De cómo cocinaban las abuelas - Tejedora de historias

De cómo cocinaban
las abuelas
TEJEDORA DE HISTORIAS
De cómo cocinaban
las abuelas
De cómo cocinaban
las abuelas
Laura Athié, Tejedora de historias
4
5
A Fernando, mi padre,
tejedor con barba,
mejor contador de historias
no he conocido
A Laura, mi madre cocinera,
orquídea sutil y silenciosa;
aquí, conmigo,
en su constante ausencia
Y siempre Abril, mi hija luz,
mariposa morena y bailarina
La autora deja constancia de su profundo agradecimiento a:
Mireya Guerrero, Efrén Calleja y Fernando Fernández, por el tiempo y
talento dedicado a este primer libro del proyecto Tejedora de historias.
Rubén Pérez Buendía, por la traducción del texto de Eliana Yunes y a la
propia Eliana, por el bello texto que presenta este libro.
María Elvira Charria Villegas y Valentín Leyzaola, por su talento y apoyo
constante para que este sueño pudiera tomar forma.
De cómo cocinaban las abuelas / Laura Athié, Tejedora de historias; pról. Eliana Yunes. — México, 2011
208 p.; 27 x 27 cms — (Tejedora de historias)
ISBN: 978-607-00-4522-6
1. Crónica familiar 2. Recetario 3. Memorias
I. Título II. Serie
Contenido
Fernando Fernández
Efrén Calleja
Edición
Érase una vez una tejedora
Laura Irene González
Corrección
Eliana Yunes
Directora de la Cátedra unesco de Lectura
Pontificia Universidad Católica de Río, Brasil
15
Mireya Guerrero Cercós
Diseño
Entradas y guarniciones
Ricardo Figueroa
Ilustración
La mujer de rojo: empanadas de pino al horno
María Antonieta Vega, Santiago de Chile
23
Memoria de una abuela, su rémora y redención: empanadas fritas de machas
Johann Todorovic, Santiago de Chile
27
Mi abuelo es la desmemoria: tofu con napa y chorizo chino
Adriana Sing, Mexicali, Baja California
33
Laura Athié, Tejedora de historias
www.tejedoradehistorias.com
Certificado de Derechos de Autor: 03-2011-011313200
Sopas y pastas
Primera edición: 2011
D.R. De cómo cocinaban las abuelas
D.R. Laura Athié
ISBN: 978-607-00-4522-6
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio sin
autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
PORTADA
Carmen, de 14
años, antes de
conocer a su
primer amor el
chef español, 1941.
La sazón de Carmelita: crema de zanahoria
Dafne Diana Peña Vera, ciudad de México
39
La Reina de la sartén: espagueti con páprika
Karla Yolanda Daniella Almazán Olachea, Ensenada, Baja California
43
Las recetas de mamá Monina: espagueti con camarones al ajillo
Alberto Manuel Athié Gallo, ciudad de México
49
Nochevieja con la Yaya: canelones
Josefa Osuna Márquez, Hermosillo, Sonora
55
Plato fuerte
La cocina de la casa de Ma: alubias
Ana Mónica Ávila González, Xalapa, Veracruz
61
Mi abuelo Jesús y su compadre Piporro: birria estilo Jalisco
Jesús Adolfo Soto Curiel, Mexicali, Baja California
67
Los paseos por el mercado: tinga de pollo
Alejandra Torres de la Riva, Mexicali, Baja California
73
El gancho de crochet y las historias de Margarita: pollo con papas en vinagre
Claudia Margarita Reyes Athié, ciudad de México
81
Las tres Pepitas: croquetas de pollo
María José Soto Osuna, Hermosillo, Sonora
87
Nina y Toto: pepián
Rocío de Aguinaga Vázquez, Guadalajara, Jalisco
91
Pociones que son pasiones: carbonada criolla
Cecilia Mata, Buenos Aires
95
Una mujer fuera de época: tinga de res
Beatriz Ugalde Paniagua, ciudad de México
99
Consuelo soñaba que era pluma en el aire: picadillo con chícharos
Haydee Ramos Cadena, ciudad de México
107
Recuerdos de mi abue Josefina: tamalitos pantruques
Judith Cruz Lepe, Puebla, Puebla
113
Para acompañar
El recetario de ladrillo: puré de camote con manzana y ciruela
Ricardo Rivas Fonseca, ciudad de México
121
El secreto de Josefina: tortillas de harina de trigo saladas
Laura Aguirre Lass de Lamont, ciudad de México
125
¡Ah, cómo muele doña Toña!: tortillas de maíz
Arcelia Serrano Vargas, Teziutlán, Puebla
131
Postres
Fes-ho ben fet (hacerlo bien hecho): confitura de sandía
Alba Martínez Olivé, ciudad de México
139
¿Con melón o con sandía?: crema catalana
Mireya Viadiu Ilarraza, Mazunte, Oaxaca
145
Tejiendo fino: postre de frijol
Josefina Morfín y López, Guadalajara, Jalisco
153
Rompiendo el molde: gelatina en tres capas
Gina González Leyva y Rocío Leyva, ciudad de México
159
Gelatinas intelectuales de supervivencia: de vainilla y cocoa
Rebeca Analupe Aramoni Serrano, ciudad de México
165
Mi aby, mi Carmelita: pan de elote
Dulce Corina Martínez Castelán, Estado de México
169
La tradición del pan: challach
Sarah Corona Berkin, Guadalajara, Jalisco
175
La precisión de Pita: fruit cake
Sarah Bak-Geller Corona, Guadalajara, Jalisco
179
Para seguir saboreando...
La Tejedora de historias
Mambo número 8
Laura Athié, ciudad de México
185
Los autores
203
Prólogo
12
13
Érase una vez una tejedora...
Óscar José, de
2 años, con sus
padres: Carmen, de
31, y José Alcántara
Cazas, su segundo
amor viajero, 1957.
Tejer es una actividad antigua que corresponde principalmente a las mujeres. No se sabe bien por qué.
¡Tal vez por la habilidad con las manos para ciertas delicadezas, tal vez por la paciencia que demanda
separar las fibras, enredar los hilos y después imaginar formas y diseños posibles para crear con ellos! El
tejido aparece mágicamente entre las agujas y los dedos y toma la forma de lo deseado: ¿unos guantes?,
¿una cobija?, ¿una bufanda?, ¿un mantel?... Después, el milagro de los puntos cruzados da lugar a un
continuo que se antoja a la contemplación como un todo que estuviese ahí, desde siempre, creado así. A
las mujeres antiguas, mientras bordaban y tejían, les fue permitido escuchar, en la voz de adolescentes,
la narración de novelas, cuentos y poemas cuidadosamente seleccionados. Mucho tiempo después, les
fue dada la palabra en público.
Hoy sabemos que el lenguaje es un tejido ricamente tramado con hilos que asocian memoria,
experiencia, sentimientos, reflexión, que van vistiendo el mundo de sentido, este mundo sorprendente,
aparentemente caótico, en el que entramos al nacer. En la medida en que organizamos el discurso sobre
las cosas, ellas se organizan en un orden, en principio, compartido con otros y, poco a poco, toman los
colores y los énfasis de nuestro propio ritmo, de las imágenes que vamos construyendo como bordados
sobre el bastidor en blanco del origen de las cosas humanas. El lenguaje y sus tonos de expresión, que se
tornan cada vez más personales, curiosamente van tejiendo el mundo y a nosotros mismos. Cuando
hablamos el mundo toma forma, pero también nos dibujamos frente a él, porque lo que vemos y hablamos
trae nuestra mirada, nuestro corazón, y nos expone.
Así, cada persona —recordemos que persona equivale en griego a la palabra máscara y que en latín
es persona (que suena a través de la máscara)— tiene en su corazón las marcas de la mirada que recortó del
mundo. Siendo una experiencia única y particular, esta riqueza no debería mantenerse encerrada por una
lengua, por una palabra enmudecida. Los tesoros del alma se ven en la ficción: cuando llegan al público
encuentran quién los transforme en otras joyas, pues al pasar de mano adquieren otro uso, otro acomodo
que los renueva.
Imaginar que alguien pueda tener esta fantástica vocación para descubrir tesoros, darles composición
de joyas y devolverlas a su dueño original como creación suya, parece algo completamente nuevo. La
vida y el lenguaje que fueron tejidos inseparables se revelan por el arte y sensibilidad de otro que retira
del silencio la trama que estaba guardada en una memoria y da a leer la narrativa que rescata un tiempo,
una historia, un sujeto. Atrás de la máscara se asoma un rostro, un gesto, una percepción de las cosas
que tenían lugar en la arena del mundo y andaba fuera de escena, como si ahí no hubiera escenificación
posible. Alguien tomó cuerpo en la escucha y se hizo verbo, pasando como un demiurgo-tejedor, que en
este caso usa falda y lápiz labial.
Todos somos tejedores y no lo sabemos. Bordamos la vida por el reverso y con frecuencia no tenemos
idea de los riesgos que vamos trazando. Encontrar a alguien disponible a esta ternura, profesando la fe en
la palabra que es testimonio de otro y de su propia vida, es, por lo menos, original. Y se reviste de una
belleza que tiene compromiso con la ética, con el ceder la voz y darle una oportunidad a quien calla su
misterio por el desencuentro cotidiano que se crea entre vivir y narrar. El gesto generoso de esta tejedora
de historias ajenas es el de tornarlas personas, máscaras por donde finalmente hace eco la palabra que les
da identidad, que les da un nombre, que les devuelve la vida como palabra hablada.
15
Sin embargo, mucho más se configura en el gesto generoso de prestar su habilidad al cuerpo, al
corazón de otro: la historia rescatada del silencio se convierte en libro… ¡Un libro con firma propia!
Aquel que no se creía capaz de hablar, de contar, gana, después de la voz, un texto escrito. Se adelanta a
muchos que, hablando, leyendo, nunca escribirán.
El trabajo de esta tejedora, Laura Athié, que lidia amorosamente con las historias de otros, es como
el de una bordadora antigua y moderna al mismo tiempo, que recoge los hilos dispersos en una canasta
de memorias ajenas y poco a poco jala del caos enmarañado de vivencias para ofrecer un tejido artesanal,
único, una narrativa en que el otro se reconoce y gana identidad propia. Con él viene una familia, un
lugar, una época, que permanecería en la oscuridad si no fuera por esta sonrisa gentil y confiable de Laura
que acoge y recoge la timidez, la duda, los temores, los deseos, y los trae a la luz.
