De cómo cocinaban las abuelas - Tejedora de historias

De cómo cocinaban
las abuelas
TEJEDORA DE HISTORIAS
De cómo cocinaban
las abuelas
De cómo cocinaban
las abuelas
Laura Athié, Tejedora de historias
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A Fernando, mi padre,
tejedor con barba,
mejor contador de historias
no he conocido.
A Laura, mi madre cocinera,
orquídea sutil y silenciosa.
Aquí, conmigo,
en su constante ausencia.
Y siempre Abril, mi hija luz,
mariposa morena y bailarina.
Fernando Fernández
Edición
Efrén Calleja
Gestión de contenido
Laura Irene González
Corrección
Mireya Guerrero Cercos
Diseño
Ricardo Figueroa
Ilustración
Laura Athié, Tejedora de historias
www.tejedoradehistorias.com
Certificado de Derechos de Autor: 03-2011-011313200
Contenido
Introducción
Eliana Yunes
Directora de la Cátedra unesco de Lectura Pontificia
Universidad Católica de Río, Brasil
Entradas y guarniciones
La mujer de rojo: empanadas de pino al horno
María Antonieta Vega, Santiago de Chile
Memoria de una abuela, su rémora y redención: empanadas fritas de machas
Johann Todorovic, Santiago de Chile
Mi abuelo es la desmemoria: tofu con napa y chorizo chino
Adriana Sing, Mexicali, Baja California
Sopas y pastas
La sazón de Carmelita: crema de zanahoria
Dafne Diana Peña Vera, Ciudad de México
La Reina de la sartén: espagueti con páprika
Karla Yolanda Daniella Almazán Olachea, Ensenada, Baja California
Las recetas de mamá Monina: espagueti con camarones al ajillo
Alberto Manuel Athié Gallo, ciudad de México
Nochevieja con la Yaya: canelones
Josefa Osuna Márquez, Hermosillo, Sonora
Plato fuerte
La cocina de la casa de Ma: alubias
Ana Mónica Ávila González, Xalapa, Veracruz
Mi abuelo Jesús y su compadre Piporro: birria estilo Jalisco
Jesús Adolfo Soto Curiel, Mexicali, Baja California
Los paseos por el mercado: tinga de pollo
Alejandra Torres de la Riva, Mexicali, Baja California
El gancho de crochet y las historias de Margarita: pollo con papas en vinagre
Claudia Margarita Reyes Athié, ciudad de México
Las tres Pepitas: croquetas de pollo
María José Soto Osuna, Hermosillo, Sonora
Nina y Toto: pepián
Rocío de Aguinaga Vázquez, Guadalajara, Jalisco
Pociones que son pasiones: carbonada criolla
Cecilia Mata, Buenos Aires
Una mujer fuera de época: tinga de res
Beatriz Ugalde Paniagua, ciudad de México
Consuelo soñaba que era pluma en el aire: picadillo con chícharos
Haydee Ramos Cadena, ciudad de México
Recuerdos de mi abue Josefina: tamalitos pantruques
Judith Cruz Lepe, Puebla, Puebla
Para acompañar
El recetario de ladrillo: puré de camote con manzana y ciruela
Ricardo Rivas Fonseca, ciudad de México
El secreto de Josefina: tortillas de harina de trigo saladas
Laura Aguirre Lass de Lamont, ciudad de México
¡Ah, cómo muele doña Toña!: tortillas de maíz
Arcelia Serrano Vargas, Teziutlán, Puebla
Postres
Fes-ho ben fet (hacerlo bien hecho): confitura de sandía
Alba Martínez Olivé, Ciudad de México
¿Con melón o con sandía?: crema catalana
Mireya Viadiu Ilarraza, Mazunte, Oaxaca
Tejiendo fino: postre de frijol
Josefina Morfín y López, Guadalajara, Jalisco
Rompiendo el molde: gelatina en tres capas
Gina González Leyva y Rocío Leyva, ciudad de México
Golosinas intelectuales de supervivencia: gelatinas de vainilla y cocoa
Rebeca Analupe Aramoni Serrano, ciudad de México
Mi aby, mi Carmelita: pan de elote
Dulce Corina Martínez Castelán, Estado de México
La tradición del pan: challach
Sarah Corona Berkin, Guadalajara, Jalisco
La precisión de Pita: fruit cake
Sarah Bak-Geller Corona, Guadalajara, Jalisco
Para seguir saboreando
Mambo número 8
Laura Athié, ciudad de México
Los autores
Introducción
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Érase una vez una tejedora...
Tejer es una actividad antigua que corresponde principalmente a las mujeres. No se sabe bien por qué.
¡Tal vez por la habilidad con las manos para ciertas delicadezas, tal vez por la paciencia que demanda
separar las fibras, enredar los hilos y después imaginar formas y diseños posibles para crear con ellos! El
tejido aparece mágicamente entre las agujas y los dedos y toma la forma de lo deseado: ¿unos guantes?,
¿una cobija?, ¿una bufanda?, ¿un mantel?... Después, el milagro de los puntos cruzados da lugar a un
continuo que se antoja a la contemplación como un todo que estuviese ahí, desde siempre, creado así. A
las mujeres antiguas, mientras bordaban y tejían, les fue permitido escuchar, en la voz de adolescentes,
la narración de novelas, cuentos y poemas cuidadosamente seleccionados. Mucho tiempo después, les
fue dada la palabra en público.
Hoy sabemos que el lenguaje es un tejido ricamente tramado con hilos que asocian memoria,
experiencia, sentimientos, reflexión, que van vistiendo el mundo de sentido, este mundo sorprendente,
aparentemente caótico, en el que entramos al nacer. En la medida en que organizamos el discurso sobre
las cosas, ellas se organizan en un orden, en principio, compartido con otros y, poco a poco, toman los
colores y los énfasis de nuestro propio ritmo, de las imágenes que vamos construyendo como bordados
sobre el bastidor en blanco del origen de las cosas humanas. El lenguaje y sus tonos de expresión, que se
tornan cada vez más personales, curiosamente van tejiendo el mundo y a nosotros mismos. Cuando
hablamos el mundo toma forma, pero también nos dibujamos frente a él, porque lo que vemos y hablamos
trae nuestra mirada, nuestro corazón, y nos expone.
Así, cada persona ¾recordemos que persona equivale en griego a la palabra máscara y que en latín
es persōna (que suena a través de la máscara)¾ tiene en su corazón las marcas de la mirada que recortó del
mundo. Siendo una experiencia única y particular, esta riqueza no debería mantenerse encerrada por una
lengua, por una palabra enmudecida. Los tesoros del alma se ven en la ficción: cuando llegan al público,
encuentran quién los transforme en otras joyas, pues al pasar de mano adquieren otro uso, otro acomodo
que los renueva.
Imaginar que alguien pueda tener esta fantástica vocación para descubrir tesoros, darles composición
de joyas y devolverlas a su dueño original como creación suya, parece algo completamente nuevo. La
vida y el lenguaje que fueron tejidos inseparables se revelan por el arte y sensibilidad de otro que retira
del silencio la trama que estaba guardada en una memoria y da a leer la narrativa que rescata un tiempo,
una historia, un sujeto. Atrás de la máscara se asoma un rostro, un gesto, una percepción de las cosas
que tenían lugar en la arena del mundo y andaba fuera de escena, como si ahí no hubiera escenificación
posible. Alguien tomó cuerpo en la escucha y se hizo verbo, pasando como un demiurgo-tejedor, que en
este caso usa falda y lápiz labial.
Todos somos tejedores y no lo sabemos. Bordamos la vida por el reverso y con frecuencia no tenemos
idea de los riesgos que vamos trazando. Encontrar a alguien disponible a esta ternura, profesando la fe en
la palabra que es testimonio de otro y de su propia vida, es, por lo menos, original. Y se reviste de una
belleza que tiene compromiso con la ética, con el ceder la voz y darle una oportunidad a quien calla su
misterio por el desencuentro cotidiano que se crea entre vivir y narrar. El gesto generoso de esta tejedora
de historias ajenas es el de tornarlas personas, máscaras por donde finalmente hace eco la palabra que les
da identidad, que les da un nombre, que les devuelve la vida como palabra hablada.
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Sin embargo, mucho más se configura en el gesto generoso de prestar su habilidad al cuerpo, al
corazón de otro: la historia rescatada del silencio se convierte en libro… ¡Un libro con firma propia!
Aquel que no se creía capaz de hablar, de contar, gana, después de la voz, un texto escrito. Se adelanta a
muchos que, hablando, leyendo, nunca escribirán.
El trabajo de esta tejedora, Laura Athié, que lidia amorosamente con las historias de otros, es como
el de una bordadora antigua y moderna al mismo tiempo, que recoge los hilos dispersos en una canasta
de memorias ajenas y poco a poco jala del caos enmarañado de vivencias para ofrecer un tejido artesanal,
único, una narrativa en que el otro se reconoce y gana identidad propia. Con él viene una familia, un
lugar, una época, que permanecería en la oscuridad si no fuera por esta sonrisa gentil y confiable de Laura
que acoge y recoge la timidez, la duda, los temores, los deseos, y los trae a la luz.
Sólo mucha sensibilidad ¾además de conocimiento efectivo de quien repiensa el mundo por la
palabra, de quien se reconoce porque sabe qué tanto hay de creación de sí y del mundo en el verbo, en
la historia de los hombres¾ podría dar espacio a un acontecimiento de esta naturaleza: garantizar un
tiempo, una escucha y escribir para alguien que sólo soñó con libros ajenos y que puede así soñar con
su propia ficción… de verdad. Esto sería, verdaderamente, la práctica de la enseñanza en su integridad.
A partir de esta labor de cosecha, Laura invitó aquí a los otros para que confiaran a sus plumas sus
recuerdos; su escritura, sus sueños, olores, sabores, la vida vivida por la palabra que uno deja en registro
para que oídos lejanos escuchen “con los ojos”, como dice Eduardo Galeano que es la función del lector.
Esta tarea voluntaria de ponerse además como pro-vocadora de historias ajenas, y en comunión con ellas
tejer la narrativa de lo suyo más personal, corresponde, casi a modo de un preceptor, a cierta misión de
entusiasmar para el goce de la invención de uno mismo.
La alegría, la esperanza, el alma de este proyecto que ahora edita su primer libro hacen de Laura
la escritora que, buscando dar expresión ¾más que a lo dicho o no dicho de algunas vidas¾, da paso a
los ficcionistas que dormían en cada quien y, bajo el reto de bordar lo ajeno, crea simultáneamente una
imagen genuinamente suya como mentora de muchas voces.
¡Larga vida a Laura!
Eliana Yunes
Directora de la Cátedra unesco de Lectura
Pontificia Universidad Católica de Río
Río de Janeiro, Brasil
www.catedra.puc-rio.br
Traducción: Rubén Pérez-Buendía
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Entradas y guarniciones
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La mujer de rojo
María Antonieta Vega
Santiago de Chile
Entraba a su casa corriendo por un pasillo. Al final, la cocina de la mami Luisa… olía a masa recién hecha,
pino de carne y huevos cocidos. Vestía sus habituales delantales coloridos y probablemente llevaba unos
aros rojos. Creo, sin más, que era su color favorito: lo usaba en vestidos, delantales, aros y labios.
Muchas veces me quedé observando cómo hacía las empanadas, incluso la ayudaba: ella uslereaba
la masa con una botella de agua mineral muy antigua, decía que era mejor que un uslero. El olor que
despedían los ingredientes era maravilloso. Se uslereaban los bollos de masa, luego se agregaba el pino,
los huevos, las pasas —que me robaba a escondidas porque las encontraba de un dulzor fascinante— y
las aceitunas carnosas del mercado; después se sellaban y al horno.
La forma que tomaba la empanada dependía del talento para plegar la masa en los bordes; ella las
hacía perfectas. Las mías muy probablemente se desarmarían en las manos del comensal, produciendo
más de una carcajada.
En la actualidad, cuando mi mamá reproduce las empanadas me recuerda mi infancia en aquella casa
de Puente Alto, en la que mi hermana, mis primas y yo ayudábamos a rellenar; en realidad “aprendíamos”,
porque seguíamos a nuestras tías en la producción. Todas trabajaban, en las empanadas, las ensaladas o
el pebre para condimentar.
Mi abuela, María Luisa Aliaga Guzmán, era una mujer de campo, de carácter fuerte y muy vivaz;
de ella heredé el gusto por el rojo y lo parlanchina. Tuvo once hijos, siete hombres y cuatro mujeres. Le
gustaban los dulces y, haciendo caso omiso de su diabetes, cada vez que emprendía camino hacia algún
lado, tomaba uno y decía:
—Para endulzar la vida y el camino, que la virgen santa nos acompañe.
Así, los viajes con ella solían convertirse, desde el inicio, en algo muy especial.
Decía que se vestiría de rojo el día del funeral de mi Tata… nunca fue, por cosas de la vida dulce y
la enfermedad, a los 69 ella decidió irse primero, sin despedirse con empanadas, un domingo. El día de
su funeral mi Tata no vistió de rojo, llovió profusamente y mi papá dijo que Santiago lloraba su partida…
ya sólo nos quedaba un profundo recuerdo.
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Empanadas de pino al horno
(20 unidades)
Pino de carne
750 g de posta negra picada en cuadritos
5 cebollas grandes picadas en cuadritos
Sal
Orégano
1 cucharadita de pimentón en polvo
Masa
1 kg de harina
Polvos de hornear
500 ml de agua hervida, caliente pero no hirviendo, con 1 cucharadita de sal
150 g de manteca derretida
Relleno
5 huevos cocidos
150 g de pasas en 1 pocillo con agua tibia
20 aceitunas
En una sartén saltee la carne con un poco de aceite.
En otra sartén saltee la cebolla.
Agregue a la cebolla sal, orégano y el pimentón.
Una vez que la cebolla esté brillante, incorpórela bien a la carne y deje reposar.
Mezcle la harina con polvos de hornear, el agua previamente salada y la manteca.
Se debe formar una masa homogénea.
Separe la masa en 20 bollos.
Aplane con un rodillo o uslero cada bollo, de manera que quede delgado y con forma de tortilla.
Ponga una cucharada de pino de carne y un trozo de huevo cocido en el centro de cada tortilla, . Distribuya
cinco pasas en el pino y agregue una aceituna.
Cierre las empanadas. Para sellarlas, humedezca el borde con el mismo jugo del pino y/o el agua de las pasas.
Colóquelas durante 20 minutos en el horno precalentado a 250 °C.
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Memoria de una abuela, su rémora y redención
Johann Todorovic
Santiago de Chile
La infancia y el comienzo
El oleaje era suave, y el viento despreocupado transitaba por las montañas mientras los pequeños se revolcaban en la tibieza del arenal y se zambullían de tanto en tanto cerca de la orilla, recogiendo los más
suaves bibalbos de la costa. Mirándolos a lo lejos, sus chapuzones lucían un ritmo asincopado y asemejaban una improvisada armonía.
Lo que era velado para los niños en su juego era que aquella melodía tomaría una nueva forma. Las
caras de regocijo cuando descubrieran lo que les esperaba sería el mejor recuerdo que alguna vez yo
podría llegar a alcanzar. La redención siempre me había merodeado y yo, de reojo, la figuraba por momentos; mas el arraigo a mis lugares comunes empañó por muchos años la idea de enfrentar mi anhelada
salvación y experimentar el vértigo de mi propia trascendencia.
Recuerdo cómo la húmeda arena se deshacía entre sus manos, atestiguando el descubrimiento de nuevos tesoros, como si de pepas de oro se tratase. Aquellas machas, tan pequeñas como ellos, aún no habían
sido exiliadas del mar. ¡Qué regalo más afortunado para Fabián y Juan!, quienes, armados de dos baldes,
amontonaban apresuradamente cada nuevo marisco conquistado por sus diminutas manos.
Yo y mi otro yo. Elena y Viola
Ellos querían llegar luego a casa, donde los esperaba Violita Gallo, su abuela y mi querida consuegra. Ella,
nacida y criada en la provincia de Coquimbo, de origen humilde y familia de pescadores, representaba mi
alter ego y, aunque de manera distinta, mi propia realidad. Si bien de pequeña yo estuve rodeada por un halo
aristocrático y comodidades, mi vida giró 180 grados cuando a los 4 años murió mi padre. De ahí en adelante, lo cotidiano se volvió siniestro. Mi madre alcohólica y mis solitarios y confundidos juegos en los
predios de mi familia en la provincia de Los Andes terminaron por fraguar mi huida infantil.
Los niños, sus tesoros y Rambito
Mis niños, con la sal todavía pegada a sus cuerpos, llegaron a la casa con sus triunfos. La Violita los miró
con tremenda indulgencia y, en vez de darles una reprimenda por no avisar a sus padres de sus aventuras,
los abrazó fuerte. Con complicidad, le mostraron a su abuela lo que habían mariscado. Ella tomó los
recipientes y no pudo ocultar el orgullo por sus nietos.
Mientras, se escuchaban lejanos aquellos ladridos conocidos, ¡era Rambito! Los niños abrieron la
puerta para recibir a su amigo. Corría de un lado a otro y aullaba en la desesperación del eterno quiltro,
aquel perro que nunca había tenido hogar. Vagabundo y gitano, como muchos otros de las calles empolvadas de la herradura, formó una tríada fugaz pero inolvidable con los chicos. Fabián y Juan se olvidaron
inmediatamente de sus trofeos y salieron corriendo con su compañero. En unos cuantos segundos estaban entre los escombros de la vieja maestranza.
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Viola Gallo Pizarro. Ternura y dedicación
La Violita recordó que de pequeña hacía lo mismo que sus nietos, a diario en el mar junto a sus padres,
con la diferencia de que para ella no era un juego, sino parte de su trabajo y sustento. Con los baldes
aún en sus manos, pensaba en su infancia y en las pocas oportunidades que tuvo de saborear los mismos
mariscos que ella por muchos años recogió y ahora sus nietos traían.
Caminó hacia el lavadero, lo llenó de agua y vertió los tachos. Los mariscos bajaban acompasadamente y el agua se teñía con la oscuridad de la arena. Lavó y secó cada una de las pequeñas machas,
dejándolas encima de un gran mantel. Aunque completamente cerradas, no lograron resistir el cuidadoso
trabajo de la Violita. En unos minutos, ya no quedaban conchas, solo unas lenguas rosadas y burlescas,
dispuestas ordenadamente encima de una bandeja de madera resquebrajada.
La suerte de aquellas machas ya estaba echada. Si bien eran pequeñas, las lenguas picadas llenaban
un recipiente de un cuarto de kilo, pocas pero suficientes para unas empanadas fritas. Mientras tanto, dos
cebollas picadas se freían en la sartén tomando un suave color ocre, y las machas se maceraban en sal y
comino molido. La Violita dejó de concentrarse en el pino de cebolla y en los bibalbos, que suspendían
su destino por unos instantes. Ahora sacaba un kilo de harina de trigo de uno de los estantes y la mezclaba con agua y sal, amasando con soltura y rapidez hasta obtener una bola perfecta.
Los niños y Rambito aparecieron por la casa, los tres con cara de antojo y de grata sorpresa ¡Su
abuela les estaba preparando unas ricas empanadas de mariscos! Ellos también querían ayudar, así que
pusieron manos a la obra. Como era acostumbrado, Juanito, inquieto y pícaro, tomó los restos de harina
y se los tiró en el regazo a Rambo. Fabián, en cambio, le ayudaba a la Violita con los huevos cocidos, las
aceitunas y las pasas. Siempre fue muy prolijo y preocupado por los detalles: picaba los exquisitos ingredientes como si de una obra de arte se tratara. Hasta el día de hoy, Juan conserva la picardía y Fabián su
intuición artística.
La masa ya había sido estirada pacientemente con un gran uslero, y los cortes estaban preparados
para recibir el picadillo frito y los aditivos. Eran casi 30 cortes que poco a poco tomaban la forma de macizas empanadas. Ahora, con la sartén dispuesta, sólo faltaba freírlas. La Violita le pidió a los niños que se
alejaran un poco de la cocina. El aceite hirviendo recibía grupos de 5 empanadas por cocimiento. La masa
blanca empezaba a hincharse, y el aroma tenía a los niños y a Rambito encandilados, con las miradas
perdidas y, por qué no decirlo, con sus estómagos reclamando furiosamente.
Hora de comida y redención
Con mi hija arribaríamos unas horas más tarde a comer y, con la llegada, asomaría este hermoso recuerdo,
sin el cual mi alma continuaría en su eterno purgar y deambular. Así como Rambito, que gozó de una empanada de la Violita; yo también, aunque muchos decenios después, había logrado mi gran recompensa.
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Ella, nacida y criada en la provincia de
Coquimbo, de origen humilde y familia
de pescadores, representaba mi alter
ego y, aunque de manera distinta, mi
propia realidad.
Empanadas fritas de machas
(12 unidades)
Pino de machas
1 kg de machas en trozos pequeños
3 cebollas medianas finamente picadas
1 pizca de comino
Sal
12 aceitunas
4 huevos duros
Masa
2 tazas de agua
Media taza de vino blanco
Sal
250 g de manteca
2 huevos
5 tazas de harina
Acitrone la cebolla y retírela del fuego.
Agregue las machas, el comino y la sal.
Deje reposar el pino hasta que esté a temperatura ambiente.
Haga una salmuera en un bol: agua, vino blanco y sal.
Agregue la manteca y los huevos.
Incorpore lentamente la harina hasta formar una masa homogénea en forma de bola.
Extienda la masa con las manos para formar una superficie delgada.
Corte círculos de masa para las empanadas.
Distribuya el pino en cada círculo y agregue una aceituna y un pedazo de huevo duro.
Doble cada círculo por la mitad y una las orillas.
Deslice suavemente cada empanada en una sartén honda con aceite hirviendo.
Escurra las empanadas en un bol con servilletas.
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Mi abuelo es la desmemoria
Adriana Sing
Mexicali, Baja California
Mi abuelo es un misterio. Es como un rompecabezas sin terminar, la salida falsa del laberinto del jardín.
No hay documento alguno que compruebe su existencia. No hay tradición oral familiar que la cuente.
Sólo el silencio: un pasado lejano y oscuro, cuna de historias terribles y fascinantes. Mi abuelo es la desmemoria.
Su nombre occidental era Luis Sing, aunque dicen que su nombre verdadero era Chiu Wong Sing.
Nació en la provincia de Guangdong, en Cantón, China, aproximadamente en el año 1897, y llegó a
Mexicali en 1903, a la edad de 6 años, acompañado sólo de un familiar lejano.
El abuelo de un conocido de mi padre aseguró alguna vez que a mi bisabuela paterna la mató la
ruta del Pacifico y que murió en Honolulu, Hawai, sin haber divisado siquiera el tan anhelado puerto de
San Francisco, California, destino de aquellas oleadas de inmigrantes chinos que, finalmente deportados,
llegaron hasta el Distrito Norte de Baja California al principio del siglo xx.
Trabajó en el Valle de Mexicali abriendo canales y caminos, cortando leña para la construcción
de las vías del ferrocarril Mexicali-Sonora y, tiempo después, como capataz en la Colorado River Land
Company, dedicada a la siembra y comercio de algodón. También fue tallador en los casinos y cuidador
de los fumaderos de opio de los subterráneos de La Chinesca, productor y comerciante de whisky casero
en la época de la prohibición, y miembro de la sociedad secreta china de Mexicali.
El abuelo Luis era callado y prudente: solía guardar silencio durante horas. Padre decía que su risa
era franca e infantil, y que era más bien tranquilo. Hacía trueques, vendía y prestaba cosas: siempre estaba negociando algo, siempre trabajaba y trabajaba. Cuando caía la tarde, le gustaba sentarse en el porche
a tomar el té, observar la convivencia entre sus hijos o jugar mahjong con su mujer, la abuela Carmen
Trasviña, mujerona sonorense nacida en Empalme. La lluvia lo hacía especialmente feliz: quizá era el
llamado de su tierra.
El chino Luis tenía un machete y un par de dagas colgadas detrás de la puerta de su recámara de
la casona de la colonia Santa Clara. Cuenta Padre que alguna vez, después de una hora de escuchar insistentemente los reclamos de su mujer por trabajar tanto y ausentarse de casa, inusualmente perdió la
tranquilidad y, blandiendo su machete frente al rostro de la Carmela, con una ira quedita y peligrosa, dijo
en su precario español:
—Si tú no callar, yo matar con machete.
Aquél era el mismo machete que alguna vez cortó madera bajo el sol inclemente del desierto, con
el que construyó los jaulones de aves del patio trasero, y el que usaba para trocear la perdiz de la cena
familiar o el delicioso chorizo chino con napa y arroz blanco que, en la memoria de Padre, siempre fue
sinónimo de comida casera deliciosa…
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Tofu con napa y chorizo chino
(2 porciones)
1 paquete de tofu pre-frito o extra firme, cortado en cuadritos y drenado
1 chorizo chino en rodajas pequeñas
1 napa grande cortada diagonalmente en trozos
De 250 a 500 ml de caldo de pollo o vegetales
Sal
Pimiento rojo molido
Fría el chorizo chino en un wok y cocínelo lentamente 10 minutos. Quite el exceso de aceite.
Incorpore el tofu y déjelo en el fuego 5 minutos más.
Agregue la napa.
Rocíe el tofu y la napa con el aceite del chorizo chino.
Agregue el caldo y tape el wok.
Después de 2 minutos, revise si es necesario agregar más caldo.
Cuide que la napa no se cueza demasiado. Destape el wok.
Sazone con sal y el pimiento.
Suba la flama. Espere a que el caldo se absorba.
Retire del fuego.
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Sopas y pastas
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La sazón de Carmelita
Dafne Diana Peña Vera
Ciudad de México
Mi abuelita Carmen nació en Salvatierra, Guanajuato, el 25 de agosto de 1923. Fue madre dedicada a sus
diez hijos —siete mujeres y tres hombres— y amante esposa a partir del 11 de marzo de 1942. Mi abuelo
Pancho nos platicaba que cuando él cursaba el sexto año de primaria y ella el cuarto, ya le decía a sus compañeros que Carmelita era su novia. Imagínense si el de ellos no fue un amor por siempre y para siempre,
juntos cumplieron hermosos 66 años de casados.
Mi abue cocinaba de todo. Comenzaba por ahí de las doce del día, para que cuando su “viejo” llegara
estuviera lista la comida. Cualquiera que fuera el menú, no podía faltar la salsa roja recién cocida, las tortillas calientitas, los frijolitos fritos (medio caldosos) y los chiles en vinagre.
Siempre hubo chicharrón en salsa roja los domingos, mi mamá me contó que desde que ella se acuerda ya era tradición; hacía para todos: hijos, nueras, yernos y tantos nietos como iba creciendo la familia.
Mi abue era de las mujeres que “no podían enfermarse”. Recuerdo que sólo una vez estuvo en cama,
atacada por una gripe que no la dejaba levantarse. Yo tendría como 13 o 14 años, y me dispuse a ayudarle,
pues la comida debía estar lista. La historia de la crema de zanahoria fue así:
Yo corría de la recámara a la cocina, llevándole para su aprobación lo que me pedía: una cazuela, seis
zanahorias, un diente de ajo peladito y un pedazo al “tanteo” de cebolla, todo bien lavadito y dentro de la
cacerola. Después debía llenarla con agua hasta que tapara todo y ponerla a cocer; pasados veinte minutos
tenía que probar con un tenedor que las zanahorias estuvieran aguaditas. Ya bien cocidos los ingredientes,
debía llenar la licuadora con el agua en la que se habían cocido las zanahorias, justo ahí, revisó las zanahorias, la cebolla y el ajo para que, aprobadas las cantidades, lo moliera en la licuadora.
Después había que poner en la cacerola una cucharada sopera de mantequilla, derretirla y poner a
freír la mezcla, vuelta tras vuelta, hasta que hirviera y tomara color naranja. Posteriormente agregar medio
litro de leche, una pizca de sal y caldo sazonador.
—Si queda muy espeso —me dijo— le pones un poquito de agua y le sigues moviendo hasta que
vuelva a echar el hervor.
Iba y venía de la cocina a la recámara, siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Finalmente, se la
di a probar. Me dijo, con un gesto de beneplácito que no olvido:
—Te quedó buena.
Cuando llegó la familia a comer, les serví la crema y, seguro, algún filete, lo importante de todo esto
es que nadie se dio cuenta de que yo había hecho la crema de zanahoria. Cuando se los dije, con aire triunfal, no me quisieron creer, pues ese día la crema de zanahoria me quedó con la sazón única e inigualable
de mi querida abuelita.
