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ANTONIO MONTURIOL
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DESAGRAVIO
Cartas de un torero retirado
Copyright © 2016 Antonio Monturiol / All rights reserved.
Al doctor Axel Münthe
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PREFACIO
El libro que ahora mismo tienes abierto en tus manos, con la aparente
intención de iniciar su lectura, está dirigido a los amantes de los animales.
De hecho, lo he dedicado al hombre que podríamos reconocer como el primero de entre estos enamorados, el doctor sueco Axel Münthe, un hombre
que no sólo amaba a los animales, sino que además parecía entenderlos
como a hermanos.
Mi suerte al elegir este universo de destinatarios para el libro, es que se
podría pensar que va dirigido a la totalidad de las personas, sin excepción.
¿O es que acaso hay alguien que se declare enemigo de los animales? Yo, al
menos, no conocí a ninguno (dejando fuera extrañas fobias patológicas). Y
es que quien se dijera enemigo de los animales, estaría reconociendo de
algún modo odiarse a sí mismo, pues a nadie le es posible escapar de su
condición animal.
Sin embargo, si preguntamos a la gente quiénes creen ellos que son los
amantes de los animales, lo más probable es que cada cual tenga su propia
opinión, e identifique como tales a unos grupos humanos, descartando
expresamente a otros. Así, mientras unos reconocerán entre los amantes de
los animales a todos aquellos que están muy en contacto con la naturaleza,
ejerciendo actividades profesionales que conllevan un trato directo con el
mundo animal, habrá otros que nos digan que estas personas no hacen otra
cosa más que limitar y coartar la libertad de los animales, por lo que bajo
ningún concepto se les debería considerar como sus amantes. Del mismo
modo, habrá quien sostenga que los cazadores son unos amantes de los
animales ejemplares, como grandes conocedores que son de la fauna y del
equilibrio entre especies, pero no será difícil encontrar quien opine justo lo
contrario, tachándoles de criminales sin escrúpulos. Mayor unanimidad
encontraremos con los que toman partido en defensa de los animales
maltratados, pues la gran mayoría de la gente los tiene en alta consideración, pero tampoco faltará quienes los acusen de perjudiciales intervencionistas, que viven desorientados a causa de un inocente desconocimiento
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de la naturaleza. E igual pasará con los que viven en el mundo rural compartiendo su espacio vital con los animales, pues aunque muchos los verán
como sus perfectos amantes, otros dirán que se trata de personas insensibles
al sufrimiento animal.
Ahora acudamos a cada uno de estos mismos cuatro grupos de personas
por separado y preguntémosles: ¿aman ustedes a los animales? La respuesta
unánime será que sí. Tanto el paisano que viene de matar y desollar a un
cordero, como el veterinario que cuida de los animales en un zoológico,
como el cazador que lleva en su percha colgadas tres perdices, como el
voluntario que mantiene un refugio canino, contestarán que sí lo son.
Entonces, si a todo el mundo le gusta reconocerse como amante de los
animales, ¿por qué hay tanta gente empeñada en hacer exclusiones?
En el caso particular del mundo taurino, el asunto se agrava y se encona
de forma considerable. Aquí las posiciones que podemos encontrar son muy
radicales. Por supuesto, los defensores del toreo se reconocen a sí mismos
como grandes amantes de los animales. Pero en cambio, no encontraremos
una actividad a la que se le acuse más de ser su enemiga. Tanto es así, que
cada vez es mayor la presión que recibe este mundo, y no es raro el torero,
ganadero o simple aficionado que no haya sido víctima de improperios o
que haya sufrido algún tipo de sabotaje. ¿Serán ellos finalmente los verdaderos enemigos de los animales?
El debate sobre la dignidad que encierra el toreo es muy antiguo, y no
sólo de ahora. Podemos encontrar intelectuales de muy diversa procedencia
en siglos pasados que lo condenaron. Incluso la Iglesia, tiempo atrás,
prohibió a los fieles acudir a los toros, so pena de excomunión. Pero a nadie
se le escapa que también hubo muchos prohombres que ensalzaron sus virtudes y la conveniencia de su práctica. Y es que, de no haber tenido grandes
defensores, es seguro que el toreo no hubiera llegado hasta nuestros días.
El problema de los toros no parece poderse solucionar como cualquier
otro, dejando libertad a cada ciudadano para que obre según sus preferencias, y es que hay mucha gente que lo quiere prohibir. Esta posición no
es marginal y parece ir ganando cada vez más adeptos, muchos de ellos
procedentes de las propias filas del mundo taurino, cuya postura no es
necesariamente inamovible. Ahora bien, ¿por qué no van a ser los seguidores de la llamada fiesta nacional quienes estén más cargados de razón,
cuando defienden la dignidad del toreo? De ser así, ¿sería también mudable
la postura de los antitaurinos? ¿Podrían llegar éstos a entender la fiesta?
