(Misoprostol), Como Se Usan Las Pastillas Cytotec

LINAJES DEL ESTADO DE DERECHO∗
por Stephen Holmes1
De una manera muy estilizada y simplificada, este capítulo da cuenta del surgimiento de dos
características del Estado de derecho (rule of law): la predictibilidad en la aplicación de la ley y la
igualdad de todos los ciudadanos ante las leyes. Se trata de dos innovaciones institucionales
inusitadamente originales. Para explicar el surgimiento y la consolidación de estas innovaciones, los
historiadores del derecho resaltarían el papel desempeñado por una amplia variedad de factores
económicos, demográficos, tecnológicos, científicos, religiosos y culturales. Su relato mostraría la
relevancia que han tenido las ideologías y las pasiones irracionales de importantes actores sociales
en promover una aplicación regular, imparcial y eficaz de la legalidad. Se entrelazaría también, en
este recuento, una descripción de la influencia que han ejercido otro tipo de factores en tal proceso,
como las improvisaciones que tienen lugar en el seno de las instituciones que se han recibido en
herencia, y las consecuencias inesperadas de comportamientos habituales en escenarios que se
han modificado. Mi objetivo, en lo que sigue, es al mismo tiempo más modesto y, más bien, de
carácter teorético.
Me propongo esclarecer las razones que llevarían a prominentes actores políticos a
oponerse con furor, o por el contrario, a mostrar un apego efusivo al Estado de derecho. Es cierto
que no podemos explicar por qué el gobierno de la ley emerge o no en un contexto histórico
específico si invocamos nada más que los cálculos estratégicos de los actores políticos. Sin
embargo, las razones estratégicas y autointeresadas que tienen los miembros más poderosos de
una sociedad para alentar o desalentar tal desarrollo son relevantes, sin lugar a dudas, y merecen
un tratamiento puntual.
Me pregunto, en primer lugar, por qué los gobiernos, contando con los medios de represión
en sus manos, pueden ser inducidos a hacer que su propio comportamiento sea predecible. Para
ayudarme a responder esta cuestión recurro a Maquiavelo. Su tesis, en lo esencial, es que los
gobiernos se ven inducidos a hacer predecible su comportamiento en aras de la cooperación. Los
gobiernos podrían usar las leyes de forma imprevisible, a la manera de un garrote que les sirve para
disciplinar a la población que tienen bajo su dominio, y sin embargo tienden a conducirse con apego
a la legalidad. La decisión de acatar las leyes obedece menos al temor de una rebelión, que a la
necesidad de alcanzar las metas específicas que los propios gobernantes se han establecido (como
la de repeler los ataques de los invasores extranjeros que buscan apropiarse de su territorio). Para
lograr sus propósitos, los gobernantes requieren de un alto nivel de cooperación voluntaria de parte
de grupos sociales concretos, que poseen habilidades (de tipo militar) y recursos (contribuciones
fiscales) específicos. Con base en un razonamiento semejante se puede entender su disposición a
aceptar otros aspectos fundamentales del gobierno constitucional, como la libertad de expresión y el
fuero del que disfrutan los legisladores. Tales prerrogativas son el resultado indirecto del intento de
obtener la información que está guardada en la cabeza de ciudadanos experimentados y bien
∗
Publicación original: “Lineages of the Rule of Law”. Democracy and the Rule of Law editado por José María Maravall y
Adam Przeworski, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 19-61. © Cambridge University Press. Traducido
con permiso del autor y de la editorial. Traducción: Alejandro Monsiváis C.
1Profesor Walter E. Meyer, Facultad de Derecho, Universidad de Nueva York.
entendidos. Esa información es esencial para gobernar con eficacia, pero no se le puede sacar
empleando medidas represivas. En la misma línea, es de suponer que los gobernantes toleran esas
libertades porque son capaces de reconocer su tendencia a pasar por alto ciertos peligros, y a
cometer errores irremediables cuando quedan escudados ante la crítica.
En aras de la parsimonia, asumo que “el gobernante” es congruente internamente, capaz de
actuar con base en cálculos racionales, y que tiene, de antemano, a los medios de represión bajo su
completo control. Desde luego, todos estos atributos son logros históricos que habría que explicar
detenidamente. Partiendo de supuestos tan simples, examino la tesis de que “el gobernante” se
somete sistemáticamente a las restricciones que la legalidad impone a su comportamiento, antes
que nada, cuando se de cuenta de los beneficios que obtiene al actuar de ese modo. De entrada,
este argumento parece trivial. Pero no lo es, porque genera la hipótesis –susceptible de verificarse
empíricamente – de que un sistema legal imparcial y equitativo habrá de surgir o no, se fortalecerá o
se debilitará, o podrá ampliar o reducir sus alcances, tanto como cambien los objetivos y prioridades
de los gobernantes y los parámetros en los que basan sus cálculos. (Este análisis tiene una
implicación adicional: los sistemas en los que una constitución establece límites al poder de los
gobernantes podrán asegurar su propia continuidad en la medida en que, de manera sistemática,
consigan dotar de poder e influencia a aquellos individuos que tienen fuertes incentivos para
mantener a dicho sistema en su lugar.)
Cualquier intento por explicar la emergencia de los límites constitucionales al poder político
invita a preguntar por qué la mayoría de los gobiernos del pasado y del presente no se han visto
obligados a obedecer la ley. Una respuesta posible es que los gobernantes son irremediablemente
miopes, sentimentales e incapaces de actuar conforme a lo que conviene a sus propios intereses en
el largo plazo. Alexis de Tocqueville defendió precisamente esta visión: “Si el interés lejano pudiera
prevalecer sobre las pasiones y necesidades del momento, no habría habido nunca soberanos
tiranos ni aristocracia exclusivista”2. Maquiavelo, mi guía, piensa de forma algo distinta. Maquiavelo
sugiere que los gobernantes se aferran a procedimientos inconstitucionales cuando anticipan que los
beneficios de hacer predecible su comportamiento son menores a los beneficios que obtendrán si
actúan arbitrariamente. Es poco probable que élites represoras y codiciosas estén a favor de un
sistema legal que ofrece imparcialidad e iguales garantías para todos, si temen que adoptar tal
sistema vaya a significar su ruina. Los matones y bandidos no pueden prosperar si las reglas del
juego son claras como el cristal y se hacen cumplir fehacientemente. No se puede esperar, por lo
tanto, que gente de esa calaña promueva o se adhiera a un sistema que va a despojar de utilidad a
las rudas destrezas de usura y dominio que ha perfeccionado en el estado de naturaleza. (He
llegado a esta conclusión después de estudiar el caso de Rusia.)
Mantener condiciones de inestabilidad puede ser una estrategia especialmente atractiva
para cierto tipo de gobernante. Ésta es, con toda seguridad, una razón importante de que el gobierno
de la ley sea un fenómeno históricamente raro. Inyectar incertidumbre es un mecanismo de control
bien conocido: si una población nunca sabe qué es lo que le va a suceder, es poco probable que
represente un serio desafío para el poder político. El gobierno puede, además, optar por
desestabilizar continuamente los derechos de propiedad, si teme que la estabilidad de los esquemas
de propiedad se convierta en una plataforma desde la cual se le vayan a lanzar ataques. En efecto,
que los políticos escojan gobernar a través del apego a las reglas o de la incertidumbre depende de
una serie de factores específicos que cambian con el tiempo: sus metas, sus hábitos y destrezas
personales, los obstáculos y los enemigos a los que encaran, los aliados socialmente privilegiados
con los que cuentan, los recursos de los que disponen directamente sin tener que movilizar la
2
Alexis de Tocqueville, La democracia en América (1957:225).
cooperación de la ciudadanía en su conjunto, y las habilidades, bienestar y capacidad organizacional
de sus propios súbditos.
La perspectiva que nos ofrece este análisis maquiaveliano, aunque sugerente, sigue
incompleta, debido a que concibe a la certidumbre legal solamente como el producto de la
regularización de los límites que se imponen sobre el poder estatal. Sin embargo, usualmente
asociamos al imperio de la ley no sólo con la predictibilidad en la aplicación de las leyes, sino
también con leyes que le dan un trato aproximadamente igual a todos los grupos sociales. La
concepción liberal de la igualdad ante la ley está inserta en la fantasía de que los agentes
primordiales en la sociedad son los individuos. Las políticas distributivas, sin embargo, no se
establecen contando a todos por igual, sino que son el resultado de las asimetrías de poder que hay
entre los intereses organizados. En ninguna sociedad son individuos aislados, sin afiliaciones
asociativas, los que detentan el poder; y mucho menos, un poder distribuido equitativamente. Como
resultado, en ningún Estado, por liberal o democrático que sea, la ley se aplica por igual entre todos
los ciudadanos. Una de las razones de esta ubicua desviación del ideal de justicia ya ha sido
sugerida: la autoridad política que acepta las restricciones constitucionales a su poder, con el fin de
obtener la cooperación voluntaria de la ciudadanía, carece de incentivos para tratar a todos los
grupos sociales por igual, debido a que necesita la cooperación de ciertos grupos más que la de
otros. En particular, la autoridad necesita la cooperación de los grupos bien organizados, que son los
que cuentan con recursos que pueden ser fácilmente movilizados para hacer la guerra o para
alcanzar otros propósitos del gobierno.
Los derechos de los grandes terratenientes se consolidaron mucho antes que los derechos
de los huérfanos por una razón trivial: los gobiernos responden selectivamente a los grupos con
influencia política; esto es, los políticos responden a aquellos grupos cuya cooperación piensan que
pueden necesitar. La historia muestra que los intereses bien organizados, que son capaces de
defenderse por sí mismos y alcanzar sus objetivos a través de medios extralegales, también son los
primeros en ganar efectivamente los derechos a defenderse y alcanzar sus objetivos a través de las
leyes. El favoritismo de un gobierno hacia los grupos que le son de utilidad produce una aplicación
de las leyes que opera en dos sentidos. Las leyes pueden proporcionarle un servicio altamente
predecible a los estratos socialmente privilegiados, mientras que a los desposeídos les ofrecen
garantías enloquecedoramente erráticas. Lo que en el papel se ve como un sistema imparcial se
comporta en la práctica como un “Estado dual”. Surge entonces la interrogante de cómo es que una
situación en la que se protegen los privilegios (“el derecho privado”), puede alguna vez llegar a ser
más inclusiva. Puesto de otra forma: ¿por qué y cuándo las leyes que favorecen a intereses
especiales –al igual que los sesgos en los procedimientos judiciales de acusación, adjudicación y
demás, que favorecen a esos intereses– dan lugar a un sistema legal que, en términos generales,
sirve a todos los ciudadanos por igual? Para responder a este segundo cuestionamiento doy un giro
hacia Rousseau.
La respuesta de Rousseau es que, en efecto, la desigualdad ante la ley nunca da lugar a la
igualdad ante la ley. Ningún sistema legal les da un trato igualitario a todos los ciudadanos. Hasta el
Rechsstaatmás avanzado sigue siendo, en cierta medida, un Doppelstaat. Es decir, si definimos al
gobierno de la legalidad de talmanera que se excluya la influencia desproporcionada que tienen los
intereses organizados en la producción, interpretación y aplicación de la ley, habremos identificado
un sistema que no ha existido nunca y que no podrá existir jamás.
Pero esto no significa que debamos arrojar a la basura a este concepto ni descartarlo como
si fuera inútil para propósitos descriptivos. Todavía podemos distinguir a los sistemas que se
conducen con apego a la legalidad, de los sistemas que aplican las leyes según su conveniencia –es
decir, podemos distinguir al gobierno de la ley, del gobierno con la ley. Esta distinción tiene sentido
no solamente porque algunos gobiernos, para alcanzar sus propósitos, optan por hacer su
comportamiento más o menos predecible y otros gobiernos, también para alcanzar sus propósitos,
no lo hacen. Si identificamos el gobierno de la ley con ese ideal de justicia en el que todos los
ciudadanos reciben un trato igual, dice Rousseau, entonces tenemos que admitir que nunca
podremos alcanzarlo. Pero nos podemos acercar. El círculo de aquellos que son capaces de
emplear medios legales para proteger sus intereses puede ampliarse, tenazmente, hasta hacerse
más incluyente. Al ideal liberal de la justicia se aproximan, señala Rousseau, precisamente esas
sociedades en las que una amplia variedad de agrupaciones sociales consiguen tener alguna
influencia sobre el gobierno y sus socios privilegiados –agrupaciones sociales equiparables en vigor
e influencia, y en las que está contenida una gran proporción de la población.
Cuando un número amplio y diverso de agrupaciones posee algún grado de influencia
política, los ciudadanos comunes y corrientes tienen la capacidad de sumar instrumentos legales a
los medios extralegales que usualmente emplean para proteger sus intereses. Por imperfecta que
sea, una sociedad pluralista de tal índole es lo más que nos podemos acercar al ideal del gobierno
de la ley. Por cierto que un gobierno que intente dar respuestas a tal cacofonía de quejas y
aspiraciones se arriesga a colapsar en la incoherencia. Pero uno de los rasgos conspicuos de este
desorden, de acuerdo con Rousseau, es el pluralismo asimétrico. Aunque las leyes escritas digan
otra cosa, los miembros de los grupos políticamente influyentes reciben, en realidad, mucho mejores
garantías legales que los miembros de los grupos políticamente insignificantes.
El poder que tienen los grupos sociales nunca podrá ser equivalente. Con todo, en un
sistema altamente pluralista, si la mayoría de los ciudadanos pertenece a grupos que tienen algún
tipo de influencia política, entonces podrán, previsiblemente, ser capaces de usar la ley, en cierta
medida, para perseguir sus metas y proteger su patrimonio. Serán capaces, por ejemplo, de contar
con la policía para protegerse de las ambiciones depredadoras de otros particulares. De la misma
forma, los inquilinos serán capaces de usar la ley contra los propietarios, los empleados contra sus
patrones, las esposas contra sus maridos, los deudores contra los acreedores, y los consumidores
contra los productores, por no mencionar a los presuntos criminales, que podrán usar la ley en
contra de la policía. Más aún, la competencia que tiene lugar entre los miembros de la elite política y
económica puede conferir a los ciudadanos comunes y corrientes un modesto poder para inclinar la
balanza a favor de unos o de otros. Con esto podrán estar mejor posicionados para defender sus
intereses, a pesar que sus recursos sean relativamente modestos.
La conceptualización de Rousseau, aunque sea de una forma tan estilizada como la de
Maquiavelo, nos ayuda a esclarecer las diferencias que se encuentran entre distintas sociedades
liberales, y las que se pueden observar al interior de una misma sociedad liberal a lo largo del
tiempo. En particular, esta conceptualización nos ayuda a explicar lo que queremos decir cuando
hablamos de que un gobierno que es nominalmente liberal, aunque siga basado en la ley, se aparta
del gobierno de la ley. Esto acontece cuando la competencia entre fuertes y débiles se hace más
desequilibrada; es decir, cuando un número reducido de redes sociales bien organizadas
monopolizan el acceso a lo político y hacen de la ley un instrumento que manejan cada vez con
mayor destreza, a diferencia de los ciudadanos que pertenecen a estratos sociales pobremente
organizados y políticamente carentes de voz, que cada vez pierden más la capacidad de recurrir a la
ley para defender sus intereses. Una explicación de cómo puede darse esta situación es que las
metas, problemas y recursos del gobierno cambian constantemente; por ello, en ocasiones, los
gobernantes se ven fuertemente motivados a apostarle a los favoritos.
Para recuperar sumaltrecha capacidad de recurrir a la ley (i.e. para restaurar, en alguna
medida, el gobierno de la ley), los grupos cuyos derechos legales han sido diezmados o anulados
tienen que cambiar los incentivos que enfrentan tanto los gobernantes como los socios del gobierno
que han sido privilegiados injustamente. Pero los problemas de acción colectiva pueden socavar el
poder de negociación de aquellos ciudadanos que están precariamente posicionados y, por lo tanto,
impedir que consigan obtener, de los ricos y poderosos, no digamos derechos de participación o
seguridad económica, sino un mínimo de certidumbre legal. Además, los incentivos de las elites
políticas y económicas no dependen exclusivamente de la capacidad organizativa de los excluidos.
Otros factores decisivos son las prioridades –culturalmente específicas– de los grupos dominantes,
la cohesión que les es inherente, los recursos que están de cualquier forma a su disposición, y sobre
todo, el contexto internacional. Si el contexto internacional es suficientemente hostil, y el poder y los
privilegios que detentan los ricos y poderosos dependen palpablemente del control que tengan de un
pedazo de territorio, entonces los grupos dominantes se verán fuertemente motivados a proporcionar
a la ciudadanía en su conjunto, incluyendo a los pobres, algún grado de inclusión política,
certidumbre legal y transferencias económicas. Si no, no.
