The Grisha 1

The Grisha #1
Leigh Bardugo
odeada de enemigos, el antaño gran reino de Ravka ha sido dividido en dos por el
Abismo de Sombras, una granja de impenetrable oscuridad plagada de monstruos
ansiosos de darse un festín con carne humana. Ahora el destino de toda una
nación descansará sobre los hombros de una sola refugiada. Alina Starkov nunca ha
destacado en nada, pero cuando su regimiento es atacado en el Abismo y su mejor amigo
resulta gravemente herido, Alina despierta un poder latente que salva su vida, un poder
que podría ser la clave para liberar a su país devastado por la guerra. Apartada de todo lo
que conoce, Alina es arrastrada hasta la corte real para ser entrenada como miembro de la
Grisha, una élite mágica liderada por el misterioso Darkling. Sin embargo, nada en ese
fastuoso mundo es lo que parece. Con la oscuridad al acecho y un reino entero
dependiendo de su indomable poder, Alina tendrá que enfrentarse a los secretos de la
Grisha, y a los de su corazón.
Para mi abuelo:
Dime unas cuantas mentiras.
Los Grisha
Soldados del Segundo Ejército
Maestros de la Pequeña Ciencia
Corporalki
(La Orden de los Vivos y Muertos)
Cardios
Sanadores
Etherealki
(La Orden de los Invocadores)
Impulsores
Inferno
Tidemakers
Materialnik
(La Orden de los Fabricadores)
Durests
Alquimios
Grisha (gri-SHAH): Segundo Ejército de Ravka.
Keramzin (QUER-am-tsin): País de origen del Duque Keramsov y un pueblo del
mismo nombre.
Tsibeya (tsi-BE-ya): El vasto desierto cerca de la frontera noreste de Ravka.
Kribirsk (CRI-birsk): Una ciudad y puesto militar en la costa este del Falso
Océano.
Os Alta (os OL-ta): La capital de Ravka.
Ryevost (RAI-vost): Una ciudad junto al río.
Istorii Sankt’ya (IS-tor-i sank-YA): Libro de la vida de los Santos.
Oprichnik (o-PRICH-nic): La guardia de élite del Darkling, seleccionados del
primer ejército.
Otkazat’sya (ot-ca-ZAT-ya): Los Abandonados.
Moi Soverennyi (so-ve-REN-yi): Título utilizado para dirigirse al Darkling.
Moi Tsar/ Moya Tsaritsa (moi sar; MOY-a tsa-RI-tsa): Título utilizado para
dirigirse al Rey y la Reina de Ravka.
Odinakovost (o-di-NOCK-o-vost): Haecceidad.
Etovost (EH-to-vost): Esencia.
Traducido por Lauraef
os criados los llamaban malenchki, pequeños fantasmas, porque eran los
más jóvenes y pequeños, y porque rondaban la casa del duque como
fantasmas que no paraban de soltar risitas, saliendo y entrando
precipitadamente de las habitaciones, escondiéndose en los armarios para escuchar
las conversaciones a escondidas, escabulléndose en la cocina para robar los últimos
duraznos de la temporada.
El chico y la chica habían llegado con pocas semanas de diferencia uno del
otro, dos huérfanos más de las guerras de la frontera, refugiados de cara sucia
apartados de los escombros de algún pueblo lejano y traídos a la finca del duque
para aprender a leer y escribir, además de un oficio. El chico era bajo y fornido,
tímido pero siempre sonriente. La chica era diferente, y lo sabía.
Apiñados en la alacena de la cocina, escuchando los cotilleos de los adultos,
ella escuchó a la ama de llaves del duque, Ana Kuya, decir:
—Ella es una cosita fea. Ningún niño debería lucir así. Pálida y agria, como
un vaso de leche que se ha estropeado.
—¡Y tan flaca! —respondió la cocinera—. Nunca acaba su cena.
Agachado junto a la chica, el chico se volteó y le susurró: —¿Por qué no
comes?
—Porque todo lo que cocina sabe a barro.
—A mí me sabe bien.
—Tú te comerías cualquier cosa.
Volvieron a pegar sus orejas a la separación entre las puertas de la alacena.
Un momento después el chico susurró:
—Yo no creo que seas fea.
—¡Shhh! —siseó la chica. Pero escondida en las profundas sombras de la
alacena, sonrió.
