demasiado limitada en su
alcance y en sus consecuencias para ocupar, en ningún
momento, largo tiempo su atención. Y acabo de mencionar
todos los terrenos donde, según los entendidos, puede
explayarse el sentimiento poético.
Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más
verdadero y el más natural, si no el más extenso, había
sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición
hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin
embargo, mi amigo opinaba que la creación del jardínpaisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más
espléndida de las oportunidades. Allí, en efecto, se hallaba
el más hermoso campo para el despliegue de la
imaginación en la interminable combinación de formas de
belleza nueva; pues los elementos que entran en la
combinación son, por su gran superioridad, los más
espléndidos que la tierra puede brindar. En las múltiples
formas y colores de las flores y los árboles reconocía los
esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia
la belleza física. Y en la dirección o concentración de este
esfuerzo -o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos
que iban a contemplarlo en la tierra- se sentía obligado a
emplear los mejores medios, trabajando para mayor
beneficio en el cumplimiento, no sólo de su propio destino
como poeta, sino de los augustos propósitos que movieron
a Dios cuando insufló en el hombre el sentimiento poético.
«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la
tierra»; con su explicación de esta frase, Ellison me ayudó
mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un
enigma: me refiero al hecho (que nadie, salvo un
ignorante, puede discutir) de que no existe en la naturaleza
ninguna combinación decorativa como puede producirla el
pintor de genio. No se encontrarán en la realidad paraísos
como los que resplandecen en las telas de Claude. En el
más encantador de los paisajes naturales siempre se hallará
una falta o un exceso, muchos excesos y muchas faltas.
Mientras las partes componentes pueden desafiar,
individualmente, la más alta destreza del artista, la
disposición de estas partes siempre será susceptible de
mejoramiento. En una palabra, no hay posición alguna en
la amplia superficie del terreno natural donde un ojo
artista, mirando detenidamente, no encuentre motivo de
disgusto en lo que respecta a la llamada «composición»
del paisaje. ¡Y, sin embargo, cuan ininteligible es esto! En
todos los otros dominios hemos aprendido a considerar
justamente a la naturaleza como soberana. En los detalles
nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién tendrá
la presunción de imitar los colores del tulipán, o de
mejorar las proporciones del lirio del valle? La crítica que
dice, a propósito de la escultura o el retrato, que la
naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada,
incurre en un error. Ninguna combinación pictórica o
escultórica de elementos de belleza humana hace más que
acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el paisaje
es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado
verdadero en este caso, sólo un apresurado espíritu de
generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en
todos los dominios del arte, y lo sintió, digo, verdadero en
este caso, pues este sentimiento no es afectación ni
quimera. Las matemáticas no brindan demostraciones más
absolutas de las que proporciona al artista el sentimiento
de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que estas
y aquellas disposiciones de elementos aparentemente
arbitrarias constituyen, sólo ellas, la verdadera belleza. Sus
razones, sin embargo, todavía no han madurado hasta
llegar a la expresión. Queda por hacer un análisis más
profundo del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr
una completa investigación y expresión de esas razones.
Sin embargo, lo confirma en sus opiniones instintivas la
voz de todos sus hermanos.
Supongamos una «composición» defectuosa; supongamos
que deba hacerse una enmienda en la simple disposición
de la forma; supongamos que esta enmienda se somete al
juicio de los artistas del mundo: todos admitirán su
necesidad. Y aún más: para remediar la composición
defectuosa cada miembro aislado de la fraternidad sugerirá
idéntica enmienda.
Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible
de exaltación la naturaleza física, y que, además, su
posibilidad de mejoramiento en este único punto era un
misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis
pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que
la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer
la superficie de la tierra de modo de satisfacer en todo
punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo
sublime o lo pintoresco; pero que esa primitiva intención
había sido frustrada por los conocidos trastornos
geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya
corrección o suavizamiento reside el alma del arte. Sin
embargo, debilitaba mucho esta idea su necesidad
implícita de considerar esos trastornos como anormales y
desprovistos de toda finalidad. Ellison fue quien sugirió
que eran pronósticos de muerte. Lo explicó así:
-Admitamos que la inmortalidad terrena del hombre fue la
primera intención. Tenemos entonces la primitiva
disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese
estado de bienaventuranza que no existe, pero que fue
concebido. Las perturbaciones fueron los preparativos para
su condición mortal imaginada posteriormente.
Ahora bien -decía mi amigo-, lo que consideramos una
exaltación del paisaje bien puede serlo en verdad, pero
sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada
cambio en el decorado natural produciría efectivamente
una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro
visto ampliamente, en conjunto, desde algún punto
distante de la superficie terrestre, aunque no esté fuera de
los límites de su atmósfera. Es fácil comprender que lo que
podría mejorar un detalle observado de cerca puede, al
mismo tiempo, perjudicar un efecto observado en general
o desde mayor distancia. Puede haber una clase de seres,
alguna vez humanos, pero ahora invisibles para la
humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden
parezca orden, nuestros elementos no pintorescos,
pintorescos; en una palabra, ángeles terrenos para cuya
observación, más que para la nuestra, y para cuya
apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya
dispuesto Dios los amplios jardines-paisajes de los
hemisferios.
En el curso de la discusión mi amigo citó algunos
fragmentos de un escritor que trata de la jardinería de
paisaje con supuesta autoridad:
-Hay, hablando con propiedad, sólo dos tipos de jardinería
de paisaje: el natural y el artificial. Uno trata de recordar la
belleza original del campo adaptando sus medios al
decorado circundante, cultivando árboles en armonía con
las colinas o la llanura de la tierra vecina, descubriendo y
llevando a la práctica esas delicadas relaciones de tamaño,
proporción y color que, ocultas para el observador común,
se revelan por doquiera al experimentado alumno de la
naturaleza.
El resultado del estilo natural en materia de jardinería se
ve más bien en la ausencia de todo defecto e
incongruencia, en el predominio de un orden y una
armonía saludables, que en la creación de ninguna
maravilla o milagro especial. El estilo artificial tiene tantas
variedades como gustos diferentes a satisfacer. Presenta
cierta relación general con los variados estilos de edificios.
Hay las avenidas majestuosas y los retiros de Versalles, las
terrazas italianas y un viejo estilo inglés vario y mezclado
que admite cierta relación con el gótico civil o con la
arquitectura isabelina. Por más que pueda decirse contra
los abusos del jardín-paisaje artificial, una mezcla de puro
arte en el marco de un jardín le añade gran belleza. Ésta es
en parte agradable a la vista, por el despliegue de orden y
de intención, y, en parte, moral. Una terraza con una vieja
balaustrada cubierta de musgo evoca de inmediato a la
vista las bellas figuras que por allí pasaron en otros días.
La más leve muestra de arte es una evidencia de
preocupación e interés humano.
Por mis observaciones anteriores -dijo Ellison- usted
comprenderá que rechazo la idea, expresada aquí, de
recordar la belleza original del campo. La belleza original
nunca es tan grande como la creada. Por supuesto, todo
depende de la elección de un lugar con posibilidades. Lo
que dice sobre “llevar a la práctica delicadas relaciones de
tamaño, proporción y color” es una de esas simples
vaguedades de expresión que sirven para cubrir la
inexactitud del pensamiento. La frase citada puede
significar todo o nada, y en modo alguno sirve de guía.
Que el verdadero resultado del estilo natural en materia de
jardinería se vea más bien en la ausencia de todo defecto o
incongruencia que en la creación de ninguna maravilla o
milagro especial, es una proposición más de acuerdo con
la ramplona comprensión del vulgo que con los férvidos
sueños del hombre de genio. El mérito negativo propuesto
pertenece a esa crítica cojeante que en las letras ha elevado
a Addison hasta la apoteosis. A decir verdad, mientras esa
virtud que consiste en evitar simplemente el vicio apela de
lleno al entendimiento, y de esta manera puede quedar
circunscrita por la regla, la virtud más alta que flamea en
la creación sólo puede ser aprehendida en sus resultados.
La regla se aplica tan sólo a los méritos negativos, a las
excelencias que reprimen. Más allá de éstas, el crítico de
arte se limita a insinuar. Se nos puede enseñar a construir
un Catón, pero en vano nos dirán cómo concebir un
Partenón o un Infierno. Hecha la cosa, sin embargo,
cumplida la maravilla, la capacidad de aprehensión se
torna universal. Los sofistas de la escuela negativa que,
incapaces de crear, escarnecieron la creación, son ahora los
más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria
condición de principio, ofendía su razón formalista, en la
madurez de la realización nunca deja de arrancar
admiración a su instinto de belleza.
Las observaciones del autor sobre el estilo artificial
-continuó Ellison- son menos objetables. La mezcla de arte
puro en un escenario natural le añade una gran belleza.
Esto es justo, como también lo es la referencia al
sentimiento del interés humano.
El principio expresado es incontrovertible, pero puede
haber algo más allá. Puede haber un objeto acorde con el
principio, un objeto inalcanzable para los medios comunes
del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardínpaisaje un encanto muy superior al que puede conferir un
sentimiento de interés simplemente humano. Un poeta que
tuviera recursos económicos extraordinarios podría,
manteniendo la necesaria idea de arte o de cultura, o, como
el autor lo expresa, de interés, conferir a sus propósitos
tanta extensión y al mismo tiempo tanta novedad en la
belleza, que provocaría el sentimiento de intervención
espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado
asegura todas las ventajas del interés o del propósito,
mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del
arte terreno. En el más árido de los desiertos, en el marco
más salvaje de la pura naturaleza, se manifiesta el arte de
un Creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en
modo alguno tiene la fuerza evidente de una sensación.
Supongamos ahora que este sentido del propósito del
Todopoderoso descienda un grado, llegue en cierto modo
a una armonía o acuerdo con el sentido del arte humano
que constituya un intermediario entre ambos; imaginemos,
por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación
combinadas, cuya belleza, magnificencia y extrañeza
reunidas provoquen la idea de preocupación, de cultura y
dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la
humanidad; así se mantiene el sentimiento de interés,
mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un
intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que
no es Dios ni una emanación de Dios, pero que sigue
siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de
manos de los ángeles que se ciernen entre el hombre y
Dios.
En la consagración de su enorme riqueza a la realización
de visiones como ésta, en el libre ejercicio al aire libre
asegurado por la dirección personal de sus planes, en el
incesante objeto, en el desprecio de la ambición que ese
objeto le permitía verdaderamente sentir, en las fuentes
perennes con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse,
la pasión dominante de su alma, la sed de belleza; y, por
encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer
cuya belleza y amor envolvieron su existencia en la
purpúrea atmósfera del paraíso, fue donde Ellison creyó
encontrar, y encontró, la liberación de los comunes
cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad
positiva mucho mayor de la que nunca brilló en los
arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una clara idea de las maravillas
que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas, pero me
descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre
los detalles y las líneas generales. Quizá el mejor partido
será unir ambas cosas por sus extremos.
El primer paso para Ellison consistía, por supuesto, en la
elección de la localidad; y apenas empezaba a pensar en
este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del
Pacífico atrajo su atención. En realidad, había resuelto
hacer un viaje a los mares del Sur, pero una noche de
reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un
misántropo -dijo mi amigo-, ese lugar me convendría. El
absoluto aislamiento, la reclusión y la dificultad para
entrar y salir serían en ese caso el encanto de los encantos;
pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la
opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio
sobre el alcance y la duración de mi reposo. Habrá
momentos frecuentes en que necesitaré también la
simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado.
Buscaré entonces un lugar no alejado de una ciudad
populosa, cuya vecindad, además, me permitirá ejecutar
mejor mis planes.»
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison
viajó durante varios años y me fue permitido acompañarlo.
Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él
sin vacilación, por razones que al cabo me convencían de
que estaba en lo cierto. Llegamos por fin a una elevada
meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una
perspectiva panorámica muy poco menor en extensión a la
del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía,
superior a la afamadísima vista de aquella montaña en
todos los verdaderos elementos de lo pintoresco.
-Me doy cuenta -dijo el viajero, lanzando un suspiro de
profundo deleite después de contemplar extasiado la
escena durante casi una hora-, sé que aquí, en mi situación,
el noventa por ciento de los hombres más exigentes se
darían por satisfechos. Este panorama es verdaderamente
magnífico y me regocijaría si no fuera por el exceso de su
magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que he
conocido los lleva a construir, por amor a la «vista», en lo
alto de las colinas. El error es evidente. La magnitud en
todos sus aspectos, pero especialmente en el de la
extensión, sorprende, excita, y luego fatiga, deprime. Para
el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista
constante, nada peor. Y en la vista constante la forma más
objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de la
extensión, la distancia. Está en pugna con el sentimiento y
la sensación de retiro, sentimiento y sensación que
tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo».
Mirando desde la cima de una montaña no podemos
menos de sentirnos ajenos al mundo. El desconsolado
evita las perspectivas lejanas como la peste.
Sólo a fines del cuarto año de búsqueda encontramos una
localidad con la que Ellison se declaró satisfecho. Es
innecesario decir, por supuesto, dónde estaba la localidad.
La muerte reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a
cierta clase de visitantes, ha dado a Arnheim una especie
de celebridad secreta y privada, si no solemne, similar en
cierto modo, aunque en un grado infinitamente superior, a
la que durante tanto tiempo distinguió a Fonthill.
Habitualmente se llegaba a Arnheim por el río. El visitante
abandonaba la ciudad de mañana temprano. Hasta
mediodía pasaba entre orillas de una belleza tranquila y
doméstica, donde pacían innumerables ovejas cuyos
blancos vellones manchaban el verde vivo de las praderas
onduladas. Gradualmente la impresión de cultivo iba
tornándose en otra de vida puramente pastoril. Lentamente
ésta terminaba en una sensación de retiro, y ésta, a su vez,
en la conciencia de la soledad. Al acercarse la noche el
canal se angostaba; las orillas eran cada vez más
escarpadas, cubiertas de follaje más rico, más profuso y
más sombrío. La transparencia del agua aumentaba. La
corriente daba mil vueltas, de suerte que en ningún
momento podía verse su superficie brillante desde una
distancia mayor de un cuarto de milla. A cada instante el
barco parecía prisionero dentro de un círculo encantado,
rodeado de inexpugnables e impenetrables muros de
follaje, un techo de satén azul ultramar y ningún piso; la
quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre
la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por
algún accidente, flotara en constante compañía de la nave
real, con el fin de sostenerla. El canal se convertía
entonces en una garganta, aunque el término no es
exactamente aplicable y lo empleo tan sólo porque no hay
en el lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más
sorprendente -no el más característico- del paisaje.
El aspecto de garganta sólo se manifestaba en la altura y el
paralelismo de las orillas; pero desaparecía en otros
caracteres. Las paredes del barranco (entre las cuales fluía
tranquila el agua clara) se elevaban hasta una altura de
cien y en ocasiones ciento cincuenta pies, inclinándose
tanto una hacia la otra que en gran medida interrumpían el
paso de la luz, mientras arriba los largos musgos como
plumas colgando espesos desde los entrelazados
matorrales, daban a todo el abismo un aire de melancolía
fúnebre. Los meandros se multiplicaban y complicaban, y
parecían volver a menudo sobre sí mismos, de modo que
el viajero perdía en seguida todo sentido de orientación.
Lo envolvía, además, una exquisita sensación de
extrañeza. El concepto de naturaleza subsistía, pero como
si su carácter hubiese sufrido una modificación; había una
misteriosa simetría, una estremecedora uniformidad, una
mágica corrección en sus obras. Ni una rama seca, ni una
hoja marchita, ni un guijarro perdido, ni un sendero en la
tierra oscura se percibían en ninguna parte. El agua
cristalina manaba sobre el granito limpio o sobre el musgo
inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al
mismo tiempo deslumbraba la vista.
Después de recorrer los laberintos de este canal durante
algunas horas, mientras la oscuridad se ahondaba por
momentos, una brusca e inesperada vuelta del barco lo
lanzaba de improviso, como si cayera del cielo, en un
estanque circular de gran extensión, comparada con la
anchura de la garganta. Tenía unas doscientas yardas de
diámetro y lo rodeaban por todas partes, salvo la que
enfrentaba a la nave al entrar, colinas iguales en su altura
general a las paredes del abismo, aunque de carácter
completamente distinto.
Sus flancos subían inclinados desde el borde del agua en
un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, y estaban
cubiertos desde la base hasta la cima -sin ningún intervalo
perceptible- por un manto de flores magníficas, donde
apenas se veía una hoja verde en un mar de color
perfumado y ondulante. El estanque tenía gran
profundidad, pero tan transparente era el agua que el
fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de
alabastro pequeños y redondos, era claramente visible por
momentos, es decir cuando la mirada podía permitirse no
ver, en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración
de las colinas. No había en éstas ni árboles ni siquiera
arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el
observador una impresión de riqueza, de calidez, de color,
de quietud, de uniformidad, de suavidad, de delicadeza, de
elegancia, de voluptuosidad y de milagroso refinamiento
de cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas
laboriosas, dotadas de gusto, magníficas y minuciosas;
pero cuando el ojo subía por la pendiente multicolor, desde
su brusca unión con el agua hasta su vaga terminación
entre los pliegues de una nube suspendida, resultaba
verdaderamente difícil no pensar en una panorámica
catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónix áureo,
precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso en esta bahía desde las
tinieblas del barranco queda encantado pero sorprendido
por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto
ya bajo el horizonte y que ahora lo enfrenta, constituyendo
el único límite de una perspectiva que de otro modo sería
infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el navío que lo llevara tan
lejos y desciende a una ligera canoa de marfil ornada, tanto
por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido
escarlata.
La popa y la proa de este bote se levantan muy por encima
del agua en agudas puntas, de modo que la forma general
es la de una luna irregular en cuarto creciente. Flota en la
superficie de la bahía con la gracia altiva de un cisne.
Sobre el piso cubierto de armiño descansa un solo remo
liviano, de palo áloe; pero no se ve ningún remero ni
sirviente. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo, que
el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y
queda solo en la canoa que flota aparentemente inmóvil en
medio del lago. Mientras medita sobre el camino a seguir,
advierte un suave movimiento en la barca mágica. Ésta
gira lentamente sobre sí misma hasta ponerse de proa al
sol. Avanza con una velocidad suave, pero gradualmente
acelerada, mientras los leves rizos del agua que rompen en
los costados de marfil con divinas melodías parecen
ofrecer la única explicación posible de la música suave
pero melancólica, cuya origen invisible en vano busca a su
alrededor el perplejo viajero.
La canoa prosigue resueltamente, y la barrera rocosa del
panorama se acerca de modo que sus profundidades
pueden verse con más claridad. A la derecha se eleva una
cadena de altas colinas cubiertas de bosques salvajes y
exuberantes. Se observa, sin embargo, que la exquisita
limpieza, característica del lugar donde la orilla se hunde
en el agua, sigue siendo constante. No hay huella alguna
de los habituales sedimentos fluviales. A la izquierda el
carácter del paisaje es más suave y evidentemente más
artificial. Allí la ribera sube desde el agua en una pendiente
muy moderada, formando una amplia pradera de césped de
textura perfectamente parecida al terciopelo y de un verde
tan brillante que podría soportar la comparación con el de
la más pura esmeralda.
La anchura de esta meseta varía de diez a trescientas
yardas; va desde la orilla del río hasta una pared de
cincuenta pies de alto que se alarga en infinitas curvas
pero siguiendo la dirección general del río, hasta perderse
hacia el oeste en la distancia. Esta pared es de roca
uniforme y ha sido formada cortando perpendicularmente
el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente, pero
sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La
piedra tallada tiene el color de los siglos y está
profusamente cubierta y sembrada de hiedras,
madreselvas, eglantinas y clemátides. La uniformidad de
las líneas superior e inferior de la pared es ampliamente
compensada por algunos árboles de gigantesca altura,
solos o en grupos pequeños, a lo largo de la meseta y en el
dominio que se extiende detrás del muro, pero muy cerca
de éste; de modo que numerosas ramas (especialmente de
nogal negro) pasan por encima y sumergen en el agua sus
extremos colgantes. Más allá, en el interior del dominio, la
visión es interrumpida por una impenetrable mampara de
follaje.
Estas cosas se observan durante la gradual aproximación
de la canoa a lo que he llamado la barrera de la
perspectiva. Pero al acercarnos a ésta su apariencia de
abismo se desvanece; se descubre a la izquierda una nueva
salida a la bahía, y en esa dirección se ve correr la pared
que sigue el curso general del río. A través de esta nueva
abertura la vista no puede llegar muy lejos, pues la
corriente, acompañada por la pared, aún dobla hacia la
izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las hojas.
El bote, sin embargo, se desliza mágicamente en el canal
sinuoso, y aquí la orilla opuesta a la pared llega a
semejarse a la que estaba frente al muro que había delante.
Elevadas colinas, que alcanzan a veces la altura de
montañas, cubiertas de vegetación silvestre y exuberante,
cierran siempre el paisaje.
Navegando suavemente, pero con una velocidad algo
mayor, el viajero, después de breves vueltas, halla su
camino obstruido en apariencia por una gigantesca barrera
o, más bien, por una puerta de oro bruñido,
minuciosamente tallada y labrada, que refleja los rayos
directos del sol, el cual se hunde ahora con un esplendor
que se diría envuelve en llamas todo el bosque
circundante. Esta puerta está metida en la alta pared, que
aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Al cabo de
unos minutos, sin embargo, se ve que el cauce principal
del río sigue corriendo en una curva suave y amplia hacia
la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una
corriente de considerable volumen, divergiendo de la
principal, se abre camino bajo la puerta con ligeros rizos, y
así se sustrae a la vista. La canoa entra en el canal menor y
se acerca a la puerta. Los pesados batientes se abren lenta,
musicalmente. El bote se desliza entre ellos y comienza un
rápido descenso a un vasto anfiteatro circundado de
montañas purpúreas, cuyos pies lava un río
resplandeciente en la amplia extensión de su circuito.
Al mismo tiempo todo el paraíso de Arnheim irrumpe ante
la vista. Se oye una arrebatadora melodía; se percibe un
extraño, denso perfume dulce; es como un sueño, en que
se mezclan ante los ojos los altos y esbeltos árboles de
Oriente, los arbustos boscosos, las bandadas de pájaros
áureos y carmesíes, los lagos bordeados de lirios, las
praderas de violetas, tulipanes, amapolas, jacintos y
nardos, largas e intrincadas cintas de arroyuelos plateados,
y surgiendo confusamente en medio de todo esto la masa
de un edificio semigótico, semiárabe, sosteniéndose como
por milagro en el aire, centelleando en el poniente rojo con
sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra
fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.
El duque de l'Omelette
Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una
Andrómaca?. ¡Almas innobles! El duque de l’Omelette
pereció de un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame,
espíritu de Apicio!
Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado,
enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el
lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La
Bellísima, al duque de l’Omelette; y seis pares del reino
transportaron el dichoso pájaro.
Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la
intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre
aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al
pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de
Cadêt.
El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj!
Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una
aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces
sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de
los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres.
Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las
facciones del duque? «Horreur! -chien! -Baptiste!
-l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as
deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!»
Seria superfluo agregar nada: el duque expira en un
paroxismo de asco.
-¡Ja, ja, ja! -dijo su Gracia, tres días después de su
fallecimiento.
-¡Je, je, je! -repuso suavemente el diablo, enderezándose
con un aire de hauteur.
-Vamos, supongo que esto no es en serio -observó de
l’Omelette-. He pecado, c’est vrai, pero, querido señor...
¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica
tan bárbaras amenazas!
-¿Tan qué? -dijo su Majestad-. ¡Vamos, señor, desnúdese!
-¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me
desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque de
l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad,
autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga
que quitarme obedientemente los mejores pantalones
jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de
chambre salida de manos de Rombêrt, por no decir nada
de los papillotes y para no mencionar la molestia que me
representaría quitarme los guantes?
-¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub,
príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo
de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente
perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran
facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de
cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices
cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos
de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no
pequeñas dimensiones.
-¡Caballero -replicó el duque-, no me dejo insultar
impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para
vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí!
¡Entretanto... au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica
presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio
por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los
ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego
de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a
vuelo de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette
lo declaró bien comme il faut. No tanto por su largo o su
ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No
había techo... ciertamente no lo había... Solamente una
densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su
Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia
arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal
desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior
se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En
su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El
duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese
rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue
adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por
un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae
tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra
las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque
murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.
Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos.
Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de
proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su
deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el
cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal.
Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De
l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió
a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se
sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil
y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael
estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó a
causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh
amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas,
tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos
de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de
pórfido?
Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente,
como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni
embriagado por el intenso perfume de los innumerables
incensarios. C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé
beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está aterrado. ¡A
través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin
cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!
Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las
admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que
invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y
trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas,
eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin
esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí?
¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si
estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido
rostro, si amèrement!
Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya
nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una
escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha
visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha
estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo
tanto, il peut s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable
gracia, ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su
Majestad no sabe esgrima!
Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una
excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate
Gualtier. Allí se dice que le Diable n’ose pas refuser un
jeu d’écarté.
¡Pero
las
probabilidades...
las
probabilidades!
Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas
más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está
en el secreto? ¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era
miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds -dice-je serai
deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà
tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je
gagne, je reviendrai à mes ortolons... que les cartes soient
préparées!
Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad,
todo confianza. Un espectador hubiera pensado en
Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su
Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El
rey! ¡Pero no... era la reina! Su Majestad maldijo sus
vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al
corazón.
Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su
Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino.
El duque escamoteó una carta.
-C’est à vous de faire -dijo su Majestad, cortando. Su
Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en
presentant le Roi.
Su Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido
ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista,
mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette
il n’aurait point d’objection d’être le Diable.
El engaño del globo
¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía
del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la
máquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la
isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del
señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson,
el señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a
bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75 horas de
viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!
El siguiente jeux d'esprit, con los titulares que preceden en
enormes caracteres, abundantemente separados por
signos de admiración, fue publicado por primera vez en el
New York Sun, con intención de proporcionar alimento
indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre
los dos correos de Charleston. La conmoción producida y
el arrebato del "único diario que traía las noticias" fue
más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el
Victoria "no" efectuó el viaje reseñado (como aseguran
algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen
impedido llevarlo a cabo.
E.A.P.
¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que
la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia
y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como
transitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido
cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con
un perfecto dominio de la máquina, y en el periodo
inconcebiblemente breve de 75 horas de costa a costa!
Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en
Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en
proporcionar al público una crónica detallada de este viaje
extraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corriente, a
las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el señor
Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord
Bentinck; el señor Monck Mason y el señor Robert
Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison
Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el señor
Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina
voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personas en
total. Los detalles que siguen pueden considerarse
auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola
excepción, fueron copiados verbatim de los diarios de
navegación de los señores Monck Mason y Harrison
Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal
muchas informaciones verbales sobre el globo, su
construcción y otras cuestiones no menos interesantes. La
única alteración del manuscrito recibido se debe a la
necesidad de dar forma coherente e inteligible a la
apresurada reseña de nuestro representante, el señor
Forsyth.
El globo
"Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y el
señor George Cayley- habían debilitado mucho el interés
público por la navegación aérea. El proyecto del señor
Henson (que aun los hombres de ciencia consideraron al
comienzo como factible) se fundaba en el principio de un
plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una
fuerza extrínseca que se continuaba luego por la
revolución de unas paletas que en forma y número
semejaban las de un molino de viento.
Empero, las experiencias practicadas con modelos en la
Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas
paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía
su vuelo. La única fuerza de propulsión evidente era el
ímpetu adquirido durante el descenso por el plano
inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina
cuando las paletas estaban inmóviles que cuando
funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la
inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia
de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo
sustentadora, la máquina se veía obligada a descender.
"Esta última consideración movió al señor George Cayley
a adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una
fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a un
globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad de su especial
aplicación práctica. El señor George exhibió un modelo en
el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba
aquí a superficies discontinuas o paletas giratorias. El
aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron
completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo
en su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso
completo.
"En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de
Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara
tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el
principio de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos
de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el
fracaso de los modelos del señor Henson y de el señor
George Cayley a la interrupción de la superficie en las
paletas independientes. Llevó a cabo la primera
experiencia pública en los salones de Willis, pero más
tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.
"A semejanza del globo del señor George, su globo era
elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por
seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies
cúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste podía
soportar 21 libras inmediatamente después de haber sido
inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o
escapara. El peso total de la máquina y el aparato era de 17
libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo
del centro del globo había una armazón de madera liviana
de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red
como las que se usan habitualmente para ese fin. La
barquilla, de mimbre se hallaba suspendida del armazón.
"La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18
pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral
inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie
de radios de alambre de acero de dos pies de largo, que se
proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos
radios estaban unidos en sus puntos por dos bandas de
alambre aplanado, constituyendo así el armazón de la
hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda
impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y
presentar una superficie suficientemente unida. La hélice
se hallaba sostenida en los dos extremos de su eje por
brazos de bronce, que descendían del armazón superior.
Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde
los pivotes del eje podían girar libremente. De la porción
del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero
que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a
resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este
resorte o cuerda se lograba que la hélice girara a gran
velocidad, comunicando un movimiento progresivo a la
aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta
cualquier rumbo.
El resorte era sumamente fuerte comparado con sus
dimensiones y podía levantar 45 libras de peso sobre un
rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la primera
vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que
adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis
onzas. El gobernalle consistía en un marco liviano de caña
cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de
largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas.
Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y
bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con
lo cual permitía al aeronauta transferir la resistencia del
aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y
hacer que el globo se moviera en dirección opuesta.
"Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito
imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery,
donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias.
Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés
comparado con la anterior y complicada máquina del señor
Henson; tan dispuesto se muestra el mundo a despreciar
toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar a
cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se
suponía en general que debería llegarse a la complicada
aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica.
"Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen
resultado de su invención, que resolvió construir
inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad
suficiente para probar su eficacia en un viaje bastante
extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal
de la Mancha, como se había hecho anteriormente en el
globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica,
solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard
Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos
por su saber científico y el interés que demostraban por los
progresos de la navegación aérea.
A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en
el más riguroso secreto, y las únicas personas al tanto de la
idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de
la máquina. Se construyó ésta bajo la dirección de los
señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la
residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales.
El señor Henson, así como su amigo el señor Ainsworth,
fueron admitidos a una exhibición privada del globo el
sábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus
preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del
globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos
caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de
uno o dos días haremos conocer a nuestros lectores los
menores detalles concernientes al extraordinario viaje.
"El globo es de seda, barnizado con goma o caucho
líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000
pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado
en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder
sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y
poco después, no sobrepasa las 2500 libras. El gas de
alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es
fácilmente obtenible y manejable.
"Debemos al señor Charles Green el uso del gas de
alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su
descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era
sumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuencia
se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para
procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un
globo, del cual este gas tiene gran tendencia a escapar
debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la
atmósfera circundante.
Un globo suficientemente impermeable como para
conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis
meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una
carga equivalente de hidrógeno.
"Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500
libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, quedaba un
excedente de 1300, de los cuales 1200 se integraron con
lastre, preparado en sacos de diferente tamaño, cada uno
con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios,
barriles con provisiones para una quincena, tanques de
agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas indispensables,
incluido un calentador de café que funcionaba por medio
de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego,
justamente considerado como muy peligroso. Todos estos
artículos, salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron
suspendidos del armazón superior. La barquilla es
proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la
que se había colocado en el primer modelo en escala
reducida. Se la construyó de mimbre liviano y
extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto.
Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es
mucho más grande que el del modelo, mientras la hélice es
bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla
con varios ganchos y una cuerdaguía. Esta última es de
excepcional importancia y requiere algunas palabras
explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto
de la misma.
"Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a
diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia
en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza
ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depositarse el
rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es
entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave
descenderá.
Arrojado el lastre, si el sol hace evaporar el rocío,
dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a
ascender. Para impedirlo, el único recurso posible (hasta
que el señor Green inventó la cuerdaguía) consistía en
dejar escapar un poco de gas por medio de una válvula.
Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente de
poder ascensional, vale decir que después de un período
relativamente breve el globo mejor construido agotará sus
recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta
entonces el gran obstáculo para los viajes largos.
"La cuerdaguía remedia esta dificultad de la manera más
simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy
larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el
globo varíe de altitud bajo ninguna circunstancia. Si, por
ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la
aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar
lastre para compensar este aumento de peso, sino que
bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo
necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario,
alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del
globo y su consiguiente ascenso, se lo contrarresta
recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega
entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo
subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre
se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una
superficie líquida hay que emplear pequeños barriles de
cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más
liviana que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la
misma función que la soga en tierra firme. Otra función
importante de esta última consiste en señalar la dirección
del globo.
Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la
superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco
adelantado con respecto a ella; basta, pues, establecer una
relación entre ambos objetos por medio del compás para
establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado
por la cuerda con el eje vertical del globo indica la
velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en
otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el
aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea
el ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo
con respecto al extremo de la cuerda, mayor será la
velocidad, y viceversa.
"Como la intención original consistía en cruzar el Canal de
la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los
viajeros habían tenido la precaución de proveerse de
pasaportes válidos para todos los países del continente,
especificando la naturaleza de la expedición, como en el
caso del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de
las
formalidades
habituales
de
las
aduanas;
acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles
estos documentos.
"La inflación del globo empezó con la mayor reserva al
amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de
Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una
milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y siete
minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo
se elevó suave pero seguramente en dirección al sur.
Durante la primera media hora no se emplearon ni la
hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de
viaje, según lo recogió el señor Forsyth de los manuscritos
de los señores Monck Mason y Ainsworth.
El cuerpo principal del diario es de puño y letra del señor
Mason, al cual se agrega una posdata diaria del señor
Ainsworth, quien tiene en preparación y dará pronto a
conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del
viaje."
El diario
"Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que
podían resultar molestos quedaron terminados durante la
noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla
que envolvía los pliegues de la seda y no nos permitía
disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de
la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y
subimos suave pero continuamente, con un ligero viento
del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha.
Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que
esperábamos; una vez que hubimos remontado
sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos solares
influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más
rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana
etapa de nuestra aventura, y decidimos seguir subiendo.
No tardamos en recoger nuestra cuerdaguía, pero, aun
después que hubo dejado de tocar tierra, seguimos
subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba
insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez
minutos después de salir, el barómetro indicaba 15,000
pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el
panorama de las regiones circundantes, uno de los más
románticos visto desde cualquier lado, era ahora
particularmente sublime. Las numerosas y profundas
hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los
densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del
sudeste, amontonado en inextricable confusión, sólo
admitían ser comparados con las gigantescas ciudades de
las fábulas orientales.
"Nos acercábamos rápidamente a las montañas
meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como
para franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después las
sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth
como los dos marinos se sorprendieron de su aparente
pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud
de un globo tiende a reducir las desigualdades de la
superficie de la tierra hasta dar la impresión de una
continua llanura. A las once y media, derivando siempre
hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal de
Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la
costa se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el
vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente
gas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas
atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo así
de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte
minutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y,
cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos
a una altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por
probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los
hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuar el
rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón,
no tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el
rumbo casi en ángulo recto con el del viento; luego
hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos
muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente
como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras
de todo corazón y arrojamos al mar una botella
conteniendo un pergamino donde se describía brevemente
el principio de la invención.
"Apenas habíamos terminado de expresar nuestro
contento, cuando un accidente inesperado nos descorazonó
muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte
con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la
barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado
por algún movimiento de uno de los marinos que
habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando
lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la
hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra
atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos
tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza
creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos
volando a un promedio que ciertamente no era inferior a
50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la altura de
Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de
haber asegurado el vástago y tener una idea clara de lo que
ocurría.
"Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló una
propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía
nada de irrazonable o de quimérica, y que fue
inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero
decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos
impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París,
hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de
Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por
los dos marinos. Pero, como estábamos en mayoría,
dominamos sus temores y decidimos mantener
resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste;
pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro
avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto
para subir como para bajar, empezamos por desprendernos
de 50 libras de lastre y luego, por medio de un cabestrante,
recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la
superficie del mar.
Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues
aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera,
volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguía
flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un
navío.
"De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para
perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos
de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a
la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa.
Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de
todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy
especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la
influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto
a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Muchos de
aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos
fuimos saludados con sonoros hurras (que oíamos con
notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos.
Continuamos en esta forma durante todo el día sin
mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras
de la noche, calculamos grosso modo la distancia
recorrida, encontrando que no podía bajar de 500 millas, y
probablemente las excedía por mucho. La hélice
funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran
medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento
se convirtió en un verdadero huracán y el océano era
perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El
viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores
augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y
la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el
amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y
con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos
arreglarnos bastante bien.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Las últimas nueve horas
han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi
vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el
extraño peligro, que la novedad de una aventura como
ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por
la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el
conocimiento de la humanidad y por la grandeza de
semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan
practicable que me asombra que los hombres hayan
vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una
galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo
durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar
más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de
costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico
se convierte en un mero lago.
"En este momento lo que más me impresiona es el
supremo silencio que reina en el mar por debajo de
nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen
oír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se
retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas
montañosas sugieren la idea de innumerables demonios
gigantescos y mudos, que luchan en una imponente
agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un
siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta
arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.
"Domingo 7 [por el señor Mason].-A las diez de la mañana
la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o
nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar),
llevándonos a una velocidad de unas 30 millas horarias. El
viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora,
a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el
oeste gracias al gobernalle y a la hélice, que cumplen sus
tareas de manera admirable.
Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de los
éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no
a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto es
que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte
viento de ayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos
escapado a su influencia de haber sido ello necesario.
Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos
avanzar contra un viento bastante intenso. A mediodía
alcanzamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar
lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa, pero
no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos
ahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar
este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres
semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo
temor. Las dificultades de la empresa han sido
extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir
mi viento más favorable y, en caso de que todos los
vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir
adelante. No ha habido ningún incidente digno de
mención. La noche se anuncia muy serena.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Poco tengo que anotar,
salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del
Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad
respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coinciden
conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta
opresión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos
volado a gran velocidad durante el día y debemos
hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre
veinte o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se
mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en
globo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omne
ignotum pro magnifico.
Detalle interesante: a 25,000 pies de altura el cielo parece
casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en
cuanto al mar, no aparece convexo, como podría
suponerse, sino total y absolutamente cóncavo.
"Lunes 8 ([por el señor Mason].-Esta mañana volvimos a
tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que
deberá ser completamente modificada en el futuro, para
evitar accidentes serios. Aludo al vástago de acero y no a
las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló
constante y fuertemente del norte durante todo el día, y
hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favorecemos.
Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños
ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no
tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la
dilatación del gas por el aumento del calor atmosférico, y
la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo
que se habían formado durante la noche en toda la
estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los navíos
que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida
por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los
paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos
de leer su nombre, pero no estamos seguros de haberlo
entendido. Con ayuda del catalejo del señor Osborne
desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche
y seguimos volando rápidamente hacia el oeste. El mar
está muy fosforescente.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Son las dos de la
madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil
saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el
viento. No he dormido desde que salimos de Wheal-Vor,
pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de
descansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa
norteamericana.
"Martes 9 [por el señor Ainsworth].-A la una p.m. Estamos
a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran
problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el
Atlántico... cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado sea
Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?"
Así termina el diario de navegación. El señor Ainsworth,
empero, agregó algunos detalles en su conversación con el
señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo
cuando los viajeros avistaron la costa, que fue
inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el
señor Osbome. Como este último tenía amigos en el fuerte
Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones. Se
hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había
marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba
admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que
no tardó en quedar firmemente enganchada. Como es
natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se
precipitaron para contemplar el globo, pero costó
muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros
venían... del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en
tierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó
completado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa
a costa. No ocurrió ningún accidente serio durante la
travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue
desinflado sin dificultades. En momentos en que la crónica
de la cual extraemos esta narración era despachada desde
Charleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerte
Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras,
pero prometemos a nuestros lectores nuevas
informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes.
Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria,
interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por
el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento
las magníficas consecuencias que de ella pueden derivarse.
El entierro prematuro
Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado
horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los
simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o
desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y
majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos
estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor
agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del
terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la
matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de
los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de
Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la
realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían
sencillamente abominables. He mencionado algunas de las
más destacadas y augustas calamidades que registra la
historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter
de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la
imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo
y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber
escogido muchos ejemplos individuales más llenos de
sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos
desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción
última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias
a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de
agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en
masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más
terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un
simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia,
con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo
negará. Los límites que separan la vida de la muerte son,
en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién
podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro?
Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un
cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin
embargo, ese cese no es más que una suspensión, para
llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el
incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período,
algún misterioso principio oculto pone de nuevo en
movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas.
La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni
irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto,
¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la
inevitable conclusión a priori de que tales causas deben
producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de
vida en suspenso, una y otra vez, provocan
inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta
consideración, tenemos el testimonio directo de la
experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad
tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría
referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien
probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas
circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de
algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la
vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción
penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los
más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro
del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable
enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después
de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie
sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de
que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las
apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el
habitual contorno contraído y sumido. Los labios
mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no
tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones.
Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese
tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se
adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se
supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que
permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al
expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero,
¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió
personalmente la puerta! Al empujar los portones, un
objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos.
Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que
había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus
luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste
desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro
pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que
accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de
la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por
evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que
descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd,
con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la
atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía
esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro
terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de
hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se
pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de
inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen
mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más
extraña que la ficción. La heroína de la historia era
mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven
de ilustre familia, rica y muy guapa.
Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien
Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de
París. Su talento y su amabilidad habían despertado la
atención de la heredera, que, al parecer, se había
enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la
llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur
[señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto
renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este
caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle.
Después de pasar unos años desdichados ella murió; al
menos su estado se parecía tanto al de la muerte que
engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una
cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.
Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño
profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana
provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico
propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus
preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche
desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los
cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se
abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las
pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las
caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que
equivocadamente había sido confundido con la muerte.
Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea.
Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por
sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella
revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta
que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no
era tan duro, y esta última lección de amor bastó para
ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su
marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su
amante a América.
Veinte años después, los dos regresaron a Francia,
convencidos de que el paso del tiempo había cambiado
tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían
reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro
monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella
rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo
que las extrañas circunstancias y el largo período
transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de
vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran
autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien
en traducir y publicar, relata en uno de los últimos
números un acontecimiento muy penoso que presenta las
mismas características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y
salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y
sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó
inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no
se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo
con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros
muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un
sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de
los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un
jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio,
como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del
mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las
palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la
tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como
si alguien estuviera luchando abajo.
Al principio nadie prestó demasiada atención a las
palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca
insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su
natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez
consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente
superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al
descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión
de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro
del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado
parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más
cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de
asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a
algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató
sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la
conciencia de vida durante más de una hora después de la
inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado
la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin
aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos
de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse
oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que
seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al
despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su
situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba
mejorando
y
parecía
encaminado
hacia
un
restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la
charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la
batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos
paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a
la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario,
en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida
a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos
días.
Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda
impresión en todas partes, donde era tema de
conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto,
aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos
síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus
médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a
sus amigos la autorización para un examen postmórtem
(autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo
ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el
cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente
llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de
ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la
tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue
desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y
depositado en el quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el
abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió
la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos
experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de
particular en ningún sentido, salvo, en una o dos
ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en
cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin,
proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los
estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una
teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los
músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se
estableció apresuradamente un contacto; entonces el
paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo,
se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la
habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes
y entonces habló.
Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas
palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se
cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de
espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la
presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba
vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter
volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a
la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les
ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se
temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos
y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo,
se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton.
Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido,
que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le
estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado
muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en
el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las
incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de
disección, había intentado pronunciar en aquel grave
instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me
abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para
establecer el hecho de que suceden entierros prematuros.
Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la
naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de
descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más
frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi
nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio,
por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en
posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas.
La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el
destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se
presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental
como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable
opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de
la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido
abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche
absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible
pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas,
junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen
arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían
a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la
conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra
suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas
consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a
un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la
imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan
angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan
horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por
eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés
profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa
reverencia hacia este tema, depende justa y
específicamente de nuestra creencia en la verdad del
asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi
conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno
que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de
un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas
inmediatas como las predisposiciones e incluso el
diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas,
su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las
variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A
veces el paciente se queda un solo día o incluso un período
más breve en una especie de exagerado letargo.
Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las
pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente;
quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste
en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los
labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante
actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura
semanas e incluso meses, mientras el examen más
minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran
establecer ninguna diferencia material entre el estado de la
víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por
regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos,
que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la
consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia
de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza
gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque
marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más
característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto
reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación.
El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con
que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente
llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de
los mencionados en los textos médicos. A veces, sin
ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un
estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin
dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar,
pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de
la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta
que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el
perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido,
fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con
escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado.
Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro,
silencioso y la nada se convertía en el universo.
La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin
embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente,
en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el
día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y
desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta,
cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de
esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena,
y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a
no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera
considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca
podía recobrar en seguida el uso completo de mis
facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un
estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades
mentales en general y la memoria en particular se
encontraban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico,
sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió
macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios".
Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del
entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El
espeluznante peligro al cual estaba expuesto me
obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de
la meditación era excesiva; durante la segunda, era
suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre
la tierra, entonces, presa de los más horribles
pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas
plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no
aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me
llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al
despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y
cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para
caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual
flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única,
predominante y sepulcral idea.
De las innumerables imágenes melancólicas que me
oprimían en sueños elijo para mi relato una visión
solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de
más duración y profundidad que lo normal. De repente una
mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente,
farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la
figura del que me había despertado. No podía recordar ni
la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me
encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar
mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por
la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz
farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú - pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la
voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era
despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo.
Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el
frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es
insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me
dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos
espectáculos son más de lo que puedo soportar.
¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te
muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?...
¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la
muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad,
y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la
descomposición, de forma que pude ver sus más
escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste
y solemne sueño con el gusano.
Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran
muchos millones, eran menos que los que no dormían en
absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y
general desasosiego, y de las profundidades de los
innumerables pozos salía el melancólico frotar de las
vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían
descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en
mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que
fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras
contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la
figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se
extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina
violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos
desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso
un espectáculo lastimoso?"
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y
extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de
vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de
un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a
pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de
casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de
la presencia de los que conocían mi propensión a la
catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me
enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba
del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos.
Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se
convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba
a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se
alegraran de considerar que un ataque prolongado era la
excusa suficiente para librarse definitivamente de mí.
En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes
promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados,
que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la
descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la
conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían
caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo.
Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre
otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se
pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil
presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy
dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de
hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de
luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al
alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd
estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado
de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la
cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más
débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se
soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una
gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un
agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver.
Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del
hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades
bastaban para librar de las angustias más extremas de la
inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época -como me había ocurrido antes a
menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de
total inconsciencia a la primera sensación débil e
indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de
tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día
psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación
apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna
esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo
intervalo, un zumbido en los oídos.
Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación
de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un
período aparentemente eterno de placentera quietud,
durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan
por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta
zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento.
Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e
inmediatamente después, un choque eléctrico de terror,
mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde
las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por
pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y
entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la
memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta
medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me
estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he
sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la
embestida de un océano, el único peligro horrendo, la
única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu
estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de
mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor
para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que
desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me
susurraba que era seguro. La desesperación -tal como
ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la
desesperación me empujó, después de una profunda duda,
a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro,
todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía
que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía
que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y,
sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y
absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron
convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos
pulmones, que, oprimidos como por el peso de una
montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada
inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las
mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que
estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí
también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido
me apretaba los costados. Hasta entonces no me había
atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con
violencia mis brazos, que estaban estirados, con las
muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que
se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de
mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un
ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino
dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en
mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos
esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las
muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi
consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más
inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme
de la ausencia de las almohadillas que había preparado con
tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el
fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión
era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en
trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar
cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un
perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y
arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna
tumba común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con
fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más
por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito.
Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía
resonó en los recintos de la noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como
respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo
un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron
y me sacudieron sin ninguna consideración. No me
despertaron del sueño, pues estaba completamente
despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena
posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia.
Acompañado de un amigo, había bajado, en una
expedición de caza, unas millas por las orillas del río
James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una
tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la
corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único
refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible
y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos
literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de
sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía
ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas.
La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la
misma.
Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo,
dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un
sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las
circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de
mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he
mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de
recobrar la memoria durante largo rato después de
despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los
tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados
para descargarla. De la misma carga procedía el olor a
tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo
de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de
gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron
indudablemente iguales en aquel momento a las de la
verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible,
increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien,
pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción
inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice
ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas
que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el
libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni
grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo
como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre
nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche
memorable descarté para siempre mis aprensiones
sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques
catalépticos, de los cuales quizá fueran menos
consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso
para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste
humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación
del hombre no es Caratis para explorar con impunidad
todas sus cavernas.
¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede
considerar como completamente imaginaria, pero los
demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el
Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que
permitirles que duerman, o pereceremos.
El escarabajo de oro
¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado
la tarántula.
(Todo al revés.)
Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster
William Legrand. Era de una antigua familia de hugonotes,
y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de
infortunios habíanle dejado en la miseria. Para evitar la
humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva
Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia
en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del
Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone
únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos,
tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de
milla. Está separada del continente por una ensenada ap
enas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas
y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La
vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo
menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta
magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el
fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera
habitadas durante el verano por las gentes que huyen del
polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es
cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción
de ese punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco
que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza
del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores
ingleses.
El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince
o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura,
cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del
extremo oriental de la isla, es decir, del más distante,
Legrand se había construido él mismo una pequeña
cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un
modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este
pronto acabó en amistad, pues había muchas cualidades en
el recluso que atraían el interés y la estimación. Le
encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque
infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas
de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos
libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales
diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la
playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de
ejemplares entomológicos; su colección de éstos hubiera
podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general,
acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que
había sido manumitido antes de los reveses de la familia,
pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas
ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su
derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. No es
improbable que los parientes de Legrand, juzgando que
éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a
infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de
que vigilase y custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara
vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un verdadero
acontecimiento que se requiera encender fuego.
Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18..., hubo un
día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del
sol, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de
mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas,
pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una
distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir
y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar
a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo
respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba
escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego
llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las
agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a
los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el
regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me
dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de
oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para
la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques—¿con
qué otro término podría llamarse aquello?—de
entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que
formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y
cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero
respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana
siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis
manos ante el fuego y enviando al diablo toda la especie
de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo
Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le había visto,
y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme
precisamente esta noche?
Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G***, del
fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que
le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí
esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer.
¡Es la cosa más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante
color dorado, aproximadamente del tamaño de una nuez,
con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la
punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en la otra
punta. Las antenas son...
—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro—
interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un escarabajo
de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las
alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo
más vivamente, según me pareció, de lo que exigía el caso
—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves?
El color —y se volvió hacia mí— bastaría para justificar la
idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo
metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero
no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto,
intentaré darle una idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había
una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un
cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un
trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima una
especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía,
permanecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún mucho
frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin
levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que
siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y
un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó
dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a
caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis
visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el
papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de
mi amigo.
—Bueno—dije después de contemplarlo unos minutos—;
esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo para mí:
no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un
cráneo o una calavera, a lo cual se parece más que a
ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí Bueno; tiene
ese aspecto indudablemente en el papel. Las dos manchas
negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo
parece una boca; además, la forma entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un
artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto mismo para
hacerme una idea de su aspecto.
—En fin, no sé—dijo él, un poco irritado—: dibujo
regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he
tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo
tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea—
dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo incluso decir
que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares
nociones que tengo acerca de tales ejemplares de la
fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los
escarabajos del mundo si se parece a esto. Podríamos
inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante
sobre ello. Presumo que va usted a llamar a este insecto
scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las
historias naturales muchas denominaciones semejantes.
Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las antenas!—dijo Legrand, que parecía acalorarse
inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de
que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras
cual lo son en el propio insecto, y presumo que es muy
suficiente.
—Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho usted y yo no
las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo
irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que
había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en
cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidad
antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la
imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de
estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una
mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En
un instante su cara enrojeció intensamente, y luego se
quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre
sentado, siguió examinando con minuciosidad el dibujo.
A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fué a
sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado
de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el
papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada,
empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué
prudente no exacerbar con ningún comentario su mal
humor crecient e. Luego sacó de su bolsillo una cartera,
metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo
dentro de un escritorio, que cerró con llave.
Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo
había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho
más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba
la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no
lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al
principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña,
como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi
huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente
marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir,
estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de
tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita,
en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto
nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que
le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo
está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como
debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué
se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de
nada; pero, de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en
seguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna
parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza
trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me
cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho
qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en
eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por
qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda
curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y
haciendo garrapatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las
figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy
sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre
él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo
fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para
darle una tunda de las que duelen cuando volviese a
comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan
desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien
en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No
hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero
¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasionado esa
enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha
ocurrido algo desagradable desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde
entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en
que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha
sido picado en alguna parte de la cabeza por ese
escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal
suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también
boca. No he vis to nunca un escarabajo tan endiablado;
coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había
cogido..., pero en seguida le soltó, se lo aseguro... Le digo
a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La
cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no
he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un
trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de
papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el
escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con
oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro?
Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por
eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz
circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo?
Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse
ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no
es probable.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud.
Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo decírselo, o
incluso no sé si se lo diré. "No estoy del todo bien desde
hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un
modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados.
¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote
para castigarme por haberme escapado y pasado el día
solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo
mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos
vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter.
Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de
importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia.
Siempre suyo, William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una
gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de
Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura
dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta
importancia" podía él tener que resolver? El relato de
Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la
continua opresión del infortunio hubiese a la larga
trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un
momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas,
todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo
del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la
ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de
mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué
va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve
si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de
Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida
por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una
agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la
pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo
de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían
alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand
nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con
nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis
sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral,
y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor
sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi
salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que
decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le
recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese
escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón
respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el
corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo
una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una
sonrisa triunfal—al reintegrarme mis posesiones
familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto
que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no
tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro
del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos
con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne
e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal,
dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo
desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por
supuesto, de un gran valor desde un punto de vista
científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo
del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era
notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro
bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la
cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su
opinión respecto a él; pero érame imposible comprender
que Legrand fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono
grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del
insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y
ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y
del escarabajo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien,
sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones.
Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta
que se restablezca. Tiene usted fiebre y...
—Tómeme usted el pulso —dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor
síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame
esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y
después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como
puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si
realment e me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por
las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la
ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted
esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso, la
excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente
con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —
repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto
infernal tiene alguna relación con su expedición a las
colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda
empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar
hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco,
seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone
usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en
seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de
vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho
haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté
arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá
con exactitud mis prescripciones como las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos
tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A
cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter,
el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas.
Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por
temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su
amo que por un exceso de celo o de complacencia.
Mostraba un humor de perros, y estas palabras,
"condenado escarabajo", fueron las únicas que se
escaparon de sus labios durante el viaje.
Por mi parte estaba encargado de un par de linternas,
mientras Legrand se había contentado con el escarabajo,
que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo
hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante,
mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y
supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no
podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante,
que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el
momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas
más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto,
intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la
expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le
acompañase, parecía mal dispuesto a entablarconversación
sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis
preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya
veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la
isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del
continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de
una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se
veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con
decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y
allá, para consultar ciertas señales que debía de haber
dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol,
cuando entramos en una región infinitamente más triste
que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de
meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible,
cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y
sembrada de enormes bloques de piedra que parecían
esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los
cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la
contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos
barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un
aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado
estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy
pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible
abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a
despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que
se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y
que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que
había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y
forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la
majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a
aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó
si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto
azarado por la pregunta, y durante unos momentos no
respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dió la
vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa
atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo
simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que
no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto
habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa?—preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué
camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo
este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!—gritó
el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué debo llevar
ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene
si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como
pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo,
puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle
de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la
cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa ?—dijo Jup, avergonzado, sin
duda, y más complaciente—. Siempre ha de tomarla con
su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo
miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el
escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y,
manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las
circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol
II
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el
más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene
un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a
gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega
a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual,
mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran
número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la
ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en
apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que
podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas
asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies
descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado
a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la
primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el
asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo
de la empresa había ahora desaparecido, aunque el
escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la
tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó
él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo
Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la
menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que
desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que
la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el
cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo.
Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay
debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por
ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo,
anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup —gritó Legrand, con una gran agitación—,
quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde
puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber
tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon
por completo. No me quedaba otra alternativa que
considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente
preocupado con la manera de hacerle volver a casa.
Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer,
volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una
rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand
con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa
sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?. —preguntó
Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella
oportunidad me permitiese colocar una palabra—;
Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vamonos ya! Sea
usted amable, compañero. Se hace tarde; y además,
acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me
oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que
está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro
después de unos momentos—; pero no tan podrida
como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si
estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo.
Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría
bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy
reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas
caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí,
Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama
todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el
insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como
hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con
prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final!—Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres
decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío,
misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el
árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la
rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah!
Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo grueso
clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a
decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la
calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo
ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu
mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con
la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del
mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que
podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio
donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que
la mano izquierda del cráneo también?... Porque la
calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he
encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo!
¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda
llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de
la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer
pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de
Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora
visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola
de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente,
algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la
eminencia sobre la que estábamos colocados. El
escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las
ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a
nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y
despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de
diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto,
ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del
árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra
sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego
sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una
punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca,
la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la
dirección señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el
tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter
limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio
así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola
como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro
pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una
de las azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos
pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial
agrado con semejante diversión, y en aquel momento
preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me
sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer;
pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía
perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una
negativa. De haber podido contar efectivamente con la
ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la
fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien
el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en
cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha
personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba
contaminado por alguna de las innumerables
supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos,
y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el
hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de
Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de
verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía
dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si
concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y
entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente
al insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por
encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero
al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena
voluntad para convencer lo antes posible al visionario con
una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el
mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea
con un celo digno de una causa más racional; y como la
luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude
impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos,
y en que si algún intruso hubiese aparecido, por
casualidad, en medio de nosotros, habría creído que
realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas
palabras, y nuestra molestia principal la causaban los
ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por
nuestros trabajos. A la larga se puso tan alborotado, que
temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las
cercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues,
por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción
que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su
casa. Finalmente, fué acallado el alboroto por Júpiter,
quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y
furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus
tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había
alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no
aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa
general, y empecé a tener la esperanza de que la farsa
tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas
luces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire
pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo
entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un
poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció
nada.
El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera
compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga
desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y
pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado
al empezar su labor.
En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación.
Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las
herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al
perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con
un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Júpiter y
le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la
boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayó de
rodillas.
—¡Eres un bergante!—dijo Legrand, haciendo silbar las
sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado
negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin
mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente,
éste mi ojo izquierdo?—rugió, aterrorizado, Júpiter,
poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y
manteniéndola allí con la tenacidad de la desesperación,
como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand,
soltando al negro y dando una serie de corvetas y
cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien,
alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su
amo y a mí, a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver—dijo éste— No está aún
perdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el
tulípero.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven
aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara
vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los
cuervos han podido comerse muy bien los ojos, sin la
menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este
ojo o por este otro?—y Legrand tocaba alternativamente
los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente
como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me
imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la
estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto,
unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera posición.
Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más
cercano del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y
extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta
pies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas del
sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco
más ancho que el primero, y volvimos a manejar la azada.
Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de
lo que había ocasionado aquel cambio en mi pensamiento,
no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me
interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba.
Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de
Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me
impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando
me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos
movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la
espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había
trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos
momentos en que tales fantasías mentales se habían
apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos
trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo
interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su
inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de
un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más
áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver
a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa
resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar,
frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al
descubierto una masa de osamentas humanas, formando
dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de
metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y
polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja
de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la
luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría;
pero la cara de su amo expresó una extraordinaria
desilusión.
Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos,
y apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia
adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha
argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra
blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca
he pasado diez minutos de más intensa excitación. Durante
este intervalo desenterramos por completo un cofre
oblongo de madera que, por su perfecta conservación y
asombrosa dureza, había sido sometida a algún
procedimiento de mineralización, acaso por obra del
bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio
de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad.
Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro
forjado, remachados, y que formaban alrededor de una
especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la
tapa había tres argollas de hierro—seis en total—, por
medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros
esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente
de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de
transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba
sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos,
trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un
tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante
nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo,
haciendo brotar de un montón confuso de oro y de
joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros
ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que
contemplaba aquello. El asombro, naturalmente,
predominaba sobre los demás.
Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió
más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro
durante unos minutos adquirió la máxima palidez que
puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias.
Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en
el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro,
los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A
las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un
monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre
escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No
te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo
y al criado, ante la conveniencia de transportar el tesoro.
Se hací a tarde y teníamos que desplegar cierta actividad,
si queríamos que todo estuviese en seguridad antes del
amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y
perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo
trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último,
aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes
de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad.
sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído
fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del
perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su
puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta
nuestro regreso.
Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el
cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después
de tremendas penalidades y a la una de la madrugada.
Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza
humana capaz de reanudar la tarea acto seguido.
Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos,
y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres
grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos
encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa,
nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y
dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la
que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, a
tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían
por encima de las copas de los árboles hacia el Este.
III
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa
excitación de aquel momento nos impidió todo reposo.
Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de
duración, nos levantamos, como si estuviéramos de
acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos
el día entero y gran parte de la noche siguiente en
escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o
arreglo. Todo había sido amontonado allí, en confusión.
Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos
en posesión de una fortuna que superaba todo cuanto
habíamos supuesto. En monedas había más de
cuatrocientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de
las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas
de cotización de la época.
No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de
una fecha muy antigua y de una gran variedad: monedas
francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas
inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes
ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y
pesadas pero tan desgastadas, que nos fué imposible
descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna
americana. La valoración de las joyas presentó muchas
más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy
finos y voluminosos, en total ciento diez, y ninguno
pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas
diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo.
Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus
monturas y arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En
cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del
otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos
para evit ar cualquier identificación. Además de todo lo
indicado, había una gran cantidad de adornos de oro
macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de
extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta,
si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y pesados
crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una
prodigiosa ponchera de oro, adornada con hojas de parra
muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos
empuñaduras de espada exquisitamente repujadas, y otros
muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El
peso de todo ello excedía de las trescientas cincuenta
libras avoirdupois, y en esta valoración no he incluido
ciento noventa y siete relojes de oro soberbios, tres de los
cuales valdrían cada uno quinientos dólares.
Muchos eran viejísimos y desprovistos de valor como tales
relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la
corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente
adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio.
Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un
millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos
de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para
nuestro uso personal), nos encontramos con que habíamos
hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se
calmó un tanto aquella intensa excitación, Legrand, que
me veía consumido de impaciencia por conocer la solución
de aquel extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las
circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el
tosco bosquejo que había hecho del escarabajo.
Recordará también que me molestó mucho el que
insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera.
Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que
bromeaba; pero después pensé en las manchas especiales
sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su
observación tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de
todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas,
pues estoy considerado como un buen artista, y por eso,
cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a
punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel—dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo
mismo supuse que lo era; pero, cuando quise
dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de
pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recordará.
Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron
sobre el esbozo que usted había examinado, y ya puede
imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de
una calavera en el sitio mismo donde había yo creído
dibujar el insecto. Durante un momento me sentí
demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi
esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque
existiese cierta semejanza en el contorno general.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de
la habitación, me dediqué a un examen minucioso del
pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre
el reverso, ni más ni menos que como lo había hecho. Mi
primera impresión fué entonces de simple sorpresa ante la
notable semejanza efectiva del contorno; y resulta una
coincidencia singular el hecho de aquella imagen,
desconocida para mí, que ocupaba el otro lado del
pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de
la calavera aquella que se parecía con tanta exactitud a
dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño.
Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó
pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual
de tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer
una relación—una ilación de causa y efecto—, y siendo
incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis
pasajera. Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí
surgir en mí poco a poco una convicción que me
sobrecogió más aún que aquella coincidencia.
Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no
había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi
esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello,
pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro
buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera
estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí un
misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde
aquel mismo momento me pareció ver brillar débilmente,
en las más remotas y secretas cavidades de mi
entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de
la cual nos había aportado la aventura de la última noche
una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y
guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión
ulterior para cuando pudiese estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo
profundamente dormido, me dediqué a un examen más
metódico de la cuestión. En primer lugar, quise
comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi
poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba
en la costa del continente, a una milla aproximada al este
de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea
alta. Cuando le cogí, me pico con fuerza, haciendo que le
soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de
agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su
alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En
ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre
el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba
medio sepultado en la arena, asomando una parte de él.
Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del
casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos
de un naufragio debían de estar allí desde hacía mucho
tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con
la armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al
insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casa y
encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me
rogó que le permitiese llevárselo al fuerte. Accedí a ello y
se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en
que iba envuelto y que había conservado en la mano
durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión
y prefirió asegurar en seguida su presa; ya sabe usted que
es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia
natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí
de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de
hacer un bosquejo del insecto no encontré papel donde
habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo
encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando hallar en
ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el
pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómo
cayó en mi poder, pues las circunstancias me
impresionaron con una fuerza especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había
establecido ya una especie de conexión. Acababa de unir
dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que
naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un
pergamino—no un papel—con una calavera pintada sobre
él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la
relación?
Le responderé que la calavera es el emblema muy
conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la
calavera en todos sus combates. Como le digo, era un
trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una
materia duradera casi indestructible. Rara vez se consignan
sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta
mucho peor que el papel a las simples necesidades del
dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar
en algún significado, en algo que tenía relación con la
calavera. No dejé tampoco de observar la forma del
pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por
algún accidente, podía verse bien que la forma original era
oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que
se escogen como memorándum, para apuntar algo que
desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
—Pero—le interrumpí—dice usted que la calavera no
estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto.
¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la
calavera, puesto que esta última, según su propio aserto,
debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo
y por quién) en algún período posterior a su apunte del
escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido,
en comparación, poca dificultad en resolver ese extremo
del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme
más que a un solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al
dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el
pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le
observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted,
por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí
presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido,
pues, realizado por un medio humano.
Y, sin embargo, allí estaba. En este momento de mis
reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto,
con entera exactitud, cada incidente ocurrido en el
intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y
feliz accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea.
Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto
a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca
de la chimenea. En el momento justo de dejar el
pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo,
Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus hombros. Con su
mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle,
cogido el pergamino con la derecha, entre sus rodillas y
cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama
iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de
que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a
examinarlo. Cuando hube considerado todos estos detalles,
no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente
que hizo surgir a la luz sobre el pergamino la calavera
cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha
habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio
de las cuales es posible escribir sobre papel o sobre vitela
caract eres que así no resultan visibles hasta que son
sometidos a la acción del fuego. Se emplea algunas veces
el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces
su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo
de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos
colores desaparecen a intervalos más o menos largos,
después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría,
pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los
contornos—los más próximos al borde del pergamino—
resultaban mucho más claros que los otros.
Era evidente que la acción del calor había sido imperfecta
o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí
cada parte del pergamino al calor ardiente. Al princip io no
tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de
la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo
visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al
sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que
supuse de primera intención era la de una cabra. Un
examen más atento, no obstante, me convenció de que
habían intentado representar un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé —. No tengo, sin duda, derecho a
burlarme de usted (un millón y medio de dólares es algo
muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer
un tercer eslabón en su cadena; no querrá encontrar
ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los
piratas, como sabe, no tienen nada que ver con las cabras;
eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una
cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo
mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—. Debe usted de
haber oído hablar de un tal capitán Kidd. Consideré en
seguida la figura de ese animal como una especie de firma
logogrífica o jeroglífica. Digo firma porque el sitio que
ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera,
en la esquina diagonal opuesta, tenía así el aspecto de un
sello, de una estampilla.
Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante la
ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado
documento, del texto de mi contexto.
—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el
sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí
irresistiblemente impresionado por el presentimiento de
una buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal
vez, después de todo, era más bien un deseo que una
verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas
palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de
oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi
imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y
coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa
usted lo que había de fortuito en que esos acontecimientos
ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido
hacer, el suficiente frío para necesitarse fuego, y que, sin
ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso
momento en que apareció, no habría podido yo enterarme
de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión
del tesoro?
Pero continúe... Me consume la impaciencia.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que
corren, de esos mil vagos rumores acerca de tesoros
enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por
Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde hace tanto
tiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo y
con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tan sólo a
la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía
enterrado.
Si Kidd hubiese escondido su botín durante cierto tiempo
y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales
rumores hasta nosotros en su invariable forma actual.
Observe que esas historias giran todas alrededor de
buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata
hubiera recuperado su botín, el asunto habría terminado
allí. Parecíame que algún accidente—por ejemplo, la
pérdida de la nota que indicaba el lugar preciso—debía de
haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando
ese accidente a conocimiento de sus compañeros, quienes,
de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un
tesoro había sido escondido y que con sus búsquedas
infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo,
dieron nacimiento primero a ese rumor, difundido
universalmente por entonces, y a las noticias tan corrient
es ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante
que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado
inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra seguía
guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que
abrigaba una esperanza que aumentaba casi hasta la
certeza: la de que el pergamino tan singularmente
encontrado contenía la última indicación del lugar donde
se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo
avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces que era
posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel
fracaso: por eso lavé con esmero el pergamino vertiendo
agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en
una cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse
la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos
minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la
tira de pergamino, y fué inexpresable mi alegría al
encontrarla manchada, en varios sit ios, con signos que
parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola,
y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba
enteramente igual a como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el
pergamino, lo sometió a mi examen. Los caracteres
siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en
color rojo, entre la calavera y la cabra:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:
+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*—
4)8¶8*;406
9285);)6+8)4+
+;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
—Pero—dije, devolviéndole la tira—sigo estando tan a
oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda
esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en
absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso—dijo Legrand—que la solución no resulta tan
difícil como cabe imaginarla tras del primer examen
apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según
pueden todos adivinarlo fácilmente forman una cifra, es
decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de
Kidd, no podía suponerle capaz de construir una de las
más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que
ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que
pareciese absolutamente indescifrable para la tosca
inteligencia del marinero, sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más
complicadas. Las circunstancias y cierta predisposición
mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y
es, en realidad, dudoso que el genio humano pueda crear
un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no
resuelva con una aplicación adecuada. En efecto, una vez
que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me
preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su
significación.
En el presente caso—y realmente en todos los casos de
escritura secreta—la primera cuestión se refiere al lenguaje
de la cifra, pues los principios de solución, en particular
tratándose de las cifras más. sencillas, dependen del genio
peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste.
En general, no hay otro medio para conseguir la solución
que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las
lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la
verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad
quedaba resuelta por la firma.
El retruécano sobre la palabra Kidd sólo es posible en
lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo
comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser
las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles
hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de
ese género. Tal como se presentaba, presumí que el
criptograma era inglés.
IV
Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si
los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en
comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer
una colación y un análisis de las palabras cortas, y de
haber encontrado, como es muy probable, una palabra de
una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo), habría estimado
la solución asegurada. Pero como no había espacios allí,
mi primera medida era averiguar las letras predominantes
así como las que se encontraban con menor frecuencia.
Las conté todas y formé la siguiente tabla:
Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia
en inglés es la e. Después, la serie es la siguiente: a o y d h
n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un
modo tan notable, que es raro encontrar una frase sola de
cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo
más que una simple conjetura. El uso general que puede
hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra
particular sólo nos serviremos de ella muy parcialmente.
Puesto que nuestro signo predominante es el 8,
empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural. Para
comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a
menudo por pares —pues la e se dobla con gran frecuencia
en inglés—en palabras como, por ejemplo, meet, speed,
seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que
está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma
sea breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras
de la lengua, the es la más usual; por tanto, debemos ver si
no está repetida la combinación de tres signos, siendo el
último de ellos el 8. Si descubrimos repeticiones de tal
letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la
palabra the.
Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de
siete de tales combinaciones, siendo los signos 48 en
total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4
representa h, y 8 representa e, quedando este último así
comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos
permite establecer también un punto más importante; es
decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras.
Veamos, por ejemplo, el penúltimo caso en que aparece la
combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el,
que viene inmediatamente después es el comienzo de una
palabra, y de los seis signos que siguen a ese the,
conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos
signos por las letras que representan, dejando un
espacio para el desconocido:
t eeth
Debemos, lo primero, desechar el th como no formando
parte de la palabra que comienza por la primera t, pues
vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra
al hueco, que es imposible formar una palabra de la que
ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee.
Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes,
llegamos a la palabra "tree" (árbol), como la única que
puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por
(, más las palabras yuxtapuestas the tree (el árbol).
Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia,
vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos
como terminación de lo que precede inmediatamente.
Tenemos así esta distribución:
the tree : 4 + ? 34 the,
o sustituyendo con letras naturales los signos que
conocemos, leeremos esto:
tre tree thr + ? 3 h the.
Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios
blancos o por puntos, leeremos:
the tree thr... h the,
y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta
evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos
da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.
Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones
de signos conocidos, encontraremos no lejos del
comienzo esta disposición:
83 (88, o agree,
que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree
(grado), que nos da otra letra, la d, representada
por +.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la
combinación,
; 46 (; 88
cuyos signos conocidos traducimos, representando el
desconocido por puntos, como antes; y leemos:
th . rtea.
Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen
(trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letras
nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos
la combinación.
+++
53
+++
Traduciendo como antes, obtendremos
.good.
Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que
las dos primeras palabras son A good (un bueno, una
buena).
Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo
descubierto, en forma de tabla, para evitar
confusiones. Nos dará lo siguiente:
Tenemos así no menos de diez de las letras más
importantes representadas, y es inútil buscar la solución
con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para
convencerle de que cifras de ese género son de fácil
solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo
razonado. Pero tenga la seguridad de que la muestra que
tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la
criptografía. Sólo me queda darle la traducción entera de
los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados.
Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat
forty-one degrees and thirteen minutes northeast and by
north main branch seventh, limb east side shoot from the
left eye of the death'shead a bee-line from the tree through
the shot fifty feet out
—Pero—dije—el enigma me parece de tan mala calidad
como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido cualquiera
de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la
cabeza de muerto" y "el hostal o la hostelería del obispo"?
—Reconozco—replicó Legrand—que el asunto presenta
un aspecto serio cuando echa uno sobre él una ojeada
casual. Mi primer empeño fué separar lo escrito en las
divisiones naturales que había intentado el criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fué posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escritor habia
consistido en agrupar sus palabras sin separación alguna,
queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora
bien: un hombre poco agudo, al perseguir tal objeto,
tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida.
Cuando en el curso de su composición llegaba a una
interrupción de su tema que requería, naturalmente, una
pausa o un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar
sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora
el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de
inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la
consiguiente división:
A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —
forty one degrees and thirteen minutes—northeast and by
north—main branch seventh limb eart side —shoot from
the left eye of the death's-head—a bee line from the tree
through the shot fifty feet out.
—Aun con esa separación—dije—, sigo estando a oscuras.
—También yo lo estuve—replicó Legrand—por espacio
de algunos días, durante los cuales realicé diligentes
pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una
casa que llevase el nombre de Hotel del Obispo, pues, por
supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería".
No logrando ningún informe sobre la cuestión, estaba a
punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de
un modo más sistemático, cuando una mañana se me
ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener
alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop,
la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una
antigua casa solariega a unas cuatro millas,
aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo
cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas
entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de
las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar
de un sitio como Bessop's Castle (castillo de Bassop), y
que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un
castillo, ni mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de
alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta aquel
sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la
despedí y me dediqué al examen del paraje.
El castillo consistía en una agrupación irregular de
macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su
altura como por su aislamiento y su aspecto artificial.
Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo
que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un
estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una yarda
quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado.
Aquel reborde sobresalía unas dieciocho pulgadas, y no
tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco,
justamente encima, le daba una tosca semejanza con las
sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros
antepasados. No dudé que fuese aquello la "silla del
diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció
descubrir ahora el secreto entero del enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un
catalejo, pues los marineros de todo el mundo rara vez
emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí
ahora en seguida que debía utilizarse un catalejo desde un
punto de vista determinado que no admitía variación. No
dudé un instante en pensar que las frases "cuarenta y un
grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte"
debían indicar la dirección en que debía apuntarse el
catalejo.
Sumamente
excitado
por
aquellos
descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un
catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible
permanecer sentado allí, salvo en una posición especial.
Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a
utilizar el catalejo.
Naturalmente, los "cuarenta y un grados y trece minutos"
podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte
visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada
con claridad por las palabras "Nordeste cuarto de Norte".
Establecí esta última dirección por medio de una brújula
de bolsillo; luego, apuntando el cat alejo con tanta
exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un
grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo,
hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio
en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los
demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un
punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que
era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y
comprobé ahora que era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré con entera
confianza el enigma como resuelto, pues la frase "rama
principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse
más que a la posición de la calavera sobre el árbol,
mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza
de muerto" no admitía tampoco más que una interpretación
con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí
que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo
izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo
del punto más cercano al tronco por ''la bala" (o por el
punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a
una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y
debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible
que estuviese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso—dije—es harto claro, y asimismo ingenioso,
sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el Hotel del
Obispo, ¿qué hizo?
—Pues habiendo anotado escrupulosamente la orientación
del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el momento de
abandonar "la silla del diablo", el orificio circular
desapareció, y de cualquier lado que me volviese érame ya
imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del
ingenio en este asunto es el hecho (pues, al repetir la
experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que
la abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde
un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre
la superficie de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por
Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas
semanas, mi aire absort o, y ponía un especial cuidado en
no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté muy
temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en
busca del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo.
Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a
vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que
está usted tan enterado como yo.
—Supongo—dije—que equivocó usted el sitio en las
primeras excavaciones, a causa de la estupidez de Júpiter
dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la
calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia
de dos pulgadas y media, poco más o menos, en relación
con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al
árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la "bala", el error
habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo
tiempo el punto más cercano al árbol, representaban
simplemente dos puntos para establecer una línea de
dirección; claro está que el error, aunque insignificante al
principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y
cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies,
nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea
arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo
nuestro trabajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el
insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo la
certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en
dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez de una
bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus
claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí
castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena
mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y
por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol.
Una observación que hizo usted acerca de su peso me
sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que
me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos
encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no
sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un
modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia
entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer.
Aparece claro que Kidd (si fué verdaderamente Kidd quien
escondió el tesoro, lo cual no dudo), aparece claro que él
debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez
terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos
los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos
fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban
ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién
nos lo dirá?
El gato negro
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque
simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo
esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es
un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi
alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una
serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos
episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin,
me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí
han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos
que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien
cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho
menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar
sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad
de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan
grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para
mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales,
y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba
a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la
virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño
hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en
explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución
que recibía.
Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal
que llega directamente al corazón de aquel que con
frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad
del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa
compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los
animales domésticos, no perdía oportunidad de
procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos
pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un
monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al
referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua
creencia popular de que todos los gatos negros son brujas
metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera
seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en
mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él
me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los
cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi
carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más
melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi
mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi
carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles
daño.
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente
consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa
que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro
cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se
cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se
agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba
viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad,
me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en
brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió
ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una
furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una
maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del
chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar
un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan
condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí
que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y
ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más
me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la
órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto,
pero el animal no parecía sufrir ya.
Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como
es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba
aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que
alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento
no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi
caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la
perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu;
y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe
como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades
primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que
dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de
que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al
buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye
la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final.
Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí
misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por
el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente
bestia.
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el
pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué
mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más
amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué
porque recordaba que me había querido y porque estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo
ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado,
un pecado mortal que comprometería mi alma hasta
llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel
acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas
de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la
conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó
destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de
causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero
estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio
acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían
desplomado. La que quedaba en pie era un tabique
divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y
contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El
enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa
muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y
otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi
que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve,
aparecía la imagen de un gigantesco gato.
El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa.
Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla
otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror.
Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que
había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al
producirse la alarma del incendio, la multitud había
invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar
la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana
abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa
forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién
aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el
amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de
ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no
mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido
impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y
en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué
al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los
viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de
la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una
taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro
posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos
minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió
no haber advertido antes la presencia de la mancha negra
en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un
gato negro muy grande, tan grande como Plutón y
absolutamente igual a éste, salvo un detalle.
Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida
mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció
encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar
el animal que precisamente andaba buscando. De
inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había
visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a
volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme.
Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez
para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran
favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia
aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció
hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme
con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo
víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy
gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a
huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera
una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa,
que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto.
Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más
grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido
mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples
y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo
grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una
pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla
o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y
afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi
pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de
un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi
primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora
mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y,
sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera.
Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta
celda de criminales me siento casi avergonzado de
reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me
inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi
mujer me había llamado la atención sobre la forma de la
mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la
única diferencia entre el extraño animal y el que yo había
matado. El lector recordará que esta mancha, aunque
grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un
contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y
por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz,
siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible
máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias
humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo
destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a
imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche
pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para
sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su
terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi
corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí
lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse
en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,
llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos
y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me
abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza
nos obligaba a vivir.
El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y
estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me
exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en
mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la
mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado
por su intervención a una rabia más que demoníaca, me
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un
solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y
con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía
que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de
noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me
observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un
momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso
del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo
al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel
para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me
pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver
en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros
eran de material poco resistente y estaban recién revocados
con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera
no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes
se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había
sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del
sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los
ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el
agujero como antes, de manera que ninguna mirada
pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los
ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar
cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo
mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la
mampostería en su forma original. Después de procurarme
argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que
todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de
haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento
de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije:
"Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante
de tanta desgracia, pues al final me había decidido a
matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante
mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el
astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer
acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no
cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la
detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa,
pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,
aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no
volvía. Una vez más respiré como un hombre libre.
¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema
felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las
que no me costó mucho responder. Incluso hubo una
perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se
presentó inesperadamente y procedió a una nueva y
rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales
me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron
hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta
vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un
solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de
aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al
otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y
andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías
estaban completamente satisfechos y se disponían a
marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande
para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la
escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía.
Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien
construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa
con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas
paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una
gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé
fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la
pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver
de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes
cuando una voz respondió desde dentro de la tumba.
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante
al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal,
como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación,
mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber
brotado en el infierno de la garganta de los condenados en
su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa
de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por
un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos
brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El
cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el
único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible
bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya
voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
El hombre de la multitud
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich
nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se
dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus
lechos, estrechando convulsivamente las manos de
espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los
ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la
garganta a causa de esos misterios que no permiten que se
los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre
soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede
arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda
inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de
otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve
de mirador al café D..., en Londres. Después de varios
meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el
retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición
que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de
apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión
interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado
sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque
ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble
retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce,
e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo
un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia
todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un
periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte
de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la
variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia
la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad,
y durante todo el día había transitado por ella una densa
multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y
cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble
y continua corriente de transeúntes pasando presurosos
ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el
café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de
una emoción deliciosamente nueva. Terminé por
despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en
la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto
y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en
ellos desde el punto de vista de su relación colectiva.
Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con
minucioso interés las innumerables variedades de figuras,
vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan
serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera
de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y
giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los
empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino
que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros,
también en gran número, se movían incansables, rojos los
rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si
la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse
solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban
bruscamente de mascullar pero redoblaban sus
gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente
que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban,
se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían
llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no
se advertía nada distintivo en esas dos clases tan
numerosas.
Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente
denominada decente. Se trataba fuera de duda de
gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y
agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la
sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres
activamente ocupados en sus asuntos personales, que
dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de
ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él
discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados
menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas
chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y
bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura
que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca,
el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de
lo que un año o año y medio antes había constituido la
perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya
desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor
definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las
firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible.
Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o
castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas
y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las
polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos
mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha,
habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero,
aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se
quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que
llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y
antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad,
si es que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante
apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a
esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las
grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma
detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros
podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del
puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los
traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún
más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes,
desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de
terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones
de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y
clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar
sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el
color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida
y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos
rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono
reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que
ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los
dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a
hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser
pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como
caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse
sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de
los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos
son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los
levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse
superioridad social, encontré temas de especulación más
sombríos y profundos.
Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en
rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta
humildad;
empedernidos
mendigos
callejeros
profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos
de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había
arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales
inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme
mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre,
mirando cada rostro con aire de imploración, como si
buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza;
modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y
se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más
afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes,
cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de
toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud
de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de
Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena
de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último
grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y
cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la
juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien
una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de
su profesión, mientras arde en el devorador deseo de
igualarse con sus mayores en el vicio.
Innumerables e indescriptibles borrachos, algunos
harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de
articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos;
otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador
pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros
rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna
vez fueron buenos y que todavía están cepillados
cuidadosamente, hombres que caminan con paso más
firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven
espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y
que mientras avanzan a través de la multitud se toman con
dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto
a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de
carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de
monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden
mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros
de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto
estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que
resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una
sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era
más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto
general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus
rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector
ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se
reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia
arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino
que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la
lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y
esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante.
Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano
con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar
individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez
con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me
impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me
pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era
capaz de leer la historia de muchos años en el breve
intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la
multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el
de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta
años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a
causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás
había visto nada que se pareciese remotamente a esa
expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer
pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera
preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del
demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi
observación, analizar el sentido de lo que había
experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi
Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela,
penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo,
alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema
desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en
ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no
perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él.
Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y
bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la
dirección que le había visto tomar, pues ya había
desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por
verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque
cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora
una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa
estatura, flaco y aparentemente muy débil.
Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la
luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su
camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos
no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de
segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a
ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas
observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir
al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que
envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa
lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en
la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un
mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el
rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la
lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se
escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un
placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo
sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el
viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la
gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo
de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin
en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo
estaba tanto como la que acabábamos de abandonar.
Inmediatamente advertí un cambio en su actitud.
Caminaba más despacio, de manera menos decidida que
antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y
otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era
todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de
cerca.
La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una
hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo
hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a
mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la
diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la
ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio
de dirección nos llevó a una plaza brillantemente
iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al
punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el
pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el
entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los
que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y
perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que,
luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus
pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces
el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a
punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los
transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía
lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a
sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró
en una calle lateral comparativamente desierta. Durante
cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una
agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta
edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo.
En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y
concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al
desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior,
mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito
alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y
vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en
el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme
cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba
chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido.
En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de
tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra
y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados.
A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta,
y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi
curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los
concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un
postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e
instantáneamente vi que corría por su cuerpo un
estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando
ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble
velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas,
hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos
partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar
había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la
lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse
contadas personas. El desconocido palideció. Con aire
apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes
tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en
dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie
de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más
grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la
multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si
buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la
multitud, pero me pareció que el intenso tormento que
antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra
vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo
había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que
tomaba el grueso del público, pero me era imposible
comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos
compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a
manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa
banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco
sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de
ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría,
casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento
pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de
agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los
límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que
habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más
ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores
estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno
de los escasos faroles se veían altos, antiguos y
carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados
de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía
discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras
del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de
sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se
acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada
en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos
los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al
final nos encontramos entre grupos del más vil populacho
de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a
otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una
lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez
echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente
en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos
frente a uno de los enormes templos suburbanos de la
Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de
miserables borrachos entraban y salían todavía por la
ostentosa puerta.
Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso
hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y
anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo
aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito
movimiento general hacia la puerta reveló que la casa
estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la
desesperación se pintó entonces en las facciones del
extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia.
No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una
energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón
de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo
tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro,
resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que
cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos
andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde
se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad,
a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y
de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente,
entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en
mi persecución del extranjero. Pero, como siempre,
andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó
del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las
sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a
morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo
fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su
solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me
quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio
del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre
de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más
aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del
mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae,
y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er
lässt sich nicht lesen.
El misterio de Marie Rogêt
Aun entre los pensadores más sosegados, pocos hay que
alguna vez no se hayan sorprendido al comprobar que
creían a medias en lo sobrenatural -de manera vaga pero
sobrecogedora-, basándose para ello en coincidencias de
naturaleza tan asombrosa que, en cuanto meras
coincidencias, el intelecto no ha alcanzado a aprehender.
Tales sentimientos (ya que las creencias a medias de que
hablo no logran la plena fuerza del pensamiento) nunca se
borran del todo hasta que se los explica por la doctrina de
las posibilidades. Ahora bien, este cálculo es puramente
matemático en esencia, y así nos encontramos con la
anomalía de que la ciencia más rígida y exacta se aplica a
las sombras y vaguedades de la especulación más
intangible.
Los extraordinarios detalles que me toca dar a conocer
constituyen, por lo que se refiere al tiempo, la rama
principal de una serie de coincidencias apenas
comprensibles, cuya rama secundaria o final reconocerán
todos los lectores en el reciente asesinato de Mary Cecilia
Rogers, en Nueva York.
Cuando en un relato titulado «Los crímenes de la calle
Morgue», publicado hace un año, traté de poner de
manifiesto algunas notables características de la
mentalidad de mi amigo, el chevalier C. Auguste Dupin,
no se me ocurrió que volvería jamás a ocuparme del tema.
Era mi intención describir esas características, y su objeto
fue plenamente logrado dentro de la terrible serie de
circunstancias que pusieron de manifiesto el modo de ser
de Dupin. Podría haber aducido otros ejemplos, pero no
hubieran resultado más probatorios.
Los recientes sucesos, sin embargo, con su sorprendente
desarrollo, me obligan a proporcionar nuevos detalles que
tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero, luego
de lo que he oído en estos últimos tiempos, sería
verdaderamente extraño que guardara silencio sobre lo que
vi y oí hace mucho.
Una vez resuelta la tragedia de la muerte de madame
L’Espanaye y su hija, Dupin se despreocupó
inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos
de melancólica ensoñación. Por mi parte, inclinado como
soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en su humor;
seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el
Faubourg
Saint-Germain,
y abandonamos
toda
preocupación por el futuro para sumergirnos plácidamente
en el presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo
que nos rodeaba.
Estos sueños, sin embargo, solían interrumpirse.
Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado por mi
amigo en el drama de la rue Morgue no había dejado de
impresionar a la policía parisiense. El nombre de Dupin se
había vuelto familiar a todos sus miembros. La sencilla
naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había
desenredado el misterio no fue nunca explicado por Dupin
a nadie, fuera de mí -ni siquiera al prefecto-, por lo cual no
sorprenderá que su intervención se considerara poco
menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del
chevalier le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo
hubiera llevado a desengañar a todos los que creyeran esto
último, pero su humor indolente lo alejaba de la reiteración
de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho.
Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las
miradas de la policía, y en no pocos casos la prefectura
trató de contratar sus servicios.
Uno de los ejemplos más notables lo proporcionó el
asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.
El hecho ocurrió unos dos años después de las atrocidades
de la rue Morgue. Marie, cuyo nombre y apellido llamarán
inmediatamente la atención por su parecido con los de la
infortunada vendedora de cigarros de Nueva York, era hija
única de la viuda Estelle Rogêt. Su padre había muerto
cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces hasta
unos dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa,
madre e hija habían vivido juntas en la rue Pavee Saint
André, donde la señora Rogêt, ayudada por la joven,
dirigía una pensión. Las cosas siguieron así hasta que
Marie cumplió veintidós años, y su gran belleza atrajo la
atención de un perfumista que ocupaba uno de los
negocios en la galería del Palais Royal, cuya clientela
principal la constituían los peligrosos aventureros que
infestaban la vecindad. Monsieur Le Blanc no ignoraba las
ventajas de que la bella Marie atendiera la perfumería, y su
generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven,
aunque su madre no dejó de mostrar alguna vacilación.
Las previsiones del comerciante se cumplieron, y sus
salones no tardaron en hacerse famosos gracias a los
encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su
empleo, cuando sus admiradores quedaron confundidos
por su brusca desaparición. Monsieur Le Blanc no se
explicaba su ausencia, y madame Rogêt estaba llena de
ansiedad y terror. Los periódicos se ocuparon
inmediatamente del asunto y la policía empezaba a
efectuar investigaciones cuando, una semana después de
su desaparición, Marie se presentó otra vez en la
perfumería y reanudó sus tareas, dando la impresión de
hallarse perfectamente bien, aunque su expresión reflejaba
cierta tristeza. Como es natural, toda indagación fue
inmediatamente suspendida, salvo las de carácter privado.
Monsieur Le Blanc se mostró imperturbable y no dijo una
palabra. A todas las preguntas formuladas, tanto Marie
como su madre respondieron que la primera había pasado
la semana con parientes que vivían en el campo. La cosa
acabó ahí y fue bien pronto olvidada, sobre todo porque la
joven, deseosa de evitar las impertinencias de la
curiosidad, no tardó en despedirse definitivamente del
perfumista y buscó refugio en casa de su madre, en la rue
Pavee Saint André.