Sólo mucha sensibilidad —además de conocimiento efectivo de quien repiensa el mundo por la
palabra, de quien se reconoce porque sabe qué tanto hay de creación de sí y del mundo en el verbo, en
la historia de los hombres— podría dar espacio a un acontecimiento de esta naturaleza: garantizar un
tiempo, una escucha y escribir para alguien que sólo soñó con libros ajenos y que puede así soñar con
su propia ficción… de verdad. Esto sería, verdaderamente, la práctica de la enseñanza en su integridad.
A partir de esta labor de cosecha, Laura invitó aquí a los otros para que confiaran a sus plumas sus
recuerdos, su escritura, sus sueños, olores, sabores, la vida vivida por la palabra que uno deja en registro
para que oídos lejanos escuchen “con los ojos”, como dice Eduardo Galeano que es la función del lector.
Esta tarea voluntaria de ponerse además como pro-vocadora de historias ajenas, y en comunión con ellas
tejer la narrativa de lo suyo más personal, corresponde, casi a modo de un preceptor, a cierta misión de
entusiasmar para el goce de la invención de uno mismo.
La alegría, la esperanza, el alma de este proyecto que ahora edita su primer libro hacen de Laura
la escritora que, buscando dar expresión —más que a lo dicho o no dicho de algunas vidas—, da paso a
los ficcionistas que dormían en cada quien y, bajo el reto de bordar lo ajeno, crea simultáneamente una
imagen genuinamente suya como mentora de muchas voces.
¡Larga vida a Laura!
Eliana Yunes
Directora de la Cátedra unesco de Lectura
Pontificia Universidad Católica de Río
Río de Janeiro, Brasil
www.catedra.puc-rio.br
Traducción: Rubén Pérez-Buendía
Sarita y Carmen,
de 20 años, justo
la edad en que
aprendieron a
bailar mambo,
1936.
16
17
18
19
Entradas y guarniciones
20
21
La mujer de rojo
María Antonieta Vega
Santiago de Chile
Entraba a su casa corriendo por un pasillo. Al final, la cocina de la mami Luisa… olía a masa recién hecha,
pino de carne y huevos cocidos. Vestía sus habituales delantales coloridos y probablemente llevaba unos
aros rojos. Creo, sin más, que era su color favorito: lo usaba en vestidos, delantales, aros y labios.
Muchas veces me quedé observando cómo hacía las empanadas, incluso la ayudaba: ella uslereaba
la masa con una botella de agua mineral muy antigua, decía que era mejor que un uslero. El olor que
despedían los ingredientes era maravilloso. Se uslereaban los bollos de masa, luego se agregaba el pino,
los huevos, las pasas —que me robaba a escondidas porque las encontraba de un dulzor fascinante— y
las aceitunas carnosas del mercado; después se sellaban y al horno.
La forma que tomaba la empanada dependía del talento para plegar la masa en los bordes; ella las
hacía perfectas. Las mías muy probablemente se desarmarían en las manos del comensal, produciendo
más de una carcajada.
En la actualidad, cuando mi mamá reproduce las empanadas me recuerda mi infancia en aquella casa
de Puente Alto, en la que mi hermana, mis primas y yo ayudábamos a rellenar; en realidad “aprendíamos”,
porque seguíamos a nuestras tías en la producción. Todas trabajaban, en las empanadas, las ensaladas o
el pebre para condimentar.
Mi abuela, María Luisa Aliaga Guzmán, era una mujer de campo, de carácter fuerte y muy vivaz;
de ella heredé el gusto por el rojo y lo parlanchina. Tuvo once hijos, siete hombres y cuatro mujeres. Le
gustaban los dulces y, haciendo caso omiso de su diabetes, cada vez que emprendía camino hacia algún
lado, tomaba uno y decía:
—Para endulzar la vida y el camino, que la virgen santa nos acompañe.
Así, los viajes con ella solían convertirse, desde el inicio, en algo muy especial.
Decía que se vestiría de rojo el día del funeral de mi Tata… nunca fue, por cosas de la vida dulce y
la enfermedad, a los 69 ella decidió irse primero, sin antes despedirse con empanadas, un domingo. El
día de su funeral mi Tata no vistió de rojo, llovió profusamente y mi papá dijo que Santiago lloraba su
partida… ya sólo nos quedaba un profundo recuerdo.
María Luisa
Guzmán con
cucharas en la
mano, junto a su
hija y su nieta en
el vientre de su
hija; ambas Marías.
Puente Alto,
Santiago de Chile,
1980.
22
23
Empanadas de pino al horno
(20 unidades)
Pino de carne
750 g de posta negra picada en cuadritos
5 cebollas grandes picadas en cuadritos
Sal
Orégano
1 cucharadita de pimentón en polvo
Masa
1 kg de harina
Polvos de hornear
500 ml de agua hervida, caliente pero no hirviendo, con 1 cucharadita de sal
150 g de manteca derretida
Relleno
5 huevos cocidos
150 g de pasas en 1 pocillo con agua tibia
20 aceitunas
En una sartén saltee la carne con un poco de aceite.
En otra sartén saltee la cebolla.
Agregue a la cebolla sal, orégano y el pimentón.
Una vez que la cebolla esté brillante, incorpórela bien a la carne y deje reposar.
Mezcle la harina con polvos de hornear, el agua previamente salada y la manteca.
Se debe formar una masa homogénea.
Separe la masa en 20 bollos.
Aplane con un rodillo o uslero cada bollo, de manera que quede delgado y con forma de tortilla.
Ponga una cucharada de pino de carne y un trozo de huevo cocido en el centro de cada tortilla, . Distribuya
cinco pasas en el pino y agregue una aceituna.
Cierre las empanadas. Para sellarlas, humedezca el borde con el mismo jugo del pino y/o el agua de las pasas.
Colóquelas durante 20 minutos en el horno precalentado a 250 °C.
25
Sopas y pastas
36
37
La sazón de Carmelita
Dafne Diana Peña Vera
Ciudad de México
Carmen Fuentes,
a los 16 años. Al
reverso, la leyenda:
“Pancho: Si en
las vicisitudes de
la vida llegas
a olvidarme,
recuerda que yo
siempre te he
querido. Tuya,
Carmen”.
38
Mi abuelita Carmen nació en Salvatierra, Guanajuato, el 25 de agosto de 1923. Fue madre dedicada a sus
diez hijos —siete mujeres y tres hombres— y amante esposa a partir del 11 de marzo de 1942. Mi abuelo
Pancho nos platicaba que cuando él cursaba el sexto año de primaria y ella el cuarto, ya le decía a sus compañeros que Carmelita era su novia. Imagínense si el de ellos no fue un amor por siempre y para siempre,
juntos cumplieron hermosos 66 años de casados.
Mi abue cocinaba de todo. Comenzaba por ahí de las doce del día, para que cuando su “viejo” llegara
estuviera lista la comida. Cualquiera que fuera el menú, no podía faltar la salsa roja recién cocida, las tortillas calientitas, los frijolitos fritos (medio caldosos) y los chiles en vinagre.
Siempre hubo chicharrón en salsa roja los domingos, mi mamá me contó que desde que ella se acuerda ya era tradición; hacía para todos: hijos, nueras, yernos y tantos nietos como iba creciendo la familia.
Mi abue era de las mujeres que “no podían enfermarse”. Recuerdo que sólo una vez estuvo en cama,
atacada por una gripe que no la dejaba levantarse. Yo tendría como 13 o 14 años, y me dispuse a ayudarle,
pues la comida debía estar lista. La historia de la crema de zanahoria fue así:
Yo corría de la recámara a la cocina, llevándole para su aprobación lo que me pedía: una cazuela, seis
zanahorias, un diente de ajo peladito y un pedazo al “tanteo” de cebolla, todo bien lavadito y dentro de la
cacerola. Después debía llenarla con agua hasta que tapara todo y ponerla a cocer; pasados veinte minutos
tenía que probar con un tenedor que las zanahorias estuvieran aguaditas. Ya bien cocidos los ingredientes,
debía llenar la licuadora con el agua en la que se habían cocido las zanahorias, justo ahí, revisó las zanahorias, la cebolla y el ajo para que, aprobadas las cantidades, lo moliera en la licuadora.
Después había que poner en la cacerola una cucharada sopera de mantequilla, derretirla y poner a
freír la mezcla, vuelta tras vuelta, hasta que hirviera y tomara color naranja. Posteriormente agregar medio
litro de leche, una pizca de sal y caldo sazonador.
—Si queda muy espeso —me dijo— le pones un poquito de agua y le sigues moviendo hasta que
vuelva a echar el hervor.
Iba y venía de la cocina a la recámara, siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Finalmente, se la
di a probar. Me dijo, con un gesto de beneplácito que no olvido:
—Te quedó buena.
Cuando llegó la familia a comer, les serví la crema y, seguro, algún filete, lo importante de todo esto
es que nadie se dio cuenta de que yo había hecho la crema de zanahoria. Cuando se los dije, con aire triunfal, no me quisieron creer, pues ese día la crema de zanahoria me quedó con la sazón única e inigualable
de mi querida abuelita.
Ahora que ella ya no está entre nosotros, todas sus hijas creen haber heredado su sazón. Cuando
recuerdo su bondadoso gesto de aprobación y aquellas palabras —“Te quedó buena”—, estoy segura de
que su sazón, en esencia, se quedó conmigo.
39
Crema de zanahoria
(De 4 a 6 porciones)
6 zanahorias grandes peladas y cocidas
1/4 de cebolla
1 diente de ajo
1 cucharada de mantequilla
1 pizca de nuez moscada (opcional)
500 ml de leche
Sal
Sazonador
Licúe las zanahorias con el agua en que se cocieron, la cebolla y el ajo.
Derrita la mantequilla y cocine en ella la mezcla hasta que hierva.
Incorpore la leche poco a poco, sin dejar de mover, hasta que adquiera color naranja.
Agregue sal y sazonador.
Siga moviendo hasta que el color sea homogéneo.
Si queda espesa, agregue un poco de agua. Si queda aguada, agregue un poco de fécula de maíz.
Sirva con pan frito o galletas para sopa.
41
Plato fuerte
58
59
Una mujer fuera de época
Beatriz Ugalde Paniagua
Ciudad de México
Eva Pedraza
Aguilar en Pueblo
Nuevo, Puebla,
1920.
98
Empezaré por su nombre, Eva Pedraza Aguilar, nacida en San Salvador el Seco, Puebla, el 24 de diciembre de 1901. Al menos eso era lo que decía, y en esa fecha festejábamos su cumpleaños.