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Este libro recoge la relación epistolar entre un torero y uno de los más
ilustres ecologistas del siglo XX. Se trata de dos personajes fascinantes, que
huyen de toda artificiosidad y que saben hablar perfectamente desde la
autocrítica. Su mayor atractivo se encuentra en la experiencia vital que cada
uno de ellos aporta al debate, y es que ambos carecen de complejos, de
limitaciones diría yo, y ven el mundo de manera muy distinta a como lo
hacemos los demás. Para ellos los sueños y la magia están tan presentes en
nosotros como las servidumbres de la carne y del tiempo. La belleza les es
una prioridad principal, y sus mensajes siempre están llenos de poesía. No
obstante, su mayor preocupación es atender con interés al formidable duelo
que mantiene, ante ellos, la vida con la muerte.
¿A qué conclusiones llegarán respecto de los toros?
Vigo, 2 de mayo de 2016
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LA CARTA DEL DOCTOR MÜNTHE
Han pasado más de setenta años y aún recuerdo aquel día con una
curiosa extrañez. Llegados a hoy, aún no sé definir con exactitud cuáles
fueron mis impresiones, mas lo cierto es que lo que sucedió entonces
quedó grabado en un lugar muy accesible y principal de mi cerebro. En
tantos años como han pasado, lo que enseguida contaré nunca ha faltado
de mi imaginario personal y de mi anecdotario, así como en todo
momento me ha servido de filtro para la adquisición de nuevo
conocimiento, viniéndose a mi mente, con una frescura impropia de la
distancia, en cada oportunidad que he tenido para la reflexión. Quiero
destacar así que, de alguna manera, ese día marcó por entero mi vida. Y
sin embargo, no ha sido hasta retirarme definitivamente de mi actividad
profesional y de apartarme, con todo merecimiento ya, de mis
obligaciones sociales, cuando me he decidido a contarlo. No por mí, que
entiendo que muy poco más lo voy a necesitar, sino por la utilidad que
pueda tener a quien por ello se interese.
Mi padre fue torero, un matador de toros, como él mismo prefería
llamarse, y el mucho o poco éxito que cosechó en su tiempo fue lo
suficiente como para permitirle después cultivarse intelectualmente y
llegar a ser un destacado ganadero. De reses bravas, claro. Pero ninguna
de esas dos actividades profesionales le produjo nunca una especial
felicidad. Satisfacción sí, y orgullo, y una cierta vanidad, no excesiva, y
muchas obligaciones y entretenimiento, pero sus actividades de torero y
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ganadero no le aportaron felicidad alguna. Esto no quiere decir que le
faltara este sentimiento, pues le acompañó toda su vida de manera
constante, sólo que únicamente lo alcanzaba bajo la condición de tener
junto a él a alguno de los muchos perros que le siguieron en su vida. En
ausencia de sus perros él se mostraba siempre triste, e incluso con
frecuencia irascible, pero ni un sólo momento de cuantos tuvo a su lado a
alguno de sus leales perros, que fueron la gran mayoría, dejó de ser feliz.
Ese sentimiento que se muestra tan esquivo para todos por lo general, era
una constante en él, con esa única condición. Puede parecer una
exageración, pero era exactamente eso lo que sentía junto a sus perros:
intensa y pura felicidad. Como una mezcla de seguridad, placidez, goce,
alegría, pero en su dimensión originaria o, si se quiere, más primitiva.
Todos los que hemos tenido perro hemos visto cómo este animal
mantiene un estado de pesadumbre y abatimiento permanente cuando su
amo no está con él, y cómo, de forma casi milagrosa, su ánimo se
transforma en alegría desbordada en cuanto el amo llega. Bien, pues eso
mismo sucedía en el ánimo de mi padre, alternándose su felicidad, ese
bonancible estado de paz interior, con triste melancolía, en función de
estar en compañía de sus amados perros o de no estarlo. A mi madre, a
mis hermanos y a mí nos lo dijo numerosas veces y nunca tuvimos
argumento para no creerle, pues lo comprobábamos a diario. Ya podía
estar él padeciendo cualquier dolor o contratiempo, o estar atravesando
alguna etapa de incertidumbre en su vida que le pudiera producir
desasosiego, que la simple presencia a su lado de uno de sus perros hacía
que ese padecer se convirtiera en simple contingencia, no merecedora de
ningún sentimiento de congoja o pesadumbre. Le bastaba tener a su lado
a un perro para ser feliz, así de sencillo. Mi madre y todos los demás de
la familia envidiábamos por ello a los canes, pues ya hubiéramos querido
para nosotros el amor tan puro e incondicional que mi padre profesaba a
sus perros.
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• • •
Lo que hizo que aquél día se prendiera con tanta fuerza en mi
recuerdo guarda relación con una carta muy especial que acababa de
recibir mi padre, un documento que iba a determinar para siempre su
relación con los animales, incluidos, por supuesto, esos perros a los que
tanto amaba. El caso es que nos acabábamos de sentar todos a comer en
torno a la larga mesa de la terraza que se asoma a la dehesa, cuando el
fascinante personaje que para todos representaba mi padre procedió a
abrir un sobre llegado, al parecer, desde Italia. Se trataba de una carta del
doctor Münthe, escrita en contestación a los múltiples mensajes que
previamente mi propio padre le había enviado a este insigne doctor. Mi
padre gustaba de acompañarse de intelectuales y no tenía complejo en
cartearse con personajes ilustres de cualquier parte del mundo, y llevaba
muchos meses, si no años, repitiendo el envío de la misma carta al doctor
Münthe, a la espera de una contestación. Había algo que mi padre
consideraba que sólo se lo podía resolver este famoso médico y llevaba
mucho tiempo tras él, sin que la pertinaz falta de noticias lo desalentase.