En el verano, aguantaban largas horas de labores seguidas de horas incluso
más largas de lecciones en salones sofocantes. Cuando el calor llegaba a sus peores
horas, se escapaban al bosque para conseguir nidos de pájaros, para nadar en un
pequeño y fangoso riachuelo, o simplemente para pasar las horas tumbados en su
pradera, viendo al sol avanzar lentamente sobre sus cabezas, especulando sobre
dónde construirían su granja lechera y si tendrían dos o tres vacas blancas. En el
invierno, el duque se iba a su otra casa, en la ciudad de Os Alta, y a medida que los
días se hacían más cortos y fríos, los profesores se volvían más descuidados en sus
tareas, prefiriendo sentarse cerca del fuego y jugar a las cartas o beber kvas.
Aburridos y encerrados dentro de la finca, los niños mayores peleaban más a
menudo. Por lo que el chico y la chica se escondían en las habitaciones en desuso
de la finca, representando obras de teatro para los ratones e intentando mantenerse
calientes.
El día que vinieron los Examinadores Grisha, el chico y la chica estaban
sentados en el alféizar de la ventana de una de las habitaciones polvorientas en
planta alta, con la esperanza de ver la carroza del correo. En su lugar vieron un
trineo, una troica dirigida por tres caballos negros, pasar a través de las puertas de
piedra blanca, y entrar en la finca. Observaron su avance silencioso a través de la
nieve hasta la puerta principal del duque.
Tres figuras emergieron con elegantes sombreros de piel y pesadas keftas de
lana: una carmesí, otra azul oscuro y la última morado brillante.
—¡Grisha! —susurró la chica.
—¡Rápido! —dijo el chico.
En un segundo, se habían quitado los zapatos y estaban corriendo
silenciosamente por el pasillo; se deslizaron por la vacía aula de música y se
escondieron detrás de una columna en la galería que tenía vistas del salón donde
Ana Kuya acostumbraba a recibir invitados.
Ana Kuya ya estaba allí, como un pájaro a causa de su vestido negro,
vertiendo té del samovar, su gran llavero tintineando al chocar con su cintura.
—Entonces, ¿sólo lo hay dos este año? —dijo una mujer en voz baja.
Se asomaron por la baranda del balcón y miraron el cuarto que había debajo.
Dos de los Grisha se sentaban cerca del fuego: un hombre guapo vestido de azul y
una mujer vestida de rojo, ambos en túnicas y con aires altivos y refinados. El
tercero, un joven hombre rubio, se paseaba tranquilamente por la habitación,
estirando las piernas.
—Sí —dijo Ana Kuya—. Un chico y una chica, los más jóvenes de aquí, por
muy poco. Creemos que ambos rondan los ocho años.
—¿Creen? —preguntó el hombre de azul.
—Cuando los padres han fallecido…
—Lo entendemos —dijo la mujer—. Somos, sin duda, grandes admiradores
de su institución. Ojalá más nobles se interesaran en la gente común.
—Nuestro duque es un gran hombre —dijo Ana Kuya.
Arriba en el balcón, el chico y la chica asintieron en acuerdo. Su benefactor, el
duque Keramsov, era un célebre héroe de guerra y un amigo del pueblo. Cuando
volvió del frente de batalla, convirtió su finca en un orfanato y una casa para
viudas de guerra. Se les decía que pidieran por él en sus oraciones cada noche.
—¿Y cómo son estos chicos? —preguntó la mujer.
—La chica tiene cierto talento para el dibujo. El chico está casi siempre en
casa, en la pradera y el bosque.
—Pero, ¿cómo son? —repitió la mujer.
Ana Kuya apretó los labios. —¿Cómo son? Son indisciplinados, respondones,
demasiado unidos el uno al otro. Ellos…
—Están escuchando cada palabra que decimos —dijo el joven de morado.
El chico y la chica se sobresaltaron por la sorpresa. Él estaba clavando la
mirada directamente a su escondite. Se encogieron detrás de la columna pero era
demasiado tarde.
La voz de Ana Kuya les golpeó como un látigo.
—¡Alina Starkov! ¡Malyen Oretsev! ¡Vengan aquí ahora mismo!
Reacios, Alina y Mal bajaron por las estrechas escaleras de caracol que había
la final de la galería. Cuando llegaron abajo, la mujer de rojo se levantó de su
asiento y les indicó mediante un gesto que se acercaran.
—¿Saben quiénes somos? —preguntó la mujer. Su cabello era gris metálico y
su cara estaba arrugada, pero era hermosa.
—¡Son brujos! —soltó Mal.
—¿Brujos? —gruñó la mujer. Se giró hacia Ana Kuya—. ¿Es esto lo que les
enseñan en este colegio? ¿Supersticiones y mentiras?
Ana Kuya se ruborizó por la vergüenza. La mujer de rojo se volvió hacia Mal
y Alina, sus ojos oscuros brillando. —No somos brujos. Somos profesionales de la
Pequeña Ciencia. Mantenemos este país y este reino seguros.