La recuerdo de carácter determinante pero alegre, ahorrativa, dicharachera, amante de la libertad,
de memoria impresionante y, a pesar de su falta de instrucción, entusiasta y con ganas de aprender.
Cómo olvidar que le encantaba que le leyéramos libros relacionados con la Revolución, época de
la que fue testigo. Parecía como si a cada párrafo retrocediera en el tiempo, y hasta corregía episodios:
hacía aportaciones o comentarios que muchas veces nos involucraban de tal forma que el libro tenía que
esperar, pues sus anécdotas eran más apasionantes. También le gustaba la fiesta brava, cada que había
corridas de toros le encendíamos la tele para que no perdiera detalle.
Sentadas en la sala nos contaba que nunca le interesó el matrimonio. Tuvo dos hijos, de diferentes
padres, pero eso sí, ella los escogió, no permitió que alguien la eligiera, decía que no había nacido para
que la mandara un hombre. Cuando intentó hacer vida en pareja, se dio cuenta de que la tenían como
criada en casa de su suegra, por lo que decidió alejarse. Así, en plena Revolución abordó un tren sin pagar
el pasaje, y tuvo que escabullirse de los gendarmes que, creyéndola espía, intentaron arrestarla. No contaron con que ella preferiría aventarse del tren en marcha. Ésa era mi abuela, una mujer fuera de época.
Después de haber perdido prácticamente a toda su familia por la viruela negra, llegó a la ciudad de
México con su madre y cargando un hijo.
Siempre laboriosa, a veces fría y dura en su forma de decir las cosas, trabajó en un comedor de la
Villa, en plena Basílica de Guadalupe, y en el mercado de la Merced. Durante ese tiempo se enamoró de
un hombre más de 10 años menor que ella y del cual tuvo una maravillosa hija, quien después se convertiría en mi madre.
Siempre ahorradora, tenía un banco particular adentro de su colchón, que mis hermanos y yo descubrimos una vez y vaya déficit que le ocasionamos. Era muy ordenada con los gastos, práctica y ahorrativa.
Tenía una memoria que no creo que alguno de nosotros haya heredado. No sabía escribir, pero jamás se le olvidaba lo que tenía que comprar en la tienda o lo que decían en una junta. Mi madre tenía que
dar diez vueltas al mismo lugar para traer todo lo que en una sola vuelta hubiera traído mi abuela. Aunque
tenía un defecto muy grande: si le daba uno algo a guardar, lo guardaba tan bien que podías darlo por
perdido. A mí me guardó unos zapatos que casi terminan cocinados en el asador de la estufa: estuvieron
ahí, aproximadamente, medio año. Su frase era:
—Me acuerdo que sólo hice así —y levantaba la mano, señal desafortunada de que lo que le habías
encargado estaba perdido, aunque fuera por corto tiempo.
Le encantaba la comida, se preocupaba mucho por comer bien; la leche era uno de los alimentos
más importantes de su dieta; ésa es una herencia que le dejó a mi madre.
Le gustaba tomarse un refrescante pulque de cuando en cuando, eso sí, que no estuviera dulce, tenía
que ser fuerte para que tuviera efectos digestivos. Aunque no me olvido de una terrible combinación que
hizo de pulque con raspado de guayaba, les cayó tan mal a ella y a mi padre que fue necesario que me
99
convirtiera en el conductor designado a los 12 años de edad, para poder regresar del lago de Zumpango
a la casa. Ella, medio jiribilla y todo, iba haciendo la señal de la cruz en mi espalda y esperando en Dios
que la nieta pudiera manejar bien.
Una vez, en mi casa, le invitamos un licor de café mezclado con leche evaporada y hielos. Le encantó, y me pidió que le comprara un frasco de Kalhúa para tener en casa. Se lo llevé, pensando que de vez
en cuando se pudiera tomar un licorcito, pero no había pasado una semana cuando ya me estaba pidiendo
más. Su argumento era que, como tenía lechita, pues era un buen alimento. Ah, y eso sí, no le invitaba a
nadie. Todo lo que era para ella no tenía por qué compartirlo, aunque los demás nos muriéramos de ganas
porque nos diera un pedacito de concha, que era lo que con más frecuencia le llevábamos.
Recuerdo que no nos permitía estar fuera de casa después de las siete de la noche, hora en la que
todavía muchos niños jugaban en la calle. Nosotros los veíamos con mucho coraje y tristeza desde la ventana. En eso de la disciplina no había que contradecirla, había que obedecer a la primera; de lo contrario,
nos arriesgábamos a un castigo singular.
Era muy responsable y extremadamente puntual. Fue el despertador de mi madre y de mis hermanos: bastaba que diera tremendos golpes a la pared con la palma de la mano para saber que o te levantabas
o seguiría ese golpeteo hasta reventar tus tímpanos. Nos dejaba tan turulatos que una vez aprovechó para
mandar a mi mamá a trabajar como a las dos de la mañana. El que los camiones no pasaran cada 10 minutos por la calle desierta y que ni siquiera se escuchaba el tren hizo que mi mamá regresara a verificar la
hora. Entró a la casa y encontró a mi abuela atacada de la risa: sabía que la había despertado unas cuantas
horas antes.
Eso nos tocó a mi hermana Ely, a Chepe y a mí. Después, Claudia se convirtió en la nieta consentida
y, por cierto, casi nos la echa a perder, pues siempre le toleraba todo y no permitía que le dijéramos nada.
Con Kary ya era más enérgica, aunque cuando falleció mi papá todos nuestros ojos estaban puestos en
ella: Dios la mandó para salvar la vida de mi madre y evitar que se nos muriera de tristeza.
Ahora comprendo que Dios nunca se equivoca, pues si no fuera por su carácter no sé qué hubiera
sido de mis hermanos y de mí después de ese suceso. Mi madre siempre ha sido de un carácter muy optimista, pero muy blandito, así es que mi abuela prácticamente logró un equilibrio en la familia: ella llevaba
los pantalones en casa y mi madre los recursos.
Era consentidora: a pesar de su fuerza, era muy infantil, le encantaba jugar con las muñecas, cortarles el pelo —al grado de dejarlas sin nada—, hacerles ropita; yo creo que lo que más le gustaba era traer
unas tijeras en la mano, porque recortaba todo lo que tuviera enfrente, desde el cabello de la muñeca,
hasta una blusa nueva que a su juicio estaba fea. Claro, a la muñeca no le podría incomodar, pero a la
dueña, que muchas veces era yo, la dejaba patinando del coraje.
La recuerdo jugando en el jardín, primero con mi hijo —que tuvo la bendición de ser su primer
nieto—, y luego con mi hija, sacando los trastecitos de barro, jugando con lodo, acostándose en el suelo
hasta dormir una deliciosa siesta a medio patio, rodeada de hormigas rojas, deliciosamente descansada.
100
Se apresuraba a juntar cubetas para recolectar el agua de lluvia que, según ella, era la mejor para lavarse el cabello porque le quedaba súper brilloso: tenía una cabellera siempre negra, pintada con sus pastillas de la Vega que le comprábamos en la botica, y en un chongo que cubría con una red. Era muy coqueta, siempre bien maquillada, labios rojos y chapitas en las mejillas. Ah, y los aretes: la joyería, aunque
fuera de fantasía, no debía faltar en su atuendo. Le encantaban los regalos, sobre todo que fueran muchos,
pues abrirlos le resultaba muy emotivo. Así es que le envolvíamos un jabón, unos aretes, cualquier cosa,
aunque fuera de 10 pesos, lo importante es que fueran muchos presentes.
Le preocupaba tanto nuestra economía que me decía que no gastara, pero también me expresaba:
—Bueno, pero si es tu voluntad regalarme algo, pues tráeme unos zapatos, unos aretes y un delantal,
nada más eso.
¡Ah, cómo era vanidosa! Muy maquilladita, con su delantal, de mucha media, le gustaba bañarse con
jabón Maja y usaba polvo de la misma marca, andaba muy perfumada, siempre exigiendo sus recipientes
de glicerina con limón para cara, manos y cuerpo, que tenía lisitos, sus manos eran tersas, pese a todo el
trabajo que realizaba.
De niña, me regañaba por andar siempre con las rodillas negras. A mi hermana Ely y a mí nos lavaba
los codos y las rodillas con piedra pómez, con tanta fuerza que casi nos sacaba sangre. Ya que, según ella,
quedaban limpiecitos, nos untaba la famosa glicerina con limón, que nos ardía horrible, una sensación de
calor y ardor que para qué les cuento; pero eso sí, quedábamos muy limpias y suavecitas. El gusto le duraba poco, pues eso de los cuidados femeninos a la edad de 6 u 8 años no era lo que más nos preocupaba,
sólo queríamos jugar en la calle con lo más terroso y arriesgado que encontráramos.
Disfrutaba de las películas de guerra, le encantaba todo lo que tenía que ver con batallas y sangre;
seguramente se acordaba de muchas de sus vivencias de la Revolución. Es curioso, aunque no le gustaba
la violencia, las películas relacionadas con el tema eran su debilidad.
Le gustaba aprender, hasta nos pidió su cuaderno Gader, para hacer sus lecciones, como ella les llamaba. También era necesario comprar el periódico, pues se desesperaba de leer las letras chiquitas, quería
las letras grandotas del periódico.
De verdad disfruto mucho recordando tantas y tantas anécdotas de mi abuela. Había un jardinero
veracruzano que de cuando en cuando cuidaba el jardín de la casa y en ocasiones le llevaba café en grano.
Mi abuelita se encargaba de tostarlo y molerlo en el metate. Todo el mundo se enteraba de que por ahí
habían tostado café: olía hasta la parada del camión.
Entre otras muchas remembranzas: una preciosa fiesta de cumpleaños que le organizamos mi mamá,
mis hermanas, mis hijos… en fin, todos participaron. Fue una bonita fiesta familiar en la que le compramos un mini pastel de tres o cuatro pisos, que fue todo un show trasladar en el carro, pues entre lo
chiquito que estaba y el tortuoso camino, casi no llega. Le contratamos una marimba e hicimos unos
guisaditos. La verdad es que disfrutó mucho y bailó. No me acuerdo si tuvo o no regalos pero, de que
estuvo contenta, eso ni dudarlo, se la pasó muy bien, y nosotros más, al verla tan feliz.
101
Le cambiaba el nombre a todo el mundo, y no le importaban las precisiones que le hiciéramos.
