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Inés Garland
Los planes del amor
De La arquitectura del océano, Editorial Alfaguara, 2014.
Él me busca mientras duerme, como un cachorrito, pero a mí no me da
ninguna ternura. Soy incapaz de sentir ternura por él. Cómo decirle
que se vaya, que me deje sola en mi cama y se vuelva a su casa. Me
irrita. Me cita en cafés de mala muerte y se aparece con sus trajes y
sus camisas de mafioso, su pelo demasiado largo que sólo se lava en
su casa porque, dice, sin secador no le queda bien. Pelito fino, un poco
ralo ya en el mechón que cae sobre la frente, un poco sucio al final del
día. Nunca lo vi ducharse. Parece un torero o un gitano, pero es editor
en una revista y, hace años, fue vendedor de autos en Italia. Tiene el
espíritu del vendedor de autos. Habla con énfasis de casi cualquier
cosa, no sabe escuchar, es categórico y egocéntrico, pero tiene un
hambre de aplausos tan concreta y voraz que uno casi puede
imaginárselo con los brazos extendidos y las manos abiertas, palmas
hacia arriba, arengando al público inexistente, a mí, en este caso. Y yo
aplaudo tan poco.
Me resistí durante más de un mes a meterme en la cama con él, pero
seguí aceptándole las invitaciones, dos semanas de cafés, no hay plata,
cervezas con maní y el estómago agujereado de hambre, no puede ser,
no puede ser, quién soy yo para elegir así, para decir que no, es amigo
de mi amiga, ella quiere tanto que esto funcione y a fin de cuentas
estoy muy sola, quién dice que la próxima vez. Y de pronto un día, en
casa, me hizo escuchar Vasco Rossi y me dijo las letras en italiano
porque yo, cantadas, no las entendía. Me gustaron las letras, me gustó
Vasco Rossi y creí que, por carácter transitivo, me gustaba él. Por un
rato pensé que tal vez me estaba enamorando y entonces en la cama lo
recibí con mi dulce alegría de hembra. Al día siguiente todavía me
duraba la felicidad, enhorabuena, ¿por qué no? El corazón es tan raro.
Pero dos días después lo volví a ver en un café y fue como si se
pinchara una burbuja de jabón. Un instante antes tenía los colores del
arco iris titilando en una superficie transparente, el mundo detrás
empequeñecido y distante y ahora toda esa gente en las mesas, el mozo
apurado, la calle Corrientes, el Centro tras los vidrios de la confitería,
algo sórdido que se filtraba y yo sin poder pensar de dónde. ¿Qué
había pasado? ¿El traje? ¿La camisa gris con la corbata a rayas
gruesas? ¿Las mentitas que se metía en la boca, una después de la
otra, para no volver a fumar?
No me gusta la manera en que me tira el cuerpo encima; en las mesas
de los bares se sienta muy cerca, redondea la espalda, ensancha los
hombros, apoya los codos en la mesa y sus manos quedan a los
costados de mis propios codos y yo puedo sentir una membrana
invisible que sale de su cuerpo y me rodea para cortarme la retirada.
Me pide besos, me busca la boca, en la calle, en los taxis, en cuanto
entra a casa. Estoy cocinando y se me viene encima, me acorrala
contra la pared de la cocina para besarme, yo corto los besos, me
escabullo, él no parece darse cuenta o no parece importarle. Me ahogo
y no sé cómo decírselo. Debería haberle hecho caso a mi intuición.
Todo esto que pasa lo supe en los primeros instantes de la primera vez
que nos vimos, pero soy curiosa, dudo de mis propias percepciones, las
cuestiono, quién soy yo para decidir en un instante que jamás me voy
a enamorar del hombre que tengo enfrente.
Un martes lo dejo. Hace semanas que no lo veo. Se cortó el pelo y
volvió a fumar. Me da un alivio raro verlo encender un cigarrillo tras
otro, las mentitas eran una falsedad, un reemplazo insuficiente. Le
tiembla la mano que revuelve el café. Sé que le estoy haciendo daño y
que él jamás me lo va a decir; se toma mi despedida con total
naturalidad, como si fuera un detalle más de su vida. Nos abrazamos
en la esquina. Me gusta mucho él, ahora que lo estoy dejando. Me
gusta su aire de vendedor de autos, su camisa gris. Siento mucho
alivio, y un tirón, como cuando un chico o un gatito tiran del ruedo de
un vestido largo.
Durante unos meses pienso en él. Su nombre me hace saltar el
corazón. Debo haber tenido la idea oculta de armar casita con él. En
esos planes inconfesados debe haber habido largas noches de
conversaciones estimulantes, sexo sagrado, pasión, ternura. En los
planes de amor hay siempre una dulzura tan grande.
Otra vez es martes cuando lo llamo con alguna excusa y lo invito a
casa. Volver con él es fácil, me da vergüenza acordarme de mi rechazo
de nuestro primer intento. Es como si en los pocos meses que pasaron
desde que lo dejé me hubiera curado de una enfermedad que me
enfriaba la sangre. Nos empezamos a ver otra vez aunque ahora él no
se queda nunca a dormir. Nos vemos más esporádicamente y me digo
que está mejor así, que necesito el espacio. Viene tarde, a veces me
quedo dormida esperándolo. Tiene mucho trabajo, dice. No quiere que
le cocine nada, ya comió, siempre.
Un anochecer de invierno hablamos mucho, cada uno en la punta del
sillón, con las piernas enredadas. La intimidad es palpable, una
temperatura que nos rodea, tibia. La historia que me cuenta nos hace
llorar. Después lo abrazo. Mi cuerpo, en la cama, se abre como una
dama de noche, muy despacio. Tal vez lo que yo necesitaba era tiempo.
Una noche cualquiera de un mal día estoy enojada y cansada y la vida
de todos los días me aprieta. Me duermo esperándolo. Cuando llega no
le creo que estuvo trabajando, una amiga me dijo que él tiene muchas
mujeres y esa noche las otras me importan, a mí que no me
importaban. Me quejo de que nunca salimos, de que no nos vemos los
fines de semana, de que nunca hacemos algo diferente, algo fuera de
mi casa. El me escucha, no hace muchos esfuerzos por consolarme, de
pronto tengo la sensación de que ha escuchado recriminaciones de
mujeres toda la vida. Yo quisiera ser distinta de las demás, pero debo
estar siendo igual y sospecho que se ha puesto a calcular si vamos a
terminar en la cama o no. Cuando está casi seguro de que no, dice ¿me
voy, entonces? Y yo le digo que sí.
Nunca más me llama. Yo tampoco lo llamo más.