LINAJES DE LA AUTOLIMITACIÓN
Comienzo con una simple pregunta: ¿por qué la gente con poder acepta límites al poder que
detenta? Una formulación todavía más penetrante es ésta: ¿por qué la gente con pistolas obedece a
la gente sin pistolas? Con un giro económico, la cuestión es: ¿por qué los ricos compartirían
voluntariamente una parte de su riqueza? En la teoría del derecho una pregunta paralela se formula
así: ¿por qué, en ocasiones, los políticos le otorgan poder a los jueces? ¿Por qué los políticos
permiten a los jueces, que no poseen ni arcas ni espadas, volcar y obstruir sus decisiones, y algunas
veces, incluso, enviar a los funcionarios electos a la cárcel? Estas preguntas son muy amplias, por
no decir que muy vagas, como para ser respondidas a cabalidad o para arribar a conclusiones
definitivas. Pero pueden servir, a la manera de rústicos peldaños, para atisbar algunas pistas
importantes acerca de los orígenes, desarrollos y retrocesos del gobierno de la ley.
La autolimitación se explica usualmente de dos maneras. Se piensa que la gente se pone
límites a sí misma cuando está sometida a la influencia de normas morales, o bien, cuando anticipa
las ventajas de autolimitarse. La visión normativa se enfoca en el poder inherentemente vinculante
de las normas (como la equidad), o en el algo inefable sentido de “legitimidad” de una norma.
Algunos teóricos del derecho sugieren que los políticos se ven intimidados y reducidos al
silencio por el íntegro profesionalismo de los jueces, por lo persuasivo de sus razonamientos, por su
espléndida imparcialidad, o incluso, por la íntima cercanía que tienen con los más altos e
incontrovertibles principios. Según dice el argumento, debido a que la política no satisface el hambre
de justicia del pueblo, los políticos se ven sutilmente presionados para que cedan algunos de sus
poderes a los jueces.
Existe la idea de que las normas tienen una fuerza causal independiente. Esta idea puede
ser cierta o falsa, pero no ayuda a señalar con precisión las condiciones bajo las cuales es probable
que surja el gobierno de la ley. Por la misma razón, esta idea contribuye poco a comprender por qué,
algunas veces, los sistemas políticos en los que la ley se aplica con certeza e imparcialidad pueden
ampliar generosamente las garantías legales de los grupos desposeídos, y por qué, en otras
ocasiones, a esas mismas garantías se las reduce con mezquindad. Cualquiera que sea el mérito de
la aproximación normativa para explicar el carácter vinculante de las leyes, también es cierto que,
con frecuencia, los individuos adaptan sus comportamientos a reglas nuevas y complejas, debido a
que consideran que pueden obtener con ello algunas ventajas. Cierto, “el hombre es un animal
social”. A las personas les gusta pasar tiempo en la compañía de otros y, complaciendo a un sentido
natural de gregarismo, disfrutan hacer-se promesas y cumplirlas. Sin embargo, la gente cumple sus
promesas, aunque eso le represente un costo muy alto, porque quiere mantener su reputación como
gente de palabra –un recurso que puede serle útil en el futuro. Los hombres de Estado y los
constitucionalistas pueden razonar de una manera similar. Al diseñar una Constitución, pueden
colocar el poder de romper tratados “fuera del alcance legítimo de los actos de la legislatura”3. Un
gobierno que opera bajo una Constitución de ese tipo puede arreglárselas para renunciar a un
beneficio pequeño y de corto plazo, como la oportunidad de escapar de un mal Tratado que fue
ratificado con imprudencia en el pasado, en nombre de un mayor beneficio en el largo plazo; a
saber, limitándose en el presente, tiene la oportunidad de ganar la confianza de otros estados con
los cuales se puedan firmar, en el futuro, muchos tratados mutuamente provechosos.
La capacidad o el poder de hacer una promesa que uno no puede romper fácilmente es
ambas cosas a la vez: una capacidad y un poder. Para alguien que quiere maximizar sus beneficios
presentes, las promesas adoptadas en el pasado pueden parecerle una restricción o limitación a sus
acciones. Pero esta interpretación es parcial. Si las promesas no les sirvieran a los actores sociales
como medios para afirmarse y promover sus intereses, o si los individuos y los gobiernos actuaran
como si no tuvieran una misma identidad a lo largo del tiempo, las promesas serían vanas,
carecerían de poder vinculante. El hecho es que los individuos suelen pagar los onerosos préstamos
que han recibido, al igual que los gobiernos se atienen a los enojosos tratados que han suscrito. Y lo
hacen, cuando lo hacen, al menos en parte, porque a todas luces les conviene acatar públicamente
sus promesas si piensan en sus intereses en el largo plazo. Los cálculos banales y convenencieros
de este tipo, aunque no acaban de contar toda la historia, ayudan a explicar por qué los políticos
ceden ante los jueces e, incluso, por qué la gente con pistolas obedece a la gente que no tiene
pistolas. Las implicaciones más amplias de este razonamiento se observan en lo siguiente: desde
Voltaire hasta Max Weber, los intelectuales continentales apremiaron a los regímenes autocráticos
en los que vivían a imitar a las instituciones políticas británicas, sobre la base de que el gobierno
limitado, siguiendo el modelo británico, incrementaría el poder militar y económico de sus países. La
autolimitación es una herramienta que puede ser promovida explícitamente, y adoptada de manera
consciente, porque promueve los fines deseados. Para llevar a su fin esta lección, de índole más
prudente que moral, cabe recordar que aquellos que fueron asignados en el pasado a la tarea de
educar a los niños de los gobernantes, repetidamente recalcaron el miserable destino de los crueles
tiranos que, rehusándose a aceptar ningún límite a su poder, fueron destruidos por la petulancia y la
desmesura.
LINAJES DE LA INDEPENDENCIA JUDICIAL
La decisión de los políticos de ceder parte de su poder a los jueces es misteriosa solamente si
asumimos que quienes detentan el poder se preocupan exclusivamente por maximizarlo. Si partimos
desde una premisa diferente, digamos, que los políticos quieren maximizar su capacidad de evadir
responsabilidades tanto como su poder, el misterio comienza a desvanecerse.
Para los seres humanos, a diferencia de los seres divinos, la omnipotencia no es atractiva ni
alcanzable. Para ejercerla, de entrada, habría que invertir demasiadas noches. (De hecho, implicaría
un número infinito de noches, lo cual es mucho más de lo que tenemos a nuestra disposición.)
Delegar responsabilidades y ajustar las metas a fin de que empaten con las capacidades disponibles
3 El Federalista, núm. 64, p. 275.
son medidas prudentes, recomendables para los más hercúleos patrones, comandantes,
gobernantes, jefes y altezas-serenísimas. Hacer que las propias expectativas se ajusten a los
recursos con que uno cuenta es una forma de darle significado a la “libertad”. Ceder poder sobre
algunos dominios es necesario para tener un completo control sobre otros. Monopolizar el poder es
poco atractivo, especialmente en situaciones en las que hay problemas irresolubles que conforman
una maraña inextricable. Como es característico, los poderosos rechazarán cualquier
responsabilidad ante dilemas inmanejables, pues no estarán dispuestos a despilfarrar tiempo y
esfuerzos en vano buscándoles solución. En cambio, para mejorar la relación entre los recursos que
tienen a su disposición y las obligaciones que pesan sobre sus hombros, los poderosos sí que están
dispuestos a renunciar a sus deberes, compromisos y encargos –es decir, a los problemas por los
que tendrían que responder personalmente.
Consideraciones pedestres de este tipo son relevantes para responder una pregunta más
general: la que se refiere al origen de la separación entre el poder ejecutivo y el poder judicial.
Muchos historiadores del derecho interpretan el gradual desarrollo de los tribunales independientes
en Inglaterra como un proceso evolutivo de división del trabajo. A través de este proceso, el rey hizo
a un lado, lentamente, obligaciones irritantes, que le demandaban mucho tiempo. Nadie se
sorprende hoy de que ni la actual Casa Blanca ni el Congreso pongan atención a un caso de
custodia infantil (a menos que las relaciones cubano-estadounidenses estén implicadas), ni tampoco
nadie pregunta por qué los políticos habrían de “ceder su poder a los jueces” en ese contexto. Los
políticos ceden este poder debido a que no lo quieren, y no lo quieren porque tienen mejores cosas
que hacer. Por ello, la independencia del poder judicial tiene que ser real, y no meramente aparente,
añade Montesquieu. Si el gobernante es quien maneja los hilos tras la cortina, el pueblo se percatará
de dónde es que reside el verdadero poder, y una vez más, las escalinatas del palacio del
gobernante volverán ser un agobiante enjambre de multitudes, que aspiran a tener influencia en las
inminentes decisiones del tribunal. Puesto de otra forma, la gente poderosa aspira a reducir lo
atestado que está su buzón de correo. Cualquier gobernante sensible querrá delegar el trabajo
rutinario. Se dirá: “encárgate de tus asuntos”; es decir, apoyará la independencia del poder judicial.
Es altamente probable que las ventajas de la especialización hayan desempeñado algún papel en la
emergencia y estabilización del Estado de derecho. Más interesante aún es la idea de que el
poderoso ansía deshacerse de poderes específicos; a saber, aquellos que pueden alentar odios y
resentimientos perdurables. Ejercer el poder es crear ganadores y perdedores. Los ganadores
pueden o no sentirse agradecidos; pero los perdedores con toda seguridad se sentirán agraviados.
Manejar poder es peligroso porque los poderosos son un blanco llamativo para los deseos de
venganza de aquellos a quienes en realidad o presuntamente han dañado. Para disminuir el peligro
de las represalias, es típico de quienes detentan el poder que busquen reducir sus
responsabilidades; al hacerlo, cederán aspectos clave de sus poderes de decisión, y no será
meramente una simulación, sino que será una delegación auténtica. Para poner un ejemplo trivial,
cuando un editor rechaza un artículo para su revista culpa al anónimo comité editorial y clama que
“sus manos están atadas”. Por razones similares, el propio poder judicial puede declararse la rama
menos peligrosa del poder estatal, pues busca evitar dar origen a resistencias, atraer la atención de
los críticos, o despertar a las bestias dormidas. En general, las declaraciones de impotencia suenan
con mayor estridencia ahí donde menos cabría esperarlo: en los corredores donde se ejerce el
poder.
Tom Schelling puede explicar por qué. Pero también puede hacerlo Alexander Hamilton,
quien defiende a los jurados compuestos por ciudadanos sobre la base de que amarrar las manos
del juez es conveniente para afianzar su posición: “Las tentaciones de venalidad a que habrán de
resistir los jueces serán menores sin duda cuando se requiere la cooperación del jurado, que si ellos
solos hubieran de decidir todas las controversias”4. Los jueces (y sus familias) quedarían expuestos,
por tener un poder sin restricciones, lo mismo a amenazas aterrorizantes que a seductores
sobornos. Para evitar este peligro, el veredicto del juez puede hacerse dependiente de una decisión
independiente, a la que llegarán doce ciudadanos elegidos al azar. Los miembros del jurado son
mucho menos vulnerables a los sobornos y amenazas que los jueces, debido a que son tomados, de
improviso, de un conjunto anónimo de personas, y luego abruptamente devueltos a la multitud:
“siempre hay más tiempo y más oportunidades para interesar a un cuerpo permanente de
magistrados que a un jurado que se reúne especialmente para cada ocasión”5. Al hacer que las
decisiones de los jueces dependan de la decisión del jurado, el poder del juez queda, cierto, algo
disminuido; pero en cambio, el juez alcanza un nivel de seguridad más alto que el que podría
proporcionarle el guardaespaldas más alerta. La credibilidad de un juez y la aquiescencia del público
ante sus decisiones, por lo tanto, también quedan fortalecidas por un arreglo que hace, visiblemente,
más complicada la práctica del soborno.
Aunque permanentemente controvertido, Maquiavelo sigue siendo un guía sugerente y
provocativo para analizar el enigma del apoyo político a la autonomía de la ley. Maquiavelo traza los
orígenes de la separación del poder ejecutivo y el judicial hasta lo que considera que es un
importante, aunque desatendido, atributo de la psicología humana. Para el Príncipe es mejor
renunciar al poder judicial, y no simplemente porque quienes son castigados sentirán desprecio
hacia aquel que los ha castigado, y porque sus familias planearán una cruel venganza en contra de
la suya –aunque estas razones sean de una relevancia suprema. La secreta verdad, que explica
ostensiblemente por qué los políticos le dan la bienvenida a la independencia judicial, es que la
justicia no estimula lealtades ni moviliza apoyo político. En palabras de Maquiavelo: “cuando uno
tiene honores y ventajas que está seguro de haber merecido, no siente gratitud hacia los que lo han
recompensado”6. La gente que es tratada con justicia siente que se le trata como merece, y no le da
a su benefactor ningún crédito por tratarla de esa forma. Luego, el ejercicio del poder judicial genera
consecuencias negativas sustanciales (el resentimiento de los castigados) sin producir, en
recompensa, ninguna consecuencia positiva (la lealtad de parte de aquellos que fueron tratados con
justicia). Por lo tanto, el Príncipe astuto dejará ir los poderes que generan resentimiento, como el de
aplicar un castigo, y retendrá poderes que engendran gratitud, como el poder de otorgar perdón: “los
príncipes deben encargar el manejo de los negocios desventajosos a otros, reservándose los
favorables para sí mismos”7.La lealtad y el apoyo político son alentados por aquellos obsequios que
son inmerecidos e, incluso, inesperados, no por los beneficios que los receptores ameritan
cabalmente, y que, por lo tanto, esperan y que consideran que es a lo que tienen derecho. El
gobernante previsor, en consecuencia, creará un órgano judicial genuinamente autónomo, por cuyas
acciones las otras ramas del poder político no recibirán ni crédito ni culpas. Los tribunales se
especializarán en castigar a los malhechores y en dispensar justicia, mientras que él, el Príncipe,
tendrá para sí el poder discrecional de emitir indultos y conferir caprichosos favores, que
presumiblemente estimularán la gratitud y le habrán de asegurar el apoyo político de los afortunados
beneficiarios.
El Federalista, núm. 83, pp. 358-359.
Ibid.
6 Maquiavelo, Discursos, I.16, p. 78.
7 Maquiavelo, El Principe, XIX, p. 130.
4
5
LINAJES DE LA FIABILIDAD
De acuerdo con Adam Przeworski 8 , el principal contrapeso al comportamiento de los poderosos es
el temor de una revuelta. A menos que sientan que la tierra se abre bajo sus pies, quienes controlan
los medios represivos nunca se comportarán con una decorosa mesura. Maquiavelo hizo la misma
observación cuando explicó que el principal freno a la crueldad y extravagancia de los príncipes no
es la moralidad cristiana, sino el miedo a ser asesinados. La lección fundamental de El Príncipe, de
hecho, es que un gobernante racional habrá de beneficiar visiblemente a su gente, la mantendrá
contenta, y gobernará de una forma tal que el pueblo no encuentre fuertes motivos para rebanarle la
garganta. La historia de Roma, tal como la reconstruye en los Discursos, sugiere que las
restricciones constitucionales al poder político se desarrollaron cuando los privilegiados entraron en
pánico ante la posibilidad de verse frente a mortíferas revueltas urbanas.
A estas consideraciones podemos añadir que un importante freno a la extravagancia y la
indolencia de los ricos es la conciencia de que hasta los pobres más pobres pueden tener cerillos a
su alcance. Al igual que el asesinato político y la insurrección, los incendios intencionales son la
versión extrema de un comportamiento recalcitrante que puede dañar los intereses de los ricos y
poderosos. Los privilegiados, si son previsores (lo que no necesariamente es el caso), naturalmente
querrán evitar peligrosas reacciones de parte de la “bestia de múltiples cabezas”9. El temor a una
fuerte retaliación es una forma de reconocer el poder de los débiles. Decir que los pobres y los
débiles pueden extraer concesiones de los ricos y poderosos con amenazas incendiarias o de armar
una revuelta, es confesar que los ricos y poderosos no son los únicos que detentan el poder. Los
débiles obedecen la ley porque es su deber, mientras que los poderosos lo hacen solamente cuando
le sirve a sus propósitos. Aunque esto es cierto, tras la oposición debilidad-fortaleza se encuentra
una variable continua, no una dicotómica. Todos los intereses organizados son débiles en cierta
medida. Ninguno tiene el poder de Dios. Éste es exactamente el punto de Maquiavelo. Los
poderosos pondrán frenos a su poder solamente cuanto estén ante otras fuerzas rivales igualmente
poderosas, como la insurrecta e indócil turba callejera. Un razonamiento semejante está detrás de la
famosa aseveración de Montesquieu, tan apreciada por los autores de la Constitución de los
Estados Unidos, de que la libertad solamente puede sostenerse cuando el “poder ataja al poder”. La
credibilidad de la amenaza de una violenta represalia, mediante un asesinato o una revuelta, no es
la única fuente de poder. Tiene mayor importancia hacer creíble la amenaza de retirar una
cooperación requerida con urgencia. La amenaza de retirar la cooperación, de hecho, proporciona
una motivación más duradera para regularizar el ejercicio del poder gubernamental que la amenaza
de infligir daño físico destacada por Maquiavelo y enfatizada por Przeworski. El Príncipe que
concede beneficios al pueblo para disolver una revuelta en ciernes, podrá retirar esas concesiones
tan pronto como los rebeldes hayan sido desarmados. Mantendrá su palabra mientras le resulte útil.