Y este era el día en que al fin, el ganadero y ex matador de toros Don
Fermín Lara Ortega, «Niño de Tamames», mi padre, obtuvo contestación.
Aún no había dado orden al servicio para que sirviera la comida,
cuando Don Fermín sacó en presencia de todos aquella carta, la cual me
dio la impresión que le había llevado toda la mañana entender, tras
traducirla con sorprendente éxito del italiano. Con semblante muy serio
y una cierta solemnidad pasó a leérnosla:
«Signore Fermín, Niño de Tamames e terribile matador:
En cierta ocasión compré un monte para salvar a las aves del hombre
asesino que en él habitaba, y hubiera comprado un continente entero para
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el mismo fin, si eso hubiese estado a mi alcance. Cuando así actué, lo hice
porque ni mi edad ni las costumbres sociales devenidas hacían ya posible
que me batiera en duelo con asesinos de golondrinas o de alondras, tal
como tiempo atrás llegué a hacer. De igual modo, asumo que tampoco
podré llegar a hacerlo ahora con matadores de toros. No obstante, ¿puede
usted darme precio para que yo sueñe comprar el lugar donde campa, en
engañosa libertad, el Minotauro, que quiero destruir el laberinto de
Dédalo e indultar al hijo de Pasífae, a quien Europa injustamente y desde
Creta siempre persiguió?
Signore Fermín, usted se interesó por mi opinión sobre su actividad,
a la que se atreve a llamar arte, y sobre si yo encontraba digna esta forma
de relación hombre-animal. Ahora ya conoce qué es lo que pienso. Espero
que lo entienda y que usted proceda en consecuencia, pues su consulta, de
tan pretenciosa, la he tomado por vinculante. Y sepa que, en caso de no
hacerlo, será el propio San Francisco quien actúe como parte acusadora
contra usted en la sala del Juicio, cuando hasta allí le llamen los santos
apóstoles y los patriarcas y padres de todas las tierras, y que no se conoce
de alguien que se haya librado, en presencia del Inquisidor General, San
Ignacio, de una imputación promovida por tan reconocido santo, aquel
que amó a todos los animales.
Pediré por su conversión en la Tierra y la consecuente salvación de
su alma, dos cosas que un hombre valeroso nunca dejará de tener a su
alcance.
Desde Anacapri, afectuosamente,
Axel Münthe»
Tras terminar su lectura, se produjo un sorprendente silencio, muy
largo y profundo, sólo alterado por el crepitar lejano de las chicharras. Mi
padre se quedó callado, acariciándose pausadamente la cara, con la
mirada puesta en el infinito. Estaba como aturdido. A juzgar por su
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semblante, lo que acababa de leer era algo que realmente le había tocado
el alma, y no lo disimulaba. Yo nunca había visto una reacción igual por
su parte. No había ocasión que no controlara plenamente, en la que no
fuera él quien mandara. Le había visto azotar a la vez a dos caballos
enteros, que contra él se habían sublevado, sin que consiguieran
quebrarle un ápice su firme determinación. Le había visto enfrentarse a
los cuernos asesinos de un toro malintencionado y resabiado, sin que su
gesto ni su templanza se tambalearan entonces. Le había visto voltear a
un jabalí de más de cien kilos él sólo, para clavarle el cuchillo asesino y
abrir sus tripas en canal, sin que ello le produjera ni zozobra ni lástima
alguna. Y por el contrario, me dio la sensación que aquella breve carta
parecía haber bastado para producirle juntos todos estos males,
descomponiéndole, apenándole, haciéndole tambalear su inquebrantable entereza.
—¿Qué os parece? Fantástica carta, ¿verdad? —nos dijo entonces,
rompiendo el silencio—. Sabía que el doctor Münthe terminaría por
contestarme. No contemplé la posibilidad de que me hiciera tanto daño,
claro, pero tampoco esperaba que su argumentación fuera tan brillante.
El doctor Münthe es el más brillante de los hombres de nuestro tiempo,
es a quien más admiro, y no me importa que me haya dedicado estas
palabras tan duras, aplicándome tan cruel castigo. Pero está equivocado.
Hasta el hombre más sabio puede equivocarse, sobre todo cuando lo que
juzga afecta al caballero negro, a aquél que quiere confundir vida y
muerte para que nadie las comprenda. Münthe no sabe que el hombre y
el toro se entienden como amantes y que, como tales, cada uno admira al
otro y no se recriminan jamás. Y si entre ellos no se recriminan, ¿quién
está autorizado para hacerlo en su lugar? Pero la causa de su error no
parte de él, sino que es mía, pues no hay duda de que no le he sabido
transmitir qué animal es el toro y qué significa el toreo. Confié
demasiado en su instinto y en su natural conocimiento de las cosas…
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Pero decidme: ¿sabéis vosotros quién es el doctor Münthe?
—¿El autor de La historia de San Michelle? —contestó mi hermana
mayor, Irene.