Habrían pasado cinco meses de su retorno al hogar, cuando
alarmó a sus amigos una segunda y no menos brusca
desaparición. Pasaron tres días sin que se tuviera noticia
alguna. Al cuarto día, el cadáver apareció flotando en el
Sena, cerca de la orilla opuesta al barrio de la rue Saint
André, en un punto no muy alejado de la aislada vecindad
de la Barrière du Roule.
La atrocidad del crimen (pues desde un principio fue
evidente que se trataba de un crimen), la juventud y
hermosura de la víctima y, sobre todo, su pasada
notoriedad, conspiraron para producir una intensa
conmoción en los espíritus de los sensibles parisienses. No
recuerdo ningún caso similar que haya provocado efecto
tan general y profundo. Durante varias semanas la
discusión del absorbente tema hizo incluso olvidar los
temas políticos del momento. El prefecto desplegó una
insólita actividad y, como es natural, los recursos de la
policía de París fueron empleados en su totalidad.
Al descubrirse el cadáver, nadie supuso que el asesino
evadiría
por
mucho
tiempo
la
investigación
inmediatamente iniciada. Sólo al cumplirse la primera
semana se estimó necesario ofrecer una recompensa, y aun
así quedó limitada a la suma de mil francos.
Entretanto la indagación procedía con vigor, ya que no
siempre con tino, y numerosas personas fueron
interrogadas en vano, mientras la excitación popular iba en
aumento al advertir que no se daba con la menor clave que
develara el misterio. Al cumplirse el décimo día se creyó
conveniente doblar la suma ofrecida. Transcurrió la
segunda semana sin llegar a ningún descubrimiento, y
como la animosidad siempre existente en París contra la
policía se manifestara en una serie de graves disturbios, el
prefecto asumió personalmente la responsabilidad de
ofrecer la suma de veinte mil francos «por la denuncia del
asesino» o, en caso de que se tratara de más de uno, «por
la denuncia de cualquiera de los asesinos». En la
proclamación de esta recompensa se prometía completo
perdón a cualquier cómplice que se presentara a declarar
contra el autor del hecho; al pie del cartel se agregó un
segundo, por el cual un comité de ciudadanos ofrecía otros
diez mil francos de recompensa. La suma total alcanzaba,
pues, a treinta mil francos, lo cual debe considerarse
extraordinario teniendo en cuenta la humilde condición de
la víctima y la gran frecuencia con que en las grandes
ciudades acontecen atrocidades de este género.
Nadie dudó entonces de que el misterioso asesinato sería
inmediatamente esclarecido. Pero, aunque se efectuaron
uno o dos arrestos que prometían buenos resultados, nada
pudo aclararse que comprometiera a las personas en
cuestión, las cuales recobraron la libertad. Por más raro
que parezca, habían transcurrido tres semanas desde el
descubrimiento del cuerpo sin que surgiera la menor luz
reveladora, antes de que el rumor de los acontecimientos
que tanto agitaban la opinión pública llegara a oídos de
Dupin y de mí.
Sumidos en investigaciones que reclamaban toda nuestra
atención, hacía más de un mes que ninguno de los dos
salía a la calle, recibía visitas o leía los diarios, aparte de
una ojeada a los editoriales políticos. La primera noticia
del asesinato nos fue traída por G... en persona. Se
presentó en la tarde del 13 de julio de 18... y permaneció
con nosotros hasta muy entrada la noche. Se sentía picado
ante el fracaso de todos sus esfuerzos por atrapar a los
asesinos. Su reputación -según declaró con un aire
típicamente parisiense- estaba comprometida. Incluso su
honor se veía mancillado. Los ojos de la sociedad estaban
clavados en él y no había sacrificio que no estuviese
dispuesto a realizar para que el misterio quedara aclarado.
Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que
denominaba el tacto de Dupin, y le hizo una proposición
tan directa como generosa, cuya naturaleza precisa no
estoy en condiciones de declarar, pero que no tiene
relación directa con el tema fundamental de mi relato.
Mi amigo rechazó el cumplido lo mejor que pudo, pero
aceptó inmediatamente la proposición, aunque sus ventajas
eran momentáneas. Arreglado este punto, el prefecto
procedió a ofrecernos sus explicaciones del asunto,
mezcladas con largos comentarios sobre los testimonios
recogidos (que no conocíamos aún). Habló largo tiempo,
indudablemente con mucha sapiencia, mientras yo
insinuaba una que otra sugestión y la noche avanzaba con
interminable lentitud. Dupin, cómodamente instalado en su
sillón habitual, era la encarnación misma de la atención
respetuosa. No se quitó en ningún momento los anteojos, y
una ojeada ocasional que lancé por detrás de los cristales
verdes bastó para convencerme de que dormía tan
profunda como silenciosamente, a lo largo de las siete u
ocho pesadísimas horas que precedieron la partida del
prefecto.
A la mañana siguiente me procuré en la prefectura un
informe completo de todos los testimonios obtenidos y, en
las oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en
la cual se hubieran publicado noticias importantes sobre el
triste caso. Libres de todo lo que cabía rechazar de plano,
el total de las informaciones era el siguiente:
Marie Rogêt abandonó la casa de su madre en la rue Pavee
Saint André hacia las nueve de la mañana del domingo 22
de junio de 18... Al salir informó a un señor Jacques St.
Eustache -y solamente a él- que tenía intención de pasar el
día en casa de una tía que habitaba en la rue des Drômes.
Esta calle, angosta y breve pero muy populosa, no está
lejos de la orilla del río y queda a unas dos millas
-siguiendo la línea más directa posible- de la pensión de
madame Rogêt. St. Eustache era el novio oficial de Marie,
y vivía en la pensión donde asimismo almorzaba y cenaba.
Quedó convenido que iría a buscar a su prometida al
anochecer, para acompañarla de regreso. Aquella tarde,
empero, se puso a llover copiosamente y, al suponer que
Marie se quedaría en casa de su tía (como lo había hecho
en circunstancias similares), su novio no creyó necesario
mantener su promesa. A medida que avanzaba la noche,
oyóse decir a madame Rogêt (que era una anciana
achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca
más a Marie»; pero en el momento nadie tomó en cuenta
su observación.
El lunes se supo con certeza que la muchacha no había
estado en la rue des Drômes, y cuando transcurrió el día
sin noticias de ella se inició una tardía búsqueda en
distintos puntos de la ciudad y alrededores. Pero sólo al
cuarto día de la desaparición se tuvieron las primeras
noticias concretas.
Ese día (miércoles, 25 de junio), un señor Beauvais, que
en unión de un amigo había estado haciendo indagaciones
sobre Marie cerca de la Barrière du Roule, en la orilla del
Sena opuesta a la rue Pavee Saint André, fue informado de
que unos pescadores acababan de extraer y llevar a la
orilla un cadáver que había aparecido flotando en el río. En
presencia del cuerpo, y luego de alguna vacilación,
Beauvais lo identificó como el de la muchacha de la
perfumería. Su amigo la reconoció antes que él.
El rostro estaba cubierto de sangre coagulada, parte de la
cual salía de la boca. No se advertía ninguna espuma,
como ocurre con los ahogados. Los tejidos celulares no
estaban decolorados. Alrededor de la garganta se advertían
magulladuras y huellas de dedos. Los brazos estaban
doblados sobre el pecho y rígidos. La mano derecha
aparecía cerrada; la izquierda, abierta en parte. En la
muñeca izquierda había dos excoriaciones circulares,
aparentemente causadas por cuerdas o por una cuerda
pasada dos veces. Parte de la muñeca derecha aparecía
también muy excoriada, lo mismo que toda la espalda y en
especial los omoplatos. Al traer el cuerpo a la orilla los
pescadores lo habían atado con una soga, pero ninguna de
las excoriaciones había sido producida por ésta. El cuello
aparecía sumamente hinchado. No se veía ninguna herida,
ni contusiones que provinieran de golpes. Alrededor del
cuello se encontró un cordón atado con tanta fuerza que no
se alcanzaba a distinguirlo, de tal modo estaba incrustado
en la carne; había sido asegurado con un nudo situado
exactamente debajo de la oreja izquierda. Esto solo
hubiera bastado para provocar la muerte. El testimonio
médico dejó expresamente establecida la virtud de la
difunta, expresando que había sido sometida a una brutal
violencia.
Al ser encontrado el cuerpo se hallaba en un estado que no
impedía su identificación por parte de sus conocidos.
Las ropas de la víctima aparecían llenas de desgarrones y
en desorden. Una tira de un pie de ancho había sido
arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la
cintura, pero no desprendida por completo. Aparecía
arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante una
especie de ligadura en la espalda. La bata que Marie
llevaba debajo del vestido era de fina muselina; una tira de
dieciocho pulgadas de ancho había sido arrancada por
completo de esta prenda, de manera muy cuidadosa y
regular. Dicha tira apareció alrededor del cuello, pero no
apretada, aunque había sido asegurada con un nudo
firmísimo. Sobre la tira de muselina y el cordón había un
lazo procedente de una cofia, que aún colgaba de él. Dicho
lazo estaba asegurado con un nudo de marinero, y no con
el que emplean las señoras.
Luego de identificado, el cadáver no fue conducido a la
morgue, como se acostumbraba, ya que la formalidad
parecía superflua, sino enterrado presurosamente no lejos
del lugar donde fuera extraído del agua. Gracias a los
esfuerzos de Beauvais, el asunto se mantuvo
cuidadosamente en secreto y transcurrieron varios días
antes de que el interés público despertara. Un semanario,
sin embargo, se ocupó por fin del tema; exhumóse el
cadáver, procediéndose a un nuevo examen del mismo,
pero nada se agregó a lo anteriormente conocido. Mas esta
vez se mostraron las ropas a la madre y amigos de Marie,
quienes las identificaron como las que vestía la muchacha
al abandonar su casa.
La agitación, entre tanto, aumentaba de hora en hora.
Numerosas personas fueron arrestadas y puestas
nuevamente en libertad. St. Eustache, en especial,
provocaba vivas sospechas, pues en un comienzo fue
incapaz de explicar satisfactoriamente sus movimientos a
lo largo del domingo en que Marie salió de su casa. Más
tarde, empero, presentó a monsieur G... testimonios
escritos que daban cuenta clara de cada hora del día en
cuestión. A medida que transcurría el tiempo sin que se
hiciera el menor descubrimiento, empezaron a circular mil
rumores contradictorios, y los periodistas se entregaron a
la tarea de proponer sugestiones. Entre ellas, la que más
llamó la atención fue la de que Marie Rogêt estaba todavía
viva, y que el cuerpo hallado en el Sena correspondía a
alguna otra desventurada mujer. Creo oportuno someter al
lector los pasajes que contienen la sugestión aludida. Son
transcripción literal de artículos aparecidos en L’Etoile,
periódico
redactado
habitualmente
con
mucha
competencia.
«Mademoiselle Rogêt abandonó la casa de su madre en la
mañana del domingo 22 de junio, con el ostensible
propósito de visitar a su tía o a algún otro pariente en la
rue des Drômes. Desde esa hora, nadie parece haber vuelto
a verla. No hay la menor huella ni noticia. Hasta la fecha,
por lo menos, no se ha presentado nadie que la haya visto
una vez que salió de la casa materna. Ahora bien, aunque
carecemos de testimonios de que Marie Rogêt se hallaba
aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del
domingo 22 de junio, hay pruebas de que lo estaba hasta
esa hora. El miércoles, a mediodía, un cuerpo de mujer fue
descubierto a flote cerca de la orilla de la Barrière du
Roule.
Aun presumiendo que Marie Rogêt fuera arrojada al río
dentro de las tres horas siguientes a la salida de su casa,
esto significa un término de tres días, hora más o menos,
desde el momento en que abandonó su hogar. Pero sería
absurdo suponer que el asesinato (si se trata de un
asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para
permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes
de medianoche. Quienes cometen tan horribles crímenes
prefieren la oscuridad a la luz... Vemos así que, si el
cuerpo hallado en el río era el de Marie Rogêt, sólo pudo
estar en el agua dos días y medio, o tres como máximo.
Las experiencias han demostrado que los cuerpos de los
ahogados, o de los arrojados al agua inmediatamente
después de una muerte violenta, requieren de seis a diez
días para que la descomposición esté lo bastante avanzada
como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara
un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver, y éste
sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis
días, volverá a hundirse si no se lo amarra. Preguntamos
ahora: ¿qué pudo determinar semejante alteración en el
curso natural de las cosas? Si el cuerpo, maltratado como
estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la noche del
martes, no habría dejado de aparecer en la costa alguna
huella de los asesinos. Asimismo, resulta dudoso que el
cuerpo hubiera subido tan pronto a flote, aun lanzado al
agua después de dos días de producida la muerte. Y, lo que
es más, parece altamente improbable que los miserables
capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al
agua sin atarle algún peso para mantenerlo sumergido,
cosa que no ofrecía la menor dificultad.»
El articulista continúa arguyendo que el cuerpo debió de
estar en el agua «no solamente tres días, sino, por lo
menos, cinco veces ese tiempo», pues aparecía tan
descompuesto que Beauvais tuvo gran dificultad para
identificarlo. Este último punto, empero, fue plenamente
refutado. Continúo traduciendo:
«¿En qué se basa, pues, monsieur Beauvais para afirmar
que no duda de que el cuerpo es el de Marie Rogêt?
Sabemos que procedió a desgarrar la manga del vestido y
que afirmó que había advertido en el brazo marcas que
probaban su identidad. El público habrá pensado que se
trataba de alguna cicatriz o cicatrices. Pero monsieur
Beauvais se limitó a frotar el brazo y comprobar que tenía
vello, lo cual es el detalle menos concluyente que nos sea
dado imaginar y tan poco probatorio como encontrar el
brazo dentro de la manga. Monsieur Beauvais no regresó
esa noche, pero hizo saber a madame Rogêt, a las siete de
la tarde del miércoles, que se continuaba la investigación
referente a su hija. Si concedemos que, dada su edad y su
aflicción, madame Rogêt no podía identificar
personalmente el cuerpo (lo cual es conceder mucho), cabe
suponer que bien podía haber alguna otra persona o
personas que consideraran necesario hacerse presentes y
seguir de cerca la investigación si creían que el cadáver era
el de Marie. Pero nadie se presentó. No se dijo ni se oyó
una sola palabra sobre el asunto en la rue Pavee Saint
André, nada que llegara a conocimiento de los ocupantes
de la misma casa. Monsieur St. Eustache, el prometido de
Marie, que habitaba en la pensión de su madre, declara que
no supo nada del descubrimiento del cuerpo de su novia
hasta que, a la mañana siguiente, monsieur Beauvais entró
en su habitación y le comunicó la noticia. Se diría que
semejante noticia fue recibida con suma frialdad.»
De esta manera, el articulista se esforzaba por crear la
impresión de una cierta apatía por parte de los parientes de
Marie, contradictoria con la suposición de que dichos
parientes creían que el cadáver era el de la joven. Las
insinuaciones pueden reducirse a lo siguiente: Marie, con
la complicidad de sus amigos, se había ausentado de la
ciudad por razones que implicaban un cargo contra su
castidad. Al aparecer en el Sena un cuerpo que se parecía
algo al de la muchacha, sus parientes habían aprovechado
la oportunidad para impresionar al público con el
convencimiento de su muerte. Pero L’Etoile volvía a
apresurarse. Probóse claramente que la aludida apatía no
era tal; que la madre de Marie estaba muy débil y tan
afligida que era incapaz de ocuparse de nada; que St.
Eustache, lejos de haber recibido fríamente la noticia,
hallábase en tal estado de desesperación y se conducía de
una manera tan extraviada, que monsieur Beauvais debió
pedir a un amigo y pariente que no se separara de su lado y
le impidiera presenciar la exhumación del cadáver.
L’Etoile afirmaba, además, que el cuerpo había sido
nuevamente enterrado a costa del municipio, que la familia
había rechazado de plano una ventajosa oferta de sepultura
privada, y que en la ceremonia no había estado presente
ningún miembro de la familia. Pero todo eso, publicado a
fin de reforzar la impresión que el periódico buscaba
producir, fue satisfactoriamente refutado. Un número
posterior del mismo diario trataba de arrojar sospechas
sobre el mismo Beauvais. El redactor manifestaba:
«Se ha producido una novedad en este asunto. Nos
informan que, en ocasión de una visita de cierta madame
B... a la casa de madame Rogêt, monsieur Beauvais, que
se disponía a salir, dijo a la primera nombrada que no
tardaría en venir un gendarme, pero que no debía decir una
sola palabra hasta su regreso, pues él mismo se ocuparía
del asunto. En el estado actual de cosas, monsieur
Beauvais parece ser quien tiene todos los hilos en la mano.
Es imposible dar el menor paso sin tropezar en seguida
con su persona. Por alguna razón este caballero ha
decidido que nadie fuera de él se ocupara de las
actuaciones, y se las ha compuesto para dejar de lado a los
parientes masculinos de la difunta, procediendo en forma
harto singular. Parece, además, haberse mostrado muy
refractario a que los parientes de la víctima vieran el
cadáver.»
Un hecho posterior contribuyó a dar alguna consistencia a
las sospechas así arrojadas sobre Beauvais. Días antes de
la desaparición de la joven, una persona que acudió a la
oficina de aquél, en ausencia de su ocupante, observó que
en la cerradura de la puerta había una rosa, y que en una
pizarra colgada al lado aparecía el nombre Marie.
Hasta donde podíamos deducirlo por la lectura de los
diarios, la impresión general era que la muchacha había
sido víctima de una banda de criminales, quienes la habían
arrastrado cerca del río, maltratado y, finalmente,
asesinado. Le Commerciel periódico de gran influencia,
combatía, sin embargo, vigorosamente esta opinión
popular. Cito uno o dos pasajes de sus columnas:
«Estamos persuadidos de que, al encaminarse hacia la
Barrière du Roule, la indagación ha seguido hasta ahora un
camino equivocado. Es imposible que una persona tan
popularmente conocida como la joven víctima hubiera
podido caminar tres cuadras sin que la viera alguien, y
cualquiera que la hubiese visto la recordaría, porque su
figura interesaba a todo el mundo. Las calles estaban
llenas de gente cuando Marie salió. Imposible que haya
llegado a la Barrière du Roule o a la rue des Drômes sin
ser reconocida por una docena de testigos. Y, sin embargo,
no se ha presentado nadie que la haya visto fuera de la
casa de su madre; aparte del testimonio que se refiere a las
intenciones expresadas por Marie, no existe prueba alguna
de que realmente haya salido de su casa.
»El traje de la víctima había sido desgarrado, arrollado a
su cintura y atado; el propósito era llevar el cadáver como
se lleva un envoltorio. Si el asesinato hubiera sido
cometido en la Barrière du Roule no habría habido la
menor necesidad de semejante cosa. El hecho de que el
cuerpo haya sido encontrado flotando cerca de la Barrière
no prueba el lugar donde fue arrojado al agua... Un trozo
de una de las enaguas de la infortunada muchacha, de dos
pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el
mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para
ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no
tenían pañuelo en el bolsillo.»
Uno o dos días antes de que el prefecto nos visitara, la
policía recibió importantes informaciones que parecieron
invalidar los argumentos esenciales de Le Commerciel.
Dos niños, hijos de cierta madame Deluc, que
vagabundeaban por los bosques próximos a la Barrière du
Roule, entraron casualmente en un espeso soto, donde
había tres o cuatro grandes piedras que formaban una
especie de asiento con respaldo y escabel.
Sobre la piedra superior aparecían unas enaguas blancas;
en la segunda, una chalina de seda. También encontraron
una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. Este
último ostentaba el nombre «Marie Rogêt». En las zarzas
circundantes aparecieron jirones de vestido. La tierra
estaba removida, rotos los arbustos y no cabía duda de que
una lucha había tenido lugar. Entre el soto y el río se
descubrió que los vallados habían sido derribados y la
tierra mostraba señales de que se había arrastrado una
pesada carga.
Un semanario, Le Soleil, contenía el siguiente comentario
del descubrimiento, comentario que era como el eco de la
prensa parisiense:
«Con toda evidencia, los objetos hallados llevaban en el
lugar tres o cuatro semanas, por lo menos; aparecían
estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el
moho los había pegado entre sí. El pasto había crecido en
torno y encima de algunos de ellos. La seda de la sombrilla
era muy fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a
otras por dentro. La parte superior, de tela doble y plegada,
estaba enmohecida por la acción de la intemperie y se
rompió al querer abrirla. Los jirones del vestido en las
zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo.
Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había
sido remendado; otro trozo era parte de la falda, pero no
del dobladillo. Daban la impresión de ser pedazos
arrancados y se hallaban en la zarza espinosa, a un pie del
suelo... No cabe ninguna duda, pues, de que se ha
descubierto el escenario de tan espantoso atentado.»
Otros testimonios surgieron a consecuencia del
descubrimiento. Madame Deluc declaró ser la dueña de
una posada situada sobre el camino, no lejos de la orilla
del río, en la parte opuesta a la Barrière du Roule.
Esta región es particularmente solitaria y constituye el
habitual lugar de esparcimiento de los pájaros de cuenta de
París, que cruzan el río en bote. Hacia las tres de la tarde
del domingo en cuestión llegó a la posada una muchacha a
quien acompañaba un hombre joven y moreno. Ambos
permanecieron algún tiempo en la casa. Al partir se
encaminaron rumbo a los espesos bosques de la vecindad.
Madame Deluc había observado con atención el tocado de
la muchacha, pues le recordaba mucho uno que había
tenido una parienta suya fallecida. Reparó, sobre todo, en
la chalina. Poco después de la partida de la pareja se
presentó una pandilla de malandrines, quienes se
condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin
pagar, siguieron luego la ruta que habían tomado los dos
jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a
cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.
Poco después de oscurecer, aquella misma tarde, madame
Deluc y su hijo mayor oyeron los gritos de una mujer en la
vecindad de la posada. Los gritos eran violentos, pero
duraron poco. Madame D. no solamente reconoció la
chalina hallada en el soto, sino el vestido que tenía el
cadáver. Un conductor de ómnibus, Valence, testimonió
asimismo haber visto a Marie Rogêt cuando cruzaba en un
ferry el Sena, el domingo en cuestión, acompañada por un
joven moreno. Valence conocía a la muchacha y estaba
seguro de su identidad. Los efectos encontrados en el soto
fueron reconocidos sin lugar a dudas por los parientes de
la víctima.
Los distintos testimonios e informaciones recogidos por
mí a pedido de Dupin contenían tan sólo un punto más,
pero, al parecer, de gran importancia.
Inmediatamente después del descubrimiento de las ropas
que acaban de describirse encontróse el cuerpo de St.
Eustache, el prometido de Marie, quien yacía moribundo
en la vecindad de la que todos suponían la escena del
atentado. Un frasco con la inscripción láudano apareció
vacío a su lado. El aliento del agonizante revelaba la
presencia del veneno. St. Eustache murió sin decir una
palabra. En sus ropas se halló una carta donde brevemente
reiteraba su amor por Marie y su intención de suicidarse.
-Apenas necesito decirle -declaró Dupin al finalizar el
examen de mis notas- que este caso es mucho más
intrincado que el de la rue Morgue, del cual difiere en un
importante aspecto. Estamos aquí en presencia de un
crimen ordinario, por más atroz que sea. No hay nada
particularmente excesivo, outré, en sus características.
Observará usted que por esta razón se consideró que el
misterio era sencillo, cuando, en realidad, y por la misma
razón, debía considerárselo muy difícil. Al principio, por
ejemplo, no se creyó necesario ofrecer una recompensa.
Los agentes de G... fueron capaces de comprender
inmediatamente cómo y por qué podía haberse cometido
esa atrocidad. Se representaron imaginariamente un modo
-muchos modos- y un móvil -muchos móviles-. Y como no
era imposible que cualquiera de tan numerosos modos y
móviles pudiera haber sido el verdadero, descontaron que
uno de ellos tenía que ser el verdadero. Pero la facilidad
con que nacieron tan diversas fantasías y lo plausible de
cada una deberían haber indicado las dificultades del caso
antes que su facilidad. Ya le he hecho notar que la razón se
abre camino por encima del nivel ordinario, si es que ha de
encontrar la verdad, y que la verdadera pregunta en casos
como éstos no es tanto: «¿Qué ha ocurrido?», sino: «¿Qué
hay en lo ocurrido, que no se parece a nada de lo ocurrido
anteriormente?»
En las investigaciones en casa de madame L’Espanaye, los
agentes de G... quedaron confundidos y descorazonados
por lo insólito, lo infrecuente del caso que, para un
intelecto debidamente ordenado, hubiese significado el
más seguro augurio de buen éxito; mientras ese mismo
intelecto podría desesperarse ante el carácter ordinario de
todas las apariencias en el caso de la muchacha de la
perfumería, que para los funcionarios de la prefectura eran
signos de un fácil triunfo.
En el caso de madame L’Espanaye y su hija, desde el
principio de nuestra investigación no cupo duda alguna de
que se había cometido un crimen. La idea de suicidio fue
inmediatamente excluida. También aquí, desde el
comienzo, podemos eliminar toda suposición en ese
sentido. El cuerpo hallado en la Barrière du Roule se
hallaba en un estado que elimina toda vacilación sobre
punto tan importante. Pero se ha sugerido que el cadáver
hallado no es el de Marie Rogêt; y la recompensa ofrecida
se refiere a la denuncia del asesino o asesinos de ésta, y lo
mismo el acuerdo a que hemos llegado con el prefecto.
Bien conocemos a este caballero y no debemos confiar
demasiado en él. Si iniciamos nuestras investigaciones a
partir del cadáver hallado y seguimos la huella del asesino
hasta descubrir que el cadáver pertenece a otra persona, o
bien si partimos de la suposición de que Marie está viva y
verificamos que, efectivamente, ésa es la verdad, en ambos
casos perdemos el precio de nuestras fatigas, ya que
tenemos que entendernos con monsieur G... Vale decir que
nuestro primer objetivo -si pensamos en nosotros tanto
como en la justicia- debe consistir en dejar bien
establecido que el cadáver hallado pertenece a la Marie
Rogêt desaparecida.
Los argumentos de L’Etoile han tenido gran repercusión
entre el público, y el periódico mismo está tan convencido
de su importancia que comienza así uno de sus
comentarios sobre el tema: “Varios diarios de la mañana,
en su edición de hoy, aluden al concluyente artículo de
L’Etoile del domingo”. Para mí el tal artículo no es nada
concluyente y sólo demuestra el celo de su redactor.
Debemos tener en cuenta que, en general, nuestros
periódicos se proponen fines sensacionalistas y triunfos
personales mucho más que servir la causa de la verdad.
Este último objetivo solamente es perseguido cuando
coincide con los anteriores. El diario que se conforma con
la opinión general (por bien fundada que esté) no logra los
sufragios de la multitud. La masa popular sólo considera
profundo aquello que está en abierta contradicción con las
nociones generales. Tanto en el raciocinio como en la
literatura, el epigrama obtiene la aprobación inmediata y
universal. Y en ambos casos se halla en lo más bajo de la
escala de méritos.
Quiero decir que la mezcla de epigrama y melodrama que
hay en la idea de que Marie Rogêt está todavía viva vale
más para L’Etoile que lo que pueda haber de plausible en
esa sugestión, y le ha ganado la favorable acogida del
público. Examinemos lo principal de los argumentos del
diario, tratando de evitar la incoherencia con la cual han
sido expuestos.
El primer propósito del redactor consiste en mostrar,
basándose en lo breve del intervalo entre la desaparición
de Marie y el hallazgo del cuerpo en el río, que este último
no puede ser el de Marie. De inmediato, el redactor trata
de reducir dicho intervalo a sus menores proporciones. En
la ansiosa persecución de este objetivo, no vacila en
abandonarse a meras suposiciones.
“Sería absurdo suponer -declara- que el asesinato (si se
trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante
pronto para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al
río antes de media noche.” Con toda naturalidad pregunto:
¿por qué? ¿Por qué es absurdo suponer que el crimen
podo ser cometido cinco minutos después de que la
muchacha salió de casa de su madre? ¿Por qué es absurdo
suponer que el crimen fue cometido en cualquier momento
de ese día? Ha habido asesinatos a todas horas. Pero si el
crimen hubiese tenido lugar en cualquier momento entre
las nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora
antes de media noche, siempre habría habido tiempo
suficiente «para arrojar el cuerpo al río antes de media
noche». La suposición, pues, se reduce a esto: el asesinato
no fue cometido el día domingo. Pero si permitimos a
L’Etoile suponer eso, bien podemos permitirle todas las
libertades. El párrafo que comienza: “Sería absurdo
suponer que el asesino, etcétera”, debió haber sido
concebido por el redactor en la forma siguiente: “Sería
absurdo suponer que el asesinato (si se trata de un
asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para
permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes
de media noche; es absurdo, decimos, suponer tal cosa, y a
la vez (como estamos resueltos a suponer) que el cuerpo
no fue tirado al río hasta después de medianoche...” Frase
bastante inconsistente en sí, pero no tan ridícula como la
impresa.
Si mi propósito -continuó Dupin- se limitara meramente a
impugnar este pasaje del argumento de L’Etoile, podría
dejar la cosa así. Pero no tenemos que habérnoslas con
L’Etoile, sino con la verdad.
Tal como aparece, la frase en cuestión sólo tiene un
sentido, pero resulta importantísimo que vayamos más allá
de las meras palabras, en busca de la idea que éstas
trataron obviamente de expresar sin conseguirlo. La
intención del periodista era hacer notar que en cualquier
momento del día o de la noche del domingo en que se
hubiera cometido el crimen, resultaba improbable que los
asesinos hubieran osado transportar el cuerpo al río antes
de media noche. Y es aquí donde reside la suposición
contra la cual me rebelo. Se da por supuesto que el
asesinato fue cometido en un lugar y en tales
circunstancias que hacían necesario transportar el cadáver.
Ahora bien, el asesinato pudo producirse a la orilla del río
o en el río mismo; vale decir que el acto de arrojar el
cadáver al río pudo ocurrir en cualquier momento del día o
de la noche, como la forma de ocultamiento más inmediata
y más obvia. Comprenderá que no sugiero nada de esto
como probable o como coincidente con mi propia opinión.
Hasta ahora, mis intenciones no se refieren a los hechos
del caso. Simplemente deseo prevenirlo contra el tono de
esa sugestión de L’Etoile, mostrándole desde un comienzo
su carácter.
Luego de fijar un límite adecuado a sus nociones
preconcebidas y de suponer que, de tratarse del cuerpo de
Marie, sólo podría haber permanecido breve tiempo en el
agua, el diario continúa diciendo:
“Las experiencias han demostrado que los cuerpos de los
ahogados o de los arrojados al agua inmediatamente
después de una muerte violenta requieren de seis a diez
días para que la descomposición esté lo bastante avanzada
como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara
un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver y éste
sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis
días volverá a hundirse si no se lo amarra”.
Estas afirmaciones han sido tácitamente aceptadas por
todos los diarios de París, con excepción de Le Moniteur,
Este último se esfuerza por desvirtuar esa parte del párrafo
que se refiere a “los cuerpos de los ahogados”, citando
cinco o seis casos en los cuales los cadáveres de personas
ahogadas reaparecieron a flote tras un lapso menor del que
sostiene L’Etoile. Pero Le Moniteur procede de manera
muy poco lógica al pretender refutar la totalidad del
argumento de L’Etoile mediante ejemplos particulares que
lo contradicen. Aunque hubiera sido posible aducir
cincuenta en vez de cinco ejemplos de cuerpos que se
hallaron flotando después de dos o tres días, esos
cincuenta ejemplos podrían seguir siendo razonablemente
considerados como excepciones a la regla de L’Etoile
hasta el momento en que pudiera refutarse la regla misma.
Admitiendo esta última (como lo hace Le Moniteur, que se
limita a señalar sus excepciones), el argumento de L’Etoile
conserva toda su fuerza, ya que sólo se refiere a la
probabilidad de que el cuerpo haya surgido a la superficie
en menos de tres días, y esta probabilidad seguirá
manteniéndose a favor de L’Etoile hasta que los ejemplos
tan puerilmente aducidos tengan número suficiente para
constituir una regla antagónica.
Verá usted de inmediato que toda argumentación opuesta
debe concentrarse en la regla en sí, y a tal fin debemos
examinar la razón misma de la regla. En general, el cuerpo
humano no es ni más liviano ni más pesado que el agua del
Sena; vale decir que el peso específico del cuerpo humano
en condición natural equivale aproximadamente al del
volumen de agua dulce que desplaza.
Los cuerpos de gentes gruesas y corpulentas, de huesos
pequeños, y en general los de las mujeres, son más
livianos que los cuerpos delgados, de huesos grandes, y en
general de los masculinos; a su vez el peso especifico del
agua de río se ve más o menos influido por el flujo
proveniente del mar. Pero, dejando esto a un lado, puede
afirmarse que muy pocos cuerpos se hundirían
espontáneamente, incluso en agua dulce. Prácticamente
todos los que caen en un río pueden mantenerse a flote,
siempre que logren equilibrar el peso específico del agua
con el suyo; vale decir, que queden casi completamente
sumergidos, con el minino posible fuera del agua. La
posición adecuada para el que no sabe nadar es la vertical,
como si estuviera caminando, con la cabeza
completamente echada hacia atrás y sumergida, salvo la
boca y la nariz. Colocados en esa forma, descubriremos
que nos mantenemos a flote sin dificultad ni esfuerzo.
Naturalmente que el peso del cuerpo y el volumen de agua
desplazado se equilibran estrechamente, y la menor
diferencia determinará la preponderancia de uno de ellos.
Un brazo levantado fuera del agua, por ejemplo, y privado
así de su sostén, representa un peso adicional suficiente
para sumergir por completo la cabeza, mientras que la
ayuda del más pequeño trozo de madera nos permitirá
sacar la cabeza lo suficiente para mirar en torno. Ahora
bien, cuando alguien que no sabe nadar se debate en el
agua, levantará invariablemente los brazos, mientras se
esfuerza por mantener la cabeza en posición vertical. El
resultado de esto es la inmersión de la boca y la nariz, que
acarrea, en los esfuerzos por respirar, la entrada del agua
en los pulmones. El agua penetra igualmente en el
estómago, y el cuerpo pesa más por la diferencia entre el
peso del aire que previamente llenaba dichas cavidades y
el del líquido que las ocupa ahora.
Tal diferencia basta para que el cuerpo se hunda por regla
general, aunque es insuficiente en caso de personas de
huesos menudos y una cantidad anormal de materia grasa.
Estas personas siguen flotando incluso después de haberse
ahogado.
Suponiendo que el cuerpo se encuentre en el fondo del río,
permanecerá allí hasta que por algún motivo su peso
específico vuelva a ser menor que la masa de agua que
desplaza. Esto puede deberse a la descomposición o a otras
razones. La descomposición produce gases que distienden
los tejidos celulares y todas las cavidades, produciendo en
el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver. Cuando la
distensión ha avanzado a punto tal que el volumen del
cuerpo aumenta de tamaño sin un aumento
correspondiente de masa, su peso específico resulta menor
que el del agua desplazada y, por tanto, se remonta a la
superficie. Pero la descomposición se ve modificada por
innumerables circunstancias y es acelerada o retardada por
múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o frío de la
estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la
profundidad de ésta, su movimiento o estancamiento, las
características del cuerpo, su estado normal o anormal
antes de la muerte. Resulta, pues, evidente que no
podemos señalar con seguridad un período preciso tras el
cual el cadáver saldrá a flote a causa de la descomposición.
Bajo ciertas condiciones, este resultado puede ocurrir
dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás.
Existen preparados químicos por los cuales un cuerpo
puede ser preservado para siempre de la corrupción; uno
de ellos es el bicloruro de mercurio. Pero, aparte de la
descomposición, suele producirse en el estómago una
cantidad de gas derivada de la fermentación acetosa de
materias vegetales, gas que también puede originarse en
otras cavidades y provenir de otras causas, en cantidad
suficiente para provocar una distensión que hará subir el
cuerpo a la superficie. El efecto producido por el disparo
de un cañón es el resultante de las simples vibraciones.
Éstas desprenderán el cuerpo del barro o el limo en el cual
se halle depositado permitiéndole salir a flote una vez que
las causas antes citadas lo hayan preparado para ello;
también puede vencer la resistencia de algunas partes
putrescibles de los tejidos celulares, permitiendo que las
cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.
Así, una vez que tenemos ante nosotros todos los datos
necesarios sobre este tema, podemos emplearlos para
poner fácilmente a prueba las afirmaciones de L’Etoile.
“Las experiencias han demostrado -dice éste- que los
cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua
inmediatamente después de una muerte violenta, requieren
de seis a diez días para que la descomposición esté lo
bastante avanzada como para devolverlos a la superficie.
Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay
un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una
inmersión de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se
lo amarra.”
A la luz de lo que sabemos, la totalidad de este párrafo
aparece como un tejido de inconsecuencias e
incoherencias. La experiencia no demuestra que los
“cuerpos de ahogados” requieran de seis a diez días para
que la descomposición avance lo suficiente para
devolverlos a la superficie.
Tanto la ciencia como la experiencia muestran que el
término de su reaparición es y debe ser necesariamente
variable. Si, además, un cuerpo ha salido a flote por el
disparo de un cañón, no “volverá a hundirse si no se lo
amarra” hasta que la descomposición haya avanzado lo
bastante para permitir el escape del gas acumulado en el
interior. Quiero llamar su atención sobre el distingo que se
hace entre “cuerpos de ahogados” y cuerpos “arrojados al
agua inmediatamente después de una muerte violenta”.
Aunque el redactor admite la distinción, los incluye
empero en la misma categoría. Ya he demostrado que el
cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve
específicamente más pesado que la masa de agua que
desplaza, y que no se hundiría si no fuera por los
movimientos en el curso de los cuales saca los brazos
fuera del agua, y su ansiedad por respirar debajo de ésta,
con lo cual el espacio que ocupaba el aire en los pulmones
se ve reemplazado por agua. Pero estos movimientos y
estas respiraciones no ocurren en un cuerpo “arrojado al
agua inmediatamente después de una muerte violenta”. En
este último caso, pues, es regla general que el cuerpo no
se hunda, detalle que L’Etoile evidentemente ignora.
Cuando la descomposición alcanza un grado avanzado,
cuando la carne se ha desprendido en gran parte de los
huesos, entonces, pero sólo entonces, perderemos de vista
el cadáver.
¿Qué nos queda ahora del argumento por el cual el cuerpo
encontrado no puede ser el de Marie Rogêt dado que
apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En
caso de haberse ahogado, el cuerpo pudo no hundirse
nunca, ya que se trataba de una mujer; o, en caso de
hundirse, pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o
menos.
Sin embargo, nadie supone que Marie se haya ahogado, y,
habiendo sido asesinada antes de que la arrojaran al río, su
cadáver pudo ser encontrado a flote en cualquier momento.
“Pero -dice L’Etoile- si el cuerpo, maltratado como estaba,
hubiera permanecido en tierra hasta la noche del martas,
no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella
de los asesinos.” Aquí resulta difícil darse cuenta al
principio de la intención del razonador. Trata de
anticiparse a algo que supone puede constituir una
objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado
dos días en tierra, entrando en descomposición con mayor
rapidez que si hubiera estado sumergido en el agua.
Supone que, si ése fuera el caso, el cadáver podría haber
surgido a la superficie el día miércoles, y piensa que sólo
gracias a esas circunstancias podría haber aparecido. Se
apresura, por tanto, a mostrar que no fue guardado en
tierra, pues, de ser así, “no habría dejado de encontrarse en
la costa alguna huella de los asesinos”. Me imagino que
usted sonríe ante este sequitur. No alcanza a ver cómo la
mera permanencia del cadáver en tierra podría multiplicar
las huellas de los asesinos. Tampoco lo veo yo.
“Y, lo que es más -continua nuestro diario-, parece
altamente improbable que los miserables capaces de
semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin
atarle algún peso para mantenerlo sumergido, cosa que no
ofrecía la menor dificultad.” ¡Observe en esta parte la
risible confusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera
L’Etoile- pone en duda el crimen cometido contra el
cuerpo encontrado. Las señales de violencia son
demasiado evidentes. La finalidad de nuestro razonador
consiste solamente en mostrar que este cuerpo no es el de
Marie. Quiere probar que Marie no fue asesinada, sin
dudar de que el cuerpo hallado lo haya sido. Pero sus
observaciones sólo prueban este último punto.
He aquí un cadáver al que no han atado ningún peso. Si lo
hubieran echado al agua los asesinos, éstos no habrían
dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al agua los
asesinos. Si alguna cosa se prueba, es solamente eso. La
cuestión de la identidad no se toca ni remotamente, y
L’Etoile se ha tomado todo ese trabajo para contradecir lo
que admitía un momento antes. “Estamos completamente
convencidos -manifiesta- que el cuerpo hallado es el de
una mujer asesinada.”
No es la única vez que nuestro razonador se contradice sin
darse cuenta. Como ya he señalado, su evidente finalidad
consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la
desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin
embargo, lo vemos insistir en el hecho de que nadie vio a
la muchacha desde el momento en que abandonó la casa
de su madre. “Carecemos de testimonios -declara- de que
Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las
nueve de la mañana del domingo 22 de junio.” Dado que
es éste un argumento evidentemente parcial, hubiera sido
preferible que lo dejara de lado, ya que si se supiera de
alguien que hubiese reconocido a Marie, digamos el lunes
o el martas, el intervalo en cuestión se habría reducido
mucho y, conforme al razonamiento anterior, las
probabilidades de que el cadáver hallado fuera el de la
grisette habrían disminuido en mucho. Resulta divertido,
pues, observar cómo L’Etoile insiste sobre este punto con
pleno convencimiento de que refuerza su argumentación
general.
Examine ahora nuevamente la parte del artículo que se
refiere a la identificación del cadáver por Beauvais. A
propósito del vello del brazo, es evidente que L’Etoile peca
por falta de ingenio. Dado que monsieur Beauvais no es
ningún tonto, jamás se habría apresurado a identificar el
cadáver basándose tan sólo en que tenía vello en el brazo.
Todo brazo tiene vello. La generalización en que incurre
L’Etoile es una simple deformación de la fraseología del
testigo. Este debió referirse a alguna particularidad del
vello. Pudo referirse al color, a la cantidad, al largo o a la
distribución.
“Sus pies eran pequeños -sigue diciendo el diario-, pero
hay miles de pies pequeños. Tampoco constituyen una
prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se
venden en lotes. Lo mismo cabe decir de las flores de su
sombrero. Monsieur Beauvais insiste en que el broche de
las ligas había sido cambiado de lugar para que ajustaran.
Esto no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren
llevar las ligas nuevas a su casa y ajustarlas allí al
diámetro de su pierna, en vez de probarlas en la tienda
donde las compran.” Aquí resulta difícil suponer que el
razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del cuerpo
de Marie, monsieur Beauvais encontró un cadáver que en
sus medidas y apariencias generales correspondía a la
joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en cuenta
para nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que
se trataba de ella. Si, además de las medidas y formas
generales, descubrió en el brazo un vello cuyo aspecto
correspondía al que había observado en vida de Marie, su
opinión debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento
de seguridad pudo muy bien estar en relación directa con
la particularidad o rareza del vello del brazo. Si los pies de
Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el
aumento de probabilidades de que éste correspondiera a
aquélla no se daría ya en proporción meramente aritmética,
sino geométrica o acumulativa. Agreguemos a esto los
zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de
su desaparición; aunque dichos zapatos “se vendan en
lotes”, aumenta a tal punto la probabilidad, que casi la
vuelven certeza.
Lo que en sí mismo no sería una prueba de identidad se
convierte, por su posición corroborativa, en la más segura
de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero,
coincidentes con las que llevaba la joven desaparecida, y
no pediremos nada más. Y si por una sola flor no
exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o
más? Cada una que se agrega es una prueba múltiple; no
una prueba sumada a otra, sino multiplicada por cientos o
miles. Descubramos ahora en el cadáver un par de ligas
como las que usaba la difunta, y sería casi una locura
seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas
aparecen ajustadas, mediante el corrimiento de su broche,
en la misma forma en que Marie había ajustado las suyas
poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es hipocresía
o locura. Cuando L’Etoile sostiene que este acortamiento
de las ligas es una práctica habitual, lo único que
demuestra es su pertinacia en el error. La calidad de
elástica de toda liga demuestra por sí misma que la
necesidad de acortarla es muy poco frecuente. Lo que está
hecho para ajustar por sí mismo sólo rara vez necesitará
ayuda para cumplir su cometido. Sólo por accidente, en su
más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser
acortadas. Y ellas solas hubieran bastado para asegurar
ampliamente su identidad. Pero aquí no se trata de que el
cadáver tuviera las ligas de la joven desaparecida, o sus
zapatos, o su gorro, o las flores de su gorro, o sus pies, o
una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia
generales, sino que el cadáver tenía todo eso junto. Si se
pudiera probar que, frente a ello, el redactor de L’Etoile
experimentó verdaderamente dudas no haría falta en su
caso un mandato de lunático inquirendo. A nuestro
hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de las
charlas de los abogados, que, por su parte, se contentan
con repetir los rígidos preceptos de los tribunales.
Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal se
rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas
para la inteligencia. Ocurre que el tribunal, guiándose por
principios generales ya reconocidos y registrados, no gusta
de apartarse de ellos en casos particulares. Y esta pertinaz
adhesión a los principios, con total omisión de las
excepciones en conflicto, es un medio seguro para alcanzar
el máximo de verdad alcanzable, en cualquier período
prolongado de tiempo. Esta práctica, en masse, es, por
tanto, razonable; pero no es menos cierto que engendra
cantidad de errores particulares.
Con respecto a las insinuaciones apuntadas contra
Beauvais, estará usted pronto a desecharlas de un soplo.
Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de
este excelente caballero. Es un entrometido, lleno de
fantasía romántica y con muy poco ingenio. En una
situación verdaderamente excitante como la presente, toda
persona como él se conducirá de manera de provocar
sospechas por parte de los excesivamente sutiles o de los
mal dispuestos. Según surge de las notas reunidas por
usted, monsieur Beauvais tuvo algunas entrevistas con el
director de L’Etoile, y lo disgustó al aventurar la opinión
de que el cadáver, pese a la teoría de aquél, era sin lugar a
dudas el de Marie. “Persiste -dice el diario- en afirmar que
el cadáver es el de Marie, pero no es capaz de señalar
ningún detalle, fuera de los ya comentados, que imponga
su creencia a los demás.” Sin reiterar el hecho de que
mejores pruebas “para imponer su creencia a los demás”
no podrían haber sido nunca aducidas, conviene señalar
que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien
estar convencido, sin ser capaz de proporcionar la menor
razón de su convencimiento a un tercero. Nada es más
vago que las impresiones referentes a la identidad
personal.
Cada uno reconoce a su vecino, pero pocas veces se está
en condiciones de dar una razón que explique ese
reconocimiento. El director de L’Etoile no tiene derecho
de ofenderse porque la creencia de monsieur Beauvais
carezca de razones.