El Príncipe que concede beneficios para mantener la lealtad de sus tropas, en contraste, se verá
incapacitado para quitarles esas generosas concesiones mientras tenga enemigos externos. Más
aún, nadie será engañado por el gesto populista de un gobernante que chantajea con dádivas a los
ciudadanos, justo cuando están amenazando con una revuelta. En contraste, un gobernante que ha
proporcionado beneficios a sus soldados en el pasado, que lo sigue haciendo en el presente, y que
lo hará en el futuro, será visto fácilmente como alguien que actúa con un propósito claro; un
8
9
Przeworski (2003).
Shakespeare, Corioliano, IV.1, p. 237.
propósito que comparte genuinamente con su comunidad, y que es defenderse de una invasión
extranjera.
El temor a una rebelión violenta, además, proporciona al gobernante una fuerte motivación
para mantener a su pueblo en un estado de parálisis, resignación y docilidad. Para prevenir la
insurrección, el gobernante puede optar por utilizar estrategias del tipo divide-y-vencerás, y gobernar
forzando a sus súbditos a vivir en la incertidumbre. El principal negocio de un gobernante que teme
al daño corporal que sus propios súbditos puedan causarle, será mantenerlos en estado de
aprensión, desorganizados, serviles, pendencieros, ignorantes, y sin capacidad para oponer
resistencia. Pocos beneficios obtendría si garantiza a sus súbditos el derecho de asociarse, cooperar
y comunicarse entre sí. El temor a la violencia de los de abajo, por lo tanto, no explica por qué un
gobernante que tiene control sobre los medios de represión podría, voluntariamente, aceptar la
regularización de las limitaciones a su propio poder. Muy por el contrario.
De acuerdo con Maquiavelo, la razón más importante que lleva a la gente con poder a hacer
predecible su propio comportamiento es que, así sea la gente más poderosa, necesita de la
cooperación de otros para alcanzar sus propósitos. Si un gobernante con grandes ambiciones llega
a irritar a sus ciudadanos y a distanciarse de ellos, está destruyendo sus propias armas. Decir que la
gente paga sus deudas debido a que quiere seguir siendo elegible para préstamos futuros, equivale
a decir que la gente está dispuesta a restringir su libertad de elección actual en aras de la
cooperación presente y futura. La misma lógica se aplica al gobernante. Puede alcanzar sus
objetivos, bajo ciertas condiciones, solamente si distribuye derechos y recursos hacia los de abajo,
pues esta estrategia es “la que más probabilidades ofrece de ganarse la confianza del pueblo”10.
¿Pero bajo qué condiciones puede ocurrir esto? Los ricos y poderosos suelen escudar sus
privilegios en los problemas de acción colectiva que sufren los pobres y los débiles. La acción no
coordinada es fútil; y la acción conjunta es difícil de organizar. De hecho, los privilegiados pueden
conspirar exitosamente para exacerbar los problemas de acción colectiva de los desposeídos, o
impedir que los resuelvan, al implementar estrategias de “divide y vencerás”. Pero aun y cuando los
pobres y los débiles tengan una capacidad insignificante para organizarse colectivamente, los ricos y
poderosos pueden ser “obligados” a ceder algún grado de bienestar, si no es que de poder, a favor
de los primeros. Aun y cuando las rebeliones de las clases bajas no tengan oportunidad de triunfar,
sí pueden darle, por ejemplo, un buen dolor de cabeza a los grupos dominantes; entonces los
poderosos pueden decidir que subsidiar pan y circo es una forma eficiente de prevenir las
desordenadas revueltas populares.
Tener influencia política es tener la capacidad de extraer concesiones provechosas. Un
ejemplo de cómo se puede tener influencia política, aunque no exista ninguna capacidad para
coordinar acciones colectivas, se encuentra en el efecto que producen las enfermedades
contagiosas. Aunque los muy privilegiados generalmente recurren a los mejores doctores que el
dinero puede pagar, no pueden protegerse por completo de las enfermedades contagiosas que se
incuban en los barrios pobres. El resultado es que los privilegiados podrán invertir gustosamente en
programas de salud pública dirigidos a reducir la incidencia de esas enfermedades –de las que no
pueden inocularse selectivamente. Por razones similares, los ejércitos franceses y británicos
invirtieron dinero en la inoculación de las poblaciones originarias de sus colonias. No lo hicieron
porque tuvieran un espíritu generoso, compasivo y caritativo, sino para proteger de las
enfermedades a las tropas europeas. Este tipo de redistribución no se origina en la filantropía, sino
en la prudencia.
10
El Federalista, núm. 70, p. 298.
Lo estilizado de este análisis, obviamente, implica simplificar excesivamente procesos
históricos complejos. Sin embargo, la presentación que hace Maquiavelo de esta lógica elemental
puede ayudarnos a identificar factores clave, usualmente desatendidos, que desempeñan un papel
significativo en el cambio legal. En lo fundamental, la tesis de Maquiavelo dice lo siguiente:
enfrentados ante enemigos extranjeros, los ricos y poderosos no tienen otra opción que darle armas
a los ciudadanos comunes, porque toda elite política requiere de “milicias leales”, o partigiani amicis
11, cuando la embiste la adversidad. Debido a que los mercenarios extranjeros pueden traicionar, en
cualquier momento, a su patrón, un gobernante prudente habrá de fiarse solamente de aquellas
tropas reclutadas en su entorno doméstico, cuyos soldados tienen un interés personal en proteger a
la tierra de sus orígenes. Una vez que los ciudadanos comunes y corrientes tienen armas, sin
embargo, los ricos y poderosos no pueden tratarlos más como les venga en gana. En particular, los
gobernantes deben evitar apoderarse de las mujeres o saquear las propiedades de sus potenciales
reclutas. Los gobernantes, asimismo, tienen un incentivo para promover una democratización
defensiva; es decir, tienen incentivos para proporcionar a los ciudadanos-soldados alguna influencia
en la toma de decisiones políticas, al igual que acceso a instancias legales donde puedan
escucharse y remediarse los agravios de que han sido objeto.
“Los hombres siempre resultarán malos, si una necesidad no los vuelve buenos”12. Los
gobernantes, en particular, se comportan con apego a la moral sólo cuando se les obliga. La
“necesidad” que empuja a los gobernantes a ser buenos, con todo, es menos la perspectiva de una
rebelión que la necesidad que tienen, en función de sus ambiciones, de la cooperación social. La
principal fuente de influencia política que tienen los pobres y los débiles, siguiendo este análisis, es
la existencia de extranjeros violentos, depredadores y usurpadores de tierras. En última instancia, el
poder y los privilegios con que cuenta la elite política y económica de una sociedad dependen del
vago control que esa sociedad tenga sobre un pedazo de territorio; un territorio localizado en un
peligroso entorno internacional. Los ciudadanos-soldados adquieren influencia, entonces, cuando
pueden amenazar creíblemente con rehusarse a pelear (o a rehusarse pelear con tenacidad) ante la
posibilidad de una invasión. Esta amenaza es más verosímil que la amenaza de los obreros de
rehusarse a trabajar, debido a que los obreros requieren de su salario para sobrevivir. Y la amenaza
de los soldados de no pelear no se puede contrarrestar fácilmente si se le antepone la perspectiva
de un castigo, como puede suceder, en cierta medida, con las amenazas de asesinato político o
insurrección. La elevada moral y la tenacidad que son esenciales para montar una efectiva fuerza de
combate no se pueden infundir a través del miedo a castigos severos. Si el gobierno proporciona
armas a soldados que no tienen ningún interés en particular en proteger al sistema, los soldados
pueden, simplemente, vender sus armas al enemigo y desertar.
El gobernante que necesita organizar un ejército no puede mantener a sus súbditos
aprensivos, desorganizados, desmoralizados, mutuamente recelosos, pasivos, e incapaces de
ejercer una resistencia colectiva. ¿Qué es lo que tiene que hacer? Para asegurarse la cooperación
voluntaria de los ciudadanos comunes en tiempo de guerra, de acuerdo con Maquiavelo, un
gobernante astuto otorgará a los pobres y a los débiles procedimientos legales equitativos,
participación democrática y derechos de propiedad. Ésta no es meramente una aspiración utópica,
sino un patrón históricamente observable. Los gobernantes, en circunstancias especiales, han
aceptado hacer predecible su propio comportamiento en función de lo que pensaron que era servir a
sus propios intereses. Que una amenaza del exterior modifica los incentivos de la élite lo sugieren
11
12
Maquiavelo, Discursos, I.21, p. 90.
Maquiavelo, El Príncipe, XXIII, p. 151.
múltiples ejemplos históricos, como éste: “(durante la guerra, la clase terrateniente aceptó un
impuesto bastante pronunciado sobre sus propiedades, aunque era el grupo político más influyente
en el país” (Strayer, 1970: 108). Que la guerra entre ejércitos de masas hace crecer la influencia de
los ciudadanos menos acaudalados y menos prestigiosos lo sugiere también el hecho de que,
durante la segunda guerra mundial, y a pesar de que las huelgas habían sido prohibidas, los
sindicatos estadounidenses se organizaron y crecieron a un ritmo mucho mayor de lo que lo
hicieron, hacia el final de la década de 1930, a través de plantones y protestas masivas. Por último,
el papel central que los beneficios otorgados a los veteranos de guerra tuvieron en el surgimiento de
los derechos de propiedad y del Estado de bienestar sugiere, también, que los programas de
transferencias tienen su origen en un contrato social de este tipo; a saber, un contrato en el que los
combatientes ofrecen sus servicios a cambio de protección legal y oportunidades para tener “voz”. Si
esta explicación maquiaveliana se sostiene, entonces las políticas redistributivas representan una
apuesta estratégica, a través de la cual las élites políticas y económicas tratan de asegurarse hoy la
cooperación popular que necesitarán mañana, ante la avanzada de los ejércitos enemigos.
De acuerdo con Maquiavelo, el pueblo pondrá empeño en una tarea solamente si percibe
que tiene la oportunidad de quedarse con algunos de los beneficios que resulten de ese esfuerzo.
“Las riquezas se multiplican en mayor número”, argumenta, cuando los derechos de propiedad se
vuelven seguros: “pues cada uno se afana gustosamente y trata de adquirir bienes que, una vez
logrados, está seguro de poder gozar” 13. En contraste, el crecimiento económico se verá estropeado
por un gobernante impredecible que se apropia de bienes y recursos sin dar aviso ni razones, y que
no ofrece ningún mecanismo para conseguir una reparación legal. El apego de los ciudadanos a un
régimen donde la ley se respeta y se hace valer no se debe solamente a que este sistema les
permite acumular riqueza, sino también a que les permite predecir las consecuencias de sus
acciones, encontrar remedio en las ocasiones en que han sido perjudicados y, en general, planificar
sus vidas.
Un sistema en el que las leyes se respetan y se hacen valer será establecido y se afianzará
cuando las élites económicas y políticas comprendan la contribución vital del gobierno de la ley a la
seguridad nacional. Ése es el quid del análisis de Maquiavelo. La salvaguarda de las adquisiciones y
las transacciones económicas, al combinarse con la ciudadanía política, contribuye enormemente a
la fortaleza militar de una república:
Pues todas las tierras y provincias que viven libres, en todas partes, como dije antes, hacen grandes
progresos. Porque allí los pueblos crecen, por ser los matrimonios más libres, pues cada uno procrea
voluntariamente todos los hijos que cree poder alimentar, sin temer que le sea arrebatado su patrimonio, y
sabiendo que no solamente nacen libres y no esclavos, sino que pueden, mediante su virtud, llegar a ser
magistrados14.
Así como una población menguante representa una grave desventaja militar, una población
que crece rápidamente, cuando está organizada y recompensada adecuadamente, puede ser un
valioso recurso bélico. Los gobernantes introducen hoy la libertad (il vivere civile o il vivere libero),
para incrementar mañana la oferta de ciudadanos propietarios. Los ciudadanos engendrarán más
hijos (i.e. futuros soldados) si están convencidos de que sus derechos testamentarios están
asegurados, y de que su progenie encontrará un sistema de promoción política abierto al talento.
13
14
Maquiavelo, Discursos, II.2, p. 190.
Ibid., pp. 189-190.
Extendiendo este análisis, Maquiavelo rastrea los orígenes del poder de Roma hasta sus
políticas de libre comercio y de apertura a la inmigración. Para la “constitución” romana, los
extranjeros que introducían productos desconocidos y artes novedosas eran bienvenidos. Por eso
Roma pronto se “llenó de habitantes”15. Esta opción a favor de una economía abierta y de una
población creciente, que resultaba altamente desagradable para los nativistas y los xenófobos,
también tuvo consecuencias significativas en el plano militar. Esparta, que se cerró a sí misma al
comercio y a la inmigración, apenas podía reunir a veinte mil soldados; en cambio, Roma fácilmente
podía poner a doscientos ochenta mil combatientes en el campo de batalla. Alguna gente se vio
ofendida por la “tumultuosa” vida urbana de Roma (que contrastaba a menudo con el austero orden
espartano); pero tal bullicio era un inevitable efecto secundario de la mezcla de pueblos y gente que
condujo al asombroso éxito militar romano.
Un gobierno impredecible, que manipula las leyes a su capricho, debe decirse, tiene sus
ventajas. Ante todo, un gobernante con un comportamiento errático e impredecible mantendrá a sus
enemigos fuera de balance. Por otro lado, bajo ciertas circunstancias, un gobierno impredecible
puede ser autodestructivo. Éste es el punto de Maquiavelo. Un príncipe en un estado de alerta
permanente, que gobierna constantemente con un puñal en la mano, que palidece cuando un
ciudadano lo pasa en la calle, que no puede dar la espalda a sus guardaespaldas, pronto quedará
físicamente exhausto. Un gobernante rapaz, que no puede contener su ambición, que se sirve de las
mujeres y que saquea las propiedades de sus súbditos, pronto se verá rodeado por enemigos que
conspiran en su contra. Además, al no haber otorgado nada a los ciudadanos comunes y corrientes,
encontrará muy difícil organizar un ejército leal y efectivo. Un tirano mantendrá a sus súbditos en la
pobreza, la ignorancia y la indefensión, de manera que no le causen ningún problema ni interfieran
con su voluntad. Pero, aplastando a las fuentes potenciales de resistencia política, el tirano, con su
miopía, se despoja a sí mismo de fuentes potenciales de respaldo político. En contraste, si en alguna
medida se les otorgan libertades a los ciudadanos comunes, se enfrentarán éstos con ferocidad
patriótica a los invasores extranjeros. Si, por el contrario, la gente común es destinada a la pasividad
y la subordinación (il vivere servo), se entregará sin remilgos a los conquistadores extranjeros
quienes, a su arribo, con gusto le quitarán la vida al tirano. La élite gobernante puede ganarse la
cooperación de los ciudadanos comunes al hacerles extensivo el poder de elegir a sus
representantes políticos. De esta forma es como Maquiavelo explica el notable éxito de Roma en
materia de expansión y anexión: la ciudad expulsó a los príncipes arrogantes y confirió derechos de
propiedad e influencia política a los plebeyos. Los ciudadanos pelearán para defender aquella
comunidad en la que hayan invertido sus recursos y en la que hayan puesto sus expectativas de
prosperar. Dando un salto a través de los siglos, descubrimos un argumento semejante, empleando
palabras similares, en Max Weber. En uno de los pocos pasajes en los que deja de lado su usual
insistencia acerca del océano existente entre la moralidad y la política, Weber (1994) truena contra el
intento de los terratenientes alemanes de negar el derecho al sufragio a los soldados que
regresaban de la guerra; es decir, a esos soldados que lucharon en la Gran Guerra para defender,
entre otras cosas, las propiedades de los ricos. A esos a quienes se les ha pedido arriesgar la vida
para proteger la patria, y también, por ende, los derechos privados de sus habitantes más ricos, el
gobierno no puede negarles las libertades básicas; hacerlo es ir en contra de los principios morales
más elementales y equivale a poner en riesgo su propia seguridad. Por eso, cuando los ciudadanos
pobres combaten por su país, es usual que demanden, y que reciban el derecho al voto. Esto genera
la interrogante de por qué no siempre, ni en todos lados, se le conceden libertades democráticas,
15
Ibid., II.3, p. 191.
acceso a la justicia y apoyo económico a los ciudadanos pobres. Maquiavelo no creía que la historia
fuera previsible. Su teoría de la democratización defensiva no tiene, por ende, un valor predictivo. El
mecanismo que describe depende de un número de variables que, por múltiples razones, pueden
estar presentes o no. Por mucho, la más importante de esas variables es la motivación de “el
gobernante”, que puede buscar la gloria o no, estar interesado en las generaciones futuras o no,
buscar la manera de tener un retiro apacible o no, y demás. La teoría de Maquiavelo tampoco
predice, sería absurdo pensarlo, una tendencia universal hacia la democracia liberal. Señala, en
cambio, que cuando están dadas ciertas condiciones específicas (como cuando los gobernantes se
sienten amenazados por el ejército de un país vecino), es probable que los procesos de
liberalización y democratización tengan lugar; mientras que bajo condiciones opuestas (como en el
caso de una guerra de alta tecnología, en la que se ve disminuido el papel que tienen los ejércitos de
soldados reclutados entre la ciudadanía), es mucho más factible que se vean procesos que corren
en sentido opuesto a la democratización, y que van dirigidos a reducir las libertades civiles.