Ella simplemente los bautizaba como consideraba adecuado; desde mi hermana hasta mi esposo fueron
víctimas de un sobrenombre. Después hasta era gracioso, al grado que mi hermano un tiempo nos decía
Marías, y nosotros a él Mario; a mi madre, en vez de Rosa, le puse Antonia, de cariño Tony, como le
digo hasta la fecha. Aquí el único problema era adivinar de quién estaba hablando. A mi papá seguido lo
confundía con los recados. Le decía:
—Pepe, lo vino a buscar Panchito —y se trataba del señor Enrique. Era “Atínale al nombre”.
No la recuerdo quejándose, incluso era tolerante al dolor, pues ya estaba muy viejita cuando le dio
una embolia que, además de la cara, casi le paralizó el cuerpo. Aunque no podía articular palabra, siempre
se daba a entender y estaba al pendiente de todo. En una ocasión, la encontré en el suelo. Pensé que se
había caído y corrí a auxiliarla, pero con las manos me indicó que me calmara y, apretando el puño y
sujetándose con la otra mano a la mesa, decía que ella podía. Lo que intentaba era ponerse en pie y caminar sola, y lo logró: después de varios intentos, daba pasitos pequeños pero constantes. Era muy fuerte,
siempre decidida y obediente en la enfermedad, tomando sus medicamentos y alimentos sugeridos.
Fueron unos años difíciles, sobre todo para mi madre y para mi hermana Kary, quienes estuvieron
más al pendiente de ella. Creo que todos tuvimos una tarea muy importante que atender con su enfermedad: mi madre, sus medicinas y su comida; Kary, sus cuidados; Claudia era la única que la cargaba sin
problema alguno; Ely y Chepe, siempre al pendiente, y yo era la ambulancia, sólo esperaba a que sonara
el teléfono para salir como bólido y llegar a tiempo al hospital.
Un día, su cuerpecito cansado dio gracias al creador. Creo que fui muy afortunada por haber estado
cerca para recibir una última bendición directa. Sé que a mis hermanos y a nuestros hijos y esposos también los bendijo con todo su corazón.
No dejamos de recordarla, siempre hay algo que nos hace pensar en ella, la comida, los escondites,
los dichos, los chistes, los reclamos, las tristezas, las risas. Sobre todo las risas, porque no hay quien no
recuerde cómo sonreía.
Gracias Eva, gracias por tantas enseñanzas, por tantos momentos, y feliz estancia en el cielo.
La receta… probablemente nada extraordinario, una tinga de res que sabía a gloria.
102
Le preocupaba tanto nuestra economía
que me decía que no gastara, pero
también me expresaba:
—Bueno, pero si es tu voluntad regalarme algo,
pues tráeme unos zapatos, unos aretes y un
delantal, nada más eso.
Tinga de res
(8 porciones)
1 kg de falda de res deshebrada
1 cabeza de ajo finamente picado
1 cebolla fileteada
1 kg de jitomate picado
1 pizca de tomillo o hierbas de olor
Sazonador
Chile chipotle
Fría el ajo sin quemarlo.
Incorpore la cebolla y mueva con una pala de madera en forma semi circular hasta que se acitrone.
Agregue el jitomate, las hierbas de olor y el sazonador.
Cuando flote un poco de grasa en la superficie, agregue el chipotle y la carne deshebrada.
105
Para acompañar
118
119
El recetario de ladrillo
Ricardo Rivas Fonseca
Ciudad de México
Enriqueta
Álvarez, en sus
15 años, luciendo
el atuendo de
la Virgen del
Carmen en Celaya,
Guanajuato, 1911.
120
Mi abuela Queta coleccionaba recetas de cocina. Las obtenía de su abuela, de su familia y de sus hermanas.
Nació en Celaya, Guanajuato, el 15 de julio de 1898 y tuvo trece hermanos. Con su único esposo,
mi abuelo, tuvo diez hijos y siempre fue ama de casa.
Su colección incluía carnes, sopas y postres. De las primeras, destacó el lomo a la mostaza; de las
segundas, los tallarines en salsa de aguacate, y, de los últimos, el flan de elote.
Las recetas estaban muy bien hechas, escritas a mano usando plumillas y pinceles. Su escritura abarcaba todos los estilos, desde el trazo único hasta el garigoleado, pasando por el misal, credencial y título.
Por ejemplo, el tipo de letra para la receta de lomo fue pergamino, en negritas, porque hacían juego
con las rebanadas. Los materiales empleados fueron cartoncillo, caja de cerillos y bolsa de papel negra, y
la tinta china era negra, imborrable e impermeable.
Más que un mensaje culinario, las recetas valían por la belleza de sus letras, auténticas obras de arte,
dignas de un excelente calígrafo, a la altura de cualquier pintor.
Por esta razón, Queta mandó a enmarcar las recetas y las colgó en su cuarto.
A la primera que le puso cuadro de caoba, chapa de oro, fue a la de puré de camote con manzana y
ciruela pasa. Escrita en cuadradas, la ubicó junto a un retrato del Sumo Pontífice.
Posteriormente, clavó otras de tamales, en ovaladas; tallarines, en delgadas; y, huachinango, en rectas. Llenó su recámara de cuadri-recetas.
Luego, en la sala pendió la de cebollas al adobo. La puso en un marco de metal con vidrio anti reflejante y la situó al lado de una Marina… y no de pollo. Acto seguido, plantó en el muro otras de jamón serrano y flan de elote, en redondas. Cubrió todo el aposento. Sus ojos apuntaron hacia el comedor: instaló
la de apio con paté. Empleó un bastidor de madera, lo iluminó con un focote y lo acercó a un bodegón.
Agregó macarrones y volovanes de pollo, en oblongas.
Con el tiempo, puso las de filete en la cocina, las de espárragos en el despacho y las de tartaletas en
las escaleras; todas en achaparradas.
Las paredes de su casa estaban repletas. No cabía ni un clavo. Como había más recetas colgadas que
diplomas, la mamá de mi mamá empezó a ponerlas en portarretratos.
Usó el de la mesa de centro para la calabaza con chorizo; el del escritorio para el pavo con crema,
y el del librero para el salami con pan negro. Arriba del piano puso la de chiles en nogada, en inclinadas.
Su casa fue conocida como “El recetario de ladrillo” y la visitaban los vecinos, hijos, nietos… Los
hombres admiraban las letras y las mujeres las recetas.
Esta decoración equilibraba su casa. Tenía el toque femenino de las recetas y el toque masculino de
mi abuelo, quien dibujó la letra.
121
Puré de camote con manzana y ciruela
(4 porciones)
2 camotes amarillos o blancos, cocidos y picados
4 manzanas ralladas
20 ciruelas pasa deshuesadas y cortadas en cuadritos
90 g de mantequilla
100 g de azúcar mascabado
Dé un ligero hervor a las ciruelas.
Ponga toda la fruta a fuego regular, y agregue el resto de los ingredientes.
Deje en el fuego 5 minutos.
Sirva para acompañar lomo, pavo o pollo.
123
Postres
136
137
¿Con melón o con sandía?
Mireya Viadiu Ilarraza
Mazunte, Oaxaca
Mi abuela consentida es la paterna; a la materna también la quise, pero era menos fácil hacerlo, por su
carácter más bien gruñón, aunque era tan buena cocinera que podría haber sido chef si hubiera tenido la
oportunidad. ¿Cómo elegir entre ellas para platicar de su vida y sus recetas? No haré esta elección, ambas, por ser mis abuelas y por otras muchas razones, se ganaron el espacio en mi memoria, mis afectos y
mis gustos culinarios. Las dos nacieron en España, en otoño, pero con muchos años de diferencia; y, por
rutas distintas, llegaron a México después de la Guerra Civil. Se parecían en lo guapas, no en el carácter:
la paterna era dulce y cariñosa, la materna tendía al ceño fruncido y era más difícil de satisfacer; pero
coincidieron para que mis padres se conocieran.
María Rossell
Rossell, de 29
años, en un estudio
típico del centro
de la ciudad de
México.
144
Libertad, mi abuela paterna
Nació el 23 de septiembre de 1892 en Chera, Valencia. Se llamaba Libertad Ródenas Domínguez. Los
amigos le decían Liber. Mis bisabuelos no pudieron elegir mejor nombre: feminista, buscaba que la mujer
tuviera las mismas oportunidades que los hombres. Cuentan que era tan buena oradora que mujeres y
hombres se convencían de la justicia de su causa; también dicen que entre los rivales era respetada por su
rectitud. Iba por los pueblos de su tierra natal enseñando a las mujeres a leer y convenciendo a las prostitutas de que aprendieran oficios más dignos. Era muy discreta y extremadamente paciente, esto último lo
sé por mi papá, quien un sin fin de veces puso a prueba esa virtud. Nunca se casó por alguna ley que no
fuera la del amor y los compromisos personales, pues vivió en unión libre con mi abuelo José, desde que
se conocieron hasta su muerte. Con él tuvo tres hijos: Armando, Héctor e Ismael. Los dos primeros murieron en Rusia, mi padre sobrevivió y reencontró a sus padres cuando éstos reclamaron a los hijos desde
México. No sé si haya tenido amores ajenos a mi abuelo, pero cuentan que tuvo muchos admiradores, entre ellos un poeta sindicalista que le dedicaba versos. Tuvo dos nietos: Héctor, mi hermano menor, y yo.
La recuerdo pequeña y arrugada, siempre dulce, con una sonrisa durante las comidas dominicales; mirada
transparente, azul y aguda.
El departamento donde vivía con mi abuelo estaba en un edificio que conoció sus mejores tiempos
durante el Porfiriato: techos altísimos, enormes ventanas, azotehuela y un gigantesco fresno que cada
primavera lanzaba sus aladas semillas por doquier.
La azotehuela estaba llena de macetas, muchas pintadas de rojo, otras de mosaicos y vidrios estilo
art nouveau, colocadas sobre armazones metálicos. Conservo un helecho en el baño de mi casa en Mazunte. Heredé el gusto de mi abuela por los claveles, pensamientos, albahaca y pitahayas, aunque en mi
jardín no hay huella de ello.
A pesar de que yo era muy chica, tengo claras las comidas dominicales en aquella casa en la que el
sol entraba por los enormes ventanales: el dorado del filete de pescado capeado, el olor del limón sobre
éste y la textura cuando lo cortaba y me lo llevaba a la boca. Yo nunca vi a mi abuela batir las claras a
punto de turrón y agregarle una a una las yemas. Tampoco vi cómo salpimentaba los filetes para luego
145
pasarlos por harina y los huevos batidos para, finalmente, colocarlos en la sartén con el aceite bien caliente. Todo esto lo supe muchos años después, pero, siempre que veo un filete de pescado capeado, a mi
mente viene la imagen de mi abuela Libertad.