—Exactamente. Un libro bellísimo, una obra cuya escritura sólo
puede nacer de la mano de un enorme intelectual, de un ser de inmensa
sensibilidad con hombres y animales. Todos vosotros, hijos míos, cuando
seáis un poco más mayores, deberéis leerlo, pues su lectura os ayudará a
comprender quiénes sois. Las vivencias que cada uno tengáis en vuestras
vidas muy probablemente no sean suficientes para ayudaros a auparos al
más alto muro de la comprensión y de la sabiduría. Pero lo mucho o poco
que os falte para alcanzarlo, estar seguros que lo podréis encontrar en
este libro. Y no olvidéis que nadie puede llegar a ser una persona
mesurada y justa, sin tener frente a sí la perspectiva que se alcanza
estando subido a ese muro.
Mi padre ya no dijo nada más aquél día y nadie se atrevió a
distraerle en su abstracción. Así, empezamos a comer en silencio. Lo
enigmático de la carta de Münthe y la reacción de mi padre nos dejó a
todos abrumados, sin saber qué decir, y muy pensativos. A mí, en
particular, que tenía doce años, aquella carta no sólo me tuvo
obsesionado durante los siguientes meses, sino que, tal como dije antes,
doy por seguro que me marcó de por vida.
• • •
Esa misma tarde se refugió un abatido Don Fermín en la casa de
labriegos que se encuentra al otro lado de la dehesa, desocupada
normalmente durante el estío, y cinco interminables días tardó en salir.
Interminables sobre todo para sus perros, que ni aún yendo por turnos a
lastimarse frente a su puerta consiguieron hacerle asomar un instante. Y
cinco días de angustia para la familia, que no sabíamos qué podía pasar
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por la cabeza de este hombre temperamental, sometido como estaba
ahora a una inédita presión emocional. ¿Podrían cambiar su carácter o su
humor las palabras que le dedicó tan lejano doctor? ¿Sería posible que
siguiese las instrucciones de Münthe y renegara de toda su vida anterior?
¿Sería capaz El Niño de Tamames de sobrellevar una vida lejos del mundo
del toro?
Llegado el quinto día, mi padre se vino por fin al cortijo, después
de dar un largo paseo con sus perros. Llegó sin afeitar y algo demacrado,
por cinco días de ayuno, pero su planta era la de siempre, si no mejor, y
su cara brillaba como nunca. Traía en un bolsillo la contestación que
enviaría sin tardanza a San Michele, la villa de Münthe en Anacapri,
dando inicio así a la más larga relación epistolar que tuvo jamás mi padre
con nadie, y quién sabe si también el doctor. Yo estuve atento a cada
carta que se recibió a partir de ese momento, así como a todas las que
salieron en dirección a Anacapri. Mi padre quiso que yo fuera testigo de
tan intensa relación trasnacional, con la lectura de cada escrito. Era
consciente que mi aprendizaje sobre los asuntos graves de la vida se
acelerarían con esta actitud mía. Y doy fe de que así fue. Los valores más
firmes que he observado en mi vida, mi visión del mundo y de los
comportamientos humanos y, sobre todo, mi forma de entender el Reino
Animal y el espacio que éste ha de ocupar en nosotros, surgen todos de
ahí. Me consta que esto mismo les pasó también a mis hermanos.
Guardo las veintiuna cartas que ellos se cruzaron, que podría
recitar de memoria, y me creo ahora en la obligación de darlas a conocer,
antes de que se conviertan en polvo o en alimento de polillas. Están
datadas entre el año 1940, la primera, y 1942 la última. Münthe era por
entonces un hombre muy mayor, duplicando en edad a mi padre, y
estaba mermado físicamente, pero su lucidez era plena y su sabiduría,
asentada tras muchos años de estancia en Anacapri, era mayor que
nunca. O ese era al menos el parecer de mi padre, el cual, desde luego,
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que apenas sobrepasaba los cuarenta, sí se encontraba en plenitud.
No me corresponde a mí interpretar aquí sus opiniones y
discusiones, pues con ello sólo podría confundir, eliminando claridad en
donde ya la hay. Simplemente paso a transcribirlas, por orden
cronológico. No obstante, me permito introducir algunos comentarios
muy breves al final de alguna de las cartas, considerando que pueden
ayudar al lector a entender mejor el carácter o la circunstancia vital de
nuestros dos personajes. Por ejemplo, respecto del doctor Münthe
conviene destacar que en aquel tiempo era un hombre que se encontraba
en la última etapa de su vida y que estaba colmado de cualquier
necesidad o ambición personal, por lo que nos resultaba realmente
extraño que respondiera a correspondencia tan lejana como aquella. Mi
padre nos dijo que esto se debía a la curiosidad innata de Münthe y al
encanto y magia que a todos trasmite la llamada fiesta de los toros. Mucho
le debió intrigar este tema a Münthe, pues no había otra explicación para
que tentara a mi padre desde el primer momento, impacientándole al
principio con la tardanza de su primera respuesta, para después clavarle
con fuerza las espuelas de la crítica. No cabía duda que buscaba ver cuál
sería la reacción de mi padre tras el envite, y qué es lo que éste le podría
ofrecer. Y ante esto, mi padre, sabiéndose a su vez tentado, supo
reaccionar a la medida de las mejores expectativas de Münthe. Esto sí
que lo teníamos claro mis hermanos y yo. No en vano estuvo esos cinco
días encerrado analizando la psicología de este particular médico,
intentando darle, desde la primera respuesta, justo lo que demandaba.