EL MANEJO LEGAL DEL CONFLICTO
De acuerdo con Maquiavelo, los seres humanos, aunque obviamente disfrutan de la compañía de
sus semejantes, también por naturaleza son miopes, dispersos, desganados e indisciplinados,
además de que están esencialmente indispuestos para actuar cooperativamente. Si se les deja a su
propia iniciativa –si prevalece el laissez-faire– inevitablemente trabajarán a contramano y caerán en
la incoherencia, en discusiones engorrosas y en la parálisis conjunta. En sentido contrario a lo que
Rawls quisiera hacernos esperar, los seres humanos pueden ponerse de acuerdo con facilidad
acerca del “bien” (por ejemplo derrotar al enemigo), pero se mostrarán incapaces de cooperar,
porque tienen ideas distintas acerca de lo que es “correcto”. Esto es así por que, como explica
Maquiavelo, al convivir estrechamente, las personas terminan sacándose de quicio, y el rencor que
surge de los roces mutuos viene asociado con ideas en conflicto acerca de lo que es justo y lo que
es injusto –lo que no aclara es si ese rencor es causa o efecto de las ideas en conflicto.
Los patrones de conducta autodestructiva son universales. Por sí mismos, representan un
serio desafío para el desarrollo de una organización política integrada, que constituya una fuerza de
combate efectiva. Pero las dificultades para desarrollar una organización política de tal índole se ven
exacerbadas por las distintas pasiones que despiertan los conflictos de clase. La cólera puede
convertirse en algo especialmente virulento en las sociedades en las que las divisiones de clase son
profundas, pues la envidia de los pobres es enardecida con regularidad por la insolencia de los ricos.
De acuerdo con Maquiavelo, los ricos rara vez son capaces de resistir la tentación de humillar
públicamente a sus inferiores en la escala social. Los gobernantes tendrían que querer ser temidos,
no odiados. Si fueran racionales, por ende, evitarían la insolencia. Si fueran racionales también
evitarían aplicar medidas represivas. Es más probable que la represión encienda el odio que el
temor. Los gobernantes, siendo menos que perfecta o consistentemente racionales, sucumben con
frecuencia a la puerilidad de los placeres de la insolencia. La insolencia es un problema porque incita
al odio, y el odio crece más rápido que el temor. Cada agravio intensifica al instante el rencor que
sienten los ciudadanos de bajo estatus hacia los poderosos y los altivos. En cambio, la aprensión
generada por la perspectiva de una represalia futura, que podría detener a los injuriados de lanzar
un ataque contra sus ofensores, no se enciende sino gradualmente.
Para Maquiavelo, la guerra es uno de los pocos contextos sociales en los que estas
pasiones autodestructivas pueden ser, a veces, puestas bajo control. En tiempo de guerra, incluso
los pobres y los débiles reconocen la necesidad de que haya generales talentosos; por ello, también
tienen buenas razones para dejar a un lado la envidia que sienten por los ricos y poderosos en
tiempos de paz. De manera similar, durante la guerra, los ricos y poderosos necesitan de la
infantería y, por lo tanto, si se dejan conducir por la razón, dejarán de expresar su habitual insolencia
hacia los pobres y los débiles. Si actúan racionalmente, ambas partes moderarán sus impulsos
innobles en aras del bien común; pero, por supuesto, no es ni siquiera frecuente que los pobres o los
ricos tiendan a comportarse racionalmente. La elite política y económica no es más proclive a
dejarse gobernar por la razón que la multitud. De acuerdo con Maquiavelo, la mortífera interacción
entre insolencia y envidia fue el elemento clave de los conflictos de clase en la ciudad antigua. Por lo
mismo, prevenir esta corrosiva dinámica representa un desafío mayúsculo para el diseño
institucional. ¿Qué instituciones pueden mitigar la debilidad originada por un conflicto de clases que,
de manera manifiesta, expone a la ciudad entera a la conquista extranjera? La respuesta de
Maquiavelo es: un sistema que se conduzca con apego a leyes imparciales y justas.
Para defenderse de las amenazas externas, los políticos previsores habrán de crear,
entrenar y financiar a una clase militar. Para mitigar de los conflictos internos (que resultan
militarmente desgastantes), los políticos crearán, entrenarán y financiarán un sistema judicial. Al
menos así es como Maquiavelo explica el origen del sistema de justicia criminal, tanto en la antigua
Roma como en las repúblicas italianas. Quienes estuvieron a cargo de hacer las constituciones en
esas repúblicas comprendieron que impartir justicia a través de juicios imparciales era una
herramienta indispensable para conducir el gobierno; esto es, se percataron de que la impartición de
justicia era un poderoso mecanismo que podía atemperar los antagonismos de clase, tan cargados
de pasiones, que exponen a una república a la conquista extranjera.
La mutua hostilidad y la desconfianza que hay entre los ciudadanos nunca podrán ser
erradicadas. Pero un habilidoso diseño de las instituciones judiciales puede domesticar esas
pasiones. En lugar de permitir que supuren por fuera del sistema, los constitucionalistas canalizan
esas pasiones autodestructivas hacia el interior de los órganos de gobierno. Maquiavelo está
pensando específicamente en los tribunales públicos; en esos tribunales, los ciudadanos comunes y
corrientes, al sentirse vejados, pueden presentar abiertamente acusaciones contra los miembros de
la elite que, presuntamente, los han dañado: “para desfogar los humores que, de un modo u otro,
crecen en las repúblicas contra tal o cual ciudadano, y que, si no está previsto un camino para que
se desfoguen, lo hacen por vías extraordinarias que pueden arruinar la república entera”16. Los
deseos de vengar los daños percibidos pueden ser políticamente desestabilizadores. Al invitar a
esos deseos a ventilarse al interior del sistema, un foro público que sirva para presentar acusaciones
reduce la malsana influencia de las denuncias anónimas y la necesidad de colocar emboscadas en
callejas escondidas. Un tribunal puede ayudar a cauterizar los resentimientos de clase y los deseos
de venganza antes de que se salgan de control.
Los ricos y poderosos se verán fuertemente tentados a exigir que se les otorgue inmunidad
ante los procedimientos judiciales. Pero concederles tal cosa sería un error fatal, pues
desestabilizaría a la comunidad y pondría directamente en peligro a la élite política y económica. En
el corto plazo, los ricos y poderosos deben renunciar a la inmunidad legal, a fin de que se establezca
un método efectivo para manejar las tensiones de clase en el largo plazo. La historia de Roma
sugiere enfáticamente que las élites pueden renunciar a la inmunidad. Un grupo dominante política y
económicamente tiene un poderoso incentivo para presentarse ante los tribunales. Proporcionar una
plataforma pública al deseo de los muchos de vengarse de los pocos para que se manifieste, es
también una manera de imponer una estricta disciplina a los resentimientos de clase. A diferencia de
16
Ibid., I.7, p. 49.
aquel que esparce rumores viperinos a espaldas de los difamados, o del que organiza secretamente
una emboscada, el que hace una acusación pública debe mostrarse en persona, encarar a su
enemigo y demostrar la validez de sus reclamos a satisfacción de terceras partes. El acusador debe
dar al acusado la oportunidad de refutar los testimonios que le son desfavorables y de impugnar la
evidencia fabricada. El gobierno de la ley, en este sentido, emerge como un arma de dos filos: como
una herramienta que le sirve tanto a los muchos como a los pocos; y como un recurso, por lo tanto,
para promover el bienestar general de la ciudad. Una sociedad que, de esta forma, consigue
canalizar los odios que hay a su interior a través de instituciones públicas, será más cohesiva ante
los enemigos externos. Para alcanzar la cohesión social que se necesita para la guerra, asevera
Maquiavelo, la elite debe renunciar a su inmunidad legal y estar dispuesta a presentarse ante los
tribunales. Ésta es la manera en que las estrategias que emanan del ejercicio del poder, cuando la
élite es lo bastante prudente, pueden ser la cuna del Estado de derecho.
SÍSTOLE Y DIÁSTOLE DE LA JUSTICIA
El ideal de la democracia en estado puro es el extremo de un continuo en el que cualquier atributo
oligárquico ha desaparecido. Por ser un ideal regulativo, una aspiración utópica, no es posible
alcanzarlo en la práctica. Sin embargo, la democratización parcial y reversible, a diferencia de lo que
sucede con la democracia ideal, es algo que sí existe y que puede ser estudiado. La
democratización implica ensanchar el círculo de aquellos que participan en la toma de decisiones, un
incremento en el número de personas que tienen influencia sobre la forma en que se hacen, se
interpretan y se aplican las leyes. Cuando por primera vez surge un gobierno que se conduce con
base en la libre discusión, naturalmente, sólo participan en él unos pocos privilegiados. Un gobierno
de este tipo, sucesiva y gradualmente, se va haciendo más inclusivo. Quienes pueden acceder a las
esferas de decisión, obviamente, diseñan leyes que los favorecen. Conforme avanza el tiempo, las
“oportunidades para tener voz” y la posibilidad de influir en la forma de la ley se extienden hacia los
grupos que previamente carecían de estas prerrogativas –ya sea en la forma de una concesión
voluntaria o porque tales grupos han arrancado esos derechos a los privilegiados. A medida que se
amplía el número de participantes en la esfera de decisión, las leyes comienzan a reflejar
preocupaciones sociales más amplias. La pregunta es: ¿por qué ciertos sistemas políticos se
vuelven más incluyentes, ya sea de forma moderada o, de hecho, de una forma extrema? De
acuerdo con Maquiavelo, la inclusión democrática tiene lugar cuando los “de adentro” necesitan la
cooperación de los “de afuera”; por eso los dejan entrar (hasta cierto punto). Pero el carrete también
puede correr en sentido contrario. Un proceso de involución democrática ocurre cuando, por
cualquier motivo, se reduce el número de participantes en el círculo de los que toman decisiones. Si
los ricos y poderosos de pronto llegan a creer que no necesitan más la cooperación de los pobres y
los débiles (porque, digamos, el armamento high-tech hace obsoletos a los ejércitos de masas),
entonces pueden confabularse para despojar de sus derechos a los ciudadanos comunes y
corrientes; o, al menos, para reducir su influencia en la legislación y, especialmente, en la
distribución de la riqueza.
A los seres humanos no solamente los motivan los beneficios materiales. También los
motiva la equidad, por ejemplo. Como lo sabe cualquiera que haya estado al frente de un despacho,
un trato desigual hacia los colegas destruye la moral del grupo y, con ello, se perjudica la eficiencia.
Por ende, un jefe que pretenda maximizar la productividad tiene buenas razones para tratar con
equidad a sus empleados. Debido a que la misma lógica se aplica a las organizaciones políticas,
incluyendo a los Estados, podemos cuestionar la afirmación de Maquiavelo de que la justicia no
produce lealtad política. Así bien, sea lo que diga acerca de la justicia, Maquiavelo nunca duda de
que la injusticia corteja a la subversión y a la resistencia. También argumenta, de forma bastante
explícita, que la equidad percibida en la política fiscal está correlacionada positivamente con una
recaudación fiscal eficiente17. Asimismo, otra observación resalta el valor que tiene un trato imparcial
y justo para fomentar el terso funcionamiento de las organizaciones sociales: la gente esperará con
paciencia en una fila mientras no se percate de que algún impuntual presuntuoso se ha introducido
afrentosamente al inicio. Pero nada de esto implica que la equidad habrá de surgir en automático. El
análisis de Maquiavelo sugiere solamente que una elite política tratará con equidad a aquellos
grupos cuya cooperación piensa que puede necesitar. La “imparcialidad selectiva” puede sonar
como una contradicción, pero es el principio sobre el cual todas las organizaciones políticas están
basadas, siguiendo el análisis de Maquiavelo. Incluyendo, sin duda, a los estados nacionales.
La democracia puede palidecer y desvanecerse. El factor determinante es la percepción que
tiene la elite política acerca de la cooperación que requiere de parte de un mayor o menor número
de ciudadanos comunes y corrientes. A Maquiavelo le gustaría que el énfasis recayera aquí en
“percibida”. Una élite política puede pensar que necesita la cooperación de los ciudadanos cuando
no es así, aunque esto es poco probable. Es mucho más común que los ricos y poderosos se
engañen al creer que nunca necesitarán la cooperación voluntaria de los pobres y los débiles. Una
miopía de tal índole puede ser fatal, tal y como los progresistas adoran señalar. Pero también puede
suceder que los ricos y poderosos, en realidad, no tengan mucha necesidad de la cooperación activa
de los ciudadanos, y que estén al tanto de esto.
Asumir que la injusticia acarrea necesariamente inestabilidad política es como tener la beata
creencia de que los malvados siempre recibirán su castigo. Resulta que la injusticia puede
ocasionar, de hecho, menos inestabilidad política que la tentativa, bien intencionada, de aliviar las
miserias de los más desprotegidos. Si las condiciones en que viven mejoran de súbito, los
desposeídos pueden valerse de ello para elevar caprichosamente sus demandas. Una injusta
distribución del poder y los privilegios no necesariamente desencadena un proceso de sano
reacomodo justiciero, por una simple razón. Mientras que un sistema político puede parecerle
desigual a la mayoría de la gente, la opinión de la mayoría no necesariamente cuenta. En cambio,
los miembros de la elite del país, cuya opinión tiene un peso definitivo, prefieren mantener las
injusticias prevalecientes, pues tal estado de cosas les resulta provechoso. Las condiciones de
pobreza e injusticia pueden ser compatibles con la estabilidad política. Esto ocurre si a los
perdedores se les mantiene desorganizados, y en una aletargada pasividad; si los órganos
represivos están bien fortalecidos; si el botín se distribuye intramuros; y si los potenciales centros de
oposición al orden vigente son aplastados o cooptados conforme vayan surgiendo. Por lo tanto, la
democracia liberal está lejos de ser el destino preestablecido de la humanidad. Bajo ciertas
circunstancias, no obstante, puede surgir y convertirse en algo bastante estable. Al tratar de explicar
por qué y cuándo, Maquiavelo enfatiza la importancia de las amenazas extranjeras. Pero existen
otros factores que pueden producir, plausiblemente, efectos semejantes.
17
Ibid., I.55, pp. 159-163.
LA DULZURA DE LAS HERIDAS AUTOINFLIGIDAS
La fuerza es un recurso escaso. Ningún gobernante tiene la suficiente como para hacer que todos
sus súbditos acaten su voluntad solamente con base en medidas represivas. En última instancia, tal
gobernante pasaría momentos difíciles tratando de imponerse sobre su propia guardia recurriendo a
amenazas de violencia. El más fuerte no es lo suficientemente fuerte si no consigue convertir al
poder en derecho. Por eso el poder de coerción inevitablemente tiene que venir acompañado de
otros medios de poder. Hacer un uso muy frecuente de la fuerza también trae consigo numerosos y
desagradables efectos colaterales; especialmente la tendencia a que la violencia se salga de control.
Por ende, los gobernantes, puestos a escoger, prefieren que los ciudadanos obedezcan la ley por
voluntad propia. Un autócrata prudente, motivado por esta importante razón, de buena gana, podría
darle un cierto grado de predictibilidad al ejercicio de su propio poder.
A fin de suscitar de parte de los ciudadanos la obediencia que evidentemente requiere, un
gobernante puede aceptar por voluntad propia la disciplina asociada comúnmente con el gobierno de
la ley. Puede aceptar, por ejemplo, que las órdenes que emite adopten una cierta forma. De acuerdo
con el listado estándar, un gobierno constitucional mantiene su legitimidad, y por lo tanto asegura un
relativamente alto nivel de obediencia, al emitir sus mandatos bajo la forma de reglas generales (y
no instrucciones ad hoc), que son promulgadas de antemano, comprensibles, mutuamente
consistentes, estables en el tiempo (aunque modificables), del conocimiento público y que no son
retroactivas. Para aplicar fiable y eficazmente las leyes, un gobierno constitucional debe contar,
además, con un sistema de justicia compuesto por diversas instituciones competentes y
profesionales, entre las que destaca un poder judicial, que debe de ser imparcial e independiente. La
disposición del pueblo para obedecer la ley también parece incrementarse si el gobierno, de forma
patente, obedece sus propias reglas; es decir, si los funcionarios pagan impuestos, si van a la cárcel
cuando cometen crímenes y demás, y también si se apegan cumplidamente a la Constitución.
Finalmente, un elemento que hace la diferencia es si el pueblo cree que las reglas son aplicadas con
equidad, de forma que los grupos privilegiados, con todo y sus influencias, no pueden eximirse
descaradamente de obedecer unas normas que deberían aplicarse a todos por igual.
Rousseau ha expresado esta idea en una famosa definición: “La obediencia a la ley que uno
se ha prescrito es libertad” 18. Maquiavelo hace el mismo señalamiento, formulando el punto como
una observación acerca de la perversidad de la psicología humana. La gente importante tenderá a
aceptar una decisión si ha podido meter mano en su hechura. Para incrementar la probabilidad de
que los cónsules aceptaran la autoridad del dictador, la “Constitución” romana les daba el derecho
de elegirlo. La razón para darles a individuos prominentes el poder de nombrar al dictador, de
acuerdo con Maquiavelo, fue que “las heridas y cualquier otro dolor que el hombre se causa a sí
mismo espontáneamente y por su propia voluntad duelen menos que las que le infieren los otros”19.