—Como también lo hace el Primer Ejército —dijo Ana Kuya suavemente, en
su voz había un inequívoco tono de reprimenda.
La mujer de rojo quedó paralizada, pero un segundo después, admitió:
—Como también lo hace el Ejército del Rey.
El hombre joven de morado sonrió y se arrodilló junto a los niños. Dijo
gentilmente:
—Cuando las hojas cambian de color, ¿llaman a eso magia? ¿Y cuándo se
cortan la mano, y sana? ¿Y cuándo ponen una olla de agua en la cocina y hierve?
¿Eso es magia?
Mal negó con la cabeza, sus ojos abiertos como platos.
Pero Alina frunció el ceño y dijo:
—Cualquiera puede hervir agua.
Ana Kuya suspiró con exasperación pero la mujer de rojo rió.
—Estás en lo cierto. Cualquiera puede hervir agua. Pero no cualquiera puede
dominar la Pequeña Ciencia. Por eso venimos a examinarlos. —Se volteó hacia Ana
Kuya—. Déjenos solos.
—¡Espere! —exclamó Mal—. ¿Qué pasa si somos Grisha? ¿Qué nos pasará?
La mujer de rojo bajó la mirada, hacia ellos.
—Si, por una pequeña casualidad, uno de ustedes es un Grisha, entonces ese
chico afortunado irá a un colegio especial donde los Grisha aprenden a usar sus
talentos.
—Tendrán la ropa más buena, la comida más buena, lo que sea que deseen
sus corazones —dijo el hombre de morado—. ¿Les gustaría?
—Es la mejor manera en la que le pueden servir al rey —dijo Ana Kuya, aún
inmóvil en la puerta.
—Tiene la razón —dijo la mujer de rojo, encantada y dispuesta a hacer las
paces.
El chico y la chica se miraron el uno al otro y, como los adultos no estaban
prestando atención, no vieron a la chica coger la mano del chico ni la mirada que se
cruzaron. El duque habría reconocido esa mirada. Había pasado largos años en las
devastadas fronteras del norte, donde los aldeanos estaban constantemente bajo
sitio y los campesinos luchaban con poca ayuda del rey o de nadie. Había visto a
una mujer descalza e intrépida en la puerta de su casa enfrentarse a una fila de
bayonetas. Él conocía la mirada de un hombre dispuesto a defender su hogar sin
nada más que una roca en su mano.
Traducido porLauraef
e pie al margen de una carretera ajetreada, bajé la vista, hacia los ondulados
campos de cultivo y las granjas abandonadas del Valle de Tula y vislumbré
por primera vez el Abismo de las Sombras. Mi regimiento se encontraba a
dos semanas de camino del campamento militar de Poliznaya y el sol de otoño
hacía que la temperatura fuera cálida, pero tirité dentro de mi abrigo cuando vi la
neblina que lo rodeaba, como una mancha sucia en el horizonte.
Alguien me golpeó desde atrás con el hombro. Tropecé y estuve a punto de
estrellarme contra la calzada llena de barro.
—¡Hey! —dijo el soldado—. ¡Cuidado!
—¿Por qué no tienes cuidado tú con tus pies gordos? —le espeté, y me deleité
al ver la sorpresa que apareció en su enorme cara. La gente, particularmente los
hombres grandes que llevaban grandes rifles, no esperaban insolencias de alguien
tan escuálido como yo. Siempre lucían aturdidos cuando esto pasaba.
El soldado se recobró de la sorpresa rápidamente y me lanzó una mirada
asesina mientras ajustaba la bolsa que llevaba a su espalda, después desapareció en
la caravana de caballos, hombres, carretas y carros que circulaba por lo alto de la
colina hacia el valle de abajo.
Aceleré mis pasos, intentando mirar por encima de la multitud. Había
perdido de vista la bandera amarilla del carro de los topógrafos hacía horas y sabía
que estaba bastante lejos de ella.
Mientras caminaba, olí los verdes y dorados aromas del bosque otoñal, de la
suave brisa a mis espaldas. Nos encontrábamos en la Vy, la ancha carretera que
una vez había unido a Os Alta con las ricas ciudades portuarias en la costa oeste de
Ravka. Pero eso había sido antes del Abismo de las Sombras.
