BRAD MELTZER - PlanetadeLibros.com

Beecher White es un joven archivista acostumbrado a custodiar los documentos más confidenciales
del gobierno de Estados Unidos, registros de historias y secretos ocultos a los ojos de la mayoría
de ciudadanos. El día en que Clementine, su primer amor de adolescencia, le pide ayuda para resolver un enigma familiar, no podrá imaginar que
por ese pequeño gesto se verá envuelto en una
trama política que muchos intentarán silenciar. El
hallazgo inesperado de un diccionario que había
pertenecido a George Washington iniciará una de
las historias que, hasta ese momento, Beecher
preservaba y en la que, sin quererlo, pasará a tener un papel protagonista.
Brad Meltzer, autor de bestsellers del New York Times, presenta esta novela de ritmo trepidante que
mezcla historia, política, espionaje y misterio, ingredientes que la convierten en un thriller adictivo.
P.V.P. A 10118644
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9 788408 136545
El círculo íntimo BRAD MELTZER
27 mm
BRAD MELTZER
El círculo íntimo
Brad Meltzer
El círculo íntimo
Traducción de Aleix Montoto
a Planeta
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El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está
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Título original: The Inner Circle
© 2011 by Forty-Four Steps, Inc.
Publicado de acuerdo con el autor c/o Baror International Inc., Armonk. New York,
U.S.A.
La letra original de «God Bless the Child», de Billy Holiday y Arthur Herzog, Jr.,
© 1941 by Edward B. Marks Music Company
© por la traducción, Aleix Montoto, 2015
© Editorial Planeta, S. A., 2015
Avinguda Diagonal, 662, 6.ª planta. 08034 Barcelona (España)
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Diseño de la cubierta: Booket / Área Editorial Grupo Planeta
Imagen de la cubierta: Shutterstock
Primera edición en Colección Booket: enero de 2015
Depósito legal: B. 52-2015
ISBN: 978-84-08-13654-5
Composición: Víctor Igual, S. L.
Impresión y encuadernación: CPI (Barcelona)
Printed in Spain - Impreso en España
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Hay historias que nadie conoce. Historias ocultas.
A mí me encantan.
Y como trabajo en los Archivos Nacionales, encontrar
esas historias es mi trabajo. Casi siempre son sobre otras
personas. Hoy no. Hoy, por fin, formo parte de la historia;
tengo un pequeño rol en una sobre...
—Clementine. Hoy es el día, ¿verdad? —me pregunta
Orlando por teléfono desde su puesto de guardia en la
recepción—. Me alegro, hermano. Estoy orgulloso de ti.
—¿Qué se supone que significa eso? —pregunto con
recelo.
—Quiere decir «Me alegro. Estoy orgulloso» —dice—.
Sé por lo que has pasado, Beecher. Y sé lo difícil que es
volver al ruedo.
Orlando cree que me conoce. Y es verdad. Hasta el año
pasado, estuve prometido. Él sabe lo que pasó con Iris. Y
cómo afectó eso a mi vida, o a lo que queda de ella.
—De modo que con Clementine te vuelves a tirar a la
piscina.
—No es una piscina.
—Ah, vale, ¿un jacuzzi?
—Orlando, por favor, para —digo al tiempo que tiro
del cable del teléfono para que no toque las dos ordena­
das pilas de papeles que me permito tener en el escritorio,
o la joya de mi colección de objetos históricos: un calen­
dario perpetuo de latón cuyos rollos internos de papel
marcan permanentemente el 19 de junio. El calendario
pertenecía a Henry Kissinger. Supuestamente, el 19 de ju­
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nio es el último día que lo utilizó, por eso he pegado con
cinta adhesiva una nota en la base que dice: «No utilizar/
no cambiar».
—¿Qué le vas a decir?
—¿Quieres decir aparte de «Hola»? —pregunto.
—¿Eso es todo? ¿«Hola»?—pregunta Orlando—.