Ahora que ella ya no está entre nosotros, todas sus hijas creen haber heredado su sazón. Cuando
recuerdo su bondadoso gesto de aprobación y aquellas palabras —“Te quedó buena”—, estoy segura de
que su sazón, en esencia, se quedó conmigo.
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Crema de zanahoria
(De 4 a 6 porciones)
6 zanahorias grandes peladas y cocidas
¼ de cebolla
1 diente de ajo
1 cucharada de mantequilla
1 pizca de nuez moscada (opcional)
500 ml de leche
Sal
Sazonador
Licúe las zanahorias con el agua en que se cocieron, la cebolla y el ajo.
Derrita la mantequilla y cocine en ella la mezcla hasta que hierva.
Incorpore la leche poco a poco, sin dejar de mover, hasta que adquiera color naranja.
Agregue sal y sazonador.
Siga moviendo hasta que el color sea homogéneo.
Si queda espesa, agregue un poco de agua. Si queda aguada, agregue un poco de fécula de maíz.
Sirva con pan frito o galletas para sopa.
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La Reina de la sartén
Karla Yolanda Daniella Almazán Olachea
Ensenada, Baja California
Mamalicha era de esas mujeres que alimentan a la gente. No era cariñosa con los modos, mucho menos
con las palabras. Sin embargo, al llegar a su casa o al espacio donde ella habitaba, la pregunta obligada,
salida desde su corazón, era:
—¿Ya comiste?
Fue así aun en la demencia de su ancianidad, cuando ya no recordaba quién era ella o quiénes
éramos los que la rodeábamos. Mi madre la atendía y la alimentaba, y antes de tomar sus cubiertos ella
preguntaba:
—Y tú, ¿ya comiste?
Elisa Guzmán Sánchez, viuda de Olachea, fue una mujer impetuosa, fuerte, que sacrificó la vida
por los demás. Fue versátil, ya verán por qué. Me contaba cómo fue que, poco tiempo después de su
nacimiento —el 4 de diciembre de 1911 en Culiacán, Sinaloa —, tuvieron que salir de la hacienda en la
que el bisabuelo Rosendo era capataz. Empezaba la Revolución, así que la familia huyó a Estados Unidos.
Elisa, la décima de catorce hijos, creció y se educó en aquel país, estudió la secundaria, aprendió inglés
y jugó basquetbol.
Por razones que desconozco, la familia Guzmán regresó a México y ubicaron su residencia en Santo
Tomás, Baja California, primera capital del estado. Ahí, ella y sus dos hermanas menores tenían un grupo
que animaba las fiestas del pueblo: las hermanas tocaban la guitarra, ella la mandolina y el violín y, además, cantaba. Muchos años después, durante la recuperación de su fractura de la cadera, me enseñaría
aquellas viejas canciones que tocaba en sus años de juventud —“María bonita”, “Ella”, “Renunciación”—.
Fue ahí, en Santo Tomás, en donde conoció a su esposo Luis Porfirio Olachea Granados, el único hombre
en su vida.
En ese mismo lugar llegaron cinco de sus seis hijos. Sus primogénitos fueron los cuatitos, mi madre
y mi tío, que nacieron sietemesinos y de nalgas en el rancho, con la única ayuda de una partera. Cuentan
que fue la madre más dedicada para salvar a sus hijos, pues en sus condiciones no aseguraban que los
bebés pudieran sobrevivir. Ahora, ellos tienen más de 70 años. Tuvo cuatro partos más, el último de ellos
a los 40. De esos seis hijos le nacieron catorce nietos.
En Santo Tomás, cuando apenas tenía cuatro hijos, le apodaron la Reina de la sartén, porque, además de ser excelente cocinera, era capaz de hacer una delicia con tres tornillos, dos clavos y una tuerca.
Tenía entonces una lonchería o restaurante en el que atendía a los viajeros que pasaban por el pueblo.
Años más tarde y por los desafortunados negocios de mi abuelo, tuvieron que migrar a Ensenada. Aquí
la familia se hizo vegetariana y sólo pasaron unos años para que Mamalicha pusiera un restaurante, pero
ahora de comida vegetariana. Los ingredientes de sus recetas se modificaron un poco, pero la exquisitez
de los platillos no cambió. Fueron El Silfos, El Vegetariano y no sé cuántos más, yo sólo recuerdo estos
dos, pasaba mucho tiempo ahí, acompañando a Mamalicha. Ella me consentía con la comida y me preparaba lo que yo quería.
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Una de mis solicitudes recurrentes eran sus licuados de plátano con leche y canela. Ya más grande,
mis peticiones se fueron modificando y mi favorito era su espagueti. Lo preparaba como nadie: ponía
a sofreír un poco de cebolla y luego agregaba páprika o chile colorado. Cuando estaba lista esta salsa,
agregaba la pasta y luego un poco de leche Carnation, la sazonaba y listo. A ciencia cierta no sé qué más
agregaba a la receta, lo único que puedo decir es que nunca he vuelto a comer un espagueti como aquél.
Ella cocinaba de todo: tamales, menudo blanco, pozole, piernitas de pollo en mole y todo vegetariano. Era creativa. ¿Hacer piernitas de pollo vegetarianas? Pues las hacía.
Cocinar era uno de sus muchos talentos: era poeta, declamadora, cantaba, tocaba el violín y la mandolina, y era trabajadora social, pues por su iniciativa y esfuerzos se fundaron dos escuelas: una primaria
en Santo Tomás y un jardín de niños en la delegación de Maneadero, acá en Ensenada. Además, sabía de
jardinería y era capaz de transmitir sus conocimientos. Incluso fue astróloga y dedicó los últimos trece
años de su vida a enseñar lo que sabía sobre las estrellas y su influencia en los seres humanos. Lo hacía
sin recibir ningún pago por ello y sin más interés que despertar la conciencia de la personas a través del
autoconocimiento. Fue una incansable promotora del vegetarianismo.
Ahora la gente recuerda sus comidas, sus enseñanzas. No hay persona que no se refiera a ella con
gran cariño y respeto. Me doy cuenta, con humildad y mucho cariño, que resulta una carta de presentación muy significativa decir que soy la nieta de Elisa Guzmán, viuda de Olachea.
Cabe aclarar que Mamalicha no solía usar medidas para cocinar, lo hacía al tanteo, creo que era
parte de la magia de su cocina: era como observar a una maga preparar una poción.
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En Santo Tomás, cuando apenas tenía cuatro hijos,
le apodaron la Reina de la sartén, porque, además
de ser excelente cocinera, era capaz de hacer una
delicia con tres tornillos, dos clavos y una tuerca.
Espagueti con páprika
(2 porciones)
1 paquete de pasta para espagueti cocida (200 g)
1 cucharada de páprika
Media cebolla chica en julianas
1 chorrito de agua
2 tazas de puré de tomate
1 pizca de sal de ajo
1 pizca de sal de mesa
1 pizca de orégano
1 pizca de pimienta blanca
1/3 de taza de leche evaporada
30 g de queso Cotija finamente rallado
1 ramita de albahaca finamente picada
Acitrone la cebolla.
Añada la páprika, cuidando que no se queme y que quede ligeramente dorada.
Agregue un chorrito de agua para que se mezclen bien.
Añada el puré de tomate y sazone con la sal de ajo, la de mesa, el orégano y la pimienta.
Deje hervir la salsa.
Agregue la pasta cocida y mezcle bien.
Incorpore la leche evaporada y mezcle nuevamente.
Sirva con el queso rallado y albahaca
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Las recetas de mamá Monina
Alberto Manuel Athié Gallo
Ciudad de México
Yo nunca cociné con mi abuelita, porque ella no cocinaba ya. La que cocinaba era mi mamá, Monina
—así le decían todos de cariño—, y como en ese tiempo "los hombres en la cocina olían a caca de gallina", yo no podía entrar más que unos momentos, atraído por los olores tan maravillosos que despedía
esa cocina en la que mi mamá se pasaba horas con su bata, su música, su canto, su tequila y su cigarro;
incluso, en algunas ocasiones, desde la noche anterior, cuando, por ejemplo, hacía esos pulpos en su tinta
que nada más de recordarlos se me hace agua todo el cuerpo...
Mi mamá cocinaba tan rico, pero tan rico, que no estoy hablando de la nostalgia superficial del
hijo que recuerda los buenos guisos de su madre como un pasado muerto que no volverá y del que hay
que lamentarse, sino de una experiencia que ha marcado toda mi vida y que me impulsa hacia adelante.
Trataré de explicarlo.
Algo comencé a entender de esta riquísima experiencia cuando vi dos películas. Una, El festín de
Babette (1987), en la que una mujer extranjera —hoy sería una mexicana en Arizona, para actualizarte la
imagen— ayuda a la familia tradicional puritana con la que trabajaba en una isla del norte de Europa a redescubrir el sentido de la vida y, sobre todo, del amor humano carnal, afectivo y espiritual, precisamente
a través del sabor de la suculenta comida francesa con la que quiso compartirles su extraña herencia por
haber trabajado en un restaurante.
Mientras la preparaba, todos pensaban que había traído al mismo demonio a la isla, por las viandas
y complementos con los que había llenado la cocina. Pero apenas la empezaron a degustar y sin darse
cuenta sus rostros se fueron transformando, pues iban reflejando una auténtica conversión al gozo sensible de la vida, al amor carnal humano, a la nostalgia de lo que habían reprimido durante años, al canto
libre que provenía del vino que acompañaba aquellos platillos irresistibles.
La otra película —seguramente inspirada en la anterior— fue Como agua para chocolate (1992), en
la que de una forma un poco barroca y no tan profunda, la joven —despreciada por su madre, a quien
debía cuidar hasta su muerte, pero amada por su príncipe revolucionario— escuchó de las sirvientas sus
vidas y pesares mientras aprendía a cocinar y, más tarde, cuando ella se hizo cargo, trasminaba su enamoramiento y estados de ánimo a través de los platillos que su nana le enseñó, logrando así que todos se
contagiaran de esos sentimientos y que los vivieran sin saber por qué.
De mi madre, te puedo decir que Monina, cocinando y sirviendo la comida, transmitía tal sabor en
sus platillos, y con ellos el sentido de la vida, que llenaba de aromas y sabores toda la casa, todo el cuerpo,
toda el alma. Una vida sabrosa y alegre, también dolorosa y difícil, que lograba derramar en el estómago
y el corazón de quien comía su alegría y su dolor, dentro de esa certeza que contagiaba de que la vida
era siempre más grande que los problemas y que Dios era más grande que la vida, y que por ello siempre
había una puerta o una ventana para encontrar la salida.
Mi madre enfrentó con una fuerza interior invencible los momentos más difíciles y estoy cierto de
que esa fuerza le venía también de la deliciosa comida que preparaba y de la disponibilidad con la que
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la compartía cada domingo en esa gran mesa llena de platos a 20 o 25 parientes en la casa, para después
cantar con la guitarra y su tequila en la mano, tras de haber regado en la mañana sus flores y de haber
dado de comer a sus pajaritos.
Recuerdo vívidamente la noche de la muerte de mi padre, en la que nos reunió a todos los hijos para
decirnos:
—La huella que su padre nos dejó mientras vivió es la huella que a nosotros nos toca seguir… A
partir de mañana todos a trabajar. Buenas noches.
Me dejó tan impactado esa noche, pues yo, como buen macho mexicano, esperaba verla llorando y
derrotada, y no fue así. Su fuerza interior me sorprendió maravillosamente. ¿De qué se nutría para seguir
viviendo y transmitiendo esa energía?
La nostalgia que tengo de los platillos de mi madre no es la de un glotón atorado en el pasado,
sino la de un nostálgico del sentido y del sabor de la vida que pasa por la comida que sale del corazón,
mezclado con las viandas abrasadas por el calor del cuerpo y de la estufa y acariciadas dulcemente por
los sentimientos más profundos y la cuchara escurriente.
Por eso sé, instintivamente, que hay quien ama la vida y lo hace incluso cuando cocina y comparte
su comida atravesando con su dardo erotizante el estómago vacío y con su ternura el alma adolorida; y
quien, sin amar ni vivir, prepara indiferente porque es hora de comer y hay que cumplir con la rutina.
Hay una gran diferencia entre el sabor sabio y añejo que invita a quedarse para compartir la vida y el
insípido que busca huir desde el primer bocado.
Para concluir, las recetas deliciosas de mi madre Monina hay que prepararlas cantando, rodeados
de flores y aves, con trozos compartidos de sabor de vida, mezclando los ingredientes con sentimientos
profundos y granitos de dolor y esperanza, de manera que se puedan sazonar para alimentar el cuerpo y
el alma y compartir para caminar viviendo con aroma y con sabor de vida. Gracias a mi madre, Monina,
me quiero morir, como ella, viviendo…
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De mi madre, te puedo decir que Monina,
cocinando y sirviendo la comida, transmitía tal
sabor en sus platillos, y con ellos el sentido de la
vida, que llenaba de aromas y sabores toda la casa,
todo el cuerpo, toda el alma.
Espagueti con camarones al ajillo
(6 porciones)
1 paquete de pasta para espagueti hervida (que no quede muy cocida)
1 kg de camarones frescos medianos con piel y cabeza
3 ajos pelados y rebanados finamente
1 cucharada de consomé de pollo
Salsa de soya
Chile guajillo en polvo
Aceite de oliva
Queso parmesano
Fría el ajo en abundante aceite de oliva hasta que esté a punto de dorarse.
Agregue los camarones y fría de 5 a 7 minutos.
Espolvoree el consomé, espere a que doren los camarones y agregue el jugo de soya
y el guajillo en polvo.
Retire del fuego y deje reposar.
Ponga un poco de aceite de oliva en un recipiente o platón, vierta el espagueti y revuelva bien.
Agregue los camarones con su salsa bien caliente.
Sirva con queso parmesano.
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Nochevieja con la Yaya
Josefa Osuna Márquez
Hermosillo, Sonora
Una cena de Nochevieja sin canelones no tiene sentido. Recuerdo cuando toda la familia esperaba sentada a la mesa el inicio de la cena del 31 de diciembre con el primer plato de los muchos que comeríamos:
canelones. Los canelones que hacía la Yaya, como llamábamos a mi abuela materna, no podían faltar.
Había todo un ritual en su preparación, primero se tenía que encargar la pasta en Pasta Italia de la calle
López de la ciudad de México, además de ir al mercado de San Juan a comprar un buen paté para rellenarlos y un excelente queso parmesano. A la Yaya no le gustaba que la ayudáramos, le gustaba hacer las
cosas por sí sola, pero nos permitía acompañarla, tanto al mercado como mientras cocinaba.
Esos momentos estaban llenos de historias, muchas de ellas tristes, pues no tuvo una vida fácil. Pepita Tost Planet nació en Figueras, España, el 6 de octubre de 1914. Después de una infancia feliz con sus
padres y sus muchos hermanos, en plena juventud, la Guerra Civil española le cambió la vida para siempre, como lo hizo con miles de sus compatriotas. Además de perder a su padre y a tres de sus hermanos,
tuvo que cruzar la frontera con Francia caminando, con su hija de meses en brazos y a cargo de su madre
viuda y de sus hermanos pequeños. Vivieron en campos de concentración, donde trabajaba dos turnos
para que su madre pudiera cuidar a los niños. Al enterarse de que mi abuelo había sido apresado y de que
probablemente se le condenaría a muerte, tomó la decisión de regresar a reunirse con él. Se separó de su
madre y de sus hermanos, a quienes volvería a ver después de 30 años. Afortunadamente, mi abuelo escapó y vivieron algunos años en un pueblo cerca de Barcelona hasta que decidieron viajar a México para
empezar una nueva vida sin la opresión del franquismo. En este país la vida tampoco fue sencilla, pero
pudieron criar y educar a sus cuatro hijos, el último nacido aquí.
Mi madre es la hija mayor, y yo también lo soy en mi casa; por esa razón, las dos llevamos su nombre: Pepita. Soy afortunada: pude convivir con mi Yaya durante toda mi infancia y adolescencia, pues mis
abuelos vivían en el mismo edificio que nosotros en el centro de la ciudad de México. Ella me enseñó a
tejer, a coser y, sobre todo, a dar la mejor cara a la vida por dura que ésta sea. Nunca se quejó, siempre
estuvo ahí para quien la necesitara, trabajó toda su vida y supo envejecer con dignidad y sin causar molestias. Falleció en la ciudad de México el 8 de octubre de 2005.
Ahora que vivo en Hermosillo, a manera de homenaje a mi Yaya, para la cena del 31 de diciembre
hago sus famosos canelones.
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Canelones
(6 porciones)
Pasta para canelones (o pasta para lasagna en mitades)
350 g de paté
1 manojo de espinacas cocidas y machacadas (opcionales)
50 g de mantequilla
50 g de harina
500 ml de leche
Sal
1 pizca de pimienta negra recién molida
1 pizca de nuez moscada
150 g de queso parmesano rallado
Cueza la pasta en agua hirviendo con un chorrito de aceite y sal. En caso de utilizar pasta para lasagna,
cuézala unos minutos y córtela en dos partes iguales.
Rellene los canelones con el paté y enróllelos a manera de taco. Si no tiene un paté de buena calidad,
mézclelo con las espinacas
Coloque los canelones en un refractario de vidrio.
Para la salsa bechamel, derrita la mantequilla a fuego suave.
Añada la harina y remueva unos instantes para que la bechamel no sepa a crudo.
Agregue la leche poco a poco, sin dejar de mover con un tenedor de madera o un batidor de globo.
Salpimiente y añada la nuez moscada.
Cubra los canelones con la salsa bechamel y el queso parmesano de forma abundante.
Meta al horno hasta que gratine.
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Plato fuerte
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La cocina de la casa de Ma
Ana Mónica Ávila González
Xalapa, Veracruz
—No me digas abuela, dime Ma.
Ésta es la frase que todos los nietos de la familia hemos escuchado de esta mujer. Macanucles,
Macita, Mamucha, Macana… motes mimosos que se derivaron del primer Ma solicitado por esos labios
siempre rojos rematados en forma de corazón, a la usanza de sus ayeres.
Xalapeña de nacimiento, satisfecha y jactanciosa de origen, un aire altivo se le dibuja en el rostro
cuando dice su nombre:
—Ana María Mora —apelativo férreo como su temperamento, como esos ojos que miran con suficiencia, como quien manda, empuñando el emblema de pilar en un matriarcado siempre funcional,
siempre dichoso.
“La cocina de la casa de Ma” no ha sido precisamente su campo de batalla. Sin embargo, siempre
ha representado para nosotros un refugio mágico, protector, festivo, familiar, que nos dispensa cobijo y
complicidad, razón por la que corremos despavoridos, lo mismo para excluir intrusos que para hermanar
afectos, compartir risas y tomarnos fotografías.
Su cocina dista mucho de ser tradicional, al igual que ella: moderna, adaptada a los cambios, de
mente inquieta que le provoca lo mismo pintar un cuadro una tarde cualquiera de marzo que practicar Tai
Chi tres mañanas seguidas; un domingo consentirse y marcar siete dígitos con el único fin de pedir una
pizza grande hawaiana o preparar una sopa casera confortante, que te abraza en cada cucharada.
A decir verdad, lo que prefiero de sus recetas son las alubias, platillo que mi paladar saborea con
animosidad y del cual mi estómago reclama siempre un segundo plato; especialmente cuando acompaña
la comida con historias de los días en que se puso de novia con mi abuelo Manuel y se escapaba de la
ilustre Escuela Industrial de Señoritas; sitio al que mis bisabuelos la enviaban con la consigna de aplicarse
en hacer pasteles, mientras ella decidía aprender a llevar un par de medias en la bolsa para sustituir las
tobilleras y, en su disfraz de señorita, irse de pinta a recorrer el antiguo Xalapa de la mano del único
hombre que le robó el corazón y en ocasiones hasta la tranquilidad.
Una sonrisa se le dibuja en el rostro cuando recuerda sus travesuras de mozuela, al tiempo que nos
hace pícaros comentarios rematados con la frase acostumbrada:
—¿Cuándo en mis tiempos una abuela iba a decir esto a sus nietas?
Entonces, como buena veracruzana, suelta una carcajada que me llena de dicha y agradecimiento
por tener el privilegio de una abuela que no se parece a las demás, sin importar que cada vez que cumplo
años me resulte la misma cantaleta:
—Yo, a tu edad, ya tenía tantos hijos.
Al paso que voy, creo que pronto llegaré al cumpleaños en el que empezará a decirme:
—Yo a tu edad, ya tenía nietos.
1934 fue el año que la vio nacer, como lo cotillea a tintineos una de las ocho monedas de 20 centavos entrelazadas en plata que forman la pulsera que le regaló su papá, don José Mora, misma que heredé
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por el simple hecho de ser su primera nieta, y la cual atesoro con cariño fervoroso. Un 13 de julio abrió
aquellos ojos, que terminan de darle un parecido a Katy Jurado; desde entonces no ha parado de asomarse
al mundo con esa forma particular que tiene de ver las cosas.
El día de hoy, después de saltar entre tiempos de carencia y de opulencia, lágrimas amargas y otras
tantas cargadas de alegría, nueve partos de los cuales le sobreviven seis hijos, once nietos, cuatro cambios de casa, un corazón al que le cabe una inmensa nobleza y que le perteneció únicamente a mi abuelo
Manuel González, Ma vive con la picardía de un chiste rebozándole la boca y la mirada cargada de
recuerdos de una vida plena, que le sigue dando frutos.
El año pasado festejamos sus 75 años, eligió hacer una fiesta “Blanco y Negro” como baile de colegialas de los años cincuenta. Se le veía radiante, ufana, como cuando le digo cualquier domingo a la hora
de comer:
—Macana, quiero otro plato de tus alubias, mientras me dices que estamos igual de locas y me
cuentas cómo es que nunca aprendiste a hacer pasteles.
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Entonces, como buena veracruzana, suelta una
carcajada que me llena de dicha y agradecimiento
por tener el privilegio de una abuela que no se
parece a las demás, sin importar que cada vez que
cumplo años me resulte la misma cantaleta:
—Yo, a tu edad, ya tenía tantos hijos.
Alubias
(6 porciones)
500 g de alubias pintas, limpias y remojadas en agua fría desde la noche anterior
1 ramita de tomillo
1 ramita de perejil
1 ramita de cilantro
300 g de tocino cortado en cuadritos
300 g de chorizo
300 g de salchichas rebanadas o picadas
300 g de jamón
3 tomates
2 dientes de ajo
1 cebolla troceada
Sal
Escurra las alubias y póngalas a cocer en la olla express, añadiendo el tomillo, el perejil y parte del
cilantro. Sazone con sal.
Fría el tocino, el chorizo, al final las salchichas y el jamón.
Licúe el tomate con ajo y cebolla.
Incorpore lo frito y licuado a las alubias y agregue cilantro.
Revise la sazón y deje hervir durante 2 minutos.
Sirva caliente.
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Mi abuelo Jesús y su compadre Piporro
Jesús Adolfo Soto Curiel
Mexicali, Baja California
Para Sebastián, que no tuvo el placer
de compartir la vida con el bisabuelo.
Mi padre se fue muy pronto, nos dejó solos a mi madre y a mí en una casa nueva y amplia. El espacio era
mucho para nosotros dos, así que llegaron a vivir ahí mis abuelos maternos y las tías, hermanas y primas
de mi madre. Y aquí comenzó todo. Debo decir en descargo de mi padre que no nos abandonó, que
desgraciadamente lo que pasó fue que se nos adelantó en el camino, siendo aún muy joven.
Al vivir mis abuelos en casa, pasé a compartir mi habitación con el abuelo Jesús, un hombre grande,
aunque era el único chaparrito entre sus hermanos, hombres altos del estado de Jalisco. Para mí esto fue
maravilloso, fue mi padre-abuelo y siempre está en mis recuerdos. Aunque físicamente no nos parecemos,
distingo siempre varias semejanzas en el carácter, sobre todo en aquello que siempre nos dijo mi madre:
—Se encienden como cerillitos pero igual se apagan rápido.
Además, me heredó ciertos gustos, como el de siempre frecuentar la misma barbería.
Con mi abuelo compartí muchas cosas: la habitación, el gusto por Eulalio González, Piporro, los
viajes en el camión urbano Calle G desde Residencias hasta el centro de Mexicali, mejor conocido como
El Pueblo, a donde asistíamos, sólo él y yo, a misa en la catedral, a las ricas flautas y patas de puerco
en vinagre y, sobre todo, a la barbería. Recuerdo mucho las barberías que se encontraban a la orilla del
puente sobre el Río Nuevo, sus pisos de madera con algunos hoyos que permitían ver cómo debajo del
establecimiento corría el agua del río. Mi abuelo siempre se cortó el cabello “a dos líneas” y en consecuencia ése era el corte que me aplicaban. Después de la barbería pasábamos por la zona roja de Mexicali
y mi abuelo me dejaba unos momentos fuera de El Abanico. Siempre dijo que entraba a buscar a mi tío
Rubén, el único hermano hombre de mi madre, pero siempre sospeché que entraba a tomarse una cerveza
o a buscar a alguna de las chicas por las que le preguntaba al peluquero mientras “nos hacían el pelo”.
Mi abuelo cocinaba poco pero rico, era un experto en la elaboración de carnitas de puerco. Lo
recuerdo acomodando la leña, colocando el cazo, hirviendo la manteca y poniendo la carne de puerco.
Después había que menear y menear dentro del cazo con una “pala de madera”, hasta que estuvieran listas
las carnitas, que “taqueábamos” acompañadas de la salsa dulce que preparaba mi tío Rubén.
Pero lo que más recuerdo y más me gustaba es cuando preparaba birria, le quedaba muy rica, aunque
el proceso era largo: primero llegaba a nuestra casa un chivito que poco a poco mi abuelo iba alimentando, cuidando y engordando. Para cuando ya me había encariñado con el animalito o su presencia era ya
parte de la cotidianidad en casa, éste pasaba a mejor vida: se le colgaba hasta que soltaba toda la sangre,
en mis recuerdos creo que se le inflaba pero de esto no estoy muy seguro, más tarde se pelaba, se le quitaba toda la piel, se partía y se cocinaba. Un largo rato después nos servían unos ricos platos de birria
que se acompañaban con cilantro, cebolla picada, salsas, jugo de limón y tortillas de maíz, nunca recién
hechas pues las mujeres de la casa jamás hacían tortillas.
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La birria se preparaba y servía siempre en eventos especiales, alguna visita de los amigos o familiares
del sur de México, algún cumpleaños, alguna reunión grande de la familia o en la fiesta de quince años de
mi tía Josefina, que terminó cuando mis tíos Rubén y Ernesto —venido de Zacapu, Michoacán— estaban
a punto de ser golpeados por un grupo de vecinos del lugar que querían colarse al festejo, y a los que mi
abuelo corrió amenazándolos con un machete. Era bravo el viejo.
Tengo muchos recuerdos del abuelo, sus enojos cuando perdía en el dominó o el póquer, sus salidas de madrugada rumbo al trabajo, sus ojos verdes y coquetos, su bigote bien recortado, su sombreros
Stetson, hasta tengo presente que, sin querer, fui cómplice de algún desliz suyo. Lo recuerdo al regresar
a casa del trabajo, siempre silbando. Eso es algo que también le heredé, el chiflidito.
El abuelo murió cuando yo estaba en secundaria, falleció en el hospital. Me sentí inmensamente
solo, pues perdí al amigo, al roommate, a mi segundo padre, al abuelo Jesús. Días después pregunté por
qué no había venido el Piporro al funeral de mi abuelo, mi madre se me quedó viendo con sorpresa y me
cuestionó:
—¿Por qué habría de venir el Piporro al funeral de tu abuelo?
—Porque era su compadre —Le dije, pues el Piporro en su programa de televisión siempre le mandaba saludos a su compadre Jesús, y mi abuelo siempre decía que eran para él.
Mi madre me sacó del error, me dijo que era otra broma del abuelo. Muchos años después conocí a
don Eulalio González, Piporro, le conté la anécdota y él me dijo que desde ese momento mi abuelo Jesús
era oficialmente su compadre.
Ése era mi abuelo materno, al que extraño, al que le aprendí muchas cosas, del que aún repito frases,
al que quise inmensamente, el compadre del Piporro.
Mi nombre se compone de los nombres de mis abuelos: Jesús por el materno y Adolfo por el paterno, la historia de mi abuelo Adolfo va de Sinaloa, viajes en tren y camarones aguachiles, pero ésa ya la
contaré en otra ocasión.
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Aunque físicamente no nos parecemos, distingo
siempre varias semejanzas en el carácter, sobre todo
en aquello que siempre nos dijo mi madre:
—Se encienden como cerillitos
pero igual se apagan rápido.