En algún lugar entre la multitud, alguien estaba cantando. ¿Cantando? ¿Qué
idiota está cantando mientras se adentra en el Abismo? Volví a echar un vistazo a
aquella mancha en el horizonte y tuve que reprimir un estremecimiento. Había
visto el Abismo de las Sombras en muchos mapas, un corte negro que había
separado a Ravka de su única costa y la había dejado sin ningún acceso al mar. A
veces, lo dibujaban como una mancha, a veces como una nube gris y sin forma. Y
después estaban los mapas que tan sólo mostraban el Abismo de las Sombras como
un lago largo y estrecho y lo llamaban por su otro nombre, el Falso Océano, un
nombre cuya intención era que los soldados y mercaderes lo vieran más fácil y se
atrevieran a cruzarlo.
Bufé. Eso podía engañar a algún que otro mercader gordo, pero no a mí.
Aparté mi mirada de la neblina a la distancia y dirigí la vista hacia las granjas
en ruina del Tula. En el valle se habían encontrado algunas de las fincas más ricas
de Ravka. Un día, había sido un lugar donde los granjeros se ocupaban de los
cultivos y donde las ovejas pastaban en los verdes campos. Pero al siguiente día,
un corte oscuro había aparecido en el paisaje, una franja casi impenetrable de
oscuridad que crecía año tras año y que arrastraba con ella el horror. Nadie sabía a
dónde se habían ido los granjeros, sus manadas, sus cultivos, sus hogares y
familias.
Detente, me dije firmemente. Tan sólo estás empeorando las cosas. La gente ha
estado cruzando el Abismo durante años… normalmente con cantidades masivas de
damnificados, pero lo han hecho. Respiré profundamente para calmarme.
—Prohibido desmayarse en medio de la carretera —dijo una voz cercana a mi
oído mientras un brazo pesado se posaba en mis hombros y me estrujaba. Miré
hacia arriba y vi el rostro familiar de Mal, con una sonrisa en sus brillantes ojos
azules mientras se ajustaba a mi paso y caminaba a mi lado. —Vamos —dijo—. Un
pie delante del otro. Sabes cómo se hace.
—Estás interfiriendo en mi plan.
—Oh, ¿de verdad?
—Sí. Desmayarme, que me pisen y tener graves heridas por todo el cuerpo.
—Suena como un plan brillante.
—Ah, pero si estoy horriblemente herida, no podré cruzar el Abismo.
Mal asintió lentamente. —Ya veo. Puedo empujarte debajo de una carroza si
eso ayuda.
—Lo pensaré —aseguré, pero a la vez sentí cómo mi humor mejoraba. A
pesar de mis grandes esfuerzos, Mal todavía tenía ese efecto en mí. Y yo no era la
única a la que le pasaba. Una chica rubia y bonita que caminaba por allí saludó,
lanzándole a Mal una mirada coqueta sobre su hombro.
—Oye, Ruby —la llamó él—. ¿Te veo después?
Ruby rió tontamente y caminó hasta perderse entre la multitud. Mal sonrió
de oreja a oreja hasta que vio mis ojos en blanco.
—¿Qué? Creí que te agradaba Ruby.
—Da la casualidad de que no tenemos mucho de qué hablar —dije
secamente. En realidad Ruby me había agradado, al principio. Cuando Mal y yo
dejamos el orfanato en Keramzin a entrenar para nuestro servicio militar en
Poliznaya, yo había estado nerviosa de tener que conocer a nuevas personas. Pero
muchas chicas se mostraron encantadas de ser mis amigas, y Ruby había sido de
las más ansiosas por serlo. Estas amistades duraron el tiempo que tardé en darme
cuenta de que tan sólo estaban interesadas en mí por mi proximidad a Mal.
Ahora yo miraba cómo él estiraba los brazos expandiéndolos y como giraba
su cabeza hacia arriba, hacia el cielo otoñal, luciendo totalmente feliz. Noté con
cierto disgusto que incluso caminaba con pequeños saltitos.
—¿Qué te pasa? —susurré furiosamente.
—Nada —dijo sorprendido—. Me siento genial.
—¿Pero cómo puedes estar tan… tan confiado?
—¿Confiado? Nunca he estado confiado. Espero no estarlo nunca.
—Bien, entonces, ¿qué es todo esto? —pregunté, señalándolo—. Pareces
alguien que va de camino a una gran comida en vez de a una posible muerte y
desmembramiento.
Mal se rió.
—Te preocupas demasiado. El rey ha enviado a un grupo entero de Grisha
pirotécnicos para cubrir los botes e incluso a algunos de esos doctores
espeluznantes. Tenemos nuestros rifles —dijo, golpeando el que llevaba en su
espalda—. Estaremos bien.
—Un rifle no supondrá mucha diferencia si hay un fuerte ataque.
Mal me miró, desconcertado.
—¿Qué pasa contigo últimamente? Estás incluso más gruñona de lo normal.
Además, luces horrible.
—Gracias —me quejé—. No he estado durmiendo bien.