Tras la tercera carta, ambos parecieron entender la situación, abriéndose
el uno al otro, explorándose dentro de un maravilloso juego intelectual.
No creo que haya alguien a quien pueda aburrir la lectura de estas
cartas, debiendo interesar por igual a los amantes del toreo como a los
que lo son sólo de los animales, sin más alta pretensión. Sólo a aquellos
que no acepten el mundo animal tal como es (muerte y vida), puede
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resultarles tedioso este libro, o incluso blasfemo. Pero abrigo la esperanza
de que a estos últimos este libro los ayude a despejarse su colosal
despiste.
Les dejo, amigos lectores, con las cartas que se cruzaron Don
Fermín, El Niño de Tamames, y el doctor Axel Münthe, no sin antes
introducir a ambos personajes.
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EL DOCTOR AXEL MÜNTHE
Mi padre me contó cuál era el motivo por el que admiraba tanto al doctor
Münthe. Él consideraba que Münthe era quizá el único hombre ilustrado
que habiéndose cultivado en grandes ciudades y formado en sus
universidades y en sus principales centros de saber, no estaba
contaminado en nada por ellos, de modo que sus experiencias urbanas
no le impedían comprender la naturaleza en toda su dimensión, sin
veladuras, haciéndole posible conocer la verdadera sustancia de la que
están hechos los hombres. Mi padre era enormemente crítico con los
intelectuales de su tiempo, con muchos de los cuales debatía con
frecuencia, en especial en los asuntos relacionados con el campo y con la
naturaleza en general. Tenía el convencimiento de que la ciudad era una
ambiciosa entidad, inspirada por el Maligno, que perjudicaba intencionadamente el entendimiento y abortaba de forma pertinaz cualquier
atisbo de lucidez, ocupándose en transformar a los intelectuales, uno a
uno, cuando llegaban y se acomodaban en su seno. Así, los distanciaba
de la realidad más plausible, nublándoles el entendimiento, lo que daba
explicación a que ellos siempre terminasen postulando o divagando
sobre formas sociales falsas, sólo capaces de crear un hombre insustancial, por artificial y frívolo. Este pensamiento no se le relajaba nunca y
no aceptaba en modo alguno entrar a negociar los presupuestos sobre los
que sustentaba su argumentación. Para él, el hombre verdadero sólo
podía ser el que aceptase su yo animal y quien comprendiera el mundo
en su extensión natural, sin dejar parcelas esenciales por conocer dentro
del terreno que la muerte le tiene acotado a la vida. Y sólo a partir de la
asimilación de toda la realidad natural, el hombre tendría ya la
posibilidad de añadir nuevos conocimientos artificiosos, bien culturales o
bien en cualquier otra forma especulativa, sin que ello supusiese poner
en riesgo su integridad moral y su dignidad personal. Siempre sostuvo
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que el hombre debería observar un comportamiento intelectual humilde,
vigilando no distanciar a la razón de la evidencia natural. El dicho
popular lo predica de forma muy sencilla: tener los pies en la tierra.
Pues bien, para mi padre el doctor Axel Münthe era el hombre que
mejor supo de esto. Y es que este afamado médico, que recorrió todo el
conocimiento humano y que sobrevoló todas las voluntades, hasta las de
los más poderosos, encontró la verdad más nítida porque supo alejarse
del ajetreo de la ciudad, dejando correr su alma en la naturaleza, entre
montañas y animales. Éstos últimos fueron sus auténticos maestros, los
que le enseñaron en verdad qué es la vida y para qué sirve. Llegado a
este punto, Münthe alcanzó el estado donde ya sólo es posible
contemplar la belleza. Sus ojos le filtraron a partir de entonces toda
fealdad, y llegó a comprender así que la única condición para que el
hombre pudiera quedar prendido a la eternidad era no ofender a los
dioses, con la exigencia de realizar en vida obras armoniosas, acordes con
los cánones naturales. Esta es la conclusión que al menos sacó mi padre
después de leer y releer la conocida autobiografía de este hombre, La
Historia de San Michele.
• • •
Sobre Münthe hay que decir, en primer lugar, que su aspecto
transmitía un inequívoco estatus de nobleza. Pero de nobleza natural, de
la que nace de la difícil suma de poseer equilibrio tanto en lo físico, como
en lo gestual, como en la dicción y en la oratoria, y en el humor. Así, él no
era alto, pero mucho menos bajo. Sus facciones eran marcadas y bellas,
pero en nada sobresalientes. Su barba poco imponía, pero no la tenía
desatendida. Sus ademanes eran pausados y sus juicios siempre
oportunos. Incluso su salud era sólida, pero con límites. Nunca vestía con
impecable rectitud, pero desde luego lo hacía sin faltar jamás a la
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ocasión, con espontánea naturalidad y sin desorden alguno. Sabía pasar
fácilmente como un distinguido duque en una celebración solemne en la
corte y como un humilde enterrador en el camposanto más perdido, con
la particularidad de que nunca, en ninguno de estos dos extremos o en
cualquier otro supuesto, pasaría desapercibido. Esto último era quizá su
rasgo principal. Hasta en una audiencia papal multitudinaria, él no
pasaba de incógnito. Enseguida se notaba que él era una persona a la que
uno se podía arrimar, ya fuese en búsqueda de conversación, de
protección o de sabio consejo. Resultaba siempre y para todos, desde
para el rey hasta para el campesino, una compañía grata, con la
excepción de… para una buena parte de sus colegas médicos.