Ella me mostró el primer cuaderno pautado y por eso entendí que ahí se escribía la música que oíamos. Alguien, quizá mi madre, me contó que en su juventud había tocado muy bien la guitarra.
Un domingo que visitábamos a mis abuelos, ella salió conmigo a la azotehuela y me estuvo mostrando sus flores. Me acercó a los claveles y me enamoré de su olor, me cortó un racimo de albahaca y
no supe si me gustaba más su aroma que el de aquéllos. Me impactó una hermosa flor roja —mi color
favorito— colocada en una maceta un poco inaccesible. Me empeñé tanto en tenerla en mis manos que
mi abuela movió todo lo necesario para dármela. Al cortarla se pinchó un dedo. Era una flor de pitahaya.
Desde aquel domingo de colores y olores mantuve el gusto por las albahacas. Cuando, muchos
años después, supe que con sus hojas se hacía una deliciosa salsa para pasta, interrogué a cuanto italiano
encontré a mi paso hasta conseguir la receta del pesto.
Me habría gustado, mientras conversaba con mi abuela, machacar en el molcajete albahaca, ajo y
piñones y, entre plática y plática, agregar poco a poco el aceite de oliva hasta hacer esa aromática y deliciosa pasta que acompaña los spaghetti a la genovesa. Desearía poder reunir en aquella casa a mis abuelos,
mis padres y hermano para volver a las soleadas tardes dominicales y servirles un buen plato con el verde
del spaghetti y el dorado del pescado capeado. Al centro de la mesa habría puesto una flor de pitahaya
para que el rojo no faltara. Lamentablemente, esto no puede ser: mi abuela murió en enero de 1970, mi
abuelo en diciembre, 3 años después, y mi padre en mayo de 2002. Lo que sí puede ser es que éstas y
otras recetas, así como la historia de todos, las transmita a mi hijo Balam.
María, mi abuela materna
Mi abuela materna nació el 20 de octubre de 1920, en Rubí, un pequeño poblado cerca de Barcelona. Se
llamaba María Rossell Rossell. Sus padres eran campesinos y ella tenía algunas costumbres arraigadas, a
pesar de que, desde que salió de España, prácticamente no volvió a vivir del campo.
En su casa, donde hoy vive mi madre, tenía un pequeño jardín con jaulas con conejos que guisaba
maravillosamente. Mi hermano nunca quiso comer conejo, porque jugábamos con ellos. Verlos en el plato podía ser muy impactante para nosotros, pero para mi abuela era completamente normal esa relación
con los animales de cría; lo que le parecía extraño era que mi hermano no quisiera comer.
También tuvo un pato, que por casualidad se develó pata cuando mi abuela encontró unos huevos
debajo de unos matorrales. A partir de ese momento, esos huevos fueron transformados en la tradicional
crema catalana.
De ella conozco tres historias de amor. Una con un joven del cual se separó al salir de España y que,
cuando tuvo la oportunidad de volver, quiso visitar. No lo encontró: había muerto meses antes de que
ella viajara. El segundo fue el padre de mi madre, de quien se enamoró por sus cualidades para la música
y para construir toda clase de cosas, pero del cual terminó separándose por ser, además, violento. Fue mi
abuelo biológico. Su tercer amor fue mi abuelo Cano, al cual la unía su pasión por la música —en especial
la ópera—, la cultura y la buena comida.
En casa de mis abuelos, el tocadiscos Telefunken y la enorme colección de discos de ópera ocupaban el mejor sitio de la sala. Por ellos conozco a Caruso, Maria Callas, pero también a Tehua y Barbra
Streisand. Eran muy aficionados a ver el programa Sábados con Jorge Saldaña de principio a fin. Ella tuvo
siete nietos, dos de mi madre y cinco de mi tío. Somos dos mujeres y cinco hombres.
146
De mi abuela María podría dar muchas recetas, pues en la cocina se transformaba: su natural seco
y duro se endulzaba para convertir los ingredientes más sencillos en un bocado de reyes. Le encantaba
cocinar y que sus seres queridos disfrutáramos sus platillos.
En casa de mi madre hay algunas fotografías de fechas en las que nos reuníamos en su casa para
degustar una paella deliciosa. También las hay de salidas de campo al Desierto de los Leones, La Marquesa, o Los Conejos, con muchas otras familias de refugiados españoles, en las que cada una llevaba algún
guiso. Se organizaban asadores para las butifarras, los chorizos y las carnes.
De esos paseos me fascinaba el aire frío, el agua de los riachuelos —en los que ponían las botellas de
vino a enfriar— y montar a caballo. Mi abuela nunca faltaba a la tradición catalana: de su canasta salían
allioli y escalivada, dos elementos que acompañaban las carnes asadas con tan buen tino que todavía me
chupo los dedos recordándolos.
La escalivada es una ensalada de pimiento verde, berenjena, jitomate y cebolla asados que mi abuela
preparaba en una parrilla. Cuando ya estaban quemadas las cebollas y cocidos el pimiento y la berenjena, cubría estos dos últimos con tela y los ponía en una bolsa de plástico para que sudaran. Después los
pelaba y quitaba las semillas de los pimientos. Los cortaba en tiras delgadas y los ponía en un recipiente.
Agregaba el jitomate partido y las cebollas —a las que les había retirado la piel más quemada y seca—
cortadas en tiras más o menos gruesas. Añadía uno o dos dientes de ajo finamente picados, sal y aceite de
oliva. Esta ensalada es más rica fría que al momento de hacerla.
Por otra parte, el allioli es una salsa con ajo y aceite de oliva, parecida a la mayonesa, con muchos mitos
a su alrededor. Cuentan, por ejemplo, que si estás enojada se te puede cortar o que no debes hablar mientras la haces. Mi abuela la hacía en silencio, echando al mortero uno o dos dientes de ajo y una pizca de
sal de mar para machacarlos. Una vez que estaban bien aplastados e integrados, incorporaba la yema,
mezclaba bien y ponía chorritos de aceite de oliva mientras le daba vueltas a lo que ya había machacado,
siempre para el mismo lado, si no, se echaba a perder.
Nunca debías desesperarte y poner aceite de más, porque ya no se integraba: quedaba por un lado
y los ajos machacados por otro. A los niños nos tocaba ayudarle a echar el aceite. Seguramente era una
manera de enseñarnos a ser pacientes. Por supuesto, la mayoría de nosotros no queríamos: significaba ver
a los primos correr por todos lados mientras tú tenías que estar sentadita junto a ella, echando chorritos
de aceite con ganas de abrir el tapón y dejarlo caer todo.
La recompensa al esfuerzo por controlar nuestros instintos de fieras desbocadas venía al día siguiente: ponía en el plato una butifarra recién salida del asador con una porción de escalivada, una cucharada
de allioli y una rebanada de pan para acompañarlos.
Seguramente, si ella viviera, habría estado encantada con la idea de Posada La Catrina y, sin duda,
con frecuencia la habríamos tenido detrás del fogón dándonos sus consejos y secretos culinarios. De ella
obtuve muchos de los libros de cocina de nuestra biblioteca y, en la memoria, tantos y tantos sabores que
salen en alguna noche para nuestros clientes.
147
Nunca se casó por alguna ley que no fuera
la del amor y los compromisos personales,
pues vivió en unión libre con mi abuelo José,
desde que se conocieron hasta
su muerte.
Con él tuvo tres hijos: Armando, Héctor e Ismael.
Los dos primeros murieron en Rusia, mi
padre sobrevivió y reencontró a sus padres
cuando éstos reclamaron a los
hijos desde México.
Crema catalana
(De 6 a 8 porciones)
1 L de leche
1 raja de canela
Cáscara de 1 limón
3/4 de taza de azúcar
1 cucharada y media de fécula de maíz disuelta en un cuarto de taza de leche
6 yemas de huevo batidas
2 cucharadas de azúcar para caramelizar
Caliente la leche con la canela y la cáscara de limón en un recipiente de fondo grueso hasta que esté a
punto de hervir.
Retírela del fuego, agregue el azúcar y revuelva hasta que se disuelva.
Retire la cáscara de limón y la canela.
Agregue la fécula de maíz y las yemas, revolviendo con rapidez para que no se cuajen.
Devuelva al fuego bajo y siga revolviendo hasta que tenga una consistencia cremosa,
más o menos espesa.
Retire la mezcla del fuego. Cuando esté tibia, cuélela para suavizar su textura.
Deje enfriar en recipientes pequeños.
Ponga un poco de azúcar en cada recipiente y dórela con una plancha de repostería al rojo vivo.
También se pueden colocar los recipientes en la parrilla para dorar del horno durante unos minutos.
Sirva inmediatamente.
151
Para seguir saboreando...
La Tejedora de historias
182
183
Mambo número 8
A Carmen y todos sus amores
Carmen, de 15
años, peinada para
foto de estudio,
1942.
184
1971: Callejón del Basilisco y 2ª Calle de la Amargura, antiguo Barrio de Tepito
Mi padre me recogía de la escuela en su Oldsmovile verde 1959 para repartir los pedidos de mayoreo.
Después, entre las pisadas lodosas de los cargadores, entrábamos caminando al galerón cuadrangular dedicado a la venta de legumbres, frutas, huevos, semillas, aves de corral y pescados.
De boca en boca, el mercado transformaba las historias de comerciantes, boxeadores, artistas y pordioseros hasta convertirlas en mitos, como el de Carmen la bailadora.
Ella y mi padre usaban mandiles de tela plastificada, botas de hule y guantes para protegerse del agua
con sangre que escurría de las tinajas. Ofertaban menudencias o pechugas aplanadas y corrían al puesto
de flautas de barbacoa para zamparse dos o tres aprisa, beberse el tepache y volver rápidamente al trabajo.
Yo los veía recogerse el delantal e hincarse frente a la virgen de los comerciantes que persiste silenciosa al pie de la escalera. Su mirada de cerámica parecía vigilarme mientras yo subía rumbo a la guardería.
La luz apenas entraba por las ventanas tapadas con periódicos viejos y cinta adhesiva para que los
niños no se despertaran. A diferencia de los otros, yo no dormía. Pensaba en Carmen, en que pronto iría
a sacarme del templo de pañales rancios y me libraría de los desconocidos que comían papilla. Sólo ella
podía salvarme del segundo piso del mercado de La Lagunilla, en donde a veces aguardaba hasta que se
vendiera el pollo.