«Hola» es lo que se le dice a una hermana. Pensaba que la
querías impresionar.
—No necesito impresionarla.
—Beecher, no has visto a esta chica en... ¿Cuánto?
¿Quince años? Has de impresionarla.
Pienso un momento en lo que ha dicho. Orlando sabe
que no me gustan las sorpresas, como a la mayoría de los
archivistas no nos gustan. Por eso trabajamos en el pasa­
do. Pero tal y como la historia me enseña cada día, el me­
jor modo de evitar que te sorprendan es estar preparado.
—Tú solo avísame cuando llegue.
—¿Para qué? ¿Para ver si se te ocurre algo más aburri­
do que un «Hola»?
—¿Quieres dejarme en paz con lo de aburrido? Soy
interesante. Lo soy. Vivo aventuras cada día.
—No. Lees sobre aventuras cada día. Metes tu nariz
entre páginas de libros cada día. Eres como Indiana Jones,
pero solo la parte de profesor.
—Eso no me convierte en aburrido.
—Beecher, ahora mismo sé que llevas tu corbata azul y
roja de los miércoles. ¿Sabes por qué? Porque hoy es miér­
coles.
Bajo la mirada hacia mi corbata azul y roja.
—Indiana Jones todavía mola.
—No, Indiana Jones molaba. Y solo cuando estaba vi­
viendo aventuras. Tienes que salir de tu cabeza y de tu
zona de confort.
—¿No decías hace un momento que estabas orgulloso
de mí?
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—Y lo estoy, pero eso no quiere decir que no me dé
cuenta de lo que estás haciendo con esta chica, Beech. Sí,
lo que sucedió con Iris fue espantoso. Y sí, comprendo
que te refugiaras en tus libros. Pero ahora que por fin in­
tentas curar la herida, ¿a quién eliges? A la red de seguri­
dad que supone la novia que tenías en el instituto hace
quince años. ¿Te parece eso abrazar el futuro?
Niego con la cabeza.
—No era mi novia.
—En tu cabeza, estoy seguro de que sí —me responde
Orlando—. El pasado no puede hacerte daño, Beecher.
Pero tampoco supone ningún desafío —añade—. Ah, y
hazme un favor: cuando bajes aquí, no intentes hacerlo en
menos de dos minutos. Eso solo es una aventura en tu ce­
rebro.
Como he dicho, Orlando me conoce. Y sabe que cuan­
do cojo el ascensor, conduzco hacia el trabajo o incluso
cuando me ducho por las mañanas, me gusta cronome­
trarme para intentar batir mi mejor marca.
—Los miércoles siempre son miércoles. «No cambies».
—Orlando se ríe mientras miro la nota pegada al calenda­
rio de Kissinger.
—Tú avísame cuando llegue —repito.
—¿Por qué cree que le he llamado, doctor Jones? ¿A
que no sabes quién acaba de entrar?
Cuelga el teléfono y el corazón se me acelera. Lo que
más me sorprende es que no me siento especialmente mal.
Tampoco estoy seguro de sentirme bien. Quizá sí. Es difí­
cil de decir después de lo de Iris. En cualquier caso, me
siento com si alguien hubiera quitado una gruesa telaraña
de la memoria, una telaraña que ni siquiera sabía que esta­
ba ahí.
Por supuesto, es por ella. Solo ella podría hacerme algo
así.
Clementine Kaye es la chica que me dio mi primer
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beso, cuando iba a octavo. Fue justo después de que las
cortinas rojas se descorrieran y ella ganara la Batalla de
las Bandas (ella sola formaba una) con una versión del I
Love Rock’n’Roll de Joan Jett. Yo era el chico bajito que se
encargaba de las luces con el profesor de audiovisuales (al
que le olía el aliento a café). También fui la primera perso­
na a la que Clementine se encontró entre bastidores, mo­
mento en el que me plantó mi primer beso.