Birria estilo Jalisco
(16 porciones)
1 kg de costillas de chivo
1 kg de carne de chivo
1 kg de chamorro de chivo
6 chiles anchos, sin semillas
4 chiles pasilla, sin semillas
4 chiles de árbol secos, sin semillas
Jugo de cuatro naranjas
Vinagre
10 bolitas de pimienta
Media cucharadita de tomillo
Media cucharadita de jengibre
2 cucharaditas y media de orégano
8 dientes de ajo
1 kg de tomates rojos asados
1 cebolla blanca grande
4 cucharadas de manteca de puerco
5 L de caldo de pollo
Sal
Remoje los chiles en agua caliente durante diez minutos.
Licúelos con el jugo de naranja, el vinagre, la pimienta, el tomillo, el jengibre, media cucharadita de
orégano y 6 dientes de ajo.
Cuele la salsa y añada sal.
Marine la carne con la salsa durante 24 horas.
Cocine en el horno precalentado a 210 °C hasta que la carne esté dorada.
Muela los tomates, la cebolla, 2 dientes de ajo y 2 cucharadas de orégano.
Cuele la mezcla y sofríala en la manteca caliente, añada el caldo de pollo y deje hervir 15 minutos.
Sirva la carne bañada con este caldillo.
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Los paseos por el mercado
Alejandra Torres de la Riva
Mexicali, Baja California
Siempre me ha gustado cocinar, solía hacerlo hace años, cuando aún vivía en casa de mis papás. Empecé a
hacerlo sin recetario y sin que nadie me enseñara, sólo acompañando a mi mamá o a mi abue en la cocina.
Hace tiempo me di cuenta de que para mí cocinar era una manera de demostrar mi amor, amistad o
afecto. Mi abue Lulú decía que “al hombre se le conquista por el estómago”. Yo no lo apliqué literalmente,
pero tiene mucho de verdad.
Toda mi infancia pasé los meses de vacaciones de verano en la ciudad de México, en casa de mis
abuelitos maternos. Mi abue Lulú era muy divertida, tenía las mejores ocurrencias, era buena para las
bromas, los juegos, y le encantaba contarme historias dramáticas o tristes, y ya que me tenía convencida
de algo, terminarlas en chiste. Más de una vez caí. Ella se carcajeaba con mi cara de mortificación.
Mi abue no era de la ciudad de México, ella decía haber nacido en León, Guanajuato, donde, según
José Alfredo Jiménez, la vida no vale nada, y como orgullosa panza verde repetía la frase en cada oportunidad que tenía. En realidad nació en un pueblito cercano a León donde sus abuelos maternos tenían una
hacienda. Jamás mencionó el nombre de dicho lugar.
Su fecha de nacimiento es una incógnita. La mayor parte de mi vida la felicitamos cada cuatro años,
en año bisiesto, pues decía haber nacido un 29 de febrero. Un día nos llamo por teléfono y dijo que había
encontrado unos papeles: resultó que su cumpleaños era el 21 de marzo. En adelante la felicitamos y festejamos el día de la primavera. Cuando mi mamá sacó el acta de defunción de mi abue porque necesitaba
sus datos para un engorroso trámite, para nuestra sorpresa, descubrimos que su acta dice que nació un
septiembre de algo así como 1932.
No solía platicar mucho de sus amores, pero recuerdo que en varías ocasiones nos contó que cuando
conoció a mi abuelito ella tenía un novio; pero que mi abuelo la cortejó mucho y la convenció de casarse
pronto con él, y decía estar enfermo de gravedad y a punto de morir. Bueno, pues:
—Resultó que el moribundo sí estaba enfermo pero no iba a morir próximamente —decía, y rompía
en carcajadas.
Tuvieron seis hijos, la mayor enfermó y murió al año de nacida; mi mamá quedó como la mayor de
cuatro mujeres y un hombre. Mi abue tuvo la dicha de conocer a todos sus nietos y a algunos bisnietos.
De los once nietos, mis hermanos y yo somos los cuatro mayores. Disfrutó de cuatro de sus siete bisnietos, dos de los afortunados fueron mis hijos, que siempre la llamaron abue y nunca la vieron como
bisabuela, era tan ocurrente y divertida que hasta la fecha la recuerdan y hablan todo el tiempo de ella.
Creo que la fortuna fue mía, porque mis hijos la disfrutaron mucho.
En fin, me encantaba acompañarla por las mañanas al mercado por las cosas para la comida. Era toda
una odisea caminar por los pasillos coloridos, llenos de frutas y verduras desplegadas sobre cajas. Los
puestos de claveles, rosas, y todas esas flores dentro de enormes cubetas con agua.
El mercado no era para nada como los supermercados a los que yo acompañaba a mi mamá en
Mexicali o en el otro lado.
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Los estanquillos llenos de gente gritando “pásele marchanta”, “llévelo, llévelo, aquí esta el más barato”, “pásele güerita”. Todo muy pintoresco. Todavía puedo cerrar los ojos y ver la imagen —no muy
agradable por cierto— de los pollos pintados de amarillo colgados sin cabeza afuera de la pollería, no
quería ni acercarme, me daban ñáñaras. Y ni mencionar las reses colgadas en la carnicería y a los carniceros caminando entre esos enormes cuerpos, ¿o debo decir cadáveres? Sin embargo, aunque no eran la
mejor imagen, mientras ella pedía la rabadilla o el kilo de chambarete con hueso —yo jamás había escuchado semejantes nombres—, me entretenía viendo al carnicero afilar los chuchillos, sacar con facilidad
bisteces delgaditos de enormes trozos y golpear la carne para hacerla aún más delgadita.
Ahí fue donde conocí las verdolagas, la diferencia entre nuestros tomates y tomatillos, que en el
sur de la república conocen por jitomates y tomates. Por primera vez comí una tuna, probé el delicioso
mamey, las paletas de grosella, me confundí creyendo que un pérsimo era un jitomate, y mi abue le pidió
a la marchanta un trocito de cada uno para que yo los probara. Y supe que ese fruto extremadamente
dulce que es el pérsimo era una de las frutas favoritas de mi papá.
Pero lo mejor de acompañarla al mercado era terminar sentadas con nuestras respectivas bolsas a
los pies del estanquillo de los licuados. Bastó una sola vez para que quedara fascinada con los eskimos de
fresa, aunque también eran deliciosos los licuados de mamey. Vienen a mi mente los colores, los olores
y hasta los sabores.
En el Distrito Federal también conocí los mercados sobre ruedas, repletos de gente comprando,
yendo y viniendo entre gritos de un puesto a otro para ofrecer el mejor precio o ganar al cliente que está
en el puesto de enfrente. La diferencia entre la visita de un mercado a otro era que en el sobre ruedas
llegábamos derechito al puesto de los sopes con salsa verde, las quesadillas de flor de calabaza, de huitlacoche o, mis favoritas, las simples y sencillas quesadillas de queso, que hasta antes de ir con mi abue al
mercado eran las únicas que para mí existían; como yo le discutía, de queso, como su nombre lo indica.
Una de las anécdotas favoritas de mi abue era precisamente sobre nuestras idas al mercado. Mi
abuelito me daba unas cuantas monedas para que gastara, unos cinco o diez pesos, supongo, mismos que
yo guardaba en un monederito como el que ella llevaba bajo el brazo pero más pequeño. Yo imitaba todo
lo que ella hacía. Ella tenía para mí una bolsa para mandado como la suya, la cual yo colocaba y cargaba
igual que ella.
Fuimos a hacer las compras, y ella dice —yo no lo recuerdo— que en cada estanquillo compré una
cosa, una fruta, un juguete, un dulce, un pececito en una bolsa, etcétera. El asunto es que antes de salir
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del mercado yo quise comprar un pajarito, y ella intentó explicarme que ya no tenía dinero —supongo
que desde mi primer o segunda compra ya no lo tenía, pero ella había estado pagando por mí—; el caso
es que a mí no me pareció que fuera cierto y me le paré enfrente —dice que con una mano en la cintura,
un pie que golpeaba incesantemente el piso y la otra mano arriba y abierta hacia ella— y le dije:
—Ah no, y mi dinerito abuelita, yo quiero mi dinerito.
Además, llegando a casa, por supuesto, la acusé con mi abuelito de que se había gastado mi dinerito.
Siempre lo contaba. Como tenía tanta gracia no importaba escucharla una y otra vez.
Mi abuelito nos dejó antes que ella, pero definitivamente no tan pronto como se lo dijo a Lulú
cuando quería que se casara con él. La única Navidad que mi abue paso con nosotros en Mexicali fue
precisamente la primera después de que él falleció. En ese entonces yo estudiaba Comunicación en la
universidad y justo estaba estrenando mi primera cámara de video, vhs por cierto. En esa Navidad nos
enseñó a cocinar un platillo que es clásico de esas fiestas en México: bacalao. Pero yo estaba tan entretenida queriendo grabar todo el entorno, que, la verdad, no presté atención a la receta.
Lo que sí es que tuve el buen tino de grabarla minutos antes de la cena cuando le preguntábamos
por enésima ocasión, pero esta vez para conservarlo en video, dónde había nacido mi abuelo. A él le caía
muy mal que ella lo dijera, pero a todos los demás nos atacaba de la risa escucharla decir que mi abuelo
Alejandro era de “putorreón”, en lugar de “puro Torreón”. Claro que su intención no era ofender a nadie,
sólo hacerlo desatinar a él.
Su platillo favorito, según me platicaron, eran los huachales de pollo. Jamás la vi comerlos y mucho
menos prepararlos; pero mi mamá dice que le encantaban y que saboreaba los huesitos, pedacito por
pedacito.
Para cocinar, mi abue no era de medidas por taza o cucharadas, por kilo o gramos de carne… Pero
su comida era muy sabrosa. Yo solía llamarla por teléfono para que me pasara sus recetas cuando quería
cocinar para alguien querido. En una ocasión me dio la receta que les comparto hoy: tinga de pollo.
El chiste de la tinga, según me dijo ella, está en que se debe tener la misma proporción de pollo
deshebrado que de rodajas de cebolla. La servía en tostadas y cada quien le ponía crema, sal o salsa.
Espero que cuando la preparen la disfruten tanto como yo con mi abue Lulú, y las veces que la preparé para compartir con amigos queridos.
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Ahí fue donde conocí las verdolagas, la diferencia entre nuestros tomates y tomatillos, que en el sur de la república conocen por
jitomates y tomates. Por primera vez comí una tuna, probé el delicioso mamey, las paletas de grosella, me confundí creyendo que
un pérsimo era un jitomate, y mi abue le pidió a la marchanta un trocito de cada uno para que yo los probara. Y supe que ese fruto
extremadamente dulce que es el pérsimo era una de las frutas favoritas de mi papá.
Tinga de pollo
(6 porciones)
1 pechuga de pollo deshuesada y sin piel
Consomé de pollo
Media cebolla
2 dientes de ajo
Sal
1 kg de jitomate cocido y pelado
3 chiles chipotles de lata
2 cebollas grandes en rodajas finas
Media cucharadita de vinagre blanco
1 trozo de chorizo (opcional)
Cueza el pollo con una pizca de consomé, un cuarto de cebolla, un diente de ajo y una pizca de sal.
Para la salsa, licúe el jitomate con un poco del caldo de pollo, un cuarto de cebolla,
un diente de ajo y el chipotle.
Cocine el chorizo hasta que se dore en una sartén aparte (opcional).
Acitrone las rodajas de cebolla en una olla.
Agregue la salsa y el vinagre a la olla y deje cocinar 10 minutos a fuego medio.
Incorpore el pollo desmenuzado y el chorizo. Añada sal.
Tape la olla y deje cocer durante 15 minutos más para que espese.
Sirva en tostadas o tacos y acompañe con crema y salsa.
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El gancho de crochet y las historias de Margarita
Claudia Margarita Reyes Athié
Ciudad de México
Margarita, que fue mi abuela y el primer ángel que conocí, me cuidó desde mi nacimiento hasta que
cumplí 10 años. Era reservada y dulce. Le encantaba llevarnos caminando diariamente al “mercadito”
a comprar lo necesario para la comida. Parábamos en la refresquería, donde ella pedía pollas de jerez
con huevo —revitalizantes, las llamaba ella— o licuados de alfalfa con perejil “para limpiar la sangre”.
Mientras ella tomaba sus bebidas, mi hermano y yo, en contra de las instrucciones especificas de nuestra
mamá, pedíamos un licuado de fresa, prohibido siempre por las madres mexicanas, so pena de “morir de
tifoidea, porque seguramente en el mercado no desinfectan las fresas”. Lo bueno es que todas las instrucciones de mi mamá eran totalmente ignoradas por mi abuela, que nos consentía desde que nos recogía de
la escuela hasta que mi madre llegaba a la casa. Había otra instrucción alimenticia de mamá que mi abuela
se divertía en ignorar, supongo que le parecía tonta:
—No les des nada de tomar durante la comida porque se les diluyen los jugos gástricos, nada de
líquido hasta una hora después de acabar.
Así que los cuatro —mi abuelo Alfredo, ella, mi hermano Fabricio y yo— comíamos disfrutando
sendos vasos de agua fresca de limón, naranja, papaya, guayaba o fresa —desinfectada, claro—. Con
todo desparpajo, cuando mi mamá preguntaba, ella contestaba que no nos había dado agua con la comida.
Después de comer, casi siempre arroz a la mexicana o estilo poblano —con granitos de elote, rajas
de chile poblano y queso fresco— y caldo de pollo; ella se sentaba en el jardín debajo de la higuera a tejer
—siempre tuvo un gancho de crochet en la mano— y a platicarme historias de su vida.
Margarita González Carreón, de casada Margarita González de Athié, nació el 17 de octubre de
1905 en la ciudad de México, fue una niña solitaria, hija única de Consuelo Carreón Loreto, de Tuxpan,
Jalisco. De niña viajó con su madre por diferentes lugares de la república, que se encontraba envuelta
en las llamas de la Revolución. Mi bisabuela compraba y vendía mercancía entre la capital y diferentes
ciudades y llevaba a su niña con ella.
En una ocasión en que los revolucionarios tomaron el pueblo donde ellas estaban, mi bisabuela la
bajó dentro del cubo de un pozo y la dejo allí, instruida de no hacer ningún ruido por dos días, quería
evitar que se la robaran. Durante la época de la Decena Trágica, en 1913, hubo una epidemia de tifo en
la ciudad de México y Margarita tuvo que cuidar sola a su mama que se había contagiado.
Estudió en el Colegio de las Vizcaínas, afamada escuela para señoritas de la que se graduó de Artes
y Oficios, contra su voluntad, porque ella quería estudiar Medicina, carrera no muy “adecuada” para
mujeres en esa época.
Tuvo un novio, médico, con el que se iba a casar, pero cuando tocó decidir entre dejar a su madre y
seguirlo a Baja California, Margarita se quedó en la capital. En esa época su madre ya tenía en la Lagunilla
una pollería que ambas atendían, de allí le nació ese amor por cocinar pollo y cocinar rápido, ella no tenía
el lujo del tiempo.
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Se casó a los 24 años con Alfredo, libanés, hijo del dueño de Las tres B, la casa de modas donde ella
y su madre se vestían. La boda fue en la iglesia De la Coronación, en el Parque España y el banquete de
bodas, uno de los primeros en celebrarse en el salón de fiestas del Palacio de los Azulejos en el centro de
la ciudad.
Tuvo siete hijos en rápida sucesión, entre 1934 y 1948: Alma, Roberto, Alfredo, Fernando, Eduardo,
Margarita (mi mamá) y José, y vivió la pena de perder a los dos últimos hombres en la infancia. Tuvo
diecisiete nietos, y a cada uno le tejió chambritas, porque tejer y leer cómics de aventuras eran sus pasatiempos favoritos: Tarzán, Fantomas, y el Hombre Araña, junto con el crochet.
Mi mamá recuerda que en su casa siempre había caldo para comer y gelatina natural, hecha hirviendo las patas de pollo que sobraban de la pollería y saborizada con frutas naturales. Yo recuerdo esa gelatina y la ensalada de Navidad, con sus betabeles y cacahuates; pero mi platillo favorito, el que siempre me
cocinó con tanto cariño y ahora yo hago a mis hijas, es: el pollo con papas en vinagre.
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Había otra instrucción alimenticia de mamá
que mi abuela se divertía en ignorar, supongo
que le parecía tonta:
—No les des nada de tomar durante la comida
porque se les diluyen los jugos gástricos, nada de
líquido hasta una hora después de acabar.
Pollo con papas en vinagre
(4-6 porciones)
1 pollo entero, limpio y cortado en piezas
4 o 5 papas blancas medianas, lavadas, con cáscara y cortadas en octavos
1 cebolla blanca mediana en rodajas
1 taza de agua
Media taza de vinagre de manzana o blanco
1 cucharadita de sal
Media cucharadita de pimienta gorda
5 hojas de laurel y media cucharadita de tomillo y mejorana secos
Aceite vegetal para freír
Caliente el aceite y fría el pollo para sellarlo de ambos lados (unos 4 minutos de cada lado).
Saque el pollo y, en la misma sartén, caliente más aceite y fría las papas y la cebolla hasta que doren
(unos 8 minutos), moviendo constantemente.
En una olla más grande, ponga el pollo y las papas con cebolla a fuego medio, y agregue el resto de los
ingredientes.
Deje la olla tapada hasta que el líquido hierva, luego destape y ponga a fuego bajo hasta que el líquido
espese y se reduzca a la mitad (unos 15 minutos).
Revise la sal.
Sirva con arroz blanco o a la mexicana.
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Las tres Pepitas
María José Soto Osuna
Hermosillo, Sonora
Esta historia comienza muchos años atrás, en el siglo pasado, cuando mis tatarabuelos vivían en Larache,
una población española en tierras de África. Mi tatarabuela, para consentir a su marido, le preparó un
platillo español típico y que desde que vivían en aquellas tierras no habían podido comer: croquetas de
pollo. Aquella comida tuvo un éxito total. Desde ese día todos le pedían que cocinara croquetas.
El 2 de junio de 1938 en San Feliu de Llobregat, Barcelona, una hija de aquella pareja, Pepita, tiene
en plena Guerra Civil a su primera hija, mi abuela Pepita, quien vivió sus primeros meses en campos de
concentración de Francia. Al poco tiempo tuvieron que regresar a San Feliu para reunirse con mi bisabuelo que había escapado de la cárcel. Ahí vivieron alrededor de 11 años, hasta que decidieron venirse
a México para empezar una nueva vida lejos del franquismo.
Los primeros años de mi abuela, sus hermanos y sus padres en México fueron difíciles, pues llegaron
prácticamente sin nada. A los 14 años, mi abuela tuvo que empezar a trabajar como dependiente de una
mercería. Después conoció a mi abuelo, José Luis, otro exiliado español.
En 1958 mis abuelos decidieron casarse y, 7 años después, creyendo que no podrían tener hijos, nació mi mamá, a quien también le pusieron Pepita, y en 1968 nació su segunda y última hija, Maricarmen.
A mi abuela siempre le ha gustado ir a la moda, de joven cambiaba continuamente de corte y color
de pelo. Una de sus debilidades es comprarse ropa. Tiene muy buen gusto. Le gusta mucho tejer, los
suéteres más bonitos que he visto están hechos por ella, y, desde siempre, para el invierno hace de éstos
y bufandas a sus cuatro nietos: mis dos primos, mi hermana y yo.
Mi abuela llama mucho la atención por su belleza. Es y será una de las mujeres más arregladas y
guapas que conozca.
Desde que tengo memoria, mi abuela cocina mucho y muy rico. ¡Si probaran sus paellas! Y, como
buena cocinera, le gusta mucho comer. Al igual que su madre, aprendió a hacer croquetas como las hacía
mi tatarabuela, aunque no es la receta de los libros de cocina.
Casi todos los veranos suelo visitar a mis abuelos en el Distrito Federal y de ahí nos vamos un par
de semanas a Acapulco con mi tía Maricarmen y sus hijos. Es una tradición familiar, igual que el mango
encajado en el tenedor que comemos casi todas las noches en casa de mis abuelos, o los deportes que nos
sentamos a ver en la televisión con mi abuelo en su sillón, o las idas al mercado con mi abuela, en las que
siempre pasamos con Martita, la señora de la tienda de estambres.
Mi abuela viene una o dos veces al año a vernos a Hermosillo y suele cocinar al menos un día. Siempre que la veo le pido que haga sus deliciosas croquetas, que pueden ser de pollo, jamón cocido, carne
molida (guisada) o de cualquier otro ingrediente desmenuzable, como la jaiba.
Un consejo: hay que tener paciencia al mover la masa para que espese como es debido.
Espero que las disfruten mucho.
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Croquetas de pollo
(6 porciones)
1 pechuga de pollo cocida y desmenuzada
4 cucharadas soperas de harina de trigo
375 g de mantequilla
Leche
Sal
Pimienta blanca molida
Nuez moscada molida
2 huevos batidos
Pan molido
Derrita la mantequilla en una sartén y retírela del fuego.
Incorpore la harina y mezcle con un batidor de globo, sin dejar de mover
para evitar que se hagan grumos.
Ponga la mezcla a fuego medio y agregue leche poco a poco, sin dejar de mover en forma circular,
hasta que la masa espese.
Agregue el pollo y siga moviendo.
Añada sal, pimienta y nuez moscada.
Agregue leche hasta cubrir el pollo y siga moviendo la mezcla.
La masa estará lista cuando, al moverla, quede descubierto el fondo y los bordes de la sartén.
Vacíe la masa en un refractario (la sartén debe quedar prácticamente limpia) y cúbralo con papel
transparente.
Cuando se haya enfriado, meta el refractario en el refrigerador.
Forme bolas con la masa bien fría —ayudándose con una cuchara y las manos— y alárguelas para darles
la forma definitiva.
Pase cada una de las croquetas por el huevo y el pan molido.
Fríalas por todos lados.
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Nina y Toto
Rocío de Aguinaga Vázquez
Guadalajara, Jalisco
Tuve dos abuelas maternas que eran hermanas; en realidad eran mis tías abuelas, que a la muerte de mi
“mamá grande” se volvieron guardianas de mi mamá y sus once hijos. Nina nació el 21 de junio de 1896
y le pusieron Luisa en honor a Luis Gonzaga. Toto nació cinco años después el día de San Antonio.
Nina era un ser espiritual, juntaba a los niños de nuestra casa y las vecinas para contarles historias de
los santos. Nos tenía entretenidos y nos transmitía cómo comportarnos y la importancia de hacer el bien
a los demás; nos enseñaba a leer, escribir, sumar y restar; nos daba catecismo para la primera comunión.
Toto era ágil, graciosa, ocurrente, mal hablada, cuando tenía cólico se metía a una cantina a tomar
tequila con amargo para mitigar su dolor y, ante el espanto de la familia, aseguraba que se podía quedar
ahí. A nosotros nos inventaba cuentos y chistes burlándose del Padre nuestro y el Ave María, o se hacía
la borracha para hacernos reír. Ella nos enseñó a apostar y jugar dominó, baraja de todo tipo, y a fumar.
Ambas se divertían aceptando de buen modo lo que la otra nos enseñaba. Nos ponían a cantar y a
bailar, y a jugar a la tiendita. Toto extendía en el suelo su rebozo y en unos platos pequeños ponía montoncitos de “chivitas”: palomitas de maíz, semillas tostadas, cacahuates que ella preparaba… y gritaba:
—¡Vendo, vendo!.
Nina nos daba dinero para comprarle y nos hacía cuidar del cambio porque Toto nos podía hacer
chapuza.
Toto se cayó de un caballo cuando era niña y se fracturó la espina dorsal, por eso, además de ser
chaparrita, tenía una joroba en la espalda. Nina era gordita. Cuando íbamos con Toto a acusar a Nina de
que nos había regañado, decía:
—No se apuren, la voy a canchar tres cuadras.
Nina se reía con movimientos de panza.
Como es de suponer, la buena cocinera era Toto, que tenía su cocina de leña y metate, a veces usaba
una estufa de gas que tenía afuera, para aquello que no tenía la esencia de la cocina mexicana. Llegar a
casa de Toto y Nina era estar en un lugar de libertad y alegría, donde el olor de la cocina ampliaba el
placer, porque siempre había algo rico de comer.
Voy a platicarles su receta de pepián, con la que solía preparar costillas de cerdo o pollo, y a veces
le ponía nopalitos cocidos. Valga decir que Toto molía todo en el metate, pero, como supondrán, yo lo
hago en licuadora.
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Pepián
(6 porciones)
Pepían
3 chilacates tostados en comal
1 diente grande de ajo
250 g de pepita de calabaza tostada en comal
Media cebolla
100 g de maíz tostado en comal
10 almendras tostadas con piel
Carne
500 g de pollo o costillas de cerdo
1 diente de ajo
Sal
1 rama de cilantro
Nopales picados y cocidos (opcional)
Muela los ingredientes del pepián en el metate.
Agregue el agua necesaria para formar una pasta.
Cueza las costillas de cerdo o el pollo con el ajo y la sal.
Diluya la pasta con el caldo de la carne hasta formar una salsa espesa.
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Agregue el cilantro y el nopal.
Pociones que son pasiones
Cecilia Mata
Buenos Aires
Esta historia no tiene que ver con mi abuela, sino con mi madre: Noemí, “la tía China” para mis primos,
o “la abuela” para sus nietos. Este año cumplió 89 y dice que piensa vivir ¡hasta los 110!
Luchadora incansable, quedó viuda “en la flor de la edad”, a los 43 años, sin hogar propio y con dos
críos: mi hermana Clara, de 13 años, y quien escribe esta historia, de 5. Ella, que hasta entonces había
vivido como una señora de su casa, tuvo que salir a pelear la vida. Su orgullo y amor propio la llevaron a
no depender de su familia —madre, padre y diez hermanos—, y con hilo y aguja salió adelante.
“Modista autodidacta de alta costura” sería su primer título. Sin abandonar esta pasión creadora,
fue, al mismo tiempo, empresaria gastronómica en rubros diversos: una rotisería —como llamamos en
mi país a las casas de comidas para llevar—, la concesión del comedor de una fábrica y hasta catering para
casamientos y cumpleaños.
Hizo desde vestidos de novias y madrinas, pasando por uniformes para escuelas, impermeables,
ropa de cuero y pieles sintéticas, hasta un desfile de moda completo y vestidos de competencia para patinaje sobre hielo. Nunca abandonó ese otro arte de colores, aromas y sabores inconfundibles: la cocina.
Yo la miraba y aprendía y, contrariamente a lo que podría pensarse —“esta chica va a salir diseñadora” —, mi interés siempre se desvió hacia ese otro mundo de alquimia.
Desde la altura de una niña de 10 años, el vapor que inundaba la cocina en las mañanas de invierno
me sumía en una bruma fantasmal. Esa visita semanal a la feria me convirtió en una experta ecónoma:
—Los pescados tienen que mirarte fijamente, como queriendo atraparte, de lo contrario no son
frescos… La carne picada no tiene que tener nada de grasa, así, ¿ves?… Esta lechuga no tiene vida, pero
ésta sí, parece recién arrancada.
En mis vacaciones me aventuraba a emular a mi Merlín personal. Así fue como un día preparé este
plato que comparto con ustedes y que se llama carbonada. Resultó ser de origen belga —carbonnade—,
pero con los años adoptó ciudadanía argentina y ahora tiene nombre y apellido: carbonada criolla, que
no es otra cosa que un guiso, pero como lleva duraznos, y como en ese entonces no se conseguían duraznos en invierno, ¡lo comimos en un espléndido día de verano de más de 30 ºC!
Finalmente, las calabazas (zapallos) más usadas para este guiso son las grandes —de varios kilos—,
de cáscara rugosa y color verde oscuro. También se puede servir en calabazas individuales.
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Carbonada criolla
(4 porciones)
1 kg de carne de ternera cocida y cortada en cubos
1 cebolla
1 pimiento rojo
Aceite
150 g de tomates perita, pasados por agua hirviendo, pelados y cortados en cubos
Sal y pimienta
1 cucharadita de pimentón dulce
1 ramito compuesto (perejil, laurel, orégano)
3 choclos (elotes) cortados en rodajas
3 batatas (camotes)
300 g de zapallo (calabaza) cortado en cubos
6 cucharadas de arroz
1 L del caldo en el que se coció la carne
6 duraznos amarillos frescos pelados
1 zapallo chico (1 kg) limpio y seco
30 g de mantequilla
2 cucharadas de azúcar
Media taza de leche
Pique la cebolla y el pimiento.
Sofríalos en una cazuela de barro.
Agregue la carne y saltéela.
Incorpore el tomate.
Condimente con sal, pimienta, el pimentón dulce y el ramito compuesto.
Cocine entre 7 y 8 minutos.
