¿Cómo comes - RuiValdivia

SALUD Y NUTRICIÓN
3ª PARTE
RUI VALDIVIA
Hasta ahora, y siguiendo con el símil cartesiano, habito una casa provisional
hasta que logre completar la definitiva. Es decir, he destruido mi casa antigua a
base de comida habitual en occidente, y me he construido una precaria cabaña
que me proteja de los elementos y erigida de forma prudente, ya que sólo me
nutro de aquellos alimentos para los que la prueba y error de la evolución
humana ha garantizado con su sello su carácter saludable. Sólo como carne,
pescado, verduras y fruta, y me abstengo, por ahora, de consumir aceites
vegetales refinados, cereales, lácteos, legumbres y productos industriales.
Para comprobar si esta alimentación resultaba adecuada para asegurar mi
salud, fui al médico, que me recetó una analítica completa de sangre y de orina,
tan sólo 15 días después de empezar esta rutina nutricional. He de decir que me
siento muy bien, que ni mi desempeño mental ni físico se ha resentido, que
incluso creo que mi forma física y salud han mejorado, a pesar de que como la
cantidad que se me antoja y me deja satisfecho. Ya no tengo hambre a todas
horas y no he de hacer esfuerzos sobrehumanos para no comer continuamente.
En cambio, y a pesar de que no era mi objetivo, de que como todas las grasas e
hidratos de carbono que deseo, mi peso se ha reducido hasta los 65 kilogramos,
un Índice de Masa Corporal de 22, que si bien no es muy normal, sí parece
saludable en opinión de las tablas existentes al respecto.
Los resultados de mi analítica no expresan nada científico, en la medida de que
sólo hay una muestra y una persona, y que todavía no ha pasado un tiempo
prudencial con objeto de poder evaluar una mínima evolución. Pero las publico
por pura curiosidad, y porque cualquiera, con poco riesgo, podría hacer la
misma prueba que yo he hecho y comprobar si la rutina alimenticia elegida
sirve o no. Mi colesterol nunca había bajado de 220, y la relación entre el
“bueno” (HDL) y el “malo” (LDL) no solía ser muy adecuada. En cambio, a
pesar de que como mucho más colesterol que antes, éste ha bajado hasta 188,
con una adecuada relación entre ambos tipos antagónicos. La proteína C
reactiva, que mide el grado de inflamación del organismo, y que indica el
avance que podrían tener enfermedades de tipo autoinmune o la misma
arterioesclerosis, se sitúa en 0,04, un valor totalmente despreciable. Todas las
vitaminas
y
oligoelementos
analizados
ofrecían
valores
tan
desacostumbradamente adecuados (incluso el calcio sin lácteos) que el médico
me preguntó qué complementos y ayudas ergogénicas estaba tomando. Sin
embargo, la HA1c (un indicador de resistencia a la insulina), se situó en 5,2, un
valor considerado normal para una persona occidental normalmente resistente
a la insulina, pero en la medida en que los glóbulos rojos se regeneran
aproximadamente cada 120 días, y de que poblaciones tradicionales lo poseen
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mucho más reducido, quizás será en la próxima analítica de sangre donde
podré comprobar más precisamente la evolución de este parámetro.
En suma, no he enfermado, parece que no estoy en riesgo carencial, mis
constantes vitales son las adecuadas, y la mayor parte de los parámetros se
sitúan en lo que nuestro sistema de salud considera normal y saludable (véase
el anexo). Eso sí, he debido abstenerme de ingerir alimentos que si bien parece
no aportan nada diferente y mejor a los que actualmente consumo, sí me
producían enorme placer y comodidad a nivel de preparación y compra. Hasta
que uno mismo no inicia este camino no entiende lo difícil que puede resultar
cambiar los hábitos culinarios y dejar de consumir determinados alimentos que
son de tan fácil adquisición, y comprende mejor cómo resulta tan imposible
enfrentar la obesidad, por ejemplo, con las recetas y dietas que se siguen al
respecto y que tan pocos éxitos cosechan. La presión social y comercial resulta
en algunos momentos insoportable, no sólo para mí, que de forma tan radical y
cartesiana me he hecho una cabaña provisional, sino para cualquier obeso que
desee reducir peso.