A Carmen nadie le hacía los mandados, se bastaba sola. Se cuenta que tenía garra para el baile de salón, los ahorros, las ventas y las peleas a mano limpia sin réferi. No se le daba el canto pero ni le importaba,
desentonaba boleros cuando le placía.
Fernando, mi padre, dice que corroboró el mito cuando él dijo que quería casarse con su hija. Entonces enfrentó su talante.
Se conocieron entre pierna y rabadilla, mientras despachaban el retazo con hueso. Mi madre era una
belleza blanca y tímida de diecisiete años, recién coronada reina del mercado, y paseada por las calles
sobre un tráiler, escoltada por una banda de música y globos de colores. Él, que se sentía el dios del universo, tenía veintiocho años y, cuando la vio a media pista, la sacó a bailar twist durante una fiesta a la que
fue invitado como el próspero hijo comerciante de un emigrante libanés. Luego le propuso matrimonio.
De todos era sabido que Carmen no se andaba con tientos. Tenía carácter alegre en fiesta y de los
mil demonios si alguien pisaba sus terrenos. Femenina pero ruda en los negocios. No se amedrentaba de
llegar a los puños.
185
Tenía que sobrevivir en el mercado bajo las miradas de las otras mujeres y sus maridos. Caminaba
firme y segura, atenta a que no le fueran a tranzar con el cambio, a robar la bolsa, a quitar la morralla o a
dar el dos de bastos, esa estrategia de carteristas.
Parecía valiente ante todos, entrona, aparentaba tener fuerza. No lloraba frente a los enemigos ni se
rendía, así otros vendieran más barato mientras su pollo se pudría.
Yo recuerdo a una mujer de cuarenta y tantos años, bullanguera, distinta al resto, que manejó hasta
que le dio la vista, caminó hasta que sus piernas aguantaron y, cuando ya no pudo más, vivió lo suficiente
como para no depender de nadie o hacer perder el tiempo a los demás en hospitales.
Imagino su furia en la escena de petición de mano que mi padre cuenta: ella rabiosa en la sala de su
casa; mi madre llorando en el piso, jurando que no está preñada; mi padre tratando de detener a Carmen,
y ella apaleando a su hija con manos y piernas, enfurecida hasta dejarla ensangrentada.
No me lo contó, pero sé que por motivo cualquiera, desde muy niña, a ella también la golpeaban,
primero con puños, luego, la vida y las negativas de su padre para volver a verla. Según me dijo, tendría
trece años cuando sufrió uno de los maltratos más humillantes de su vida.
Puedo imaginar cómo se sintió Carmen a esas horas, en ese sitio tan lóbrego. Juraría que advierto la
grasa en las paredes, que escucho el correr de las ratas y el crujir de la madera contra el suelo en el que fue
varias veces maltratada.
Lo evoco y parece que siento el olor del pasillo por el que subíamos, ese espacio húmedo y sanguinolento al que arribaban los camiones provenientes del rastro, cerca del puesto de pollo fresco de mis padres.
Cierro los ojos y recuerdo el corredor rumbo a la guardería del mercado. Ahí está ella, en la tienda
del tendero, moviendo las latas, despachando la crema, la manteca, las habas.
Muevo el pie, subo el escalón, tengo once años, percibo el olor nauseabundo, la virgen con luces
intermitentes me está mirando. Doy otro paso, la veo, lleva mandil y el patrón está a su lado, apenas en
pubertad atiende el puesto del tendero que la mira, un día, un segundo día, que la roza adrede, lascivo,
desesperado.
Recuerdo la mano del adiós de mi padre que me dejaba ahí, en el segundo piso, con la promesa de
regresar en varias horas, y la veo a ella, la escucho gritar por auxilio: el tendero la toca, ella se defiende, lo
araña, grita queriéndoselo quitar de encima y luego vuelve al rato, años más tarde, por el mismo escalón,
sube uno, otro y luego el otro y entra Carmen cuando venía a buscarme a la guardería, con su risa carmín,
su tez de ocre y esa voz que no paraba de contar historias. La miro platicar con uno y con la otra, rezar a
la virgen, pedir al Divino Niño Jesús una súplica para los tiempos difíciles: tengo mil dificultades, ayúdame, con
tu inmenso poder, protégeme, la veo persignarse, depositar monedas y gritar con su carcajada fresca diciendo:
Pásele, pásele, marchante.
Esa niña morena de pechos florecientes, sin un padre que diera la cara, se sabía sin derechos y con
obligaciones que ese día no había cumplido. ¿Para qué acusar, si nadie iba a creerle? Se paró, limpió la sangre de su piel y el sudor sucio del tendero, acomodó su falda rota, tomó las monedas que le correspondían
por su trabajo en la tienda de abarrotes y volvió a casa.
1927: Popotla
Se llamaba María del Carmen González Arriaga, conocí su nombre completo al leer el acta de defunción.
Su padre, Víctor González, la reconoció ante la iglesia y se fue, no sin antes zapatear unos jarabes.
Nacido en el pueblo de Tabernillas, Toluca, bailaba durante las fiestas con un vaso de tequila en la
cabeza sin derramarlo, cantando: Huarachas, huarachas, huarachas gachas y víboras chirrioneras, ¿pa’ qué no me pican
ahora?, que traigo mis chaparreras.
186
El día de su entierro, en un cerro toluqueño, hizo viento en extremo y llovió mucho. Cuentan. Carmen y sus hermanas daban instrucciones:
—Que se baje al difunto y se entierre mañana, nos estamos mojando —decían.
—De ninguna manera, que se suba y se entierre, ordenaba Carmen.
Juana y Soledad se contraponían a su hermana e indicaban que subieran al muerto. Los cargadores
panteoneros levantaban la caja, muerto pasaba tieso en su ataúd pidiendo descanso entre las dolientes —
entre las que por supuesto no se encontraba Carmen, quien movía la cabeza en señal de desacuerdo—,
para ser colocado de nuevo al interior de la carreta, mientras el resto de la gente se sonaba las narices
polvorientas y hacía el llanto.
—Que dije no y es no. Al muerto se le entierra cuando yo digo. Qué me importa que llueva— señaló
Carmen.
Dicen que las señoras que lloraban como Magdalenas ese día del largo entierro que se hizo noche
aseguraban que esta vez, de tanto que lo subían y lo bajaban, sí se le cayó la copa a don Víctor el muerto.
Carmen, gallarda, sin ápice de duda, no cedió un paso ante su familia entera.
Sacando ventaja de sus defectos, se volvió el sueño de solteros, casados, viudos, divorciados, mayores
que ella o con diez años menos. Era la hermana de menor estatura, la de más anchas caderas y la de tez
más morena.
Mientras terminaba la primaria, comenzó a bailar mambo. Trabajó en algunos restaurantes con Sara,
su amiga hasta la muerte. Luego se metió a estudiar para ser guía de turistas y aprendió un inglés coloquial
tan convincente que bajó el tipo de cambio de doce a diez pesos el dólar, en cada una de las compras que
hicimos durante nuestro primer viaje familiar a Laredo.
Hace tiempo que su padre, mi bisabuelo el de las víboras chirrioneras, las había abandonado. Las tres
hermanas tomaron su destino. Juana y Soledad se casaron para hacer familia, no así Carmen, que, tras saberse embarazada, decidió abrirse camino lejos de su casa, para evitarle vergüenzas a Francisca Saturnina,
su madre.
Dependiendo la anécdota o el tema de conversación, decía que había nacido en Chihuahua, en
Aguascalientes o en el Distrito Federal. Una vez me contó que fue acapulqueña. El asunto es que a los
veintitrés años llegó al mercado de La Lagunilla para trabajar el puesto de pollo de su prima Trinidad y
criar a su hija Laura, recién nacida.
Era una mambolera de gracia singular. Lo poco que sé de mambo y chachachá se lo debo a sus manotazos sobre mi nuca cada que equivocaba el paso. Cuando bailábamos, yo terminaba en carcajadas,
porque ella contaba del uno al ocho como si fuera Pérez Prado y terminando hacía: “¡Uh!”. Se movía como
auténtica rumbera, y con el mismo ritmo trabajaba.
A ella nadie le regalaba nada, no perdía el tiempo, tomaba el tequila derecho y sin limones, aguantaba más tragos que los machos de su rumbo. Comía sano, a diferencia de mi madre, hacía ejercicio,
preparaba sus licuados con jerez, huevo y vitaminas. En su cocina no había espacio para el cochambre ni
las cucarachas. Le disgustaban los platos chicos o medio llenos, y no servía los frijoles separados de las
verdolagas, te lo comías todo junto y rápido, porque el estómago no tiene departamentos, aseguraba.
Madrugaba aunque hubiera estado de rumba toda la noche. No salía despeinada o sin maquillarse,
pocos hombres le aguantaban el ritmo al bailar o en las caminatas. No desperdiciaba un grano ni permitía
que lo hicieras, jamás pedía dinero, siempre prestaba y se guardaba las monedas en el pecho. Comía los
rabos de gallina y la cola de los camarones, chupaba los huesos del tuétano y las patas de pollo.
Durante su madurez, no perdió coquetería ni garbo. Esplendorosa hasta sus días finales, tuvo tres
grandes amores y muchos amantes. Mujer limpia, mujer adorada, decía. No hubo día que no se bañara.
187
A ella nadie le regalaba nada,
no perdía el tiempo,
En su cocina no había espacio para el
cochambre ni las cucarachas.
tomaba el tequila derecho y sin limones,
Le disgustaban los platos chicos o medio llenos, y no
aguantaba más tragos que los machos de su rumbo.
servía los frijoles separados de las verdolagas, te lo
Comía sano, a diferencia de mi madre,
hacía ejercicio, preparaba sus licuados con
jerez, huevo y vitaminas.
comías todo junto y rápido,
porque el estómago no tiene
departamentos, aseguraba.
A mí se me dificultaba respirar en esa horrenda catedral de vapor y sudores, pero ella era asidua a los
Baños Regis del centro de la ciudad, mudos testigos de nuestras andanzas jabonosas.
Yo me angustiaba al menor descuido, pues podía cambiar de abuela por la vista nublada o la confusión de gotas de agua en las paredes y los vidrios, la sal y las mascarillas de licuado de fresa con pepino o
mermelada de almendras, avena y miel —todas de su receta original— que Carmen me aplicaba en favor
de la belleza, mientras se tallaba el cuerpo con una toalla y las plantas de los pies con piedra pómez, hasta
que la piel quedara colorada.