Incorpore los choclos, las batatas, el zapallo y el arroz.
Agregue el caldo.
Deje cocinar 20 minutos.
Agregue los duraznos enteros.
Cocine 5 minutos más.
Corte la parte superior del zapallo y guarde la tapa.
Limpie el interior sacando las semillas y las fibras.
Unte el interior del zapallo con la mantequilla y agregue el azúcar y la leche.
Tape el zapallo y hornéelo durante 20 minutos.
Sirva la carbonada criolla en el zapallo horneado.
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Una mujer fuera de época
Beatriz Ugalde Paniagua
Ciudad de México
Empezaré por su nombre, Eva Pedraza Aguilar, nacida en San Salvador el Seco, Puebla, el 24 de diciembre de 1901. Al menos eso era lo que decía, y en esa fecha festejábamos su cumpleaños.
La recuerdo de carácter determinante pero alegre, ahorrativa, dicharachera, amante de la libertad,
de memoria impresionante y, a pesar de su falta de instrucción, entusiasta y con ganas de aprender.
Cómo olvidar que le encantaba que le leyéramos libros relacionados con la Revolución, época de
la que fue testigo. Parecía como si a cada párrafo retrocediera en el tiempo, y hasta corregía episodios:
hacía aportaciones o comentarios que muchas veces nos involucraban de tal forma que el libro tenía que
esperar, pues sus anécdotas eran más apasionantes. También le gustaba la fiesta brava, cada que había
corridas de toros le encendíamos la tele para que no perdiera detalle.
Sentadas en la sala nos contaba que nunca le interesó el matrimonio. Tuvo dos hijos, de diferentes
padres, pero eso sí, ella los escogió, no permitió que alguien la eligiera, decía que no había nacido para
que la mandara un hombre. Cuando intentó hacer vida en pareja, se dio cuenta de que la tenían como
criada en casa de su suegra, por lo que decidió alejarse. Así, en plena Revolución abordó un tren sin pagar
el pasaje, y tuvo que escabullirse de los gendarmes que, creyéndola espía, intentaron arrestarla. No contaron con que ella preferiría aventarse del tren en marcha. Ésa era mi abuela, una mujer fuera de época.
Después de haber perdido prácticamente a toda su familia por la viruela negra, llegó a la ciudad de
México con su madre y cargando un hijo.
Siempre laboriosa, a veces fría y dura en su forma de decir las cosas, trabajó en un comedor de la
Villa, en plena Basílica de Guadalupe, y en el mercado de la Merced. Durante ese tiempo se enamoró de
un hombre más de 10 años menor que ella y del cual tuvo una maravillosa hija, quien después se convertiría en mi madre.
Siempre ahorradora, tenía un banco particular adentro de su colchón, que mis hermanos y yo descubrimos una vez y vaya déficit que le ocasionamos. Era muy ordenada con los gastos, práctica y ahorrativa.
Tenía una memoria que no creo que alguno de nosotros haya heredado. No sabía escribir, pero jamás se le olvidaba lo que tenía que comprar en la tienda o lo que decían en una junta. Mi madre tenía que
dar diez vueltas al mismo lugar para traer todo lo que en una sola vuelta hubiera traído mi abuela. Aunque
tenía un defecto muy grande: si le daba uno algo a guardar, lo guardaba tan bien que podías darlo por
perdido. A mí me guardó unos zapatos que casi terminan cocinados en el asador de la estufa: estuvieron
ahí, aproximadamente, medio año. Su frase era:
—Me acuerdo que sólo hice así —y levantaba la mano, señal desafortunada de que lo que le habías
encargado estaba perdido, aunque fuera por corto tiempo.
Le encantaba la comida, se preocupaba mucho por comer bien; la leche era uno de los alimentos
más importantes de su dieta; ésa es una herencia que le dejó a mi madre.
Le gustaba tomarse un refrescante pulque de cuando en cuando, eso sí, que no estuviera dulce, tenía
que ser fuerte para que tuviera efectos digestivos. Aunque no me olvido de una terrible combinación que
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hizo de pulque con raspado de guayaba, les cayó tan mal a ella y a mi padre que fue necesario que me
convirtiera en el conductor designado a los 12 años de edad, para poder regresar del lago de Zumpango
a la casa. Ella, medio jiribilla y todo, iba haciendo la señal de la cruz en mi espalda y esperando en Dios
que la nieta pudiera manejar bien.
Una vez, en mi casa, le invitamos un licor de café mezclado con leche evaporada y hielos. Le encantó, y me pidió que le comprara un frasco de Kalhúa para tener en casa. Se lo llevé, pensando que de vez
en cuando se pudiera tomar un licorcito, pero no había pasado una semana cuando ya me estaba pidiendo
más. Su argumento era que, como tenía lechita, pues era un buen alimento. Ah, y eso sí, no le invitaba a
nadie. Todo lo que era para ella no tenía por qué compartirlo, aunque los demás nos muriéramos de ganas
porque nos diera un pedacito de concha, que era lo que con más frecuencia le llevábamos.
Recuerdo que no nos permitía estar fuera de casa después de las siete de la noche, hora en la que
todavía muchos niños jugaban en la calle. Nosotros los veíamos con mucho coraje y tristeza desde la ventana. En eso de la disciplina no había que contradecirla, había que obedecer a la primera; de lo contrario,
nos arriesgábamos a un castigo singular.
Era muy responsable y extremadamente puntual. Fue el despertador de mi madre y de mis hermanos: bastaba que diera tremendos golpes a la pared con la palma de la mano para saber que o te levantabas
o seguiría ese golpeteo hasta reventar tus tímpanos. Nos dejaba tan turulatos que una vez aprovechó para
mandar a mi mamá a trabajar como a las dos de la mañana. El que los camiones no pasaran cada 10 minutos por la calle desierta y que ni siquiera se escuchaba el tren hizo que mi mamá regresara a verificar la
hora. Entró a la casa y encontró a mi abuela atacada de la risa: sabía que la había despertado unas cuantas
horas antes.
Eso nos tocó a mi hermana Ely, a Chepe y a mí. Después, Claudia se convirtió en la nieta consentida
y, por cierto, casi nos la echa a perder, pues siempre le toleraba todo y no permitía que le dijéramos nada.
Con Kary ya era más enérgica, aunque cuando falleció mi papá todos nuestros ojos estaban puestos en
ella: Dios la mandó para salvar la vida de mi madre y evitar que se nos muriera de tristeza.
Ahora comprendo que Dios nunca se equivoca, pues si no fuera por su carácter no sé qué hubiera
sido de mis hermanos y de mí después de ese suceso. Mi madre siempre ha sido de un carácter muy optimista, pero muy blandito, así es que mi abuela prácticamente logró un equilibrio en la familia: ella llevaba
los pantalones en casa y mi madre los recursos.
Era consentidora: a pesar de su fuerza, era muy infantil, le encantaba jugar con las muñecas, cortarles el pelo —al grado de dejarlas sin nada—, hacerles ropita; yo creo que lo que más le gustaba era traer
unas tijeras en la mano, porque recortaba todo lo que tuviera enfrente, desde el cabello de la muñeca,
hasta una blusa nueva que a su juicio estaba fea. Claro, a la muñeca no le podría incomodar, pero a la
dueña, que muchas veces era yo, la dejaba patinando del coraje.
La recuerdo jugando en el jardín, primero con mi hijo —que tuvo la bendición de ser su primer
nieto—, y luego con mi hija, sacando los trastecitos de barro, jugando con lodo, acostándose en el suelo
hasta dormir una deliciosa siesta a medio patio, rodeada de hormigas rojas, deliciosamente descansada.
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Se apresuraba a juntar cubetas para recolectar el agua de lluvia que, según ella, era la mejor para lavarse el cabello porque le quedaba súper brilloso: tenía una cabellera siempre negra, pintada con sus pastillas de la Vega que le comprábamos en la botica, y en un chongo que cubría con una red. Era muy coqueta, siempre bien maquillada, labios rojos y chapitas en las mejillas. Ah, y los aretes: la joyería, aunque
fuera de fantasía, no debía faltar en su atuendo. Le encantaban los regalos, sobre todo que fueran muchos,
pues abrirlos le resultaba muy emotivo. Así es que le envolvíamos un jabón, unos aretes, cualquier cosa,
aunque fuera de 10 pesos, lo importante es que fueran muchos presentes.
Le preocupaba tanto nuestra economía que me decía que no gastara, pero también me expresaba:
—Bueno, pero si es tu voluntad regalarme algo, pues tráeme unos zapatos, unos aretes y un delantal,
nada más eso.
¡Ah, cómo era vanidosa! Muy maquilladita, con su delantal, de mucha media, le gustaba bañarse con
jabón Maja y usaba polvo de la misma marca, andaba muy perfumada, siempre exigiendo sus recipientes
de glicerina con limón para cara, manos y cuerpo, que tenía lisitos, sus manos eran tersas, pese a todo el
trabajo que realizaba.
De niña, me regañaba por andar siempre con las rodillas negras. A mi hermana Ely y a mí nos lavaba
los codos y las rodillas con piedra pómez, con tanta fuerza que casi nos sacaba sangre. Ya que, según ella,
quedaban limpiecitos, nos untaba la famosa glicerina con limón, que nos ardía horrible, una sensación de
calor y ardor que para qué les cuento; pero eso sí, quedábamos muy limpias y suavecitas. El gusto le duraba poco, pues eso de los cuidados femeninos a la edad de 6 u 8 años no era lo que más nos preocupaba,
sólo queríamos jugar en la calle con lo más terroso y arriesgado que encontráramos.
Disfrutaba de las películas de guerra, le encantaba todo lo que tenía que ver con batallas y sangre;
seguramente se acordaba de muchas de sus vivencias de la Revolución. Es curioso, aunque no le gustaba
la violencia, las películas relacionadas con el tema eran su debilidad.
Le gustaba aprender, hasta nos pidió su cuaderno Gader, para hacer sus lecciones, como ella les llamaba. También era necesario comprar el periódico, pues se desesperaba de leer las letras chiquitas, quería
las letras grandotas del periódico.
De verdad disfruto mucho recordando tantas y tantas anécdotas de mi abuela. Había un jardinero
veracruzano que de cuando en cuando cuidaba el jardín de la casa y en ocasiones le llevaba café en grano.
Mi abuelita se encargaba de tostarlo y molerlo en el metate. Todo el mundo se enteraba de que por ahí
habían tostado café: olía hasta la parada del camión.
Entre otras muchas remembranzas: una preciosa fiesta de cumpleaños que le organizamos mi mamá,
mis hermanas, mis hijos… en fin, todos participaron. Fue una bonita fiesta familiar en la que le compramos un mini pastel de tres o cuatro pisos, que fue todo un show trasladar en el carro, pues entre lo
chiquito que estaba y el tortuoso camino, casi no llega. Le contratamos una marimba e hicimos unos
guisaditos. La verdad es que disfrutó mucho y bailó. No me acuerdo si tuvo o no regalos pero, de que
estuvo contenta, eso ni dudarlo, se la pasó muy bien, y nosotros más, al verla tan feliz.
Le cambiaba el nombre a todo el mundo, y no le importaban las precisiones que le hiciéramos.
Ella simplemente los bautizaba como consideraba adecuado; desde mi hermana hasta mi esposo fueron
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víctimas de un sobrenombre. Después hasta era gracioso, al grado que mi hermano un tiempo nos decía
Marías, y nosotros a él Mario; a mi madre, en vez de Rosa, le puse Antonia, de cariño Tony, como le
digo hasta la fecha. Aquí el único problema era adivinar de quién estaba hablando. A mi papá seguido lo
confundía con los recados. Le decía:
—Pepe, lo vino a buscar Panchito —y se trataba del señor Enrique. Era “Atínale al nombre”.
No la recuerdo quejándose, incluso era tolerante al dolor, pues ya estaba muy viejita cuando le dio
una embolia que, además de la cara, casi le paralizó el cuerpo. Aunque no podía articular palabra, siempre
se daba a entender y estaba al pendiente de todo. En una ocasión, la encontré en el suelo. Pensé que se
había caído y corrí a auxiliarla, pero con las manos me indicó que me calmara y, apretando el puño y
sujetándose con la otra mano a la mesa, decía que ella podía. Lo que intentaba era ponerse en pie y caminar sola, y lo logró: después de varios intentos, daba pasitos pequeños pero constantes. Era muy fuerte,
siempre decidida y obediente en la enfermedad, tomando sus medicamentos y alimentos sugeridos.
Fueron unos años difíciles, sobre todo para mi madre y para mi hermana Kary, quienes estuvieron
más al pendiente de ella. Creo que todos tuvimos una tarea muy importante que atender con su enfermedad: mi madre, sus medicinas y su comida; Kary, sus cuidados; Claudia era la única que la cargaba sin
problema alguno; Ely y Chepe, siempre al pendiente, y yo era la ambulancia, sólo esperaba a que sonara
el teléfono para salir como bólido y llegar a tiempo al hospital.
Un día, su cuerpecito cansado dio gracias al creador. Creo que fui muy afortunada por haber estado
cerca para recibir una última bendición directa. Sé que a mis hermanos y a nuestros hijos y esposos también los bendijo con todo su corazón.
No dejamos de recordarla, siempre hay algo que nos hace pensar en ella, la comida, los escondites,
los dichos, los chistes, los reclamos, las tristezas, las risas. Sobre todo las risas, porque no hay quien no
recuerde cómo sonreía.
Gracias Eva, gracias por tantas enseñanzas, por tantos momentos, y feliz estancia en el cielo.
La receta… probablemente nada extraordinario, una tinga de res que sabía a gloria.
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Le preocupaba tanto nuestra economía que me
decía que no gastara, pero también me expresaba:
—Bueno, pero si es tu voluntad regalarme algo,
pues tráeme unos zapatos, unos aretes y un
delantal, nada más eso.
Tinga de res
(8 porciones)
1 kg de falda de res deshebrada
1 cabeza de ajo finamente picado
1 cebolla fileteada
1 kg de jitomate picado
1 pizca de tomillo o hierbas de olor
Sazonador
Chile chipotle
Fría el ajo sin quemarlo.
Incorpore la cebolla y mueva con una pala de madera en forma semi circular hasta que se acitrone.
Agregue el jitomate, las hierbas de olor y el sazonador.
Cuando flote un poco de grasa en la superficie, agregue el chipotle y la carne deshebrada.
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Consuelo soñaba que era pluma en el aire
Haydee Ramos Cadena
Ciudad de México
A mi abuela Consuelo Sánchez
Sentada en un banco, apoyaba su plato en el resquicio de la cocina, donde comía mientras calentaba
tortillas. Yo me preguntaba por qué mi abuela, teniendo ese comedor tan bonito, seguía comiendo en la
cocina. Sus manos morenas lavaban los trastes, limpiaban la mesa y extendían unos coquetos manteles
bordados; colocaba uno para cada uno de los comensales.
Sacaba del horno un refractario con espagueti al punto, horneado con queso, crema y jamón. Una
sopita aguada iniciaba la comida y, casi siempre, el postre era un plátano. Sus manos se afanaban en preparar todo, ir a comprar al mercado, preparar con tiempo, lavar las servilletas para la mesa y plancharlas.
Su labor fue siempre impecable, bien lavado, bien planchado, bien cocido, bien doblado, bien colgado, y todas esas cosas a las que sólo ella era capaz de darle atención con esa naturalidad. Ni qué decir
del tiempo medido para preparar el platillo. Aunque sus opciones eran variadas, había unas más aclamadas: mole con pollo, picadillo y espagueti.
Aunque las comidas familiares fueron pocas, era grato convivir y platicar —las diferencias entre los
hermanos habían provocado que no se encontraran—. En el fondo, ella sufría esto, pero, una vez reunidos reía y disfrutaba preparar la comida, que la visitáramos y nos quedáramos un rato.
Mi abuela y yo tuvimos una conexión especial, pues me cuidó los primeros años de vida: a los cinco
años era una “chilpayate como su hija”: tímida, noble, risueña y muy coqueta. Ella procuraba por mí, me hacía de comer, me enseñaba a hacer cosas de la casa; nunca dejaba que yo las hiciera, pero me explicaba.
Mientras viví con ella, todas las mañanas me cocía un huevo duro y me hacía café con leche. Para mí era
como despertar junto a un campo de magnolias.
A veces me preguntaba por qué le gustaban tanto los pájaros, tenía muchos y hablaba con ellos
como con un hijo. También sembraba chiles y tomates. Le gustaba ir al mercado y regatear. Supo de los
centros comerciales cuando le dieron su tarjeta del insen, que le ayudaba con una despensa básica.
Comía plátanos todo el tiempo y tomaba café con leche al levantarse y antes de dormir. Sus horarios eran rigurosos y nadie la cuestionaba: a sus 84 años se levantaba a trabajar, limpiar su casa y ayudar
a quien la apoyaba.
Llegó a la ciudad de México a la edad de 13 años, en 1937, para trabajar de sirvienta. Dejó Veracruz
porque ahí no tenía de qué vivir: sus padres murieron muy jóvenes y se quedó con su hermana y su tía.
En medio del levantamiento cristero, comenzó a tejer su historia. Tomó la primera decisión, migrar, que
marcaría la vida de toda su progenie.
Su hermana emigró al Distrito Federal y prometió regresar por ella; nunca sucedió. Mi abuela creció
al lado de su tía, “adelita” que defendía sus tierras y vivía sola en la parte alta de la montaña, en Paso del
Macho, Veracruz.
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Muy joven, mi abuela tuvo su primera hija. Se desconoce el nombre del padre. Mi tía nunca la perdonó. Después conoció a mi abuelo, cristero con la virgen de Guadalupe tatuada en todo el pecho,enterrado
en 1954 en el panteón de Dolores en la ciudad de México,
Mi abuelo fue un hombre duro, alcohólico, según lo poco que mi abuela dejó en su memoria. También era loco, macho y mujeriego. Ella lo amaba, pese a todo, y tuvo cuatro hijos de él, tres hombres y
una mujer. Al final —pese a que mi abuelo estaba ya con otra mujer y enfermo de cirrosis—, mi abuela
se hizo cargo de su entierro.
Alguna vez me contó que cuando era niña se soñaba como una pluma que volaba en el aire y ella
sola se daba impulso para no caer.
Antes de morir, mi abuela me regaló una cruz que fue de mi abuelo, la tuve conmigo por mucho
tiempo, hasta que un día decidí ir al desierto y dejarla en la parte más alta de un arbusto. Cuando murió
mi abuela, fui a la iglesia de Tlacotalpan a prenderle una vela, y a Paso del Macho, su pueblo, en las alturas de Veracruz, donde la gente se dedica a la caña y al café.
Mi abuela era metódica, y cuidadosa al elegir cada ingrediente. Primero íbamos al mercado por
chícharos, carne molida de res, verdura, crema fresca y queso jugoso. Aprovechábamos para comprar el
alpiste, la vaina y los vestidos de la Barbie. De regreso, mientras la carne cumplía su ciclo vital de pasar
de medio sólida a sólida, mi abuela extendía los chícharos en la mesa y me enseñaba a pelarlos. La plática
era divertida, parecía como si me entrenara para ser la mejor ama de casa.
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Llegó a la ciudad de México a la edad de 13 años,
en 1937, para trabajar de sirvienta. Dejó
Veracruz porque ahí no tenía de qué vivir:
sus padres murieron muy jóvenes y se quedó
con su hermana y su tía. En medio del
levantamiento cristero, comenzó a tejer su historia.
Tomó la primera decisión, migrar, que marcaría la
vida de toda su progenie.
Picadillo con chícharos
(6 porciones)
Carne molida de res
1 kg de jitomate partido
1 cuarto de cebolla
4 dientes de ajo
Sal
1 cucharada de consomé de pollo
500 g de chícharos
4 zanahorias cocidas y cortadas en cuadritos
3 papas grandes
1 lata de verduras mixtas cocidas y picadas
1 o 2 hojas de laurel
Crema
Queso
Ponga el jitomate a cocer en una cazuela, con el ajo, la sal y la cebolla.
Una vez cocido, muélalo en la licuadora, viértalo en una olla y agregue la carne molida.
Cueza a fuego lento. Sazone con el consomé.
Cuando esté casi cocida, agregue los chícharos, la zanahoria, la papa, la lata de verduras y el laurel.
Sirva con crema y queso.
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Recuerdos de mi abue Josefina
Judith Cruz Lepe
Puebla, Puebla
Cuando yo era chiquita, 3 años, más o menos, vivía con mis papás y mi hermano en el Distrito Federal,
y mi abue vivía con su segundo esposo, Mamblel (Manuel, a quien quería como mi abuelo) y mi tía Tita
en Tapachula, Chiapas. Uno de mis primeros recuerdos se remonta a cuando mi hermano, mi mamá y yo
íbamos a visitarlos. Viajábamos en tren, ahí dormíamos y, al otro día, Mamblel iba por nosotros en su
jeep. Me encantaba esa casa con espacios abiertos. Hacía mucho calor y la casa tenía un patio central
con un jardincito y un corredor que comunicaba la sala, el comedor y las recámaras. En la sala estaban la
hamaca y la radio, dos cosas importantísimas para estar bien en el trópico. Me pasaba todo el día en la
hamaca: corría por el pasillo abierto que daba al jardincito, y me aventaba de panza sobre la hamaca…
sentía que volaba de tan alto que me mecía. Mi mamá me regañaba porque le parecía que me iba a caer,
¡pero yo desarrollé una habilidad sorprendente para enredarme con los brazos y así mecerme…!
Mi abuelita estaba en la cocina, al final de la casa. Yo alcanzaba a verla, con su delantal atado a la
cintura, preparando la comida. La cocina era muy grande, tenía azulejos y una ventanita para pasar la comida al comedor. En las noches entraban los murciélagos volando y, claro, ¡todos se asustaban y se levantaban de la silla, pero yo no podía moverme, por culpa de la periquera!
En la recámara de mis abuelos había dos camas, una para Mamblel y otra para mi abuelita, y yo le
rogaba dormirme con ella, me lo permitía aunque, por mi culpa, la pobre sudaba toda la noche. Era alta,
robusta, de tez blanca, ojos color azul que me encantaban; sus gruesos y blancos brazos me abrazaban y
olía a polvo de heliotropo.
Frente a la casa vivía el panadero. Cuando huelo a pan de agua recién hecho, recuerdo cuando iba
con ella a comprarlo.
En las noches, me preparaba leche caliente con azúcar y un bolillo con nata (¡qué natas había entonces!), y me preguntaba si quería acompañarla al mercado al otro día. Cómo en Tapachula hace mucho calor, nos teníamos que ir súper temprano; sólo me convencía diciéndome que me compraría cazuelitas de
barro para jugar a la comidita. Allá íbamos; ella con su canasta redonda, que cargaba con brazos blancos
y fuertes. Regresábamos con la canasta llena de verduras y frutas, sobre todo con frutas que yo no comía
en la ciudad de México, como guanábana, mamey e higos, que eran casi exóticas. Era el año de 1955.
Siempre fui muy remilgosa, odiaba la carne, pero mi abue me hacía tacos de pollo con crema y
queso, y eso sí que me gustaba. Tampoco me agradaban las sopas, pero a ella el arroz le quedaba buenísimo. Recuerdo que calentaba el agua para remojarlo y lo preparaba con chícharos (guácala), zanahorias
y papitas.
Años después, mi tía Tita y ella se fueron a vivir a México con nosotros. Nos cocinaba romeritos o
huauzontles capeados con jitomate. Por supuesto “la remilgues” no comía nada de eso, aunque los demás
los saborearan. Por las tardes se ponía a hacer tortillas de harina saladas y gorditas de azúcar, nos encantaba. Las tortillas de harina tenían su chiste: una vez hechas las bolitas, las tomaba, las giraba y las aplastaba
con el palote de un lado, giro de 90 grados, otro palotazo, luego el otro lado, y las echaba al comal, sólo
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un poquito para que se medio cocieran; las volteaba, que se cocieran bien de ese lado y del otro, para que
inflaran. Todo un arte que le enseñó su hermana Angelita quien, vivía en el norte, en Saltillo.
Después mi abuela enviudó. Era 1960. Ella y Tita se fueron a vivir a la calle de Monte Albán, en la
colonia Narvarte. Yo pasaba los veranos con ellas, porque en ese entonces vivía con mi familia en Matamoros, Tamaulipas. Como allá hace mucho calor (y también para que no le diera la lata a mi mamá), me
mandaban para la ciudad de México. Recuerdo las grandes comidas que mi abue preparaba los domingos para sus hermanos (ocho): arroz, mole poblano, mole verde, salpicón, papas con chorizo, rajas con
crema, todo para la taquiza. La mesa se veía tan bonita, llena de comida y vestida con el mantel que ella
misma había tejido en hilo crochet. Sí que tenía buen sazón (al menos eso es lo que cuenta mi mamá),
pero además presentaba todo muy elegante. Como buena diabética, mi abuela era muy dulcera: pays de
manzana, piña, limón; roles de canela, pasteles. Era tan buena que más de una vez le propusieron hacer
pasteles para vender. Yo le ofrecía mi ayuda pero, como era bastante inútil, terminaba pidiéndole a ella
que hiciera esto o aquello. Entonces decía:
—Mariquita de la Mercé, traigan todo que yo lo haré —¡Já!
Escondía en las bolsas del delantal migajas de pan, trozos de tortilla, restos de pastel o algún caramelo. Si la encontraban comiendo “lo prohibido” (lo más sabroso) la regañaban. Le encantaba el helado.
Si le decíamos que no lo comiera porque le hacía daño, ella contestaba:
—Para lo que he de vivir en este convento… cágome dentro.
Como sólo estudió hasta tercero de primaria, no le era fácil escribir las recetas, y pedía ayuda.
La recuerdo cosiendo vestidos iguales para mi hermana Martha y para mí, o tejiendo. Nunca estaba
sin hacer nada. Mi mamá y yo heredamos lo hiperactivas.
Cuando no hacía bien las cosas, me decía: “El flojo y el mendigo anda dos veces su camino”. Luego
se olvidaba de mi nombre y me decía:
—Tú, Lauri, Yayi… como te llames, ven acá.
Y a su otra nieta (la hija de Tita) le ha de haber dicho:
—Yayi, Lauri… o como te llames...
Me olvidaba decir que, aunque mi nombre es Judith, siempre me han dicho Yayi, porque cuando
era chiquita y me preguntaban:
—¿Cómo te llamas?
—Yuyita —decía yo, como “Judithcita”, y quién sabe cómo terminó siendo Yayi.
Al final de su vida vivió por temporadas conmigo, entonces casi no guisaba, aunque siempre siguió
haciendo sus tortillas de harina. En esa época se casó con el que fue su primer novio, Ramón, y yo fui su
testigo en la boda por el civil.
Cada vez que nos separábamos me cantaba:
—Adiós, mariquita linda, ya me voy porque tú ya no me quieres como yo te quiero a ti, adiós, vida
de mi vida…
Todavía la extraño. Cuando me siento sola, me gustaría que estuviera conmigo y me consintiera y
me abrazara.
Así fue Josefina Trejo, nacida en Milpa Alta, México, el 23 de enero de 1905, y falleció en la ciudad
de México, el 18 de marzo de 1983.
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Allá íbamos; ella con su canasta redonda, que
cargaba con brazos blancos y fuertes. Regresábamos
con la canasta llena de verduras y frutas, sobre
todo con frutas que yo no comía en la ciudad de
México, como guanábana, mamey e higos, que eran
casi exóticas. Era el año de 1955.
Tamalitos pantruques
(De 30 a 35 piezas)
Medio paquete de harina para tortillas de maíz
100 g de manteca vegetal
500 ml de caldo de pollo, calientito y sazonado con sal
Sal
100 g de tocino picado
100 g de jamón picado
Frijoles cocidos
Hojas de espinaca, acelga o hierba santa
Desbarate la manteca y la harina hasta que adquieran una consistencia parecida a la de la arena.
Añada el caldo de pollo poco a poco, hasta formar una pasta más suave e hidratada que la masa para
tortillas.
Pruebe la sal de la masa e integre el tocino y el jamón.
Forme tamales de aproximadamente tres centímetros de grosor y ocho de largo.
Agregue frijoles en el centro de los tamales.
Envuélvalos en hoja santa o acelga y acomódelos en una vaporera o en una rejilla dentro de la olla
exprés con agua por debajo del nivel de la rejilla.
Tápelos y deje cocinar por media hora a fuego medio.
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Para acompañar
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El recetario de ladrillo
Ricardo Rivas Fonseca
Ciudad de México
Mi abuela Queta coleccionaba recetas de cocina. Las obtenía de su abuela, de su familia y de sus hermanas.