Pero como recomendaba Descartes, toca construir la casa definitiva de mi
alimentación. Y lo primero que me pregunto es por qué necesito dejar mi casa
provisional que tan buenos resultados me está ofreciendo, si no resultaría más
cómodo, eficaz y saludable dejar de trazar planos y sólo reformar mínimamente
la actual para continuar habitando en ella de por vida. Para dar el primer paso
asumí un riesgo, pero ahora que parece que los beneficios han sido relevantes,
¿por qué asumir nuevos riesgos en relación con los alimentos que recientemente
deseché y que de algún modo, todavía desconocido para la ciencia, impactan
sobre nuestra salud provocando toda la plétora de enfermedades que nos
acompañan como seres humanos desarrollados? Quizás por puro placer, que no
desee privarme de saborear ciertas comidas muy apetitosas, por ser un poco
menos radical y poder compartir experiencias culinarias y sociales con mis
amigos y familiares, por comodidad a la hora de comprar y elaborar las
comidas comunes, etc. Considero imprescindible que para avanzar en esta
dirección tengamos que dotarnos de un mínimo método, ya que no existen
manuales de uso de los alimentos en relación con sus posibles impactos sobre la
salud: precaución y cuidado, y mucho estudio.
Aquí conviene recordar lo siguiente. Todo lo que nos puede alimentar nos
puede también enfermar o herir. La carne también posee sus peligros, ya que
un antílope, un oso o un mamut son animales poderosos, veloces y dotados de
defensas. El riesgo de poder comer carne supone superar el peligro de cazar y
abatir animales, riesgo del que por supuesto y afortunadamente estamos
exentos en las sociedades occidentales. Pero toda especie animal y vegetal posee
unas defensas de las que se sirve para no ser comido. Los herbívoros poseen
generalmente defensas físicas, pero en el reino vegetal lo que predomina son las
defensas químicas. Y los vegetales que comió el homo sapiens también poseían
esos peligros químicos contra los que evolucionó nuestro metabolismo y pautas
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culturales en relación con la ingesta de vegetales. Estamos hablando de las
hojas, tallos, frutos y tubérculos que formaron parte de la dieta paleolítica, gran
parte de los cuales todavía consumimos, y que poseen químicos defensivos que
el ser humano supo contrarrestar genética y culturalmente a lo largo de 2
millones de años de coevolución. Los frutos carnosos como una manzana, por
ejemplo, no poseen este peligro potencial, en general, ya que el proceso de
germinación de sus semillas se basa en hacer apetitoso el fruto (gran presencia
de azúcares, por ejemplo) y que éste pase por el tracto digestivo de un animal,
que lo transportará hasta su defecación final en un punto alejado del árbol
madre. En cambio, las otras partes estructurales de las plantas, sí poseen esas
defensas químicas. La patata o la yuca deben ser cuidadosamente peladas y
hervidas para ser saludables, sobre todo esta última posee ácido cianhídrico y
otras sustancias de cierta peligrosidad que sólo con altas temperaturas
desaparecen (cocción). Sin embargo, de la presencia original de amilasa en la
saliva del ser humano cabe deducir la adecuada adaptación del ser humano al
consumo de estos almidones subterráneos. La defensa humana contra esta
exposición a fitoquímicos naturales consistió en la adaptación biológica, la
cocción, la fermentación y la diversificación del consumo de plantas, faceta esta
última que realizan incluso los herbívoros, mucho mejor adaptados que
nosotros para realizar este consumo de vegetales. Es decir, no basar la
alimentación vegetal en pocas especies, ya que ello podría provocar la
exposición desmesurada a un solo tipo de agente químico, en cambio, tomar
pocas dosis de muchos vegetales diferentes para disminuir las dosis de
exposición.
Hasta la invención de la agricultura el ser humano apenas había consumido ni
cereales ni legumbres. La parte comestible, en este caso, consiste en la semilla en
sí misma, a diferencia del fruto carnoso de otras especies. Pero el proceso de
germinación de los cereales resulta distinto al de otros frutos, ya que se basan
en la expansión mecánica o por el viento, por lo que cada semilla posee una
abundante artillería física y sobre todo, química, con la misión de evitar que un
animal la ingiera. A esta agresión defensiva el ser humano sólo se ha visto
expuesto durante apenas 10.000 años, que a algunos les podrá parecer un gran
período temporal, pero que a nivel de evolución genética resulta insignificante.
Para valorar la incorporación de estos alimentos a la dieta habrá que estudiar el
cariz de estas sustancias, cómo operan en el cuerpo humano y el modo en que
culturalmente se las puede doblegar para convertirlas en saludables. Los
cereales alimentan, por supuesto, pero no habría que obviar sus peligros
latentes sobre los que existe abundante literatura científica al respecto.