Hamilton hace el mismo señalamiento de una forma más familiar: “Los hombres con frecuencia se
oponen a una cosa tan sólo porque no han tenido intervención en idearla”20. Extrapolando este
acucioso razonamiento descubrimos una posible razón de que los gobernantes acepten, aún
teniendo los medios de represión en sus manos, extender el derecho al sufragio.
Es muy poco probable que los políticos lleguen a preguntarse, por sí mismos, por qué los
gobernantes se someten a los límites constitucionales. Sin embargo, pueden hacerse otra pregunta,
Rousseau, El contrato social, I.8., p. 52.
Maquiavelo, Discursos, I.34, p. 116.
20 El Federalista, núm. 70., p. 299.
18
19
a saber: ¿por qué, en ocasiones, los ciudadanos aceptan libremente cumplir con la ley? Si los
ciudadanos obedecen voluntariamente a la ley cuando perciben que hacerlo es conveniente para
sus intereses personales, entonces el gobernante prudente, velando por su interés, tratará de hacer
que la obediencia a la ley aparente ser, sino es que de hecho lo es, algo que conviene a los
intereses de la ciudadanía. Con todo, tal como afirma Tocqueville, siguiendo a Maquiavelo, este
razonamiento no da cuenta de los motivos más comunes que están detrás de la obediencia de los
ciudadanos a la ley. La gente también obedece a la ley por razones psicológicamente más sutiles;
fundamentalmente porque le han dado voz en el proceso de toma de decisiones 21. Así como nadie
que tenga propiedades atacará a la propiedad privada, así los miembros menos afortunados de la
sociedad pueden ser inducidos a respetar la autoridad si se les otorga una pequeña fracción de esa
autoridad. Las reglas que han sido acordadas mediante una consulta entre reguladores y regulados
tienden a funcionar mejor que las reglas impuestas por un dictado unilateral. Tales reglas están
mejor adaptadas a la realidad de las cosas, y con mayor facilidad pueden suscitar la cooperación de
los implicados en el momento de la implementación.
Como toda norma de aplicación general, las leyes frustran los intereses de ciertos
particulares. No obstante, se puede conseguir un cierto grado de obediencia simplemente con
garantizar que todos los grupos tengan “voz” en la asamblea legislativa, a través de una ampliación
del derecho al voto. Ésta es la motivación democrática de la obediencia a la ley enfatizada por
Tocqueville. El amor paternal, en cierta medida, puede ser un motivo más fuerte que el autointerés
cuando se trata de adaptar la propia conducta a regulaciones previamente desconocidas, complejas
y agobiantes. Tocqueville afirmó haber descubierto que, en los Estados Unidos de América, los
ciudadanos estaban emocionalmente ligados a su gobierno porque tomaban parte en él, y que
obedecían las leyes porque participaban en su creación22. Con mayor sobriedad, Tocqueville añade
que la gente que participa, aunque sea indirectamente, en hacer las leyes (y en aplicar las leyes
directamente al fungir como jurados) es la que más probablemente puede saber qué es lo que dicen
esas leyes 23. Una activa participación política también hace más probable que los ciudadanos
comprendan los aspectos básicos de las leyes recién promulgadas. Si se comprende lo que dicen
las leyes, la probabilidad que se las obedezca se incrementa significativamente. Un último elemento
a considerar es que los participantes en el proceso legislativo tenderán a obedecer la ley, aunque
sus intereses hayan sido ignorados de momento, porque saben que tendrán una oportunidad en el
futuro para cambiar las leyes. Hoy se someten a la ley porque tienen la convicción de que la podrán
modificar mañana 24. Es más sencillo soportar una molestia cuando uno confía en que, con el
esfuerzo debido, pueda quitársela de encima. Análogamente, la gente común actúa con deferencia
hacia la autoridad que ejercen los funcionarios públicos, porque sabe que puede echarlos a la calle
en la siguiente elección 25.
Tocqueville, La democracia en América (1969:249-250, 246, 236).
Ibid., 249, 246.
23 Ibid., 301. En el original se lee: “C’est en participant à la législation que l’Americain apprend à connaître les lois.”
24 Ibid., 250, 255.
25 Ibid., 221.
21
22
LA SECUENCIA DE LOS DERECHOS
Los ricos y poderosos con frecuencia necesitan la cooperación de los pobres y los débiles, pero no
siempre en la misma medida. Eso depende de los medios que elijan para ejercer su dominio; lo cual,
a su vez, está en función de sus creencias, compromisos y metas –mismos que cambian
constantemente. En la medida en que un gobernante tenga una noción clara de su situación,
apoyará la concesión de derechos privados y políticos a los ciudadanos comunes cuando espere
necesitar la cooperación de esos ciudadanos a lo largo del tiempo, y no solamente en una ocasión.
Pero eventualmente procederá a retirar esos derechos, si puede, cuando no encuentre una razón de
peso para creer que esa cooperación le será particularmente útil en un futuro. Si la teoría de
Maquiavelo acerca de los orígenes del contrato social es correcta, debemos esperar que la
preocupación de los gobernantes por el bienestar de los gobernados disminuya, en alguna medida,
conforme avance el desarrollo de armamentos que funcionan oprimiendo un botón. Entonces
veremos cómo el contrato social se echa en reversa y es objeto de una cierta desintegración.
Con todo, ni las zonas residenciales mejor pertrechadas ni los programas de construcción de
nuevas prisiones pueden aislar, por completo, la serenidad del castillo de la miseria de la provincia,
ni la prosperidad del suburbio de la penuria del gueto. El resultado es que, incluso los enemigos más
recalcitrantes del Estado de bienestar, como Thatcher y Reagan, hicieron poco para reducir el
tamaño global de los programas de transferencias gubernamentales. ¿Por qué no lo hicieron? Una
hipótesis maquiaveliana sería que la redistribución de la riqueza, lejos de ser una consecuencia de la
lucha de clases, es una alternativa a ella. Las élites políticas y económicas pueden apoyar una
regulación que favorezca a los trabajadores y a los consumidores, o una política de redistribución a
favor de los desposeídos, si ven que esos arreglos favorecen la estabilidad política. Después de
todo, como lo expresó llanamente Aristóteles, “un Estado en el que hay muchos individuos pobres y
privados de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su seno otros tantos enemigos” 26.
Los derechos y prerrogativas son las propiedades de los pobres. Un amplio esquema de
transferencias crea, incluso entre los miembros más desfavorecidos de la comunidad, un interés en
el sistema de propiedad privada. Una vez que obtienen el derecho al sufragio, los desfavorecidos
tendrán poco interés en destruir un sistema del cual, también ellos, son beneficiarios menores. Tal
vez los políticos conservadores, a diferencia de los ideólogos del libertarismo, permanecen casados
con ciertas formas de redistribución por este motivo. Una hipótesis alternativa, que puede no ser
muy distinta, es que los programas de transferencias sirven a los intereses de los grupos que tienen
influencia política en su sentido más amplio: la que incluye la habilidad de acosar a los
verdaderamente poderosos y mantenerlos despiertos por la noche.
Pero antes que los pobres están los ricos. ¿Cómo y por qué los derechos de propiedad de
los bien-habidos están protegidos de las autoridades políticas? Esto nos trae de regreso a esa
pregunta inicial: ¿Por qué la gente con pistolas obedece las órdenes de la gente sin pistolas? ¿Por
qué no los militares y la policía simplemente confiscan la propiedad de los civiles prósperos y
desarmados? ¿Por qué un gobernante habría de permitir que los derechos de propiedad quedaran
firmemente establecidos? Hacerlo no es para él necesariamente una jugada racional. No solamente
requiere que el gobernante sacrifique los placeres a corto plazo que le brinda la rapacidad; lo que es
más, si los hombres ricos se sienten superlativamente confiados en lo inexpugnable de su fortuna,
pueden empezar a causarle pesares a los que están en el poder.
26
Aristóteles, La política (1998: 93).
En ocasiones las autoridades confiscan la riqueza de los ricos, o al menos procuran
mantener los derechos de propiedad altamente inestables. Pero a veces no lo hacen. ¿Cuándo no?
¿Por qué no? Una hipótesis maquiaveliana sería que las políticas confiscatorias, cuando son
llevadas al extremo, resultan contraproducentes. La gente con pistolas lo sabe. Sólo los
extorsionadores astutos están en condiciones de entender la necedad que representa destazar a la
gallina de los huevos de oro. Por eso pueden restringir la “parte” que les quitan a los productores
locales y a los comerciantes, a fin de impedir que los negocios queden en bancarrota. La famosa
distinción de Mancur Olson (1993) entre “bandidos ambulantes” (roving bandits) y “bandidos fijos”
(stationary bandits) está basada en un supuesto similar. El sector público alberga tiranos y
depredadores que son potencialmente racionales, y que pueden, por lo tanto, comedidamente
limitarse a sí mismos. Así, los recaudadores fiscales, mientras maquinan cómo incrementar el monto
de su cosecha anual, pueden reconocer que les conviene un comercio floreciente 27. Sus colegas
legisladores tienen el mismo motivo para apaciguar la mano y contenerse de rescribir
constantemente el código comercial, pues “¿qué comerciante prudente arriesgará su fortuna en un
nuevo ramo comercial cuando ignora si susplanes resultarán ilícitos antes de que pueda ponerlos en
práctica?”28
Una versión temprana de este argumento fue presentada por David Hume en el ensayo
“Sobre el comercio”. Si la flota española fuera destruida, comienza Hume, llevaría décadas
reconstruirla, mientras que la flota holandesa podría ser reconstruida y puesta a flote en cuestión de
meses. La capacidad y la resistencia militar, en otras palabras, dependen en cierta medida en la
manera en que la economía de un país es conducida. El gobierno español es arbitrario y autocrático,
lo que significa que su comportamiento es errático, que fácilmente rompe sus promesas, y que la
industria naval en su conjunto está bajo control estatal. El gobierno holandés es liberal, lo que
significa que su comportamiento es fácilmente predecible, al menos para la comunidad de
empresarios; significa también que la iniciativa privada cuenta con certeza legal. Por ello, los
hombres de negocios, confiados en que sus derechos de propiedad están a buen resguardo, se
involucran con libertad en todo tipo de industria y comercio, incluyendo la construcción de navíos y el
comercio transoceánico. Como resultado, la industria naval es una parte vibrante de a economía
holandesa, y tan es así que el gobierno puede asumir el ando temporal de la flota comercial en
tiempos de emergencia, ara encauzarla hacia propósitos militares. Incluso, los marineros mercantes
pueden ser reclutados para la marina, en cualquier momento, sin tener que hacer la leva entre los
campesinos ni dañar la productividad de la agricultura del país.
Aunque pueden ser extraídos por la fuerza, los impuestos fluyen más fácilmente si se
percibe que son legítimos. La comunidad empresarial estará dispuesta a hacer contribuciones
elevadas a la defensa nacional durante los periodos de guerra, porque sabe que sus riquezas fueron
acumuladas bajo la protección del poder público. Sin el Estado, un hombre rico es dueño de sus
propiedades de la misma forma que un perro “posee” su hueso; es decir, con inseguridad y sin
ninguna capacidad para venderlo, rentarlo, hipotecarlo o legarlo. Debido a que las personas
adineradas también saben que una victoria del ejército extranjero puede destruir o disminuir su
propia riqueza, de antemano cumplirán con el pago de sus impuestos para prevenirlo. En breve, al
hacer predecible su propio comportamiento, el gobierno holandés convirtió, como por arte de magia,
lo que era previamente una economía aletargada, en un conjunto de “milicianos fieles”, ricos y
agradecidos. La autolimitación de “aquellos
27
28
El Federalista, núm. 60, pp. 257.
El Federalista, núm. 62, pp. 265.
que tienen pistolas” eleva los recursos a la disposición del gobierno, para que pueda alcanzar los
fines que le son cruciales.
Esta fábula analítica sugiere que los gobernantes optan por el liberalismo cuando ven el
crecimiento de las fortunas comerciales más como un recurso que como una amenaza. El recuento
que hace Hume del caso holandés también nos acerca a la idea de los intereses especiales tal como
los concebimos ahora. Los intereses especiales desempeñan un papel central en todo régimen
democrático-liberal. Cualquiera que sea la autonomía que le atribuyamos a la legislación en los
Estados Unidos, no estaríamos dispuestos a afirmar que los intereses corporativos y de clase de los
hombres de negocios norteamericanos la han dejado inmaculada. Tampoco podríamos jurar que no
hay leyes que afecten, digamos, a las profesiones de la abogacía o la medicina que no sean
sensibles a los intereses de los abogados o los médicos. Al inicio, la ley es un instrumento de los
gobernantes; pero, a partir de cierto momento, la ley comienza a proteger también los intereses de
los grupos organizados, de cuya cooperación los gobiernos dependen en un alto grado.
Supuestamente, las leyes deben tratar con equidad a todos los ciudadanos. Entonces, la
cuestión es: ¿qué pasa con la influencia de los intereses especiales en las leyes? Aseverar que “el
gobierno de la ley” no tiene nada que ver con la legislación que beneficia a ciertos grupos de interés
es admitir, implícitamente, que nunca, en ningún lugar, han gobernado leyes justas, que se apliquen
con equidad e imparcialidad. Puede que ésta no sea la aproximación más útil para la comprensión
del gobierno de la ley; aunque alude, sin duda, a una legítima inquietud moral con respecto al
acceso desigual al poder de hacer las leyes.
Un breve rodeo puede ayudarnos a progresar un poco en este frente. En los primeros años
de la década de 1990, una buena parte de la legislación en Rusia fue, inicialmente, bosquejada por
expertos extranjeros. Con una frecuencia sorprendente, las propuestas eran convertidas
rápidamente en leyes vigentes, a través de actos del legislativo o decretos presidenciales. Lo
enigmático, sin embargo, era la aparente aceptación universal de que el control de la elaboración de
leyes domésticas estuviera a cargo de un grupo de extranjeros, cuya información acerca de los
asuntos domésticos era apenas esquemática. odavía más extraña resultaba, por su estrecha
vinculación con lo anterior, la virtual ausencia de legislación a favor de intereses especiales. ¿Por
qué había tan pocas leyes para los grupos de interés en los tempranos años noventa en Rusia?
¿Había adquirido la legislación rusa, de la noche a la mañana, un grado de imparcialidad y
neutralidad que los países occidentales apenas podían soñar? La respuesta correcta es reveladora.
Resultó, después de examinar con detenimiento el caso, que prácticamente ningún actor doméstico
prominente esperaba que las leyes o decretos fueran aplicados fehacientemente. Por lo tanto, las
partes concernidas, cuya conducta estaba siendo presuntamente regulada, no estaban realmente
interesadas en dar forma a la ley al nivel del parlamento. Antes bien, se enfocaron a encontrar
permisos en el nivel ministerial para hacer exportaciones a bajo precio, y a conseguir otras
exenciones ad hoc, al nivel de la aplicación de la ley. Los rusos pudientes depositaron con serenidad
el proceso legislativo en manos de los consultores extranjeros, al mismo tiempo que conservaron en
sus manos la compra y venta de exenciones de facto.
El caso ruso sugiere que la legislación a favor de intereses especiales guarda una relación
ambivalente con el gobierno de la ley, por lo que no debe considerarse como el ejemplo de un
desarrollo político siniestro. El gobierno de la ley, entendido como la aplicación regular e imparcial de
leyes que tratan a todos por igual, podrá surgir cuando dos condiciones están presentes al mismo
tiempo: cuando el gobernante encuentre buenas razones para hacer predecible su propio
comportamiento, y cuando los agentes económicos, movidos por el afán de lucro, comiencen a pedir
reglas. Hemos discutido la primera condición, pero: ¿qué hay de la segunda? Dar cuenta de cuándo
es que los agentes económicos comienzan a pedir reglas equivale a explicar por qué la legislación
para grupos e intereses especiales da lugar al gobierno de la ley.
A medida que una sociedad se hace políticamente libre, es del todo natural que los intereses
organizados comiencen a expresar preocupaciones especiales y a ejercer presión para que la
legislación, de suyo amplia y general, se adapte a sus necesidades particulares. Los grupos
fuertemente organizados presionan para que el marco regulatorio teja una urdimbre de exenciones
especiales y leyes hechas a la medida. La libertad, por lo tanto, estimula naturalmente el
“crecimiento del Estado”. Tal desarrollo no es conducido por la ambición de los burócratas, como
podrían argumentar algunos políticos conservadores, sino por la capacidad de las agrupaciones de
particulares para empujar efectivamente sus demandas. Los Estados se ensanchan en paralelo al
crecimiento de demandas sociales irrefrenables. En esto reside que haya sido virtualmente imposible
“achicar al Estado” en las democracias capitalistas avanzadas, en las que la población encanece
progresivamente, y en las que es plausible que las cohortes de pensionados salgan a votar
masivamente. Por otro lado, sí ha sido posible achicar el Estado y recortar los beneficios que
existían, de la cuna a la tumba, en los países poscomunistas. Esto ha sido así porque la carga que
representa el cuidado de los ancianos, desechada por el Estado, ha sido transferida a las espaldas
de las mujeres, que no tienen “voz” ni capacidad para rehusarse. El sufragio universal no ha
resultado mucha ayuda, en parte, tal vez, porque un electorado volátil puede ser comprado con
facilidad, o también, quizá, porque los partidos políticos, aunque aparentan competir entre sí, en
realidad son aliados secretos. En cualquier caso, las élites saben allegarse los recursos disponibles,
a la vez que hacen que las arcas públicas se vean vacías, para desinflar así las demandas
redistributivas. Los ciudadanos de edad avanzada, por más que sigan votando masivamente,
carecen de una influencia política efectiva. Y ninguno de los grupos pudientes tiene el menor interés
en presionar al gobierno para que mejoren los servicios de salud para los adultos mayores o los
enfermos.