Nació en Celaya, Guanajuato, el 15 de julio de 1898 y tuvo trece hermanos. Con su único esposo,
mi abuelo, tuvo diez hijos y siempre fue ama de casa.
Su colección incluía carnes, sopas y postres. De las primeras, destacó el lomo a la mostaza; de las
segundas, los tallarines en salsa de aguacate, y, de los últimos, el flan de elote.
Las recetas estaban muy bien hechas, escritas a mano usando plumillas y pinceles. Su escritura abarcaba todos los estilos, desde el trazo único hasta el garigoleado, pasando por el misal, credencial y título.
Por ejemplo, el tipo de letra para la receta de lomo fue pergamino, en negritas, porque hacían juego
con las rebanadas. Los materiales empleados fueron cartoncillo, caja de cerillos y bolsa de papel negra, y
la tinta china era negra, imborrable e impermeable.
Más que un mensaje culinario, las recetas valían por la belleza de sus letras, auténticas obras de arte,
dignas de un excelente calígrafo, a la altura de cualquier pintor.
Por esta razón, Queta mandó a enmarcar las recetas y las colgó en su cuarto.
A la primera que le puso cuadro de caoba, chapa de oro, fue a la de puré de camote con manzana y
ciruela pasa. Escrita en cuadradas, la ubicó junto a un retrato del Sumo Pontífice.
Posteriormente, clavó otras de tamales, en ovaladas; tallarines, en delgadas; y, huachinango, en rectas. Llenó su recámara de cuadri-recetas.
Luego, en la sala pendió la de cebollas al adobo. La puso en un marco de metal con vidrio anti reflejante y la situó al lado de una Marina… y no de pollo. Acto seguido, plantó en el muro otras de jamón serrano y flan de elote, en redondas. Cubrió todo el aposento. Sus ojos apuntaron hacia el comedor: instaló
la de apio con paté. Empleó un bastidor de madera, lo iluminó con un focote y lo acercó a un bodegón.
Agregó macarrones y volovanes de pollo, en oblongas.
Con el tiempo, puso las de filete en la cocina, las de espárragos en el despacho y las de tartaletas en
las escaleras; todas en achaparradas.
Las paredes de su casa estaban repletas. No cabía ni un clavo. Como había más recetas colgadas que
diplomas, la mamá de mi mamá empezó a ponerlas en portarretratos.
Usó el de la mesa de centro para la calabaza con chorizo; el del escritorio para el pavo con crema,
y el del librero para el salami con pan negro. Arriba del piano puso la de chiles en nogada, en inclinadas.
Su casa fue conocida como “El recetario de ladrillo” y la visitaban los vecinos, hijos, nietos… Los
hombres admiraban las letras y las mujeres las recetas.
Esta decoración equilibraba su casa. Tenía el toque femenino de las recetas y el toque masculino de
mi abuelo, quien dibujó la letra.
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Puré de camote con manzana y ciruela
(4 porciones)
2 camotes amarillos o blancos, cocidos y picados
4 manzanas ralladas
20 ciruelas pasa deshuesadas y cortadas en cuadritos
90 g de mantequilla
100 g de azúcar mascabado
Dé un ligero hervor a las ciruelas.
Ponga toda la fruta a fuego regular, y agregue el resto de los ingredientes.
Deje en el fuego 5 minutos.
Sirva para acompañar lomo, pavo o pollo.
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El secreto de Josefina
Laura Aguirre Lass de Lamont
Ciudad de México
1.
Siempre usaba vestidos, faldas y blusas, nunca un pantalón. Se hacía “la permanente” en el cabello, corto
y plateado. Sus ojos eran claros; verdes, tal vez, pero su mirada era fuerte, dominante, propia de quien
tiene carácter. Era gruesa, porque no puedo decir que fuera gorda; corpulenta, tal vez, pero delgada
nunca, o quizá cuando fue joven, pero muy joven. Nació en Milpa Alta, el 23 de enero de 1905, tenía 63
años cuando yo nací.
Suena a lugar común pero, cada vez que veo a Sara García en la tele me acuerdo de mi abuelita
Josefina. Nunca la llamé abue o abuela, sino abuelita; me parece que era como doña Sara, no sé si por
coincidencia o porque ése era el estilo de abuela que adoptaban las señoras después de los 50, hace cuarenta años. Era diabética y funcionaba con un solo riñón. Ése es el origen de todo: su colosal gusto por la
comida, en especial por lo dulce. Los dos rasgos que distinguían a doña Josefina Trejo Herrera, mi abuela,
eran el carácter fuerte y la maravillosa cocina, su exquisita sazón. Lo cocinaba todo: desde la sopa hasta
el postre, incluyendo las tortillas de harina de trigo. Esas tortillas aprendió a hacerlas en Coahuila, donde
vivía una de sus hermanas y donde, en una de esas visitas, nació por accidente mi madre.
2.
Ella está de pie, frente a la estufa. Me da la espalda. Yo estoy sentada a la mesa, jugando con una bolita
de masa que antes era blanca pero que, poco a poco, se ha puesto gris y blandita. El comal está más que
caliente, una plancha de hierro que lleva mucho rato puesta al fuego. Veo su vestido de manga corta,
claro, estampado con flores pequeñísimas color lila; el nudo-moño del delantal; medias beige, gruesas, y
zapatos indefinibles, color café y sin tacón. Los rizos de su cabello y sus brazos blancos, llenos de pliegues pero aún fuertes. Va volteando las tortillas que son del mismo color de sus brazos. Hay que esperar
a que salgan “burbujas” (¿cómo se les llama a esas verrugas que les salen a las tortillas cuando se cuecen?),
primero de un lado, luego se voltean sin dejar que se cuezan mucho, después se voltean por tercera vez,
nada más. Así, pálidas, quedan bien.
—El secreto es dejarlas un poco crudas, para que inflen cuando las vuelvas a calentar. Si se cuecen
de más, se hacen tiesas.
A su lado, sobre un lienzo de cocina, se extienden las tortillas ya hechas. No se apilan, se extienden,
hasta que estén tibias; después se pueden apilar. Josefina sostiene la palita con la mano derecha; con la
izquierda, cuando mi madre no se da cuenta, arranca media tortilla cocida y, furtiva, la mete en su boca.
No hay nada más sabroso que comerse una gorda de harina recién hecha, más si el día está frío. Se le
puede echar mermelada o frijolitos, queso o huevo con algo, pero así, solas, saben a gloria.
3.
La cocina. La harina es un volcán en el centro de la mesa; un bol de plástico, la báscula temblorosa, la taza
de medir… huevos, leche, azúcar, polvo de hornear, sal, levadura. Aunque mi abuelita cocinaba de todo,
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mis recuerdos se quedaron en las cosas harinosas: pan, pasteles, galletas, pays y, por supuesto, gordas
de harina saladas o dulces (las dulces sí deben cocerse bien, que queden doraditas). En la manufactura
participábamos las tres: mi abuela, mi madre y yo; a veces mi hermano le entraba a eso de hacer bolitas
de masa. El calor de la cocina siempre era único, acompañado de olores, sabores, texturas. Cocinar es
algo que sabe, suena, huele, se siente y se escucha; y cuando se hace sin prisa y con una abuela, es como
estar en un patio de juegos o en la playa, todos tus sentidos funcionan a la vez. Escuchar el sonido de la
cebolla cuando cae en el aceite caliente, el chocar de los pocillos, el agua del fregadero y la plática de
quienes comparten el calor cuenta mucho: corona el encantamiento.
Conocí a mi abuela cuando ella era mayor y había enviudado; antes se había separado de otro señor
que no es el papá de mi mamá sino el de la media hermana de mi madre. Ese primer hombre se llamaba
Reginaldo, y mi abuelo, Manuel. Doña Josefina alcanzó a tener un tercer marido, Ramón, cuando ya
contaba con más de 70 años. Ella murió en 1983, pero Ramón vivió varios años más. Nos hacía gracia
pensar que el hombre, octogenario, era el “padrastro” de mi madre.
La primera imagen que tengo de mi abuela es en la cocina, comiendo clandestinamente arroz con
leche metido en un bolillo; de pie, cocinando mole de olla, adobo, sopa o puchero de res, o sentada
aporreando la masa, enharinando el palote para aplastar las tortillas.
Mi segundo recuerdo es ella tejiendo, sentada frente al televisor. A la “dulce” ancianita le encantaba
ver Combate, Los intocables, Bonanza. Si daban una película de guerra, ella era la única que quería verla. También veía cine mexicano; y El chavo del ocho o Mundo de juguete, cuando mi madre se descuidaba. Postres y
telenovelas no estaban permitidos, pero circulaban igual.
Todas las mañanas había que inyectarle el contenido de un frasquito que se guardaba en el refri: insulina. Recuerdo su brazo extendido y la vena azul. Pienso en sus dientes: postizos, en un vasito con agua,
sobre la mesita de noche del cuarto donde dormíamos. Porque me tocó dormir con ella mucho tiempo.
Recuerdo sus rezos nocturnos. Ella me enseñó aquel “Angelito de mi guarda, de mi dulce compañía, no
me desampares ni de noche ni de día”, y me parece que por ella hice la primera comunión. Aún conservo
la Biblia y tres libros: uno de un ángel de la guarda que salva a unos niños, Fabiola y Genoveva de Brabante. Siempre tuvo un crucifijo arriba de su cabecera, y me llevó a conocer cuanta iglesia se nos aparecía en
el camino; por ella me volví asidua visitante de templos y conventos. Lo único que no me gustaba eran
esos cristos crucificados que ponen a la entrada de las iglesias: entras y se quedan a tus espaldas, mejor
ni voltear; también me impresionan, aún hoy, los que están en caja de vidrio, sangrantes y con esos ojos
medio abiertos, medio cerrados.
Ella vivía entre mi casa y la de su otra hija, en Puebla. Me cuidó y me quiso mucho, como yo a ella.
Cómo recuerdo el pellejito de su mano cuando jugábamos “pipis y gañas / a qué jugaremos / al rey y la
reina / al gallo y a la gallina… ¡Alza la mano que te pica el gallo co-pe-tón!”. Y te pellizcaba el dorso de
la mano; a mi abuelita se le quedaba levantado el pellejito.
Yo era adolescente cuando Josefina murió. Tuvo una embolia, ya complicada con la diabetes. No me
despedí de ella, lo lamento. Pero sé que ella, en silencio, se despidió de mí y de mi prima Judith, su otra
nieta querida. Desde ese momento se convirtió en mi ángel guardián.
Un ángel que ahora tiene más chamba: ahora tengo a Rodrigo, mi hijo.
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Era diabética y funcionaba con un solo riñón.
Ése es el origen de todo: su colosal gusto por la
comida, en especial por lo dulce. Los dos rasgos
que distinguían a doña Josefina Trejo Herrera,
mi abuela, eran el carácter fuerte y la maravillosa
cocina, su exquisita sazón.
Tortillas de harina de trigo saladas
(30 tortillas)
500 g de harina de trigo cernida
1 cucharadita de polvo de hornear
2 cucharaditas rasas de sal
100 g de manteca vegetal
1 taza de agua mezclada con leche caliente
Forme una fuente con la harina, la sal y el polvo de hornear cernidos.
Desbarate la manteca junto con los ingredientes secos, hasta que quede como arena.
Añada poco a poco la leche con agua necesaria para amasar la mezcla.
Deje reposar la masa unos 5 minutos y haga 30 bolitas, aproximadamente.
Enharine la mesa.
Extienda sobre ella las bolitas, una por una, con el palote.
Las tortillas no deben quedar ni muy gruesas ni muy delgadas.
Cuézalas en un comal grueso precalentado, a fuego medio.
Voltéelas tres veces, sin dejar que se doren.
Déjelas enfriar por separado, sobre un paño o servilleta de tela.
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¡Ah, cómo muele doña Toña!
Arcelia Serrano Vargas
Teziutlán, Puebla
Mi abuela se llama Antonia, nació un 2 de abril de 1936 en Teziutlán, Puebla, un hermoso rinconcito
serrano donde la neblina se vuelve parte de la piel y el frío te toca los huesos.
Mujer trabajadora, valiente y bondadosa, fue la tercera hija de los seis de mi bisabuela Carmen, de
quien heredó la fortaleza y el arrojo propios de las mujeres de la familia, acaso porque desde muy niñas
perdieron a su padre por una de esas enfermedades que parecían incurables.
Se casó muy joven, apenas entrando a los 17, pero tuvo la desgracia de enviudar 5 años después,
quedando con la responsabilidad de dos hijos: Yolanda de 3 años (mi madre) y Félix de 1. Jamás volvió a
casarse, no quiso “darle un padrastro a sus hijos” por “las tantas cosas que se ven”.
Para una mujer joven, con dos hijos pequeños y apenas sabiendo leer y escribir, la vida fue más que
difícil; tuvo sufrimientos e injusticias, pero ninguna pudo quebrar su corazón, amargarle la vida o agriarle
el buen humor.
Muchos factores influyeron para que pudiera salir adelante, ¿cuál pesó más?, no lo sé, sería la bravura de mi bisabuela, el coraje de sus hermanas, su entereza o el infinito amor por sus hijos. El caso es que
formó una familia unida y próspera: dos hijos, cinco nietos —todos profesionistas— y, hasta el momento, una bisnieta, la tremenda Sofi.
Mi abuela es una de las personas más queridas y respetadas en la comunidad, ejemplo de trabajo y
honestidad; ella cuenta que desde que tiene memoria ayudaba a su mamá en el trabajo. y eso le permitió
conocer y convivir con mucha gente. Desde inicios del siglo xix mi bisabuela Carmen hacía tortillas que
vendía principalmente en la estación del ferrocarril, de eso vivían. Mi abuela siguió sus pasos y continúa
haciéndolo. La diferencia es que ya tiene su propio molino. Ahora no sólo vende tortillas, sino kilos de
masa, y le va muy bien. En la familia somos unos hijos del maíz, porque gracias al trabajo de mi abuela
salimos adelante.
Las tortillas y la masa que hace mi abuela son muy populares, tienen un sabor particular. Sin duda,
tiene que ver con la forma en que cuece el maíz, con la cantidad exacta de agua y cal, con el molido, el
amasamiento, el tortilleo y, sobre todo, el cocimiento de la tortilla en el comal. ¡Ah!, porque el proceso
es muy tradicional, muy rústico: el maíz se cuece con agua de los manantiales del municipio aledaño y la
tortilla se hace en el comal calentado con la leña seca de los árboles de la región.
No hay olor más rico ni sensación más suave que los de las tortillas recién salidas del comal, ni
emoción más grande que ver cómo se esponjan cuando están perfectamente hechas, porque, como dice
mi abuelita:
—Si no se esponja es porque no la tortillaste bien, si la volteas antes de tiempo le va a faltar cocimiento, si la volteas después de tiempo se seca. Debes esperar a que se dore la panza, que no se queme
pero que tampoco salga cruda, porque el sabor no es el mismo. Si le falta, sabe a masa; si le sobra, sabe
a humo.
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Hacer tortillas es un arte que inicia al seleccionar y limpiar el maíz, y concluye con el perfecto
cocimiento; consta de técnicas y tiempos precisos para lograr el tan ansiado alimento que por siglos ha
forjado y sostenido a nuestra raza: sobrevivió a la Conquista, resistió la imposición y perdura como uno
de los pilares más grandes de nuestra cultura.
Junto a la tradición alimenticia —según mi abuela—, alrededor de la tortilla hay por lo menos tres
creencias relacionadas con su adecuada elaboración, ubicación en el tortillero y consumo; y no son menores, pues tienen que ver con la economía familiar.
La primera pone a prueba las técnicas usadas durante la preparación: la tortilla bien hecha debe
esponjar en el comal. No es un triunfo estético, significa que rendirá para toda la familia. Por eso, cuando
mi abuela ve esponjar la tortilla, se escucha un suspiro de satisfacción y alivio.
La segunda creencia es la adecuada colocación de la tortilla recién hecha en el mantel, tortillero,
papel o donde se le ubique para después consumirse: se debe colocar boca abajo el lado más suave y
holgado, “la pancita”. Una tortilla mal acomodada significa que rendirá poco. Por esto, mi abuela es tan
quisquillosa en eso. No vaya a ser la de malas.
Finalmente, compartir las tortillas: cuando uno invita a comer a alguien, debe hacerlo de buena
gana, con el corazón. Jamás se deben contar las tortillas que se van a poner a la mesa. De hacerlo, pasará
algo muy curioso: los invitados no quedarán satisfechos o, como se dice, no se van a llenar. Esto sería
como castigo al anfitrión por tener actitud mezquina con algo sagrado.
Ésta es una pequeña parte de la historia de mi abuela, de su trabajo cotidiano, de sus costumbres y
creencias, narradas desde el corazón de su más ferviente admiradora.
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—Si no se esponja es porque no la tortillaste
bien, si la volteas antes de tiempo le va a faltar
cocimiento, si la volteas después de tiempo se seca.
Debes esperar a que se dore la panza, que no se
queme pero que tampoco salga cruda, porque el
sabor no es el mismo. Si le falta, sabe a masa; si le
sobra, sabe a humo.
Tortillas de maíz
(30 tortillas)
2 kg de maíz limpio
6 cucharadas soperas de cal
6 L de agua
Cueza el maíz con el agua y la cal en un recipiente de peltre o lámina y remueva cada 3 minutos hasta
que tome un color amarillo y se empiece a desprender la cáscara.
Deje enfriar la mezcla, que desde este punto lleva el nombre de nixtamal.
Escurra un poco el nixtamal y póngalo en el molino, agregando un poco de agua hasta lograr una
consistencia suave, pero no aguada, que sea fácil de amasar.
Amase en el metate hasta que esté suave. Si es necesario, agregue agua (aproximadamente media taza).
Forme bolitas del tamaño de una pelota de golf y empiece a tortillar (palmear) para adelgazar la bolita
y darle forma. También puede utilizar una prensa: coloque un pedazo de plástico debajo de la bolita un
poco aplanada y otro encima para que no se pegue la tortilla.
Coloque la tortilla en un comal muy caliente.
Cuando las orillas se pongan amarillas, voltee la tortilla. Espere a que tome un color dorado y las orillas
empiecen a despegarse del comal.
Voltee por última vez y espere a que esponje.
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Postres
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Fes-ho ben fet (hacerlo bien hecho)
Alba Martínez Olivé
Ciudad de México
Mi abuela, Francisca Olivé Sans —Cisca en catalán, Paquita en mexicano— vivió 100 años… y tres días.
Estoy segura de que le hubiera gustado redondear la cifra, quedarse en los 100 justos, porque a ella le
parecía que las cosas debían hacerse bien.
Presumen de más quienes se declaran creadores de la calidad total. En realidad, el mérito le corresponde a doña Cisca, aunque nunca lo patentó, o tal vez a las mujeres de su familia, conocidas por su
decisión y carácter:
—Fes-ho ben fet! —era su consigna preferida.
Podía ser una amable recomendación o convertirse en un rugido atronador:
—¡Fes-ho ben fet! Ben fet!
Y, sí, nos esforzábamos en “hacerlo bien hecho”; alcanzar sus estándares ya era otra cosa.
Al final, se quedó tres días más. Yo tengo mi hipótesis: algún delicioso olorcillo llegó a su nariz y
de ahí a sus papilas gustativas, ¿chocolate?, ¿galletitas?, ¿un pastel? ¡Vaya usted a saber!, pero el “cierre
perfecto” fue desplazado por las ganas de disfrutar otro ratito de la vida.
Mi abuela nació en L’Espluga de Francolí, provincia de Tarragona, en Catalunya, pueblo medieval
que huele a leña y hacia el cual escurre agua de montaña que brota de diecisiete fuentes. A los 18 años
se casó con mi abuelo, del vecino y amurallado Montblanc, donde nació mi madre, su única hija. Ambos
provenían de viejas familias campesinas hacedoras de vino y aceite de oliva.
Luego, la Guerra Civil española la llevó al exilio caminando por los Pirineos, guareciéndose de los
bombardeos, enfrentando el campo de concentración en Francia y cruzando el Atlántico en un barco con
nombre de destino: Mexique.
El general Lázaro Cárdenas, a quien agradeció y reverenció cada día de su vida, la recibió con un
abrazo y una canasta de frutas desconocidas, que jamás olvidaría, en la que iba a ser su segunda patria
chica: Morelia.
Entre vacas, perros, gatos, caballos, mucho trabajo y con la mirada siempre al frente, hizo florecer
la tierra, las lavadoras en desuso, las macetas, que daban limones, cebollas, papas, jitomates, apio, perejil
y los más esplendorosos claveles, para seguir arraigada a la tierra y a la ancestral misión campesina.
Los nietos ya fuimos chilangos y nos beneficiamos de lo bien que cocinaba. A la Paquita un caldo
de patas y huacales de pollo le salía delicioso, ningunos huevos estrellados saben como sabían los suyos.
Y domingo tras domingo nos aguardaba un arroz a la catalana rociado con el vino que hacía mi abuelo
en la azotea.
De las muchas cosas que de ella heredé, la sazón extraordinaria está ausente; algo aprendí, sin embargo, como la receta de la confitura de sandía.
Para empezar, hay que comerse una sandía bien grande y jugosa, entre más grande mejor. Y, sí, en
efecto, hay que comérsela completita hasta que quede sólo la cáscara verde con esa parte dura y blanca
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de la pulpa que es la que vamos a emplear para nuestro postre, si queda una capita roja será muy bueno
pero, en realidad, no hace falta.
Lo que se utiliza para la confitura es la capa exterior, la pulpa blanca que nos queda la dejamos como
está —seguramente en rebanadas— para comer con cuchara o tenedor, o la partimos en trozos pequeños
para untar en pan.
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Luego, la Guerra Civil española la llevó al exilio
caminando por los Pirineos, guareciéndose
de los bombardeos, enfrentando el campo de
concentración en Francia y cruzando el Atlántico en
un barco con nombre de destino: Mexique.
Confitura de sandía
(6 porciones)
Cáscara de 1 sandía grande y jugosa, pelada con el pelapapas
Agua
Azúcar (la mitad del peso de la fruta empleada)
2 rajas de canela
1 naranja sin pelar partida en cuatro
Hierva la cáscara a fuego vivo, con agua suficiente para sobrepasarla. Revuelva de vez en cuando para
evitar que se pegue.
Cuando esté blanda, retire parte del líquido, dejando el necesario para que cubra la sandía.
Incorpore el azúcar. Pruebe la mezcla para comprobar si le falta más.
Agregue la canela y la naranja.
Remueva de manera continua para evitar que se pegue y adquiera sabor a quemado.
Cuando los trozos de sandía han adquirido brillo y el líquido se ha convertido en un almíbar espeso,
está lista.. Al probarla, se percibe que el azúcar se incorporó a la fruta.
Retire del fuego y deje reposar un día para que termine de adquirir el sabor.
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¿Con melón o con sandía?
Mireya Viadiu Ilarraza
Mazunte, Oaxaca
Mi abuela consentida es la paterna; a la materna también la quise, pero era menos fácil hacerlo, por su
carácter más bien gruñón, aunque era tan buena cocinera que podría haber sido chef si hubiera tenido la
oportunidad. ¿Cómo elegir entre ellas para platicar de su vida y sus recetas? No haré esta elección, ambas, por ser mis abuelas y por otras muchas razones, se ganaron el espacio en mi memoria, mis afectos y
mis gustos culinarios. Las dos nacieron en España, en otoño, pero con muchos años de diferencia; y, por
rutas distintas, llegaron a México después de la Guerra Civil. Se parecían en lo guapas, no en el carácter:
la paterna era dulce y cariñosa, la materna tendía al ceño fruncido y era más difícil de satisfacer; pero
coincidieron para que mis padres se conocieran.
Libertad, mi abuela paterna
Nació el 23 de septiembre de 1892 en Chera, Valencia. Se llamaba Libertad Ródenas Domínguez. Los
amigos le decían Liber. Mis bisabuelos no pudieron elegir mejor nombre: feminista, buscaba que la mujer
tuviera las mismas oportunidades que los hombres. Cuentan que era tan buena oradora que mujeres y
hombres se convencían de la justicia de su causa; también dicen que entre los rivales era respetada por su
rectitud. Iba por los pueblos de su tierra natal enseñando a las mujeres a leer y convenciendo a las prostitutas de que aprendieran oficios más dignos. Era muy discreta y extremadamente paciente, esto último lo
sé por mi papá, quien un sin fin de veces puso a prueba esa virtud. Nunca se casó por alguna ley que no
fuera la del amor y los compromisos personales, pues vivió en unión libre con mi abuelo José, desde que
se conocieron hasta su muerte. Con él tuvo tres hijos: Armando, Héctor e Ismael. Los dos primeros murieron en Rusia, mi padre sobrevivió y reencontró a sus padres cuando éstos reclamaron a los hijos desde
México. No sé si haya tenido amores ajenos a mi abuelo, pero cuentan que tuvo muchos admiradores, entre ellos un poeta sindicalista que le dedicaba versos. Tuvo dos nietos: Héctor, mi hermano menor, y yo.
La recuerdo pequeña y arrugada, siempre dulce, con una sonrisa durante las comidas dominicales; mirada
transparente, azul y aguda.
El departamento donde vivía con mi abuelo estaba en un edificio que conoció sus mejores tiempos
durante el Porfiriato: techos altísimos, enormes ventanas, azotehuela y un gigantesco fresno que cada
primavera lanzaba sus aladas semillas por doquier.
La azotehuela estaba llena de macetas, muchas pintadas de rojo, otras de mosaicos y vidrios estilo
art nouveau, colocadas sobre armazones metálicos. Conservo un helecho en el baño de mi casa en Mazunte. Heredé el gusto de mi abuela por los claveles, pensamientos, albahaca y pitahayas, aunque en mi
jardín no hay huella de ello.
A pesar de que yo era muy chica, tengo claras las comidas dominicales en aquella casa en la que el
sol entraba por los enormes ventanales: el dorado del filete de pescado capeado, el olor del limón sobre
éste y la textura cuando lo cortaba y me lo llevaba a la boca. Yo nunca vi a mi abuela batir las claras a
punto de turrón y agregarle una a una las yemas. Tampoco vi cómo salpimentaba los filetes para luego
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pasarlos por harina y los huevos batidos para, finalmente, colocarlos en la sartén con el aceite bien caliente. Todo esto lo supe muchos años después, pero, siempre que veo un filete de pescado capeado, a mi
mente viene la imagen de mi abuela Libertad.
Ella me mostró el primer cuaderno pautado y por eso entendí que ahí se escribía la música que oíamos. Alguien, quizá mi madre, me contó que en su juventud había tocado muy bien la guitarra.
Un domingo que visitábamos a mis abuelos, ella salió conmigo a la azotehuela y me estuvo mostrando sus flores. Me acercó a los claveles y me enamoré de su olor, me cortó un racimo de albahaca y
no supe si me gustaba más su aroma que el de aquéllos. Me impactó una hermosa flor roja —mi color
favorito— colocada en una maceta un poco inaccesible. Me empeñé tanto en tenerla en mis manos que
mi abuela movió todo lo necesario para dármela. Al cortarla se pinchó un dedo. Era una flor de pitahaya.
Desde aquel domingo de colores y olores mantuve el gusto por las albahacas. Cuando, muchos
años después, supe que con sus hojas se hacía una deliciosa salsa para pasta, interrogué a cuanto italiano
encontré a mi paso hasta conseguir la receta del pesto.
Me habría gustado, mientras conversaba con mi abuela, machacar en el molcajete albahaca, ajo y
piñones y, entre plática y plática, agregar poco a poco el aceite de oliva hasta hacer esa aromática y deliciosa pasta que acompaña los spaghetti a la genovesa. Desearía poder reunir en aquella casa a mis abuelos,
mis padres y hermano para volver a las soleadas tardes dominicales y servirles un buen plato con el verde
del spaghetti y el dorado del pescado capeado. Al centro de la mesa habría puesto una flor de pitahaya
para que el rojo no faltara. Lamentablemente, esto no puede ser: mi abuela murió en enero de 1970, mi
abuelo en diciembre, 3 años después, y mi padre en mayo de 2002. Lo que sí puede ser es que éstas y
otras recetas, así como la historia de todos, las transmita a mi hijo Balam.
María, mi abuela materna
Mi abuela materna nació el 20 de octubre de 1920, en Rubí, un pequeño poblado cerca de Barcelona. Se
llamaba María Rossell Rossell. Sus padres eran campesinos y ella tenía algunas costumbres arraigadas, a
pesar de que, desde que salió de España, prácticamente no volvió a vivir del campo.
En su casa, donde hoy vive mi madre, tenía un pequeño jardín con jaulas con conejos que guisaba
maravillosamente. Mi hermano nunca quiso comer conejo, porque jugábamos con ellos. Verlos en el plato podía ser muy impactante para nosotros, pero para mi abuela era completamente normal esa relación
con los animales de cría; lo que le parecía extraño era que mi hermano no quisiera comer.