El gluten es una de estas proteínas defensivas, abundante en el trigo, el cereal
básico de la dieta europea. La alergia al gluten (celiaquía) afecta al 1% de la
población, aunque se estima que el 75% de los afectados están todavía sin
diagnosticar. Una forma menos extrema de alergia al gluten es la intolerancia
asintomática, que afecta a un porcentaje de la población mucho mayor. La
celiaquía es una enfermedad de tipo autoinmune, ya que el intestino se degrada
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por la acción de nuestro propio sistema defensivo, en concreto, los anticuerpos
que se generan para atacar al gluten parece que son los mismos que deterioran
la pared intestinal e impiden la correcta digestión de los alimentos.
Recientemente un buen número de síntomas neuronales que no poseían un
claro diagnóstico se han relacionado con la presencia de anticuerpos contra la
gliadina (una sustancia del gluten), de tal forma que algunas neuropatías que
afectan al sistema periférico se denominan actualmente ataxias del gluten.
Ningún animal podría sobrevivir comiendo exclusivamente cereales. El ser
humano, que podría desarrollarse convenientemente eludiendo su consumo, y
que incluso es capaz de vivir saludablemente comiendo casi exclusivamente
carne o pescado, en cambio, cuando se abastece exclusivamente de cereales
enferma peligrosamente de beriberi o pelagra, y si los cereales superan una
cierta dosis diaria se ha demostrado que incurriríamos en graves déficit
nutricionales de vitaminas y minerales. Los cereales son alimentos que poseen
una densidad alimenticia muy escasa en relación a su energía (carbohidratos,
fundamentalmente), por lo que su consumo, caso de darse, debería producirse a
un nivel complementario al de alimentos mucho más nutritivos, como la carne
o los vegetales.
La mayor parte de las defensas químicas de los cereales se encuentran en la
cáscara y en el germen, dos fracciones que tradicionalmente se han eliminado a
la hora de confeccionar los productos comestibles que caracterizan nuestra
dieta. Sólo recientemente se han popularizado los cereales integrales, que
poseen mayor valor nutritivo, pero que en cambio, incorporan mayores
cantidades de lectinas y ácido pítico. Las lectinas son una familia de proteínas
que se encuentran presentes no sólo en los cereales, sino también en las
legumbres, los cacahuetes y la patata, y que resisten la acción descompositiva
del estómago y del intestino, pero lo más grave reside en su capacidad para
penetrar en la mucosa intestinal y depositarse en otros órganos provocando
reacciones autoinmunes. El ácido pítico se encuentra en casi todas las semillas y
posee una elevada capacidad para inhibir la absorción de minerales, en concreto
hierro, calcio, zinc y magnesio. Asimismo, la presencia de inhibidores de la
proteasa en cereales y legumbres puede ser tan elevada que provoque la
inhibición de la digestión de parte de las proteínas consumidas.
No todas las lectinas poseen el mismo potencial autoinmune, ni todas las
legumbres y cereales contienen las mismas concentraciones de filatos. Por ello,
en caso de desear incorporar cereales y legumbres a la dieta lo haría de forma
paulatina, en reducidas cantidades de aquellas semillas de menor peligrosidad,
y con métodos de elaboración que reduzcan sus peligros, como la cocción en el
caso de la patata o los germinados en el de los cereales.
Así como las grandes culturas de la humanidad se asocian a diferentes cereales
(trigo, arroz, maíz, etc.), en cambio, el consumo de leche se realizó casi
exclusivamente en Europa, de tal modo que la mayor parte de la población
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mundial no consume leche de forma habitual más allá del período de lactancia.
El principal azúcar de la leche es la lactosa, cuya particular composición
química y presencia porcentual difiere entre los mamíferos. Para digerir la
lactosa el páncreas del mamífero lactante debe procesar la enzima lactasa, que
deja de producirse paulatinamente desde el momento del destete. Excepto en el
caso de un gran porcentaje de caucásicos (sobre todo nórdicos), que continúan
generando lactasa durante su fase de desarrollo adulta (en España la
intolerancia a la lactosa afecta al 5% de la población). Otros, sin embargo, como
la mayor parte de la población original americana, africana o asiática, son
intolerantes a la lactosa y deben evitar su consumo. A nivel alimentario puede
que sea esta, junto con la hemocromatosis, las únicas mutaciones genéticas que
se han producido en el ser humano durante los últimos 10.000 años.