—¿Y eso qué tiene de nuevo?
Tenía razón, por supuesto. Yo nunca había dormido bien. Pero se había
puesto incluso pero los últimos días. Los santos sabían que tenía muchas buenas
razones para temer entrar al Abismo, razones compartidas por cada miembro de
nuestro regimiento que había tenido la mala suerte de ser escogido para la travesía.
Pero había algo más, un sentimiento más profundo de malestar que no podía
nombrar.
Miré a Mal. Hubo un tiempo en el que podía contarle todo.
—Yo sólo… tengo una clase de presentimiento.
—Deja de preocuparte tanto. Puede que pongan a Mikhael en el bote. El
volcra le echará un vistazo a esa grande y jugosa barriga suya y nos dejará solos.
Sin ser llamado, un recuerdo vino a mi memoria: Mal y yo, sentados juntos en
una silla en la librería del duque, pasando rápidamente las páginas de un libro
forrado en cuero. Nos habíamos detenido en la ilustración de un volcra: largas y
sucias garras, alas de piel, y filas de dientes con forma de navajas para darse un
festín con la carne humana. Eran ciegos debido a generaciones pasadas viviendo y
cazando en el Abismo, pero la leyenda decía que podían oler la sangre humana a
kilómetros de distancia. Yo había señalado la página y había preguntado:
—¿Qué está sujetando?
Todavía podía oír el susurro de Mal en mi oreja.
—Creo… creo que es un pie. —Habíamos cerrado el libro de golpe y salido a
correr chillando hacia la seguridad de la luz del sol.
Sin darme cuenta, había dejado de caminar, congelada en el sitio, incapaz de
expulsar el recuerdo de mi memoria. Cuando Mal notó que no estaba a su lado,
soltó un pesado suspiro y volvió sobre sus pasos hasta alcanzarme. Puso las manos
sobre mis hombros y me sacudió suavemente.
—Estaba bromeando, nadie se va a comer a Mikhael.
—Ya lo sé —dije, clavando la mirada en mis botas—. Me matas de la risa.
—Vamos, Alina. Estaremos bien.
—No puedes saberlo.
—Mírame. —Me obligué a alzar mi vista hasta que se encontró con la suya—.
Sé que estás asustada. Yo también lo estoy. Pero vamos a hacerlo y vamos a estar
bien. Siempre lo estamos. ¿De acuerdo? —Sonrió, y mi corazón dio un gran golpe
sordo en mi pecho.
Froté mi pulgar sobre la cicatriz de mi palma derecha e inhalé
temblorosamente.
—De acuerdo —dije de mala gana, y me encontré devolviéndole la sonrisa.
—¡El espíritu de la señora ha sido restaurado! —gritó Mal—. ¡El sol puede
brillar de nuevo!
—Oh, ¿quieres callarte?
Me volteé para golpearlo, pero antes de que pudiera hacerlo me había cogido
y levantado por los aires. Un gran estruendo de pezuñas y gritos llenaron el aire.
Mal me apartó a un lado de la carretera justo antes de que una gran carroza pasara
rugiendo, esparciendo a la gente que corría para evitar ser aplastada por las
pezuñas de los cuatro caballos negros que tiraban de ella. Al lado del cochero que
llevaba el látigo, se sentaban dos soldados con abrigos grises.
El Darkling. No se podía confundir su carroza negra o el uniforme de su
guardia personal.
Otra carroza, esta roja, pasó a nuestro lado a un paso más sosegado.
Miré a Mal, mi corazón latía apresuradamente por haberme salvado por los
pelos.
—Gracias —susurré.
Mal pareció darse cuenta de repente de que aún me rodeaba con sus brazos.
Me dejó ir y rápidamente retrocedió. Sacudí el polvo de mi abrigo, esperando que
no notara el rubor en mis mejillas.
Una tercera carroza pasó, pintada de azul, y una chica se asomó por la
ventana. Tenía el cabello negro y rizado, y usaba un sombrero gris de piel de zorro.
Escaneó la multitud embelesada y, previsiblemente, sus ojos se posaron en Mal.
Hace un segundo estabas fantaseando con él, me reprendí a mí misma, ¿Por qué no
iba a hacer lo mismo una preciosa Grisha?
Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa mientras sostenía la mirada de
Mal, mirándole sobre su hombro hasta que la carroza desapareció de vista. Mal se
quedó mirándola tontamente con los ojos desorbitados y la boca ligeramente
abierta.
—Cierra la boca antes de que te entren moscas —espeté.
Mal parpadeó, todavía un poco aturdido.