Münthe se formó como ginecólogo, pero se encontró ejerciendo
como médico general toda su carrera profesional. Su interés por los
trastornos de naturaleza psicológica le llevaron a profundizar en el
entendimiento de los males que sufrían sus pacientes, convirtiéndose en
una especie de terapeuta, con la habilidad de inspirar esperanza («… no
existe una medicina mejor que la esperanza», escribió). Esto le otorgaba un
gran poder sobre sus pacientes. La hipnosis aumentaría aún más esta
dominación. Con sólo dejarse guiar por él, los pacientes curaban, lo que
tenía el efecto negativo de hacerles totalmente dependientes de su
presencia. Era proverbial la devoción que le mostraban todos ellos.
Aunque Münthe vivió su papel de médico como una vocación y
nunca olvidó a los pobres, hasta el punto de que estos siempre tuvieron
para él prioridad frente al rico, también supo explotar su posición para
subir la escalera de la jerarquía social, obteniendo muchos réditos. Fuera
del beneficio económico, que nunca le preocupó, uno de los provechos
más tangibles que obtuvo fue introducirse en la intimidad de sus
distinguidas pacientes femeninas. Como médico, Münthe ejerció en París
y en Roma, con consultas de éxito en la Avenue de Villiers y en la Piazza di
Spagna, mas no dudó nunca en alistarse como médico voluntario para
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socorrer en las grandes hecatombes que sucedieron en su época, como la
Primera Guerra Mundial o como la epidemia de cólera en Nápoles, de
1884. En su última etapa se convirtió en médico e invitado permanente
de la Casa Real de Suecia, una posición que le aseguraba un ingreso
único y prestigio asegurado. Münthe atendió a Victoria de Baden,
cuando esta aún era heredera al trono del Reino de Suecia, y su relación
no se limitó a un encuentro profesional, sino que fue mucho más allá.
Münthe utilizó su influencia, su carisma y su franqueza para convertirse
en su confidente y, según todos los testimonios de la época, en su
amante, algo que ellos mismos parecen confirmar en su correspondencia
epistolar. Pero a pesar de las obligaciones de Münthe con la realeza y con
la más alta aristocracia, nunca olvidó su misión como médico de los
pobres y se dedicó a recoger fondos para comedores, orfanatos y
hospitales infantiles.
Münthe era un hombre muy culto, de una cultura que abarcaba casi
todos los campos del saber, y que tenía perfectamente contrapesada con
su humildad. No era en nada arrogante y siempre estaba abierto a
nuevos conocimientos. Su especialidad era el mundo antiguo, Egipto,
Babilonia, Grecia, Roma, los pueblos eslavos, la India, en donde
encontraba todos los referentes del comportamiento humano actual, con
sus vicios y costumbres, así como todas sus virtudes. Era también un
apasionado de la música y fue un celebrado pianista amateur.
Su fama como escritor fue aun más allá y su obra se encuentra entre
las de más éxito de toda la literatura del siglo XX. La historia de San
Michele fue traducida a más de cuarenta idiomas y supuso un éxito
editorial excepcional en su época. Es este libro una autobiografía
fantástica, donde Münthe no se limita a narrar los hechos acaecidos en su
vida, sino que nos muestra la lucha que se produce entre sus emociones,
sus aspiraciones personales, sus sueños quiméricos y su fe, y la
pesadumbre de la realidad y de la carne. Por eso, no se trata de una
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biografía al uso, sino de una enseñanza vital, abierta a los lectores. Y es
que la travesía de Münthe por la vida es la de un quijote (como tal, él
mismo se reconoce muchas veces), que no le interesa otra riqueza que la
del espíritu. Su estilo literario original, mezclando realidad y poesía, no
hacen otra cosa que aprestar grandemente su obra, haciendo que el lector
la devore con avidez. Es además una obra de culto entre ornitólogos,
amantes de los perros, arquitectos y médicos. A los últimos los instruye
diciéndoles que el contacto personal con el paciente es el principal de los
tratamientos.
Su vida va desde 1857 a 1949, pero su pensamiento y la forma de
conducirse por el mundo son las de un ser que no repara en las épocas
del hombre, que podría adaptarse a cualquier era del mismo modo que
ya se adaptaba a convivir con gentes de cualquier región, país, profesión
y nivel social. Münthe es un cosmopolita que conoce la mitología y el
mundo clásico y que, no obstante, pone en un lugar prominente de su
vida la educación recibida del campo y de la fauna. Esto le hace ser un
hombre contemporáneo de todas las épocas.