No todas las lactosas poseen el mismo potencial alergénico, protagonismo que
en este sentido se lo lleva la leche de vaca. Por otro lado, la intolerancia a la
lactosa se puede agudizar en el caso de consumir leches desnatadas, ya que este
proceso elimina de la leche original la lactasa que ayudaría a su mejor digestión.
Si los procesos de elaboración del queso (cuanto más curado mejor) y del
yogurt, son los adecuados y no se los incorpora lácteos sin fermentar, estos
productos no deberían contener cantidades apreciables de lactosa.
Desgraciadamente, la principal proteína de la leche, la caseína, también puede
provocar problemas similares a los de las lectinas de los cereales y legumbres,
dada su capacidad para que algunos de sus péptidos traspasen la barrera
intestinal, incluso la hemato-cefálica. Algunas proteínas de la familia de las
caseinas presentes en la leche de vaca poseen un efecto mimético muy grande
con las células del páncreas, por lo que se ha asociado una correlación clara
entre el consumo de ciertas variedades de leche, sobre todo con presencia de la
beta-casein A1, y el desarrollo de diabetes. Respecto a esta proteína cabe añadir
que su consumo explica el 77% de la variación internacional de mortandad por
infarto de miocardio. Ciertas caseínas junto con péptidos del gluten también
poseen la capacidad de reaccionar con los receptores opioides del cerebro, lo
que provoca adicción.
El doctor Staffan Lindeberg de la Universidad de Lund (Suecia) publicó en el
año 2010 una recopilación crítica muy exhaustiva sobre nuestro actual
conocimiento científico respecto a la relación entre enfermedades y nutrición,
que informa con gran rigor y sentido sobre las mejores estrategias nutricionales
para evitar las enfermedades de la civilización (Food and Western disease: Health
and Nutrition from an Evolutionary Perspective). Para ello utilizó más de 2.000
referencias científicas además del entorno de colaboración Cochrane, que
suministra sistemáticas revisiones y meta-análisis de diferentes temas de salud
y nutrición, entre otras materias. De esta y otras interesantes lecturas al respecto
se puede extraer la conclusión de que más importante que el porcentaje en que
participa cada nutriente es la calidad de los alimentos, y que estos sean lo más
simples y no elaborados industrialmente, y que debemos ser muy cuidadosos
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con el consumo de lácteos, cereales, legumbres y aceites vegetales, dado que
contienen sustancias que de un modo todavía no completamente aclarado
desde el punto de vista científico, están provocando, junto con otros factores, el
mayor número de problemas de salud de la sanidad occidental.
Ya que una alimentación basada únicamente en la carne, el pescado, la fruta y la
verdura (páleo) puede contener elevadas cantidades de colesterol y de grasas
saturadas, y ya que la obesidad y la resistencia a la insulina, que se encuentran
en la base de tantas otras enfermedades de la civilización, guardan una relación
tan estrecha con el modo de vida y la nutrición, me ha parecido procedente
contrastar estos problemas en relación a ambos tipos de alimentación, la
occidental y la páleo. De todos estos problemas, me gustaría extenderme, como
ya he comentado, sobre dos de ellos, la obesidad y la resistencia a la insulina,
que tanta influencia poseen sobre otras enfermedades. Y finalmente dedicaré
los últimos párrafos al colesterol y a las grasas saturadas presentes en la carne y
otros alimentos, los presuntos culpables de la lacra de arteriosclerosis y
enfermedades coronarias que padecemos los occidentales.
Suele definirse la obesidad en relación al Índice de Masa Corporal, o cociente
del peso (en kilogramos) y el cuadrado de la talla (en metros). Se considera
normal entre 18 y 25, y obeso más de 30. Sin embargo, la obesidad se refiere
más que al peso relativo a la cantidad y distribución de la grasa en el cuerpo
humano. Por tanto, una persona muy musculada y magra podría quedar
caracterizada por el IMC como de obesa, sin serlo. La grasa es un elemento vital
imprescindible no sólo como almacén de energía, sino como actor fundamental
en la regulación hormonal y en el metabolismo. La obesidad se caracteriza,
sobre todo, por cómo se distribuye la grasa en el cuerpo, y no tanto por su
cantidad, aunque claro está que cuánto mayor porcentaje de grasa se posea
mayor probabilidad de que ésta se distribuya irregularmente, pero personas
con poca grasa pueden también ser obesas. Existen unos patrones sexuales y
normales de distribución de la grasa, pero cuando estos se alteran por cualquier
circunstancia, aparece la obesidad, es decir, la grasa se acumula no sólo en los
adipocitos, sino en otros órganos, como el hígado, el aparato digestivo, el
corazón, etc. La obesidad posee una relación incuestionable con el síndrome
metabólico y predispone para todo tipo de enfermedades cardiovasculares,
diabetes tipo 2, etc.