También tuvo un pato, que por casualidad se develó pata cuando mi abuela encontró unos huevos
debajo de unos matorrales. A partir de ese momento, esos huevos fueron transformados en la tradicional
crema catalana.
De ella conozco tres historias de amor. Una con un joven del cual se separó al salir de España y que,
cuando tuvo la oportunidad de volver, quiso visitar. No lo encontró: había muerto meses antes de que
ella viajara. El segundo fue el padre de mi madre, de quien se enamoró por sus cualidades para la música
y para construir toda clase de cosas, pero del cual terminó separándose por ser, además, violento. Fue mi
abuelo biológico. Su tercer amor fue mi abuelo Cano, al cual la unía su pasión por la música —en especial
la ópera—, la cultura y la buena comida.
En casa de mis abuelos, el tocadiscos Telefunken y la enorme colección de discos de ópera ocupaban el mejor sitio de la sala. Por ellos conozco a Caruso, Maria Callas, pero también a Tehua y Barbra
Streisand. Eran muy aficionados a ver el programa Sábados con Jorge Saldaña de principio a fin. Ella tuvo
siete nietos, dos de mi madre y cinco de mi tío. Somos dos mujeres y cinco hombres.
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De mi abuela María podría dar muchas recetas, pues en la cocina se transformaba: su natural seco
y duro se endulzaba para convertir los ingredientes más sencillos en un bocado de reyes. Le encantaba
cocinar y que sus seres queridos disfrutáramos sus platillos.
En casa de mi madre hay algunas fotografías de fechas en las que nos reuníamos en su casa para
degustar una paella deliciosa. También las hay de salidas de campo al Desierto de los Leones, La Marquesa, o Los Conejos, con muchas otras familias de refugiados españoles, en las que cada una llevaba algún
guiso. Se organizaban asadores para las butifarras, los chorizos y las carnes.
De esos paseos me fascinaba el aire frío, el agua de los riachuelos —en los que ponían las botellas de
vino a enfriar— y montar a caballo. Mi abuela nunca faltaba a la tradición catalana: de su canasta salían
allioli y escalivada, dos elementos que acompañaban las carnes asadas con tan buen tino que todavía me
chupo los dedos recordándolos.
La escalivada es una ensalada de pimiento verde, berenjena, jitomate y cebolla asados que mi abuela
preparaba en una parrilla. Cuando ya estaban quemadas las cebollas y cocidos el pimiento y la berenjena, cubría estos dos últimos con tela y los ponía en una bolsa de plástico para que sudaran. Después los
pelaba y quitaba las semillas de los pimientos. Los cortaba en tiras delgadas y los ponía en un recipiente.
Agregaba el jitomate partido y las cebollas —a las que les había retirado la piel más quemada y seca—
cortadas en tiras más o menos gruesas. Añadía uno o dos dientes de ajo finamente picados, sal y aceite de
oliva. Esta ensalada es más rica fría que al momento de hacerla.
Por otra parte, el allioli es una salsa con ajo y aceite de oliva, parecida a la mayonesa, con muchos
mitos a su alrededor. Cuentan, por ejemplo, que si estás enojada se te puede cortar o que no debes hablar
mientras la haces. Mi abuela la hacía en silencio, echando al mortero uno o dos dientes de ajo y una pizca
de sal de mar para machacarlos. Una vez que estaban bien aplastados e integrados, incorporaba la yema,
mezclaba bien y ponía chorritos de aceite de oliva mientras le daba vueltas a lo que ya había machacado,
siempre para el mismo lado, si no, se echaba a perder.
Nunca debías desesperarte y poner aceite de más, porque ya no se integraba: quedaba por un lado
y los ajos machacados por otro. A los niños nos tocaba ayudarle a echar el aceite. Seguramente era una
manera de enseñarnos a ser pacientes. Por supuesto, la mayoría de nosotros no queríamos: significaba ver
a los primos correr por todos lados mientras tú tenías que estar sentadita junto a ella, echando chorritos
de aceite con ganas de abrir el tapón y dejarlo caer todo.
La recompensa al esfuerzo por controlar nuestros instintos de fieras desbocadas venía al día siguiente: ponía en el plato una butifarra recién salida del asador con una porción de escalivada, una cucharada
de allioli y una rebanada de pan para acompañarlos.
Seguramente, si ella viviera, habría estado encantada con la idea de Posada La Catrina y, sin duda,
con frecuencia la habríamos tenido detrás del fogón dándonos sus consejos y secretos culinarios. De ella
obtuve muchos de los libros de cocina de nuestra biblioteca y, en la memoria, tantos y tantos sabores que
salen en alguna noche para nuestros clientes.
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Nunca se casó por alguna ley que no fuera la del amor y los compromisos personales, pues vivió en unión libre con mi abuelo José,
desde que se conocieron hasta su muerte. Con él tuvo tres hijos: Armando, Héctor e Ismael. Los dos primeros murieron en Rusia, mi
padre sobrevivió y reencontró a sus padres cuando éstos reclamaron a los hijos desde México.
Crema catalana
(6-8 porciones)
1 L de leche
1 raja de canela
Cáscara de 1 limón
3/4 de taza de azúcar
1 cucharada y media de fécula de maíz disuelta en un cuarto de taza de leche
6 yemas de huevo batidas
2 cucharadas de azúcar para caramelizar
Caliente la leche con la canela y la cáscara de limón en un recipiente de fondo grueso hasta que esté a
punto de hervir.
Retírela del fuego, agregue el azúcar y revuelva hasta que se disuelva.
Retire la cáscara de limón y la canela.
Agregue la fécula de maíz y las yemas, revolviendo con rapidez para que no se cuajen.
Devuelva al fuego bajo y siga revolviendo hasta que tenga una consistencia cremosa,
más o menos espesa.
Retire la mezcla del fuego. Cuando esté tibia, cuélela para suavizar su textura.
Deje enfriar en recipientes pequeños.
Ponga un poco de azúcar en cada recipiente y dórela con una plancha de repostería al rojo vivo.
También se pueden colocar los recipientes en la parrilla para dorar del horno durante unos minutos.
Sirva inmediatamente.
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Tejiendo fino
Josefina Morfín y López, Finamor
Guadalajara, Jalisco
Hablar de mi abuela es recordar su casa, los veinte comensales diarios que tenía a la puerta en punto
de las 13:00 horas, listos para disfrutar de los tacos que sacábamos en peribanas de madera, de esas de
Michoacán que mi papá le traía de sus viajes a Zamora, Morelia, Tingündín, Camécuaro, Tarecuato, Los
Reyes, Apatzingán y tantos, tantos pueblos que conocí desde niña en esos paseos de a pie y de camioneta
pick-up con mi padre y algunos de mis hermanos, especialmente en vacaciones escolares.
El trabajo de camionero de mi padre le permitió darnos “vida de reyes” entre los peones que regenteaba: aprendimos a comer tacos paseados, frijoles de la olla cocidos sobre leña y en olla de barro,
tortillas hechas en comal de barro y tantas delicias de la gente sencilla, que come mejor que los gourmets.
A los visitantes no les daban las sobras, sino las primicias, antes de que los hijos, nueras, yernos,
nietos, amigos y enemigos se sentaran a la mesa larga como la cuaresma y ancha como el estómago de
cada uno de nosotros.
Mi abuelo rezaba de bulto, para que todos estuviéramos atentos a sus movimientos y al unísono
lo acompañáramos en ellos. Mi abuelita Merceditas no cocinaba, siempre tuvo quien lo hiciera por ella;
primero su madre —“mamá grande”—, después sus cocineras y, al final, la tía Tití, que se quedó a eso: a
vestir santos y a desvestir borrachos, además de cocinar como ángel. ¡Qué honor aprender de ella!
Todo, absolutamente todo lo que ahí se comía tenía un sabor típico de esa casa: delicioso. Podían
ser frijoles guisados con birote salado; tacos de papa; chiles rellenos con salsa de manzana, canela y
perejil; arroz salvaje; agua fresca de limón con yerbabuena y chía, de naranja, de lima, de jamaica, de
guanábana; salsas de todos colores e intensidades de picor; en fin, de todo lo imaginable e inimaginable
para una niña de 7 años.
Los jueves, invariablemente, caíamos en su casa de Santa Mónica 318 cerca de veinte familiares,
hijos, nietos, amigos, etcétera. Para ese momento, los de afuera ya se habían retirado, dando las gracias
a mi abuelita, que les decía:
—A Dios sean dadas —y yo entendía como “adiós y andadas...”.
La tía Tití me enseñó muchas cosas: a hacer arreglos de papel de china para las calles, a preparar
el engrudo con harina o con almidón y unas gotas de limón para que no se acedara; a decorar piñatas,
hacer pasteles, tortillas, galletas, a prender el fogón, a quemar la manteca para los frijoles con una tortilla
y chile seco; a freír el pan duro para la capirotada en tiempo de cuaresma. Tantas, tantas cosas que sería
largo, muy largo enumerarlas.
Pero quiero hablar de cómo preparar la cajeta de membrillo, de tejocote, de guayaba. ¡Ah, porque
ella sabía hacer hasta cajeta de frijol!
Mi padre era muy madrugador y acostumbrado a abastecer a su familia origen, de veintiún hermanos, y luego a la nuestra de once hijos, sin escatimar calidad ni cantidad. Compraba en el Mercado Corona, antes de que existiera el de Abasto. Después de misa de 6:00 de la mañana, recorríamos los "encierros"
o puestos del mercado y llevaba a su casa y a la nuestra caja de membrillo, guayaba, tejocote, costal de
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naranjas, limas, toronjas, papas, cebollas, camotes, etcétera. Además de un chiquihuite de flores para su
madre, que cada semana cambiaba las flores de la casa, incluyendo las del baño.
La tía Tití nos invitaba a descorazonar las frutas: al membrillo le sacábamos las semillas y las colocábamos en un recipiente aparte para hacer el mucílago; de la guayaba usábamos la carne y con las semillas
hacía agua fresca, nieve de garrafa; los tejocotes los cocíamos enteros. Después de cocidas las frutas, las
molíamos en el metate. A esa pasta se le agregaba kilo por kilo el azúcar. Luego nos ponía a menear en el
fogón, con cuchara de palo, hasta que quedara espesa la revoltura.
Venía lo mejor: vaciar a los moldes de barro, con figuras de animales, de frutas, de flores y de formas
geométricas aquel emplasto que sacábamos a asolear al patio central, cerca de los corredores, para que si
había lluvia pudiéramos meter todos los moldes. Desde luego, nunca esperaba a que cayeran las primeras
gotas, su ojo clínico sabía cuándo iba a llover.
Según el clima y el sol, las cajetas eran desmoldadas y secadas de nuevo, para que tuvieran costra;
al final, las envolvíamos en papel de estraza y encima papel de china de diferentes colores. Todo eso era
para regalar, comer, guardar en la vitrina de las cajetas, que nunca tuvo llave y estaba a nuestra disposición. Nunca se nos ocurrió comer de más de estos deliciosos dulces que eran parte del juego de la casa.
Así, jugando, aprendí a cocinar. Hasta hoy, cocinar es un juego.
En vacaciones escolares teníamos el tiempo a nuestro favor para hacer estos deliciosos dulces. Comenzaré por el frijol.
A pesar de que el frijol es un alimento cotidiano, no es usual en un postre. Lo comemos con tortillitas, salsa picante, cebollita picada, cilantro, etcétera. Imagine un postre de frijol para untar en pan o
en galletas, rociado con canela molida, ¡es delicioso! Hay que limpiar y remojar los frijoles para que se
cuezan más rápido. Es muy importante que sean nuevos para que tengan mejor sabor.
Y qué decir de los postres a base de frutas: membrillo (existe un poblado, cerca de Guadalajara, de
nombre Ixtlahuacán de los Membrillos); guayaba, tejocote, mango, arrayán (frutilla ácida, muy propia
de Jalisco), etcétera.
La proporción tradicional de azúcar con relación a la fruta es uno a uno: por cada kilo de fruta se
empleaba un kilo de azúcar. Se puede suplir el azúcar por estevia, piloncillo o miel de abeja. Desde luego
que la consistencia no es la misma, pero en algunos casos el sabor puede ser más fino. La cantidad puede
variar según el paladar.
La fruta se descorazona y se cuece con poca agua. En aquellos tiempos, hace cincuenta años, era un
lujo eliminar las semillas y colar la pulpa para que el dulce tuviera una consistencia delicada. Ahora, en la
época de la comida sintética, es mejor dejar algo de las semillas y la fruta martajada, no tan molida, para
disfrutar del sabor y la consistencia natural.
La hechura de estos postres, en mi infancia, era en cazo de cobre. Ahora se recomienda cazuela de
acero inoxidable. Ciertamente, el color y el sabor de la fruta se conservan mejor.
Esta pasta se coloca en moldes de barro, vidrio, acero, porcelana, etcétera. Se asolea todos los días
por la mañana y se guardan por la tarde-noche. Ya que tengan una consistencia firme y se despeguen sin
desbaratarse, se asolean sin el molde para que formen costra.
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El trabajo de camionero de mi padre le permitió
darnos “vida de reyes” entre los peones
que regenteaba: aprendimos a comer tacos
paseados, frijoles de la olla cocidos sobre leña
y en olla de barro, tortillas hechas en comal de
barro y tantas delicias de la gente sencilla,
que come mejor que los gourmets.
Postre de frijol
(12 porciones)
500 g de frijol cocido y molido en licuadora
2 cucharadas grandes de azúcar
1 lata de media crema Nestlé (o 1 taza de crema fresca o de natas nuevas)
1 varita de vainilla (o 1 cucharadita de esencia de vainilla)
Canela molida (de preferencia, molida en casa)
Revuelva el frijol con el azúcar en una cazuela de acero inoxidable,
de fondo grueso para que no se pegue.
Incorpore la crema, la vainilla y la canela. Bata bien: debe verse el fondo de la cazuela.
Coloque la pasta en moldes y asolee por varios días en la mañana.
Guarde en las tardes.
Cuando tengan una consistencia firme, desmolde y vuelva a asolear para que formen costra.
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Rompiendo el molde
Gina González Leyva (nieta) y Rocío Leyva (hija)
Ciudad de México
La primera vez que mis ojos vieron la luz en esta tierra, ahí estaba ella. En el cuarto de hospital, poniéndome un chalequito rosa tejido que había hecho; pequeñito, igual que yo. Mientras me hacía cariños y
mimos, lloraba y daba gracias a Dios por mi existir. Ella me bañó por primera vez, le enseñó a mis padres
a darme de comer, cambiarme los pañales y arrullarme. Siempre la he visto como una experta, despreocupada, llena de cariño y con la respuesta correcta para todas mis necesidades. Nunca se ha separado de
mí por más de 12 horas. Todos los días va por mí a la escuela, me da de comer, me aconseja y me sigue
llenando de mimos. Es una mujer excepcional, ¡qué puedo decir! La he visto entregarse en cuerpo y alma
a mi hermanito y a mí, pareciera que somos su motivo de vida. En todo momento piensa en nosotros, en
darnos todo lo que necesitamos y aun lo que no, se esfuerza por cumplir hasta nuestros más pequeños
caprichos.
Se llama Rocío Vargas y es mi abuelita, nació el 13 de agosto de 1956 en la ciudad de México, es
extrovertida, buena amiga, dicharachera, a veces tímida, a veces cacareadora, nunca con afán de presunción, sino para crear un ambiente de atención, en el que se valoren sus puntos de vista.
Es hija de doña Columba y don Antonio Vargas, quienes se casaron a la edad de 15 años, como era
común en aquellos tiempos. Imagínense, el apodo de mi bisabuela era “dulces meneos”, se dice que tenía
una forma muy peculiar de bailar, con garbo y coquetería (por ello no nos extrañó en absoluto la edad de
su casorio). La familia de mi bisabuela emigró a Estados Unidos para buscar una mejor oportunidad de
vida; sin embargo, cinco años después falleció el padre de familia y tuvieron que regresar a México. Por
ello, mi abuelita Rocío es oriunda del Distrito Federal, y el único lazo que tiene con el “otro lado” es un
acta de nacimiento gringa de la bisabuela.
De joven, Rocío se consideraba linda, salvo por un detalle: su cabello chino crespo. Por eso, desde
los 15 años se untó en la cabeza cuanto remedio casero le recomendaban con la promesa de que se le
alaciara. Después optó por el alaciado convencional: lavarse el cabello con mucho acondicionador, enredárselo como turbante, con un tubo grande al final, a manera de chongo, cubierto con una mascada y
puesto a reposar toda la noche para, el día siguiente, cepillarlo continuamente.
Su forma de vestir era hippie: minifalda, pantalones de mezclilla, sandalias y esas cosas, y usaba
kilos de máscara en las pestañas —cuenta que las tenía larguísimas pero, con tanto maquillaje, ahora son
pequeñas, rizadas pero pequeñas.
Era delicada pero aguerrida, varías veces tuvo peleas por tomar un simple durazno del árbol del
patio de la escuela de supuesta propiedad de La Toya, una enorme lideresa de tez oscura, representante
de los Porros de la Prepa 5. Salía victoriosa y retomaba su papel de mujer virtuosa y delicada.
Tuvo varios galanes prometedores, con un futuro que ofrecerle, pero se enamoró del cuate más
hosco, extrovertido y excéntrico de la escuela. Con decirles que el día que fue a pedirla vestía abrigo de
piel de oso, sandalias de suela de llanta, cabello largo. Además, le dijo irónicamente a sus futuros suegros:
—Honestamente, no sé qué podré ofrecerle a su hija.
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Tuvo varios galanes prometedores, con un futuro que ofrecerle, pero se enamoró del cuate más hosco, extrovertido y excéntrico de la
escuela. Con decirles que el día que fue a pedirla vestía abrigo de piel de oso, sandalias de suela de llanta, cabello largo. Además, le
dijo irónicamente a sus futuros suegros:
—Honestamente, no sé qué podré ofrecerle a su hija.
Como hippie declarado, su filosofía era: “Vive el hoy, sin importar el futuro que construirás mañana”.
Su madre le suplicaba:
—Rocío: no te cases con él, por favor, mejor fíjate en el muchacho apuesto de peinado de príncipe
encantador que vino a visitarme todo trajeado y con flores, y dijo en qué rancho te construiría tu casa.
Como buena hija rebelde, seguidora y confiada de lo que le ordenaba su corazón, se decidió por el
joven excéntrico, contra todos los pronósticos y reglas de etiqueta.
Después de 30 años de matrimonio, se separaron por los conflictos que suelen surgir al vivir en
pareja. Ella dice:
—Agradezco a Dios la vida que me tocó, no me importan los tropiezos, carencias y problemas que
tuve, ya que al ver a mis dos hijos —Luis y Rocío, que son todo para mí— y después mis nietos —Gina
y David—, puedo afirmar que si volviera a nacer volvería a escoger a tu abuelo, porque de lo contrario
ustedes no existirían, y ahora ustedes son el motor de mi vida.
Mi abuela tiene la fortaleza de un roble, la delicadeza de una rosa, la visión de un águila, la disposición de un ángel, la paciencia de una paloma, dispuesta siempre a dar lo mejor de sí. Por todo eso
la admiro y porque recién acaba de ganar una batalla contra el cáncer, misma que enfrentó con uñas y
dientes, con entereza, con filosofía y, sobre todo, gracias al poder divino.
Como les decía, mi abuelita tuvo algunas complicaciones económicas, por ello siempre se dedicó
a vender cosas, —ropa, comida, cosméticos, etcétera—, para apoyar un poco con los gastos de la casa.
Ahora vende sabrosísimas gelatinas, y es famosa en toda la familia y en las reuniones porque en cada
ocasión especial regala gelatinas, es su sello, su toque. Las hace de frutas combinadas con leche y con
agua, cítricos, nueces, fresas, duraznos, chocolate, cajeta, vainilla, de espuma, con quesos, yogurts, de
semillas… incluso a mis amiguitas del kínder les ha regalado algunas de las princesas.
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En cada reunión, todos se pelean por ellas. Tan sólo el domingo pasado la tía anfitriona del cumpleaños le suplicaba:
—Rocío, no saques la gelatina. La quiero guardar para mí solita, para toda la semana. Por favor,
prométeme que vas a dar rebanadas chiquitas… y, en cuanto sirvas una ronda, la recoges de inmediato
para que me quede un guardadito.
Yo soy fanática de las gelatinas de limón y de frutas. Cuando prepara sus pedidos en mi casa, me
gusta verla hacer esas combinaciones de colores y olores. Me gusta ver cómo lucen en esos vasos que parecen de cristal con su tapita y su cereza, nuez o fruta; se me antojan a todas horas. Veo cómo incorpora
los ingredientes, y cómo da vueltas y vueltas en las ollas y, finalmente, cómo las adorna: es todo un arte.
Me llama tanto la atención que le dije:
—Abuelita, aunque tenga 5 años, puedo aprenderme tu receta de las gelatinas, ¿me la das?, por fa’.
Como no me niega nada, dijo:
—Siéntate y pon atención.
Así que aquí está una de sus gelatinas.
Algo importante: la gelatina debe cuajar y estar firme, pero no dura, antes de poner la siguiente
capa, porque si se enfría mucho no pegará una con otra; si está muy aguada, la fruta se moverá y se hundirá o flotará.
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Gelatina en tres capas
(8 porciones)
Primera capa
1 paquete de gelatina light de durazno de 25 g
1 taza de agua hirviendo
1 taza de agua fría
Jugo de 1 limón
500 g de fresas naturales partidas por la mitad
Segunda capa
1 paquete de gelatina light de piña de 25 g
1 taza de agua hirviendo
1 lata de piña picada en almíbar sin azúcar de 567 g
Jugo de 1 limón
Tercera capa
4 cucharadas soperas de grenetina (30 g)
1 taza de agua fría
15 sobres de 1 g de endulzante sin calorías
2 tazas de leche fresca
1 lata de leche evaporada 80% menos grasa
la cuarta parte de una cucharadita de concentrado sabor maple (o 1 cucharadita de vainilla)
Disuelva perfectamente la gelatina de durazno en el agua hirviendo
y agregue el agua fría y el jugo de limón.
Vierta un poco de esta mezcla sobre un molde previamente engrasado con un poco de aceite.
Refrigere en el congelador. Cuando esté a medio cuajar, cubra con fresas la capa.
Agregue otro poco de gelatina y refrigere hasta medio cuajar.
Agregue el resto de la gelatina y refrigere (en total se hace en tres tiempos).
Disuelva la gelatina de piña en el agua hirviendo.
Agregue la lata de piña picada y el jugo de limón. Deje entibiar.
Vierta esta mezcla sobre la gelatina de durazno con fresa y refrigere.
Hidrate la grenetina en media taza de agua fría por 10 minutos.
Caliente la grenetina en el microondas durante un minuto, aproximadamente, o hasta que se
haga líquida de nuevo.
Agregue el sustituto de azúcar, revuelva con una cuchara y deje reposar.
Entibie la leche a fuego lento.
Agregue la grenetina liquida, la leche evaporada y el concentrado de maple.
Vierta sobre la gelatina de piña y refrigere hasta que cuaje.
Desmolde en un platón.
Sirva fría.
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Gelatinas intelectuales de supervivencia
Rebeca Analupe Aramoni Serrano
Ciudad de México
Mi abuela se llamaba Ana María Maass Pimentel, hija de Carmen Pimentel y del general Gustavo Maass,
personaje por demás polémico. Era la mayor de ocho hermanos, seis mujeres y dos hombres.
Su padre la obligaba a montar a caballo todas las mañanas y tocaba el piano como cinco horas diarias.
Fue una niña alegre, ingeniosa e inteligente, y le hacía horrores a las hermanas, sobre todo a las que no
eran muy brillantes.
De joven andaba con pistola y montaba a caballo como los hombres. Estudió Filosofía y Letras, y más
tarde Psicología, fue maestra fundadora de la Prepa 2; una mujer muy singular. Se casó con mi abuelo, Pedro Apolinar Serrano Rodríguez Vélez, español guapísimo, abogado, periodista y procurador de la reina.
Mis abuelos se conocieron en la cárcel. Mi abuela iba a ver a mi bisabuelo, quien había matado a un
hombre por miedo extremo: él era general, iba armado y, al parecer, acompañado de una mujer casada.
El marido los abordó y metió la mano al saco. El general pensó que le iba a disparar y él lo hizo primero.
Luego se percataron de que lo que iba a sacar era una carta. Muchos años después, mi tío Valentín Serrano
se casaría con la nieta de este señor, la tía Luz María.
Como iba diciendo, mi abuela iba a la cárcel a ver a mi bisabuelo y el abuelo iba a tramitar papeles
para los inmigrantes. Se casaron y tuvieron seis hijos. Mi abuelo tenía tres de su primer matrimonio.
La abuela era una mujer intelectual que mantenía la casa: tenía dos trabajos —en las peores épocas
tres—, y, para ayudarse, vendía gelatinas. No fue una mujer que se dedicara a la cocina: tenía a la hermana
Carmela y a mi madre, que cocinaban estupendamente mientras ella trabajaba.
Hay una anécdota genial de la abuela: salía corriendo de dar su clase en la universidad, rumbo al
auditorio para escuchar una conferencia del doctor Atl. Llegó con el tiempo justo, se bajó del taxi y, al
llegar al auditorio, se encontró con un hombre recargado en la pared, al cual le faltaba una pierna. Muy
generosa y piadosa, le dio al pobre hombre todo el dinero que le quedaba. Él le tomó la mano y se la besó.
Ella se metió corriendo a la conferencia. Cuál sería su sorpresa al ver que el ponente era el hombre al que
le había dado la limosna.
Muerta de la pena, cuando terminó la conferencia se acercó al doctor Atl a pedirle una disculpa casi
de rodillas, y él le contestó que de ninguna manera, que era el gesto más generoso que nadie había tenido
nunca con él.
Yo soy la hija mayor de su única hija mujer viva, me llamo Rebeca por la película y Analupe por mi
madre. Y la única receta que tengo de la abuela es la de su gelatina de leche de vainilla y cocoa.
Ella murió cuando yo cumplí 15 años. Confieso que a veces le tenía más miedo que respeto.
Mi prima Ana era su alumna favorita, tocaba el piano bastante bien. Muchos años después, Ana me
confesó que hacía trampa:
—Ponía el nombre de las notas en letra minusculísima y estudiaba muy poco.
Sí me quería muchísimo, pero a ratos creo que la desilusionaba que no fuera muy perseverante en esto
del piano. Yo le echaba muchas ganas pero no daba golpe, a mí se me dio la escritura.
Amo a mi prima Ana y las dos hemos tratado de poner a la abuela en un lugar amoroso y cómodo.
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Gelatina de vainilla y cocoa
(8 porciones)
Capa de vainilla
1 L de leche
Azúcar
1 raja de canela
1 varita de vainilla
3 yemas de huevo
1 sobre de grenetina
Capa de cocoa
1 L de leche
Azúcar (a nosotros no nos gustan las cosas muy dulces, sólo ponemos dos cucharadas soperas rasas)
2 cucharadas soperas de cocoa amarga copeteadas
1 sobre de grenetina
Ponga a hervir en un cazo los ingredientes de la capa de vainilla, excepto las yemas y la grenetina.
Cuando la varita de vainilla se abra, raspe la pulpa con un cuchillo para que tenga más sabor.
Deje hervir hasta que la canela y la vainilla suelten sabor. Retire del fuego.
Añada las yemas sin dejar de moverlas para que no se peguen.
Agregue la grenetina. Vierta la mezcla en un molde y deje enfriar.
Para la segunda capa, ponga a hervir la leche.
Añada el azúcar y la cocoa.
Agregue la grenetina, mezcle bien y deje enfriar un poco.
Vierta la mezcla sobre la gelatina de vainilla ya cuajada.
Deje enfriar y refrigere.
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Mi aby, mi Carmelita
Dulce Corina Martínez Castelán
Estado de México
María del Carmen Ramos Villa nació en Ciudad Guzmán, Jalisco, un 12 de febrero de 1922, hija de Martín Ramos Martínez: un aventurero revolucionario amigo leal de Lázaro Cárdenas. Esta amistad casi le
deshace la quijada y por poco le cuesta la vida durante una emboscada en la que fue balaceado. Después
de esto, la familia vivió huyendo y radicó en sitios como San Gabriel, Morelia, Puebla y Atlixco, ciudad
donde conoció a mi querido y respetable abuelito: don Ramón Martínez Rincón.