Siempre parecía con energía. Cuando tenía sesenta y tantos años, caminaba en lugar de tomar un
taxi, bailaba sin cesar en cualquier verbena, cantaba cuando los jóvenes estaban agotados y, si los veía
sentarse, los paraba diciendo:
—¡A ver, a ver, arriba!, que se nos está aguadando la fiesta.
Observarla cocinar era como apreciar un rito religioso. Así como el cura coloca la ostia sobre el cáliz,
con la misma parsimonia, ella encendía la radio en la xeq, se ponía el mandil sobre el vestido, observaba
cuidadosamente los cuchillos, tomaba la olla y encendía el fuego con precaución de no despeinarse ni quemarse las pestañas. Yo permanecía sentada en un banco, desde el momento en que elegía los ingredientes,
hasta el hervir de los tomates verdes con el chile. Ella me daba indicaciones sobre cómo ahorrar, porque
la vida sería dura, y decía que me sentara derecha o quedaría jorobada y panzona.
Se negaba a leer recetas de cocina, argumentando que estaba vieja y lo sabía todo más que el diablo.
Se colocaba rabos de cebolla, orillas del pepino, rabanitos en mitades o hilos rojos con saliva en la frente,
según la dolencia o la necesidad: la cebolla para no llorar, los pepinos para las ojeras, los veintes de cobre
para la buena suerte, los lazos para el hipo y los rábanos para que la boca nos huela muy bien y no haya
impedimento para el beso.
Probaba sus guisados hasta llegar a la mesa, siempre confió en su sazón. Al paso de los años y al
menor kilo extra, me llevaba a rastras a un rincón alejado de los comensales, para recomendarme dietas.
Intentó enseñarme a peinar como señorita decente, a escuchar el instinto para distinguir al hombre
y a tejer una cadenita de estambre con gancho al ritmo de un derecho y un revés, hasta que se dio por
vencida.
Decía que Jorge Negrete era un farsante y, sin embargo, lo entonaba con la misma pasión con la que
me iba jalando al caminar entre los pasajeros del metro, con la mismísima fuerza que sentí en su voz al
oírla llorar en el velorio de Paloma.
1997: Panteón de las Lomas
Seis sillones de piel, parientes sentados a la espera de las cenizas en la habitación del velatorio. Nadie
lloraba en un volumen alto, todos, incluyendo a mi madre, sollozaban. Mi padre caminaba tieso, con el
cuello lleno de urticaria. Llevaba puesto su traje negro de los velorios. Yo, en una especie de éxtasis incomprensible, no terminaba de creer lo sucedido.
Los cirios que alumbraron el féretro, en el que minutos antes yacía mi hermana con diecinueve años
recién cumplidos, parecían vibrar con el llanto de Carmen. Mientras los otros aguantaban las lágrimas
apretando la garganta, ella lloraba a lamentos dolorosos sin guardar compostura, desde la única habitación
privada.
Aquella noche en que murió Paloma, Carmen lloró con el rostro, los ojos, la mirada. Gritó con la
garganta, las manos y las uñas como si se las encajaran en el cuerpo, sufrió una desesperación que arranca
los cabellos, un dolor físico que no he vuelto a ver.
190
Muchos años después, al mirarla tendida al fondo de la fosa, con los labios grises y los párpados
tiesos cuando entré a la morgue, no pude llorar como ella lo hubiese hecho, aunque algo profundo me
aprisionaba el pecho.
2005: Mesa de Otay, Tijuana
Encomendada por mi madre, entré al cuarto para encontrar a la enfermera muda que, estirando la mano,
me dio un papel y dijo:
—Firme aquí —luego señaló con el brazo extendido hacia la izquierda— al fondo, ahí, abajo. Entonces la vi, tendida sobre la plancha, el color la había abandonado. Y no me gustó esa imagen gélida, porque
ella era candente. Aunque firmé el papel y escuché las instrucciones, me alejé segura de que ésa no era la
mujer que me ponía el mambo a todo volumen para enseñarme a mover la cadera.
Cuando entré a reconocerla extrañé su presencia bullanguera para con las buenas costumbres de sus
tiempos. Esa mujer tendida bajo una luz, pálida, desnuda, con los pechos flácidos, opaca y sin vida debajo
de la sábana, de ninguna manera podía ser mi abuela Carmen, porque ella jamás fue gris, al contrario,
usaba artilugios incomprensibles en la cabeza: sombreros cuando hacía sol para no mancharse los cachetes, turbantes de toalla en colores vivos si salía del baño, pareos con estampados brillantes para la playa.
La mujer siempre debe ser femenina, me decía, sume la panza y sonríe, niña, aunque te esté llevando la
tristeza.
Para las grandes fiestas jamás prescindía de las flores. Le gustaban el girasol, las margaritas, los claveles, las rosas y las aves del paraíso. Mientras más grandes y coloridas, mejor para ella y peor para mí.
Solía pasar por mí a la casa en su Rambler plata:
—A mí nadie me lleva ni me trae que para eso me basto sola.
Tocaba el claxon con impaciencia y gritaba:
—¡Vamos a la fiesta!
Yo subía con pesadumbre, sabiendo la que me esperaba. Minutos más tarde entrábamos juntas por la
puerta del salón, de la casa o del zaguán donde fuera el jolgorio, para recibir miradas burlonas sobre Carmen que, sonriente, portaba una flor amarilla o magenta sobre su oreja, igual a la que, contra mi voluntad,
me había colocado.
—Abuela, no quiero ponerme flores en la cabeza, me da vergüenza.
—Jamás digas eso, escuincla. Las mujeres de mi familia no tienen pena.
Yo saludaba, tratando de disimular, sin saber exactamente a cuál familia se refería, porque ninguna de
las otras mujeres de la fiesta llevaba floreada la cabeza.
1977: El Molinito
Su primer gran amor oficial fue don Jorge Juárez, padre de mi madre Laura, cocinera de talento como
él. Fue un afamado chef español de unos ciento ochenta centímetros de alto y quizá más de doscientos
ochenta de cintura, que tras radicar en México tuvo un restaurante justo frente al edificio de Bellas Artes y
Correos. Jorge era un gigante de voz profunda que, cuando se sentaba conmigo a dibujar, resonaba en mis
tímpanos aún después de saludarme. Murió tiempo antes de que yo cumpliera quince años. Desconozco si
cantaba, pero me parecía un apuesto tenor de enormes proporciones.
El segundo y el más apasionado, José Alcántara Cazas, un hombre calvo y sonriente, fue un comerciante marquetero que, para agradar a Carmen, enmarcó gratuitamente nuestros retratos de niñas, bodas,
graduaciones y cuanto festejo terminara en fotografía, en chapa de oro con formas exageradas diseñadas
especialmente por él, que hacían que nuestra estancia pareciera museo. Le llamábamos Abuelo Papis. Era
191
Carmen, libre,
con traje sastre
ajustado y de
apenas 30 años,
camina sobre 5 de
mayo sin imaginar
que un día sería la
mujer del general,
1957.
192
193
un duranguense con el que Carmela recorrió el país y cruzó la línea hacia el otro lado varias veces, cultivando su espíritu viajero mientras mi madre, de diecisiete años, cuidaba el puesto, guardaba el dinero y
educaba a mi tío Óscar, hijo de ambos y su nuevo hermano.
Pero mi favorito fue el tercero, un general de la Revolución que contaba una historia nacional divertida y totalmente opuesta a la que leía en mis libros de la sep, con quien se casó a los cincuenta años.
Lo conocí de 82 años, un día que en una cita arreglada por Bertha, amiga que había recomendado a
mi abuela darse tiempo para conocer un viudo de no mal ver, llegó a mi casa pretendiendo a Carmen, uniformado de verde, elegantísimo y cubierto de galardones. Pasó para llevarnos a nuestro primer desfile del
20 de noviembre en el Zócalo. Yo quedé impresionada al verlo así tan erguido, serio y verdoso, después
de su autoritario ¡niña, busco a Carmela!, cuando le abrí la puerta.
Había llegado el hombre que la pudo aquietar, pero, ¡qué osadía decirle Carmela en lugar de Carmelita!, ¿cómo se atreve?... Mi abuela lo va a poner en su lugar, pensé.
Era asiduo a las fotografías y a las leyendas, que compartimos durante muchas tardes a media luz, en
su despacho tapizado de reconocimientos y diplomas. Me abrió su verdad del México revolucionario al
son de los corridos de Ignacio López Tarso, con su única y no oficial versión de los hechos:
—Mentiras que Benito Canales haya muerto sin caballo —me decía—. Ponte abusada, chamaca, te
contaré cómo fue la historia que viví.
Mientras Carmen limpiaba, yo miraba las fotografías a caballo, a pie, con solados rasos, carabina o
botella en mano y el general me explicaba su relación con éste o aquél prócer nacional en el departamento
de Tlalpan que mi abuela conservaba reluciente.
Ahí se servía la comida sabrosa y en punto. Aunque al general no le gustara el picante, que Carmela
utilizaba en exceso, siempre decía que estaba muy rico.
A condición de que por ningún motivo me atreviera a ganarle, el general me enseñó a jugar cubilete con sus dados de marfil, con Agustín Lara y mi abuela recomponiendo sus letras de fondo. Yo sacaba
tercias y ella bailaba en la sala o platicaba con las amigas del insen que, sentadas y achacosas, le decían:
—¡Ay, qué bárbara, Carmela!, tú no te cansas.
Para el general todo era un misterio y siempre había que tener precaución, no nos fueran a escuchar
los enemigos. Así; enamorar a Carmela y mantenerla sosiega le representaba un reto. Ella, indescifrable,
él, un estratega, yo presenciaba a diario una misión de guerra. Finalmente la convenció con argumentos
militares de que las flores son lindas pero no hay necesidad de llevarlas tan grandes.
Ahora me entero de que en su adolescencia, Carmen estuvo en el hospital un largo periodo en el que
como tratamiento sufrió electroshocks, y que lo que yo creí ver como un Alzheimer la última ocasión que
hablé con ella, era sólo su límite de vida, que parecía haberse terminado.