La causa de la obesidad no reside únicamente en la ingestión de más energía de
la que se consume, sino que depende también de lo que se come, de la calidad y
tipo de alimentos. La mayor parte de las estrategias nutricionales seguidas para
reducir peso se basan casi exclusivamente en la restricción calórica,
independientemente de los alimentos que se consumen, sin considerar que el
modo en que se acumula grasa y la eficiencia con la que el cuerpo humano
genera energía (termogénesis asociada a la digestión) dependen en gran medida
de la calidad de la alimentación y no sólo de las kilocalorías que contiene.
Interesa además aclarar que más importante que la pérdida de peso es la
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reducción de la grasa corporal, sobre todo en aquellos lugares donde se ha
acumulado anormalmente, y que por tal razón alteran el correcto
funcionamiento hormonal y metabólico del paciente. A este respecto, la
reducción de la relación que guarda la anchura de las caderas y de la cintura
resulta un objetivo de mucho mayor valor en la lucha contra la obesidad.
Hay que puntualizar que la reducción de energía consumida sin alterar el tipo
de alimentos conlleva un indudable peligro de desnutrición, asociado al hecho
de que la densidad nutricional (vitaminas, minerales, etc.) de los cereales, y en
general, de las nuevas comidas occidentales, es muy reducida respecto a su
valor energético. En cambio, el bajo contenido de agua, de proteína y de fibra
soluble de los cereales los hace poseer una alta densidad calórica por unidad de
peso, lo que los convierte, junto con otras comidas modernas, mucho menos
saciantes que las verduras o la carne, por ejemplo. Otro aspecto relevante
respecto a la calidad de los alimentos consistiría en recordar que la mayor parte
de las grasas que consumimos hoy en día proceden de los lácteos, los aceites
vegetales, los dulces y la bollería industrial, en cantidades muy superiores a las
que proceden de la carne, por lo que un cambio de orientación al respecto
resultaría muy saludable. En concreto, la relación entre grasas poliinsaturadas
omega 6 y omega 3 debió ser durante el paleolítico del orden de 2, cuando en la
actualidad cualquier alimentación convencional de tipo occidental supera el
valor de 12. Conviene recordar al respecto, que de la relación existente entre
ambos ácidos grasos esenciales (que el organismo humano no puede producir)
pueden depender los procesos inflamatorios relacionados con la obesidad, la
arterioesclerosis, etc.
Está muy extendida la opinión de que a partir de cierta edad el propio proceso
de envejecimiento conlleva la acumulación de peso y de grasa en la zona
abdominal. Sin embargo, esta realidad sólo es perceptible en las personas que
siguen una alimentación occidental. Casi todos los estudios antropológicos que
se han realizado entre poblaciones bien alimentadas, sin escasez de alimentos, y
con adecuada ingesta de vitaminas y minerales, se ha comprobado que el Índice
de Masa Corporal (IMC) se mantiene muy bajo (del orden de 20 kg/m2 para los
hombres) y que incluso tiende a reducirse a partir de determinada edad, como
consecuencia de la disminución tanto de masa muscular como de agua, y del
mantenimiento de la grasa corporal. Asimismo, la relación entre la
circunferencia de la cintura y la talla se mantiene constante. Nuevamente surge
la contradicción entre lo que se considera normal y saludable desde el punto de
vista de una alimentación occidental, y la normalidad asociada a una
alimentación realizada acorde con nuestras características genéticas. Aunque
también convendría aclarar que una persona que, sin cambiar su pauta de
alimentación occidental, consiguiera alcanzar, sólo a base de restricción calórica,
la cifra de 20 ó menos de IMC, casi con toda seguridad no estaría sana y
poseería importantes carencias nutricionales.