La madre de Carmelita fue Doña Virginia Villa Cárdenas, fiel esposa y madre trabajadora a quien
afectó muchísimo la pérdida de su esposo por la diabetes, una pierna amputada y la bilis derramada; a
tan temprana edad. Ella moriría por las secuelas de un embarazo que no llegó a término y no se atendió
a tiempo.
Carmelita tuvo cinco hermanos, todos murieron muy jóvenes, la mayoría en circunstancias de absoluta tragedia. Como Esthercita, que murió de meningitis cuando era muy pequeña; Angelita, que murió
al nacer, o Miguel, que murió de una puñalada por la espalda cuando se enlistó en la policía y, en un acto
heroico, trató de “pescar a un reo” que se había escapado. Estos sucesos hicieron de Carmelita una mujer
fuerte, valiente, independiente, orgullosa y con poco apego: prefería tomar la vida con filosofía, acoplarse
a las circunstancias para vivir feliz y no angustiarse o preocuparse por cosas o situaciones temporales, ni
por las personas a las que pudiera no simpatizarles.
Carmelita, a quien mi hermano y yo llamábamos cariñosamente Aby cuando éramos niños y que
luego cambió a “mi Carmelita”, es una mujer única, que eligió aprender a disfrutar de los placeres en las
cosas más sencillas y en cada momento; ignora las cosas negativas, ha superado importantes pérdidas
familiares y materiales, y vive un poco encerrada en su mundo, al que no permite entrar a cualquiera.
Esto la protege de cualquier tipo de sentimiento negativo; sin embargo, en general “la lleva bien” con
casi todo el mundo, es amable pero no sabe disimular cuando alguien no le cae del todo bien. Un poco
celosa del cariño de los suyos. Te puedes encariñar fácilmente con ella por su risa contagiosa y corazón
sincero. Positiva, simpática y extrovertida, de mente ágil. Ama la libertad y es muy curiosa. Una de sus
principales cualidades es la practicidad, odia las rutinas y le gusta establecer métodos, aprender cosas
nuevas, tiene vocación de maestra, es ordenada, platicadora, siempre anda muy arregladita, un poquito
despistada, de amistades largas y pocas relaciones profundas. Amante de los partidos de tenis, el bingo,
Acapulco, los juegos de cartas; seguidora de los chismes de la farándula y de las telenovelas. Excelente
ama de casa con verdadera vocación, buena tejedora de prendas de estambre (en alguna ocasión intentó
enseñarme infructuosamente), buena confeccionadora de prendas sencillas; bailarina, nadadora, siempre
ha disfrutado de la buena comida, sobre todo si es en un buen restaurante. Le gusta la compañía de la
gente agradable y simpática. De carácter fuerte, desconfiada y con ideas firmes. Nunca ha chocado. Le
fascinan los árboles y las flores pero no le gusta cuidarlos. Le gustan las joyas de fantasía (tiene terror a
ser asaltada, lo cual nunca ha ocurrido). No le gustan mucho las tradiciones; no ponía árbol de navidad
como los que acostumbra todo el mundo, conectaba uno pequeñito, como de 30 centímetros, y ya.
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Carmelita fue campeona nacional de bádminton. Obtuvo un gran número de trofeos y apareció varias veces en los periódicos. Este deporte fue su escape y su refugio después de haber quedado huérfana,
de que cuatro de sus cinco hermanos fallecieran y de haberse casado con un hombre extremadamente
conservador, el cual “le permitía” ir al club a hacer ejercicio con la esposa de un amigo, mientras él trabajaba para proveer el sustento de la familia.
Tuvo un solo novio, trece años mayor que ella, quien se convirtió en un extraordinario y devoto
esposo, aunque había tenido muchísimos pretendientes. Con su marido, a quien llamaba cariñosamente
Papi, tuvo dos hijos: Víctor Manuel (mi papito) y Ramón Gilberto (mi tillito). Se casó con la idea de
que, al “escaparse” del yugo de su estricta madre, tendría oportunidad de salir a fiestas y cafeterías con
sus amigas y amigos; sin embargo, fue todo lo contrario, pero al ver que no tenía otra alternativa, decidió
adaptarse y aceptar el amor sincero, la estabilidad y el sustento que mi abuelito le ofrecía.
Sus mejores amigas: Maru y Edith, a quienes conoció en la Guay, en sus cursos de “El arte de hablar
en público” y de bádminton. También ahí tomó cursos de salvavidas, ballet acuático y de maestra de natación, y le gustaba el boliche. De los deportes aprendió la importancia de la disciplina y la pasión por lo
que se hace, claves para lograr el éxito.
A sus 88 años, Carmelita cree firmemente que, como “ha tenido tanta felicidad en su vida, ha dilatado mucho”: superó un cáncer de mama —que nos hizo reencontrarnos y nos volvió mucho más unidas— y una hipertensión crónica. Se niega rotundamente a usar bastón, a pesar de que a veces “le falla”
su rodilla, pero no quiere “parecer” una ancianita.
Dice que ha sido muy feliz desde que se casó. Aunque, cuenta, una vez decidió “abandonar” a mi
abuelito por sentirse excesivamente controlada; pero, al no tener a donde ir luego de que su mamá la
regresara con todo y su maleta por no poderla mantener, pensó en hacer todo por la buena y, “aparentemente”, como su marido dijera, para que así él hiciera lo mismo; y pudieran llevarse mejor. Pequeños
disgustos sí hubo, pero nunca discusiones fuertes ni faltas de respeto. Ella considera que su vida es muy
“jocosa”, llena de detalles divertidos, y que a todo lo que ha hecho siempre le ha echado muchas ganas.
Gran parte de los mejores recuerdos de mi infancia, y varios episodios de mi vida adulta, son en
compañía de mi Carmelita, quien disfrutaba llevándonos a mi hermano Vic y a mí a su casa en Cuernavaca y de fin de semana a Acapulco o Cancún. Ahora es bisabuela por parte de sus tres nietos. Disfruto
muchísimo hablar con ella o verla, aunque sea sólo por un instante. Es una persona muy importante y
especial en mi vida, tenemos una afinidad innegable y somos grandes amigas. Ha contribuido a hacer
de mí la persona que soy. Me da tanta ternura cuando hablo con ella y escucho la pregunta infaltable en
nuestras conversaciones:
—Y, a ver, ¿cuándo nos vemos, mi Cori?
Me hace sentir tan especial saber que alguien ansía verme con tanto amor que quisiera poder verla
todos los días.
Mi Carmelita ha preparado varios platillos, que ya son clásicos y que a mí siempre me parecieron
deliciosos y únicos: me recuerdan miles de momentos familiares llenos de alegría, juegos y deseos de
halagar y agradar a los comensales. Definitivamente, también tenía que ver con el gran amor que siempre
le ha puesto a sus platillos. Mis favoritos, el pan de elote, los romeros y los pays dulces y salados.
Amante de los partidos de tenis, el bingo, Acapulco, los juegos de cartas; seguidora de los chismes de la farándula y de las telenovelas.
Excelente ama de casa con verdadera vocación, buena tejedora de prendas de estambre (en alguna ocasión intentó enseñarme
infructuosamente), buena confeccionadora de prendas sencillas; bailarina, nadadora, siempre ha disfrutado de la buena comida, sobre
todo si es en un buen restaurante.
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Pan de elote
(8 porciones)
6 elotes tiernos desgranados
6 huevos (claras y yemas por separado)
1 barra de mantequilla derretida
1 taza de leche entera
1 taza de azúcar (puede sustituir la leche y el azúcar con 1 lata de leche condensada)
2 cucharaditas de maicena o harina
1 pizca de canela en polvo (o 1 cucharadita de vainilla)
Excepto las claras, ponga todos los ingredientes, en la licuadora. Divida los granos de elote en tres
partes para que se muelan mejor.
Bata las claras a punto de turrón.
Incorpore la mezcla licuada con las claras de manera envolvente
para que no se le salga el aire a las claras.
Engrase un molde con mantequilla y enharínelo. Vierta en él la mezcla.
Hornee a 175 °C hasta que la capa superior esté dorada y que, al introducir un cuchillo,
éste salga limpio.
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La tradición del pan
Sarah Corona Berkin
Guadalajara, Jalisco
Yo me llamo Sarah por mi abuela. Entre los judíos no se acostumbra poner a un niño el nombre de un
familiar que aún vive, pero como mi papá no era judío pensó que llamarme Sarah sería un homenaje a su
suegra.
Sarah, que había nacido en Polonia, probablemente a fines del siglo xix y de una familia judía ortodoxa, lo celebró como una gran broma de su yerno mexicano, y me convirtió en su nieta favorita.
Mi abuela Sarah tuvo dos novios pero sólo conoció a uno. El primero era un polaco emigrado a
Buenos Aires que mandó buscar a su tierra natal una joven para casarse. La elegida fue mi abuela, pero
tardó tanto en cruzar el Atlántico que cuando llegó a tierra firme su bienhechor se había ya casado. El
segundo novio, un ruso recién llegado a Argentina, se convirtió pronto en su esposo y en el padre de sus
tres hijos. Mi mamá fue la segunda y nació en Chile.
La cocina en casa de mi abuela era sencilla y ritual. No se mezclaban productos lácteos con carne,
no se comía cerdo y el caldo de pollo era la comida cotidiana. Había pocos alimentos que interrumpían
la monotonía culinaria; el pan era uno especial. Sarah recorrió la mitad de la tierra, de este a oeste y de
sur a norte. Dejó muchas cosas a su paso, pero la receta del challach la acompañó siempre. En todas las
casas en las que vivió amasó harina y levadura para producir el lienzo que hábilmente tejía para formar la
hermosa hogaza de pan trenzado.
Las medidas exactas para hacer este pan son aportación de mi mamá, quien observó, a su vez, a su
mamá y registró cuidadosamente las cantidades y el procedimiento.
Mi abuela, antes de hornear la pieza, desprendía un trocito de la masa cruda y la lanzaba al horno,
como ofrenda a Dios. Sólo en dos fechas al año el challach se confeccionaba de forma distinta: el día del
perdón y el día que empezaba el año. En estas festividades la trenza tomaba una forma circular:
—Como circular es la vida —señalaba en esas ocasiones.
La última vez que la vi, comía muy poco y sólo bajo insistencia de los que la rodeaban. Cuando yo
intenté, ella, con una débil sonrisa, musitó:
—Ahora la niña le da de comer a la abuela.
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Challach
1 sobre de levadura deshidratada
1 cucharada de azúcar
1 cucharada de harina
1 taza de agua tibia
2 tazas de harina cernida
4 cucharadas de azúcar
1 cucharadita de sal
2 huevos
1 cucharadita de aceite
1 cucharadita de vainilla
1 yema de huevo revuelta con un poco de azúcar
Mezcle la levadura con el azúcar, la harina y un cuarto de taza de agua tibia.
Deje reposar 5 minutos.
Cierna la harina, el azúcar y la sal tres veces.
Haga un hoyo en el centro de la mezcla cernida y vierta allí los huevos, el aceite, la vainilla, media taza
de agua tibia y la mezcla de la levadura.
Revuelva y amase hasta que el resultado sea suave y elástico.
Engrase un recipiente y coloque ahí la masa.
Tape con una toalla hasta que suba (durante unos 45 a 60 minutos).
Presione la masa, vuelva a tapar y espere a que duplique su tamaño.
Divida la masa en tres porciones iguales.
Enharine ligeramente una tabla y forme tres tiras de igual tamaño.
Trence como lo haría con el cabello y acomode sobre una lámina engrasada.
Cubra con la toalla y espere a que duplique su tamaño nuevamente.
Barnice con la yema de huevo.
Hornee a 350 °F durante media hora, aproximadamente,
hasta que quede dorado y suene hueco al golpearlo.
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La precisión de Pita
Sarah Bak-Geller Corona
Guadalajara, Jalisco
Mi abuela, una emigrada judía de ascendencia ruso-polaca, fue concebida en Buenos Aires, nació en
Valparaíso, vivió en Guatemala, creció en Chicago y se casó en Tepic, Nayarit. Yo siempre quise cocinar
como ella. Hasta hoy me emociona verla rodeada de sus instrumentos de medición, calculando con precisión científica los ingredientes de cada receta. El tanteo nunca ha sido lo suyo, y eso me quedó claro
desde mi primera lección de cocina, cuando aprendí a rendirle culto a la espátula y a las tazas y cucharitas
de medir. Mi abuela se inició en la cocina en Chicago, durante la Gran Depresión, y más tarde en Francia,
entonces devastada por la guerra. Esto me lo platica cada vez que coloca la suficiente sal para llenar la
cucharita de 1/8. Ni un grano más, ni un grano menos. Y con la misma concentración mide una taza de
azúcar: a sus 93 años, la toma entre sus manos, la coloca a la altura de sus ojos y, a contraluz, le pasa un
cuchillo por encima para retirar los excedentes. Desde hace más de 50 años ésa es la taza de azúcar de mi
abuela: constante, invariable, equilibrada y justa.
La vida de mi abuela, como su cocina, se mide al ras o en “copeteado”, jamás en términos medios.
Si mi abuela es prudente para la cocina, fue muy poco calculadora en el amor. En un acto de completa
espontaneidad, Pita se casó con mi abuelo, a sólo dos semanas de haberlo conocido. Cuando le pregunté
cómo supo en tan poco tiempo que mi abuelo sería el hombre de su vida, ella respondió sin tantear, sobrada, rebosante, colmada de recuerdos:
—Porque me hacía reír mucho.
Cada invierno, cuando mi hermano y yo visitábamos a mis abuelos, no faltaba el pastel de frutas
secas que mi abuela había preparado con meses de anticipación. Yo soy la tercera generación que ha
aprendido a hacer el fruit cake. El que yo hago nunca es tan bueno, y me pregunto si siendo más exacta
en las cantidades, o quizá improvisando un poco más en el amor, me quedará algún día como el de Pita.
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Fruit cake
(Para 3 kilos de pastel)
2 tazas de piña azucarada en cubitos
2 tazas de cáscara de naranja azucarada en cubitos
1 taza de biznaga en cubitos
1 taza de limón azucarado en cubitos
2 tazas de cerezas azucaradas en cubitos
1 taza de chabacanos en cubitos
2 tazas de dátiles en cubitos
6 tazas de pasas
1 cucharada de raspadura de naranja
2 cucharaditas de raspadura de limón
1.5 tazas de ron
4 tazas de nuez ligeramente tostada
1 taza de mantequilla
1 taza de azúcar
5 huevos
3 tazas de harina cernida
2 cucharaditas de polvo de hornear
Media cucharadita de bicarbonato sodio
Media cucharadita de sal
Media cucharada de canela
1 cucharadita de nuez moscada
Media cucharadita de pimienta
Ron para cepillar los pasteles
Excepto la nuez, coloque la fruta en un recipiente grande. Mézclela con el ron y deje marinar varias horas.
Agregue las nueces y revuelva varias veces.
Ponga la mantequilla en la batidora a velocidad media y añada el azúcar poco a poco, hasta que esponje bien.
Agregue los huevos (dos a la vez), hasta que esté todo batido.
Cierna la harina con el polvo de hornear, el bicarbonato, la sal y las especies.
Espolvoree la fruta con una taza de la mezcla cernida y revuelva ligeramente.
Añada el resto de la mezcla a la batidora y siga revolviendo a baja velocidad.
Agregue esta masa a la fruta y revuelva bien con las manos.
Engrase los moldes. Fórrelos con papel aluminio y engráselo.
Coloque la masa en los moldes: no llene más de dos terceras partes.
Hornee a 180 °C, aproximadamente durante 70 minutos.
Deje enfriar los pasteles y cepíllelos con ron.
Cúbralos de nuevo con papel aluminio y métalos en bolsas de plástico, cuidando que estén bien selladas.
Déjelos a temperatura ambiente un par de días y después un par de semanas en un lugar fresco.
Durante este tiempo vuelva a cepillar los pasteles con ron.
Finalmente guárdelos en el refrigerador. Los que no se consuman pueden durar años en el congelador.
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Para seguir saboreando
La Tejedora de historias
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Mambo número 8
Laura Athié
Ciudad de México
Orgullosa madre de Abril. Cachanilla por convicción. Maestra en Políticas Educativas por el iipe-unesco.
Ama a su padre, de quien heredó mirada árabe y fantasía. Aunque públicamente trabaja en oficinas, mantiene una lucha silenciosa y constante en favor de la memoria. Por eso es la Tejedora de historias.
A Carmen y todos sus amores.
1971: Callejón del Basilisco y 2ª Calle de la Amargura, antiguo Barrio de Tepito
Mi padre me recogía de la escuela en su Oldsmovile verde 1959 para repartir los pedidos de mayoreo.
Después, entre las pisadas lodosas de los cargadores, entrábamos caminando al galerón cuadrangular dedicado a la venta de legumbres, frutas, huevos, semillas, aves de corral y pescados.
De boca en boca, el mercado transformaba las historias de comerciantes, boxeadores, artistas y pordioseros hasta convertirlas en mitos, como el de Carmen la bailadora.
Ella y mi padre usaban mandiles de tela plastificada, botas de hule y guantes para protegerse del agua
con sangre que escurría de las tinajas. Ofertaban menudencias o pechugas aplanadas y corrían al puesto
de flautas de barbacoa para zamparse dos o tres aprisa, beberse el tepache y volver rápidamente al trabajo.
Yo los veía recogerse el delantal e hincarse frente a la virgen de los comerciantes que persiste silenciosa al pie de la escalera. Su mirada de cerámica parecía vigilarme mientras yo subía rumbo a la guardería.
La luz apenas entraba por las ventanas tapadas con periódicos viejos y cinta adhesiva para que los
niños no se despertaran. A diferencia de los otros, yo no dormía. Pensaba en Carmen, en que pronto iría
a sacarme del templo de pañales rancios y me libraría de los desconocidos que comían papilla. Sólo ella
podía salvarme del segundo piso del mercado de La Lagunilla, en donde a veces aguardaba hasta que se
vendiera el pollo.
A Carmen nadie le hacía los mandados, se bastaba sola. Se cuenta que tenía garra para el baile de salón, los ahorros, las ventas y las peleas a mano limpia sin réferi. No se le daba el canto pero ni le importaba,
desentonaba boleros cuando le placía.
Fernando, mi padre, dice que corroboró el mito cuando él dijo que quería casarse con su hija. Entonces enfrentó su talante.
Se conocieron entre pierna y rabadilla, mientras despachaban el retazo con hueso. Mi madre era una
belleza blanca y tímida de diecisiete años, recién coronada reina del mercado, y paseada por las calles
sobre un tráiler, escoltada por una banda de música y globos de colores. Él, que se sentía el dios del universo, tenía veintiocho años y, cuando la vio a media pista, la sacó a bailar twist durante una fiesta a la que
fue invitado como el próspero hijo comerciante de un emigrante libanés. Luego le propuso matrimonio.
De todos era sabido que Carmen no se andaba con tientos. Tenía carácter alegre en fiesta y de los
mil demonios si alguien pisaba sus terrenos. Femenina pero ruda en los negocios. No se amedrentaba de
llegar a los puños.
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Tenía que sobrevivir en el mercado bajo las miradas de las otras mujeres y sus maridos. Caminaba
firme y segura, atenta a que no le fueran a tranzar con el cambio, a robar la bolsa, a quitar la morralla o a
dar el dos de bastos, esa estrategia de carteristas.
Parecía valiente ante todos, entrona, aparentaba tener fuerza. No lloraba frente a los enemigos ni se
rendía, así otros vendieran más barato mientras su pollo se pudría.
Yo recuerdo a una mujer de cuarenta y tantos años, bullanguera, distinta al resto, que manejó hasta
que le dio la vista, caminó hasta que sus piernas aguantaron y, cuando ya no pudo más, vivió lo suficiente
como para no depender de nadie o hacer perder el tiempo a los demás en hospitales.
Imagino su furia en la escena de petición de mano que mi padre cuenta: ella rabiosa en la sala de su
casa; mi madre llorando en el piso, jurando que no está preñada; mi padre tratando de detener a Carmen,
y ella apaleando a su hija con manos y piernas, enfurecida hasta dejarla ensangrentada.
No me lo contó, pero sé que por motivo cualquiera, desde muy niña, a ella también la golpeaban,
primero con puños, luego, la vida y las negativas de su padre para volver a verla. Según me dijo, tendría
trece años cuando sufrió uno de los maltratos más humillantes de su vida.
Puedo imaginar cómo se sintió Carmen a esas horas, en ese sitio tan lóbrego. Juraría que advierto la
grasa en las paredes, que escucho el correr de las ratas y el crujir de la madera contra el suelo en el que fue
varias veces maltratada.
Lo evoco y parece que siento el olor del pasillo por el que subíamos, ese espacio húmedo y sanguinolento al que arribaban los camiones provenientes del rastro, cerca del puesto de pollo fresco de mis padres.
Cierro los ojos y recuerdo el corredor rumbo a la guardería del mercado. Ahí está ella, en la tienda
del tendero, moviendo las latas, despachando la crema, la manteca, las habas.
Muevo el pie, subo el escalón, tengo once años, percibo el olor nauseabundo, la virgen con luces
intermitentes me está mirando. Doy otro paso, la veo, lleva mandil y el patrón está a su lado, apenas en
pubertad atiende el puesto del tendero que la mira, un día, un segundo día, que la roza adrede, lascivo,
desesperado.
Recuerdo la mano del adiós de mi padre que me dejaba ahí, en el segundo piso, con la promesa de
regresar en varias horas, y la veo a ella, la escucho gritar por auxilio: el tendero la toca, ella se defiende, lo
araña, grita queriéndoselo quitar de encima y luego vuelve al rato, años más tarde, por el mismo escalón,
sube uno, otro y luego el otro y entra Carmen cuando venía a buscarme a la guardería, con su risa carmín,
su tez de ocre y esa voz que no paraba de contar historias. La miro platicar con uno y con la otra, rezar a
la virgen, pedir al Divino Niño Jesús una súplica para los tiempos difíciles: tengo mil dificultades, ayúdame, con
tu inmenso poder, protégeme, la veo persignarse, depositar monedas y gritar con su carcajada fresca diciendo:
Pásele, pásele, marchante.
Esa niña morena de pechos florecientes, sin un padre que diera la cara, se sabía sin derechos y con
obligaciones que ese día no había cumplido. ¿Para qué acusar, si nadie iba a creerle? Se paró, limpió la sangre de su piel y el sudor sucio del tendero, acomodó su falda rota, tomó las monedas que le correspondían
por su trabajo en la tienda de abarrotes y volvió a casa.
1927: Popotla
Se llamaba María del Carmen González Arriaga, conocí su nombre completo al leer el acta de defunción.
Su padre ,Víctor González, la reconoció ante la iglesia y se fue, no sin antes zapatear unos jarabes.
Nacido en el pueblo de Tabernillas, Toluca, bailaba durante las fiestas con un vaso de tequila en la
cabeza sin derramarlo, cantando: Huarachas, huarachas, huarachas gachas y víboras chirrioneras, ¿pa’ qué no me pican
ahora?, que traigo mis chaparreras.
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El día de su entierro, en un cerro toluqueño, hizo viento en extremo y llovió mucho. Cuentan. Carmen y sus hermanas daban instrucciones:
—Que se baje al difunto y se entierre mañana, nos estamos mojando —decían.
—De ninguna manera, que se suba y se entierre, ordenaba Carmen.
Juana y Soledad se contraponían a su hermana e indicaban que subiera al muerto. Los cargadores
panteoneros levantaban la caja, muerto pasaba tieso en su ataúd pidiendo descanso entre las dolientes —
entre las que por supuesto no se encontraba Carmen, quien movía la cabeza en señal de desacuerdo—,
para ser colocado de nuevo al interior de la carreta, mientras el resto de la gente se sonaba las narices
polvorientas y hacía el llanto.
—Que dije no y es no. Al muerto se le entierra cuando yo digo. Qué me importa que llueva— señaló
Carmen.
Dicen que las señoras que lloraban como Magdalenas ese día del largo entierro que se hizo noche
aseguraban que esta vez, de tanto que lo subían y lo bajaban, sí se le cayó la copa a don Víctor el muerto.
Carmen, gallarda, sin ápice de duda, no cedió un paso ante su familia entera.
Sacando ventaja de sus defectos, se volvió el sueño de solteros, casados, viudos, divorciados, mayores
que ella o con diez años menos. Era la hermana de menor estatura, la de más anchas caderas y la de tez
más morena.
Mientras terminaba la primaria, comenzó a bailar mambo. Trabajó en algunos restaurantes con Sara,
su amiga hasta la muerte. Luego se metió a estudiar para ser guía de turistas y aprendió un inglés coloquial
tan convincente que bajó el tipo de cambio de doce a diez pesos el dólar, en cada una de las compras que
hicimos durante nuestro primer viaje familiar a Laredo.
Hace tiempo que su padre, mi bisabuelo el de las víboras chirrioneras, las había abandonado. Las tres
hermanas tomaron su destino. Juana y Soledad se casaron para hacer familia, no así Carmen, que, tras saberse embarazada, decidió abrirse camino lejos de su casa, para evitarle vergüenzas a Francisca Saturnina,
su madre.
Dependiendo la anécdota o el tema de conversación, decía que había nacido en Chihuahua, en
Aguascalientes o en el Distrito Federal. Una vez me contó que fue acapulqueña. El asunto es que a los
veintitrés años llegó al mercado de La Lagunilla para trabajar el puesto de pollo de su prima Trinidad y
criar a su hija Laura, recién nacida.
Era una mambolera de gracia singular. Lo poco que sé de mambo y chachachá se lo debo a sus manotazos sobre mi nuca cada que equivocaba el paso. Cuando bailábamos, yo terminaba en carcajadas,
porque ella contaba del uno al ocho como si fuera Pérez Prado y terminando hacía: “¡Uh!”. Se movía como
auténtica rumbera, y con el mismo ritmo trabajaba.
A ella nadie le regalaba nada, no perdía el tiempo, tomaba el tequila derecho y sin limones, aguantaba más tragos que los machos de su rumbo. Comía sano, a diferencia de mi madre, hacía ejercicio,
preparaba sus licuados con jerez, huevo y vitaminas. En su cocina no había espacio para el cochambre ni
las cucarachas. Le disgustaban los platos chicos o medio llenos, y no servía los frijoles separados de las
verdolagas, te lo comías todo junto y rápido, porque el estómago no tiene departamentos, aseguraba.
Madrugaba aunque hubiera estado de rumba toda la noche. No salía despeinada o sin maquillarse,
pocos hombres le aguantaban el ritmo al bailar o en las caminatas. No desperdiciaba un grano ni permitía
que lo hicieras, jamás pedía dinero, siempre prestaba y se guardaba las monedas en el pecho. Comía los
rabos de gallina y la cola de los camarones, chupaba los huesos del tuétano y las patas de pollo.
Durante su madurez, no perdió coquetería ni garbo. Esplendorosa hasta sus días finales, tuvo tres
grandes amores y muchos amantes. Mujer limpia, mujer adorada, decía. No hubo día que no se bañara.
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A ella nadie le regalaba nada, no perdía el tiempo, tomaba el tequila derecho y sin limones, aguantaba más tragos que los machos
de su rumbo. Comía sano, a diferencia de mi madre, hacía ejercicio, preparaba sus licuados con jerez, huevo y vitaminas. En su
cocina no había espacio para el cochambre ni las cucarachas. Le disgustaban los platos chicos o medio llenos, y no servía los
frijoles separados de las verdolagas, te lo comías todo junto y rápido, porque el estómago no tiene departamentos, aseguraba.
A mí se me dificultaba respirar en esa horrenda catedral de vapor y sudores, pero ella era asidua a los
Baños Regis del centro de la ciudad, mudos testigos de nuestras andanzas jabonosas.
Yo me angustiaba al menor descuido, pues podía cambiar de abuela por la vista nublada o la confusión de gotas de agua en las paredes y los vidrios, la sal y las mascarillas de licuado de fresa con pepino o
mermelada de almendras, avena y miel —todas de su receta original— que Carmen me aplicaba en favor
de la belleza, mientras se tallaba el cuerpo con una toalla y las plantas de los pies con piedra pómez, hasta
que la piel quedara colorada.
Siempre parecía con energía. Cuando tenía sesenta y tantos años, caminaba en lugar de tomar un
taxi, bailaba sin cesar en cualquier verbena, cantaba cuando los jóvenes estaban agotados y, si los veía
sentarse, los paraba diciendo:
—¡A ver, a ver, arriba!, que se nos está aguadando la fiesta.