Las sospechosas circunstancias que lo rodean cuadran
mucho más con mi hipótesis de entrometimiento
romántico que con la sugestión de culpabilidad lanzada
por el redactor. Una vez adoptada la interpretación más
caritativa, no tendremos dificultad en comprender la rosa
en el agujero de la cerradura, el nombre “Marie” en la
pizarra, el haber “dejado de lado a los parientes
masculinos de la difunta”, la resistencia “a que los
parientes de la víctima vieran el cadáver”, la advertencia
hecha a madame B... de que no debía decir nada al
gendarme hasta que él, monsieur Beauvais, estuviera de
regreso y, finalmente, su decisión aparente de que “nadie,
fuera de él, se ocuparía de las actuaciones”. Me parece
incuestionable que Beauvais cortejaba a Marie, que ella
coqueteaba con él, y que nuestro hombre estaba ansioso de
que lo creyeran dueño de su confianza e íntimamente
vinculado con ella. No insistiré sobre este punto. Por lo
demás, las pruebas refutan redondamente las afirmaciones
de L’Etoile tocantes a la supuesta apatía por parte de la
madre y otros parientes, apatía contradictoria con su
convencimiento de que el cadáver era el de la muchacha;
pasemos adelante, pues, como si la cuestión de la
identidad quedara probada a nuestra entera satisfacción.»
-¿Y qué piensa usted -pregunté- de las opiniones de Le
Commerciel?
-En esencia, merecen mucha mayor atención que todas las
formuladas sobre el asunto. Las deducciones derivadas de
las premisas son lógicas y agudas, pero, en dos casos, las
premisas se basan en observaciones imperfectas. Le
Commerciel insinúa que Marie fue secuestrada por alguna
banda de malandrines a poca distancia de la casa de su
madre. «Es imposible -señala- que una persona tan
popularmente conocida como la joven víctima hubiera
podido caminar tres cuadras sin que la viera alguien.» Esta
idea nace de un hombre que reside hace mucho en París,
donde está empleado, y cuyas andanzas en uno u otro
sentido se limitan en su mayoría a la vecindad de las
oficinas públicas. Sabe que raras veces se aleja más de
doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o saludado
por alguien. Frente a la amplitud de sus relaciones
personales, compara esta notoriedad con la de la joven
perfumista, sin advertir mayor diferencia entre ambas, y
llega a la conclusión de que, cuando Marie salía de paseo,
no tardaba en ser reconocida por diversas personas, como
en su caso. Pero esto podría ser cierto si Marie hubiese
cumplido itinerarios regulares y metódicos, tan
restringidos como los del redactor, y análogos a los suyos.
Nuestro razonador va y viene a intervalos regulares dentro
de una periferia limitada, llena de personas que lo conocen
porque sus intereses coinciden con los suyos, puesto que
se ocupan de tareas análogas. Pero cabe suponer que los
paseos de Marie carecían de rumbo preciso. En este caso
particular lo más probable es que haya tomado por un
camino distinto de sus itinerarios acostumbrados. El
paralelo que suponemos existía en la mente de Le
Commerciel sólo es defendible si se trata de dos personas
que atraviesan la ciudad de extremo a extremo.
En este caso, si imaginamos que las relaciones personales
de cada uno son equivalentes en número, también serán
iguales las posibilidades de que cada uno encuentre el
mismo número de personas conocidas. Por mi parte, no
sólo creo posible, sino muy probable, que Marie haya
andado por las diversas calles que unen su casa con la de
su tía, sin encontrar a ningún conocido. Al estudiar este
aspecto como corresponde, no se debe olvidar nunca la
gran desproporción entre las relaciones personales (incluso
las del hombre más popular de París) y la población total
de la ciudad.
De todos modos, la fuerza que aparentemente pueda tener
la sugestión de Le Commerciel disminuye mucho si
pensamos en la hora en que Marie abandonó su casa. “Las
calles estaban llenas de gente cuando salió”, dice Le
Commerciel; pero no es así. Eran las nueve de la mañana.
Es verdad que durante toda la semana las calles están
llenas de gente a las nueve. Pero no el domingo. Ese día, la
mayoría de los vecinos están en su casa, preparándose para
ir a la iglesia. Ninguna persona observadora habrá dejado
de reparar en el aire particularmente desierto de la ciudad,
entre las ocho y las diez del domingo. De diez a once, las
calles están colmadas, pero nunca en el período antes
señalado.
En otro punto me parece que Le Commerciel parte de una
observación deficiente. “Un trozo de una de las enaguas de
la infortunada muchacha -dice-, de dos pies de largo por
uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado
detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos.
Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el
bolsillo.” Ya veremos si esta idea está bien fundada o no;
pero por “individuos que no tenían pañuelo en el bolsillo”
el redactor entiende la peor ralea de malhechores.
Ahora bien, ocurre que precisamente éstos tienen siempre
un pañuelo en el bolsillo, aunque carezcan de camisa.
Habrá tenido usted ocasión de observar cuan indispensable
se ha vuelto en estos últimos años el pañuelo para el matón
más empedernido.»
-¿Y qué cabe pensar -pregunté- del artículo de Le Soleil?
-Pues cabe pensar que es una lástima que su redactor no
haya nacido loro, en cuyo caso hubiera sido el más ilustre
de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de
las publicaciones ajenas, escogiéndolos con laudable
esfuerzo de uno y otro diario. «Con toda evidencia
-manifiesta- los objetos hallados llevaban en el lugar tres o
cuatro semanas, por lo menos... No cabe ninguna duda,
pues, que se ha descubierto el lugar de tan espantoso
atentado.» Los hechos señalados aquí por Le Soleil están
sin embargo muy lejos de disipar mis dudas al respecto, y
vamos a examinarlos detalladamente más adelante, en
relación con otro aspecto del asunto.
Ocupémonos por ahora de cosas distintas. No habrá dejado
usted de reparar en la extrema negligencia del examen del
cadáver. Cierto que la cuestión de la identidad quedó o
debió quedar prontamente terminada, pero había otros
aspectos por verificar ¿No fue saqueado el cadáver? ¿No
llevaba la difunta joyas al salir de su casa? De ser así, ¿se
encontró alguna al examinar el cuerpo? He aquí cuestiones
importantes, totalmente descuidadas por la investigación, y
quedan otras igualmente importantes que no han merecido
la menor atención. Tendremos que asegurarnos mediante
indagaciones particulares. El caso de St. Eustache exige
ser nuevamente examinado. No abrigo sospechas sobre él,
pero es preciso proceder metódicamente.
Nos aseguraremos sin lugar a ninguna duda sobre la
validez de los testimonios escritos que presentó acerca de
sus movimientos en el curso del domingo. Los certificados
de este género suelen prestarse fácilmente a la
mistificación. Si no encontramos nada de anormal en ellos,
desecharemos a St. Eustache de nuestra investigación. Su
suicidio, que corroboraría las sospechas en caso de que los
certificados fueran falsos, constituye una circunstancia
perfectamente explicable en caso contrario, y que no debe
alejarnos de nuestra línea normal de análisis.
En lo que me proponga ahora, dejaremos de lado los
puntos interiores de la tragedia, concentrando nuestra
atención en su periferia. Uno de los errores en
investigaciones de este género consiste en limitar la
indagación a lo inmediato, con total negligencia de los
acontecimientos colaterales o circunstanciales. Los
tribunales incurren en la mala práctica de reducir los
testimonios y los debates a los límites de lo que consideran
pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo
mostrará siempre la buena lógica, que una parte muy
grande, quizá la más grande de la verdad, surge de lo que
se consideraba marginal y accesorio. Basándose en el
espíritu de este principio, si no en su letra, la ciencia
moderna se ha decidido a calcular sobre lo imprevisto.
Pero quizá no me hago entender. La historia del
conocimiento humano ha mostrado ininterrumpidamente
que la mayoría de los descubrimientos más valiosos los
debemos a acaecimientos colaterales, incidentales o
accidentales; se ha hecho necesario, pues, con vistas al
progreso, conceder el más amplio espacio a aquellas
invenciones que nacen por casualidad y completamente al
margen de las esperanzas ordinarias. Ya no es filosófico
fundarse en lo que ha sido para alcanzar una visión de lo
que será.
El accidente se admite como una porción de la
subestructura. Hacemos de la posibilidad una cuestión de
cálculo absoluto. Sometemos lo inesperado y lo
inimaginado a las fórmulas matemáticas de las escuelas.
«Repito que es un hecho verificado que la mayor porción
de toda verdad surge de lo colateral; y de acuerdo con el
espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación
de la huella tan transitada como estéril del hecho mismo,
para estudiar las circunstancias contemporáneas que lo
rodean. Mientras usted se asegura de la validez de esos
certificados, yo examinaré los periódicos en forma más
general de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el
momento, sólo hemos reconocido el campo de
investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica
como la que me propongo no nos proporcionara algunos
menudos datos que establezcan una dirección para nuestra
tarea.»
En cumplimiento de las indicaciones de Dupin, procedí a
verificar escrupulosamente el asunto de los certificados.
Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la
consiguiente inocencia de St. Eustache. Mi amigo se
ocupaba entretanto -con una minucia que en mi opinión
carecía de objeto- del escrutinio de los archivos de los
diferentes diarios. Al cabo de una semana, me presentó los
siguientes extractos:
Hace tres años y medio, la misma Marie Rogêt
desapareció de la parfumerie de monsieur Le Blanc, en el
Palais Royal, causando un revuelo semejante al de ahora.
Una semana después, Marie reapareció en el mostrador de
la tienda, tan bien como siempre, aparte de una ligera
palidez que no era usual en ella. Monsieur Le Blanc y
madame Rogêt dieron a entender que Marie había pasado
la semana en casa de amigos, en el campo, y el asunto fue
rápidamente callado. Presumimos que esta ausencia
responde a un capricho de la misma especie y que, dentro
de una semana, o quizá de un mes, volveremos a tener a
Marie entre nosotros» (Evening Paper, domingo 23 de
junio).
«Un diario de la tarde de ayer se refiere a una misteriosa
desaparición anterior de mademoiselle Rogêt. Es bien
sabido que, durante la semana de su ausencia de la
parfumerie de Le Blanc, estuvo acompañada por un joven
oficial de marina muy notorio por su libertinaje. Cabe
suponer que una querella providencial la trajo nuevamente
a su casa. Conocemos el nombre del libertino en cuestión,
que se halla actualmente destacado en París, pero no lo
hacemos público por razones comprensibles» (Le
Mercure, mañana del martes 24 de junio).
«El más repudiable de los atentados ha tenido lugar
anteayer en las proximidades de esta ciudad. Al anochecer,
un caballero que paseaba con su esposa y su hija,
comprometió los servicios de seis hombres jóvenes que
paseaban en bote cerca de las orillas del Sena, a fin de que
los transportaran al otro lado. Al llegar a destino los
pasajeros desembarcaron, y se alejaban ya hasta perder de
vista el bote cuando la hija descubrió que había olvidado
su sombrilla. Al volver en su busca fue asaltada por la
pandilla, llevada al centro del río, amordazada y sometida
a un brutal ultraje, tras lo cual los villanos la depositaron
en un punto cercano a aquel donde había embarcado con
sus padres.
Los miserables se hallan prófugos, pero la policía les sigue
la huella y pronto algunos de ellos serán capturados»
(Morning Paper, 25 de junio).
«Hemos recibido una o dos comunicaciones tendentes a
echar la culpa del horrible crimen a Mennais; pero, como
este caballero ha sido plenamente exonerado de toda
sospecha por la indagación legal, y los argumentos de
nuestros distintos corresponsales parecen más entusiastas
que profundos, no creemos oportuno darlos a conocer»
(Morning Paper, 28 de junio).
«Hemos recibido varias enérgicas comunicaciones, que
aparentemente proceden de diversas fuentes y que dan por
seguro que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de
una de las numerosas bandas de malhechores que infestan
cada domingo los alrededores de la ciudad. Nuestra
opinión se inclina decididamente en favor de esta
suposición. En nuestras próximas ediciones dejaremos
espacio para exponer los aludidos argumentos» (Evening
Paper, martes 31 de junio).
«El lunes, uno de los lancheros del servicio de aduanas vio
en el Sena un bote vacío a la deriva. La vela se hallaba en
el fondo del bote. El lanchero lo remolcó y lo dejó en el
amarradero de su puesto. A la mañana siguiente fue
retirado de allí sin permiso de ninguno de los empleados.
El timón se encuentra en el depósito de lanchas» (La
Diligence, jueves 26 de junio).
Leyendo los diversos pasajes, no solamente me parecieron
ajenos a la cuestión, sino que no alcancé a imaginar la
manera en que cualquiera de los mismos podía pesar sobre
aquélla. Esperé, pues, alguna explicación de Dupin.
-Por el momento -me dijo-, no me detendré en los dos
primeros pasajes. Los he copiado, sobre todo, para
mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que,
hasta donde puedo saberlo por el prefecto, no se ha
molestado en interrogar al oficial de marina mencionado
en uno de ellos. Sin embargo, sería una locura afirmar que
entre la primera y la segunda desaparición de Marie no
cabe suponer ninguna conexión. Admitamos que la
primera fuga terminó en una querella entre los enamorados
y el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos
ahora encarar una segunda fuga o rapto (si realmente se
trata de ello) como indicación de que el seductor ha
reanudado sus avances y no como el resultado de la
intervención de un segundo cortejante. Miramos la cosa
como una reconciliación entre enamorados y no como el
comienzo de una nueva aventura. Hay diez probabilidades
contra una de que el hombre que huyó una vez con Marie
le haya propuesto una segunda escapatoria, y no que a la
primera propuesta haya sucedido una segunda hecha por
otro individuo. Le haré notar, además, que el lapso entre la
primera fuga (sobre la cual no cabe duda) y la segunda
-presumible- abarca pocos meses más que la duración
general de los cruceros de nuestros barcos de guerra.
¿Fueron interrumpidos los bajos designios del seductor por
la necesidad de embarcarse, y aprovechó la primera
oportunidad a su retorno para renovar esos designios aún
no completamente consumados... o, por lo menos, no
completamente consumados por él? Nada sabemos de
todo ello.
»Dirá usted, sin embargo, que en el segundo caso no hubo
realmente una fuga. De acuerdo; pero, ¿estamos en
condiciones de asegurar que no existió un designio
frustrado? Fuera de St. Eustache, y quizá de Beauvais, no
encontramos ningún pretendiente conocido de Marie.
Nada se ha dicho que aluda a alguno. ¿Quién es, pues, ese
amante secreto del cual los parientes de Marie (por lo
menos, la mayoría) no saben nada, pero con quien la joven
se reúne en la mañana del domingo, y que goza hasta tal
punto de su confianza que no vacila en quedarse a su lado
hasta que cae la noche en los solitarios bosques de la
Barrière du Roule? ¿Quién es ese enamorado secreto,
pregunto, del cual los parientes (o casi todos) no saben
nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida por
madame Rogêt la mañana de la partida de Marie: “Temo
que no volveré a verla nunca más”?
Pero si no podemos suponer que madame Rogêt estaba al
tanto de la intención de fuga, ¿no podemos, por lo menos,
imaginar que la joven abrigaba esa intención? Al salir de
su casa dio a entender que iba a visitar a su tía en la rue
des Drômes, y pidió a St. Eustache que fuera a buscarla al
anochecer. A primera vista, esto contradice abiertamente
mi sugestión. Pero reflexionemos. Es bien sabido que
Marie se encontró con alguien y cruzó el río en su
compañía, llegando a la Barrière du Roule hacia las tres de
la tarde. Al consentir en acompañar a este individuo (con
cualquier propósito, conocido o no por su madre), Marie
debió pensar en lo que había dicho al salir de su casa y en
la sorpresa y sospecha que experimentaría su prometido,
St. Eustache, cuando al acudir en su busca a la rue des
Drômes se encontrara con que no había estado allí; sin
contar que al volver a la pensión con esta alarmante noticia
se enteraría de que su ausencia duraba desde la mañana.
Repito que Marie debió pensar en todas esas cosas. Debió
prever la cólera de St. Eustache y las sospechas de todos.
No podía pensar en volver a casa para enfrentar esas
sospechas; pero éstas dejaban de tener importancia si
suponemos que Marie no tenía intenciones de volver.
«Imaginemos así sus reflexiones: “Tengo que encontrarme
con cierta persona a fin de fugarme con ella o para otros
propósitos que sólo yo sé. Es necesario que no se produzca
ninguna interrupción; debemos contar con tiempo
suficiente para eludir toda persecución. Daré a entender
que pienso pasar el día en casa de mi tía, en la rue des
Drômes, y diré a St. Eustache que no vaya a buscarme
hasta la noche; de esta manera podré ausentarme de casa el
mayor tiempo posible sin despertar sospechas ni ansiedad;
todo estará perfectamente explicado y ganaré más tiempo
que de cualquier otra manera. Si pido a St. Eustache que
vaya a buscarme al anochecer, seguramente no se
presentará antes; pero, si no se lo pido, tendré menos
tiempo a mi disposición, ya que todos esperarán que
vuelva más temprano, y mi ausencia no tardará en
provocar ansiedad. Ahora bien, si mis intenciones fueran
las de volver a casa, si sólo me interesara dar un paseo con
la persona en cuestión, no me convendría pedir a St.
Eustache que fuera a buscarme, ya que al llegar a la rue
des Drômes se daría perfecta cuenta de que le he mentido,
cosa que podría evitar saliendo de casa sin decirle nada,
volviendo antes de la noche y declarando luego que estuve
de visita en casa de mi tía. Pero como mi intención es la de
no volver nunca, o no volver por algunas semanas, o no
volver hasta que ciertos ocultamientos se hayan efectuado,
lo único que debe preocuparme es la manera de ganar
tiempo.”
Usted ha hecho notar en sus apuntes que la opinión general
más difundida sobre este triste asunto es que la muchacha
fue víctima de una pandilla de malandrines. Ahora bien, y
bajo ciertas condiciones, la opinión popular no debe ser
despreciada.
Cuando surge por sí misma, cuando se manifiesta de
manera espontánea, cabe considerarla paralelamente a esa
intuición que es el privilegio de todo individuo de genio.
En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a
conformarme con sus decisiones. Pero lo importante es
estar seguros de que no hay en ella la más leve huella de
sugestión. La voz pública tiene que ser rigurosamente
auténtica, y con frecuencia es muy difícil percibir y
mantener esa distinción. En este caso, me parece que la
“opinión pública” referente a una pandilla se ha visto
fomentada por el suceso colateral que se detalla en el
tercero de los pasajes que le he mostrado. Todo París está
excitado por el descubrimiento del cadáver de Marie, una
joven tan hermosa como conocida. El cuerpo muestra
señales de violencia y aparece flotando en el río. Pero
entonces se da a conocer que en esos mismos días en que
se supone que Marie fue asesinada, otra joven ha sido
víctima de una pandilla de depravados y ha sufrido un
ultraje análogo al padecido por la difunta. ¿Cabe
maravillarse de que la atrocidad conocida haya podido
influir sobre el juicio popular con respecto a la
desconocida? Ese juicio esperaba una dirección, y el
ultraje ya conocido parecía indicarla oportunamente.
También Marie fue encontrada en el río, y fue allí donde
tuvo lugar el otro atentado. La relación entre ambos
hechos era tan palpable, que lo asombroso hubiera sido
que la opinión dejara de apreciarla y utilizarla. Pero, en
realidad, si de algo sirve el primer ultraje, cometido en la
forma conocida, es para probar que el segundo, ocurrido
casi al mismo tiempo, no fue cometido en esa forma.
Hubiera sido un milagro que, mientras una banda de
malhechores perpetraba en cierto lugar un atentado de la
más nefanda especie, otra banda similar, en un lugar
igualmente similar, en la misma ciudad, bajo idénticas
circunstancias, con los mismos medios y recursos,
estuviera entregada a un atentado de la misma naturaleza y
en el mismo período de tiempo. Sin embargo, la opinión
popular así movida pretende justamente hacernos creer en
esa extraordinaria serie de coincidencias.
Antes de seguir, consideremos la supuesta escena del
asesinato en el soto de la Barrière du Roule. Aunque
denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un
camino público. Había en su interior tres o cuatro grandes
piedras que formaban una especie de asiento, con respaldo
y escabel. Sobre la piedra superior se encontraron unas
enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda.
También aparecieron una sombrilla, guantes y un pañuelo
de bolsillo. El pañuelo ostentaba el nombre “Marie
Rogêt”. En las zarzas aparecían jirones de ropas. La tierra
estaba pisoteada, rotas las ramas y no cabía duda de que
había tenido lugar una violenta lucha.
No obstante el entusiasmo con que la prensa recibió el
descubrimiento de este soto y la unanimidad con que
aceptó que se trataba del escenario del atentado, preciso es
admitir la existencia de muy serios motivos de duda.
Puedo o no creer que ése sea el escenario, pero insisto en
que hay muchos motivos de duda. Si, como lo sugiere Le
Commerciel, el verdadero escenario se encontrara en las
vecindades de la rue Pavee St. André y los perpetradores
del crimen se hallaran todavía en París, éstos debieron
quedarse aterrados al ver que la atención pública era
orientada con tanta agudeza por la buena senda.
Cierto tipo de inteligencia no habría tardado en advertir la
urgente necesidad de dar un paso que volviera a desviar la
atención. Y puesto que el soto de la Barrière du Roule
había ya dado motivo a sospechas, la idea de depositar allí
los objetos que se encontraron era perfectamente natural.
Pese a lo que dice Le Soleil, no existe verdadera prueba de
que los objetos hayan estado allí mucho más de algunos
días, en tanto abundan las pruebas circunstanciales de que
no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la
atención durante los veinte días transcurridos desde el
domingo fatal a la tarde en que fueron hallados por los
niños. “Los efectos -dice Le Soleil, siguiendo la opinión de
sus predecesores- aparecían estropeados y enmohecidos
por la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre
sí. El pasto había crecido en torno y encima de algunos de
ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus
fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte
superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecida por la
acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla.” Con
respecto al pasto “que había crecido en torno y encima de
algunos de ellos”, no cabe duda de que el hecho sólo pudo
ser registrado partiendo de las declaraciones y los
recuerdos de dos niños, ya que éstos levantaron los efectos
y los llevaron a su casa antes de que un tercero los viera.
Ahora bien, en tiempo caluroso y húmedo (como el
correspondiente al momento del crimen) el pasto crece
hasta dos o tres pulgadas en un solo día. Una sombrilla
tirada en un campo recién sembrado de césped quedará
completamente oculta en una semana. Y, por lo que se
refiere a ese moho, sobre el cual Le Soleil insiste al punto
de emplear tres veces el término o sus derivados en un
solo y breve comentario, ¿cómo puede ignorar sus
características?
¿Habrá que explicarle que se trata de una de las muchas
variedades de fungus, cuyo rasgo más común consiste en
nacer y morir dentro de las veinticuatro horas?
Vemos así, de una ojeada, que todo lo que con tanta
soberbia se ha aducido para sostener que los objetos
habían estado “tres o cuatro semanas por lo menos” en el
soto, resulta totalmente nulo como prueba. Por otra parte,
cuesta mucho creer que esos efectos pudieron quedar en el
soto durante más de una semana (digamos de un domingo
a otro). Quienes saben algo sobre los aledaños de París no
ignoran lo difícil que es aislarse en ellos, a menos de
alejarse mucho de los suburbios. Ni por un momento cabe
imaginar un sitio inexplorado o muy poco frecuentado
entre sus bosques o sotos. Imaginemos a un enamorado de
la naturaleza, atado por sus deberes al polvo y al calor de
la metrópoli, que pretenda, incluso en días de semana,
saciar su sed de soledad en los lugares llenos de encanto
natural que rodean la ciudad. A cada paso nuestro
excursionista verá disiparse el creciente encanto ante la
voz y la presencia de algún individuo peligroso o de una
pandilla de pájaros de avería en plena fiesta. Buscará la
soledad en lo más denso de la vegetación, pero en vano.
He ahí los rincones específicos donde abunda la canalla,
he ahí los templos más profanados. Lleno de repugnancia,
nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París, mucho
menos odioso como sumidero que esos lugares donde la
suciedad resulta tan incongruente. Pero si la vecindad de
París se ve colmada durante la semana, ¿qué diremos del
domingo? En ese día, precisamente, el matón que se ve
libre del peso del trabajo o no tiene oportunidad de
cometer ningún delito, busca los aledaños de la ciudad, no
porque le guste la campiña, ya que la desprecia, sino
porque allí puede escapar a las restricciones y
convenciones sociales.
No busca el aire fresco y el verdor de los árboles, sino la
completa licencia del campo. Allí, en la posada al borde
del camino o bajo el follaje de los bosques, se entrega sin
otros testigos que sus camaradas a los desatados excesos
de la falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron.
Lo que afirmo puede ser verificado por cualquier
observador desapasionado: habría que considerar como
una especie de milagro que los artículos en cuestión
hubieran permanecido ocultos durante más de una semana
en cualquiera de los sotos de los alrededores inmediatos
de París.
Pero hay además otros motivos para sospechar que esos
efectos fueron dejados en el soto con miras a distraer la
atención de la verdadera escena del atentado En primer
término, observe usted la fecha de su descubrimiento y
relaciónela con la del quinto pasaje extraído por mí de los
diarios. Observará que el descubrimiento siguió casi
inmediatamente a las urgentes comunicaciones enviadas al
diario. Aunque diversas y provenientes, al parecer, de
distintas fuentes, todas ellas tendían a lo mismo, vale decir
a encaminar la atención hacia una pandilla como
perpetradora del atentado en las vecindades de la Barrière
du Roule. Ahora bien, lo que debe observarse es que esos
objetos no fueron encontrados por los muchachos como
consecuencia de dichas comunicaciones o por la atención
pública que las mismas habían provocado, sino que los
efectos no fueron encontrados antes por la sencilla razón
de que no se hallaban en el soto, y que fueron depositados
allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las
comunicaciones al diario por los culpables autores de las
comunicaciones mismas.
Dicho soto es un lugar sumamente curioso. La vegetación
es muy densa, y dentro de los límites cercados por ella
aparecen tres extraordinarias piedras que forman un
asiento con respaldo y escabel. Este soto, tan lleno de arte,
se halla en la vecindad inmediata, a poquísima distancia de
la morada de madame Deluc, cuyos hijos acostumbraban a
explorar minuciosamente los arbustos en busca de corteza
de sasafrás. ¿Sería insensato apostar -y apostar mil contra
uno- que jamás transcurrió un solo día sin que alguno de
los niños penetrara en aquel sombrío recinto vegetal y se
encaramara en el trono natural formado por las piedras?
Quien vacilara en hacer esa apuesta no ha sido nunca niño
o ha olvidado el carácter infantil. Lo repito: es muy difícil
comprender cómo esos efectos pudieron permanecer en el
soto más de uno o dos días sin ser descubiertos. Y ello
proporciona un sólido terreno para sospechar -pese a la
dogmática ignorancia de Le Soleil- que fueron arrojados en
ese sitio en una fecha comparativamente tardía.
Pero aún hay otras y más sólidas razones para creer esto
último. Permítame señalarle lo artificioso de la
distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían
unas enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda;
tirados alrededor, una sombrilla, guantes y un pañuelo de
bolsillo con el nombre “Marie Rogêt”. He aquí una
distribución que naturalmente haría una persona no
demasiado sagaz queriendo dar la impresión de
naturalidad. Pero esta disposición no es en absoluto
natural. Lo más lógico hubiera sido suponer todos los
efectos en el suelo y pisoteados. En los estrechos límites
de esa enramada parece difícil que las enaguas y la chalina
hubiesen podido quedar sobre las piedras, mientras eran
sometidas a los tirones en uno y otro sentido de varias
personas en lucha.
Se dice que “la tierra estaba removida, rotos los arbustos y
no cabía duda de que una lucha había tenido lugar”. Pero
las enaguas y la chalina aparecen colocadas allí como en
los cajones de una cómoda. “Los jirones del vestido en las
zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo.
Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había
sido remendado... Daban la impresión de pedazos
arrancados.” Aquí, inadvertidamente, Le Soleil emplea
una frase extraordinariamente sospechosa. Según la
descripción, en efecto, los jirones “dan la impresión de
pedazos arrancados”, pero arrancados a mano y
deliberadamente. Es un accidente rarísimo que, en ropa
como la que nos ocupa, un jirón “sea arrancado” por una
espina. Dada la naturaleza de semejantes tejidos, cuando
una espina o un clavo se engancha en ellos los desgarra
rectangularmente, dividiéndolos en dos desgarraduras
longitudinales en ángulo recto, que se encuentran en un
vértice constituido por el punto donde penetra la espina; en
esa forma, resulta casi imposible concebir que el jirón “sea
arrancado”. Por mi parte no lo he visto nunca, y usted
tampoco. Para arrancar un pedazo de semejante tejido hará
falta casi siempre la acción de dos fuerzas actuando en
diferentes direcciones. Sólo si el tejido tiene dos bordes,
como, por ejemplo, en el caso de un pañuelo, y se desea
arrancar una tira, bastará con una sola fuerza. Pero en esta
instancia se trata de un vestido que no tiene más que un
borde. Para que una espina pudiera arrancar una tira del
interior, donde no hay ningún borde, hubiera hecho falta
un milagro, aparte de que no bastaría con una sola espina.
Aun si hubiera un borde, se requerirían dos espinas, de las
cuales una actuaría en dos direcciones y la otra en una. Y
conste que en este caso suponemos que el borde no está
dobladillado. Si lo estuviera, no habría la menor
posibilidad de arrancar una tira.
Vemos, pues, los muchos y grandes obstáculos que se
ofrecen a las espinas para “arrancar” tiras de una tela, y,
sin embargo, se pretende que creamos que así han sido
arrancados varios jirones. ¡Y uno de ellos correspondía al
dobladillo del vestido! Otra de las tiras era parte de la
falda, pero no del dobladillo. Vale decir que había sido
completamente arrancado por las espinas del interior sin
bordes del vestido. Bien se nos puede perdonar por no
creer en semejantes cosas; y, sin embargo, tomadas
colectivamente, ofrecen quizá menos campo a la sospecha
que la sola y sorprendente circunstancia de que esos
artículos hubieran sido abandonados en el soto por
asesinos que se habían tomado el trabajo de transportar el
cadáver. Empero, usted no habrá comprendido claramente
mi pensamiento si supone que mi intención es negar que el
soto haya sido el escenario del atentado. La villanía pudo
ocurrir en ese lugar o, con mayor probabilidad, un
accidente pudo producirse en la posada de madame Deluc.
Pero éste es un punto de menor importancia. No es nuestra
intención descubrir el escenario del crimen, sino encontrar
a sus perpetradores. Lo que he señalado, no obstante lo
minucioso de mis argumentos, tiene por objeto, en primer
lugar, mostrarle lo absurdo de las dogmáticas y
aventuradas afirmaciones de Le Soleil, y en segundo
término, y de manera especial, conducirlo por una ruta
natural a un nuevo examen de una duda: la de si este
asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.
Resumiremos el asunto aludiendo brevemente a los
odiosos detalles que surgen de las declaraciones del
médico forense en la indagación judicial. Basta señalar
que sus inferencias dadas a conocer con respecto al
número de los bandidos participantes en el atentado fueron
ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de
fundamento por los mejores anatomistas de París.
No se trata de que ello no haya podido ser como se infiere,
sino de que no había fundamentos para esa inferencia. ¿Y
no los había, en cambio, para otra?
Reflexionemos ahora sobre “las huellas de una lucha” y
preguntémonos qué es lo que tales huellas alcanzan a
demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el
contrario, la ausencia de una pandilla? ¿Qué lucha podía
tener lugar, tan violenta y prolongada, como para dejar
“huellas” en todas direcciones entre una débil e indefensa
muchacha y la imaginable pandilla de malhechores? El
silencioso abrazo de unos pocos brazos robustos y todo
habría terminado. La víctima debía quedar reducida a una
total pasividad. Recordará usted que los argumentos
empleados sobre el soto como escenario de lo ocurrido se
aplican, en su mayor parte, a un ultraje cometido por más
de un individuo. Solamente si imaginamos a un violador
podremos concebir (y sólo entonces) una lucha tan
violenta y obstinada como para dejar semejantes “huellas”.
»Ya he mencionado la sospecha que nace de que los
objetos en cuestión fueran abandonados en el soto. Parece
casi imposible que semejantes pruebas de culpabilidad
hayan sido dejadas accidentalmente donde se las encontró.
Si suponemos una suficiente presencia de ánimo para
retirar el cadáver, ¿qué pensar de una prueba aún más
positiva que el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran
sido borradas prontamente por la corrupción) abandonada
a la vista de cualquiera en la escena del atentado? Me
refiero al pañuelo con el nombre de la muerta. Si quedó
allí por accidente, no hay duda de que no se trataba de una
pandilla. Sólo cabe imaginar ese accidente relacionado
con una sola persona. Veamos: un individuo acaba de
cometer el asesinato. Está solo con el fantasma de la
muerta. Se siente aterrado por lo que yace inanimado ante
él.
El arrebato de su pasión ha cesado y en su pecho se abre
paso el miedo de lo que acaba de cometer. Le falta esa
confianza que la presencia de otros inspira. Está solo con
el cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es
necesario ocultar el cuerpo. Lo arrastra hacia el río
dejando atrás todas las otras pruebas de su culpabilidad;
sería difícil, si no imposible, llevar todo a la vez, y además
no habrá dificultad en regresar más tarde en busca del
resto. Mas en ese trabajoso recorrido hasta el agua su
temor redobla. Los sonidos de la vida acechan en su
camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un
observador. Hasta las mismas luces de la ciudad lo
espantan. Con todo, después de largas y frecuentes pausas,
llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del río y hace
desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un
bote. Pero ahora, ¿qué tesoros tiene el mundo, qué
amenazas de venganza para impulsar al solitario asesino a
recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado camino
hasta el soto, donde quedan los espeluznantes recuerdos de
lo sucedido? No, no volverá, sean cuales fueren las
consecuencias. Aun si quisiera, no podría volver. Su único
pensamiento es el de escapar inmediatamente. Da la
espalda para siempre a esos terribles bosques y huye como
de una maldición.
¿Pasaría lo mismo con una banda? Su número les habría
inspirado recíproca confianza, en el caso de que ésta falte
alguna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una
pandilla sólo podemos suponerla formada por individuos
de esa laya. Su número, pues, hubiera impedido el
incontrolable y alocado temor que, según imagino, debió
de paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un
descuido por parte de uno, dos o tres, sin duda el cuarto
hubiera pensado en ello.
No habrían dejado huella alguna a sus espaldas, ya que su
número les permitía llevarse todo de una sola vez. No
había ninguna necesidad de volver.
«Considere ahora el hecho de que en el vestido que llevaba
el cadáver al ser encontrado, “una tira de un pie de ancho
había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda
hasta la cintura; aparecía arrollada tres veces en la cintura
y asegurada mediante una especie de ligadura en la
espalda”. Esto se hizo con evidente intención de obtener
un asa mediante la cual transportar el cuerpo. Pero, en
caso de tratarse de varios hombres, ¿habrían recurrido a
eso? Para tres o cuatro de ellos, los miembros del cadáver
proporcionaban no sólo suficiente asidero, sino el mejor
posible. El sistema empleado corresponde a un solo
individuo, y esto nos lleva al hecho de que “entre el soto y
el río se descubrió que los vallados habían sido derribados
y la tierra mostraba señales de que se había arrastrado una
pesada carga”. ¿Cree usted que varios individuos se
hubieran impuesto la superflua tarea de derribar un vallado
para arrastrar un cuerpo que podía ser pasado por encima
en un momento? ¿Cree usted que varios hombres hubieran
arrastrado un cuerpo al punto de dejar evidentes huellas?
Aquí corresponde referirse a una observación de Le
Commerciel, que en cierta medida ya he comentado antes.
“Un trozo de una de las enaguas de la infortunada
muchacha -dice-, de dos pies de largo por uno de ancho, le
fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza,
probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que
hicieron esto no tenían pañuelos en el bolsillo.”
Ya he hecho notar que un verdadero pillastre no carece
nunca de pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso. Que
dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para
los fines que supone Le Commerciel, lo demuestra el
hallazgo del pañuelo en el lugar del hecho; y que su
finalidad no era la de “ahogar sus gritos”, surge de que se
haya empleado esa atadura en vez de algo que hubiera sido
mucho más adecuado. Pero los términos de los testimonios
aluden a la tira en cuestión diciendo que “apareció
alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido
asegurada con un nudo firmísimo”. Estos términos son
bastante vagos, pero difieren completamente de los de Le
Commerciel. La tira tenía dieciocho pulgadas de ancho y,
por lo tanto, aunque fuera de muselina, constituía una
banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma
longitudinalmente. Así fue como se la encontró. Mi
deducción es la siguiente: El asesino solitario, después de
llevar alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el soto
u otra parte) ayudándose con la tira arrollada a la cintura,
notó que el peso resultaba excesivo para sus fuerzas.
Resolvió entonces arrastrar su carga, y la investigación
demuestra que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A tal
fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las
extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la
cabeza impediría que se zafara. En este punto, el asesino
debió pensar en la tira que circundaba la cintura de la
víctima. Hubiera querido usarla, pero se le planteaba el
inconveniente de que estaba arrollada al cadáver, sujeta
por una atadura, sin contar que no había sido
completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba
arrancar una nueva tira de las enaguas. Así lo hizo,
ajustándola al cuello, y en esa forma arrastró a su víctima
hasta la orilla del río.
El hecho de que este lazo, difícil y penosamente obtenido,
y sólo a medias adecuado a su finalidad, fuera sin embargo
empleado por el asesino, nace del hecho de que éste estaba
ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir,
después que hubo abandonado el soto (si se trataba del
soto) y se encontraba a mitad de camino entre éste y el río.
Dirá usted que el testimonio de madame Deluc (!) apunta
especialmente a la presencia de una pandilla en la
vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del
asesinato. Estoy de acuerdo. Incluso me pregunto si no
había una docena de pandillas como la descrita por
madame Deluc en la vecindad de la Barrière du Roule y
aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la
pandilla que se ganó la marcada enemistad -y el testimonio
tardío y bastante sospechoso- de madame Deluc, es la
única a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha
haberse regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac
sin tomarse la molestia de pagar los gastos. Et hinc illæ
iræ?
Pero, ¿cuál es el preciso testimonio de madame Deluc?
“Se presentó una pandilla de malandrines, los cuales se
condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin
pagar, siguieron luego la ruta que habían tomado los dos
jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a
cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.”
Ahora bien, esta “gran prisa” debió probablemente parecer
más grande a ojos de madame Deluc, quien reflexionaba
triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza
profanados, y por los cuales debió abrigar aún alguna
esperanza de compensación. ¿Por qué, si no, se refirió a la
prisa, desde el momento que ya era “el anochecer”?
No hay ninguna razón para asombrarse de que una banda
de pillos se apresure a volver a casa cuando queda por
cruzar en bote un ancho río, cuando amenaza tormenta y se
acerca la noche. «Digo que se acerca, pues la noche aún
no había caído. Era tan sólo “al anochecer” cuando la prisa
indecente de aquellos “bandidos” ofendió los modestos
ojos de madame Deluc. Pero estamos enterados de que esa
misma noche, tanto madame Deluc como su hijo mayor,
“oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la
posada”. ¿Y qué palabras emplea madame Deluc para
señalar el momento de la noche en que se oyeron esos
gritos? “Poco después de oscurecer”, afirma. Pero “poco
después de oscurecer” significa que ya ha oscurecido. Vale
decir, resulta perfectamente claro que la pandilla abandonó
la Barrière du Roule antes de que se produjeran los gritos
escuchados (?) por madame Deluc. Y aunque en las
muchas transcripciones del testimonio las expresiones en
cuestión son clara e invariablemente empleadas como
acabo de hacerlo en mi conversación con usted, hasta
ahora ninguno de los diarios parisienses, ni ninguno de los
funcionarios policiales ha señalado tan gruesa
discrepancia.
Sólo añadiré un argumento contra la noción de una banda,
pero el mismo tiene, en mi opinión, un peso irresistible.
Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón
que se concede por toda declaración probatoria, no cabe
imaginar un solo instante que algún miembro de una
pandilla de miserables criminales -o de cualquier pandillano haya traicionado hace rato a sus cómplices. En una
pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus
miembros no está tan ansioso de recompensa o de
impunidad, como temeroso de ser traicionado. Se apresura
a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su
turno.
Y que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba
de que realmente se trata de un secreto. Los horrores de
esa terrible acción sólo son conocidos por Dios y por una o
dos personas.
Resumamos los magros pero evidentes frutos de nuestro
análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de un accidente
fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato
perpetrado en el soto de la Barrière du Roule por un
amante o, en todo caso, por alguien íntima y secretamente
vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena.
Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el
“nudo de marinero” con el cual apareció atado el cordón
de la cofia, apuntan a un marino. Su camaradería con la
difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo designa
como perteneciente a un grado superior al de simple
marinero. Las comunicaciones al diario, correctamente
escritas, son en gran medida una corroboración de lo
anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la
menciona Le Mercure, tiende a conectar la idea de este
marino con la del “oficial de marina”, de quien se sabe que
fue el primero en inducir a la infortunada víctima a
cometer una irregularidad.
Y aquí, de la manera más justa, interviene el hecho de la
continua ausencia del hombre moreno. Permítame hacerle
notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada;
no es un color moreno común el que atrajo la atención
tanto de Valence como de madame Deluc. Pero, ¿por qué
está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla?
Si es así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven
asesinada? Es natural suponer que los dos atentados se
produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se halla su
cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran
hecho desaparecer a ambos en la misma forma.
Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y que lo
que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen
del asesinato. Esta razón es la que influye sobre él
actualmente, en esta última fase de la investigación, ya que
los testimonios han señalado que se le vio con Marie; pero
no tenía ninguna influencia en el período inmediato al
crimen. El primer impulso de un inocente hubiera sido
denunciar el ultraje y ayudar a identificar a los culpables.
Era lo que correspondía. El hombre había sido visto con la
joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat. Aun para un
atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y
más seguro medio de librarse personalmente de toda
sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del
domingo fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado
que acababa de cometerse. Y, sin embargo, sólo cabría
suponer esas circunstancias para concebir que hubiese
dejado de denunciar a los asesinos en caso de hallarse con
vida.
¿Qué medios tenemos para llegar a la verdad? A medida
que sigamos adelante los veremos multiplicarse y ganar en
claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera
escapatoria. Documéntemenos sobre la historia de “el
oficial”, con sus circunstancias actuales y sus andanzas en
el momento preciso del asesinato. Comparemos
cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones
enviadas al diario de la noche, cuyo objeto era inculpar a
una pandilla. Hecho esto, comparemos dichas
comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo
como de su presentación, con las enviadas al diario de la
mañana, en un período anterior, y que tenían por objeto
insistir con vehemencia en la culpabilidad de Mennais.
Cumplido todo esto, comparemos el total de esas
comunicaciones con papeles escritos de puño y letra por el
susodicho oficial.
Tratemos
de
asegurarnos,
mediante
repetidos
interrogatorios a madame Deluc y a sus hijos, así como a
Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre
la apariencia personal del “hombre de la tez morena”.
Hábilmente dirigidas, estas indagaciones no dejarán de
extraer informaciones sobre estos puntos particulares (o
sobre otros), que incluso los interrogados pueden no saber
que están en condiciones de proporcionar. Y sigamos
entonces la huella del bote recogido por el lanchero en la
mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue retirado,
sin el timón, del depósito de lanchas, a escondidas del
empleado de turno y en un momento anterior al
descubrimiento del cadáver. Con la debida precaución y
perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues
no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo,
sino que tenemos su timón. El gobernalle de un bote de
vela no hubiera sido abandonado fácilmente, si se tratara
de alguien que no tenía nada que reprocharse. Y aquí haré
un paréntesis para insinuar un detalle. El hallazgo del bote
a la deriva no fue anunciado en el momento. Conducido
discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la
misma discreción. Pero su propietario o usuario, ¿cómo
pudo saber, en la mañana del martes y sin ayuda de ningún
anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que supongamos
que está vinculado de alguna manera con la marina, y que
esa vinculación personal y permanente le permitía
enterarse de sus menores novedades, de sus mínimas
noticias locales?
Al hablar del asesino solitario, que arrastra a su víctima
hasta la costa, he sugerido ya la posibilidad de que hubiera
hecho uso de un bote. Podemos sostener ahora que Marie
Rogêt fue echada al agua desde un bote, lo cual me parece
lógico, ya que no cabía confiar el cadáver a las aguas poco
profundas de la costa.
Las peculiares marcas de la espalda y hombros de la
víctima apuntan a las cuadernas del fondo de un bote.
También corrobora esta idea el que el cadáver fuera
encontrado sin un peso atado como lastre. De haber sido
echado al agua en la costa, le hubieran agregado algún
peso. Cabe suponer que la falta del mismo se debió a un
descuido del asesino, que olvidó llevarlo consigo al
alejarse río adentro. En el momento de lanzar el cuerpo al
agua debió de advertir su olvido, pero no tenía nada a
mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo
antes que regresar a aquella terrible playa. Luego, libre de
su fúnebre carga, el asesino se apresuró a regresar a la
ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó a tierra.
En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí mismo? Debió de
proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa.
Además, de amarrarlo, hubiera sentido que dejaba a sus
espaldas pruebas contra sí mismo. Su reacción natural
debió de ser la de alejar lo más posible todo lo que
guardara alguna relación con el crimen. No sólo quería
huir de aquel muelle, sino que no permitiría que el bote
quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva. Pero
sigamos adelante con nuestras suposiciones. A la mañana
siguiente, el miserable se siente presa del más inexpresable
horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y
llevado a un lugar que él frecuenta diariamente; un lugar
donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo.
A la noche siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se
apodera del bote. Ahora bien: ¿dónde está ese bote sin
gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros
primeros propósitos. De la luz que emane de ese
descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro
triunfo. Con una rapidez que nos sorprenderá, el bote va a
guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la medianoche del
domingo fatal.
Una corroboración seguirá a otra y el asesino será
identificado.»
Por razones que no especificaremos, pero que resultarán
obvias a muchos lectores, nos hemos tomado la libertad de
omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos
dónde se detalla el seguimiento de la apenas perceptible
pista lograda por Dupin. Sólo nos parece conveniente dejar
constancia, en resumen, de que los resultados previstos
fueron alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente,
aunque sin muchas ganas, los términos de su convenio con
el chevalier. El artículo del señor Poe concluye con las
siguientes palabras (Los directores):
Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más.
Lo que he dicho sobre este punto debe bastar. No hay fe en
mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su
Dios son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el
segundo, creando la primera, puede controlarla y
modificarla a su voluntad, es asimismo incuestionable.
Digo «a su voluntad» porque se trata de una cuestión de
voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de
poder. No se trata de que la Deidad no pueda modificar sus
leyes, sino que la insultamos al suponer una posible
necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes
fueron planeadas para abrazar todas las contingencias que
podrían presentarse en el futuro. Con Dios, todo es ahora.
Repito, pues, que sólo hablo de estas cosas como de
coincidencias. Más aún: en lo que he relatado se verá que
entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers
(hasta donde dicho destino es conocido) y el de una tal
Marie Rogêt (hasta un momento dado de su historia)
existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que
frente a él la razón se siente confundida. He dicho que esto
se verá.
Pero no se suponga por un solo instante que, al continuar
con la triste narración referente a Marie desde la época
mencionada, y seguir hasta su desenlace el misterio que
rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de insinuar
que el paralelo continúa, o sugerir que las medidas
adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de
una grisette, o cualquier medida fundada en raciocinios
similares, producirían en el otro caso resultados
equivalentes.