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Hay que recordar que la obesidad mantiene una correlación importante con
todas las causas de mortalidad, de tal forma que IMC inferiores a 25 kg/m2
arrojan las menores tasas de fallecimiento, y que por cada 5 kg/m2 de
incremento del IMC la mortalidad se eleva de media un 30%. La anchura de la
cintura también muestra resultados acordes con el IMC, con la salvedad de que
éste es un mejor predictor de mortandad entre las mujeres. La causa mayor de
mortandad asociada a la obesidad son las isquemias coronarias, de tal modo
que existe un riesgo triple de riesgo coronario con relaciones cintura-cadera
superiores a 0,9 comparado con personas que poseen un IMC inferior a 25
kg/m2 (McArdle, et.al., 2010). Y lo que en principio podría parecer más
sorprendente, que la mortandad se incrementa entre aquellas personas obesas
que siguen estrategias de reducción de peso, lo que demuestra que las dietas
convencionales para luchar contra la obesidad son también dañinas para la
salud, a menos que alteren drásticamente el tipo de alimentos que se ingieren
(Lindeberg, 2010). La recomendación casi universal de comer menos para
perder peso no parece que sea muy recomendable, ni saludable.
La ingesta de alimentos, llamémosla dieta o simplemente alimentación, debe
dejar saciado, sin ganas de continuar comiendo. Resulta muy difícil dejar
saciada a una persona con una alimentación basada en los cereales, los
azucares, las grasas industriales y los lácteos. La mayor parte de estas comidas
poseen una carga glucémica elevada, un escaso valor nutricional (baja densidad
de nutrientes esenciales) y algunas sustancias que alteran la señal de la
hormona leptina, fabricada cuando los adipocitos están “llenos” y encargada
de enviar la señal de saciedad al hipotálamo. Las proteínas de la leche, por
ejemplo, incrementan crónicamente los niveles de insulina en sangre. Si una
persona mantiene este tipo de comidas y restringe la ingesta calórica por debajo
de su gasto energético, con el objetivo de adelgazar, deberá voluntariamente
pasar hambre y el cerebro interpretará que debe reducir los biorritmos,
disminuir la temperatura corporal, pasar a un metabolismo de bajo consumo y
acumular grasa en espera de tiempos mejores. En suma, estaremos más
cansados, apáticos, de mal humor, perderemos tono muscular, el porcentaje de
grasa corporal se incrementará, a pesar de la reducción de peso, y la energía
gastada en la vida cotidiana se habrá reducido. Un cuadro deprimente.
Parece que la obesidad se enfrenta a la siguiente paradoja. La obesidad es un
problema de exceso y mala ubicación de la grasa corporal, por lo que parecería
lógico que la lucha contra la obesidad debiera sustentarse en reducir la grasa
que ingerimos, a costa de incrementar el porcentaje de hidratos de carbono que
comemos, de tal modo que las calorías totales se reduzcan respecto al gasto
energético. Pero esta estrategia, como hemos visto, no ha funcionado. Desde los
años 70 el Gobierno de Estados Unidos paulatinamente ha ido poniendo más
énfasis en esta política y sin embargo, la obesidad y la diabetes han crecido en
paralelo. En primer lugar, un consumo de grasa por debajo del 20% del total del
aporte calórico resulta poco saludable, ya que éstas no sólo ofrecen energía, sino
importantes funciones vitales relacionadas con el transporte de nutrientes, la
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síntesis de vitaminas y hormonas, o la propia construcción del cerebro, que no
olvidemos está compuesto mayoritariamente por grasa. Y no hay que olvidar
que las grasas no están en nuestro organismo sólo porque las ingiramos, sino
que nuestro organismo genera triglicéridos a partir de los hidratos de carbono
excedentarios. El aparato digestivo y el hígado (la fructosa) transforma los
hidratos de carbono en glucosa, y si ésta no se consume, el páncreas liberará
insulina para provocar su almacenamiento. Si los depósitos de glucosa están
llenos, cosa habitual en una persona sedentaria, casi toda la glucosa se
transformará en grasa. La reiteración de este proceso provoca, como a
continuación veremos, resistencia a la insulina, con objeto de que la glucosa no
penetre en las células, ya que el exceso de glucosa es un tóxico, por lo que los
niveles de insulina cada vez se harán mayores a medida que paulatinamente
superemos la capacidad del organismo para manejar este exceso. La presencia
constante de insulina en sangre inhibe la capacidad de nuestro organismo para
quemar grasas (porque reduce la acción de la encima lipasa), lo que agrava el
problema, ya que cada vez nuestro metabolismo será más dependiente de los
hidratos de carbono para obtener energía , y cada vez tendremos más glucosa y
triglicéridos circulando en sangre. La relación de los triglicéridos y las
enfermedades cardiovasculares parece clara, pero la glucosa elevada favorece
que reaccione con las proteínas de la sangre y forme los llamados AGE
(Advanced Glycated End-products), que poseen propiedades inflamatorias.
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