Piensa en tu primer beso. Y en lo que significó para ti.
Eso es Clementine para mí.
Intento tranquilizarme mientras recorro a toda velo­
cidad el pasillo. No me siento indispuesto —nunca lo
hago— pero la sensación de aceleración se me ha extendi­
do por todo el pecho. Tras el nacimiento de mis dos her­
manas mayores —y todo el caos consiguiente—, mi madre
me bautizó Beecher con la esperanza de que mi vida fuera
tan tranquila y serena como una playa. Este momento no
es así.
Hay un ascensor esperando con las puertas abiertas.
Según un psicólogo de Harvard, la razón por la que siem­
pre creemos escoger la cola más lenta en el supermercado
es porque la frustración está más cargada emocionalmen­
te, de modo que recordamos mejor los momentos malos y
no las veces que elegimos la cola rápida y nos cobraron de
inmediato. Sin embargo, a mí me gusta recordar estas últi­
mas. Lo necesito. En cuanto dejo de hacerlo, he de salir de
Washington y regresar a Wisconsin.
—Recuerda este ascensor la próxima vez que estés en
una cola lenta —susurro para mí, intentando tranquilizar­
me. Es un buen truco.
Pero no ayuda.
—Vamos, vamos... —mascullo mientras aprieto el bo­
tón de cerrar puertas con todas mis fuerzas. Lo aprendí
durante mi primera semana en los Archivos: cuando vie­
ne un pez gordo de visita, mantén apretado el botón de
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cerrar puertas y el ascensor no se detendrá en ninguna
otra planta.
Se supone que solo debemos utilizar este truco con los
peces gordos.
Pero en lo que a mí respecta, en mi universo personal,
no hay nadie más importante que esta chica —esta mu­
jer..., ahora es una mujer— a la que no he visto desde que
íbamos a décimo y su madre, una hippy cantante de lounge, se mudó con toda la familia. No volví a ver a Clementi­
ne. En nuestro religioso pueblo de Wisconsin, la mayoría
de la gente se alegró de que se fueran.
Yo tenía dieciséis años. Me quedé hecho polvo.
Ahora tengo treinta. Y, gracias a que Clementine me
encontró vía Facebook, faltan unos pocos segundos para
que la vuelva a ver.
En cuanto el ascensor se detiene, echo un vistazo a mi re­
loj digital: dos minutos y cuarenta y dos segundos. Hago caso
del consejo de Orlando y decido que le haré un cumplido. Le
diré que está muy guapa. «No. No te centres únicamente en
su belleza. No eres un idiota superficial. Puedes hacerlo me­
jor —decido mientras respiro hondo—. “Tienes muy buen
aspecto” —me digo a mí mismo—. Eso está mejor. Más sua­
ve. Un auténtico cumplido. “Tienes muy buen aspecto.”»
Cuando las puertas se abren como las viejas cortinas
rojas del instituto, salgo al vestíbulo intentando con todas
mis fuerzas que no se me noten las prisas y rebusco entre
la multitud de invitados e investigadores matutinos que
juegan a los autos de choque con sus abrigos de invierno
mientras forman una cola para cruzar el detector de meta­
les del control de seguridad.
Nos hemos estado enviando correos electrónicos du­
rante dos meses, pero hace casi quince años que no veo a
Clementine. ¿Cómo sé cuál es su...?
—Bonita corbata —dice Orlando desde el escritorio de
recepción. Luego señala el extremo derecho del vestíbulo,
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junto al árbol de Navidad, que está decorado con trozos
de papel (una tradición de los Archivos)—. Mira allí.
De pie, una mujer con el pelo corto y teñido de negro
—más oscuro que el de Joan Jett— levanta la barbilla y me
observa tan detenidamente como yo a ella. Lleva los ojos
muy maquillados, tiene la piel pálida y unos anillos de pla­
ta destacan en sus dedos meñique y pulgar, lo que le da
una apariencia más de Nueva York que de Washington.