Preciso es tener en cuenta -refiriéndonos a la última parte
de la suposición- que la más nimia variación en los hechos
de los dos casos podría dar motivo a los más grandes
errores al hacer tomar a ambas series de eventos distintas
direcciones; lo mismo que, en aritmética, un error que en
sí mismo es insignificante, por mera multiplicación en los
distintos pasos de un proceso llega a producir un resultado
enormemente alejado de la verdad. Con respecto a la
primera parte de las suposiciones, no debemos olvidar que
el cálculo de probabilidades al cual me referí antes prohíbe
toda idea de la prolongación del paralelismo, y lo hace con
una fuerza y decisión proporcionales a la medida en que
dicho paralelo se ha mostrado hasta entonces exacto y
acertado. Es ésta una de esas proposiciones anómalas que,
reclamando en apariencia un pensar diferente del pensar
matemático, sólo puede ser plenamente abarcada por una
mente matemática. Nada más difícil, por ejemplo, que
convencer al lector corriente de que el hecho de que el seis
haya sido echado dos veces por un jugador de dados, basta
para apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa.
El intelecto rechaza casi siempre toda sugestión en este
sentido. No se acepta que dos tiros ya efectuados, y que
pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un
tiro que sólo existe en el futuro.
Las probabilidades de echar dos seises parecen
exactamente las mismas que en cualquier otro momento,
vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos
los otros tiros que pueden producirse en el juego de dados.
Esta reflexión parece tan obvia que las tentativas de
contradecirla son casi siempre recibidas con una sonrisa
despectiva antes que con atención respetuosa. No pretendo
exponer aquí, dentro de los límites de este trabajo, el craso
error involucrado en esa actitud; para los que entienden de
filosofía, no necesita explicación. Baste decir que forma
parte de una infinita serie de engaños que surgen en la
senda de la razón, por culpa de su tendencia a buscar la
verdad en el detalle.
El poder de las palabras
Oinos.-Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que
acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.
Agathos.-Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser
perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de
intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los
ángeles que te sea concedida.
Oinos. -Pero yo imaginé que en esta existencia todo me
sería dado a conocer al mismo tiempo, y que alcanzaría así
la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.-¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino
en su adquisición! La beatitud eterna consiste en saber más
y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos.-El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.-Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe
ser aún la única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. -Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de
hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser conocidas todas las
cosas?
Agathos.-¡Contempla las distancias abismales! Trata de
hacer llegar tu mirada a la múltiple perspectiva de las
estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más
allá, siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve
detenida por las continuas paredes de oro del universo, las
paredes constituidas por las miríadas de esos
resplandecientes cuerpos que el mero número parece
amalgamar en una unidad?
Oinos.-Claramente percibo que la infinitud de la materia
no es un sueño.
Agathos.-No hay sueños en el Aidenn, pero se susurra aquí
que la única finalidad de esta infinitud de materia es la de
proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar
la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que
agotarla sería extinguir el alma misma. Interrógame, pues,
Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a
nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades,
lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas
allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y
trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
Oinos.-Y ahora, Agathos, mientras avanzamos,
instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la
tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre
los modos o los procedimientos de aquello que, mientras
éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación.
¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. -Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.-¡Explícate!
Agathos.-Solamente creó en el comienzo. Las aparentes
criaturas que en el universo surgen ahora perpetuamente a
la existencia sólo pueden ser consideradas como el
resultado mediato o indirecto, no como el resultado directo
o inmediato del poder creador divino.
Oinos. -Entre los hombres, Agathos mío, esta idea sería
considerada altamente herética.
Agathos. -Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es
sencillamente la verdad.
Oinos.-Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que
ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza o
leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a
aquello que tiene todas las apariencias de creación. Muy
poco antes de la destrucción final de la tierra recuerdo que
se habían efectuado afortunados experimentos, que
algunos filósofos denominaron torpemente creación de
animálculos.
Agathos.-Los casos de que hablas fueron ejemplos de
creación secundaria, de la única especie de creación que
hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a
la primera ley.
Oinos.-Los mundos estrellados que surgen hora a hora en
los cielos, procedentes de los abismos del no ser, ¿no son,
Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos-Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a
paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así
como ningún pensamiento perece, todo acto determina
infinitos resultados. Movíamos las manos, por ejemplo,
cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo
hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración
se extendía indefinidamente hasta impulsar cada partícula
del aire de la tierra, que desde entonces y para siempre era
animado por aquel único movimiento de la mano. Los
matemáticos de nuestro globo conocían bien este hecho.
Sometieron a cálculos exactos los efectos producidos por
el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil
determinar en qué preciso período un impulso de
determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para
siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante.
Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el
valor del impulso original partiendo de un efecto dado
bajo condiciones determinadas.
Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados
de cualquier impulso dado eran interminables, y que una
parte de dichos resultados podía medirse gracias al análisis
algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía
dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía
en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que no
existían límites concebibles a su avance y aplicabilidad,
salvo en el intelecto de aquel que lo hacía avanzar o lo
aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se
detuvieron.
Oinos.-¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar?
Agathos. -Porque había, más allá, consideraciones del más
profundo interés. De lo que sabían era posible deducir que
un ser de una inteligencia infinita, para quien la perfección
del análisis algebraico no guardara secretos, podría seguir
sin dificultad cada impulso dado al aire, y al éter a través
del aire, hasta sus remotas consecuencias en las épocas
más infinitamente remotas. Puede, ciertamente,
demostrarse que cada uno de estos impulsos dados al aire
influyen sobre cada cosa individual existente en el
universo, y ese ser de infinita inteligencia que hemos
imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del
impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias
sobre todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y
adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas
antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas creaciones...
hasta que lo encontrara, regresando como un reflejo,
después de haber chocado -pero esta vez sin influir- en el
trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser
semejante, sino que en cualquier época, dado un cierto
resultado (supongamos que se ofreciera a su análisis uno
de esos innumerables cometas), no tendría dificultad en
determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso
original se debía.
Este poder de retrogradación en su plenitud y perfección
absolutas, esta facultad de relacionar en cualquier época,
cualquier efecto a cualquier causa, es por supuesto
prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y
múltiples grados, inferiores a la perfección absoluta, ese
mismo poder es ejercido por todas las huestes de las
inteligencias angélicas.
Oinos.-Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.-Al hablar del aire me refería meramente a la
tierra, pero mi afirmación general se refiere a los impulsos
en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo
el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.-Entonces,
naturaleza, crea?
¿todo
movimiento,
de
cualquier
Agathos.-Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha
enseñado hace mucho que la fuente de todo movimiento es
el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos. -Dios.
Agathos.-Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la
hermosa tierra que pereció hace poco, de impulsos sobre la
atmósfera de esa tierra.
Oinos. -Sí.
Agathos.-Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente
algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras?
Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos. -¿Pero por qué lloras, Agathos... y por qué, por qué
tus alas se pliegan mientras nos cernimos sobre esa
hermosa estrella, la más verde y, sin embargo, la más
terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus
brillantes flores parecen un sueño de hadas... pero sus
fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento
corazón.
Agathos.-¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace
tres siglos que, juntas las manos y arrasados los ojos, a los
pies de mi amada, la hice nacer con mis frases
apasionadas. ¡Sus brillantes flores son mis más queridos
sueños no realizados, y sus furiosos volcanes son las
pasiones del más turbulento e impío corazón!
El pozo y el péndulo
Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga
agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron
sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban.
La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último
sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el
murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse
en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi
mente la idea de revolución, tal vez porque
imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una
rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé
de oír. Pero al mismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué
terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de
negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hoja
sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco;
finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de
inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la
tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era
el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi
torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi
formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque
ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos
de horror delirante vi también oscilar imperceptible y
suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros
de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete altas
bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de
caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me
salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa
náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se
estremecían como si hubiera tocado los hilos de una
batería galvánica, mientras las formas angélicas se
convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y
comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos.
Como una profunda nota musical penetró en mi fantasía la
noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce
descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de
modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo
plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu
llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces se
desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se
hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y
me envolvió la más negra de las tinieblas. Todas mis
sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída
en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el
universo no fue más que silencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera
perdido completamente la conciencia. No trataré de definir
lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la
había perdido por completo. En el más profundo sopor, en
el delirio, en el desmayo... ¡hasta la muerte, hasta la misma
tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la
inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más
profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún
sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede
haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber
soñado. Cuando volvemos a la vida después de un
desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del
sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo,
el de la existencia física. Es probable que si al llegar al
segundo momento pudiéramos recordar las impresiones
del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del
abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es?
¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba?
Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer
momento no pueden ser recordadas por un acto de la
voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un
largo
intervalo,
mientras
nos
maravillamos
preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se
ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras
fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no
contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones
que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras
respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse
su mente ante el sentido de una cadencia musical que
jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre
acendradas luchas para apresar algún vestigio de ese
estado de aparente aniquilación en el cual se había
hundido mi alma, ha habido momentos en que he
vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos en que
pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez
posterior, sólo podían referirse a aquel momento de
aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me
muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y
me llevaron en silencio, descendiendo... descendiendo...
siempre descendiendo... hasta que un horrible mareo me
oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso.
También evocan el vago horror que sentía mi corazón,
precisamente a causa de la monstruosa calma que me
invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad
que invade todas las cosas, como si aquellos que me
llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su
descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la
fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como
un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la
locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez
mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en
mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la
que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto
-una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego
la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que
duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el
pensamiento, un espanto estremecedor y el esfuerzo más
intenso por comprender mi verdadera situación. A esto
sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad.
Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por
moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido
del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia,
la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de
todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo,
me han permitido vagamente recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que
yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano,
que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé
allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde
me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no
me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los
objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar
cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que
no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia
mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores
suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de
una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella
oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera
era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil,
esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la
Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a
partir de ese punto.
La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de
que desde entonces había transcurrido largo tiempo. Pero
ni siquiera por un momento me consideré verdaderamente
muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos
en los relatos ficticios, es por completo incompatible con
la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación
me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados
morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de
realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían
devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio,
que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al
punto vi que era imposible. En aquel momento había una
demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo,
como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía
piso de piedra y la luz no había sido completamente
suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a
torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí en la
insensibilidad.
Cuando
me
repuse,
temblando
convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los
brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero no me
atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo
impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por
todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas
heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por
volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante,
con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el deseo
de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos
cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío.
Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente
que mi destino no era el más espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente,
resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las
cosas horribles que ocurrían en Toledo.
Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que
yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran
menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas,
salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este
subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un
destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de
mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y
una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo
que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora
de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo
sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamente
liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con
toda la desconfianza que antiguos relatos me habían
inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de
asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría
toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo,
hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues,
el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a
las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar
de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña.
Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la
mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero,
de todos modos, la dificultad carecía de importancia,
aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable
en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del
sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con
respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi
celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el
circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no había
contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El
suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un
trecho, pero luego trastrabillé y caí.
Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el
sueño no tardó en dominarme.
Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y
un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para
reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente.
Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho
trabajo llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el
momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos
pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta
llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien
pasos. Contando una yarda por cada dos pasos, calculé que
el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No
obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared,
de modo que no podía hacerme una idea clara de la forma
de la cripta, a la que llamo así pues no podía impedirme
pensar que lo era.
Poca finalidad y menos esperanza tenían estas
investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a
continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el
calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio
con suma precaución, pues aunque el piso parecía de un
material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del
limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con
firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta
posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma
cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las
piernas. Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no reparé en un
sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y
cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención.
Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del
calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara,
que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior
al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo
tiempo me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso,
y el olor característico de los hongos podridos penetró en
mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al
descubrir que me había desplomado exactamente al borde
de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible
descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería
que bordeaba el pozo logré desprender un menudo
fragmento y lo tiré al abismo. Durante largos segundos
escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las
paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al
cual sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un
sonido semejante al de abrirse y cerrarse rápidamente una
puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba
instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la
misma precipitación.
Comprendí claramente el destino que me habían preparado
y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al
oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el
mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que
acababa de escapar tenía justamente las características que
yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en los
relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las
víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de
muerte: una llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra
acompañada de sufrimientos morales todavía más atroces.
Yo estaba destinado a esta última. Mis largos
padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al
punto que bastaba el sonido de mi propia voz para
hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el
sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta
volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes que
arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi
imaginación concebía ahora más de uno- situados en
distintos lugares del calabozo. De haber tenido otro estado
de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el coraje para
acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en
uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en
el peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que
había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible
disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante
largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme.
Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un
cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un
solo trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna
droga, pues apenas la hube bebido me sentí
irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó
sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad,
cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos
que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor
sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al
principio, pude contemplar la extensión y el aspecto de mi
cárcel.
Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito
completo de los muros no pasaba de unas veinticinco
yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana
preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos
importancia, en las terribles circunstancias que me
rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero
mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me
esforcé por descubrir el error que había podido cometer en
mis medidas. Por fin se me reveló la verdad.
En la primera tentativa de exploración había contado
cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al
suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos
pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido
casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de
mi sueño debí emprender el camino en dirección contraria,
es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue cómo supuse
que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La
confusión de mi mente me impidió reparar entonces que
había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda
y que la terminé teniéndola a la derecha. También me
había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las
paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo
así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan
potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que
despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran
más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes
intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había
tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro
metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse,
ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta
celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas
las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral
superstición de los monjes había sido capaz de concebir.
Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y
otras imágenes todavía más terribles recubrían y
desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de
aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero
que los colores parecían borrosos y vagos, como si la
humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté
asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría
el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si
bostezara, acababa de escapar; pero no había ningún otro
en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi
situación había cambiado grandemente en el curso de mi
sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado,
sobre una especie de bastidor de madera. Estaba
firmemente amarrado por una larga banda que parecía un
cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros
y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad la cabeza y
el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender
hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi
alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el
cántaro de agua. Y digo espanto porque la más intolerable
sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis
torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato
consistía en carne sumamente condimentada.
Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión.
Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su
construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de
sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por
completo de mi atención. La pintura representaba al
Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de
guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado
péndulo, semejante a los que vemos en los relojes
antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia de aquella
imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras
la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se
encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la
impresión de que se movía. Un segundo después esta
impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era
breve y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato
con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de
contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los
restantes objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso,
vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que
se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún
entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en
cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el
olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del
plato de comida.
Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues
sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes de
volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me
confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo
había aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como
consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande.
Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo
había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil
agregar con cuánto horror- que su extremidad inferior
estaba constituida por una media luna de reluciente acero,
cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque
afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y
pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar
en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado
vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al
balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del destino que me había
preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los
agentes de la Inquisición habían advertido mi
descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores
estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo;
el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los
castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían.
Por el más casual de los accidentes había evitado caer en
el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca
precipitación en los tormentos, constituían una parte
importante de las grotescas muertes que tenían lugar en
aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el
demoniaco plan de mis verdugos no contaba con
precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba
otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y
más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del
espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror
más que mortal, durante las cuales conté las zumbantes
oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un
descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos
que parecían siglos... más y más íbase aproximando.
Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos díasantes de que oscilara tan cerca de mí que parecía
abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero
penetraba en mis sentidos... Supliqué, fatigando al cielo
con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más
velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo
posible por enderezarme y quedar en el camino de la
horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y
me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte
como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve,
pues al resbalar otra vez en la vida noté que no se había
producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía,
sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que
aquellos demonios estaban al tanto de mi desmayo y que
podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al
despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil,
como después de una prolongada inanición.
Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana
ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo
izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me
apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las
ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por
mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría... de
esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza?
Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado;
muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse
jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero sentí al
mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena
elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por
recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado
casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No
era más que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con
mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba
orientada de manera de cruzar la zona del corazón.
Desgarraría la estameña de mi sayo..., retornaría para
repetir la operación... otra vez..., otra vez... A pesar de su
carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la
sibilante violencia de su descenso, capaz de romper
aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios
minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis
pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía
a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella,
pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera
detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me
obligué a meditar acerca del sonido que haría la media
luna cuando pasara cortando el género y la especial
sensación de estremecimiento que produce en los nervios
el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta
el límite de mi resistencia.
Bajaba... seguía bajando suavemente. Sentí un frenético
placer en comparar su velocidad lateral con la del
descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados,
con el aullido de un espíritu maldito... hacia mi corazón,
con el paso sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a
carcajadas y clamé, según que una u otra idea me
dominara.
Bajaba... ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando
a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia,
furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo
estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la
mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero
no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo,
hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo
hubiera sido pretender atajar un alud!
Bajaba... ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché,
jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente
a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia
arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable
desesperación;
mis
párpados
se
cerraban
espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte
hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada
uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar
que el más pequeño deslizamiento del mecanismo
precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho.
Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y
contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que
triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de
los condenados a muerte hasta en los calabozos de la
Inquisición.
Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se
pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento
en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la
penetrante calma concentrada de la desesperación. Por
primera vez en muchas horas -quizá días- me puse a
pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o
cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras
no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer
roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción
de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano
izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible,
en ese caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el
resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que
los esbirros del torturador no hubieran previsto y
prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura
cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el
péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer,
postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo
bastante para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo
envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones,
salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando
relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir
como la informe mitad de aquella idea de liberación a que
he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba
inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis
ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo
estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido...
pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la
desesperación, procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado
en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre el
cual me hallaba.
Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas
pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran
verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué
alimento -pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A
pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían
devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras.
Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato;
pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo
perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me
clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los
fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba
en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era
posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del
suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el
aliento.
Los hambrientos animales se sintieron primeramente
aterrados y sorprendidos por el cambio... la cesación de
movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se
refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un
momento. No en vano había yo contado con su voracidad.
Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas
atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el
cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran.
Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se
colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a
centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento
del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus
golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se
apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más
grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos
hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su
creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en
este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa
viscosidad mi corazón.
Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con
toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di
cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte.
Pero, con una resolución que excedía lo humano, me
mantuve inmóvil.
No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano.
Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a
los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo
alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi
sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más
pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios.
Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la
mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un
movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo
posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras,
más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al
menos, estaba libre.
Libre... ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había
apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en
el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la
diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza
invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue
una lección que debí tomar desesperadamente a pecho.
Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos.
¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la
forma de una tortura, para ser entregado a otra que sería
peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé
nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me
encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no
me fue posible apreciar claramente, se había producido en
el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una
temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y
deshilvanadas conjeturas.
En estos momentos pude advertir por primera vez el
origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía
de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba por
completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales
parecían -y en realidad estaban- completamente separadas
del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible
ver nada a través de la abertura.
Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el
misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya he
dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en
los muros eran suficientemente claras, los colores parecían
borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían
tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más y
más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes
un aspecto que hubiera quebrantado nervios más
resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una salvaje
y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil
direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y
brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi
imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal...! Al respirar llegó a mis narices el olor
característico del vapor que surgía del hierro recalentado...
Aquel olor sofocante invadía más y más la celda... Los
sangrientos horrores representados en las paredes
empezaron a ponerse rojos... Yo jadeaba, tratando de
respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis
torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más
demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la
celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi
pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la
idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un
bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré
hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus
más recónditos huecos.
Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se
negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin,
ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi
alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón.
¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo... todo menos
eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en
las manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto,
temblando como en un ataque de calentura. Un segundo
cambio acababa de producirse en la celda..., y esta vez el
cambio tenía que ver con la forma. Al igual que antes, fue
inútil que me esforzara por apreciar o entender
inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas
no duraron mucho. La venganza de la Inquisición se
aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya no habría
más pérdida de tiempo por parte del Rey de los Espantos.
Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi
que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos,
y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible
diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar
profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo
cambió su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se
detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba que se detuviera.
Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si
fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-.
«¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato!
¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían
por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir
su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión?
El rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que
no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su
diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me
eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban
irresistiblemente a avanzar.
Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada
de asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé
de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un
agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí
que me tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó
poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero
chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes
retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el
instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era
la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar
en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus
enemigos.
El retrato oval
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido
penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente
herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de
esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que
durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en
medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la
imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia,
el castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las
habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente
amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto
del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y
sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de
tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos
de toda clase, y de ellos pendían un número
verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de
estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto
arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi
incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados
no solamente en las paredes principales, sino también en
una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del
castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados
postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un
gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi
cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro
terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho.
Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el
sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación
de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que
había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y
analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas
devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y
llegó la media noche. La posición del candelabro me
molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no
turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que
arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente
inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en
un nicho del salón que una de las columnas del lecho había
hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi
envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no
advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi
mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por
qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que
mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el
motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento
involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para
calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría
y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de
nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido;
porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había
desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se
hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la
realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se
trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo
en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de
viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully
en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas
de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga,
pero profunda, que servía de fondo a la imagen.
El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello
estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra,
ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me
impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer
que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado
la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles
del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no
me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en
estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos
fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de
realidad y vida que al principio me hiciera estremecer,
acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el
candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado
de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé
ansiosamente del volumen que contenía la historia y
descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el
número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y
leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como
amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él.
Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y
había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima
belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo,
amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su
rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás
instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su
adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor
hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y
sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la
sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se
filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso.
El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de
hora en hora, de día en día.
Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se
perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que
penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la
salud y los encantos de su mujer, que se consumía para
todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y
más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran
fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea,
y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen
de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más
débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el
retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa,
prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor
que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo
tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la
torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el
ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara
vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y
no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su
lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y
no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo
dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de
la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que
está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los
toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el
trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después,
estremeciéndose, palideció intensamente herido por el
terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida
misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien
amada: ¡Estaba muerta!"
Eleonora
Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación
y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado
loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la
locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si
mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de
una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo
exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que
sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que
sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen
atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar,
descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De
un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría
propia y mucho más del mero conocimiento propio del
mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto
océano de la «luz inefable», y otra vez, como los
aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare
tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos,
que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el
estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece
a la memoria de los sucesos de la primera época de mi
vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al
presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era
de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer
período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan
sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si
no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con
calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la
hermana de mi madre, que había muerto hacía largo
tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora.
Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el
Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a
aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena
de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus
promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más
bellos escondrijos. No había sendero hollado en su
vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso
apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales
y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así
era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera
del valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en
el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se
deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más
brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo
en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una
sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que
aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de
Silencio», porque parecía haber una influencia
enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún
murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que
los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en
lo hondo de su seno no se movían, en quieto
contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando
gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos
deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos
hasta su cauce, así como los espacios que se extendían
desde las márgenes descendiendo a las profundidades de
las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo,
esos lugares, no menos que la superficie entera del valle,
desde el río hasta las montañas que lo circundaban,
estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde,
espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de
vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos,
margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo
rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones,
con altas voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas
de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y
esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban
graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el
centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el
vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más
suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no
ser por el verde vivo de las enormes hojas que se
derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas,
retozando con los céfiros, podría habérselos creído
gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su
soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos
Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en
nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer
lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a
los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las
aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante
el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras
palabras fueron temblorosas, escasas.
Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y
ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros
las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones
que durante siglos habían distinguido a nuestra raza
llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también
era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el
Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas
las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en
los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la
alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una
desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar,
de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en
nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces
nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes,
desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de
oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco
a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora
melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada
más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube
voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las
regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y
carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada
vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las
cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en
esplendor y encerrándonos como para siempre en una
mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una
doncella natural e inocente, como la breve vida que había
llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el
fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba
conmigo los escondrijos más recónditos mientras
caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y
discurríamos sobre los grandes cambios que se habían
producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del
último y triste camino que debe sufrir el hombre, en
adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso,
vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como
en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se
encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de
la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que,
como la efímera, había sido creada perfecta en su
hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de
tumba se reducían a una consideración que me reveló una
tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de
Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle
de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos
felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan
apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior
y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a
los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que
nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la
Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su
querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño
cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo
del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi
juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el
Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa,
implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo.
Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír
mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del
pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente,
pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y
el juramento la alivió en su lecho de muerte.
Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en
pago de lo que yo había hecho para confortación de su
alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si
le era permitido, volvería en forma visible durante la
vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las
almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes
indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los
vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con
el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas
palabras en sus labios sucumbió su inocente vida,
poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la
barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi
amada y comienzo con la segunda era de mi existencia,
siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de
la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los
años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el
Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había
sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas
desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron
más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y
uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí,
y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas
como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban
siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros
senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su
plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del
valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes
que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y
plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más
hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río.
Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y
más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue
muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos,
hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de
su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se
levantó y, abandonando los picos de las montañas a la
antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se
llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del
Valle de la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido,
pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y
las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el
valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía
pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me
llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos
confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez ¡ah, pero sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el
sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales
sobre los míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón.
Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al
fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo
abandoné para siempre en busca de las vanidades y los
turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas
podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces
sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada.
El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco
estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer
extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi
alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la
presencia de Eleonora todavía me llegaban en las
silenciosas horas de la noche.
De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se
oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los
abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las
terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de
alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre
corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya
belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos
pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la
más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi
pasión por la jovencita del valle, en comparación con el
ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con
que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea
Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y
sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah,
divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades
de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos,
y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su
amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el
silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los
suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la
voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y
gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda,
estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus
juramentos a Eleonora.»
Hop-Frog
Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una
broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las bromas.
La manera más segura de ganar sus favores consistía en
narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y
narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros
descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos
se parecían al rey por ser corpulentos, robustos y
sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he
podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a
hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a
las chanzas; pero la verdad es que un bromista flaco
resulta una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos -o, como él los
denominaba, los «espíritus» del ingenio-, el rey se
preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el
volumen de una chanza, y con frecuencia era capaz de
agregarle gran amplitud para completarla. Las delicadezas
lo fastidiaban. Hubiera preferido el Gargantúa de Rabelais
al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas de
hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía
del favor de las cortes. Varias «potencias» continentales
conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían
traje abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de
las migajas de la mesa real, debían mantenerse alerta para
prodigar su agudo ingenio.
Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una
cierta dosis de locura, aunque más no fuera, para
contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que
formaban su ministerio... y la suya propia.
Su «loco», o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su
valor se triplicaba a ojos del rey por el hecho de que
además era enano y cojo. En aquella época los enanos
abundaban en las cortes tanto como los bufones, y muchos
monarcas no hubieran sabido cómo pasar los días (los días
son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin
un bufón con el cual reírse y un enano de quien reírse.
Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y nueve por
ciento de los casos los bufones son gordos, redondeados y
de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se
congratulaba de tener en Hop-Frog (que así se llamaba su
bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano
por sus padrinos en el momento del bautismo, sino que
recayó en su persona por concurso general de los siete
ministros, dado que le era imposible caminar como el resto
de los mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar
mediante un movimiento convulsivo -algo entre un brinco
y
un
culebreo-,
movimiento
que
divertía
interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servía de
consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante
y el enorme tamaño de la cabeza del rey, lo consideraba un
dechado de perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a HopFrog moverse con gran dolor y dificultad en un camino o
un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar
aquella deficiencia de sus miembros inferiores
concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que le
permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza,
siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y
mientras cumplía tales ejercicios se parecía mucho más a
una ardilla o a un mono que a una rana.
No puedo afirmar con precisión de qué país había venido
Hop-frog. Se trataba, sin embargo, de una región bárbara
de la que nadie había oído hablar, situada a mucha
distancia de la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como
una jovencita apenas menos enana que él (pero de
exquisitas proporciones y admirable bailarina) habían sido
arrancados por la fuerza de sus respectivos hogares,
situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo
al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.
No hay que sorprenderse, pues, de que en tales
circunstancias se creara una gran intimidad entre los dos
pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos
entrañables. Hop-Frog, a pesar de sus continuas
exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por tanto,
prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su
gracia y exquisita belleza -pese a ser una enana-, era
admirada y mimada por todos, lo cual le daba mucha
influencia y le permitía ejercerla en favor de Hop-Frog,
cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo
cuál) el rey resolvió celebrar un baile de máscaras. Ahora
bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o
fiestas semejantes, se acudía sin falta a Hop-Frog y a
Trippetta, para que desplegaran sus habilidades. Hop-Frog,
sobre todo, tenía tanta inventiva para montar espectáculos,
sugerir nuevos personajes y preparar máscaras para los
bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podía
hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de
Trippetta habíase preparado un resplandeciente salón,
ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a
una mascarada. La corte ardía con la fiebre de la
expectativa.
Por lo que respecta a los trajes y los personajes a
representar, es de imaginarse que cada uno se había
aprontado convenientemente. Los había que desde
semanas antes preparaban sus rôles, y nadie mostraba la
menor señal de indecisión... salvo el rey y sus siete
ministros. Me es imposible explicar por qué precisamente
ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo de broma.
Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara
difícil decidirse. A todo esto el tiempo transcurría;
entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a
Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños amigos obedecieron al llamado
del rey, lo encontraron bebiendo vino con los siete
miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía
de muy mal humor. No ignoraba que a Hop-Frog le
desagradaba el vino, pues producía en el pobre lisiado una
especie de locura, y la locura no es una sensación
agradable. Pero el rey amaba sus bromas y le pareció
divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decía) «a
estar alegre».
-Ven aquí, Hop-Frog -mandó, cuando el bufón y su amiga
entraron en la sala-. Bébete esta copa a la salud de tus
amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres
capaz de inventar algo. Necesitamos personajes...
personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro.
Estamos cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe!
El vino te avivará el ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una
chanza a las palabras del rey, pero sus esfuerzos fueron
inútiles. Sucedió que aquel día era el cumpleaños del
pobre enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos
ausentes» hizo acudir las lágrimas a sus ojos.
Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la
tomaba, humildemente, de manos del tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rió éste con todas sus fuerzas-. ¡Ved lo que
puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le brillan los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de
brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era
tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa
con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus
amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecían
divertirse muchísimo con la «broma» del rey.
-Y ahora, ocupémonos de cosas serias -dijo el primer
ministro, que era un hombre muy gordo.
-Sí -aprobó el rey-. Ven aquí, Hop-Frog, y ayúdanos.
Personajes, querido muchacho. Personajes es lo que
necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los
siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si
estuviera distraído.
-Vamos, vamos -dijo impaciente el rey-. ¿No tienes nada
que sugerirnos?
-Estoy tratando de pensar algo nuevo -repuso vagamente el
enano, a quien el vino había confundido por completo.
-¡Tratando! -gritó furioso el tirano-. ¿Qué quieres decir
con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico y te hace
falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la
alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando
de recobrar el aliento-. ¡Bebe, te digo -aulló el monstruo-,
o por todos los diablos que...!
El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia.
Los cortesanos sonreían bobamente. Pálida como un
cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y,
cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su
amigo.
Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro
ante tal audacia. Parecía incapaz de decir o de hacer algo...
de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin
pronunciar una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a
la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a
suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se
hubiera escuchado caer una hoja o una pluma. Aquel
silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado
rechinar, que parecía venir de todos los ángulos de la sala
al mismo tiempo.
-¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? -preguntó el
rey, volviéndose furioso hacia el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de
su embriaguez y, mientras miraba fija y tranquilamente al
tirano en los ojos, respondió:
-¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
-Parecía como si el sonido viniera de afuera -observó uno
de los cortesanos-. Se me ocurre que es el loro de la
ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la
jaula.
-Eso ha de ser -afirmó el monarca, como si la sugestión lo
aliviara grandemente-. Pero hubiera jurado por el honor de
un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los
dientes.
Al oír tales palabras el enano se echó a reír (y el rey era un
bromista demasiado empedernido para oponerse a la risa
ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y
repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba
dispuesto a beber todo el vino que quisiera su majestad,
con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar
otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog
comenzó a exponer vivamente sus planes para la
mascarada.
-No puedo explicarme la asociación de ideas -dijo
tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese bebido
vino-, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le
arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en
momentos en que el loro producía ese extraño ruido en la
ventana, se me ocurrió una diversión extraordinaria... una
de las extravagancias que se hacen en mi país, y que con
frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquí
será completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un
grupo de ocho personas, y...
-¡Pues aquí estamos! -exclamó el rey, riendo ante su agudo
descubrimiento de la coincidencia-. ¡Justamente ocho: yo
y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
-La llamamos -repuso el enano- los Ocho Orangutanes
Encadenados, y si se la representa bien, resulta
extraordinaria.
-Nosotros la representaremos bien -observó el rey,
enderezándose y alzando las cejas.
-Lo divertido de la cosa -continuó Hop-Frog- está en el
espanto que produce entre las mujeres.
-¡Magnífico! -gritaron a coro el monarca y su Consejo.
-Yo os disfrazaré de orangutanes -continuó el enano-.
Dejadlo todo por mi cuenta. El parecido será tan grande,
que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias de
verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como
asombro.
-¡Exquisito! -exclamó el rey-. ¡Hop-Frog, yo haré un
hombre de ti!
-Usaremos cadenas para que su ruido aumente la
confusión. Haremos correr el rumor de que os habéis
escapado en masse de vuestras jaulas. Vuestra majestad no
puede imaginar el efecto que en un baile de máscaras
causan ocho orangutanes encadenados, los que todos
toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos salvajes
entre damas y caballeros delicada y lujosamente ataviados.
El contraste es inimitable.
-¡Así debe ser! -declaró el rey, mientras el Consejo se
levantaba precipitadamente (se hacía tarde) para poner en
ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió éste a fin de convertir a sus
amos en orangutanes era muy sencilla, pero
suficientemente eficaz para lo que se proponía. En la
época en que se desarrolla mi relato los orangutanes eran
poco conocidos en el mundo civilizado, y como las
imitaciones preparadas por el enano resultaban
suficientemente bestiales y más que suficientemente
horrorosas, nadie pondría en duda que se trataba de una
exacta reproducción de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de
tejido elástico y sumamente ajustado. Se procedió
inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo
sugirió cubrirse de plumas, pero esta idea fue rechazada al
punto por el enano, quien no tardó en convencer a los ocho
bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo de
orangután puede imitarse mucho mejor con lino. Una
espesa capa de este último fue por tanto aplicada sobre la
brea. Buscóse luego una larga cadena. Hop-Frog la pasó
por la cintura del rey y la aseguró; en seguida hizo lo
propio con otro del grupo, y luego con el resto.
Completados los preparativos, los integrantes se apartaron
lo más posible unos de otros, hasta formar un círculo, y,
para dar a la cosa su apariencia más natural, Hop-Frog
tendió el sobrante de la cadena formando dos diámetros en
el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen en
la actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes
monos en Borneo.
El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras
era una estancia circular, de techo muy elevado y que sólo
recibía luz del sol a través de una claraboya situada en su
punto más alto. De noche (momento para el cual había
sido especialmente concebido dicho salón) se lo iluminaba
por medio de un gran lustro que colgaba de una cadena
procedente del centro del tragaluz, y que se hacía subir y
bajar por medio de un contrapeso, según el sistema
corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera,
hallábase instalado del otro lado de la cúpula, sobre el
techo.
El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de
Trippetta; pero, por lo visto, ésta se había dejado guiar en
ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su
amigo el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro
fue retirado.
Las gotas de cera de las bujías (que en esos días calurosos
resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas
vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud
que llenaría el salón, no podrían mantenerse alejados del
centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se
instalaron candelabros adicionales en diversas partes del
salón, de modo que no molestaran, a la vez que se fijaban
antorchas que despedían agradable perfume en la mano
derecha de cada una de las cariátides que se erguían contra
las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes
esperaron pacientemente hasta medianoche, hora en que el
salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada.
Tan pronto se hubo apagado la última campanada del reloj,
precipitáronse -o, mejor, rodaron juntos, ya que la cadena
que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y
trastrabillar a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y
llenó de júbilo el corazón del rey. Tal como se había
anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas
criaturas de feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo
menos verdaderas bestias de alguna otra especie. Muchas
damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera
tenido la precaución de prohibir toda portación de armas
en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar
sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de
defensa, produjese una carrera general hacia las puertas;
pero el rey había ordenado que fueran cerradas
inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo una
sugestión del enano, las llaves le habían sido confiadas a
él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se
ocupaba tan sólo de su seguridad personal (pues ahora
había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la
excitada multitud), hubiera podido advertirse que la
cadena de la cual colgaba habitualmente el lustro, y que
había sido remontada al prescindirse de aquél, descendía
gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó
a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habían
recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron por
encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto
con la cadena. Mientras se hallaban allí, el enano, que no
se apartaba de ellos y los incitaba a continuar la broma, se
apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de
intersección de los dos diámetros que cruzaban el círculo
en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó allí el
gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y
por obra de una intervención desconocida, la cadena del
lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera del
alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable,
arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de
su alarma y comenzaban a considerar todo aquello como
una estupenda broma, por lo cual estallaron risas
estentóreas al ver la desgarbada situación en que se
encontraban los monos.
-¡Dejádmelos a mi! -gritó entonces Hop-Frog, cuya voz
penetrante se hacía escuchar fácilmente en medio del
estrépito-, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco!
¡Si solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría
deciros quiénes son!
Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió
llegar hasta la pared, donde se apoderó de una de las
antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante
estuvo de vuelta en el centro del salón y, saltando con
agilidad de simio sobre la cabeza del rey, encaramóse unos
cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la antorcha
para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez
más:
-¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los
monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó un agudo
silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia
a una altura de treinta pies, arrastrando consigo a los
aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los
dejó suspendidos en el aire, a media altura entre la
claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog
seguía en la misma posición, por encima de los ocho
disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba
acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se
trataba.
Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que
se produjo un profundo silencio. Duraba ya un minuto,
cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar,
semejante al que había llamado la atención del rey y sus
consejeros después que aquél hubo arrojado el vino a la
cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no cabía dudar de
dónde procedía el sonido. Venía de los dientes del enano,
semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su
boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de un loco
furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete
compañeros.
-¡Ah, ya veo! -gritó, por fin, el enfurecido bufón-. ¡Ya veo
quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la
antorcha a la capa de lino que lo envolvía y que
instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos
de medio minuto los ocho orangutanes ardían
horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los
miraba desde abajo, aterrada, y que nada podía hacer para
prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al
bufón a encaramarse por la cadena para escapar a su
alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a
guardar silencio. El enano aprovechó la oportunidad para
hablar una vez más:
-Ahora veo claramente quiénes son esos hombres -dijo-.
Son un gran rey y sus siete consejeros privados. Un rey
que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y
sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto
a mí, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón... y ésta es
mi última bufonada.
A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la
obra de venganza quedó cumplida apenas el enano hubo
terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho
cadáveres colgaban de sus cadenas en una masa
irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón
arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando
tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la
claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón,
fue cómplice de su amigo en su ígnea venganza, y que
ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los
volvió a ver.
La caída de la casa Usher
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso,
cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo,
crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del
país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me
encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé
cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio
invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza.
Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de
esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los
cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes
naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario
que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio,
las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los
ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles
agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente
comparable, como sensación terrena, al despertar del
fumador de opio, la amarga caída en la existencia
cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una
frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una
irremediable tristeza mental que ningún acicate de la
imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo
sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así
me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher?
Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos
pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras
reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria
conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda,
combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen
el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se
encuentra aún entre las consideraciones que están más allá
de nuestro alcance.
Era posible, reflexioné, que una simple disposición
diferente de los elementos de la escena, de los detalles del
cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su
poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo
con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de
un estanque negro y fantástico que extendía su brillo
tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento
aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen
reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales
troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba
pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher,
había sido uno de mis alegres compañeros de
adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde
nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir
una carta en una región distinta del país -una carta suya-,
la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no
admitía otra respuesta que la presencia personal. La
escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de
una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le
oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y,
en realidad, su único amigo personal, con el propósito de
lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio
a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más,
este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron
vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no
obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos,
en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había
mostrado excesivamente reservado.
Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había
destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar
sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de
muchos años, en numerosas y elevadas concepciones
artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras
de caridad generosas, aunque discretas, así como en una
apasionada devoción a las dificultades más que a las
bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia
musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la
estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras
palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de
descendencia directa y siempre, con insignificantes y
transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia,
pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo
del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus
habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la
primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas
colaterales, y la consiguiente transmisión constante de
padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la
que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de
fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía
incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la
mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto
infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la
primera y singular impresión. No cabe duda de que la
conciencia del rápido crecimiento de mi superstición
-pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía
especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es,
lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los
sentimientos que tienen como base el terror.
Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de
nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el
estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía
tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar
la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi
imaginación estaba excitada al punto de convencerme de
que se cernía sobre toda la casa y el dominio una
atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad,
una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada
por los árboles marchitos, por los muros grises, por el
estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco,
pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño,
examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su
rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo.
Menudos hongos se extendían por toda la superficie,
suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela
de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma
de destrucción. No había caído parte alguna de la
mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia
entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación
de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente
integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo
tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el
soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina
general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad.
Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose
desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino
pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías
aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve
calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi
caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un
criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a
través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el
gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el
camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos
sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los
objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los
oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos
y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a
mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba
acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en
reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban
por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no
habituales provocaban en mí. En una de las escaleras
encontré al médico de la familia. La expresión de su
rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de
perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó
en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta.
Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a
distancia tan grande del piso de roble negro, que
resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro.
Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de
los cristales enrejados y servían para diferenciar
suficientemente los principales objetos; los ojos, sin
embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos
ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y
esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El
moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y
destartalado. Había muchos libros e instrumentos
musicales en desorden, que no lograban dar ninguna
vitalidad a la escena.
Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de
dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y
penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba
tendido cuan largo era y me recibió con calurosa
vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de
cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de
mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me
convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y,
durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé
con un sentimiento en parte de compasión, en parte de
espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces
había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve,
como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir
la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el
compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter
de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica;
los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos;
los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva
extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo
hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es
habitual en ellas; el mentón, finamente modelado,
revelador, en su falta de prominencia, de una falta de
energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que
tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la
región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar.
Y ahora la simple exageración del carácter dominante de
esas facciones y de su expresión habitual revelaban un
cambio tan grande, que dudé de la persona con quien
estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo
milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me
sobresaltaron y aun me aterraron.
El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y,
como en su desordenada textura de telaraña flotaba más
que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun
haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia
con idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar
incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era
motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de
vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación
nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de
esta naturaleza, no menos por su carta que por
reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las
conclusiones deducidas de su peculiar conformación física
y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente
vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula
(cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a
esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar
abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural,
densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede
observarse en el borracho perdido o en el opiómano
incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente
deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó
con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de
su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar,
y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección
nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría
pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones
anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me
interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron
importancia los términos y el estilo general del relato.
Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos;
apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía
vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas
las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba
sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de
instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de
terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable
locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los
sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus
resultados. Me estremezco pensando en cualquier
incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta
intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea
por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta
lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará
el periodo en que deba abandonar vida y razón a un
tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones
interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su
condición mental. Estaba dominado por ciertas
impresiones supersticiosas relativas a la morada que
ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había
aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia
cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado
sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas
peculiaridades de la simple forma y material de la casa
familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza
de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de
los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el
cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la
moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía
buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de
la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y
prolongada enfermedad, la disolución evidentemente
próxima de una hermana tiernamente querida, su única
compañía durante muchos años, su último y solo pariente
sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que
nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el
frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras
hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente
por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi
presencia, desapareció. La miré con extremado asombro,
no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible
explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se
alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis
ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del
hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y
sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual
se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales
se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho
tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente,
un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque
transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico
eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había
soportado con firmeza la carga de su enfermedad,
negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi
llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su
hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante
del destructor, y supe que la breve visión que yo había
tenido de su persona sería probablemente la última para
mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo
mencionamos su nombre, y durante este periodo me
entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía
de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo
escuchaba, como en un sueño, las extrañas
improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida
que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin
reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo
con amargura la futileza de todo intento de alegrar un
espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva,
inherente, se derramaba sobre todos los objetos del
universo físico y moral, en una incesante irradiación de
tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas
solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher.
Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea
sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a
los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una
idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo
sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos
fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras
cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta
singular perversión y amplificación del extraño aire del
último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada
pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento
tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de
esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante
mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la
pequeña porción comprendida en los límites de las meras
palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la
desnudez de sus diseños, atraían la atención y la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal
fue Roderick Usher.
Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me
rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el
hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad
de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni
siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli,
resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo,
que no participaba con tanto rigor del espíritu de
abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una
manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro
representaba el interior de una bóveda o túnel
inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas,
blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos
elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de
que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la
superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia
en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o
cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba
por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban
el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo
que hacía intolerable al paciente toda música, con
excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda.
Quizá los estrechos límites en los cuales se había
confinado con la guitarra fueron los que originaron, en
gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es
posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de
sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas
como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas
veces se acompañaba con improvisaciones verbales
rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he
aludido antes y que eran observables sólo en ciertos
momentos de la más alta excitación mental.
Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias.
Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la
dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido
creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia
por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba
sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio
encantado, decían poco más o menos así:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada
nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se
manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su
novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para
explicar la obstinación con que la defendió. En líneas
generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres
vegetales.
Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un
carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el
reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar
todo el alcance, o el vehemente abandono de su
persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como
ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus
antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían
sido satisfechas, imaginaba él, por el método de
colocación de esas piedras, por el orden en que estaban
dispuestas, así como por los numerosos hongos que las
cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre
todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su
duplicación en las quietas aguas del estanque. Su
evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía
comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual
pero segura condensación de una atmósfera propia en
torno a las aguas y a los muros. El resultado era
discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y
terrible influencia que durante siglos había modelado los
destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba
yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan
comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran
no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermoestaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con
este carácter espectral.
Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et
Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del
cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo
de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert
Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la
distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de
Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño
volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del
dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de
Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y
egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de
un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de
una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum
Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y
en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando
una noche, tras informarme bruscamente que Madeline
había dejado de existir, declaró su intención de preservar
su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación
definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El
humano motivo que alegaba para justificar esta singular
conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano
había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el
carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas
importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus
médicos, la remota y expuesta situación del cementerio
familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro
aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera
el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a
lo que consideré una precaución inofensiva y en modo
alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los
preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los
dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La
cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada
que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera
opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era
pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz;
estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la
casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había
desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro
oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de
depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible,
pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo
abovedado que nos llevara hasta allí estaban
cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro
macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso,
al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo,
insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes,
en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia
un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara
de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el
hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi
atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos,
murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la
muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros
ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta,
porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que
llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud
había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades
de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un
débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz,
lánguida, que es tan terrible en la muerte.
Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la
puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia
los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior
de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena,
sobrevino un cambio visible en las características del
desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales
habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus
ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con
paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su
semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte
más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había
desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su
voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el
colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por
momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo
dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba
por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces,
en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e
inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía
contemplar el vacío horas enteras, en actitud de
profundísima atención, como si escuchara algún sonido
imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara,
que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos
lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias
de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo
día después de que Madeline fuera depositada en la
mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera
especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño
no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban.
Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba.
Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que
sentía, era causado por la desconcertante influencia del
lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y
raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad
incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá
sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de
los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran
infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio
corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo
inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé
sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la
intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por
qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos
sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas
de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde.
Dominado por un intenso sentimiento de horror,
inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía
que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir
de la lamentable condición en que había caído, recorriendo
rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en
una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí
entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba
con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara.
Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez
cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de
loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en
toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era
preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y
hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una
mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues
aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió
cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las
ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto
de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche
tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente
singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un
torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues
había frecuentes y violentos cambios en la dirección del
viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que
oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía
advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los
puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que
aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin
embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las
estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las
superficies inferiores de las grandes masas de agitado
vapor, así como todos los objetos terrestres que nos
rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una
exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible,
que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome,
mientras con suave violencia apartaba a Usher de la
ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos,
que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada
extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma
corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está
frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus
novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así
pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de
Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de
Usher más por triste broma que en serio, pues poco había
en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera
interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo.
Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la
vaga esperanza de que la excitación que en ese momento
agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la
historia de los trastornos mentales está llena de anomalías
semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a
leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y
tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las
palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito
de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en
que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos
intentos de introducirse por las buenas en la morada del
eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará,
las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y
fortalecido, además, gracias al poder del vino que había
bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el
eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y
maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y
temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente
su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de
la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con
fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma
que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el
bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me
detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que
mi excitada imaginación me había engañado), me pareció
que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba
confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta
similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del
mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había
descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la
coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir
de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos
habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo
nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o
distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó
muy furioso y sorprendido al no percibir señales del
maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón
prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego,
sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso
de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce
reluciente con esta leyenda:
Quien
entre
aquí,
conquistador
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
será;
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del
dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con
un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante
que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las
manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás
se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un
sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de
que en esta oportunidad había escuchado realmente
(aunque me resultaba imposible decir de qué dirección
procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado
y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta
réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural
alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y
más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones
contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y
un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente
presencia de ánimo para no excitar con ninguna
observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No
era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en
cuestión, aunque se había producido durante los últimos
minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia.
Desde su posición frente a mí había hecho girar
gradualmente su silla, de modo que estaba sentado
mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en
parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus
labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible.
Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no
estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al
echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo
contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a
otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme.
Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato
de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible
furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del
encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino
y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del
castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual,
entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies
sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando
-como si realmente un escudo de bronce, en ese momento,
hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de
plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante,
aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis
nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado
movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al
sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia
adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero,
cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte
estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana
tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo
bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi
presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin,
el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho,
mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos
días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme,
mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me
atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No
dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí
sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd.
Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me
atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La
puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y
el estruendo del escudo!...
¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los
férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la
cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh!
¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a
reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la
escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su
corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se
puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo
entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ
DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la
fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes
que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento,
sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta
ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la
alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre
en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada
parte de su descarnada persona. Por un momento
permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral;
luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia
adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta
agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los
terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado.
Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me
encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el
sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde
podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus
sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor
venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba
ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada
en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base.
Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó
rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el
disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi
espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y
hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil
torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque
se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher.
La caja oblonga
Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del
Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente
paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si
el tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes
(junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para
disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de
pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la
habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y,
entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr.
Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un
marcado
sentimiento
amistoso.
Habíamos
sido
condiscípulos en la Universidad de C... y solíamos andar
siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de
talento y consistía en una mezcla de misantropía,
sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el
corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en
un pecho humano.
Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en
las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez
la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus
dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran
suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la
otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir
a más de una persona; de todos modos no alcancé a
comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían
reservado tres camarotes.
En esa época me hallaba justamente en uno de esos
estados de melancolía espiritual que inducen a un hombre
a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras
nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué
a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas
sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi
incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué
pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma.
Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber
columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto
-me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en
algo tan obvio!»
Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo
entonces que ninguna criada habría de embarcarse con la
familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la
intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían
tachado las palabras. «Pues entonces se trata de un exceso
de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar
a la cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro!
Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío
italiano.»
La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado
mi curiosidad.
Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes
tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa,
como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había
podido verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en
mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo.
La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio
y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por
conocerla.
El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó
que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo
cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado
a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora
Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo
hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».
Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al
embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me
dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida
como conveniente), el Independence no se haría a la mar
hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera
listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una
sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no
salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto,
no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a
solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del
capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El
barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión
habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt
llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las
dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno de
sus habituales accesos de melancólica misantropía-.
Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle
especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a
su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su
hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con
breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo
levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me
quedé profundamente asombrado.
Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el
hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas
descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba
sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía
su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a
las regiones del puro ideal.
La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora
Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del
todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin
embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había
cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más
perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas
palabras, e inmediatamente entró en el camarote en
compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había
ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a
observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna
demora, llegó al embarcadero un carro conteniendo una
caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se
esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco
después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar
abierto.
He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos
seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé
atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien,
su forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en
detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se
recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de
mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo
menos en un cuadro.
No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había
mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a
bordo una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía
servir para guardar una copia de La última cena de
Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa
pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había
estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció,
pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta.
Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era
la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me
ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía
duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y
pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura,
confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví
tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.
Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue
colocada en el camarote sobrante, sino depositada en el de
Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para
evidente incomodidad del artista y de su esposa,
acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual
se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte,
desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre
la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis,
Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este
lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de
Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste
había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme
mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no
seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio
de mi misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva
York.
Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo
excelente a pesar del viento de proa -pues había virado al
Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por
consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y
dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin
embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban
reservados y fríos, en forma que no pude menos de
considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la
conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba
melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso
diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme
dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba
imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su
camarote la mayor parte del día, negándose
terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con
nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable.
Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha
importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró
excesivamente familiar con la mayoría de las señoras y,
para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia
poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos
divertía muchísimo.
Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La
verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más
de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus
opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una
excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y
decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era
cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante
matrimonio.
Se pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía
que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había
informado que su esposa no aportaba un solo centavo al
matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se
había casado con ella -según me dijo- por amor y
solamente por amor, pues su esposa era más que
merecedora de cariño.
Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo
más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera
perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan
refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción
finísima de todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación
de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy
enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se
ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho
«su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo»
parecía siempre -para usar una de sus delicadas
expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto
todos advirtieron que él la evitaba de la manera más
evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote,
donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad
a su esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones
del salón.
De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el
artista, movido por algún inexplicable capricho del
destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan
entusiasta como fantástico, se había unido a una persona
por completo inferior a él, y que no había tardado en
sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva
repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi
corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que
había mantenido sobre el embarque de La última cena.
Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo
como era mi antigua costumbre, echamos a andar de un
lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural
dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló
poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo.
Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por
sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me
maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría.
Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo,
comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la
caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de
que yo no era para nada víctima de su pequeña
mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis
baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y
al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de
inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto mientras le daba
suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me
convenció al punto de que se había vuelto loco.
Primeramente me miró como si le resultara imposible
comprender el ingenio de mi observación; pero, a medida
que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su
cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas.
Su rostro se puso escarlata, luego palideció
espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le
divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi
estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza
durante largos minutos. Finalmente se desplomó
pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por
levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí.
Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente,
hasta que le sangramos y le metimos en cama.
A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo
menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente
prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el
resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien
parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba
loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes
pasajeros.
Inmediatamente después de la crisis de mi amigo
ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la
curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la
siguiente: Me sentía nervioso por haber bebido demasiado
té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no
pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o
salón comedor, como todos los camarotes ocupados por
hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban
con el salón posterior, el cual estaba separado del principal
por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca,
ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con
viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a
sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba
en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en
esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y
cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que,
cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a
causa del calor), podía ver con toda claridad el salón
posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes
de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas),
en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la
señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su
esposo y entraba en el camarote sobrante, donde
permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a
buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina.
Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado.
Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un
divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después
de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante
las dos noches de insomnio a que he aludido, e
inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado
en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos
singulares sonidos ahogados que brotaban del de su
esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme
perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía
el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y
una maza, esta última envuelta en alguna materia
algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el
preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y
también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera
superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa
de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de
madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de
depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber
espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin
que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no
fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a
sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi
inaudibles -a menos que se tratara de un producto de mi
imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en
sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra
cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin
duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a
uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de
entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de
regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba.
Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor
de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una
alucinación de mi mente, excitada por el té verde del
excelente capitán Hardy. En las dos noches de que he
hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a
colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los
clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en
trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente
vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba
en la otra cabina.
Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el
cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del
sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante,
no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien
aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos
dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el
trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante
cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy
marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el
viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se
hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced
de los elementos que de inmediato nos barrieron varias
olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo
perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las
amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos
recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en
jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay,
pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba
el temporal con mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de
amainar.
Pronto se vio que la enjarciadura estaba en mal estado,
soportando una excesiva tensión; al tercer día de la
tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a
barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana.
Durante más de una hora luchamos por terminar de
desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes
de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había
cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo de males
descubrimos que las bombas estaban atascadas y que
apenas servían.
Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos
luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la
mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles
que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas
seguían inutilizables y la vía de agua continuaba
inundando la cala.
A la puesta del sol el huracán había amainado
sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos
todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de
la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la
ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió
el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor pudimos por fin botar al
agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad de la
tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la
chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó
finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después
del naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán,
resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo
botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se
volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su
esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su
esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que
unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y
las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado
siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra
estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a
Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente,
pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al
barco para embarcar su caja oblonga!
-Siéntese usted, señor Wyatt -replicó el capitán con alguna
severidad-. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se
está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
-¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le
digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le
pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una
nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo,
por lo que más quiera... le imploro que volvamos a buscar
la caja!
Durante un momento el capitán pareció conmovido por las
súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y replicó:
-Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese
le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo...
pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había
arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire del
buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de
una cuerda que colgaba a proa.
Un instante después trepaba a cubierta y corría
frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los
camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco
y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente
a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por
acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como
una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una
ojeada para comprender que el destino del infortunado
artista estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi
sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos
considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con
fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo
la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo
de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una
cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su
cuerpo. Un instante después ambos caían al mar,
desapareciendo instantáneamente y para siempre.
Por un momento detuvimos el movimiento de los remos,
clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin
reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que
nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar
una observación.
-¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe?
¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un
momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se
salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al
mar.
-Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una
bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán a
subir a la superficie... pero no antes de que la sal se
disuelva.
-¡La sal! -exclamé.
-¡Sh...! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y
hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en un
momento más oportuno.
Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte,
pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros
camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después
de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la
playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una
semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y
finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un mes después de la pérdida del Independence, me
encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy.
Como es natural, nuestra conversación versó sobre el
naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre
Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos
hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su
esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres.
En la mañana del 14 de junio (día en que visité por
primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó
repentinamente y murió. El joven esposo estaba
enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían
aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a
su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra
parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría
hacerlo abiertamente.
De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el
barco antes de hacerse a la mar en compañía de un
cadáver.
En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el
cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre
espesas capas de sal en una caja de dimensiones
adecuadas, fuera subido a bordo como si se tratara de una
mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama;
mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje
para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que
desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La
doncella de la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El
camarote sobrante, que en principio había sido tomado
para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía
aquélla, como se supondrá, todas las noches. De día
representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel
de ama -cuya persona era totalmente desconocida para los
pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de
verificar previamente.
En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento
demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde
entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De
cualquier lado que me vuelva, hay siempre un rostro que
me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en
mis oídos.
La carta robada
Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche,
después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de
la meditación y de una pipa de espuma de mar, en
compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña
biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au
troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de
una hora en profundo silencio, y cualquier observador
casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente
dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que
llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había
entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre
los cuales habíamos departido al comienzo de la velada;
me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del
asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una
coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a
nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de
París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había
tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos
varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en
la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara,
pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo
saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la
opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo
preocupaba grandemente.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin,
absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor
examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para
quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por
lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de
«rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro
visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea
otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy
sencillo y no dudo de que podremos resolverlo
perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos
pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto
que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir
verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la
cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la
sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a
carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo
Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante
idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no
poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando
profundamente una bocanada de humo e instalándose en
un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes
debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues
si se supiera que lo he confiado a otras personas podría
costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien
que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de
la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales.
Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue
vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el
documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza
del documento y de que no se hayan producido ciertas
consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después
que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que
fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de
pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su
poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es
inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una
tercera persona que no nombraremos pondría sobre el
tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y
ello da al poseedor del documento un dominio sobre el
ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal
modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón
supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién
osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a
todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de
un hombre. La forma en que cometió el robo es tan
ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una
carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada
mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la
leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de
la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba
ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada
y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla,
abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito
había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la
carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento
aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben
inmediatamente el papel, reconoce la escritura del
sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión
y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la
forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida
a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego
exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir
sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se
levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no
le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se
atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que
no se mueve de su lado.
El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta
sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted
lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera
completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como
el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha
sido usado en estos últimos meses para fines políticos,
hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada
está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar
su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse
abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación,
dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto
torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera
imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es
imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta
sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su
poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada
la carta, el poder cesaría.
Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa
convicción. Lo primero que hice fue registrar
cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor
dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me
ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que
sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de
investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía
parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado.
Las costumbres del ministro me daban, además, una gran
ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa.
Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los
aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es
muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben
ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir
cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no
ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a
registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para
confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es
enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener
seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo.
Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la
casa donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla
en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste
la haya escondido en otra parte que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de
los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las
intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el
documento esté a mano y que pueda ser exhibido en
cualquier momento; esto último es tan importante como el
hecho mismo de su posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en
la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que
el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos
veces por falsos salteadores de caminos y he visto
personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo
que D... no es completamente loco y que ha debido prever
esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo
que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda
bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi
parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario,
buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en
estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por
cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada
aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los
cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un
agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que
pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el
hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil.
¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa,
un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos
reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la
quincuagésima parte de una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas.
Atravesamos los almohadones con esas largas y finas
agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las
tablas de las mesas.»
-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo
levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace
un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en
cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo
suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido?
-pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el
objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en
este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y
desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la
carta en la forma que menciona. Una carta puede ser
reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al
de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede
insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla.
¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor:
examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y
las junturas de todos los muebles con ayuda de un
poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal
de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo
instantáneamente. Un simple grano de polvo producido
por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera
una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la
más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado
para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el
cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama,
así como los cortinados y alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el
moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa
misma. Dividimos su superficie en compartimentos que
numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno;
luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las
dos casas adyacentes, siempre ayudados por el
microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido
toda clase de dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio
demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el
musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los
libros de la biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo
examinamos cada libro, sino que lo hojeamos
cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida,
como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía.
Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación,
escrutándola luego de la manera más detallada con el
microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de
esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara
inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos
del encuadernador fueron probados longitudinalmente con
las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos
las planchas con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus
cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien,
Dupin, ¿qué me aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que
respiro como de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo
que posee usted una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos
una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta,
y especialmente del exterior. Poco después de terminar su
lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo
había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró
ocupados casi en la misma forma que la primera vez.
Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar
de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo
que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa
fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo
había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo
sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa
ofrecida? -preguntó Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir
exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría
dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a
cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va
adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha
sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres
voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras
entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted
no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que...
aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en
este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que
cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez
cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo
médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una
conversación corrientes para explicar un caso personal
como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que
los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora
bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo
le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un
médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-.
Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por
él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera
me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando
una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un
cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado
le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía
fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar
y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos
que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta.
Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de
varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó
un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por
encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó
cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo
un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto.
Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría,
la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su
contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta,
desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber
pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le
pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en
darme algunas explicaciones.
-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera
-dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en
los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G...
nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve
plena confianza en que había cumplido una investigación
satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente
eran las mejores en su género, sino que habían sido
llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera
estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor
duda de que los policías la hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y
fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran
inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta
cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para
el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual
quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se
equivoca por ser demasiado profundo o demasiado
superficial para el caso, y más de un colegial razonaría
mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos
triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración
general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas.
Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad
de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste
adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca,
pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas
de la escuela. Naturalmente, tenía un método de
adivinación que consistía en la simple observación y en el
cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que
uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la
mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro
colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda
vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto
tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de
preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré
impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un
tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la
siguiente forma:
«Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en
la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par
a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la
variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a
poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré
pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de
razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman
«afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con
cuidado?
-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del
razonador con el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho
de qué manera lograba esa total identificación en la cual
residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si
alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber
cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo
más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego
espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen
en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la
expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en
la base de toda la falsa profundidad atribuida a La
Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del
razonador con el de su oponente depende de la precisión
con que se mida la inteligencia de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó
Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta
frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y
segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el
intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus
propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se
fijan solamente en los métodos que ellos hubieran
empleado para ocultarla.
Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio
es fiel representante del de la masa; pero, cuando la
astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya,
aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre
cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy
frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no
admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo
sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o
movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o
exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar
los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se
ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son
esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio,
esa división de la superficie del edificio en pulgadas
cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la
aplicación exagerada del principio o la serie de principios
que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una
serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se
ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su
tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo
hombre esconde una carta, si no exactamente en un
agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en
algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de
pensamiento que inspira la idea de esconderla en un
agujero hecho en la pata de una silla?
Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se
utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por
inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en
todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer
término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por
lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la
perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación
de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la
recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a
los ojos de los policías), las cualidades aludidas no
fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero
decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese
estado escondida en cualquier parte dentro de los límites
de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el
principio rector de su ocultamiento hubiera estado
comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera
sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro
funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota
fuente de su derrota yace en su suposición de que el
ministro es un loco porque ha logrado renombre como
poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del
prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non
distributio medii por inferir de lo anterior que todos los
poetas son locos.
-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D...
tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en
el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una
obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático
y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas
cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien,
en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de
hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso
universal contradice. Supongo que no pretende usted
aniquilar nociones que tienen siglos de existencia
sancionada. La razón matemática fue considerada siempre
como la razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que
toute idée publique, toute convention reçue est une sottise,
car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que
los matemáticos han sido los primeros en difundir el error
popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de
ser un error. Con arte digno de mejor causa han
introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las
operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes
de este engaño, pero si un término tiene alguna
importancia, si las palabras derivan su valor de su
aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca
«álgebra», tanto como en latín ambitus implica
«ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase
de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los
algebristas de París. Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón
cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea
el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída
del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la
ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento
matemático es simplemente la lógica aplicada a la
observación de la forma y la cantidad. El gran error está en
suponer que incluso las verdades de lo que se denomina
álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales.
Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya
aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no
son axiomas de validez general.
Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad)
resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la
moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el
todo sea igual a la suma de las partes. También en química
este axioma no se cumple. En la consideración de los
móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor
dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor
equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras
verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los
límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el
hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si
tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la
gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude
a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque
no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de
ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades
existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente
paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de
credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen
de un descuido de la memoria sino de un inexplicable
reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he
encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar
fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por
artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente
igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos
caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que
x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que
le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de
su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de
golpearlo.
Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de
sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera
sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en
la necesidad de extenderme este cheque.
Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis
medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en
cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un
cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre
semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos
policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los
hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue
sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las
pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes
ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una
excelente ayuda para su triunfo, me parecieron
simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a
la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de
que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó
finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la
serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de
exponerle y que se refieren al principio invariable de la
acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no
podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía
conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los
escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía
ser tan simple como para no comprender que el rincón más
remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como
el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los
barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último,
que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es
que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal.
Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando,
en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio
lo perturbaba por su absoluta evidencia.
-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé
que iban a darle convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas
analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma
retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto
para reforzar un argumento como para embellecer una
descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo,
parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la
primera es cierto que resulta más difícil poner en
movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el
impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará
en relación con la dificultad, no menos cierto es en
metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque
más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que
los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho
avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los
primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna
vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la
atención en mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se
juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro
que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad,
un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra
que figure en la abigarrada y complicada superficie del
mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca
confundir a su oponente proponiéndole los nombres
escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el
buen jugador escogerá aquellos que se extienden con
grandes letras de una parte a otra del mapa.
Estos últimos, al igual que las muestras y carteles
excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de
ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta
análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en
cuenta consideraciones excesivas y palpablemente
evidentes.
De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima
o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le
ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera
dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a
fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera
verla.
Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico
ingenio de D..., en que el documento debía hallarse
siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y
en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de
que el documento no se hallaba oculto dentro de los
límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario,
más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el
ministro había acudido al más amplio y sagaz de los
expedientes: el no ocultarla.
Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos
verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad
a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando,
paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el
colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo
y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando
nadie lo ve.
Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y
de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección
pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento,
mientras en apariencia seguía con toda atención las
palabras de mi huésped.
Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto
a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas
algunas cartas y papeles, juntamente con un par de
instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después
de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que
procurara mis sospechas.
Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin
sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que
colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña
perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En
este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro
compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una
sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada.
Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera
intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra.
Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D...
muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro
revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido
arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente,
en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era
la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería
completamente de la minuciosa descripción que nos había
leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro,
con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo,
con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la
presente carta mostraba una letra menuda y femenina,
mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había
sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el
tamaño mostraba analogía.
Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que
resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto
en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos
metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de
engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello,
digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente
colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y
coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya
había arribado, corroboraron decididamente las sospechas
de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.
Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía
animadamente con el ministro acerca de un tema que
jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi
atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria
los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en
el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que
disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al
mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban
más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico
de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con
una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario,
usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este
descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había
sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un
nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del
ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa
una tabaquera de oro.
A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y
reanudamos placenteramente la conversación del día
anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de
las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una
serie de gritos espantosos y las voces de una multitud
aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en
par y miró hacia afuera.
Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta,
guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil
(por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado
cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D...
con ayuda de un sello de miga de pan.
La causa del alboroto callejero había sido la extravagante
conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa
de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños.
Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada,
y los presentes dejaron en libertad al individuo
considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado,
D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido
inmediatamente después de apoderarme de la carta.
Momentos después me despedí de él. Por cierto que el
pretendido lunático había sido pagado por mí.»
-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar
la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible
apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y
abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje
-repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a
su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere,
jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de
París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero,
además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted
mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como
partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho
meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien
lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya
en su posesión, D... continuará presionando como si la
tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política.
Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está
muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en
materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía
del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar.
En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos,
compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum
horrendum, el hombre de genio carente de principios.
Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus
pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a
quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a
abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó
una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no
la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá
cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más
ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un
indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a
copiar en mitad de la página estas palabras:
...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne
de Thyeste.
Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»
La cita
¡Hombre misterioso, de aciago destino! ¡Exaltado por la
brillantez de tu imaginación, ardido en las llamas de tu
juventud! ¡Otra vez, en mi fantasía, vuelvo a contemplarte!
De nuevo se alza ante mí tu figura... ¡No, no como eres
ahora, en el frío valle, en la sombra!, sino como debiste de
ser, derrochando una vida de magnífica meditación en
aquella ciudad de confusas visiones, tu Venecia, Elíseo del
mar, amada de las estrellas, cuyos amplios balcones de los
palacios de Palladio contemplan con profundo y amargo
conocimiento los secretos de sus silentes aguas. ¡Sí, lo
repito: como debiste de ser! Sin duda hay otros mundos
fuera de éste, otros pensamientos que los de la multitud,
otras especulaciones que las del sofista. ¿Quién, entonces,
podría poner en tela de juicio tu conducta? ¿Quién te
reprocharía tus horas visionarias, o denunciaría tu modo de
vivir como un despilfarro, cuando no era más que la
sobreabundancia de tus inagotables energías?
Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta que llaman el
Ponte di Sospiri, donde encontré por tercera o cuarta vez a
la persona de quien hablo. Las circunstancias de aquel
encuentro acuden confusamente a mi recuerdo. Y, sin
embargo, veo... ¡ah, cómo olvidar!... la profunda
medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina
y el genio del romance que erraba por el angosto canal.
Venecia estaba extrañamente oscura. El gran reloj de la
Piazza había dado la quinta hora de la noche italiana. La
plaza del Campanile se mostraba silenciosa y vacía,
mientras las luces del viejo Palacio Ducal extinguíanse una
tras otra. Volvía a casa desde la Piazzetta, siguiendo el
Gran Canal.
Cuando mi góndola llegó ante la boca del canal de San
Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer, que
exhalaba en la noche un alarido prolongado, histérico y
terrible. Me incorporé sobresaltado, mientras el gondolero
dejaba resbalar su único remo y lo perdía en la profunda
oscuridad, sin que le fuera posible recobrarlo. Quedamos
así a merced de la corriente, que en ese punto se mueve
desde el canal mayor hacia el pequeño. Semejantes a un
pesado cóndor de negras alas nos deslizábamos
blandamente en dirección al Puente de los Suspiros,
cuando mil antorchas, llameando desde las ventanas y las
escalinatas
del
Palacio
Ducal,
convirtieron
instantáneamente aquella profunda oscuridad en un lívido
día preternatural.
Escapando de los brazos de su madre, un niño acababa de
caer desde una de las ventanas superiores del elevado
edificio a las profundas y oscuras aguas del canal, que se
habían cerrado silenciosas sobre su víctima. Aunque mi
góndola era la única a la vista, muchos arriesgados
nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y
buscaban vanamente en su superficie el tesoro que, ¡ay!,
sólo habría de encontrarse en el abismo. En las grandes
losas de mármol negro que daban entrada al palacio,
apenas a unos pocos peldaños sobre el agua, veíase una
figura que nadie ha podido olvidar jamás después de
contemplarla. Era la marquesa Afrodita, la adoración de
toda Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres -allí
donde todas eran bellas-, la joven esposa del viejo e
intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, su primer y
único vástago que, sumido en las profundidades del agua
lóbrega, estaría recordando amargamente las dulces
caricias de su madre y agotando su débil vida en los
esfuerzos por llamarla.
La marquesa permanecía sola. Sus diminutos y plateados
pies desnudos resplandecían en el negro espejo de mármol
que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el
peinado del baile, rodeaba entre una lluvia de diamantes su
clásica cabeza, llena de bucles parecidos al jacinto joven.
Una túnica alba como la nieve y semejante a la gasa
parecía ser la única protección de sus delicadas formas;
pero el aire estival de aquella medianoche era caliente,
denso, estático, y aquella imagen estatuaria tampoco hacía
el menor movimiento que alterara los pliegues de la
vestidura como de vapor que la envolvía, tal como el
pesado mármol envuelve la imagen de Niobe. Y, sin
embargo, ¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no
miraban hacia abajo, en dirección a la tumba donde su
mejor esperanza había sido sepultada, sino que aparecían
como clavados en una dirección por completo diferente.
La prisión de la antigua República es, según creo, el
edificio más majestuoso de Venecia; pero, ¿cómo podía
aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí
abajo se estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre
nicho hallábase situado exactamente frente a la ventana del
aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus
sombras, en su arquitectura, en sus solemnes cornisas
cubiertas de hiedra, que la dama no hubiera contemplado
mil veces antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que,
en momentos como ése, la mirada, semejante a un espejo
trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en
innumerables lugares lejanos la pena más cercana?
Varios escalones más arriba que la marquesa y dentro del
arco de la compuerta se veía a Mentoni, todavía con su
traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por
momentos de rasguear las cuerdas de una guitarra y
parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando en
cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo.
Estupefacto y despavorido, no había podido moverme de
la posición en que me colocara al escuchar el grito; seguía
de pie y debí de presentar a ojos del agitado grupo una
apariencia ominosa y espectral, mientras pasaba, pálido y
rígido, en aquella fúnebre góndola.
Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en
la búsqueda empezaban a cansarse y se entregaban a una
profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al
niño (¡y cuánto más desesperada estaría la madre!). Pero
entonces, desde el interior de aquel oscuro nicho que he
mencionado como parte integrante de la prisión de la
antigua República -y que quedaba frente a las ventanas de
la marquesa-, una silueta embozada avanzó hasta las luces
y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido,
zambullóse de cabeza en el canal. Un minuto después, al
emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba y
alzarse en los peldaños de mármol del lado de la
marquesa, la empapada capa se soltó de sus hombros y,
cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores
la graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre
resonaba entonces en toda Europa.
Ni una palabra pronunció el salvador. Pero la marquesa...
¡Ah, ya iba a recibir a su hijo! ¡Ya iba a estrechar en sus
brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias!
Mas, ¡ay!, los brazos de otro lo alzaban, los brazos de otro
se lo llevaban, lo introducían en el palacio. ¿Y la
marquesa?... Sus labios, sus hermosos labios temblaban;
las lágrimas se arracimaban en sus ojos, esos ojos que,
como el acanto de Plinio, eran «suaves y casi líquidos». Sí,
las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y de pronto todo el
cuerpo de aquella mujer se estremeció con un temblor que
le venía del alma... ¡Y la estatua recobró vida!
Vi súbitamente cómo la palidez marmórea de sus
facciones, el alentar de su seno y la pureza de sus blancos
pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un
leve temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil
de Nápoles agita los plateados lirios en el campo.
¿Por qué se sonrojaba la dama? No hay respuesta a tal
pregunta. Verdad es que, al abandonar, con el
apresuramiento y el terror de un corazón materno la
intimidad de su boudoir, la marquesa había olvidado
aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus
hombros venecianos con el manto que les correspondía...
¿Qué otra razón podía tener para sonrojarse así? ¿Y la
mirada de esos ojos que imploraban desesperadamente?
¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión
de aquella mano temblorosa que, en momentos en que
Mentoni retornaba al palacio, se posó accidentalmente
sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber
para aquellas palabras en voz baja, en voz tan
extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la
dama murmuró presurosamente en el instante de
despedirlo?
-Has vencido -dijo, a menos que el murmullo del agua me
engañara-. Has vencido... Una hora después de la salida
del sol... ¡Así sea!
***
El tumulto se había apaciguado, murieron las luces en el
interior del palacio y el desconocido, a quien yo, sin
embargo, había reconocido, permanecía solo en la
escalinata. Estremecióse con inconcebible agitación y sus
ojos miraron en todas direcciones buscando una góndola.
No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó.
Luego de obtener un remo en una compuerta, continuamos
juntos hasta su residencia, mientras mi huésped recobraba
rápidamente el dominio de sí mismo y se refería a nuestra
superficial relación en términos de gran cordialidad.
Frente a ciertos temas, me gusta ser minucioso. La persona
del desconocido -permitidme llamarlo así, ya que lo era
todavía para el mundo entero-, la persona del desconocido
constituye uno de esos temas. Su estatura era algo inferior
a la mediana, aunque en momentos de intensa pasión su
cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La
liviana y esbelta simetría de su figura antes anunciaba la
vivaz actividad demostrada en el Puente de los Suspiros,
que la hercúlea fuerza que, en ocasiones de mayor peligro,
había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón
eran los de una deidad; los ojos, singulares, ardientes,
enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el
puro castaño y el más intenso y brillante azabache; una
profusión de cabello negro y rizado, bajo el cual se
destacaba una frente de no común anchura, que por
momentos resplandecía como marfil iluminado; tales eran
sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto
otros semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del
emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro era de esos
que todo hombre ha visto en algún momento de su vida,
pero que no ha vuelto a encontrar nunca más. No tenía
nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar
en la memoria; un rostro visto e instantáneamente
olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo de
recordarlo otra vez. Y no porque el espíritu de cada rápida
pasión no dejara de imprimir su propia y clara imagen en
el espejo de aquel rostro; pero el espejo, al igual que todos
los espejos, perdía todo vestigio de la pasión apenas
desaparecía.
Al despedirnos la noche de aquella aventura me pidió, de
una manera que me pareció urgente, que no dejara de
visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la
salida del sol llegué a su Palazzo, uno de aquellos enormes
edificios de sombría y fantástica pompa que se alzan sobre
las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto. Fui
conducido por una ancha escalinata de mosaico hasta un
aposento cuyo incomparable esplendor irrumpía por las
puertas abiertas, con lujo tal que me cegó y me confundió.
No ignoraba que mi conocido era rico. Los rumores
circulantes se referían a sus bienes en términos que yo me
había atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero,
cuando miré en torno, no pude creer que la riqueza de un
europeo hubiese sido capaz de proporcionar la principesca
magnificencia que ardía y brillaba en todas partes.
Aunque, como ya he dicho, ya había salido el sol, el
aposento seguía profusamente iluminado. Juzgué por esta
circunstancia, así como por la expresión de fatiga del
rostro de mi amigo, que no se había acostado en toda la
noche.
Tanto la arquitectura como la ornamentación de la cámara
tenían por finalidad evidente la de deslumbrar y confundir.
Poca atención se había prestado a lo que técnicamente se
denomina armonía, o a las características nacionales. La
mirada erraba de objeto en objeto, sin detenerse en
ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos, las
esculturas de las mejores épocas italianas, o las pesadas
tallas del rústico Egipto. Ricas colgaduras, en todos los
ángulos del aposento, vibraban bajo los acentos de una
suave y melancólica música cuyo origen era imposible
adivinar.
Los sentidos quedaban oprimidos por la mezcla de
diversos perfumes que brotaban de extraños incensarios
convolutos, junto con múltiples lenguas oscilantes y
resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos
del sol que apenas asomaban caían sobre aquel conjunto a
través de ventanas formadas por un solo cristal carmesí.
Saltando de un lado a otro, en mil refracciones, desde las
cortinas que bajaban de sus cornisas como cataratas de
plata fundida, los rayos del astro rey se mezclaban por fin
con la luz artificial y caían en masas vencidas y
temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro
de Chile, que daba la impresión de líquido.
-¡Ja, ja, ja! -rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome
asiento y tendiéndose en una otomana-. Bien veo -agregó
al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a
la bienséance de un recibimiento tan singular-, bien veo
que está usted asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis
pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de
arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se siente como
embriagado frente a mi magnificencia? Pero, perdóneme
usted, querido señor -y aquí el tono de su voz descendió
hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad-,
perdóneme mi poco caritativa risa. ¡Parecía usted tan
completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son
a tal punto cómicas, que uno tiene que reír o morirse.
¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de todos los
fines! Sir Thomas More..., ¡y qué hombre era sir Thomas
More!..., murió riéndose, como usted sabe. En los
Absurdos de Ravisius Textor hay una larga lista de
personajes que terminaron de la misma magnífica manera.
Y ha de saber usted -continuó, pensativo- que en Esparta
(que se llama ahora Palaeochori), hacia el oeste de la
ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe
una especie de socle, en el cual todavía son legibles las
letras ΛΑΣΜ. Indudablemente, forman parte de
ΙΕΛΑΣΜΑ. Ahora bien, en Esparta se alzaban mil templos
y altares dedicados a mil divinidades distintas. ¡Qué
extraordinariamente raro que el altar de la Risa sea el
único que ha sobrevivido a los demás! Pero en este
momento -agregó, mientras su voz y su actitud variaban
extrañamente- no tengo derecho de estar alegre a expensas
de usted. Y no me extraña que se haya quedado
estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada
tan hermoso como mi pequeño gabinete real. El resto de
las habitaciones no se le parecen para nada; son simples
ultras de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la
moda, ¿no le parece? Y, sin embargo, bastaría que vieran
este aposento para que se iniciara la moda más furiosa...
entre aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de
su entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante
profanación. Salvo una persona, es usted el único ser
humano, fuera de mí y de mi valet, que ha sido admitido
en los misterios de estos aposentos reales desde el día en
que fueron adornados como puede verlo...
Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo
sobrecogedor, los perfumes, la música y la inesperada
excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me
impedían expresar con palabras lo que de otra manera
hubieran constituido un elogio.
-Aquí -dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo,
mientras íbamos de un lado a otro de la estancia-, aquí hay
pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue
hasta la hora actual. Muchas han sido escogidas, como
puede usted ver, con muy poco respeto por las opiniones
de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una
decoración adecuada para un aposento como éste. Hay
asimismo algunos chefs d’oeuvre de grandes
desconocidos... y aquí figuran dibujos inconclusos de
hombres que fueron celebrados en su día y cuyos nombres
han quedado reservados al silencio y a mí, gracias a la
perspicacia de las academias. ¿Qué piensa usted -dijo,
volviéndose bruscamente mientras hablaba- de esta
Madonna della Pietà?
-¡Es la obra de Guido! -exclamé con todo el entusiasmo de
mi espíritu, pues había estado contemplando intensamente
su incomparable hermosura-. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo
pudo usted obtenerla? ¡No cabe duda de que es en pintura
lo que la Venus en escultura...!
-¡Ah! -dijo pensativamente-. Venus... la hermosa Venus...
¿La Venus de Médicis? ¿La de la pequeña cabeza y el
resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo -aquí su
voz se tornó tan baja que me costó oírla- y todo el derecho
han sido restaurados; pienso que en la coquetería de ese
brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación.
¡Para mí, la Venus de Canova! El mismo Apolo es una
copia... no cabe la menor duda... ¡Oh, estúpido y ciego que
soy, incapaz de alcanzar la tan mentada inspiración del
Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar..., ¡téngame
lástima!..., una preferencia por el Antinoo. ¿No fue
Sócrates quien afirmó que el escultor encuentra su estatua
en el bloque de mármol? En ese caso, Miguel Ángel no se
mostró nada original en sus versos:
Non ha l’ottimo artista alcun concetto
Che un marmo solo in se non circonscriva.
Se ha afirmado -o debería afirmarse- que en la actitud del
verdadero gentleman cabe advertir siempre una diferencia
con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el
instante pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que
dicha observación se aplicara con toda su fuerza a la
conducta exterior de mi amigo, aquella memorable
mañana sentí que correspondía referirla aún más a su
temperamento moral y a su carácter. Para definir esa
peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo
esencialmente del resto de los seres humanos, la llamaré
un hábito de intenso y continuo pensamiento, que invadía
incluso sus acciones más triviales, penetraba en sus
momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de
alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las
máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de
Persépolis.
No pude menos de observar, sin embargo, que, a pesar del
tono alternado de liviandad y solemnidad que mi huésped
adoptaba para referirse a cuestiones de menuda
importancia, había en él una cierta vacilación, algo como
un fervor nervioso en la acción y la palabra, una inquieta
excitabilidad de conducta que en todo momento me
pareció inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con
frecuencia, deteniéndose a mitad de una frase cuyo
comienzo había aparentemente olvidado, quedábase
escuchando con la más profunda atención, tal como si
esperara la llegada de un visitante u oyera sonidos que sólo
existían en su imaginación.
Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de
aparente abstracción, me puse a hojear la hermosa tragedia
del poeta y humanista Poliziano, Orfeo -la primera
tragedia italiana-, que había encontrado a mi alcance sobre
una otomana. Al hacerlo, descubrí un pasaje subrayado
con lápiz. Correspondía al final del tercer acto, y era un
fragmento apasionadamente emocionante un pasaje que,
aunque manchado de impurezas, no podría ser leído por
hombre alguno sin despertar en él nuevos
estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella
página estaba borrosa de lágrimas recién vertidas y, en la
parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos
en inglés, escritos con una letra tan diferente de la muy
singular de mi amigo, que al principio me costó darme
cuenta de que era la misma:
Tú fuiste para mí, oh amor,
todo lo que mi espíritu anhelaba,
isla verde en el mar,
fuente y santuario,
con guirnaldas de frutas y de flores,
oh amor, que fueron mías.
¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero!
¡Ah estrellada Esperanza que surgiste
para pronto morir!
Una voz del futuro me reclama:
-¡Adelante!¡Adelante!-. Mas se cierne
sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma
medrosa, inmóvil, muda.
¡Ay, ya no está conmigo
la luz de mi existencia!
«Ya nunca... nunca... nunca»
(así murmura el mar solemne
a las arenas de la playa),
ya nunca el árbol roto dará flores
ni el águila muriente alzará su vuelo.
Hoy mis días son vanos
y mis nocturnos sueños
andan allá donde tus ojos grises
miran, donde pisan tus plantas,
¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla
de itálicos arroyos!
¡Ay, en qué aciago día
por el mar te llevaron
robándote al amor, para entregarte
a caducos blasones mancillados!
¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra
donde lloran los sauces en la niebla!
Que aquellos versos hubieran sido escritos en inglés
-idioma con el cual no creía familiarizado a mi huéspedme sorprendió poco. Demasiado sabía la extensión de sus
conocimientos y el singular placer que experimentaba en
ocultarlos a los demás. Pero el lugar donde estaba fechado
el poema me causó, debo admitirlo, no poca confusión. La
palabra original era Londres, y, aunque aparecía
cuidadosamente tachada, podía, sin embargo, ser
descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó
no poca confusión, pues bien recordaba una conversación
anterior con mi amigo durante la cual le preguntara si
alguna vez había conocido en Londres a la marquesa de
Mentoni (la cual residía en aquella capital antes de su
matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a
entender que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien
puedo mencionar de paso que muchas veces había oído
decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan
improbable) que el hombre de quien hablo era no sólo por
su nacimiento, sino por su educación, inglés.
***
-Hay una pintura -dijo él, sin advertir que yo había estado
leyendo la tragedia- que todavía no ha visto usted.
Y, apartando una colgadura, descubrió un retrato de
tamaño natural de la marquesa Afrodita.
El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de
su belleza sobrehumana. La misma etérea figura que se
alzaba ante mí la noche anterior en la escalinata del
Palacio Ducal volvía a ofrecerse a mis ojos. Pero en la
expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se
insinuaba
-¡incomprensible anomalía!- esa incierta
mácula de melancolía, que siempre será inseparable de la
perfección de la hermosura.
El brazo derecho de la marquesa aparecía doblado sobre el
seno. Con el izquierdo mostraba, en la parte inferior del
cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie como
de hada, apenas visible, parecía rozar la tierra; y, apenas
discernible en la brillante atmósfera que parecía circundar
y envolver su belleza, flotaba un par de alas de la más
delicada concepción.
Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y
las vigorosas palabras del Bussy d’Ambois de Chapman
subieron instintivamente a mis labios:
Está
erguido
Como una estatua romana. ¡Y así permanecerá
Hasta que la muerte lo haya vuelto mármol!
-¡Vamos! -exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de
plata maciza, ricamente esmaltada, sobre la cual aparecían
algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con
dos grandes vasos etruscos, semejantes en su factura al
extraordinario modelo que aparecía en la parte inferior del
retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger.
-¡Vamos! -repitió bruscamente-. Es muy temprano, pero lo
mismo beberemos. Sí, ciertamente es temprano -continuó
pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su
pesado martillo de oro, haciendo resonar la estancia con la
primera hora posterior a la salida del sol-. ¡Oh, sí, es
temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos
como ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes
lámparas e incensarios se obstinan en someter!
Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente
varias copas de vino.
-Soñar -continuó, recobrando el tono de su inconexa
conversación-, soñar ha constituido el fin de mi vida. Por
eso he construido, como ve usted, este lugar para los
sueños. ¿Podría haber creado uno mejor en pleno corazón
de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla de
ornamentaciones arquitectónicas. La castidad jónica se ve
ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges
egipcias se tienden sobre alfombras de oro. Sin embargo,
el efecto sólo resulta incongruente para un espíritu tímido.
Las unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de
tiempo, son los espantajos que aterran a la humanidad y la
apartan de la contemplación de las magnificencias. Yo
mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante
sublimación de la locura acabó por estragar mi alma. Lo
que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito.
Como esos incensarios de arabescos, mi espíritu se
retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara
a las visiones más exaltadas de esa tierra de sueños reales
hacia donde voy a partir en seguida.
Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho
y pareció escuchar un sonido que mis oídos no percibían.
Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en
los versos del obispo de Chichester:
¡Espérame allá! Yo
En el profundo valle.
iré
a
encontrarte
Un instante después, cediendo a la fuerza del vino, se dejó
caer cuan largo era sobre una otomana.
Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron
pesados golpes en la puerta. Me disponía a impedir que
volvieran a molestarnos cuando un paje de la casa de
Mentoni irrumpió en el aposento y gritó, con palabras que
la emoción ahogaba y volvía incoherentes:
-¡Mi señora... mi señora... envenenada... envenenada...!
¡Oh la hermosa... la hermosa Afrodita!
Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el
durmiente recobrara el uso de los sentidos. Pero sus
miembros estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos
ojos brillantes aparecían ahora fijos para siempre por la
muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa y mi
mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la
conciencia de la entera, de la terrible verdad, se abrió paso
como un rayo en mi alma.
La conversación de Eiros de Charmion
Eiros.-¿Por qué me llamas Eiros?
Charmion.-Así te llamarás desde ahora y para siempre. A
tu vez, debes olvidar mi nombre terreno y llamarme
Charmion.
Eiros.-¡Esto no es un sueño!
Charmion.-Ya no hay sueños entre nosotros; pero dejemos
para después estos misterios. Me alegro de verte dueño de
tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la
sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada
temas. Los días de sopor que te estaban asignados se han
cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las
alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.
Eiros.-Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y
la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese
sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a «la
voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis
sentidos están perturbados por esta penetrante percepción
de lo nuevo.
Charmion.-Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy
bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé
por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me
abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás
en Aidenn[8].
Eiros.-¿En Aidenn?
Charmion.-En Aidenn.
Eiros.-¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento
agobiado por la majestad de todas las cosas... de lo
desconocido de pronto revelado... del Futuro, una
conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.
Charmion.-No te empeñes por ahora en pensar de esa
manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y
encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los
simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante;
mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles
del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros.
Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo
lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha
perecido.
Eiros.-¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
Charmion.-No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy
llorada?
Eiros.-¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta
aquella última hora cernióse sobre tu casa una nube de
profunda pena y devota tristeza.
Charmion.-Y esa última hora... háblame de ella. Recuerda
que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando
abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de
la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad
que os abrumó era por completo insospechada. Cierto es
que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.
Eiros.-Como has dicho, aquella calamidad era enteramente
insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los
astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte,
amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres
coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas
escrituras que hablan de la destrucción final de todas las
cosas por el fuego, como referidos solamente al globo
terráqueo.
Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del
fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en
que la ciencia astronómica había despojado a los cometas
del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía.
Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos
cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los
satélites de Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración
sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas
secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos
errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible
tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en
el caso de un choque directo. No sentíamos temor alguno
de un contacto, pues los elementos de todos los cometas
eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se
consideraba inadmisible buscar entre ellos al agente de la
destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las
conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban
singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo
asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo
cometa formulado por los astrónomos fue recibido con no
sé qué agitación y desconfianza generales.
Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente
calculados, y todos los observadores coincidieron en que
su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra.
Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron
resueltamente que el choque era inevitable. Imposible
expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante
unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que
su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones
mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero
la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en
el entendimiento del más estólido. Los hombres
comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían,
y esperaron el cometa.
Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y
nada de insólito había en su aspecto. Era de un rojo
oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u
ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro
aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los
negocios ordinarios de la humanidad habían sido
suspendidos y todos los intereses se concentraban en las
discusiones científicas referentes a la naturaleza del
cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes
inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron
entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores
o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a
buscarla desesperadamente. Gemían en procura del
conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza
de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se
inclinaron y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes
sufrirían daños materiales de resultas del temible contacto,
perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era
dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud.
Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era
mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo
pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter
era argüido como un ejemplo convincente, capaz de
calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado
por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola
al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás
se había visto antes. La destrucción final de la tierra se
operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con
un brío que imponía convicción por doquier; y el que los
cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían
ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida
de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha.
Es de hacer notar que los prejuicios populares y los errores
del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras -errores
que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran
ahora completamente desconocidos.
Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la
razón había destronado de golpe a la superstición. La más
débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de
interés.
Los daños menores que pudieran resultar del contacto con
el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los
entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas,
de probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de
la vegetación, aludiendo también a posibles influencias
magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos
no serían visibles ni apreciables. Y mientras las
discusiones proseguían, su objeto se aproximaba
gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se
volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse.
Todas las actividades humanas estaban suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su
culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un
tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior.
Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos
se hubieran equivocado, los hombres sintieron la
certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores
había desaparecido. El corazón de los más valientes de
nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin
embargo bastaron pocos días para que aun esos
sentimientos se fundieran en otros todavía más
insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño
astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos
habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción
espantosamente nueva.
No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los
cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y
una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible
rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto
de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.
Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor
libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la
influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta
sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La
extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya
aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a
través de él. Entretanto nuestra vegetación se había
alterado sensiblemente y, como ello nos había sido
pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los
sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido
hasta entonces, se desató en todos los vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado
todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría
con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los
hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible
señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera
sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción
del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de
la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba
radicalmente afectada; su composición y las posibles
modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora
el tema de discusión. El resultado del examen produjo un
estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal
del hombre.
Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba
era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción
respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento.
El oxígeno, principio de la combustión y vehículo del
calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y
constituía el agente más poderoso y enérgico en la
naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de
mantener la vida animal y la combustión. Un exceso
anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una
exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos
sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto era la
extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el
resultado de una extracción total del nitrógeno? Una
combustión irresistible, devoradora, todopoderosa,
inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y
terribles detalles, de las llameantes y aterradoras
anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de
la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había
inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de
la más amarga desesperación. En su impalpable, gaseosa
naturaleza percibíamos claramente la consumación del
Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la
última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire
rápidamente modificado. La sangre arterial batía
tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio
furioso se había posesionado de todos los hombres y, con
los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos
amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del
destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn,
me estremezco al hablar. Déjame ser breve... breve como
la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos
una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas.
Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime
majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un
clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su
boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos,
reventó instantáneamente en algo como una intensa llama
roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no
tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo
del conocimiento puro. Así acabó todo.
La máscara de la muerte roja
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo
tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan
espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y
el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un
vértigo repentino, y luego los poros sangraban y
sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y
la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la
aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión,
progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media
hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz.
Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a
su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró
con ellos al seguro encierro de una de sus abadías
fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y
había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso
gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la
circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una
vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados
martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar
ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos
de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba
ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes,
los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo
exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una
locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo
necesario
para
los
placeres.
Había
bufones,
improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y
vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro.
Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y
cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe
Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de
la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero
permitan que antes les describa los salones donde se
celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En
la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma
una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se
abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la
vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba
de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del
príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban
dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía
abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros
había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo
efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una
alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado
que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas
tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono
dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo,
la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules,
vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia
ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los
vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y
lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e
iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta,
con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente
cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban
el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una
alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta
cámara el color de las ventanas no correspondía a la
decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de
sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que
aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas
siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las
cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero
en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada
ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un
ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los
cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores
tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del
poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los
cristales de color de sangre se derramaba sobre las
sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de
quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante
audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la
pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de
ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo,
pesado, monótono; y cuando el minutero había completado
su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce
del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de
música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada
hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a
interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar
el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus
evoluciones; durante un momento, en aquella alegre
sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún
resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que
los más atolondrados palidecían y los de más edad y
reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se
entregaran a una confusa meditación o a un ensueño.
Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas
nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí,
como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se
prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no
provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo
de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que
huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el
desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe
tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban
especialmente sensibles a los colores y sus efectos.
Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran
audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con
bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que
estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era
necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de
que no lo estaba. El príncipe se había ocupado
personalmente de gran parte de la decoración de las siete
salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la
elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el
brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse
figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes,
veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos.
En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado
a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se
contorsionaban en todas partes, cambiando de color al
pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música
de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de
terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es
silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados,
rígidos en sus posturas.
Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un
instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras
ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los
sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las
cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la
cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues
la noche avanza y una luz más roja se filtra por los
cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las
colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la
sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado
resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las
máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras
estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde
afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la
fiesta en su torbellino hasta el momento en que
comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la
medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho,
y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y
como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa.
Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá
por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor
número las meditaciones de aquellos que reflexionaban
entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por
eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón
se hubieran hundido en el silencio, muchos de los
concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de
una figura enmascarada que hasta entonces no había
llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un
susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al
final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y,
finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no
hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de
aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en
cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el
liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los
más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin
emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la
vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay
cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes
parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia
del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su
figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies
en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se
parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido,
que el escrutinio más detallado se habría visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella
frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar,
semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a
asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja
estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el
rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la
espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y
solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre
los bailarines), convulsionóse en el primer momento con
un estremecimiento de terror o de disgusto; pero
inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los
cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos
con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y
desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a
ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se
hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus
acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias,
pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la
música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el
príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los
presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso,
quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba
al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible
aprensión que la insana apariencia de enmascarado había
producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la
mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a
un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia
retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes,
siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y
solemne paso que desde el principio lo había distinguido.
Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la
verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y
de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido
a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero,
enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea
cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis
aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror
que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse
impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la
figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el
extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y
enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras
el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el
príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Poseídos por el terrible coraje de la desesperación,
numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero,
al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía
erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano,
retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el
sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza
habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja.
Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno
cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de
sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su
caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del
último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los
trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la
Muerte Roja lo dominaron todo.
La verdad sobre el caso del señor Valdemar
De ninguna manera me parece sorprendente que el
extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado
tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera
lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque
todos los participantes deseábamos mantener el asunto
alejado del público -al menos por el momento, o hasta que
se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-,
a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una
versión tan espuria como exagerada que se convirtió en
fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como
es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos
-en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos
aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había
atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve
meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de
experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión
tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado
a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer
lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de
influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si
su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y
tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso
hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte.
Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que
más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la
inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que
me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi
amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la
Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de
Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y
Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en
Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por
su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades
inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y
también por la blancura de sus patillas, en violento
contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a
suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un
temperamento muy nervioso, que le convertía en buen
sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le
había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no
alcanzar otros resultados que su especial constitución me
había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi
entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia,
no se podía confiar en nada de lo que había conseguido
con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud
de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él,
los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor
Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su
próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por
primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar.
Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo
para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no
tenía parientes en América que pudieran intervenir para
oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi
sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi
sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado
libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor
interés por lo que yo hacía.
Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso
sobre el momento en que sobrevendrá la muerte.
Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro
horas antes del momento fijado por sus médicos para su
fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de
puño y letra de Valdemar:
Estimado P...:
Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que
no pasaré de mañana a medianoche, y me parece
que han calculado el tiempo con mucha
exactitud.
Valdemar
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince
minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo.
No le había visto en los últimos diez días y me aterró la
espantosa alteración que se había producido en tan breve
intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el
menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que
la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba
continuamente y el pulso era casi imperceptible.
Conservaba no obstante una notable claridad mental, y
cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos
calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su
habitación, le encontré escribiendo unas notas en una
libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de
varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y
E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los
médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el
estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el
pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o
cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en
absoluto. En su porción superior el pulmón derecho
aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era
tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se
confundían unos con otros. Existían varias dilatadas
perforaciones y en un punto se había producido una
adherencia permanente a las costillas. Todos estos
fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la
osificación se había operado con insólita rapidez, ya que
un mes antes no existían señales de la misma y la
adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres
días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un
aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación
volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos
facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la
medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las
siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar
conmigo, los doctores D... y F... se habían despedido
definitivamente de él. No era su intención volver a verle,
pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a
las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar
sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento
que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e
incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que
comenzara de inmediato.
Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al
paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una
intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca
responsabilidad en caso de algún accidente repentino.
Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la
noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante
de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L...l)
me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había
sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a
proceder, primeramente por los urgentes pedidos de
Valdemar y luego por mi propia convicción de que no
había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el
fin se acercaba rápidamente.
El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido,
así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que
voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en
forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de
tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con
toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba
dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se
encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí,
quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me
temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las
ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él.
Sentía indudablemente la influencia del primer
movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque
empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros
efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando
llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían
prometido.
En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y,
como no opusieron inconveniente, considerando que el
enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar,
cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros
verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del
sujeto.
A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre
estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto
de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro
perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del
pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración
estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los
estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración,
siguieron siendo los mismos. Las extremidades del
paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de
influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue
reemplazada por esa expresión de intranquilo examen
interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y
sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos
pases laterales hice palpitar los párpados, como al
acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por
completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo,
sino que continué vigorosamente mis manipulaciones,
poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube
logrado la completa rigidez de los miembros del
durmiente, a quien previamente había colocado en la
posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban
completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho,
a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido
ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los
presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de
unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en
un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La
curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo
grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la
cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba,
con promesa de volver por la mañana temprano. L...l y los
enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las
tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que
seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...;
vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era
imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se
advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los
labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las
piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No
obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de
la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre
el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del
mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase
de experimento jamás había logrado buen resultado con
Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su
brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que
le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve
diálogo.
-Valdemar..., ¿duerme usted? -pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por
lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez,
todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados
se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco
del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un
susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
-Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como
antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible
que la anterior:
-No sufro... Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el
momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor
F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó
absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se
hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar
un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a
lo cual accedí.
-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de
lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la
impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta
repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad
volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí... Dormido... Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se
arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente
tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que,
según consenso general, sólo podía tardar algunos
minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más,
limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las
facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron
lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba;
la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al
papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que
hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro
de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas
palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a
mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un
soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó,
dejando al descubierto los dientes que antes cubría
completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un
sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de
par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida.
Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a
los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de
Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se
produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato
en el que el lector se sentirá movido a una absoluta
incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en
Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos
ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un
fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se
mantuvo aproximadamente durante un minuto.
Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas
brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es
verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle
parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era
áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es
indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído
humano ha percibido resonancias semejantes. Dos
características, sin embargo -según lo pensé en el
momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como
propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad
extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a
nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga
distancia, o desde una caverna en la profundidad de la
tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que
me resultará imposible hacerme entender) que las materias
gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz».
Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo
clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora.
El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba
contestando a la interrogación formulada por mí unos
minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si
seguía durmiendo. Y ahora escuché:
-Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy
muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni
reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que
aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que
producir. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los
enfermeros escaparon del aposento y fue imposible
convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de
comunicar mis propias impresiones al lector.
Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra,
nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí,
pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo
que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su
respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el
brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi
voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la
dirección de mi mano. La única señal de la influencia
hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de
la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a
Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que
carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a
toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo,
aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes
en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he
señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era
la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a
nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la
morada en compañía de ambos médicos y de L...l.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía
siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia
y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a
la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso.
Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que
de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por
el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a
Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o,
por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale
decir, casi siete meses- continuamos acudiendo
diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra
vez por médicos y otros amigos.
Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo
exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le
atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento
de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el
lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a
tanta discusión en los círculos privados y a una opinión
pública que no puedo dejar de considerar como
injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a
los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos.
La primera indicación de un retorno a la vida lo
proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle
notable se observó que este descenso de la pupila iba
acompañado de un abundante flujo de icor amarillento,
procedente de debajo de los párpados, que despedía un
olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de
influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo
intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su
deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las
siguientes palabras:
-Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo
que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las
mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó
violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los
labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó
aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
-¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o
despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy
muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento,
me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra
vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total
suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y
luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di
cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo
imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se
hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún
ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre
los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente
explotaban desde la lengua y no desde los labios del
sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un
minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo... se pudrió
entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes,
no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de
abominable putrefacción.
Los crímenes de la calle Morgue
Las características de la inteligencia que suelen calificarse
de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de
análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados.
Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en
alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el
hombre robusto se complace en su destreza física y se
deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de
sus músculos, así el analista halla su placer en esa
actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza
incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que
pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los
acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un
grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece
sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su
forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una
intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente
muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en
especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo
a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina
análisis, como si se tratara del análisis par excellence.
Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un
jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin
esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez,
por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la
inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir
aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un
tanto singular, con algunas observaciones pasajeras;
aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el
máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el
modesto juego de damas en forma más intensa y
beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del
ajedrez.
En este último, donde las piezas tienen movimientos
diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo
que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido
(error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre
todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se
comete un descuido que da por resultado una pérdida o la
derrota. Como los movimientos posibles no sólo son
múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se
multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el
jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas,
por el contrario, donde hay un solo movimiento y las
variaciones son mínimas, las probabilidades de
inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a
la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los
adversarios provienen de una perspicacia superior.
Para hablar menos abstractamente, supongamos una
partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y
donde, como es natural, no cabe esperar el menor
descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza
pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento
sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual.
Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra
en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con
frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único
método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede
provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el whist por su
influencia sobre lo que da en llamarse la facultad del
cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han
complacido en él de manera indescriptible, dejando de
lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe
en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad
analítica.
El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra
cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist
implica la capacidad para triunfar en todas aquellas
empresas más importantes donde la mente se enfrenta con
la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección
en el juego que incluye la aprehensión de todas las
posibilidades mediante las cuales se puede obtener
legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino
multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan
profundas del pensar que el entendimiento ordinario es
incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a
recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista
concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de
Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son
comprensibles de manera general y satisfactoria. Por tanto,
el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el
libro» son las condiciones que por regla general se
consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad
del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los
límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular
cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus
compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor
proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto
en la validez de la deducción como en la calidad de la
observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe
observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni
tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza
deducciones procedentes de elementos externos a éste.
Examina el semblante de su compañero, comparándolo
cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes.
Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en
su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las
adicionales por la manera con que sus tenedores las
contemplan.
Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza
el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las
diferencias de expresión correspondientes a la seguridad,
la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de
levantar una baza juzga si la persona que la recoge será
capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada
fingida por la manera con que se arrojan las cartas sobre el
tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta
accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o
negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas,
con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación,
el apuro o el temor... todo ello proporciona a su
percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la
realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce
perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese
momento utiliza las propias con tanta precisión como si
los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.
El poder analítico no debe confundirse con el mero
ingenio, ya que si el analista es por necesidad ingenioso,
con frecuencia el hombre ingenioso se muestra
notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva
o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el
ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi
juicio) han asignado un órgano aparte, considerándola una
facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia
en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha
provocado las observaciones de los estudiosos del carácter.
Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia
mucho mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero
de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe
observar que los ingeniosos poseen siempre mucha
fantasía mientras que el hombre verdaderamente
imaginativo es siempre un analista.
El relato siguiente representará para el lector algo así como
un comentario de las afirmaciones que anteceden.
Mientras residía en París, durante la primavera y parte del
verano de 18..., me relacioné con un cierto C. Auguste
Dupin. Este joven caballero procedía de una familia
excelente -y hasta ilustre-, pero una serie de desdichadas
circunstancias lo habían reducido a tal pobreza que la
energía de su carácter sucumbió ante la desgracia,
llevándolo a alejarse del mundo y a no preocuparse por
recuperar su fortuna. Gracias a la cortesía de sus
acreedores le quedó una pequeña parte del patrimonio, y la
renta que le producía bastaba, mediante una rigurosa
economía, para subvenir a sus necesidades, sin
preocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su solo
lujo, y en París es fácil procurárselos.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura librería
de la rue Montmartre, donde la casualidad de que ambos
anduviéramos en busca de un mismo libro -tan raro como
notable- sirvió para aproximarnos. Volvimos a
encontrarnos una y otra vez. Me sentí profundamente
interesado por la menuda historia de familia que Dupin me
contaba detalladamente, con todo ese candor a que se
abandona un francés cuando se trata de su propia persona.
Me quedé asombrado, al mismo tiempo, por la
extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo,
sentí encenderse mi alma ante el exaltado fervor y la
vívida frescura de su imaginación. Dado lo que yo buscaba
en ese entonces en París, sentí que la compañía de un
hombre semejante me resultaría un tesoro inestimable, y
no vacilé en decírselo.
Quedó por fin decidido que viviríamos juntos durante mi
permanencia en la ciudad, y, como mi situación financiera
era algo menos comprometida que la suya, logré que
quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en un estilo que
armonizaba con la melancolía un tanto fantástica de
nuestro carácter- una decrépita y grotesca mansión
abandonada a causa de supersticiones sobre las cuales no
inquirimos, y que se acercaba a su ruina en una parte
aislada y solitaria del Faubourg Saint-Germain.
Si nuestra manera de vivir en esa casa hubiera llegado al
conocimiento del mundo, éste nos hubiera considerado
como locos -aunque probablemente como locos
inofensivos-. Nuestro aislamiento era perfecto. No
admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un
secreto celosamente guardado para mis antiguos amigos;
en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de
ver gentes o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para
nosotros.
Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?)
consistía en amar la noche por la noche misma; a esta
bizarrerie, como a todas las otras, me abandoné a mi vez
sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos con
perfecto abandono. La negra divinidad no podía
permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado
imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos las
pesadas persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un
par de bujías que, fuertemente perfumadas, sólo lanzaban
débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas
ocupábamos nuestros espíritus en soñar, leyendo,
escribiendo o conversando, hasta que el reloj nos advertía
la llegada de la verdadera oscuridad.
Salíamos entonces a la calle tomados del brazo,
continuando la conversación del día o vagando al azar
hasta muy tarde, mientras buscábamos entre las luces y las
sombras de la populosa ciudad esa infinidad de excitantes
espirituales que puede proporcionar la observación
silenciosa.
En esas oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar
(aunque dada su profunda idealidad cabía esperarlo) una
peculiar aptitud analítica de Dupin. Parecía complacerse
especialmente en ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no
vacilaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba,
con una risita discreta, de que frente a él la mayoría de los
hombres tenían como una ventana por la cual podía verse
su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones
con pruebas tan directas como sorprendentes del íntimo
conocimiento que de mí tenía. En aquellos momentos su
actitud era fría y abstraída; sus ojos miraban como sin ver,
mientras su voz, habitualmente de un rico registro de
tenor, subía a un falsete que hubiera parecido petulante de
no mediar lo deliberado y lo preciso de sus palabras. Al
observarlo en esos casos, me ocurría muchas veces pensar
en la antigua filosofía del alma doble, y me divertía con la
idea de un doble Dupin: el creador y el analista.
No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy
circunstanciando algún misterio o escribiendo una novela.
Lo que he referido de mi amigo francés era tan sólo el
producto de una inteligencia excitada o quizá enferma.
Pero el carácter de sus observaciones en el curso de esos
períodos se apreciará con más claridad mediante un
ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la
vecindad del Palais Royal.
Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos
pronunciado una sola sílaba durante un cuarto de hora por
lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras:
-Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el
Théâtre des Variétés.
-No cabe duda -repuse inconscientemente, sin advertir
(pues tan absorto había estado en mis reflexiones) la
extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis
pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y
me sentí profundamente asombrado.
-Dupin -dije gravemente-, esto va más allá de mi
comprensión. Le confieso sin rodeos que estoy atónito y
que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es
posible que haya sabido que yo estaba pensando en...?
Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si
realmente sabía en quién estaba yo pensando.
-En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe?
Estaba usted diciéndose que su pequeña estatura le veda
los papeles trágicos.
Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly
era un ex remendón de la rue Saint-Denis que, apasionado
por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la
tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que la
gente se burlara de él.
-En nombre del cielo -exclamé-, dígame cuál es el
método... si es que hay un método... que le ha permitido
leer en lo más profundo de mí.
En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que
estaba dispuesto a reconocer.
-El frutero -replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la
conclusión de que el remendón de suelas no tenía estatura
suficiente para Jerjes et id genus omne.
-¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún
frutero.
-El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en
esta calle... hará un cuarto de hora.
Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la
cabeza una gran cesta de manzanas, había estado a punto
de derribarme accidentalmente cuando pasábamos de la
rue C... a la que recorríamos ahora. Pero me era imposible
comprender qué tenía eso que ver con Chantilly.
-Se lo explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la
menor partícula de charlatanerie- y, para que pueda
comprender claramente, remontaremos primero el curso de
sus reflexiones desde el momento en que le hablé hasta el
de su choque con el frutero en cuestión. Los eslabones
principales de la cadena son los siguientes: Chantilly,
Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, el
pavimento, el frutero.
Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no
se hayan entretenido en remontar el curso de las ideas
mediante las cuales han llegado a alguna conclusión. Con
frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel que la
emprende se queda asombrado por la distancia
aparentemente ilimitada e inconexa entre el punto de
partida y el de llegada.
¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras
que acababa de pronunciar Dupin y reconocer que
correspondían a la verdad!
-Si no me equivoco -continuó él-, habíamos estado
hablando de caballos justamente al abandonar la rue C...
Éste fue nuestro último tema de conversación. Cuando
cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una gran
canasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado y le
empaló a usted contra una pila de adoquines
correspondiente a un pedazo de la calle en reparación.
Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose
ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró
algunas palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines
y siguió andando en silencio. Yo no estaba especialmente
atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la
observación se ha convertido para mí en una necesidad.
»Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando
con aire quisquilloso los agujeros y los surcos del
pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en
las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado
Lamartine, que con fines experimentales ha sido
pavimentado con bloques ensamblados y remachados.
Aquí su rostro se animó y, al notar que sus labios se
movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra
“estereotomía”,
término
que
se
ha
aplicado
pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que
para usted sería imposible decir “estereotomía” sin verse
llevado a pensar en átomos y pasar de ahí a las teorías de
Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace mucho
este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa
manera -por lo demás desconocida- las vagas conjeturas de
aquel noble griego se han visto confirmadas en la reciente
cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto, que
usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de
Orión, y estaba seguro de que lo haría. Efectivamente,
miró usted hacia lo alto y me sentí seguro de haber
seguido correctamente sus pasos hasta ese momento.
Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el
Musée de ayer, el escritor satírico hace algunas penosas
alusiones al cambio de nombre del remendón antes de
calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual
hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo
se escribió Urión; y dada cierta acritud que se mezcló en
aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había
olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinar las
dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por
la sonrisa que pasó por sus labios. Pensaba usted en la
inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había
caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en
toda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando
en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto
interrumpí sus meditaciones para hacerle notar que, en
efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría
mejor en el Théâtre des Variétés.
Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición
nocturna de la Gazette des Tribunaux cuando los
siguientes
párrafos
atrajeron
nuestra
atención:
«EXTRAÑOS ASESINATOS.-Esta mañana,
hacia las tres, los habitantes del quartier SaintRoch fueron arrancados de su sueño por los
espantosos alaridos procedentes del cuarto piso
de una casa situada en la rue Morgue, ocupada
por madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle
Camille L’Espanaye. Como fuera imposible
lograr el acceso a la casa, después de perder
algún tiempo, se forzó finalmente la puerta con
una ganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en
compañía de dos gendarmes. Por ese entonces
los gritos habían cesado, pero cuando el grupo
remontaba el primer tramo de la escalera se
oyeron dos o más voces que discutían
violentamente y que parecían proceder de la
parte superior de la casa. Al llegar al segundo
piso, las voces callaron a su vez, reinando una
profunda calma. Los vecinos se separaron y
empezaron a recorrer las habitaciones una por
una. Al llegar a una gran cámara situada en la
parte posterior del cuarto piso (cuya puerta,
cerrada por dentro con llave, debió ser forzada),
se vieron en presencia de un espectáculo que les
produjo tanto horror como estupefacción.
EL aposento se hallaba en el mayor desorden:
los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas
direcciones. El colchón del único lecho aparecía
tirado en mitad del piso. Sobre una silla había
una navaja manchada de sangre. Sobre la
chimenea aparecían dos o tres largos y espesos
mechones de cabello humano igualmente
empapados en sangre y que daban la impresión
de haber sido arrancados de raíz.
Se encontraron en el piso cuatro napoleones, un
aro de topacio, tres cucharas grandes de plata,
tres más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos
que contenían casi cuatro mil francos en oro.
Los cajones de una cómoda situada en un ángulo
habían sido abiertos y aparentemente saqueados,
aunque quedaban en ellos numerosas prendas.
Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro
debajo de la cama (y no del colchón). Estaba
abierta y con la llave en la cerradura. No
contenía nada, aparte de unas viejas cartas y
papeles igualmente sin importancia.
No se veía huella alguna de madame
L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una
insólita cantidad de hollín al pie de la chimenea
se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosa
horrible de describir!) el cadáver de su hija,
cabeza abajo, el cual había sido metido a la
fuerza
en
la
estrecha
abertura
y
considerablemente empujado hacia arriba. El
cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo se
advirtieron en él numerosas excoriaciones,
producidas, sin duda, por la violencia con que
fuera introducido y por la que requirió arrancarlo
de allí. Veíanse profundos arañazos en el rostro,
y en la garganta aparecían contusiones
negruzcas y profundas huellas de uñas, como si
la víctima hubiera sido estrangulada.
Luego de una cuidadosa búsqueda en cada
porción de la casa, sin que apareciera nada
nuevo, los vecinos se introdujeron en un
pequeño patio pavimentado de la parte posterior
del edificio y encontraron el cadáver de la
anciana señora, la cual había sido degollada tan
salvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo,
la cabeza se desprendió del tronco. Horribles
mutilaciones aparecían en la cabeza y en el
cuerpo, y este último apenas presentaba forma
humana.
Hasta el momento no se ha encontrado la menor
clave que permita solucionar tan horrible
misterio.»
La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles
adicionales:
«La tragedia de la rue Morgue.-Diversas
personas han sido interrogadas con relación a
este terrible y extraordinario suceso, pero nada
ha trascendido que pueda arrojar alguna luz
sobre él. Damos a continuación las declaraciones
obtenidas:
Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que
conocía desde hacía tres años a las dos víctimas,
de cuya ropa se ocupaba. La anciana y su hija
parecían hallarse en buenos términos y se
mostraban sumamente cariñosas entre sí.
Pagaban muy bien. No sabía nada sobre su modo
de vida y sus medios de subsistencia. Creía que
madame L. decía la buenaventura. Pasaba por
tener dinero guardado.
Nunca encontró a otras personas en la casa
cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba
segura de que no tenían ningún criado o criada.
Opinaba que en la casa no había ningún mueble,
salvo en el cuarto piso.
Pierre Moreau, vendedor de tabaco, declara que
desde hace cuatro años vendía regularmente
pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a
madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha
residido siempre en ella. La extinta y su hija
ocupaban desde hacía más de seis años la casa
donde
se
encontraron
los
cadáveres.
Anteriormente vivía en ella un joyero, que
alquilaba las habitaciones superiores a diversas
personas. La casa era de propiedad de madame
L., quien se sintió disgustada por los abusos que
cometía su inquilino y ocupó personalmente la
casa, negándose a alquilar parte alguna. La
anciana señora daba señales de senilidad. El
testigo vio a su hija unas cinco o seis veces
durante esos seis años. Ambas llevaban una vida
muy retirada y pasaban por tener dinero. Había
oído decir a los vecinos que madame L. decía la
buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar
a nadie, salvo a la anciana y su hija, a un mozo
de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a
un médico que hizo ocho o diez visitas.
Muchos otros vecinos han proporcionado
testimonios coincidentes. No se ha hablado de
nadie que frecuentara la casa. Se ignora si
madame L. y su hija tenían parientes vivos.
Pocas veces se abrían las persianas de las
ventanas delanteras.
Las de la parte posterior estaban siempre
cerradas, salvo las de la gran habitación en la
parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba
en excelente estado y no era muy antigua.
Isidore Muset, gendarme, declara que fue
llamado hacia las tres de la mañana y que, al
llegar a la casa, encontró a unas veinte o treinta
personas reunidas que se esforzaban por entrar.
Violentó finalmente la entrada (con una
bayoneta y no con una ganzúa). No le costó
mucho abrirla, pues se trataba de una puerta de
dos batientes que no tenía pasadores ni arriba ni
abajo. Los alaridos continuaron hasta que se
abrió la puerta, cesando luego de golpe. Parecían
gritos de persona (o personas) que sufrieran los
más agudos dolores; eran gritos agudos y
prolongados, no breves y precipitados. El testigo
trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer
descanso oyó dos voces que discutían con fuerza
y agriamente; una de ellas era ruda y la otra
mucho más aguda y muy extraña. Pudo entender
algunas palabras provenientes de la primera voz,
que correspondía a un francés. Estaba seguro de
que no se trataba de una voz de mujer. Pudo
distinguir las palabras sacré y diable. La voz
más aguda era de un extranjero. No podría
asegurar si se trataba de un hombre o una mujer.
No entendió lo que decía, pero tenía la
impresión de que hablaba en español. El estado
de la habitación y de los cadáveres fue descrito
por el testigo en la misma forma que lo hicimos
ayer.
Henri Duval, vecino, de profesión platero,
declara que formaba parte del primer grupo que
entró en la casa. Corrobora en general la
declaración de Muset. Tan pronto forzaron la
puerta, volvieron a cerrarla para mantener
alejada a la muchedumbre, que, pese a lo
avanzado de la hora, se estaba reuniendo
rápidamente. El testigo piensa que la voz más
aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de
que no se trataba de un francés. No puede
asegurar que se tratara de una voz masculina.
Pudo ser la de una mujer. No está familiarizado
con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir
las palabras, pero por la entonación está
convencido de que quien hablaba era italiano.
Conocía a madame L. y a su hija. Había
conversado frecuentemente con ellas. Estaba
seguro de que la voz aguda no pertenecía a
ninguna de las difuntas.
Odenheimer, restaurateur. Este testigo se ofreció
voluntariamente a declarar. Como no habla
francés, testimonió mediante un intérprete. Es
originario de Amsterdam. Pasaba frente a la casa
cuando se oyeron los gritos. Duraron varios
minutos, probablemente diez. Eran prolongados
y agudos, tan horribles como penosos de oír. El
testigo fue uno de los que entraron en el edificio.
Corroboró las declaraciones anteriores en todos
sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la
voz más aguda pertenecía a un hombre y que se
trataba de un francés. No pudo distinguir las
palabras pronunciadas. Eran fuertes y
precipitadas,
desiguales
y
pronunciadas
aparentemente con tanto miedo como cólera.
La voz era áspera; no tanto aguda como áspera.
El testigo no la calificaría de aguda. La voz más
gruesa dijo varias veces: sacré, diable, y una vez
Mon Dieu!
Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud e
hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los
Mignaud. Madame L’Espanaye poseía algunos
bienes. Había abierto una cuenta en su banco
durante la primavera del año 18... (ocho años
antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas
sumas. No había retirado nada hasta tres días
antes de su muerte, en que personalmente
extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue
pagada en oro y un empleado la llevó a su
domicilio.
Adolphe Lebon, empleado de Mignaud e hijos,
declara que el día en cuestión acompañó hasta su
residencia a madame L’Espanaye, llevando los
4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la
puerta, mademoiselle L. vino a tomar uno de los
sacos, mientras la anciana señora se encargaba
del otro. Por su parte, el testigo saludó y se
retiró. No vio a persona alguna en la calle en ese
momento. Se trata de una calle poco importante,
muy solitaria.
William Bird, sastre, declara que formaba parte
del grupo que entró en la casa. Es de
nacionalidad inglesa. Lleva dos años de
residencia en París. Fue uno de los primeros en
subir las escaleras. Oyó voces que disputaban.
La más ruda era la de un francés. Pudo distinguir
varias palabras, pero ya no las recuerda todas.
Oyó claramente: sacré y mon Dieu.
En ese momento se oía un ruido como si varias
personas estuvieran luchando, era un sonido de
forcejeo, como si algo fuese arrastrado. La voz
aguda era muy fuerte, mucho más que la voz
ruda. Está seguro de que no se trataba de la voz
de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser
una voz de mujer. El testigo no comprende el
alemán.
Cuatro de los testigos nombrados más arriba
fueron nuevamente interrogados, declarando que
la puerta del aposento donde se encontró el
cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada por
dentro cuando llegaron hasta ella. Reinaba un
profundo silencio; no se escuchaban quejidos ni
rumores de ninguna especie. No se vio a nadie
en el momento de forzar la puerta. Las ventanas,
tanto de la habitación del frente como de la
trasera, estaban cerradas y firmemente
aseguradas por dentro. Entre ambas habitaciones
había una puerta cerrada, pero la llave no estaba
echada. La puerta que comunicaba la habitación
del frente con el corredor había sido cerrada con
llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en
el frente del cuarto piso, al comienzo del
corredor, apareció abierto, con la puerta
entornada. La habitación estaba llena de camas
viejas, cajones y objetos por el estilo. Se
procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin
examinar una sola pulgada de la casa. Se
enviaron deshollinadores para que exploraran las
chimeneas. La casa tiene cuatro pisos, con
mansardes. Una trampa que da al techo estaba
firmemente asegurada con clavos y no parece
haber sido abierta durante años.
Los testigos no están de acuerdo sobre el tiempo
transcurrido entre el momento en que
escucharon las voces que disputaban y la
apertura de la puerta de la habitación. Algunos
sostienen que transcurrieron tres minutos; otros
calculan cinco. Costó mucho violentar la puerta.
Alfonso Garcio, empresario de pompas fúnebres,
habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad
española. Formaba parte del grupo que entró en
la casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios
delicados y teme las consecuencias de toda
agitación. Oyó las voces que disputaban. La más
ruda pertenecía a un francés. No pudo
comprender lo que decía. La voz aguda era la de
un inglés; está seguro de esto. No comprende el
inglés, pero juzga basándose en la entonación.
Alberto Montani, confitero, declara que fue de
los primeros en subir las escaleras. Oyó las
voces en cuestión. la voz ruda era la de un
francés. Pudo distinguir varias palabras. El que
hablaba parecía reprochar alguna cosa. No pudo
comprender las palabras dichas por la voz más
aguda, que hablaba rápida y desigualmente.
Piensa que se trata de un ruso. Corrobora los
testimonios restantes. Es de nacionalidad
italiana. Nunca habló con un nativo de Rusia.
Nuevamente interrogados, varios testigos
certificaron que las chimeneas de todas las
habitaciones eran demasiado angostas para
admitir el paso de un ser humano. Se pasaron
“deshollinadores” -cepillos cilíndricos como los
que usan los que limpian chimeneas- por todos
los tubos existentes en la casa.
No existe ningún pasaje en los fondos por el cual
alguien hubiera podido descender mientras el
grupo subía las escaleras. El cuerpo de
mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente
encajado en la chimenea, que no pudo ser
extraído hasta que cuatro o cinco personas
unieron sus esfuerzos.
Paul Dumas, médico, declara que fue llamado al
amanecer para examinar los cadáveres de las
víctimas. Los mismos habían sido colocados
sobre el colchón del lecho correspondiente a la
habitación donde se encontró a mademoiselle L.
El cuerpo de la joven aparecía lleno de
contusiones y excoriaciones. El hecho de que
hubiese sido metido en la chimenea bastaba para
explicar tales marcas. La garganta estaba
enormemente excoriada. Varios profundos
arañazos aparecían debajo del mentón,
conjuntamente con una serie de manchas lívidas
resultantes, con toda evidencia, de la presión de
unos dedos. El rostro estaba horriblemente
pálido y los ojos se salían de las órbitas. La
lengua aparecía a medias cortada. En la región
del estómago se descubrió una gran contusión,
producida, aparentemente, por la presión de una
rodilla. Según opinión del doctor Dumas,
mademoiselle
L’Espanaye
había
sido
estrangulada por una o varias personas.
El cuerpo de la madre estaba horriblemente
mutilado. Todos los huesos de la pierna y el
brazo derechos se hallaban fracturados en mayor
o menor grado. La tibia izquierda había quedado
reducida a astillas, así como todas las costillas
del lado izquierdo.
El cuerpo aparecía cubierto de contusiones y
estaba descolorido. Resultaba imposible precisar
el arma con que se habían inferido tales heridas.
Un pesado garrote de mano, o una ancha barra
de hierro, quizá una silla, cualquier arma grande,
pesada y contundente, en manos de un hombre
sumamente robusto, podía haber producido esos
resultados. Imposible que una mujer pudiera
infligir tales heridas con cualquier arma que
fuese. La cabeza de la difunta aparecía separada
del cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente
contusa. Era evidente que la garganta había sido
seccionada con un instrumento muy afilado,
probablemente una navaja.
Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado al
mismo tiempo que el doctor Dumas para
examinar los cuerpos. Confirmó el testimonio y
las opiniones de este último.
No se ha obtenido ningún otro dato de
importancia, a pesar de haberse interrogado a
varias otras personas. Jamás se ha cometido en
París un asesinato tan misterioso y tan
enigmático en sus detalles... si es que en realidad
se trata de un asesinato. La policía está perpleja,
lo cual no es frecuente en asuntos de esta
naturaleza. Pero resulta imposible hallar la más
pequeña clave del misterio.»
La edición vespertina del diario declaraba que en el
quartier Saint-Roch reinaba una intensa excitación, que se
había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar
del hecho, mientras se interrogaba a nuevos testigos, pero
que no se sabía nada nuevo.
Un párrafo final agregaba, sin embargo, que un tal
Adolphe Lebon acababa de ser arrestado y encarcelado,
aunque nada parecía acusarlo, a juzgar por los hechos
detallados.
Dupin se mostraba singularmente interesado en el
desarrollo del asunto; o por lo menos así me pareció por
sus maneras, pues no hizo el menor comentario. Tan sólo
después de haberse anunciado el arresto de Lebon me
pidió mi parecer acerca de los asesinatos.
No pude sino sumarme al de todo París y declarar que los
consideraba un misterio insoluble. No veía modo alguno
de seguir el rastro al asesino.
-No debemos pensar en los modos posibles que surgen de
una investigación tan rudimentaria -dijo Dupin-. La policía
parisiense, tan alabada por su penetración, es muy astuta
pero nada más. No procede con método, salvo el del
momento. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero
con frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas a su
objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain, que pedía sa
robe de chambre... pour mieux entendre la musique. Los
resultados obtenidos son con frecuencia sorprendentes,
pero en su mayoría se logran por simple diligencia y
actividad. Cuando éstas son insuficientes, todos sus planes
fracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre de excelentes
conjeturas y perseverante. Pero como su pensamiento
carecía de suficiente educación, erraba continuamente por
el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión
por mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá
alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular acuidad,
pero procediendo así perdía el conjunto de la cuestión. En
el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la
verdad no siempre está dentro de un pozo.
Por el contrario, creo que, en lo que se refiere al
conocimiento más importante, es invariablemente
superficial. La profundidad corresponde a los valles, donde
la buscamos, y no a las cimas montañosas, donde se la
encuentra. Las formas y fuentes de este tipo de error se
ejemplifican muy bien en la contemplación de los cuerpos
celestes. Si se observa una estrella de una ojeada,
oblicuamente, volviendo hacia ella la porción exterior de
la retina (mucho más sensible a las impresiones luminosas
débiles que la parte interior), se verá la estrella con
claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual se
empaña apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que
en este último caso llegan a nuestros ojos mayor cantidad
de rayos, pero la porción exterior posee una capacidad de
recepción mucho más refinada. Por causa de una indebida
profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y
Venus misma puede llegar a borrarse del firmamento si la
escrutamos de manera demasiado sostenida, demasiado
concentrada o directa.
En cuanto a esos asesinatos, procedamos personalmente a
un examen antes de formarnos una opinión. La encuesta
nos servirá de entretenimiento (me pareció que el término
era extraño, aplicado al caso, pero no dije nada). Además,
Lebon me prestó cierta vez un servicio por el cual le estoy
agradecido. Iremos a estudiar el terreno con nuestros
propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de policía, y no
habrá dificultad en obtener el permiso necesario.
La autorización fue acordada, y nos encaminamos
inmediatamente a la rue Morgue. Se trata de uno de esos
míseros pasajes que corren entre la rue Richelieu y la rue
Saint-Roch. Atardecía cuando llegamos, pues el barrio
estaba considerablemente distanciado del de nuestra
residencia.
Encontramos fácilmente la casa, ya que aún había varias
personas mirando las persianas cerradas desde la acera
opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de
entrada y una casilla de cristales con ventana corrediza,
correspondiente a la loge du concierge. Antes de entrar
recorrimos la calle, doblamos por un pasaje y, volviendo a
doblar, pasamos por la parte trasera del edificio, mientras
Dupin examinaba la entera vecindad, así como la casa, con
una atención minuciosa cuyo objeto me resultaba
imposible de adivinar.
Volviendo sobre nuestros pasos retornamos a la parte
delantera y, luego de llamar y mostrar nuestras
credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia.
Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde se
había encontrado el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y
donde aún yacían ambas víctimas. Como es natural, el
desorden del aposento había sido respetado. No vi nada
que no estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux.
Dupin lo inspeccionaba todo, sin exceptuar los cuerpos de
las víctimas. Pasamos luego a las otras habitaciones y al
patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes. El
examen nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de
noche cuando salimos. En el camino de vuelta, mi amigo
se detuvo algunos minutos en las oficinas de uno de los
diarios parisienses.
He dicho ya que sus caprichos eran muchos y variados, y
que je les ménageais (pues no hay traducción posible de la
frase). En esta oportunidad Dupin rehusó toda
conversación vinculada con los asesinatos, hasta el día
siguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó
si había observado alguna cosa peculiar en el escenario de
aquellas atrocidades.
Algo había en su manera de acentuar la palabra, que me
hizo estremecer sin que pudiera decir por qué.
-No, nada peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no
hayamos encontrado ya referido en el diario.
-Me temo -repuso Dupin- que la Gazette no haya
penetrado en el insólito horror de este asunto. Pero
dejemos de lado las vanas opiniones de ese diario. Tengo
la impresión de que se considera insoluble este misterio
por las mismísimas razones que deberían inducir a
considerarlo fácilmente solucionable; me refiero a lo
excesivo, a lo outré de sus características. La policía se
muestra confundida por la aparente falta de móvil, y no
por el asesinato en sí, sino por su atrocidad. Está asimismo
perpleja por la aparente imposibilidad de conciliar las
voces que se oyeron disputando, con el hecho de que en lo
alto sólo se encontró a la difunta mademoiselle
L’Espanaye, aparte de que era imposible escapar de la casa
sin que el grupo que ascendía la escalera lo notara. El
salvaje desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza
abajo, en la chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo
de la anciana, son elementos que, junto con los ya
mencionados y otros que no necesito mencionar, han
bastado para paralizar la acción de los investigadores
policiales y confundir por completo su tan alabada
perspicacia. Han caído en el grueso pero común error de
confundir lo insólito con lo abstruso. Pero, justamente a
través de esas desviaciones del plano ordinario de las
cosas, la razón se abrirá paso, si ello es posible, en la
búsqueda de la verdad. En investigaciones como la que
ahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha
ocurrido», como «qué hay en lo ocurrido que no se parezca
a nada ocurrido anteriormente».
En una palabra, la facilidad con la cual llegaré o he llegado
a la solución de este misterio se halla en razón directa de
su aparente insolubilidad a ojos de la policía.
Me quedé mirando
estupefacción.
a
mi
amigo
con
silenciosa
-Estoy esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la
puerta de nuestra habitación- a alguien que, si bien no es el
perpetrador de esas carnicerías, debe de haberse visto
envuelto de alguna manera en su ejecución. Es probable
que sea inocente de la parte más horrible de los crímenes.
Confío en que mi suposición sea acertada, pues en ella se
apoya toda mi esperanza de descifrar completamente el
enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquier
momento... y en esta habitación. Cierto que puede no
venir, pero lo más probable es que llegue. Si así fuera,
habrá que retenerlo. He ahí unas pistolas; los dos sabemos
lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión se
presenta.
Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin
poder creer lo que estaba oyendo, mientras Dupin, como si
monologara, continuaba sus reflexiones. Ya he
mencionado su actitud abstraída en esos momentos. Sus
palabras se dirigían a mí, pero su voz, aunque no era
forzada, tenía esa entonación que se emplea habitualmente
para dirigirse a alguien que se halla muy lejos. Sus ojos,
privados de expresión, sólo miraban la pared.
-Las voces que disputaban y fueron oídas por el grupo que
trepaba la escalera
-dijo- no eran las de las dos
mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con
esto queda eliminada toda posibilidad de que la anciana
señora haya matado a su hija, suicidándose
posteriormente.
Menciono esto por razones metódicas, ya que la fuerza de
madame de L’Espanaye hubiera sido por completo
insuficiente para introducir el cuerpo de su hija en la
chimenea, tal como fue encontrado, amén de que la
naturaleza de las heridas observadas en su cadáver excluye
toda idea de suicidio. El asesinato, pues, fue cometido por
terceros, y a éstos pertenecían las voces que se escucharon
mientras disputaban. Permítame ahora llamarle la
atención, no sobre las declaraciones referentes a dichas
voces, sino a algo peculiar en esas declaraciones. ¿No lo
advirtió usted?
Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en
que la voz más ruda debía ser la de un francés, existían
grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o -como la
calificó uno de ellos- la voz áspera.
-Tal es el testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su
peculiaridad. Usted no ha observado nada característico. Y,
sin embargo, había algo que observar. Como bien ha
dicho, los testigos coinciden sobre la voz ruda. Pero, con
respecto a la voz aguda, la peculiaridad no consiste en que
estén en desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un
español, un holandés y un francés han tratado de
describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz
extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que no se
trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no
a la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo
idioma conoce, sino a la inversa. El francés supone que es
la voz de un español, y agrega que “podría haber
distinguido algunas palabras sí hubiera sabido español”.
El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos
enteramos de que como no habla francés, testimonió
mediante un intérprete. El inglés piensa que se trata de la
voz de un alemán, pero el testigo no comprende el alemán.