Estamos acostumbrados a pensar que la legislación para los grupos e intereses especiales
es normativamente vana, pues ha sido despojada del sentido que deberían tener las leyes. De
hecho, con frecuencia se le describe como una forma de “corrupción” a través de la cual los
intereses privados colonizan las instituciones públicas; es vista como una legislación en la que las
reglas que deben servir a todos los ciudadanos por igual, están dispuestas para servir solamente a
unos pocos. La manipulación “en lo oscurito” del proceso legislativo parece ser la forma más común
en la que se violan las normas de equidad, y en la que se hace trizas la rendición de cuentas
democrática. Tanto los individuos como los grupos suelen comportarse con parcialidad para
favorecerse a sí mismos. No deberían, por lo tanto (desde el punto de vista de una legalidad
imparcial), actuar como juez y parte en los asuntos que les incumben. Si los grupos sociales buscan
hacer que las leyes reflejen sus intereses particulares, como sucede en cada una de las
democracias actuales, “estas leyes, hijas de sus pasiones, a menudo no harían sino perpetuar sus
injusticias”29.
Pero la experiencia rusa sugiere que por un momento nos abstengamos de expresar nuestra
desaprobación moral. Esta experiencia nos ayuda a ver a la legislación que se hace en beneficio de
intereses especiales de una forma un tanto distinta; si no como un ideal, al menos como un logro, y
no necesariamente como uno insignificante o gratuito. Si se mira desde la perspectiva de los países
poscomunistas, de hecho, la legislación a favor de intereses especiales no representa una
desviación, sino un paso hacia la democracia y el Estado de derecho. La disolución de un gobierno
29
Rousseau, El contrato social, II.7, p. 73.
autocrático, que se empeñó en silenciar las voces de los particulares, obviamente libera el espíritu
lucrativo de los pocos grupos que están lo suficientemente bien organizados como para hacer las
veces de juez y parte en la legislación. La vasta mayoría, en cambio, no puede organizarse para
ejercer influencia política y viene a ser, por lo tanto, la gran perdedora en tal sistema. Pero si los
pocos ganadores comienzan a codificar su parcialidad en una legislación que se implementa con
eficacia, el sistema que crearon comienza a parecerse menos a la anarquía y más a una forma
incipiente de democracia y Estado de derecho. La presión ejercida por los grupos de interés para
que las leyes de aplicación general incorporen regulaciones en beneficio de intereses particulares,
como se ha mencionado, puede ser vista como una forma de corrupción. La etiqueta de “corrupción”,
sin embargo, no es del todo satisfactoria, ya que el surgimiento de leyes que benefician a intereses
especiales es también el comienzo de un proceso en el que las autoridades políticas, a pesar de
contar con los medios de represión en sus manos, se ven impelidas a considerar las opiniones de
actores no políticos. El gobernante que avanza por esta vía acepta límites a su propia
discrecionalidad, en nombre de los intereses de los propietarios, a pesar del desafío que esto pueda
significar para su propio dominio, en aras de los beneficios a largo plazo que le reporta la
cooperación. El proyecto liberal no pretende erradicar este tipo de corrupción; lo que busca es hacer
que se difunda ampliamente, de modo que puedan ejercerla también aquellos que originalmente
fueron excluidos por ella. Para proseguir con este tema, damos un giro desde Maquiavelo hacia
Rousseau.
LINAJES DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY
De acuerdo con Rousseau, las leyes que favorecen a los intereses especiales son la quintaesencia
de la corrupción: “(C)uando los intereses particulares comienzan a hacerse notar y las pequeñas
sociedades (les petites sociétés) a influir sobre la grande, el interés común se altera”30. Si la
conducción de un juicio criminal se deja en manos del grupo social al que pertenece el acusado,
tendríamos que señalar ese acto de corrupción y denunciar la violación del Estado de derecho.
Debido a que los ricos rutinariamente controlan el proceso legislativo, Rousseau también nos
advierte que “las leyes son siempre útiles para los que poseen y perjudiciales para los que nada
tienen”31. En toda sociedad de la que se tenga conocimiento, continúa, “se hacen pasar falsamente
con el nombre de leyes decretos inicuos, que sólo tienen como finalidad el interés particular”32. La
única manera de abolir la legislación que se hace en beneficio de intereses particulares, sería
asegurándose de que “no haya sociedad parcial en el Estado”33. Pero esto no se puede lograr.
La corrupción es inevitable, insiste Rousseau, porque en cada sociedad emergen,
inconteniblemente, intereses organizados, dotados de un mayor o menor poder. Los grupos
poderosos, por pocos que sean, brotan con naturalidad, y no se les puede impedir que manipulen la
ley en su propio beneficio. La legislación a favor de intereses especiales, por injusta que sea, es por
lo tanto la regla y no la excepción: “¡Leyes! ¿Dónde las hay? ¿Y dónde son respetadas? En todas
partes sólo el interés particular y las pasiones humanas he visto reinar con este nombre”34. Al inicio,
Ibid, IV.1, p. 140.
Ibid, I.9, p. 55.
32 Ibid, IV.1, p. 140 : “on fair passer faussement sous le nom des Loix des décrets
iniques qui n’ont pour but que l’intérèt particulier.” (En francés, en el original. T.).
30
31
33
34
Rousseau, Emilio (1976).
el pobre se deleita con el contrato social, pensando que se trata de una alianza para el beneficio y
alivio mutuos; pero pronto descubre que es una estafa diseñada para beneficiar a los ricos. El
hombre rico siempre usará su influencia para hacer, interpretar y aplicar leyes que sirvan a sus
estrechos intereses de clase, sin preocuparse por las necesidades y aprensiones de la mayoría de
sus conciudadanos.
Comportándose de esta manera, los ricos revelan la más oscura verdad acerca de la
naturaleza humana. Cada vez que pueda, la gente evitará que haya una repartición equitativa de las
responsabilidades. Si la gente pudiera salirse con la suya, dejaría los más dulces placeres y
gratificaciones para sí y para los de su círculo más íntimo; y vería la manera en que las tareas más
ingratas y las condiciones aciagas de vida se descargaran sobre los otros. Por naturaleza, la gente
siente disgusto por la justicia. Las personas quieren derechos sin responsabilidades, y buscan
ansiosamente quedar exentas de las reglas de aplicación general. Debido a que las inclinaciones a
la parcialidad y al favoritismo no pueden ser erradicados del corazón humano, cualquiera que se vea
en la situación de actuar como un potencial agente de contaminación del medio ambiente razonará
de este modo: “el beneficio personal que obtengo de contaminar rebasa por mucho el mal que me
causará la contaminación, aunque también me vería beneficiado si a nadie más se le permitiera
nunca contaminar”. La situación ideal es, por supuesto, que todos obedezcan las leyes mientras que
yo quedo exento de acatarlas. La teoría de la elección racional nos ha familiarizado con esta
ostensible lógica de acero. Rousseau la utilizó para ilustrar que los seres humanos no pueden
escapar del Pecado Original 35. Debido a que los seres humanos razonan, con frecuencia, de
acuerdo con esta lógica perniciosa, las leyes humanas siempre reflejarán los intereses de alguien en
particular y no podrán ser, por lo tanto, auténticamente legítimas. Un gobierno imparcial –esto es,
que actúe “por mandato de las leyes y no de los hombres”– solamente sería posible en una
población de dioses.
Rousseau se hace eco del alegato liberal de que la unidad del poder ejecutivo y el legislativo
es la definición misma de la tiranía. Tal unidad es perniciosa precisamente porque permite que las
leyes favorezcan a los intereses especiales. En particular, permite a los legisladores emitir leyes
draconianas con la certeza de que esas leyes nunca les serán aplicadas a ellos o a sus familias. Una
clara separación entre los poderes ejecutivo y legislativo, en contraste, podría obligar a los
legisladores a adoptar el punto de vista de los ciudadanos promedio; esto es, a manifestar empatía
con aquellos que serán castigados si desobedecen la ley. Este ideal nunca se lleva a cabo en la
práctica. En los Estados Unidos, por ejemplo, el tipo de separación entre poderes que Rousseau
describe no existe. Cuando los legisladores blancos le imponen duros castigos al consumo de
drogas que es común entre los negros, mientras que le dan penas indulgentes al consumo de
drogas que es común entre los blancos, están promoviendo leyes que benefician a intereses
particulares, en el sentido que les da Rousseau. Esto es posible por el hecho de que los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial están todos en las manos de un solo grupo dominante. Los
legisladores blancos saben que los miembros de la privilegiada red social a la que pertenecen no
tendrán que sufrir las duras políticas contra el crimen que afectan predominantemente a los negros.
Quienes hacen, interpretan y aplican las leyes en los Estados Unidos no estarían dispuestos a
aceptar, con tanta facilidad, el alto nivel de encarcelamiento per cápita que hay en este país, por
ejemplo, si fueran sus hijos los que con frecuencia cayeran tras las rejas. Para formularlo en el
lenguaje de Rousseau, al comportarse de tal forma, los miembros de esa élite actúan como si fueran
juez y parte al mismo tiempo, como si vivieran todavía en el estado de naturaleza.
35
Rousseau, El contrato social, IV.1, pp. 139-141.
Por lo que se ha dicho, aunque sea conveniente bajar las expectativas, no cabe tampoco
abandonar toda esperanza. No hay cura para esa enfermedad que representan las leyes que
favorecen a intereses especiales; pero sus síntomas pueden ser mitigados temporal y
periódicamente. Aunque la ley no puede servir nunca a todos los miembros de una comunidad por
igual, sí puede servir a una proporción relativamente grande de ciudadanos comunes y corrientes, y
no solamente a los ricos. La desigualdad no puede ser abolida; pero en la medida en que se logre
atenuarla, entonces las acciones de depredadora violencia, de humillación, subordinación y
arbitrariedad que se infligen sobre los débiles, pueden mantenerse bajo control 36. Con esto en
mente, Rousseau proporciona un sabio consejo: “si existen sociedades parciales, es necesario
multiplicar su número y prevenir la desigualdad”37. Aquí, el gran fustigador del liberalismo y sus
grupos de interés recomienda una estrategia que se asocia usualmente con James Madison y
Robert Dahl. En lugar de tratar de reprimir a los intereses organizados, debemos hacer un esfuerzo
para multiplicarlos.
En una sociedad perfecta y justa, las leyes serían por completo neutrales e imparciales. Sin
haber sido mancilladas por la parcialidad o el favoritismo, las leyes encarnarían la más pura equidad.
Serían justamente lo que Rousseau asociaba con la expresión de la Voluntad General. Tales leyes
probarían no ser de mayor utilidad a los grupos con amplios recursos organizativos, que a los que
carecieran de ellos. Dadas las profundas raíces de la arbitrariedad humana, sin embargo, no existe
una sociedad de tal índole. A diferencia de lo que sucede en las sociedades imaginarias, señala
Rousseau, en las sociedades realmente existentes las leyes son siempre un instrumento de
intereses particulares. Pero esto no equivale a decir que la ley no es nada más que un garrote con el
que los fuertes golpean a los débiles. Reconocer la conexión que existe entre las leyes y los grupos
de interés no supone que debamos abandonar la importante distinción entre el gobierno de la ley y el
gobierno con la ley. Simplemente necesitamos reformular tal distinción para hacerla compatible con
los hechos observables. Esto lo podemos hacer siguiendo los lineamientos establecidos por el
propio Rousseau.
Aunque no lo haya expresado en estos términos, la principal contribución de Rousseau a la
teoría del derecho es su idea de que el gobierno de la ley y el gobierno con la ley se ubican en un
mismo continuo; por eso mismo, no representan opciones mutuamente excluyentes. La oposición
que hay entre ambas formas de ejercer la legalidad apunta una diferencia de grado, no de tipo.
Todos los Estados se sirven de la legalidad para gobernar. Pero esta herramienta, como cualquier
otra, impone inevitablemente ciertas restricciones en quien la usa. ¿Qué tan limitantes son esas
restricciones? ¿Cómo se logra disciplinar la discrecionalidad del gobierno en la aplicación de las
leyes? ¿En nombre de qué intereses se justifica su aplicación? ¿Qué tan predecible hacen esas
restricciones el comportamiento del gobierno y ante qué grupos?
De acuerdo con Rousseau, la ley es siempre un instrumento del rico y del poderoso. La ley
codifica un acuerdo entre los gobernantes y los ciudadanos más opulentos para su mutuo provecho.
Pero la distribución del poder y la riqueza no es la misma en sociedades distintas, ni tampoco es
igual dentro de una misma sociedad en diferentes momentos. Algunas veces unos pocos
monopolizan el poder y la riqueza; otras veces, la prosperidad y el poder se dispersan más
ampliamente. En el primer caso predominan los gobiernos que manipulan toscamente la ley; en el
segundo, el ejercicio de la legalidad se vuelve más equitativo. En ambos casos, las leyes cumplen
una función igualmente instrumental. Incluso cuando nos acercamos lo más humanamente posible al
36
37
Ibid., II.11.
Ibid. II.3, p. 61.
ideal de justicia, el sistema legal seguirá siendo sensible a la influencia de aquellos grupos que
tratan de dar forma y de aplicar la ley de manera que sirva a sus propios intereses. La diferencia
entre los sistemas que se aproximan a un ejercicio imparcial, regular y equitativo de las leyes, y los
sistemas en los que la legalidad sirve ampliamente a intereses particulares no reside, por tanto, en la
propia naturaleza de la ley. La diferencia reside en la medida en que en ese sistema exista una
poliarquía; en que haya múltiples grupos con influencia; en que exista una organización pluralista del
poder. Cuando el poder y la riqueza se dispersan ampliamente, la legalidad deja de ser un garrote
que usan los pocos contra los muchos para convertirse en un arma de doble filo.
Haciendo una extrapolación a partir del análisis de Rousseau podemos obtener la siguiente
conclusión: el gobierno de la ley puede materializarse en las sociedades en las que existen
numerosos grupos sociales, todos ellos con un cierto poder de influencia, y en los que está
comprendida la mayoría de la población. La variedad y el número de grupos debe ser tal, que
ninguno de ellos pueda adquirir una fuerza de tal magnitud como para ser capaz de establecer su
dominio sobre todos los demás. Es verdad que toda justicia es la justicia de los vencedores. Pero
entre más democrática se hace una sociedad, entre más vencedores existen, más grande es la
proporción de ciudadanos que tienen la fuerza suficiente como para manejar con eficacia el “garrote”
de la ley. No podemos remplazar una legislación eficaz, que beneficia a ciertos intereses especiales,
con leyes que anteponen el interés general y esperar que éstas últimas se apliquen con el mismo
rigor. Pero la visión de Rousseau, aunque hace burla de esperanzas utópicas, no nos condena a la
misantropía. Hemos sido capaces de hacer que los intereses organizados aflojen el puño con que se
aferran del poder, forzándolos a compartir su influencia política con una amplia variedad de grupos.
Ésta es la poliarquía; ésta es también una justicia tosca, el único tipo de justicia que los seres
humanos podrán jamás conocer. Para formular esta idea de manera diferente: establecer un balance
entre múltiples intereses parciales y particulares es lo más cerca que podemos llegar del ideal de la
imparcialidad. Tal vez esto no suena, precisamente, muy alentador, pero es de cualquier manera un
logro históricamente muy raro y muy difícil de alcanzar.
Es mucho más usual, de hecho, que los instrumentos legales se utilicen, con mayor o menor
arbitrariedad, para que los gobernantes y la gente adinerada promuevan los muchos intereses que
tienen en común. Un ejemplo del uso discrecional y particularista que pueden tener las leyes es el
manejo que hace un gobierno de diversos instrumentos legales para silenciar a sus críticos; otro es
el uso que hace un esclavista de la ley para recuperar a un esclavo fugitivo. En el polo más liberal
del continuo sugerido por Rousseau, la ley puede ser usada, más o menos con justicia, para servir a
los intereses de una amplia fracción de la sociedad, en la que queda incluida una parte de los pobres
y los iletrados. Un ejemplo realista de esta forma de ejercer la legalidad, coincidente con el ideal del
Estado de derecho, sería, entonces, el uso que el sospechoso de un crimen puede hacer de ciertos
instrumentos legales para mostrar que la policía ha fabricado evidencia en su caso. Los derechos al
debido proceso, que incluyen la notificación oportuna y el derecho a confrontar a los testimonios
adversos, los vemos vinculados con el gobierno de la ley, porque son herramientas que pueden
ayudar a que las partes relativamente más débiles se protejan a sí mismas de aquellos que, de otra
forma, ejercerían un poder considerablemente mayor.