Pero si todo lo dicho sobre Münthe sería suficiente para justificar
adentrarse en él aún en nuestros días, lo cierto es que en la actualidad
Münthe es recordado especialmente por su ecologismo. Esta es ahora su
faceta más reconocida, por encima de cualquier otra. No por algo, con
permiso de San Francisco de Asís, a quien él seguía y admiraba, se le
tiene por el primer ecologista, pues es el primero que toma partido
incondicional por los animales, lo que sin duda suponía una extravagancia en su tiempo, por mucho que resultara poético y romántico entre
la gente de su entorno.
Su compromiso con los animales fue total. Era un gran naturalista,
con profundos conocimientos en botánica. Ahora pasaría por ser un
distinguido activista ecológico. En su retiro en la isla de Capri tuvo
ocasión de dedicarse intensamente a la protección de los animales. El
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episodio más recordado es el de su lucha en defensa de las aves
migratorias. Las codornices, por ejemplo, eran atrapadas gracias al uso
de reclamos vivos, unas codornices sujetas a tierra que habían sido
cegadas para cantar sin cesar. Era claro que esta técnica facilitaba el
apresamiento de las demás aves de su misma especie, pero a costa de un
terrible sufrimiento del animal traicionero. Münthe quiso comprar el
monte donde se realizaba la caza de miles de aves al año, para librarlas
del tormento, y al no lograrlo enseñó a sus perros a ladrar día y noche,
con el fin de que las aves prosiguiesen su vuelo hasta tierras más seguras.
Para asegurarse de que esto fuera así, disparaba también cañonazos cada
cinco minutos, desde medianoche hasta el alba, en época de migración,
esperanzado en poder alejar de aquella montaña fatal a los pajaritos.
Finalmente consiguió comprar el Monte Barbarrosa, el cual, junto a su
Villa San Michele, donó más adelante al Estado sueco. Desde entonces, y
hasta nuestros días, estudiantes de todo el mundo realizan sus proyectos
de investigación sobre las aves en este espléndido lugar. Münthe dejó a
su muerte cien mil coronas suecas con ese fin.
La relación de Münthe con los animales se pareció más a la
fraternidad entre hermanos que a la servidumbre. De hecho, algunos de
sus animales no se separaban de él casi nunca. Su mono Billy y una
lechuza herida que le cogió cariño tras curarla, navegaban junto a él por
aguas del Mediterráneo. A sus perros los tenía por verdaderos hermanos
y decía ser mejor persona en su presencia que encontrándose entre seres
humanos. Además, su conocimiento de la psicología animal le permitía
entender los distintos caracteres que mostraba cada especie. Así sabía
que, por ejemplo, era muy difícil engañar a un mono y que éstos, por el
contrario, disfrutaban burlándose de los humanos. A pesar de ello, si un
mono descubría que había sido camelado por un hombre, su capacidad
para encajar el golpe era mínima, afectándole gravemente al humor. Los
perros, en cambio, preferían ser dominados, respetando así el acuerdo al
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que en tiempos ancestrales habían llegado con nuestra especie. Münthe
cuenta numerosos episodios fantásticos en los que entabla diálogo con
los animales. Él se siente tan compenetrado con ellos que cree que le es
posible esta relación. Esto sucede por ejemplo en París con la leona
Léonie, de la casa de fieras Pezon, cuando allí acude a sacarle una astilla
de la pata, y también con el gran oso polar Iván, al que visitaba en el
Jardin des Plantes. Ninguno de estos animales apresados era para él una
fiera, pareciéndoselo más bien quienes los mantenían encerrados.
Münthe se retiró en Anacapri los últimos años de su vida. Veía así
cumplido su sueño de juventud. Su villa la construyó, según sus propias
palabras, más a la medida del alma que a la del cuerpo, con «galerías,
azoteas y pérgolas en torno, para poder contemplar el sol, el mar y las nubes».
«Pocos muebles en las habitaciones, pero lo que en ellas había no sólo con dinero
se podía comprar. Nada de superfluo, nada de feo, nada de bric-à-brac, nada de
bagatelas. Algún primitivo, un aguafuerte de Durero y un bajorrelieve griego
sobre las paredes blanqueadas. Un par de alfombras antiguas en el suelo de
mosaico, pocos libros sobre las mesas, flores por doquier en brillantes mayólicas
de Faenza y de Urbino».
San Michele está construido sobre las ruinas de la residencia que en
su día, a su vez, mandó construir el emperador Tiberio para su retiro. Se
encuentra sobre un acantilado de la isla de Capri, con vistas inigualables
de la bahía de Nápoles. Hoy en día se puede visitar y es uno de los
lugares con más personalidad y encanto que puede encontrar el viajero
curioso. La estampa de la terraza de Villa San Michele con la esfinge
colgada sobre el acantilado, dominando la bahía, está dentro de las
imágenes más potentes y conocidas de Italia.
Por último, decir que Münthe se sentía un favorecido del destino.