Ignoro si a ello se debían sus arrebatos de personalidad, pero recuerdo escuchar al general diciéndole:
—Carmen, tranquila —mientras ella caminaba con la pierna enyesada que se había roto porque la
atropellaron cuando necia, como el general decía que era ella, insistió en ganarle a un trolebús en un eje
vial. A raíz del accidente perdimos la imagen hilarante de ese carro gris plateado que veíamos llegar los
sábados a la casa, con ella al volante y el general agarrando cauteloso el mango de la puerta, sin soltar el
bastón, haciendo de copiloto.
Aunque tuvo que estarse tranquila por unos días, no paraba. Ahí iba el general detrás de ella a la azotea del edificio para tender la ropa o de Nativitas a Salto del Agua para caminar rumbo a Chapultepec. Él
rezongando y ella, con su pierna enyesada, le decía:
—Ándele, camínele, mi general, no se me raje, ni se queje, ni mucho menos se me afloje.
194
Lamenté cuando la senilidad de mi amigo el general ya no le permitió seguir el paso de mi abuela.
Era un héroe real, canoso y de zapatos boleados, amante de los juegos de azar y el caminar de Carmen,
que se negaba a usar los anteojos bifocales porque le restaban hombría, aunque chocara con los cristales
de los aparadores.
Entonces las fiestas patrias eran mi acontecimiento favorito, porque podíamos ver, entre el paso redoblado de los cadetes, la personalidad contrastante de Carmen y Manuel. Parecía que se armaba la guerra.
Por la Antigua Calle de Moneda llegábamos a Palacio Nacional, en un enorme auto negro recién
encerado. Mi abuela, desesperada por el calor y por las medias, que debía de usar desde que se casó con el
general, quería salir del carro. Mis hermanas y yo permanecíamos atentas con los ojos orientales, estirados
hasta la nuca por la coleta de caballo. Carmen se estremecía por el tiempo perdido en saludos insoportables y deferencias, mientras el general bajaba con toda parsimonia como estirando cada hueso.
Sentadas a la espera en el asiento trasero, nosotras mirábamos la escena ataviadas con vestido ampón,
moño, zapatos de charol y calcetines de encaje, boquiabiertas con la sobriedad de los militares de verde
que abrían la puerta y decían:
—¡Adelante, mi general! —mientras mi abuela los quitaba del camino, abriéndose paso y mascullando— A un lado, anden, muchachos, anden.
Cientos de soldados marchaban y mi abuela, elegantísima, agitaba el abanico. Los rostros con casco
giraban, los brazos erguidos saludaban, deteniéndose unos segundos frente al general y su esposa. El batallón se cuadraba respetuosamente en actitud marcial para saludar, ¡ya!
Sentados en las gradas bajo el balcón Presidencial y con el presidente López Portillo en el piso superior, buscaba autoridades en los alrededores del Zócalo. Sonaban las trompetas militares. La única generala
floreada y sensual que veía era mi abuela.
En cada partido de póquer fueron envejeciendo. Se molestaban si uno perdía o el otro se equivocaba,
cada vez veían menos, pero se negaban a admitirlo. Al cumplir noventa y cuatro años murió el tercer esposo. Doña Carmen González viuda de Guevara dejó de usar pantimedias y se fue apagando poco a poco.
Me sorprendió la actitud de mi abuela: al quedarse viuda comenzó a romper las imágenes con Obregón, Villa, Madero y Zapata, que el general me mostraba. No comprendí su enojo ni por qué lo hizo si yo
le pedía que me las regalara. Quería guardarlas, pero ella me dijo que no, que me hiciera a un lado y no
estorbara, que dejara de chillar porque la vida no estaba hecha de recuerdos, y continuó llenando el bote
de basura con trozos de papel fotográfico. Ese día me molesté profundamente con ella.
1960: Dulcería de Celaya
Hace dos meses viajé a casa de mi madre en Tijuana por una razón muy poderosa: Carmen dejó de ponerse
flores. Tenía varios días sin querer salir, olvidaba los sitios y las cosas. Cuando supo que yo había llegado,
bajó de su recámara a saludarme. Estaba despeinada, calzando pantuflas, en pijama y sin los labios rojos.
Hablaba como si estuviera perdida. Me besó y dijo, como si nos hubiéramos visto ayer:
—¿Te preparo tu huevo con nopales?
Mi madre, que sabía que la estaba perdiendo, rompió en llanto. Yo respondí:
—Sí, por favor, abuela—. Ella caminó despacito a la cocina.
Carmen, que insistía en que a la gente debe bautizársele con el nombre que indica su santoral, solía
salvarme de la guardería y cuidarme mientras mis padres trabajaban. Cuando iba por mí, caminaba erguida
llevándome a las compras mientras me cantaba a capela por la calle: Bonita, haz pedazos tu espejo.
Yo le pedía que me hiciera huevos con nopales, como los que esa tarde en la casa de mi madre se
ofreció a cocinarme, aunque ya no sabía cómo prender la estufa, ni dónde se encontraba la sartén.
195
Para el general todo era un misterio
y siempre había que tener precaución,
no nos fueran a escuchar los enemigos. Así; enamorar a
Ya no era la mujer que maldecía a ese inútil que construyó los ejes viales, moviéndose por entre las
sillas para servir los platos en la mesa, arreglada en perfecta alineación de mantel, cuchara, copa y vaso:
—¿Por qué unos carros deben ir a la derecha y otros a la izquierda al mismo tiempo? No podemos
voltear la cabeza en sentido contrario —refunfuñaba.
Esa Carmen que me recibió ya no se acicalaba con toda elegancia frente al espejo de luna de su habitación, para pintarse los labios de carmín antes de salir. De pequeña solía observarla y decirle:
—Qué bonita abuela—. De inmediato volteaba y me los pintaba también a mí.
La mujer que quería cocinarme como cuando yo era niña tenía setenta y ocho años y se había fastidiado de vivir.
Para su féretro compré un ramo de girasoles. Elegí el retrato que más me gusta de ella y lo puse en sus
manos inertes junto con una foto mía y otra de Abril, para que nos cuide como nadie más lo haría.
Aparece en él Carmen antes de la diabetes, que me confesó en secreto poco antes de morir:
—Aunque no lo creas, tengo un novio que es joyero y nos vamos a casar.
Carmen en plata y gelatina, cachetona, piernuda, con el cabello en vuelo a la altura de la quijada,
mostrando la nuca, labios rojos, caminando en el centro de la ciudad sobre la calle de 5 de Mayo, contoneando delicadamente las caderas como si bailara danzón en algún malecón veracruzano; detenida en el
tiempo frente a la Dulcería de Celaya.
Bella, vistiendo un traje sastre gris ceñido al cuerpo, escote justo arriba de la curvatura de los senos,
pañoleta anudada al cuello, falda debajo de la rodilla, medias de seda con raya, negras como su mirada, zapato de tacón, cintura de avispa rodeada de un delgado cinturón de cuero. Tendría unos treinta y tres años.
Era un ajuar muy atrevido, me decía. Jamás vi nada más sensual.
En blanco y negro, a su lado buscándole los ojos esquivos, se ven tres hombres echando piropos lujuriosos y silbidos, mientras ella camina con desdén sin siquiera mirarlos de reojo, como si no existiera en
la calle nadie más. Reina absoluta de la acera, desapareciendo con su presencia a cualquier otra. Nadie
existe en la foto, sólo mi abuela, bellísima dueña de su andar.
Le perdono su intento por que me bautizaran como Laura Leocadia —santa que toca el día de mi
nacimiento— en lugar de Isabel. Esa sensual morenaza de fuego siempre iluminará mi vida y la de Abril,
mariposa morena y libre, como ella.
196
Carmela y mantenerla sosiega le representaba un reto.
Ella, indescifrable, él, un estratega,
yo presenciaba a diario una misión de guerra.
Se vieron pocas veces, pero la última tarde, cuando nos preparábamos para ir a un restaurante oriental
en la Mesa de Otay, allá en Tijuana, al subir los escalones de la entrada, Carmen pareció perder el equilibrio. Entonces Abril mi hija, con sus tres años de edad, la tomó de la mano y estrechó su brazo con firmeza
ayudándola a subir, como si Carmen estuviera aprendiendo a caminar.
Podría escribir sobre su espíritu aventurero o contar la travesía que tuvo a sus sesenta y cinco años,
cuando decidió irse a Ketchikan, Alaska, para emplearse en la pesca del salmón. Diría infinidad de secretos
sobre mi abuela pero ni siquiera daré la receta del huevo con nopales que en sus finales quería cocinarme,
porque lo de menos es si son tradicionales en muchas casas mexicanas o si se cocinan con más sal, perejil,
cebolla y epazote, aceite de oliva o chile de árbol.
Lo único importante ahora era la mujer cuyo nombre consta en la foja 12-06 de las actas bautismales
de la parroquia del Arcángel San Gabriel, nacida el 17 de marzo del 1927, de nombre María del Carmen,
vecina de Popotla.
Abuela Carmelita, dejo constancia: te extraño. Te confieso que jamás me gustaron los rabos de gallina, que tomo el tequila con limón y, no tengo remedio, soy chillona. Pero afirmo aquí que cuando me
lleva la tristeza, me anudo pañoletas y la sonrisa me vuelve al rostro. Y deberás saber que soy muy buena
bailadora de salsa y cuando camino, no olvido sumir el estómago, sacar el pecho y esconder la vergüenza,
para poder sentirme cadenciosa. Tengo un traje sastre como el tuyo, pero no uso tacones, sino botas y,
es curioso, abuela, pero, cuando Abril y yo vamos de paseo por algún parque o caminamos cerca de una
jardinera, suele arrancar flores e insiste en que me las ponga en la cabeza.
Carmen González viuda de Guevara murió el 12 de febrero de 2005 y aseguro que, desde entonces, trae
a los arcángeles bailando al son de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… ¡Mambo!
197
Mi abuela…
es como un rompecabezas sin terminar, la salida falsa del laberinto del jardín
le gustaba ir al mercado y regatear
desentonaba boleros cuando le placía
se hacía “la permanente” en el cabello, corto y plateado
era ágil, graciosa, ocurrente, mal hablada
era buena para las bromas y se carcajeaba con mi cara de mortificación
decía que no había nacido para que la mandara un hombre
me preparaba leche caliente con azúcar y un bolillo con nata
dice que piensa vivir ¡hasta los 110!
es prudente para la cocina, pero fue muy poco calculadora en el amor
hizo florecer la tierra, las lavadoras en desuso, las macetas
de joven andaba con pistola y montaba a caballo como los hombres
era de las mujeres que “no podían enfermarse”
tuvo dos novios pero sólo conoció a uno
vive con la picardía de un chiste rebozándole la boca