Cuando unos pocos grupos privilegiados –digamos, terratenientes, patrones, productores y
acreedores– controlan, a discreción, los procesos legislativos, y la adjudicación y la aplicación de la
ley, estamos en presencia de un gobierno que se vale de la ley para favorecer a los poderosos. El
gobierno de la ley va ganando terreno cuando, por el contrario, arrendatarios y terratenientes,
empleados y empleadores, deudores y acreedores, esposas y esposos, consumidores y
productores, todos por igual, pueden recurrir a la ley para proteger sus intereses. Este arreglo posee
una cualidad moral distintiva, que se hace evidente en lo siguiente: cuando todos los intereses
organizados en una sociedad renuncian a la violencia y acuden a un mismo cuerpo de leyes y a un
mismo sistema legal, con el fin de proteger sus intereses y llevar a cabo sus propósitos, están
relativizando implícitamente el reclamo que, desde su propia parcialidad, pueden hacer con respecto
a los recursos de la colectividad, admitiendo que su perspectiva está sesgada y que no siempre
merecen salir ganadores. Para parafrasear de nuevo a Rousseau, el ideal de justicia no se puede
alcanzar en este mundo, pero es posible aproximarse a él cuando la corrupción (a saber, la
influencia que alcanzan a tener ciertos grupos, con objetivos muy particulares, en la definición de las
leyes que son vinculantes y obligatorias para todos los miembros de la comunidad), en lugar de ser
monopolio de algunos pocos, se convierte en algo ampliamente difundido a lo largo de una sociedad
que acepta la legitimidad de su propio pluralismo.
Decir que “la ley es un instrumento de los poderosos” no equivale a suscribir o promover el
cinismo. Antes bien, es una forma de ofrecer consejo a quienquiera que pretenda venir en ayuda de
los oprimidos. Si el objetivo es proteger los derechos de las mujeres, hay que organizar un
movimiento de mujeres. Si se quiere proteger los derechos civiles de los afro-americanos, hay que
organizar un movimiento en pro de los derechos civiles. La ley no se contamina meramente por ser
un instrumento del poder. Qué tan justa o injusta sea la forma en que se usan las leyes depende de
quién ejerce el poder y con qué fines. A la concepción pluralista del Estado de derecho que nos
proporciona Rousseau podemos añadir la idea de la competencia entre élites como condición
adicional para acercarnos al ideal de la justicia liberal. Imagínese una sociedad en la cual las leyes
que gobiernan el sistema de salud fueron, en principio, escritas básicamente por médicos, para
servir a los intereses de los médicos. Podemos creer que los pacientes carecen del suficiente
empuje político para lograr que una revisión de las leyes contemple también sus intereses. En cierto
momento, los miembros de otro grupo corporativo (llamémosle “abogados”), se percatan de las
enormes sumas de dinero que ganan los médicos; entonces se confabulan para quitarles una parte
de esos ingresos. Sin embargo, es muy difícil reorientar el caudal de ganancias sin alegar algún
interés público superior. Entonces, los abogados comedidamente ayudan a rescribir la legislación del
sistema de salud, de forma que tome en cuenta los derechos de los pacientes. Están felices de
colaborar porque, sean cuales sean sus benevolentes motivos, ahora están en condiciones de
insinuar que ellos mismos pueden ser los representantes de los legítimos intereses de los pacientes.
Así, el interés público se beneficia de manera indirecta, como consecuencia de que elites ávidas
compiten por los recursos escasos. Las normas de justicia y las ideas acerca del bien común, por lo
tanto, no son políticamente irrelevantes; pero pueden adquirir mayor efectividad cuando existe un
balance entre intereses tendenciosos que rivalizan entre sí. Por mucho, en la lucha entre intereses
organizados que llamamos política, el poder de las normas es un poder que sirve para inclinar la
balanza hacia un lado o hacia el otro. Cuando una serie de fuerzas se alinean correctamente, el bien
común puede salir ganando de cuando en cuando. Pero, así como nos lo recuerda Rousseau
incesantemente, esto muy rara vez sucede.
A diferencia de los delitos por negligencia, un crimen es supuestamente un daño contra la
comunidad como un todo. Pero no es usual que las sociedades establezcan la atrocidad relativa de
una felonía o un delito tomando en consideración los intereses y aspiraciones de todos los
ciudadanos por igual. Para ponerlo crudamente, lo que usualmente etiquetamos como “crímenes”
son aquellas transgresiones que dañan los intereses de la “clase gobernante”. Tal como Rousseau
se apresuraría a añadir, esta clase gobernante puede ser grande o pequeña. En los Estados Unidos
la clase gobernante es bastante grande, lo que no hace que la legislación que favorece a los
intereses especiales sea moralmente más convincente. Debido a que los blancos tienen más
influencia sobre la legislación que los negros, la posesión de polvo de cocaína es tratada con mayor
indulgencia que la posesión de crack. En la medida en que los hombres tienen más influencia sobre
la ley que las mujeres, la legislación relativa a las formas de acoso que sufren las mujeres no puede
dejar de llevar el rastro de un punto de vista peculiarmente masculino. Todos los sistemas legales
son injustos en cierta forma. Pero entre más grande sea el porcentaje de ciudadanos que quedan
atrapados permanentemente entre los perdedores, que no pueden usar nunca la ley para proteger
sus intereses, entonces podemos decir, con mayor certeza, siguiendo el análisis de Rousseau, que
el sistema se asemeja a un gobierno en el que la ley es un instrumento exclusivo de los
privilegiados; es decir, un sistema que se desvía de manera insolente de la justicia liberal.
De acuerdo con Rousseau, cuando los ricos y poderosos se coaligan para hacer que las
leyes beneficien a los intereses que tienen en común, descuidando las preocupaciones de los
ciudadanos comunes y corrientes, se separan de facto de la sociedad en su conjunto. Los ricos y
poderosos crean un pequeño enclave republicano para sí mismos, de común acuerdo, y tratan al
resto de los habitantes del territorio más o menos como si fuera ganado. El separatismo de las elites
puede ser estable o inestable. Rousseau insiste que esa apuesta, al implicar que los excluidos
pueden ser gobernados por la fuerza, justifica la rebelión. Pero esto no supone que la rebelión vaya
a triunfar necesariamente. Un sistema legal que se rige por un estándar doble, o un Estado dual, al
dar garantías y certeza a los pocos e incertidumbre a los muchos, no parecerá legítimo ante los ojos
de los ciudadanos comunes y corrientes. Pero las élites gobernantes no siempre están preocupadas
por la percepción generalizada de ilegitimidad que tiene la distribución vigente del poder y los
privilegios. Lo que les importa es que el Ministerio del Interior, con sus tropas equipadas con un
armamento letal, y otros grupos de cuya cooperación necesitan, sí estén convencidos de la
legitimidad del régimen. Cierto, un trato desigual corroe la disposición a cooperar. Entonces, los
pobres no obedecerán voluntariamente a la ley si observan a los ricos acatando las leyes que se
ajustan a sus propios intereses, y rehusándose a seguir las normas que interfieren con esos
intereses. Pero a los que están en la cima no necesariamente les importa que los que están en el
fondo consideren que todo el sistema está moralmente corrompido. Solamente se interesan en la
opinión de aquellos de cuya cooperación necesitan. Por lo que hace a los demás, es indistinto si los
encierran o si los expulsan.
REGLAS QUE ACTIVAN UN PODER LATENTE
Hasta este punto, siguiendo a Maquiavelo y a Rousseau, he dado por supuesto que la ley es un
instrumento del poder. Aunque este supuesto es oportuno, y más acertado que la noción de que la
ley desciende sobre la sociedad desde el Cielo de las Normas Superiores, es todavía un precepto
incompleto. Hay que considerar también que las reglas pueden crear o constituir al poder, o
concentrar poder a partir de la nada. Esto es especialmente cierto en el caso de las normas
constitucionales, pero no es exclusivo de ellas. Maquiavelo y Rousseau sabían esto a la perfección.
Los poderosos optan por gobernar con apego a las leyes cuando esta estrategia magnifica,
a la vez que estabiliza su dominio. Las leyes que magnifican el poder, estrictamente hablando, no
son instrumentos del poder sino herramientas que sirven a las ambiciones de poder. Por ejemplo, un
gobernante puede elegir gobernar con base en leyes generales porque no tiene tiempo suficiente
para hacer decisiones ad hoc, en cada uno de los miles de casos dispersos a todo lo largo de un
extenso territorio. Las leyes aumentan la amplitud espacial del mandato del gobernante, aunque
disminuyen la discrecionalidad de su poder. El gobernante puede, no obstante, aceptar esto
voluntariamente, porque actuar con discrecionalidad supone tanto una carga como un beneficio. La
discrecionalidad, por cierto, demanda mucho tiempo.
Los poderosos, sin embargo, tienen una debilidad esencial: son mortales. Aunque tengan
sus arcas rebosantes de joyas, los emperadores y los zares, de cualquier forma, habrán de morir y
terminar en una tumba. ¿Qué pueden hacer para contrarrestar ésta, su debilidad física más
engorrosa? Para empezar, pueden sentirse identificados emotivamente con sus descendientes
biológicos. Así bien, debido al velo de ignorancia que separa al presente del futuro, los gobernantes
no pueden saber en qué lugar de una distribución futura del poder y los privilegios habrán de
terminar sus descendientes. Por ende, los poderosos, al saberse mortales, en la medida en que un
espíritu familiar los inunde, se pueden ver inducidos a organizar la sociedad de manera que la gente
que carezca de poder esté protegida de aquella que sí lo tiene. Es cierto que esta analogía de la
vida real con la hipotética posición original de Rawls alude a un elemento que influye muy
débilmente, y sólo de forma episódica, en las decisiones políticas. Eso ayuda a explicar por qué la
emergencia del liberalismo es siempre lenta, frágil y reversible.
No obstante, siendo el caso de que ciertos elementos del constitucionalismo emergen
incluso en los regímenes autocráticos, la mortalidad del gobernante es una de las razones que lo
explican. Históricamente, los grupos dominantes parecen aceptar límites constitucionales o
semiconstitucionales a su poder antes de que acepten los procedimientos democráticos para elegir a
los líderes políticos. Los grupos dominantes que rodean al monarca, a sabiendas de que no vivirá
para siempre, organizan las reglas de la sucesión con el consentimiento del rey. El monarca da su
consentimiento, previsiblemente, porque la fantasía de que su linaje continuará ocupando el trono
achata el punzante aguijón que representa el conocimiento de su propia finitud. Las reglas de
sucesión, al limitar la discrecionalidad y proporcionar algo de predictibilidad, forman el núcleo de una
monarquía constitucional. La Constitución, en una monarquía, es un paso más allá del dominio
personalista; es lo que crea “los dos cuerpos del rey”. Cuando el viejo rey expira, su sucesor es
elevado de inmediato al trono. Por cierto que las reglas para identificar a los sucesores de un rey son
complicadas, y no siempre solucionan todas las controversias; habrá entonces que ejercer una cierta
discrecionalidad, aunque sea secretamente.
La necesidad de evitar el caos en un interregno es un problema perenne en todos los
regímenes políticos, sean democráticos o monárquicos, porque los líderes electos también mueren.
Así, la debilidad más elemental de la humanidad, a saber, la mortalidad, revela otro sentido
fundamental en el que el poder, incluyendo el poder de los regímenes democráticos, depende del
gobierno de la ley y del derecho. La necesidad percibida de administrar la inestabilidad de los
interregnos ayuda a explicar por qué los poderosos, cualquiera que sea el nivel de amenaza
extranjera que enfrenten, eligen gobernar con apego a la ley y al derecho. Así puede verse que la ley
no sólo limita sino que también faculta. Lo mismo se observa en el ámbito privado, donde las leyes
testamentarias no simplemente limitan, sino que crean de hecho el poder para legar propiedades a
un heredero. Sin tribunales patrimoniales que arreglen las disputas en torno a las herencias (y sin
una legislación que gobierne las decisiones de esos tribunales), sería imposible para los vivos darle
un empuje adicional a sus deseos después de su propia muerte. De tal manera, lo mismo en el
ámbito público que en el privado, la ley prolonga la eficacia de una voluntad más allá de la frontera
que separa a los vivos de los muertos. Por sus cualidades restrictivas y facultativas, la ley puede
servir como un instrumento de la voluntad o como un medio para acotarla. Por este motivo, la gente
que aspira a consolidar y ampliar su poder puede recurrir a las leyes para lograrlo –y de hecho lo
hace.
Al ser un seguidor de Maquiavelo, en El Federalista vigésimo-octavo, Hamilton discurre
creativamente acerca de cómo las reglas pueden crear poder. Las emergencias imprevisibles, entre
las que se incluyen una invasión extranjera y una insurrección doméstica, tenderán a ocurrir. Por
esta razón, al gobierno se le debe otorgar el derecho de formar un buen ejército, y una potestad
discrecional para usarlo de maneras no prefijadas de antemano. Un ejército extranjero o doméstico
no se conducirá de acuerdo con ninguna regla; por lo tanto, el poder para resistir a tal enemigo debe
permanecer igualmente desesposado. Pero ¿cómo pueden los autores de una Constitución impedir
que se haga un uso inapropiado de una peligrosa autoridad discrecional? Formulando la idea de
forma más general: una vez que los representantes populares, en la asamblea nacional, han recibido
en sus manos el poder de formar un ejército regular, ¿qué les impide traicionar al pueblo y actuar en
nombre de sus propios intereses gremiales?
Napoleón, contemporáneo de Hamilton, demostró que los foros deliberativos no representan
un serio obstáculo para un gobernante que tiene control sobre un ejército en pie de lucha. La única
manera efectiva de inhibir una avanzada militar, Hamilton escribe en consecuencia, es la expectativa
de una rebelión. Aquí regresamos a la tesis de Przeworski, pero con un cierto giro. La amenaza de
una rebelión armada no es creíble en la mayoría de las repúblicas, por varias razones. Primero, los
ciudadanos ignoran usualmente las sombrías amenazas de usurpación hasta que es demasiado
tarde, cuando un coto militar ha sido ya establecido. Segundo, aunque puedan advertir que se gesta
una tiranía, los ciudadanos, dispersos y aislados como están, se ven en dificultades para organizar
prontamente cualquier tipo de resistencia efectiva contra un gobierno central, militarmente bien
equipado. Tercero, incluso si se percatan del avance de la tiranía y comienzan a organizarse para
luchar en su contra, el tirano en ciernes espiará a la incipiente resistencia y la aplastará cuando ésta
sea apenas un capullo.
La solución a este problema, de acuerdo con Hamilton, es una república de repúblicas. Esta
idea proviene de Maquiavelo. El libro de los Discursos fue muy importante para los autores de la
Constitución de los Estados Unidos, porque Maquiavelo, antes que nada, fue un teórico anticolonial.
Su gran aspiración era encontrar a un dirigente capaz de forjar una alianza entre las repúblicas
italianas; un dirigente que les permitiera expulsar a las potencias extranjeras, España y Francia. Si
las repúblicas italianas no logran establecer una unión, razonaba Maquiavelo, entonces los poderes
de ocupación aprovecharán los conflictos entre ellas para consolidar su dominio. Solamente una
estrecha unión entre las repúblicas, basada en el sentimiento de un destino común, podría
permitirles redoblar sus esfuerzos y contrarrestar la política colonial de divide y vencerás. El sentido
de formar parte de una nacionalidad común no podría prosperar bajo un principado, a menos que
toda la Italia se organizara como una república –de hecho, como una república de repúblicas.
Maquiavelo concibe esta unión como una cura para la miopía en un sentido muy especial. Si las
repúblicas individuales permanecen desunidas, las potencias extranjeras emplearán la táctica de
tomar una a la vez. Aquellas ciudades que no están siendo atacadas en ese instante, se engañarían
pensando que su turno nunca vendría. Pero se habrán equivocado.
Este es exactamente el razonamiento de Hamilton. A nivel local, los líderes estatales, al
estar atentos a los acontecimientos políticos, podrán percatarse de la ambición usurpadora de los
gobernantes federales antes de que el pueblo, por lo común ocupado en otros asuntos, pueda
reparar en ello. Leída a la luz de El Federalista vigésimo- octavo, la Segunda Enmienda no protege
el derecho de cualquier empistolado a disparar a los intrusos en su propiedad, pues tal cosa
equivaldría a darle protección constitucional a cada asesino potencial que piense que acaba de
conversar con alguna divinidad vengadora. Antes bien, la Segunda Enmienda protege “ese derecho
primordial de defensa propia que es superior a todas las formas positivas de gobierno”38 ; a saber, el
derecho de los ciudadanos a participar colectivamente en la resistencia armada, en contra de las
tentativas federales de usurpación. En el contexto de milicias organizadas por las propias entidades
38
El Federalista, núm. 28, p. 113.
federativas, los encargados de conducir la resistencia serán los legisladores electos en los
estados.39
Los gobiernos electos en los estados le ponen pies y cabeza al derecho de rebelión. De esta
manera resuelven el perenne problema de acción colectiva que comúnmente ha impedido a la
mayoría popular responder con eficacia a los ultrajes cometidos por una minoría bien organizada.