—¿Has visto eso? —gritó una voz. Me volteé para ver a Mikhael acercándose
a nosotros con una casi cómica expresión de sobrecogimiento. Mikhael era un
enorme pelirrojo de cara ancha y cuello incluso más ancho. Detrás de él, Dubrov,
flacucho y oscuro, se apresuraba para alcanzarlo. Ambos eran rastreadores en la
unidad de Mal y nunca se apartaban mucho de él.
—Por supuesto que lo he visto —dijo Mal, cambiando su expresión atontada
por una ancha sonrisa engreída. Puse los ojos en blanco.
—¡Miraba directamente hacia ti! —gritó Mikhael, dándole palmadas en la
espalda a Mal.
Mal se encogió de hombros, casualmente, pero su sonrisa se hizo aún más
amplia. —Eso parece —dijo engreído.
Dubrov se movió, nervioso.
—Dicen que las chicas Grisha pueden hacerte conjuros.
Resoplé.
allí.
Mikhael me miró como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que estaba
—Hola, Palillo —dijo, dándome un pequeño codazo en el brazo. Fruncí el
ceño al oír el apodo pero ya se había vuelto hacia Mal—. ¿Sabías que se va a
quedar en el campamento? —dijo con una mirada lasciva.
—He oído que la tienda de los Grisha es tan grande como una catedral —
añadió Dubrov.
—Con un montón de rincones oscuros —dijo Mikhael, moviendo las cejas.
Mal soltó un grito de alegría. Sin dirigirme otra mirada, los tres se alejaron,
gritando y empujándose los unos a los otros.
—Fue un placer verlos, chicos —murmuré. Reajusté la correa del bolso que
colgaba de mis hombros y eché a andar por el camino, uniéndome a los últimos
rezagados que bajaban por la colina, entrando en Kribirsk. No me molesté en
apresurarme. Probablemente me reprenderían cuando llegara a la Tienda de los
Documentos, pero en ese momento ya no podía hacer nada al respecto.
Me froté el brazo donde Mikhael me había golpeado. Palillo. Odiaba ese
nombre. No me llamabas Palillo cuando estabas borracho de kvas e intentabas manosearme
en la hoguera de primavera, lamentable patán, pensé con rencor.
No había mucho que ver en Kribirsk. De acuerdo con el Cartógrafo en Jefe,
solía ser una apacible ciudad mercantil antes del Abismo de las Sombras, poco más
que una plaza principal polvorienta y una posada para los extenuados viajeros de
la Vy. Pero ahora se había convertido en una especie de improvisada ciudad
portuaria, creciendo alrededor de un campamento militar permanente y de los
muelles secos donde los botes de arena esperaban a los pasajeros para llevarlos a
través de las tinieblas hacia Ravka Occidental. Pasé tabernas y pubs y lo que estaba
bastante segura que eran burdeles destinados a encargarse de las tropas del
Ejército del Rey. Había tiendas en las que se vendían rifles, ballestas, lámparas y
antorchas, todo el equipo necesario para aventurarse dentro del Abismo. La
pequeña iglesia con sus blancas paredes y sus relucientes bóvedas estaba en un
sorprendente buen estado. O puede que no tan sorprendente, pensé. Cualquiera que
se dispusiera a cruzar el Abismo de las Sombras sería lo suficientemente listo como
para detenerse y rezar.
Encontré el camino hasta donde se habían asentado los topógrafos, dejé mi
mochila en una cama plegable, y me apresuré a entrar en la Tienda de los
Documentos. Para mi alivio, el Cartógrafo en Jefe no estaba a la vista, y pude
escabullirme sin ser vista.
Al entrar a la blanca lona de la tienda, sentí cómo me relajaba por primera vez
desde que había visto el Abismo. La Tienda de los Documentos era esencialmente
la misma en cada campamento que había visto, llena de brillante luz y filas de
mesas donde los artistas y los topógrafos hacían su trabajo. Después del ruido y de
los empujones del viaje, había algo relajante en el crujido del papel, en el olor a
tinta, y en el suave ruido que hacían los pinceles y las plumillas al dibujar.
Saqué mi cuaderno de dibujo del bolsillo de mi abrigo y me deslicé en un
banco de trabajo al lado de Alexei, quien se volteó y susurró, visiblemente irritado:
—¿Dónde has estado?
—Siendo casi pisoteada por la carroza del Darkling —contesté, cogiendo una
hoja en blanco de papel y hojeando mis bocetos para intentar encontrar uno
apropiado para copiar. Alexei y yo éramos ambos ayudantes principiantes de
cartógrafos y, como parte de nuestro entrenamiento, teníamos que entregar dos
bocetos acabados o interpretados al final de cada día.
Alexei tomó aire violentamente.