Observarla cocinar era como apreciar un rito religioso. Así como el cura coloca la ostia sobre el cáliz,
con la misma parsimonia, ella encendía la radio en la xeq, se ponía el mandil sobre el vestido, observaba
cuidadosamente los cuchillos, tomaba la olla y encendía el fuego con precaución de no despeinarse ni quemarse las pestañas. Yo permanecía sentada en un banco, desde el momento en que elegía los ingredientes,
hasta el hervir de los tomates verdes con el chile. Ella me daba indicaciones sobre cómo ahorrar, porque
la vida sería dura, y decía que me sentara derecha o quedaría jorobada y panzona.
Se negaba a leer recetas de cocina, argumentando que estaba vieja y lo sabía todo más que el diablo.
Se colocaba rabos de cebolla, orillas del pepino, rabanitos en mitades o hilos rojos con saliva en la frente,
según la dolencia o la necesidad: la cebolla para no llorar, los pepinos para las ojeras, los veintes de cobre
para la buena suerte, los lazos para el hipo y los rábanos para que la boca nos huela muy bien y no haya
impedimento para el beso.
Probaba sus guisados hasta llegar a la mesa, siempre confió en su sazón. Al paso de los años y al
menor kilo extra, me llevaba a rastras a un rincón alejado de los comensales, para recomendarme dietas.
Intentó enseñarme a peinar como señorita decente, a escuchar el instinto para distinguir al hombre
y a tejer una cadenita de estambre con gancho al ritmo de un derecho y un revés, hasta que se dio por
vencida.
Decía que Jorge Negrete era un farsante y, sin embargo, lo entonaba con la misma pasión con la que
me iba jalando al caminar entre los pasajeros del metro, con la mismísima fuerza que sentí en su voz al
oírla llorar en el velorio de Paloma.
1997: Panteón de las Lomas
Seis sillones de piel, parientes sentados a la espera de las cenizas en la habitación del velatorio. Nadie
lloraba en un volumen alto, todos, incluyendo a mi madre, sollozaban. Mi padre caminaba tieso, con el
cuello lleno de urticaria. Llevaba puesto su traje negro de los velorios. Yo, en una especie de éxtasis incomprensible, no terminaba de creer lo sucedido.
Los cirios que alumbraron el féretro, en el que minutos antes yacía mi hermana con diecinueve años
recién cumplidos, parecían vibrar con el llanto de Carmen. Mientras los otros aguantaban las lágrimas
apretando la garganta, ella lloraba a lamentos dolorosos sin guardar compostura, desde la única habitación
privada.
Aquella noche en que murió Paloma, Carmen lloró con el rostro, los ojos, la mirada. Gritó con la
garganta, las manos y las uñas como si se las encajaran en el cuerpo, sufrió una desesperación que arranca
los cabellos, un dolor físico que no he vuelto a ver.
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Muchos años después, al mirarla tendida al fondo de la fosa, con los labios grises y los párpados
tiesos cuando entré a la morgue, no pude llorar como ella lo hubiese hecho, aunque algo profundo me
aprisionaba el pecho.
2005: Mesa de Otay, Tijuana
Encomendada por mi madre, entré al cuarto para encontrar a la enfermera muda que, estirando la mano,
me dio un papel y dijo:
—Firme aquí —luego señaló con el brazo extendido hacia la izquierda— al fondo, ahí, abajo. Entonces la vi, tendida sobre la plancha, el color la había abandonado. Y no me gustó esa imagen gélida, porque
ella era candente. Aunque firmé el papel y escuché las instrucciones, me alejé segura de que ésa no era la
mujer que me ponía el mambo a todo volumen para enseñarme a mover la cadera.
Cuando entré a reconocerla extrañé su presencia bullanguera para con las buenas costumbres de sus
tiempos. Esa mujer tendida bajo una luz, pálida, desnuda, con los pechos flácidos, opaca y sin vida debajo
de la sábana, de ninguna manera podía ser mi abuela Carmen, porque ella jamás fue gris, al contrario,
usaba artilugios incomprensibles en la cabeza: sombreros cuando hacía sol para no mancharse los cachetes, turbantes de toalla en colores vivos si salía del baño, pareos con estampados brillantes para la playa.
La mujer siempre debe ser femenina, me decía, sume la panza y sonríe, niña, aunque te esté llevando la
tristeza.
Para las grandes fiestas jamás prescindía de las flores. Le gustaban el girasol, las margaritas, los claveles, las rosas y las aves del paraíso. Mientras más grandes y coloridas, mejor para ella y peor para mí.
Solía pasar por mí a la casa en su Rambler plata:
—A mí nadie me lleva ni me trae que para eso me basto sola.
Tocaba el claxon con impaciencia y gritaba:
—¡Vamos a la fiesta!
Yo subía con pesadumbre, sabiendo la que me esperaba. Minutos más tarde entrabamos juntas por la
puerta del salón, de la casa o del zaguán donde fuera el jolgorio, para recibir miradas burlonas sobre Carmen que, sonriente, portaba una flor amarilla o magenta sobre su oreja, igual a la que, contra mi voluntad,
me había colocado.
—Abuela, no quiero ponerme flores en la cabeza, me da vergüenza.
—Jamás digas eso, escuincla. Las mujeres de mi familia no tienen pena.
Yo saludaba, tratando de disimular, sin saber exactamente a cuál familia se refería, porque ninguna de
las otras mujeres de la fiesta llevaba floreada la cabeza.
1977: El Molinito
Su primer gran amor oficial fue don Jorge Juárez, padre de mi madre Laura, cocinera de talento como
él. Fue un afamado chef español de unos ciento ochenta centímetros de alto y quizá más de doscientos
ochenta de cintura, que tras radicar en México tuvo un restaurante justo frente al edificio de Bellas Artes y
Correos. Jorge era un gigante de voz profunda que, cuando se sentaba conmigo a dibujar, resonaba en mis
tímpanos aún después de saludarme. Murió tiempo antes de que yo cumpliera quince años. Desconozco si
cantaba, pero me parecía un apuesto tenor de enormes proporciones.
El segundo y el más apasionado, José Alcántara Cazas, un hombre calvo y sonriente, fue un comerciante marquetero que, para agradar a Carmen, enmarcó gratuitamente nuestros retratos de niñas, bodas,
graduaciones y cuanto festejo terminara en fotografía, en chapa de oro con formas exageradas diseñadas
especialmente por él, que hacían que nuestra estancia pareciera museo. Le llamábamos Abuelo Papis. Era
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un duranguense con el que Carmela recorrió el país y cruzó la línea hacia el otro lado varias veces, cultivando su espíritu viajero mientras mi madre, de diecisiete años, cuidaba el puesto, guardaba el dinero y
educaba a mi tío Óscar, hijo de ambos y su nuevo hermano.
Pero mi favorito fue el tercero, un general de la Revolución que contaba una historia nacional divertida y totalmente opuesta a la que leía en mis libros de la sep, con quien se casó a los cincuenta años.
Lo conocí de 82 años, un día que en una cita arreglada por Bertha, amiga que había recomendado a
mi abuela darse tiempo para conocer un viudo de no mal ver, llegó a mi casa pretendiendo a Carmen, uniformado de verde, elegantísimo y cubierto de galardones. Pasó para llevarnos a nuestro primer desfile del
20 de noviembre en el Zócalo. Yo quedé impresionada al verlo así tan erguido, serio y verdoso, después
de su autoritario ¡niña, busco a Carmela!, cuando le abrí la puerta.
Había llegado el hombre que la pudo aquietar, pero, ¡qué osadía decirle Carmela en lugar de Carmelita!, ¿cómo se atreve?... Mi abuela lo va a poner en su lugar, pensé.
Era asiduo a las fotografías y a las leyendas, que compartimos durante muchas tardes a media luz, en
su despacho tapizado de reconocimientos y diplomas. Me abrió su verdad del México revolucionario al
son de los corridos de Ignacio López Tarso, con su única y no oficial versión de los hechos:
—Mentiras que Benito Canales haya muerto sin caballo —me decía— ponte abusada, chamaca, te
contaré cómo fue la historia que viví.
Mientras Carmen limpiaba, yo miraba las fotografías a caballo, a pie, con solados rasos, carabina o
botella en mano y el general me explicaba su relación con éste o aquél prócer nacional en el departamento
de Tlalpan que mi abuela conservaba reluciente.
Ahí se servía la comida sabrosa y en punto. Aunque al general no le gustara el picante, que Carmela
utilizaba en exceso, siempre decía que estaba muy rico.
A condición de que por ningún motivo me atreviera a ganarle, el general me enseñó a jugar cubilete con sus dados de marfil, con Agustín Lara y mi abuela recomponiendo sus letras de fondo. Yo sacaba
tercias y ella bailaba en la sala o platicaba con las amigas del insen que, sentadas y achacosas, le decían:
—¡Ay, qué bárbara, Carmela!, tú no te cansas.
Para el general todo era un misterio y siempre había que tener precaución, no nos fueran a escuchar
los enemigos. Así; enamorar a Carmela y mantenerla sosiega le representaba un reto. Ella, indescifrable,
él, un estratega, yo presenciaba a diario una misión de guerra. Finalmente la convenció con argumentos
militares, de que las flores son lindas pero no hay necesidad de llevarlas tan grandes.
Ahora me entero de que en su adolescencia, Carmen estuvo en el hospital un largo periodo en el que
como tratamiento sufrió electro shocks, y que lo que yo creí ver como un Alzheimer la última ocasión que
hablé con ella, era sólo su límite de vida, que parecía haberse terminado.
Ignoro si a ello se debían sus arrebatos de personalidad, pero recuerdo escuchar al general diciéndole:
—Carmen, tranquila —mientras ella caminaba con la pierna enyesada que se había roto porque la
atropellaron cuando necia, como el general decía que era ella, insistió en ganarle a un trolebús en un eje
vial. A raíz del accidente perdimos la imagen hilarante de ese carro gris plateado que veíamos llegar los
sábados a la casa, con ella al volante y el general agarrando cauteloso el mango de la puerta, sin soltar el
bastón, haciendo de copiloto.
Aunque tuvo que estarse tranquila por unos días, no paraba. Ahí iba el general detrás de ella a la azotea del edificio para tender la ropa o de Nativitas a Salto del Agua para caminar rumbo a Chapultepec. Él
rezongando y ella, con su pierna enyesada, le decía:
—Ándele, camínele, mi general, no se me raje, ni se queje, ni mucho menos se me afloje.
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Lamenté cuando la senilidad de mi amigo el general ya no le permitió seguir el paso de mi abuela.
Era un héroe real, canoso y de zapatos boleados, amante de los juegos de azar y el caminar de Carmen,
que se negaba a usar los anteojos bifocales porque le restaban hombría, aunque chocara con los cristales
de los aparadores.
Entonces las fiestas patrias eran mi evento favorito, porque podíamos ver, entre el paso redoblado de
los cadetes, la personalidad contrastante de Carmen y Manuel. Parecía que se armaba la guerra.
Por la Antigua Calle de Moneda llegábamos a Palacio Nacional, en un enorme auto negro recién
encerado. Mi abuela, desesperada por el calor y por las medias, que debía de usar desde que se casó con el
general, quería salir del carro. Mis hermanas y yo permanecíamos atentas con los ojos orientales, estirados
hasta la nuca por la coleta de caballo. Carmen se estremecía por el tiempo perdido en saludos insoportables y deferencias, mientras el general bajaba con toda parsimonia como estirando cada hueso.
Sentadas a la espera en el asiento trasero, nosotras mirábamos la escena ataviadas con vestido ampón,
moño, zapatos de charol y calcetines de encaje, boquiabiertas con la sobriedad de los militares de verde
que abrían la puerta y decían:
—¡Adelante, mi general! —mientras mi abuela los quitaba del camino, abriéndose paso y mascullando— A un lado, anden, muchachos, anden.
Cientos de soldados marchaban y mi abuela, elegantísima, agitaba el abanico. Los rostros con casco
giraban, los brazos erguidos saludaban, deteniéndose unos segundos frente al general y su esposa. El batallón se cuadraba respetuosamente en actitud marcial para saludar, ¡ya!
Sentados en las gradas bajo el balcón Presidencial y con el presidente López Portillo en el piso superior, buscaba autoridades en los alrededores del Zócalo. Sonaban las trompetas militares. La única generala
floreada y sensual que veía era mi abuela.
En cada partido de póquer fueron envejeciendo. Se molestaban si uno perdía o el otro se equivocaba,
cada vez veían menos, pero se negaban a admitirlo. Al cumplir noventa y cuatro años murió el tercer esposo. Doña Carmen González viuda de Guevara, dejó de usar pantimedias y se fue apagando poco a poco.
Me sorprendió la actitud de mi abuela: al quedarse viuda comenzó a romper las imágenes con Obregón, Villa, Madero y Zapata, que el general me mostraba. No comprendí su enojo ni por qué lo hizo si yo
le pedía que me las regalara. Quería guardarlas, pero ella me dijo que no, que me hiciera a un lado y no
estorbara, que dejara de chillar porque la vida no estaba hecha de recuerdos, y continuó llenando el bote
de basura con trozos de papel fotográfico. Ese día me molesté profundamente con ella.
1960: Dulcería de Celaya
Hace dos meses viajé a casa de mi madre en Tijuana por una razón muy poderosa: Carmen dejó de ponerse
flores. Tenía varios días sin querer salir, olvidaba los sitios y las cosas. Cuando supo que yo había llegado,
bajó de su recámara a saludarme. Estaba despeinada, calzando pantuflas, en pijama y sin los labios rojos.
Hablaba como si estuviera perdida. Me besó y dijo, como si nos hubiéramos visto ayer:
—¿Te preparo tu huevo con nopales?
Mi madre, que sabía que la estaba perdiendo, rompió en llanto. Yo respondí:
—Sí, por favor, abuela—. Ella caminó despacito a la cocina.
Carmen, que insistía en que a la gente debe bautizársele con el nombre que indica su santoral, solía
salvarme de la guardería y cuidarme mientras mis padres trabajaban. Cuando iba por mí, caminaba erguida
llevándome a las compras mientras me cantaba a capela por la calle: Bonita, haz pedazos tu espejo.
Yo le pedía que me hiciera huevos con nopales, como los que esa tarde en la casa de mi madre se
ofreció a cocinarme, aunque ya no sabía cómo prender la estufa, ni dónde se encontraba la sartén.
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Me sorprendió la actitud de mi abuela: al quedarse viuda comenzó a romper las imágenes con Obregón, Villa, Madero y Zapata,
que el general me mostraba. No comprendí su enojo ni por qué lo hizo si yo le pedía que me las regalara. Quería guardarlas,
pero ella me dijo que no, que me hiciera a un lado y no estorbara, que dejara de chillar porque la vida no estaba hecha de
recuerdos, y continuó llenando el bote de basura con trozos de papel fotográfico. Ese día me molesté profundamente con ella.
Ya no era la mujer que maldecía a ese inútil que construyó los ejes viales, moviéndose por entre las
sillas para servir los platos en la mesa, arreglada en perfecta alineación de mantel, cuchara, copa y vaso:
—¿Por qué unos carros deben ir a la derecha y otros a la izquierda al mismo tiempo? No podemos
voltear la cabeza en sentido contrario —refunfuñaba.
Esa Carmen que me recibió ya no se acicalaba con toda elegancia frente al espejo de luna de su habitación, para pintarse los labios de carmín antes de salir. De pequeña solía observarla y decirle:
—Qué bonita abuela—. De inmediato volteaba y me los pintaba también a mí.
La mujer que quería cocinarme como cuando yo era niña tenía setenta y ocho años y se había fastidiado de vivir.
Para su féretro compré un ramo de girasoles. Elegí el retrato que más me gusta de ella y lo puse en sus
manos inertes junto con una foto mía y otra de Abril, para que nos cuide como nadie más lo haría.
Aparece en él Carmen antes de la Diabetes, que me confesó en secreto poco antes de morir:
—Aunque no lo creas, tengo un novio que es joyero y nos vamos a casar.
Carmen en plata y gelatina, cachetona, piernuda, con el cabello en vuelo a la altura de la quijada,
mostrando la nuca, labios rojos, caminando en el centro de la ciudad sobre la calle de 5 de Mayo, contoneando delicadamente las caderas como si bailara danzón en algún malecón veracruzano; detenida en el
tiempo frente a la Dulcería de Celaya.
Bella, vistiendo un traje sastre gris ceñido al cuerpo, escote justo arriba de la curvatura de los senos,
pañoleta anudada al cuello, falda debajo de la rodilla, medias de seda con raya, negras como su mirada, zapato de tacón, cintura de avispa rodeada de un delgado cinturón de cuero. Tendría unos treinta y tres años.
Era un ajuar muy atrevido, me decía. Jamás vi nada más sensual.
En blanco y negro, a su lado buscándole los ojos esquivos, se ven tres hombres echando piropos
lujuriosos y silbidos, mientras ella camina con desdén sin siquiera mirarlos de reojo, como si no existiera
en la calle nadie más. Reina absoluta de la acera, desapareciendo con su presencia a cualquier otra. Nadie
existe en la foto, sólo mi abuela, bellísima dueña de su andar.
Le perdono su intento porque me bautizaran como Laura Leocadia —santa que toca el día de mi
nacimiento— en lugar de Isabel. Esa sensual morenaza de fuego siempre iluminará mi vida y la de Abril,
mariposa morena y libre, como ella.
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Se vieron pocas veces, pero la última tarde, cuando nos preparábamos para ir a un restaurante oriental
en la Mesa de Otay, allá en Tijuana, al subir los escalones de la entrada, Carmen pareció perder el equilibrio. Entonces Abril mi hija, con sus tres años de edad, la tomó de la mano y estrechó su brazo con firmeza
ayudándola a subir, como si Carmen estuviera aprendiendo a caminar.
Podría escribir sobre su espíritu aventurero o contar la travesía que tuvo a sus sesenta y cinco años,
cuando decidió irse a Ketchikan, Alaska, para emplearse en la pesca del salmón. Diría infinidad de secretos
sobre mi abuela pero ni siquiera daré la receta del huevo con nopales que en sus finales quería cocinarme,
porque lo de menos es si son tradicionales en muchas casas mexicanas o si se cocinan con más sal, perejil,
cebolla y epazote, aceite de oliva o chile de árbol.
Lo único importante ahora era la mujer cuyo nombre consta en la foja 12-06 de las actas bautismales
de la parroquia del Arcángel San Gabriel, nacida el 17 de marzo del 1927, de nombre María del Carmen,
vecina de Popotla.
Abuela Carmelita, dejo constancia: te extraño. Te confieso que jamás me gustaron los rabos de gallina, que tomo el tequila con limón y, no tengo remedio, soy chillona. Pero afirmo aquí, que cuando me
lleva la tristeza, me anudo pañoletas y la sonrisa me vuelve al rostro. Y deberás saber que soy muy buena
bailadora de salsa y cuando camino, no olvido sumir el estómago, sacar el pecho y esconder la vergüenza,
para poder sentirme cadenciosa. Tengo un traje sastre como el tuyo, pero no uso tacones, sino botas y,
es curioso, abuela, pero, cuando Abril y yo vamos de paseo por algún parque o caminamos cerca de una
jardinera, suele arrancar flores e insiste en que me las ponga en la cabeza.
Carmen González viuda de Guevara murió el 12 de febrero de 2005 y aseguro que, desde entonces, trae
a los arcángeles bailando al son de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… ¡Mambo!
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Mi abuela…
es como un rompecabezas sin terminar, la salida falsa del laberinto del jardín
le gustaba ir al mercado y regatear
se hacía “la permanente” en el cabello, corto y plateado
era ágil, graciosa, ocurrente, mal hablada
era buena para las bromas y se carcajeaba con mi cara de mortificación
decía que no había nacido para que la mandara un hombre
me preparaba leche caliente con azúcar y un bolillo con nata
es prudente para la cocina, pero fue muy poco calculadora en el amor
de joven andaba con pistola y montaba a caballo como los hombres
era de las mujeres que “no podían enfermarse”
tuvo dos novios pero sólo conoció a uno
vive con la picardía de un chiste rebozándole la boca
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Los autores
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Rocío de Aguinaga Vázquez
Su nombre, Rocío, fue elegido por su abuelo. Sus abuelas le regalaron el placer de las cocinas de leña y
muchas cercanías con su ser indígena. Disfruta trabajar en comunidades wixáritari —llamados huicholes—, con quienes formó dos escuelas, y sobre cuya educación autonómica tiene un doctorado.
Laura Aguirre Lass de Lamont
Instructora del Programa Nacional Salas de Lectura, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
(Conaculta). Intenta desempeñar medianamente bien el complejo trabajo de ser madre; tiene un bellísimo hijo de 9 meses, Rodrigo, y un maravilloso compañero, Rodolfo. A ambos dedica este texto.
Karla Yolanda Daniella Almazán Olachea
Profesora de Literatura, Español y Educación. Estudió bel canto por 15 años y participó en numerosos
conciertos en su ciudad natal. Es la tercera hija de cuatro, única mujer, y la Bibi de la familia (es decir, la
rarita). Vegetariana de nacimiento y buscadora incansable del amor.
Rebeca Analupe Aramoni Serrano
Actriz de corazón, psicoanalista de profesión y, quizás algún día, escritora por puro gusto. Dirige el Instituto Mexicano de Psicoanálisis, fundado por Erich Fromm; es la primera directora mujer. Trabajadora
social por herencia materna, y luchadora incansable por la justicia a través de la vía paterna.
Alberto Manuel Athié Gallo
Fundó y presidió Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo, a.c., como respuesta a los desafíos actuales del país y al llamado del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(pnud). Es miembro cofundador de la Alianza Ciudadana por la Educación.
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Ana Mónica Ávila González
Dulce Corina Martínez Castelán
Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universidad Veracruzana (uv). Participante de sucesos como Cumbre Tajín, Festival Internacional Afrocaribeño, Festival Internacional Agustín Lara, Feria
Nacional del Libro Infantil y Juvenil (filij), entre otros. Narradora y aficionada a las historias.
Tiene alma de hippie. Ama las conversaciones y la lectura. Suele hacer varias cosas a la vez. Disfruta ayudando a cualquier persona. Cree firmemente en la importancia de la voluntad, la compasión, la empatía
y la fuerza de una sonrisa como instrumentos para transformar al mundo.
Sarah Bak-Geller Corona
Es autora de Habitar una cocina (Universidad de Guadalajara, 2006) y próximamente defenderá una tesis de
doctorado en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París (ehess, por sus siglas en francés),
sobre el papel de la cocina mexicana en la creación de una identidad nacional.
Sarah Corona Berkin
Alba Martínez Olivé
Madre de tres hijos. Desde hace 40 años, maestra de oficio. Inevitablemente convencida de que sólo la
educación para todos y cada uno puede cambiar nuestro destino personal y colectivo.
Cecilia Mata
Argentina por el lado materno y española por el paterno. Primero, madre de Rocío, luego secretaria de un
organismo internacional. Traductora pública de inglés y correctora de textos en español. Estudió francés
quince años y alemán durante tres. Ahora le dio por el portugués y tiene en espera el italiano.
Casada con Bela. Es madre de Sarita y David. Profesora e investigadora en la Universidad de Guadalajara
(udg). Ha publicado libros para niños y para maestros. Realiza investigación con el pueblo wixárika y
con sus pobladores ha escrito libros como Entre voces… Fragmentos de educación entre-cultural.
Josefina Morfín y López, Finamor
Judith Cruz Lepe
Abuela de 15, enamorada de las letras... hasta de la sopa de ellas. Participa en talleres de literatura desde
hace 20 años, escribe poesía, cuentos, ensayos y novela. Parte de su trabajo lo ha publicado en www.morfopoesia.blogspot.com. Colaboradora independiente de Amate Editorial, como promotora y correctora.
Estudió Ingeniería Química. Posteriormente cursó Cosmetología y Cosmeatría. Tiene su propia clínica
de tratamientos faciales y corporales. Da clases de Cosmetología y Estética Corporal en la Universidad
Mesoamericana e imparte cursos para una empresa de productos profesionales de la belleza.
Gina González Leyva
Se trata de un pequeño corazón de cinco años que vibra al compás de las sonrisas, se alimenta del cariño
y la diversión. Su mundo gira con un abrazo, un aplauso o con una buena comida. Disfruta su niñez en
complicidad con su hermano, admira profundamente a su padre y su abuela.
Rocío Leyva
Josefa Osuna Márquez
Nació en la ciudad de México, pero desde hace 22 años vive en Hermosillo, Sonora, donde nacieron sus
hijas Camila y María José, y donde trabaja como maestra de Matemáticas en una preparatoria. Aunque
carece de experiencia en la escritura, se siente motivada por la conservación de los recuerdos.
Dafne Diana Peña Vera
Licenciada en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), bailarina y profesora
de danzas polinesias, fiel amante de su familia, amigos y mascotas. Tiene la idea de que las reuniones
familiares son de más de 10 integrantes, pues su madre tiene 9 hermanos y ella un montón de primos.
Gusta de la sinceridad, la alegría y la sencillez, también de la lectura, la escritura, la música y la comunicación. Habla mucho, es aprensiva. Cuando debe tomar una decisión su mente hace un millón de ramificaciones. Impuntual, emocional, risueña, noble, sabe perdonar, le gusta dar y ama compartir.
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Haydee Ramos Cadena
María José Soto Osuna
Promotora cultural, escritora, profesora y redactora. Ha publicado en antologías y revistas. Aprendiz del
viaje, la medicina tradicional y lo humano, también se dedica a la danza odissy, que estudió en Orissa y
Nueva Delhi, India.
Hermosillense, acaba de terminar la secundaria. Le encanta escuchar las historias de su familia, mismas
que le han servido de inspiración para escribir algunos cuentos para la clase de Español. Le gusta pintar.
Cuando tenía 9 años ganó el concurso “Dibujando la Ciencia”, de la Universidad de Sonora.
Claudia Margarita Reyes Athié
Johann Todorovic
Ingeniera Química y maestra en Ciencias y en Administración. Analista financiero en una casa de bolsa.
Gran aficionada a la lectura, con preferencia por la no-ficción. Vive cerca de la nasa en Houston, con su
esposo, Francisco, sus hijas, Jimena y Amelia, su gato Boris y su perro Lucca.
Descendiente de dos familias de inmigrantes croatas Todorovic y Karmelic, cuyas historias se entrelazan
en Santiago de Chile. Ha coqueteado con la docencia, ha jugado a escribir y, sobre todo, ha quedado
cautivo de preguntas, vivencias y actos de difícil respuesta.
Ricardo Rivas Fonseca
Alejandra Torres de la Riva
Comunicador, caricaturista, pintor, locutor, videoasta, guionista y reseñista. Obtuvo una mención honorífica en el Certamen de Frases de La Fundación Mexicana para el Fomento de la Lectura y otra en el
Concurso de Cartel del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).
Catedrática. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Baja California (uabc) y pasante de la maestría en Comunicación por la Universidad de la Habana. Mamá de tiempo
completo de Sergio Pablo y Alex. Orgullosa cachanilla. Aficionada a la lectura, el cine y el teatro.
Arcelia Serrano Vargas
Beatriz Ugalde Paniagua
Subdirectora de Análisis Estadístico y Económico en la Unidad de Planeación y Evaluación de Políticas
Educativas de la Secretaría de Educación Pública (sep). Ha escrito artículos y capítulos en libros sobre
migración, mercados laborales y educación.
Responsable de Servicios y Eventos de la Unidad de Planeación y Evaluación de Políticas Educativas
de la Secretaría de Educación Pública. Estudió la licenciatura en el programa de Educación Abierta y a
Distancia. Entusiasta, imaginativa y apasionada por la escritura, como cura, terapia y hobbie.
Adriana Sing
María Antonieta Vega
Catedrática, columnista, locutora, poeta y cantante. Ha publicado poesía, prosa poética, minificciones
y relatos breves en revistas y antologías de la región. El Instituto de Cultura de Baja California (icbc)
publicó su poemario Amores de arena. En 2011 publicará los libros Cantos a la deriva y Homenajes.
Socióloga por la Pontificia Universidad Católica de Chile y con máster en Análisis de Políticas Públicas
por la Universidad de Turín. Se desempeña en el Consejo para la Transparencia de Chile, en temas de
probidad y transparencia de la gestión estatal.
Jesús Adolfo Soto Curiel
Mireya Viadiu Ilarraza
Comunicador, académico y promotor de la cultura audiovisual. Organiza muestras de cine como Golosina Visual; coordina 40/8 Comunicación Audiovisual y la licenciatura en Ciencias de la Comunicación
en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Autónoma de Baja California (uabc).
Trabaja para difundir la labor de conservación que realiza el Centro Mexicano de la Tortuga en la costa
de Oaxaca. Prepara actividades de educación ambiental en comunidades y las apoya en temas de ecoturismo. Platica, ve películas, las comenta, y vincula lo que lee y observa a sus actividades laborales.
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COLOFÓN