Hamilton habla aquí de un “sistema regular de oposición”, que debe distinguirse del recurso irregular
e inaceptable a las armas por parte de individuos particulares, que carecen de la guía de los
representantes locales 40. Los ciudadanos pueden protegerse del gobierno exclusivamente a través
del gobierno, no sólo por lo que dice la Constitución, sino también por cómo funcionan en la realidad
las reglas que los protegen de la tiranía: “el poder es casi siempre el rival del poder” 41. Una multitud
sin líderes no es una fuerza política. Se desvanecerá en cuanto sea embestida, incapaz de ofrecer
un frente unido ante el ataque. Solamente cuando entren en escena los líderes políticos estatales
será posible reunir a las tropas, disciplinar a la multitud y mantenerla lo suficientemente unificada.
Entonces los más numerosos podrán prevalecer sobre los pocos bien organizados. Los legisladores
locales, previsiblemente cubiertos de legitimidad electoral, usarán a las asambleas estatales para
organizar la resistencia y coordinar esfuerzos entre los múltiples estados. Así, la tiranía será
disuadida. Ante el temor de “la inmediata sublevación de la masa popular, encabezada y dirigida por
los gobiernos de los Estados” 42, el liderazgo nacional se mantendrá a raya. Debido a que la
república de repúblicas es extensa y está subdividida en múltiples estados, será más fácil proceder
con sigilo para hacer de la resistencia una fuerza efectiva de combate, antes de que los tiranos
federales tengan alguna oportunidad de aplastarla. Si el pueblo en su conjunto, una vez alertado,
acuerda con sus magistrados locales que el poder federal está actuando tiránicamente, entonces
pondrá sus fuerzas a favor de la causa de la rebelión, que necesariamente triunfará. Anticipando tal
reacción, es muy poco probable que las autoridades federales se embarquen en una empresa de
usurpación. La gente con pistolas obedece a la gente sin pistolas porque resulta que esta última
tiene rifles escondidos en sus armarios.
El análisis de Hamiliton está basado en una distinción implícita entre un poder activo y un
poder latente. El pueblo en su conjunto tiene el poder de resistirse ante la tiranía, pero ese poder se
encuentra en un estado latente, porque el pueblo está desatento u ocupado, y también pobremente
organizado. El sistema federal, tal como lo describe Hamilton en El Federalista vigésimo-octavo, no
crea poder donde no existe, sino que coloca en su sitio una serie de alarmas y mecanismos de
convocatoria que funcionarán en caso de que las autoridades federales traten, de forma manifiesta,
de usurpar el poder. En caso de emergencia, las reglas constitucionales convertirán el poder latente
en un poder activo. Lo harán al proporcionar a “círculos escogidos de individuos”43, a saber, a los
líderes locales electos, un incentivo para convocar a un ejército de reserva conformado por el
pueblo; un pueblo que, de otra forma, estaría muy disperso y desatento para responder de una
manera oportuna y vigorosa. Este arreglo está muy emparentado con un mecanismo descrito por
Barry Weingast (1997): una constitución liberal define una “línea luminosa”, más allá de la cual el
gobierno tiene prohibido avanzar. Si el gobierno cruza esa línea, entonces todos los grupos sociales
formarán una alianza para resistirse, incluso aquellos grupos cuyos intereses no se vean afectados
Históricamente, el derecho a la rebelión nunca perteneció al pueblo a título individual, sino sólo al pueblo organizado
colectivamente bajo la supervisión de los magistrados locales. Véase Skinner (1985).
40 El Federalista, núm. 28, p. 113.
41 Ibid.
42 El Federalista, núm. 60, p. 255.
43 El Federalista, núm. núm. 28, p. 114.
39
directamente; la resistencia se organizará sobre la base de que solamente una oposición
fuertemente unida y coordinada puede impedirle, a un tirano astuto, el uso estratégico de la táctica
de atacar a uno por vez.
NEGAR LA DEPENDENCIA COMO EL OPIO DE LOS RICOS
Los fuertes tienen una última debilidad. Se trata de una nociva tendencia a la arrogancia y al
engreimiento. La literatura occidental está llena de ejemplos pintorescos al respecto. Esta era una de
las debilidades de los poderosos que más le preocupaban a Maquiavelo. Los ricos y poderosos se
meten en problemas porque piensan que el mundo debería estar para servirles. Existen
encumbrados ejecutivos que afirman que todo el dinero que poseen lo hicieron con base en
su propio esfuerzo, sin ninguna ayuda de parte de sus conciudadanos; pero parecen olvidar que los
lucrativos contratos que los han hecho ricos los obtuvieron luego de estar empleados en el servicio
público, donde establecieron contacto con firmas extranjeras. Uno tiene la impresión de que los ricos
nunca se suben a los elevadores a los que el gobierno les da mantenimiento, o que no acostumbran
manejar en las avenidas financiadas con dinero público. El problema, en breve, es la amnesia. Los
ricos y poderosos tienden a olvidar que dependen de la cooperación de los pobres y los débiles; que
los recursos a disposición de un gobierno electo para representar a todos provienen de las
aportaciones de todos en su conjunto. Los grandes propietarios suelen mostrarse inconscientes del
hecho de que no poseerían nada si no fuera porque las fronteras de su país son custodiadas con los
recursos humanos y monetarios de ciudadanos comunes y corrientes. Ésta es la razón de que los
adinerados actúen en ocasiones con un descaro absoluto, como si el resto de la sociedad no tuviera
ningún derecho de hacerles ningún tipo de demanda. El hecho es que los ultrajes que cometen
pueden eventualmente alentar una reacción en su contra; por lo menos en la forma de sabotaje y
quizás hasta como una revuelta.
Un constitucionalista maquiaveliano, de cara a semejante elite amnésica, hará lo posible por
contrarrestar esa autodestructiva tendencia a la arrogancia que poseen las elites. En primera
instancia, y antes que nada, remplazará con elecciones la práctica de la transmisión hereditaria de
los cargos más altos del gobierno 44. El constitucionalista emprenderá esta acción no simplemente
porque el principio hereditario puede conferirle el poder a cualquier tonto, sino porque las elecciones
periódicas ayudan a recordarle a la élite lo que tiene tendencia a olvidar: que depende de la
cooperación voluntaria de los pobres. Maquiavelo recurre aquí a la figura de un “gran fundador”, el
autor de una Constitución, porque sabe que las clases privilegiadas son reacias a reconocer su
propia tendencia a la petulancia; por lo mismo, es muy poco probable que se las arreglen, por
supropia iniciativa, para verse humilladas periódicamente en las urnas. Una élite así debería estar
dispuesta a someterse a sí misma a una nalgada ocasional, para corregir esa necia fantasía de que
los ricos no dependen de los pobres. Debería estar dispuesta a hacerlo a fin de preservar su poder
en el largo plazo; pero no lo hará. Un sistema que logre estos propósitos no se puede establecer por
Uno de los grandes defectos de los gobiernos autocráticos es la tendencia de los tiranos a ver a todos sus socios
talentosos como rivales potenciales. No se trata de paranoia, necesariamente; pero aunque se tratara de una actitud
realista, la consecuencia es que la comunidad se ve privada de gente talentosa, que podría hacer contribuciones al
bienestar público. La democracia multipartidista es una solución apropiada para este problema. Así, aunque Helmut Kohl
consiguió eliminar a todos los individuos talentosos que había en su entorno cercano –es decir, a sus rivales
potenciales–, no pudo eliminar a los que había en las filas de los otros partidos. Ésta es una forma en la que una
constitución democrática puede proteger a la élite gobernante de su propia miopía.
44
el solo designio del diseño institucional; sin embargo, puede surgir de manera no intencional, en
virtud del azar. Entonces, la afortunada república florecerá gracias a los efectos benéficos de su
Constitución. Tal fue la historia de Roma, según dice Maquiavelo.
Un sistema político que le garantiza libertades básicas a la mayoría de la población, que le
da a los ciudadanos oportunidades para expresar su voz en los procesos legislativos y en el diseño
de las políticas públicas, y que redistribuye una cantidad considerable de recursos a favor de las
mayorías (a través de programas de educación pública y demás), es un sistema al que Maquiavelo y
sus predecesores le habrían dado el nombre de “régimen mixto” 45. Tal régimen es estable, de
acuerdo con Maquiavelo, principalmente porque es tumultuoso. Es decir, porque es un régimen en el
que los pobres nunca dejan que los ricos se olviden de su presencia. En consecuencia, los ricos no
tienden a enloquecer, ni terminan provocando una auténtica insurrección, como sucedería si
pudieran quedar completamente aislados del bullicio popular.
Este análisis implica que una ciudadanía activa, e incluso tumultuosa, es esencial para que
el Estado de derecho tenga vigencia. La legislación en contra de la corrupción en el sector público,
por ejemplo, permanecerá inerte a menos que los ciudadanos comunes y corrientes estén alertas y
lo suficientemente comprometidos como para presionar a los funcionarios públicos a que se
disciplinen los unos a los otros, puesto que es muy poco probable que los funcionarios
lo hagan por su propio gusto, a pesar de lo que diga la ley. En una sociedad democrática, en otras
palabras, se requiere un cierto nivel de iniciativa de parte de los ciudadanos, más allá de la
disposición a hacer fila para votar en las elecciones, para que la ley funcione como debe. El derecho
a enjuiciar a funcionarios abusivos requiere de tanto activismo de parte de quien detenta tal derecho
como de quien ejerce el derecho al voto. Ésta es la razón de que Maquiavelo insistiera en que los
ordenamientos que establecen las leyes deben “ser vivificados por la virtud de algún ciudadano, que
valientemente se decida a ponerlos en práctica contra aquellos que los transgreden”46. A pesar de
todas las fanfarrias que merezcan, los derechos tendrán muy poco valor si se quedan en el papel; es
decir, si no existe la capacidad de usarlos. Ésta es la razón de que hablar de derechos y hablar de
virtudes suene igual: a hueco. Los ciudadanos comunes y corrientes deben aprender a usar la ley
como un instrumento para alcanzar sus propósitos y promover sus intereses. Si no lo hacen, los
funcionarios públicos y sus socios privilegiados sabrán bien cómo sacar provecho de ello.
La preocupación que tenía Maquiavelo acerca de la autodestructiva arrogancia de los
gobernantes encuentra un eco en los ensayos en los que Juan Linz (1994) expresa su preferencia
por los sistemas parlamentarios de gobierno con respecto a los sistemas presidenciales. Su
argumento, en lo esencial, es que un presidente que es electo de manera directa por el pueblo
puede albergar, rápidamente, fantasías de omnipotencia. Acto seguido, el presidente se verá llevado
a impulsar políticas extremas, incluso si no cuenta con el apoyo de las fuerzas más importantes de la
sociedad, a pesar de que no puede obviar el consentimiento de estas fuerzas. Cualquiera que
piense que merece salirse con la suya el cien por ciento de las veces, dará “muestras violentas de
impaciencia y enfado a la menor señal de oposición que proceda de otro sector”47. En contraste, un
primer ministro en un gobierno de coalición tiene una perspectiva muy diferente del mundo. Su estilo
de hacer política será más moderado y conciliatorio. Sabe que no puede lograr nada sin llevar a
cabo constantes negociaciones con los miembros de la coalición. Por esta razón, no se pondrá
furioso si no puede volar o si no puede realizar otras hazañas imposibles. El primer ministro adoptará
Entre los predecesores de Maquiavelo que elaboraron esta teoría se encuentran Polibio y Aristóteles.
Maquiavelo, Discursos, III.1, p. 291.
47 El Federalista, núm. 71, p. 305.
45
46
un estilo político moderado, porque la estructura del gobierno en el sistema parlamentario le impide
olvidar su dependencia de la cooperación y, por lo tanto, del compromiso.
¿QUÉ SE PUEDE (Y QUÉ NO SE PUEDE) HACER?
La insinuación de que los ricos y los poderosos tenderán, ocasionalmente, a ceder, por su propia
voluntad, una parte de su poder y su riqueza, naturalmente que incita una reacción escéptica. Por
más que sea evidente que les conviene comportarse con justicia, las elites políticas y económicas,
demasiado humanas en este aspecto, suelen fracasar en el empeño. Lo que sucede, algunas veces,
es que desconfían tanto unas de otras que no consiguen establecer una pauta de cooperación, aun
y cuando sepan muy bien que les conviene hacerlo. En otras ocasiones, simplemente, lo que ocurre
es que las elites, cautivas de su indolencia y su miopía, son incapaces de mover un dedo para
actuar previsoramente. Los intelectuales, sin embargo, suelen hacer un gran escándalo por esta
manifiesta incapacidad de los ricos y poderosos de ampliar sus perspectivas. La gravedad del
asunto tiende a exagerarse, tal vez, porque representa una de esas raras ocasiones en que los
intelectuales, que alegan especializarse en la cura de la miopía, se imaginan que pueden
desempeñar un papel decisivo en la política.
Sin embargo, al igual que Maquiavelo, Linz y otros teóricos constitucionalistas, asumen que
a las élites políticas y económicas, con argumentos y evidencia, se les puede convencer de aceptar
límites a su poder. Las élites aceptarán los límites que les impone una Constitución si pueden ser
convencidas de que la autolimitación es la única manera en la que pueden superar, o por lo menos
controlar, sus propios impulsos autodestructivos –al menos es lo que piensan los teóricos. Los
politólogos, en cambio, tienden a estar de acuerdo en que los ricos y poderosos no siempre resultan
ser muy previsores. Lo que es más, en ciertas circunstancias, los ricos y poderosos pueden calcular
con precisión las consecuencias de sus acciones y concluir, correctamente, que no tienen nada que
temer si no aceptan compartir su prosperidad o su poder. Su visión de las cosas cambiará solamente
cuando empiecen a pensar que necesitan la cooperación voluntaria de aquellos grupos a los que
actualmente menosprecian. Como ya se ha mencionado, un gobernante diestro puede mantener a
sus súbditos en un estado permanente de pasividad y desorganización. Aplicando la estrategia de
“divide y vencerás”, un pequeño grupo en el poder puede protegerse de la amenaza de una revuelta
popular. Esta situación puede terminar siendo relativamente estable. Sin una ciudadanía combativa,
es muy poco probable que cambien los incentivos que tiene una élite fuertemente posicionada para
relajar su dominio.
En una situación como la descrita, solamente un choque proveniente del exterior puede
provocar una transformación interna. Si las élites locales se ven de pronto amenazadas por otras
élites extranjeras, entonces tendrán una razón muy poderosa para autolimitarse. Incluso pueden
optar por conceder garantías legales, derechos individuales e influencia democrática a los de abajo,
garantizando la entrada de nuevos participantes en los espacios de decisión y dándoles protección
legal a ciudadanos comunes y corrientes. A través de estas medidas, las élites pueden albergar la
esperanza de convertir una población de súbditos en un conjunto de accionistas del régimen
doméstico. Por otro lado, si las élites locales se asocian o se convierten en clientes de las élites
foráneas, se verán muy tentadas a crear un régimen regulador y represivo, en el que no haya lugar
para la participación ni para la redistribución. Una caricatura del Estado de derecho podrá surgir en
tal escenario; por ende, sólo unos pocos contarán con la regularidad, predictibilidad y el uso servicial
de los instrumentos legales.
BIBLIOGRAFÍA
Aristóteles, La política, México, Espasa-Calpe, 1998.
Hamilton, Alexander et al., El Federalista, México, Fondo de Cultura Económica, 2ª edición en
español, 2001.
Hume, David, “On Commerce”, Essays Moral, Political, and Literary, Indianapolis, Liberty Classics,
1985.
Linz, Juan, “Democracia presidencial o parlamentaria. ¿Qué diferencia implica?”, en Juan J. Linz y
Arturo Valenzuela, (eds.), La crisis del presidencialismo, vol. 1, Madrid, Alianza Editorial, 1998.
Maquiavelo, Nicolo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza Editorial, 1987.
———, El Príncipe, Buenos Aires, Losada, 1998.
Olson, Mancur, “Dictatorship, Democracy and Development”, American Political Science Review 87,
3, 1993, pp. 567-576.
Przeworski, Adam, “Why Do Political Parties Obey Results of Elections”, en José María Marvall y
Adam Przeworski, Democracy and the Rule of Law, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.
Rousseau, Jean-Jacques, Emilio, México, UNAM, 1976. ———, El contrato social, Buenos Aires,
Losada-Página/12, 2003.
Shakespeare, William, Corioliano, Buenos Aires, Losada, 2004.
Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno: La reforma, vol. 2, México,
FCE, 1985 (1978).
Strayer, Joseph R., On the Medieval Origins of Modern State, Princeton, Princeton University Press,
1970.
Tocqueville, Alexis de, La Democracia en América, México, FCE, 2a edición en español, 1957.
Weber, Max, “Suffrage and Democracy in Germany”, en Peter Lassman y Ronald Speirs, (eds.),
Political Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 1994.
Weingast, Barry, “The Political Foundations of Democracy and the Rule of Law”, American Political
Science Review, vol. 91, núm. 2, 1997, pp. 245- 263.