—¿En serio? ¿Realmente lo viste?
—En realidad, estaba demasiado ocupada intentando no morir.
—Pudiste salir peor. —Echó un vistazo al boceto de un valle rocoso que yo
estaba a punto de empezar a copiar—. Ugh. Ese no. —Cogió mi cuaderno de
dibujo y empezó a pasar páginas hasta llegar a la ilustración de la elevación de una
cresta de una montaña y la señaló—. Este.
Apenas tuve tiempo de poner mi bolígrafo en el papel antes de que el
Cartógrafo en Jefe entrara en la tienda e hiciera una caminata a su alrededor,
observando nuestro trabajo mientras pasaba.
—Espero que ese sea el segundo boceto que haces, Alina Starkov.
—Sí —mentí—. Lo es.
Tan pronto como el Cartógrafo se fue, Alexei susurró:
—Háblame de la carroza.
—Tengo que acabar mis bocetos.
—Aquí tienes —dijo exasperado, deslizando uno de sus bocetos en mi
dirección.
—Sabrá que es tuyo.
—No es tan bueno. Debería poder pasar por tuyo.
—Ahora eres el Alexei que conozco y que tolero —dije, pero no le devolví el
boceto. Alexei era uno de los asistentes más talentosos, y lo sabía.
Alexei me arrancó hasta el último detalle de las tres carrozas Grisha. Estaba
agradecida por el boceto, así que me esforcé por satisfacer su curiosidad mientras
terminaba mi elevación de la cresta de la montaña y me ayudaba con el pulgar
para las medidas de algunos de los picos más altos.
Para cuando acabamos, ya estaba atardeciendo. Entregamos nuestros trabajos
y nos dirigimos hacia la tienda del comedor, donde hicimos fila para comer un
guiso fangoso preparado por un cocinero sudoroso y encontramos asientos con
algunos de los otros topógrafos.
Comí en silencio, escuchando a Alexei y a los otros hablar sobre los rumores y
las charlas nerviosas sobre la travesía del día siguiente. Alexei insistió en que
volviera a contar la historia de las carrozas Grisha, la cual fue recibida con la usual
mezcla de fascinación y miedo que provocaba cualquier mención del Darkling.
—No es natural —dijo Eva, otra ayudante; tenía unos bonitos ojos verdes que
poco podían hacer para distraerte de su nariz de cerdo—. Ninguno de ellos lo son.
Alexei resopló. —Por favor, ahórranos tus supersticiones, Eva.
—Fue un Darkling quien creó el Abismo de las Sombras, para empezar.
—¡Eso fue hace cientos de años! —protestó Alexei—. Y aquel Darkling estaba
completamente loco.
—Este es igual de malo.
—Bruta —dijo Alexei, y dio por concluida la conversación con un gesto de su
mano. Eva le miró con enfado y deliberadamente le dio la espalda para hablar con
sus amigos.
Permanecí callada. Yo era más bruta que Eva, a pesar de sus supersticiones.
Yo sólo podía leer y escribir gracias a la caridad del duque, pero por un acuerdo
tácito, Mal y yo evitábamos mencionar Keramzin.
Como si fuera una señal, una ruidosa carcajada me sacó de mis pensamientos.
Miré sobre mi hombro. Mal se encontraba rodeado por una multitud en una
alborotada mesa de rastreadores.
Alexei siguió mi mirada.
—¿Cómo ustedes dos se hicieron amigos?
—Crecimos juntos.
—No parecen tener mucho en común.
Me encogí de hombros.
—Supongo que es fácil tener cosas en común cuando se es un niño. —Como
la soledad, los recuerdos de los padres que se suponía que teníamos que olvidar y
el placer de evitar nuestras tareas para jugar la ere en nuestra pradera.
Alexei me miró tan escéptico que tuve que reír.
—No siempre fue el Increíble Mal, rastreador experto y seductor de chicas
Grisha.
Alexei se quedó con la boca abierta. —¿Sedujo a una chica Grisha?
—No, pero estoy segura de que lo hará —murmuré.
—Entonces, ¿cómo era?
—Era pequeño, rechoncho y le tenía miedo a los baños —dije con cierta
satisfacción.
Alexei miró a Mal. —Supongo que las cosas cambian.
Tracé la cicatriz de mi palma con mi pulgar. —Supongo que sí.
Limpiamos nuestros platos y salimos de la tienda comedor, adentrándonos
en la fría noche. En el camino de vuelta a las barracas, dimos un rodeo para poder
pasar por el campamento Grisha. El pabellón Grisha realmente era del tamaño de
una catedral, cubierto de seda negra, sus banderines azules, rojos y morados
ondeaban muy alto. Escondidas en algún lugar detrás de él estaban las tiendas del
Darkling, vigiladas por los Doctores Corporalki y la guardia personal del Darkling.