El español “está seguro” de que se trata de un inglés, pero
“juzga basándose en la entonación”, ya que no comprende
el inglés. El italiano cree que es la voz de un ruso, pero
nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundo testigo
francés difiere del primero y está seguro de que se trata de
la voz de un italiano. No está familiarizado con la lengua
italiana, pero al igual que el español, “está convencido por
la entonación”. Ahora bien: ¡cuan extrañamente insólita
tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse
semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los
ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no
pudieran reconocer nada familiar! Me dirá usted que podía
tratarse de la voz de un asiático o un africano. Ni unos ni
otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad, me
limitaré a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo
califica la voz de “áspera, más que aguda”. Otros dos
señalan que era «precipitada y desigual». Ninguno de los
testigos se refirió a palabras reconocibles, a sonidos que
parecieran palabras.
»No sé -continuó Dupin- la impresión que pudo haber
causado hasta ahora en su entendimiento, pero no vacilo
en decir que cabe extraer deducciones legítimas de esta
parte del testimonio -la que se refiere a las voces ruda y
aguda-, suficientes para crear una sospecha que debe de
orientar todos los pasos futuros de la investigación del
misterio. Digo «deducciones legítimas», sin expresar
plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que las
deducciones son las únicas que corresponden, y que la
sospecha surge inevitablemente como resultado de las
mismas. No le diré todavía cuál es esta sospecha. Pero
tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para
dar forma definida y tendencia determinada a mis
investigaciones en el lugar del hecho.
«Transportémonos ahora con la fantasía a esa habitación.
¿Qué buscaremos en primer lugar? Los medios de evasión
empleados por los asesinos. Supongo que bien puedo decir
que ninguno de los dos cree en acontecimientos
sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no
fueron asesinadas por espíritus. Los autores del hecho eran
de carne y hueso, y escaparon por medios materiales.
¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una manera de
razonar sobre este punto, y esa manera debe conducirnos a
una conclusión definida. Examinemos uno por uno los
posibles medios de escape. Resulta evidente que los
asesinos se hallaban en el cuarto donde se encontró a
mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en la pieza
contigua, en momentos en que el grupo subía las escaleras.
Vale decir que debemos buscar las salidas en esos dos
aposentos. La policía ha levantado los pisos, los techos y
la mampostería de las paredes en todas direcciones.
Ninguna salida secreta pudo escapar a sus observaciones.
Pero como no me fío de sus ojos, miré el lugar con los
míos. Efectivamente, no había salidas secretas. Las dos
puertas que comunican las habitaciones con el corredor
estaban bien cerradas, con las llaves por dentro. Veamos
ahora las chimeneas. Aunque de diámetro ordinario en los
primeros ocho o diez pies por encima de los hogares, los
tubos no permitirían más arriba el paso del cuerpo de un
gato grande. Quedando así establecida la total
imposibilidad de escape por las vías mencionadas nos
vemos reducidos a las ventanas. Nadie podría haber huido
por la del cuarto delantero, ya que la muchedumbre
reunida lo hubiese visto. Los asesinos tienen que haber
pasado, pues, por las de la pieza trasera. Llevados a esta
conclusión de manera tan inequívoca, no nos corresponde,
en nuestra calidad de razonadores, rechazarla por su
aparente imposibilidad.
Lo único que cabe hacer es probar que esas aparentes
“imposibilidades” no son tales en realidad.
Hay dos ventanas en el aposento. Contra una de ellas no
hay ningún mueble que la obstruya, y es claramente
visible. La porción inferior de la otra queda oculta por la
cabecera del pesado lecho, que ha sido arrimado a ella. La
primera ventana apareció firmemente asegurada desde
dentro. Resistió los más violentos esfuerzos de quienes
trataron de levantarla. En el marco, a la izquierda, había
una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo
clavo hundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra
ventana se vio que había un clavo colocado en forma
similar; todos los esfuerzos por levantarla fueron
igualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente
segura de que la huida no se había producido por ese lado.
Y, por tanto, consideró superfluo extraer los clavos y abrir
las ventanas.
Mi examen fue algo más detallado, y eso por la razón que
acabo de darle: allí era el caso de probar que todas las
aparentes imposibilidades no eran tales en realidad.
«Seguí razonando en la siguiente forma... a posteriori. Los
asesinos escaparon desde una de esas ventanas. Por tanto,
no pudieron asegurar nuevamente los marcos desde el
interior, tal como fueron encontrados (consideración que,
dado lo obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de la
policía en ese terreno). Los marcos estaban asegurados. Es
necesario, pues, que tengan una manera de asegurarse por
sí mismos. La conclusión no admitía escapatoria. Me
acerqué a la ventana que tenía libre acceso, extraje con
alguna dificultad el clavo y traté de levantar el marco. Tal
como lo había anticipado, resistió a todos mis esfuerzos.
Comprendí entonces que debía de haber algún resorte
oculto, y la corroboración de esta idea me convenció de
que por lo menos mis premisas eran correctas, aunque el
detalle referente a los clavos continuara siendo misterioso.
Un examen detallado no tardó en revelarme el resorte
secreto. Lo oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento, me
abstuve de levantar el marco.
Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente.
Una persona que escapa por la ventana podía haberla
cerrado nuevamente, y el resorte habría asegurado el
marco. Pero, ¿cómo reponer el clavo? La conclusión era
evidente y estrechaba una vez más el campo de mis
investigaciones. Los asesinos tenían que haber escapado
por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes
fueran idénticos en las dos ventanas, como parecía
probable, necesariamente tenía que haber una diferencia
entre los clavos, o por lo menos en su manera de estar
colocados. Trepando al armazón de la cama, miré
minuciosamente el marco de sostén de la segunda ventana.
Pasé la mano por la parte posterior, descubriendo en
seguida el resorte que, tal como había supuesto, era
idéntico a su vecino. Miré luego el clavo. Era tan sólido
como el otro y aparentemente estaba fijo de la misma
manera y hundido casi hasta la cabeza.
Pensará usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha
comprendido la naturaleza de mis inducciones. Para usar
una frase deportiva, hasta entonces no había cometido
falta. No había perdido la pista un solo instante. Los
eslabones de la cadena no tenían ninguna falla. Había
perseguido el secreto hasta su última conclusión: y esa
conclusión era el clavo.
Ya he dicho que tenía todas las apariencias de su vecino de
la otra ventana; pero el hecho, por más concluyente que
pareciera, resultaba de una absoluta nulidad comparado
con la consideración de que allí, en ese punto, se acababa
el hilo conductor. “Tiene que haber algo defectuoso en el
clavo”, pensé. Al tocarlo, su cabeza quedó entre mis dedos
juntamente con un cuarto de pulgada de la espiga. El resto
de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había
roto. La fractura era muy antigua, pues los bordes
aparecían herrumbrados, y parecía haber sido hecho de un
martillazo, que había hundido parcialmente la cabeza del
clavo en el marco inferior de la ventana. Volví a colocar
cuidadosamente la parte de la cabeza en el lugar de donde
la había sacado, y vi que el clavo daba la exacta impresión
de estar entero; la fisura resultaba invisible. Apretando el
resorte, levanté ligeramente el marco; la cabeza del clavo
subió con él, sin moverse de su lecho. Cerré la ventana, y
el clavo dio otra vez la impresión de estar dentro.
Hasta ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino
había huido por la ventana que daba a la cabecera del
lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex profeso) la
ventana había quedado asegurada por su resorte. Y la
resistencia ofrecida por éste había inducido a la policía a
suponer que se trataba del clavo, dejando así de lado toda
investigación suplementaria.
La segunda cuestión consiste en el modo del descenso. Mi
paseo con usted por la parte trasera de la casa me satisfizo
al respecto. A unos cinco pies y medio de la ventana en
cuestión corre una varilla de pararrayos. Desde esa varilla
hubiera resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho
menos introducirse por ella.
Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso
pertenecen a esa curiosa especie que los carpinteros
parisienses denominan ferrades; es un tipo rara vez
empleado en la actualidad, pero que se ve con frecuencia
en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las fabrica
como una puerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble
batiente), con la diferencia de que la parte inferior tiene
celosías o tablillas que ofrecen excelente asidero para las
manos. En este caso las persianas alcanzan un ancho de
tres pies y medio. Cuando las vimos desde la parte
posterior de la casa, ambas estaban entornadas, es decir, en
ángulo recto con relación a la pared. Es probable que
también los policías hayan examinado los fondos del
edificio; pero, si así lo hicieron, miraron las ferrades en el
ángulo indicado, sin darse cuenta de su gran anchura; por
lo menos no la tomaron en cuenta. Sin duda, seguros de
que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron a un
examen muy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que
si se abría del todo la persiana correspondiente a la
ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría a unos
dos pies de la varilla del pararrayos. También era evidente
que, desplegando tanta agilidad como coraje, se podía
llegar hasta la ventana trepando por la varilla. Estirándose
hasta una distancia de dos pies y medio (ya que
suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón
habría podido sujetarse firmemente de las tablillas de la
celosía. Abandonando entonces su sostén en la varilla,
afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamente
hacia adelante habría podido hacer girar la persiana hasta
que se cerrara; si suponemos que la ventana estaba abierta
en este momento, habría logrado entrar así en la
habitación.
Le pido que tenga especialmente en cuenta que me refiero
a un insólito grado de vigor, capaz de llevar a cabo una
hazaña tan azarosa y difícil. Mi intención consiste en
demostrarle, primeramente, que el hecho pudo ser llevado
a cabo; pero, en segundo lugar, y muy especialmente,
insisto en llamar su atención sobre el carácter
extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigor capaz de
cosa semejante.
Usando términos judiciales, usted me dirá sin duda que
para «redondear mi caso» debería subestimar y no poner
de tal modo en evidencia la agilidad que se requiere para
dicha proeza. Pero la práctica de los tribunales no es la de
la razón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi
propósito inmediato consiste en inducirlo a que
yuxtaponga la insólita agilidad que he mencionado a esa
voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre
cuya nacionalidad no pudieron ponerse de acuerdo los
testigos y en cuyos acentos no se logró distinguir ningún
vocablo articulado.
Al oír estas palabras pasó por mi mente una vaga e
informe concepción de lo que quería significar Dupin. Me
pareció estar a punto de entender, pero sin llegar a la
comprensión, así como a veces nos hallamos a punto de
recordar algo que finalmente no se concreta. Pero mi
amigo seguía hablando.
-Habrá notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de
la salida de la casa a la del modo de entrar en ella. Era mi
intención mostrar que ambas cosas se cumplieron en la
misma forma y en el mismo lugar. Volvamos ahora al
interior del cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha
dicho que los cajones de la cómoda habían sido saqueados,
aunque quedaron en ellos numerosas prendas.
Esta conclusión es absurda. No pasa de una simple
conjetura, bastante tonta por lo demás. ¿Cómo podemos
asegurar que las ropas halladas en los cajones no eran las
que éstos contenían habitualmente? Madame L’Espanaye y
su hija llevaban una vida muy retirada, no veían a nadie,
salían raras veces, y pocas ocasiones se les presentaban de
cambiar de tocado. Lo que se encontró en los cajones era
de tan buena calidad como cualquiera de los efectos que
poseían las damas. Si un ladrón se llevó una parte, ¿por
qué no tomó lo mejor... por qué no se llevó todo? En una
palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro, para
cargarse con un hato de ropa? El oro fue abandonado. La
suma mencionada por monsieur Mignaud, el banquero,
apareció en su casi totalidad en los sacos tirados por el
suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos
la desatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los
policías por esa parte del testimonio que se refiere al
dinero entregado en la puerta de la casa. Coincidencias
diez veces más notables que ésta (la entrega del dinero y el
asesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a
cada hora de nuestras vidas sin que nos preocupemos por
ellas. En general, las coincidencias son grandes obstáculos
en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran de la
teoría de las probabilidades, esa teoría a la cual los
objetivos más eminentes de la investigación humana deben
los más altos ejemplos. En esta instancia, si el oro hubiese
sido robado, el hecho de que la suma hubiese sido
entregada tres días antes habría constituido algo más que
una coincidencia. Antes bien, hubiera corroborado la
noción de un móvil. Pero, dadas las verdaderas
circunstancias del caso, si hemos de suponer que el oro era
el móvil del crimen, tenemos entonces que admitir que su
perpetrador era lo bastante indeciso y lo bastante estúpido
como para olvidar el oro y el móvil al mismo tiempo.
Teniendo, pues, presentes los puntos sobre los cuales he
llamado su atención -la voz singular, la insólita agilidad y
la sorprendente falta de móvil en un asesinato tan atroz
como éste-, echemos una ojeada a la carnicería en sí.
Estamos ante una mujer estrangulada por la presión de
unas manos e introducida en el cañón de la chimenea con
la cabeza hacia abajo. Los asesinos ordinarios no emplean
semejantes métodos. Y mucho menos esconden al
asesinado en esa forma. En el hecho de introducir el
cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo
excesivamente
inmoderado,
algo
por
completo
inconciliable con nuestras nociones sobre los actos
humanos, incluso si suponemos que su autor es el más
depravado de los hombres. Piense, asimismo, en la fuerza
prodigiosa que hizo falta para introducir el cuerpo hacia
arriba, cuando para hacerlo descender fue necesario el
concurso de varias personas.
Volvámonos ahora a las restantes señales que pudo dejar
ese maravilloso vigor. En el hogar de la chimenea se
hallaron espesos (muy espesos) mechones de cabello
humano canoso. Habían sido arrancados de raíz. Bien sabe
usted la fuerza que se requiere para arrancar en esa forma
veinte o treinta cabellos. Y además vio los mechones en
cuestión tan bien como yo. Sus raíces (cosa horrible)
mostraban pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente
de la prodigiosa fuerza ejercida para arrancar quizá medio
millón de cabellos de un tirón. La garganta de la anciana
señora no solamente estaba cortada, sino que la cabeza
había quedado completamente separada del cuerpo; el
instrumento era una simple navaja. Lo invito a considerar
la brutal ferocidad de estas acciones.
No diré nada de las contusiones que presentaba el cuerpo
de Madame L’Espanaye. Monsieur Dumas y su valioso
ayudante, monsieur Etienne, han decidido que fueron
producidas por un instrumento contundente, y hasta ahí la
opinión de dichos caballeros es muy correcta. El
instrumento contundente fue evidentemente el pavimento
de piedra del patio, sobre el cual cayó la víctima desde la
ventana que da sobre la cama. Por simple que sea, esto
escapó a la policía por la misma razón que se les escapó el
ancho de las persianas: frente a la presencia de clavos se
quedaron ciegos ante la posibilidad de que las ventanas
hubieran sido abiertas alguna vez.
Si ahora, en adición a estas cosas, ha reflexionado usted
adecuadamente sobre el extraño desorden del aposento,
hemos llegado al punto de poder combinar las nociones de
una asombrosa agilidad, una fuerza sobrehumana, una
ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una
grotesquerie en el horror por completo ajeno a lo humano,
y una voz de tono extranjero para los oídos de hombres de
distintas nacionalidades y privada de todo silabeo
inteligible. ¿Qué resultado obtenemos? ¿Qué impresión he
producido en su imaginación?
Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un
estremecimiento recorría mi cuerpo.
-Un maníaco es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso
escapado de alguna maison de santé de la vecindad.
-En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable.
Pero, aun en sus más salvajes paroxismos, las voces de los
locos jamás coinciden con esa extraña voz escuchada en lo
alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, por más
incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la
coherencia del silabeo. Además, el cabello de un loco no
es como el que ahora tengo en la mano.
Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos
rígidamente apretados de madame L’Espanaye. ¿Puede
decirme qué piensa de ellos?
-¡Dupin... este cabello es absolutamente extraordinario...!
¡No es cabello humano! -grité, trastornado por completo.
-No he dicho que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes
de que resolvamos este punto, le ruego que mire el
bosquejo que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo
que en una parte de las declaraciones de los testigos se
describió como «contusiones negruzcas, y profundas
huellas de uñas» en la garganta de mademoiselle
L’Espanaye, y en otra (declaración de los señores Dumas y
Etienne) como «una serie de manchas lívidas que,
evidentemente, resultaban de la presión de unos dedos».
«Notará usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el
papel- que este diseño indica una presión firme y fija. No
hay señal alguna de deslizamiento. Cada dedo mantuvo
(probablemente hasta la muerte de la víctima) su terrible
presión en el sitio donde se hundió primero. Le ruego
ahora que trate de colocar todos sus dedos a la vez en las
respectivas impresiones, tal como aparecen en el dibujo.
Lo intenté sin el menor resultado.
-Quizá no estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-.
El papel es una superficie plana, mientras que la garganta
humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de madera, cuya
circunferencia es aproximadamente la de una garganta.
Envuélvala con el dibujo y repita el experimento.
Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores.
-Esta marca -dije- no es la de una mano humana.
-Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje de Cuvier.
Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del
gran orangután leonado de las islas de la India oriental. La
gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la
terrible ferocidad y las tendencias imitativas de estos
mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente
comprendí todo el horror del asesinato.
-La descripción de los dedos -dije al terminar la lecturaconcuerda exactamente con este dibujo. Sólo un
orangután, entre todos los animales existentes, es capaz de
producir las marcas que aparecen en su diseño. Y el
mechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de la
bestia descrita por Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a
comprender los detalles de este aterrador misterio.
Además, se escucharon dos voces que disputaban y una de
ellas era, sin duda, la de un francés.
-Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los
testigos declararon haber oído decir a esa voz las palabras:
Mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de los testigos
(Montani, el confitero) acertó al sostener que la
exclamación tenía un tono de reproche o reconvención.
Sobre esas dos palabras, pues, he apoyado todas mis
esperanzas de una solución total del enigma. Un francés
estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy
probable- que fuera inocente de toda participación en el
sangriento episodio. El orangután pudo habérsele
escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la habitación;
pero, dadas las terribles circunstancias que se sucedieron,
le fue imposible capturarlo otra vez. El animal anda
todavía suelto. No continuaré con estas conjeturas (pues
no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las
sombras de reflexión que les sirven de base poseen apenas
suficiente profundidad para ser alcanzadas por mi
intelecto, y no pretenderé mostrarlas con claridad a la
inteligencia de otra persona.
Las llamaremos conjeturas, pues, y nos referiremos a ellas
como tales. Si el francés en cuestión es, como lo supongo,
inocente de tal atrocidad, este aviso que deje anoche
cuando volvíamos a casa en las oficinas de Le Monde (un
diario consagrado a cuestiones marítimas y muy leído por
los navegantes) lo hará acudir a nuestra casa.
Me alcanzó un papel, donde leí:
CAPTURADO.-En el Bois de Boulogne, en la
mañana del... (la mañana del asesinato), se ha
capturado un gran orangután leonado de la
especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe
que es un marinero perteneciente a un barco
maltés) puede reclamarlo, previa identificación
satisfactoria y pago de los gastos resultantes de
su captura y cuidado. Presentarse al número...
calle... Faubourg Saint-Germain... tercer piso.
-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el
hombre es un marinero y que pertenece a un barco maltes?
-No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he
aquí un trocito de cinta que, a juzgar por su forma y su
grasienta condición, debió de ser usado para atar el pelo en
una de esas largas queues de que tan orgullosos se
muestran los marineros. Además, el nudo pertenece a esa
clase que pocas personas son capaces de hacer, salvo los
marinos, y es característico de los malteses. Encontré esta
cinta al pie de la varilla del pararrayos. Imposible que
perteneciera a una de las víctimas. De todos modos, si me
equivoco al deducir de la cinta que el francés era un
marinero perteneciente a un barco maltes, no he causado
ningún daño al estamparlo en el aviso.
Si me equivoco, el hombre pensará que me he confundido
por alguna razón que no se tomará el trabajo de averiguar.
Pero si estoy en lo cierto, hay mucho de ganado.
Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el francés
vacilará, como es natural, antes de responder al aviso y
reclamar el orangután. He aquí cómo razonará: «Soy
inocente y pobre; mi orangután es muy valioso y para un
hombre como yo representa una verdadera fortuna. ¿Por
qué perderlo a causa de una tonta aprensión? Está ahí, a mi
alcance. Lo han encontrado en el Bois de Boulogne, a
mucha distancia de la escena del crimen. ¿Cómo podría
sospechar alguien que ese animal es el culpable? La
policía está desorientada y no ha podido encontrar la más
pequeña huella. Si llegaran a seguir la pista del mono, les
será imposible probar que supe algo de los crímenes o
echarme alguna culpa como testigo de ellos. Además, soy
conocido. El redactor del aviso me designa como dueño
del animal. Ignoro hasta dónde llega su conocimiento. Si
renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi
pertenencia, las sospechas recaerán, por lo menos, sobre el
animal. Contestaré al aviso, recobraré el orangután y lo
tendré encerrado hasta que no se hable más del asunto.»
En ese momento oímos pasos en la escalera.
-Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las
exhiba hasta que le haga una seña.
La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el
visitante había entrado sin llamar, subiendo algunos
peldaños de la escalera. Pero, de pronto, pareció vacilar y
lo oímos bajar. Dupin corría ya a la puerta cuando
advertimos que volvía a subir. Esta vez no vaciló, sino
que, luego de trepar decididamente la escalera, golpeó en
nuestra puerta.
-¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial y alegre.
El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino,
alto, robusto y musculoso, con un semblante en el que
cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su
rostro, muy atezado, aparecía en gran parte oculto por las
patillas y los bigotes. Traía consigo un grueso bastón de
roble, pero al parecer ésa era su única arma. Inclinóse
torpemente, dándonos las buenas noches en francés; a
pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que
era de origen parisiense.
-Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que
viene en busca del orangután. Palabra, se lo envidio un
poco; es un magnífico animal, que presumo debe de tener
gran valor. ¿Qué edad le calcula usted?
El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se
siente aliviado de un peso intolerable, y contestó con tono
reposado:
-No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco
años. ¿Lo guarda usted aquí?
-¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una
caballeriza de la rue Dubourg, cerca de aquí. Podría usted
llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en
condiciones de probar su derecho de propiedad.
-Por supuesto que sí, señor.
-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.
-No quisiera que usted se hubiese molestado por nada
-declaró el marinero-. Estoy dispuesto a pagar una
recompensa por el hallazgo del animal. Una suma
razonable, se entiende.
-Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece muy justo.
Déjeme pensar: ¿qué le pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál
será mi recompensa: me contará usted todo lo que sabe
sobre esos crímenes en la rue Morgue.
Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y
con gran tranquilidad. Después, con igual calma, fue hacia
la puerta, la cerró y guardó la llave en el bolsillo. Sacando
luego una pistola, la puso sin la menor prisa sobre la mesa.
El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de
sofocación se hubiera apoderado de él. Levantándose,
aferró su bastón, pero un segundo después se dejó caer de
nuevo en el asiento, temblando violentamente y pálido
como la muerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde
lo más profundo de mi corazón.
-Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad -dijo
cordialmente Dupin-. Le aseguro que no tenemos
intención de causarle el menor daño. Lejos de nosotros
querer perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de
francés. Estoy perfectamente enterado de que es usted
inocente de las atrocidades de la rue Morgue. Pero sería
inútil negar que, en cierto modo, se halla implicado en
ellas. Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que
poseo medios de información sobre este asunto, medios
que le sería imposible imaginar. El caso se plantea de la
siguiente manera: usted no ha cometido nada que no
debiera haber cometido, nada que lo haga culpable. Ni
siquiera se le puede acusar de robo, cosa que pudo llevar a
cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni razón
para hacerlo. Por otra parte, el honor más elemental lo
obliga a confesar todo lo que sabe. Hay un hombre
inocente en la cárcel, acusado de un crimen cuyo
perpetrador puede usted denunciar.
Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero
había recobrado en buena parte su compostura, aunque su
aire decidido del comienzo habíase desvanecido por
completo.
-¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-.
Sí, le diré todo lo que sé sobre este asunto, aunque no
espero que crea ni la mitad de lo que voy a contarle...
¡Estaría loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo,
soy inocente, y lo confesaré todo aunque me cueste la vida.
En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo
atrás, había hecho un viaje al archipiélago índico. Un
grupo del que formaba parte desembarcó en Borneo y
penetró en el interior a fin de hacer una excursión
placentera. Entre él y un compañero capturaron al
orangután. Como su compañero falleciera, quedó dueño
único del animal. Después de considerables dificultades,
ocasionadas por la indomable ferocidad de su cautivo
durante el viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en
su casa de París, donde, para aislarlo de la incómoda
curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamente
recluido, mientras el animal curaba de una herida en la
pata que se había hecho con una astilla a bordo del buque.
Una vez curado, el marinero estaba dispuesto a venderlo.
Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de
una pequeña juerga de marineros, nuestro hombre se
encontró con que el orangután había penetrado en su
dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua
donde su captor había creído tenerlo sólidamente
encerrado. Navaja en mano y embadurnado de jabón,
habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal
como, sin duda, había visto hacer a su amo espiándolo por
el ojo de la cerradura.
Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un animal
que, en su ferocidad, era harto capaz de utilizarla, el
marinero se quedó un instante sin saber qué hacer. Por lo
regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos
más terribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra
vez a ese recurso. Pero al verlo, el orangután se lanzó de
un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas,
saltando por una ventana que desgraciadamente estaba
abierta, se dejó caer a la calle.
Desesperado, el francés se precipitó en su seguimiento.
Navaja en mano, el mono se detenía para mirar y hacer
muecas a su perseguidor, dejándolo acercarse casi hasta su
lado. Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la caza
durante largo tiempo. Las calles estaban profundamente
tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al
atravesar el pasaje de los fondos de la rue Morgue, la
atención del fugitivo se vio atraída por la luz que salía de
la ventana abierta del aposento de madame L’Espanaye, en
el cuarto piso de su casa. Precipitándose hacia el edificio,
descubrió la varilla del pararrayos, trepó por ella con
inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallaba
completamente abierta y pegada a la pared, y en esta forma
se lanzó hacia adelante hasta caer sobre la cabecera de la
cama. Todo esto había ocurrido en menos de un minuto. Al
saltar en la habitación, las patas del orangután rechazaron
nuevamente la persiana, la cual quedó abierta.
El marinero, a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado
al mismo tiempo. Renacían sus esperanzas de volver a
capturar a la bestia, ya que le sería difícil escapar de la
trampa en que acababa de meterse, salvo que bajara otra
vez por el pararrayos, ocasión en que sería posible
atraparlo. Por otra parte, se sentía ansioso al pensar en lo
que podría estar haciendo en la casa. Esta última reflexión
indujo al hombre a seguir al fugitivo.
Para un marinero no hay dificultad en trepar por una
varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a la altura
de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no
pudo seguir adelante; lo más que alcanzó fue a echarse a
un lado para observar el interior del aposento. Apenas
hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror que
lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los
espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a los
vecinos de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y su hija,
vestidas con sus camisones de dormir, habían estado
aparentemente ocupadas en arreglar algunos papeles en la
caja fuerte ya mencionada, la cual había sido corrida al
centro del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado, en el
suelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de
haber estado sentadas dando la espalda a la ventana, y, a
juzgar por el tiempo transcurrido entre la entrada de la
bestia y los gritos, parecía probable que en un primer
momento no hubieran advertido su presencia. El golpear
de la persiana pudo ser atribuido por ellas al viento.
En el momento en que el marinero miró hacia el interior
del cuarto, el gigantesco animal había aferrado a madame
L’Espanaye por el cabello (que la dama tenía suelto, como
si se hubiera estado peinando) y agitaba la navaja cerca de
su cara imitando los movimientos de un barbero. La hija
yacía postrada e inmóvil, víctima de un desmayo. Los
gritos y los esfuerzos de la anciana señora, durante los
cuales le fueron arrancados los mechones de la cabeza,
tuvieron por efecto convertir los propósitos probablemente
pacíficos del orangután en otros llenos de furor. Con un
solo golpe de su musculoso brazo separó casi
completamente la cabeza del cuerpo de la víctima. La vista
de la sangre transformó su cólera en frenesí.
Rechinando los dientes y echando fuego por los ojos, saltó
sobre el cuerpo de la joven y, hundiéndole las terribles
garras en la garganta, las mantuvo así hasta que hubo
expirado. Las furiosas miradas de la bestia cayeron
entonces sobre la cabecera del lecho, sobre el cual el rostro
de su amo, paralizado por el horror, alcanzaba apenas a
divisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no
olvidaba el temido látigo, se cambió instantáneamente en
miedo. Seguro de haber merecido un castigo, pareció
deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por
el cuarto lleno de nerviosa agitación, echando abajo y
rompiendo los muebles a cada salto y arrancando el lecho
de su bastidor. Finalmente se apoderó del cadáver de
mademoiselle L’Espanaye y lo metió en el cañón de la
chimenea, tal como fue encontrado luego, tomó luego el
de la anciana y lo tiró de cabeza por la ventana.
En momentos en que el mono se acercaba a la ventana con
su mutilada carga, el marinero se echó aterrorizado hacia
atrás y, deslizándose sin precaución alguna hasta el suelo,
corrió inmediatamente a su casa, temeroso de las
consecuencias de semejante atrocidad y olvidando en su
terror toda preocupación por la suerte del orangután. Las
palabras que los testigos oyeron en la escalera fueron las
exclamaciones de espanto del francés, mezcladas con los
diabólicos sonidos que profería la bestia.
Poco me queda por agregar. El orangután debió de escapar
por la varilla del pararrayos un segundo antes de que la
puerta fuera forzada. Sin duda, cerró la ventana a su paso.
Más tarde fue capturado por su mismo dueño, quien lo
vendió al Jardin des Plantes en una elevada suma.
Lebon fue puesto en libertad inmediatamente después que
hubimos narrado todas las circunstancias del caso -con
algunos comentarios por parte de Dupin- en el bureau del
prefecto de policía. Este funcionario, aunque muy bien
dispuesto hacia mi amigo, no pudo ocultar del todo el
fastidio que le producía el giro que había tomado el
asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre la
conveniencia de que cada uno se ocupara de sus propios
asuntos.
-Déjelo usted hablar -me dijo Dupin, que no se había
molestado en replicarle-. Deje que se desahogue; eso
aliviará su conciencia. Me doy por satisfecho con haberlo
derrotado en su propio terreno. De todos modos, el hecho
de que haya fracasado en la solución del misterio no es
ninguna razón para asombrarse; en verdad, nuestro amigo
el prefecto es demasiado astuto para ser profundo. No hay
fibra en su ciencia: mucha cabeza y nada de cuerpo, como
las imágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha
cabeza y lomos, como un bacalao. Pero después de todo es
un buen hombre. Lo estimo especialmente por cierta forma
maestra de gazmoñería, a la cual debe su reputación. Me
refiero a la manera que tiene de nier ce qui est, et d’
expliquer ce qui n’est pas.
Ligeia
Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni
siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han
transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado
mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas
cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su
raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la
penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y
musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan
constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e
ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las
más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del
Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda
de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en
estudios que, por su índole, pueden como ninguno
amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por
esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía
la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca
supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida,
luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi
corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia
o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me
estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien
un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar
de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo
confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya
olvidado por completo las circunstancias que lo originaron
y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu
al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet
del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido,
como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente
presidieron el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi
memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta
estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi
descarnada. Sería vano intentar la descripción de su
majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible
ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una
sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado
gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su
voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea
sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su
rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión
aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las
fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las
hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa
regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en
las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza
exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a
todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de
extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía
que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad
clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad,
"exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano
intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi
percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su
frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta
palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel,
que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente
amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones
superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo,
lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que
demostraban toda la fuerza del epíteto homérico:
"cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la
nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he
visto una perfección semejante.
Tenía la misma superficie plena y suave, la misma
tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas
aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu
libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el
triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica
sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa
calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color
expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi
sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre
ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante,
triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del
mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la
suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de
los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo
en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces
me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad.
Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el
secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que
los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las
gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por
instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía
más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales
ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación
ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera
de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los
ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y
largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular,
eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que
encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del
color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión.
¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple
sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La
expresión de los ojos de Ligeia...
¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de
verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más
profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo
de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la
pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes,
aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser
para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el
más fervoroso de los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la
ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante
que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de
que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo
tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos
al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así
cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia,
sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su
expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin
desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño
de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes
del universo un círculo de analogías con esa expresión.
Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de
Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un
altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un
sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí,
sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo
definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera
percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en
una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de
una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz
curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de
un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy
viejas.
Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una,
de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse
cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el
telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha
colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de
cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados
libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de
un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente
por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de
inspirarme ese sentimiento: "Y allí dentro está la voluntad
que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad
y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que
penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me
han permitido rastrear cierta remota conexión entre este
pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de
Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de
palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo
menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante
nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más
numerosas y evidentes de su existencia. De todas las
mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila,
la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que
nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no
podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso
dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al
mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación,
la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la
salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su
manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente
sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca
lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas
clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones
sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí
en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada
erudición académica, admirada simplemente por abstrusa,
¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo
singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi
esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención!
Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé
en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado,
y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias
morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora
advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran
gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía
suficiente conciencia de su infinita superioridad para
someterme con infantil confianza a su guía en el caótico
mundo de la investigación metafísica, a la cual me
entregué activamente durante los primeros años de nuestro
matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con
qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo
-cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco
frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que
se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y
magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta
de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina
para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de
algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas
esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a
tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas,
podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del
trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos.
Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves
y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino.
Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia
sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma.
Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado,
demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la
transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su
alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de
la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché
desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las
luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún
más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto
carácter me habían convencido de que para ella la muerte
llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son
impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que
opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable
espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido
razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir,
vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la
locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las
convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se
conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se
tornó más suave; más profunda, pero yo no quería
demorarme en el extraño significado de las palabras
pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar
fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y
aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta
entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender
que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como
una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la
fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi
mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya
devoción más que apasionada llegaba a la idolatría.
¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes
confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi
amada me fuese arrebatada en el momento en que me las
hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este
punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de
Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno,
reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de
vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz
de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia
salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a
su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había
compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:
¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.
Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe
el Vencedor Gusano.
-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto
y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento
espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh,
Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente?
¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una
parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los
misterios de la voluntad y su fuerza?
El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero
a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil
voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los
blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de
muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado
con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué
mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje
de Glanvill: "El hombre no se doblega a los ángeles, ni
cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza
de su débil voluntad".
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude
soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la
sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba
lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado
más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a
los mortales. Entonces, después de unos meses de
vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte
una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más
incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa
Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el
aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos
melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían
mucho en común con los sentimientos de abandono total
que me habían conducido a esa remota y huraña región del
país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso,
invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con
infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de
aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias
más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido
gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como
una compensación del dolor.
¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse
en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes
esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los
moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro
recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las
redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el
color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de
estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por
siempre maldito, donde en un momento de enajenación
conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a
Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y
ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la
decoración de aquella cámara nupcial que no se presente
ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva
familia de la novia para permitir, movida por su sed de
oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el
umbral de un aposento tan adornado? He dicho que
recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo,
que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y,
sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel
lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La
habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía
fortificada, era de forma pentagonal y de vastas
dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la
única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola
pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o
de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre
los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el
enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos
muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo,
abovedado y decorosamente decorado con los motivos
más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico,
semidruídico.
Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de
una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso
incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con
múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a
través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una
serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas
multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma
oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo
indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino
como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos
del aposento había un gigantesco sarcófago de granito
negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a
Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales
relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba,
ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de
gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-,
estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por
una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material
semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las
otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las
suntuosas volutas de los cortinajes que velaban
parcialmente la ventana. Este material era el más rico
tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos
irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro,
de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban
de la condición de arabescos cuando se las miraba desde
un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común,
que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos
de la antigüedad, cambiaban de aspecto.
Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de
simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta
apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a
medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto,
se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles
pertenecientes a la superstición de los normandos o
nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto
fantasmagórico era grandemente intensificado por la
introducción artificial de una fuerte y continua corriente de
aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e
inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con
Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de
nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud.
Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que
me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por
alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi
memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia
Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me
embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su
sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor
apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y
libremente, con más intensidad que el suyo. En la
excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba
habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga)
gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el
día, en los sombreados retiros de los valles, como si con
esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el
fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera
restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era
posible que fuese para siempre?- en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio,
Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente.
La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su
inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos
que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen
atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la
fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al
fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento
total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo
cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su
lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que
siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal,
desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una
recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el
conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con
la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber
invadido de tal modo su constitución que era imposible
desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de
observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y
en su excitabilidad para el miedo motivado por causas
triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e
insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los
movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales
aludiera en un comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi
atención este penoso tema con más insistencia que de
costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y
yo había estado observando, con un sentimiento en parte
de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su
semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano,
en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias
y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que
estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que
estaba viendo y yo no podía percibir.
El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise
mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del
todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas
levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan
sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire.
Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me
probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían
infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a
quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de
vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé
presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la
luz del incensario, dos circunstancias de índole
sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto
palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y
vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del rico
resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra,
una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como
cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba
perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de
opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a
Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y
llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya
se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso
en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana
que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue
entonces cuando percibí claramente un paso suave en la
alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras
Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá
soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un
invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o
cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí.
Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena.
Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una
circunstancia que, según pensé, debía considerarse como
sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad
mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la
hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que,
inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí,
se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa,
de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas
la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su
cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la
recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por
el opio revoloteaban como sombras delante de mí.
Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos
de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las
contorsiones de las llamas multicolores en el incensario
suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba
de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el
lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto
las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y,
respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y
rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron
mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la
turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor
con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche
avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos,
cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí
contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más
tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un
sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó
bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de
ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía
de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió.
Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del
cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía
haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y
mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con
perseverancia, la atención clavada en el cuerpo.
Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna
circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue
evidente que un color ligero, muy débil y apenas
perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las
hundidas venas de los párpados. Con una especie de
horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje
humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi
corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían
rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió
la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos
habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena
aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero
la torre estaba muy apartada de las dependencias de la
servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de
llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos
minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues,
en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante.
Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída;
el color desapareció de los párpados y las mejillas,
dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban
doblemente apretados y contraídos en la espectral
expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos
cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la
habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví
a desplomarme con un estremecimiento en el diván de
donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me
entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por
segunda vez un vago sonido procedente de la región del
lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se
repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi
-claramente- temblar los labios. Un minuto después se
entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes
nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho
con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo.
Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se
extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin
cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me
señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la
frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible
invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el
corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me
entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las
sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la
experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban.
Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones
cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y,
un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de
hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto
consumido y todas las horrendas características de quien
ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo
(¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al
escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo
ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a
qué detallar el inenarrable horror de aquella noche?
¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el
momento del alba gris, se repitió este horrible drama de
resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en
una muerte más rígida y aparentemente más irremediable;
cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con
algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida
por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo?
Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y
la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más
fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más
horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de
luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la
otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas
emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos
terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía,
y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los
miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún
apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto
sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena
había sacudido por completo las cadenas de la muerte.
Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos
pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a
tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la
manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño,
aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente,
hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas
inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de
la figura cruzaron velozmente por mi cerebro,
paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me
moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco
desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible.
¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía
delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion
de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules?
¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca,
pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las
mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí
podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente
señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como
cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces,
¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué
inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto
llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer
de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían,
y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se
desplomó una enorme masa de cabellos desordenados:
¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche!
Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba
ante mí. "¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca
podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos
negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de... los
de LIGEIA!"
Manuscrito hallado en una botella
Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato
injusto y el paso de los años me han alejado de uno y
malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir
una educación poco común y una inclinación
contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los
conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos
estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba
gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por
una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por
la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me
permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha
reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación
se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de
mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En
realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía
física haya teñido mi mente con un error muy común en
esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun
los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios
de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya
menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de
la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la
superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta
premisa, para que la historia increíble que debo narrar no
sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada,
sino la experiencia auténtica de una mente para quien los
ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el
año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la
próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el
archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero,
sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que
me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas,
había sido construido en Bombay en madera de teca de
Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga
de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas.
También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco,
azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada
de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de
opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante
muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de
Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de
nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños
barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos
dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de
popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada.
Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera
que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé
con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se
extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una
angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una
larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la
coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña
apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y
el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a
que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda
comprobé que el barco navegaba a quince brazas de
profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente
caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a
las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue
cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y
resultaba imposible concebir una calma mayor.
Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más
imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido
entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor
vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía
indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la
deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y
echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación,
compuesta en su mayoría por malayos, se tendió
deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por
un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias
me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis
temores al capitán, pero él no prestó atención a mis
palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin
embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de
medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el
último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un
ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro
veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera
averiguar su significado, percibí una vibración en el centro
del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros
un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el
puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la
salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el
agua, como sus mástiles habían volado por la borda,
después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la
superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la
presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de
la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver
en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el
timón.
Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a
mi alrededor, mi primera impresión fue que nos
encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e
inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de
espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la
voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes
de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y
al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en
descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con
excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con
todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales
debían haber muerto mientras dormían, porque los
camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era
poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y
nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en
zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán
destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos
habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una
velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El
maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco
había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con
júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre
no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había
amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran
peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos
aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje
siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable
que el justificado temor se convirtiera en una pronta
realidad.
Durante cinco días y noches completos -en los cuales
nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad
de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el
castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una
velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas
ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún,
eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad
vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes,
durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste,
y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el
frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto
hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración
amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el
horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había
nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y
soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de
mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos
adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la
apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad
podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre,
sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran
polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su
fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de
un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro
plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar
insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que
para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca.
A partir de aquel momento quedamos sumidos en una
profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido
ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna
continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la
fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos
acostumbrado en los trópicos.
También observamos que, aunque la tempestad continuaba
rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su
apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes
nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto,
profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de
ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu
del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un
silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender
el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo
mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con
amargura la mirada en el océano inmenso. No habría
manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición.
Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado
más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y
nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de
hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el
último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas
se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo
lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no
zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba
de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las
excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía
menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza
misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte
que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una
hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar
negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos
jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a
la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de
nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se
estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos,
cuando un repentino grito de mi compañero resonó
horriblemente en la noche.
"¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios
Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el
resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los
costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos,
arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la
mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre.
A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y
al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un
gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a
estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de
cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier
barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su
enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo
adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos.
Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los
portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban
las luces de innumerables linternas de combate que se
balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que
más asombro y estupefacción nos provocó fue que en
medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán
ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al
verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a
poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino.
Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el
vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia
sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó
sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo
surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo
que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe.
Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y
se hundía de proa en el mar.
En consecuencia, recibió el impacto de la masa
descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el
resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia
irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y
supuse que la consiguiente confusión había impedido que
la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin
dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se
encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la
oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar
por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la
indefinible sensación de temor que, desde el primer
instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No
estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera
vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión.
Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite
en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de
la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre
las enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de
pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí
escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles
y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve
oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él
denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso
de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía
agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja
como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras
entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y
empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto
singular y de viejas cartas de navegación que había en un
rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad
de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios.
Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.
***
Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de
mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a
la cual las experiencias de épocas pasadas resultan
inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida
por el futuro. Para una mente como la mía, esta última
consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré
por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis
conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos
conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en
fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva
entidad se incorpora a mi alma.
***
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este
barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están
concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles!
Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a
adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia.
Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere
ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los
ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a
entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los
elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior.
De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es
posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a
conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último
momento, introduciré el mensaje en una botella y la
arrojaré al mar.
***
Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos
motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de
un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta
donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila
de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra.
Mientras meditaba en lo singular de mi destino,
inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté
los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente
doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y
las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan
formando la palabra descubrimiento.
Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la
estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea
un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en
general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a
percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo
no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al
observar su extraño modelo y la forma singular de sus
mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su
proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente
cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y
con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se
mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de
épocas remotas.
He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido
construida con un material que me resulta desconocido.
Las características peculiares de la madera me dan la
impresión de que no es apropiada para el propósito al que
se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad,
independientemente considerada de los daños ocasionados
por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por
estos mares, y de la podredumbre provocada por los años.
Tal vez la mía parezca una observación excesivamente
insólita, pero esta madera posee todas las características
del roble español, en el caso de que el roble español fuera
dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma
que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que
alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como
que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño,
como el cuerpo viviente del marino."
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo
de tripulantes. No me prestaron la menor atención y,
aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían
absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que
el primero que vi en la bodega, todos daban señales de
tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas
achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el
viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran
bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el
lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente
sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la
cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos
de la más pintoresca y anticuada construcción.
Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del
trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el
barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con
todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles
hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante
sus penoles en el más espantoso infierno de agua que
pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de
abandonar la cubierta, donde me resulta imposible
mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece
experimentar pocos inconvenientes.
Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme
masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda
estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de
la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo.
Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que
he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la
facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su
cabeza por sobre nosotros como demonios de las
profundidades, pero como demonios limitados a la simple
amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me
lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única
causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer
que el barco navega dentro de la influencia de una
corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero,
tal como esperaba, no me prestó la menor atención.
Aunque para un observador casual no haya en su
apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en
menos, de un hombre común, al asombro con que lo
contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible
reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi
estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es
sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente
notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la
expresión que reina en su rostro... es la intensa, la
maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan
absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una
sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque
poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de
años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus
ojos, aún más grises, son sibilas del futuro.
El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de
papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados
instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación
en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán
contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse
sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma
de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer
tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un
idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de
mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de
distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado por el
espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí
para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus
miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño
resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos,
siento lo que no he sentido nunca, pese a haber
comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las
sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en
Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una
ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores
aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha
perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un
asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras
tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la
vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche
eterna y un caos de agua sin espuma; pero
aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros
alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes
murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y
que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente;
si así se puede llamar con propiedad a una marea que
aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se
precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una
catarata.
Presumo que es absolutamente imposible concebir el
horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por
penetrar en los misterios de estas regiones horribles
predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con
las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que
nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante,
un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento
lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos
conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una
suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las
probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y
trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la
esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y
como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos
el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores!
De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos
vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos,
rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco
anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la
oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para
meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con
rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y
entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la
tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ...!
Metzengerstein
El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las
edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia
que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo
existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta
creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré
de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad.
Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad
(como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) "vient de
ne pouvoir être seuls".
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se
aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por
completo de sus autoridades orientales. He aquí un
ejemplo: El alma -afirmaban (según lo hace notar un
agudo e inteligente parisiense)- "ne demeure qu' une seule
fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien,
un homme même, n'est que la ressemblance peu tangible
de ces animaux".
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse
enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan
ilustres separadas por su hostilidad tan letal. El origen de
aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua
profecía: "Un augusto nombre sufrirá una terrible caída
cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de
Berlifitzing".
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas
aún más triviales han tenido -y no hace muchoconsecuencias memorables.
Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y
ejercían desde hacía mu