Sin duda, hubo de contribuir a ello que pusiera especial cuidado en
dejarse ver en todo momento por la diosa Fortuna, a la cuál debió
deslumbrar su forma abnegada de trabajar, siempre preocupado por los
más desfavorecidos, así como su desapego al dinero. Pero es el propio
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Münthe quien nos cuenta mejor que nadie su relación con la fortuna:
«Yo tenía suerte, suerte sorprendente, casi mágica en todo aquello en
que ponía las manos y con todos los enfermos que veía. No era buen
médico, mis estudios habían sido harto rápidos, mi formación de hospital,
sobrado breve; pero no cabía la menor duda de que fuese un médico
triunfante. ¿Cuál es el secreto del éxito? Inspirar confianza. ¿Y qué es la
confianza? ¿De dónde viene? ¿De la cabeza o del corazón? ¿Deriva de la
capa superior de nuestra mentalidad, o es un poderoso árbol de la ciencia
del bien y del mal, con raíces que parten de las profundidades de nuestro
ser? ¿A través de qué conductos comunica con los demás? ¿Es visible
para los ojos, perceptible en la palabra hablada? Lo ignoro; sólo sé que no
se puede adquirir leyendo libros, ni al lado del lecho de nuestros
enfermos. Es un don mágico dado a un hombre por derecho de
primogenitura y negado a otro. El doctor que tiene ese don, casi puede
resucitar a los muertos; el que no lo tiene habrá de resignarse a ver llamar
a consulta a un colega hasta para un simple caso de sarampión. Pronto
descubrí que ese inapreciable don me había sido otorgado, sin ningún
mérito mío. Lo descubrí a tiempo, porque empezaba a ser muy vanidoso y
a estar satisfecho de mí mismo. Ese descubrimiento me hizo comprender
cuán poco sabía y me indujo a acudir por consejo y ayuda a la madre
naturaleza, vieja y sabia nodriza».
Este era, ni más ni menos, Axel Münthe, il signor dottore di Villa San
Michele.
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DON FERMÍN LARA, EL NIÑO DE TAMAMES
Mi padre era, por decirlo de algún modo, otro personaje curioso. Su «San
Michele» particular fue la finca Entrencinares, cuyo caserío estaba
igualmente diseñado para albergar con más comodidad al alma que al
cuerpo. Se trataba de una construcción que fue elevada en mucho menos
tiempo que la villa italiana de Münthe, pero que pudo ser soñada con
más intensidad. El resultado fue un hogar que estaba abierto hacia el
campo, con pórticos, patios sin cerrar, terrazas cubiertas y descubiertas y
emparrados de porte gallardo. La construcción se fundía con la
naturaleza y, más que una casa de labor, parecía una casa de recreo,
donde todos sus habitantes, incluidos humanos, animales y plantas,
pudieran descansar con sosiego. Y no estaba lejos de ser este su
propósito, pues el fin de tan aparente armonía no era otro que hacer
compatible la producción agropecuaria con el disfrute del sol, del aire y
de la tierra, tanto en los crudos meses de invierno y verano, como
durante la amable primavera y el solaz otoño. No por ello había un día
en el que faltara en la finca el trabajo más duro, pero este se realizaba con
gusto. El trabajo de sol a sol y de lunes a domingo que demandaban los
animales se realizaba sin estridencias, con rigor y con conocimiento. Este
duro trabajo era sin duda lo que daba sentido a aquella forma de
existencia, pero al mismo tiempo era lo que potenciaba el placer en horas
de asueto.
La relación entre los diversos moradores de la finca era cordial,
gracias a que todos tenían asumida su misión. Hasta los cerdos que
cíclicamente ocupaban la cochiquera, aceptaban su amargo destino final.
Sólo en el último momento se les podía llegar a apreciar un cierto
arrepentimiento de su vida acomodada, aunque no siempre era así. Las
más de las veces tomaban a bien su suerte e, igual que les pasaba a
gallinas, ocas, faisanes y corderos, no le hacían ningún reproche a las
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manos que se encargaban de acabar con ellos, por mucho que les doliese
dar el último paso. Cada uno conocía su papel y cual era la servidumbre
que estaba obligado a cumplir. Quien ahora se les presentaba como
matarife había trabajado para ellos antes toda su vida, a cambio, claro, de
que ellos cumplieran con su trágica responsabilidad final. Se trataba de
un contrato diáfano, aunque sin posibilidad de revisión, salvo
enfermedad. Simbiosis total, en avenencia con la naturaleza. Se podía
decir que allí habitaba una gran familia, seria y responsable. Por eso,
cuando no hacía aparición la muerte, que provocaba tanto terror que
silenciaba a todos por completo, la vida discurría sin sobresaltos y hasta
alegre. Así, no era difícil encontrar un conejo silvestre aventurándose en
la pequeña zona ajardinada, o a una paloma colipava o a una gallina de
guinea subidas en la mesa de la cocina, aprovechando cualquier ocasión
que la puerta quedara abierta. Sólo los toros de la dehesa conseguían
mantener una cierta tensión en el ambiente, sabedores todos de que en
cualquier momento uno de ellos se podría presentar sin ser llamado.
Aquella era la vida que yo conocí en Entrencinares. Sin embargo la
infancia de Don Fermín, mi padre, no fue en nada plácida y sí muy
penosa. ¿Cómo iba a ser, si no, la del hijo mayor de la familia más pobre
de Tamames, un pueblo perdido de la meseta norte castellana? Mi abuela
estaba embarazada de su noveno hijo cuando la familia empujó a un
imberbe Fermín a buscar fortuna lejos del hogar, para ayudar en la
economía familiar, debiendo abandonar de este modo su actividad como
jornalero ocasional en el pueblo, que era lo poco que hasta entonces había
estado haciendo.
…
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