Sin embargo, lo que me coge desprevenido es que, por al­
guna razón, parece mayor que yo. Como si sus ojos casta­
ños hubieran visto dos vidas. Aunque en realidad siempre
fue así. Puede que ella me diera mi primer beso, pero yo
no le di el primero a ella. Ella era la chica que salía con
chicos dos cursos por encima del nuestro. Más experimen­
tada. Más adelantada.
Exactamente lo contrario de Iris.
—Clemmi... —muevo los labios sin llegar a pronunciar
palabra alguna.
—Benjy... —ella hace lo mismo, llamándome con el
apodo que mi madre solía utilizar. Luego las comisuras de
sus labios forman una sonrisa.
Rápidamente, las sinapsis se activan en mi cerebro y re­
cuerdo el momento en la iglesia en el que descubrí que
Clementine nunca había conocido a su padre (su madre
tenía diecinueve años y nunca dijo quién había sido el chi­
co). El mío había muerto cuando yo tenía tres años.
Por aquel entonces, eso —junto con lo de nuestro
beso— me hizo creer que Clementine Kaye y yo estába­
mos predestinados. Especialmente durante el periodo de
tres semanas que ella pasó en casa con mononucleosis y
durante el cual yo fui el elegido para llevarle los deberes.
Iba a estar en su habitación, cerca de su guitarra y de su
sujetador (yo y mi pubertad...). La excitación era tal que,
al llamar a la puerta de su casa, la nariz me comenzó a san­
grar.
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De verdad.
Clementine lo vio todo. Incluso fue a buscar unos pa­
ñuelos de papel que luego yo enrollé y me metí por los
agujeros de la nariz. Yo era el chico bajito. Un blanco fácil.
Pero ella no se rió de mí y no le contó a nadie que había
sangrado por la nariz.
Ahora no creo en el destino. Pero sí creo en la historia.
Eso es lo que Orlando nunca comprenderá. No hay nada
más poderoso que la historia. Y eso es lo único que tengo
con esta mujer.
—¡Mírate! —dice ella en un tono de voz profundo
pero musical, que suena como si cantara aunque solo esté
hablando. Es la misma voz que recuerdo del instituto, solo
que un poco más ronca y gastada. Lo últimos años ha esta­
do trabajando en una pequeña emisora de jazz de Virginia.
No me extraña. Con apenas oír un par de palabras, una
cosquilleante euforia me recorre la espalda. Una sensación
de que todo es posible.
Siento algo.
Ya no recordaba qué era sentir algo así.
—Beecher... ¡Tienes muy buen aspecto!
El corazón se me hincha y amenaza con hacerme un
agujero en el pecho. ¿Acaba de...?
—¡Es cierto, Beecher! ¡Tienes muy buen aspecto!
«Mi frase. Esa es mi frase —me digo a mí mismo, mien­
tras intento pensar en una nueva—. Piensa en algo bueno.
Algo amable. Y auténtico. Esta es tu posibilidad. Dile algo
perfecto que la haga soñar».
—Bueno... Esto... Clemmi —digo finalmente, balan­
ceándome sobre las plantas de los pies al tiempo que
advierto el pendiente que lleva en la nariz, un reluciente
arete de plata—. ¿Quieres ver la Declaración de Indepen­
dencia?
«Que alguien me mate ahora mismo.»
Ella baja la cabeza. Pienso que se va a reír de mí, pero no.
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—Me gustaría, pero... —Mete la mano en su bolso y
extrae una hoja de papel doblada. Alrededor de la muñeca
lleva dos brazaletes de madera. Casi se me olvida. La ver­
dadera razón por la que ha venido.
—¿De verdad que no te importa hacer esto? —pregun­
ta Clementine.
—¿Quieres dejarlo de una vez? —le digo—. Los miste­
rios son mi especialidad.
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