Cuando Alexei se hartó de mirar, emprendimos el camino de regreso a
nuestros alojamientos. Alexei estaba callado y comenzó a crujirse los nudillos, y
supe que ambos estábamos pensando en la travesía de mañana. Y teniendo en
cuenta el humor abatido en los comedores, no éramos los únicos. Algunas
personas ya estaban en la cama, durmiendo (o intentándolo) mientras otros se
apretujaban bajo la luz de las lámparas, hablando en voz baja. Unos cuantos
estaban sentados agarrando sus figuras, rezando a sus Santos.
Desenrollé mi saco de dormir sobre una cama estrecha, me quité las botas, y
colgué mi abrigo. Después me hundí en las mantas forradas de piel y observé el
techo. Me quedé así durante mucho tiempo, hasta que todas las lámparas se habían
apagado y el murmullo de las conversaciones dio paso a suaves ronquidos y
sonidos de cuerpos.
Mañana, si todo iba como lo planeado, cruzaríamos sin riesgos hasta Ravka
Occidental y yo vería por primera vez el Verdadero Océano. Allí, Mal y los otros
rastreadores cazarían lobos rojos, zorros de mar y otras deseadas criaturas que sólo
se podían encontrar en el oeste. Yo me quedaría con los cartógrafos en Os Kervo
para terminar mi entrenamiento y ayudar a dibujar cualquier información que
consiguiéramos obtener del Abismo. Y después, por supuesto, tendría que volver a
cruzar el Abismo para volver a casa. Pero era difícil pensar tan lejos.
Aún estaba completamente despierta cuando lo oí. Tap, tap. Pausa. Tap.
Después de nuevo: Tap, tap. Pausa. Tap.
—¿Qué está sucediendo? —murmuró Alexei, soñoliento, desde la cama
cercana a la mía.
—Nada —susurré, saliendo de mi saco de dormir y poniéndome las botas.
Cogí mi abrigo y me escabullí de la barraca tan silenciosamente como pude.
Mientras abría la puerta oí una risita, y una voz femenina dijo desde algún lugar
de la oscura habitación:
—Si es ese rastreador, dile que entre y me mantenga caliente.
—Si quiere coger tsifil, estoy segura de que serás su primera opción —dije
dulcemente y me adentré en la noche.
El aire frío enrojeció mis mejillas y enterré la barbilla en el cuello de mi traje,
deseando haberme molestado en coger la bufanda y los guantes. Mal estaba
sentado en las tambaleantes escaleras, de espaldas a mí. Más allá, pude ver a
Mikhael y Dubrov pasando una botella de un lado a otro bajo las luces de la acera.
Fruncí el ceño. —Por favor, dime que no me has levantado sólo para decirme
que vas a la tienda Grisha. ¿Qué quieres, consejos?
—No estabas durmiendo. Estabas tumbada despierta y preocupada.
—Incorrecto. Estaba planeando cómo escabullirme en el pabellón Grisha y
ligarme a un guapo Corporalnik.
Mal se rió. Vacilé en la puerta. Esta era la parte más difícil de estar cerca de él,
otra además de la manera que hacía que mi corazón hiciera torpes acrobacias.
Odiaba ocultar cuánto daño me hacían las cosas estúpidas que hacía, pero odiaba
la idea de que él descubriera incluso más. Consideré voltearme y simplemente
volver adentro. En su lugar, me tragué mis celos y me senté a su lado.
—Espero que me hayas traído algo genial —dije—. Los Secretos de Seducción
de Alina no son gratis.
Sonrió. —¿Puedes ponerlo en mi cuenta?
—Supongo. Pero sólo porque sé que eres bueno para ello.
Escudriñé la oscuridad y vi a Dubrov tomar un trago de la botella y
tambalearse después. Mikhael le rodeó con el brazo para mantenerlo de pie, y el
sonido de sus risas flotó hasta nosotros por el aire de la noche.
Mal negó con la cabeza y suspiró. —Siempre intenta seguir a Mikhael.
Probablemente acabará vomitándome en las botas.
—Te lo mereces —dije—. Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —Cuando
acabábamos de empezar nuestro servicio militar hace un año, Mal me había
visitado casi todas las noches. Pero llevaba meses sin venir.
Se encogió de hombros. —No sé. Lucías triste en la cena.
Me sorprendí de que se diera cuenta.
—Sólo estaba pensando en la travesía —dije cuidadosamente. No era
exactamente una mentira. Estaba aterrada por tener que entrar al Abismo, y Mal
definitivamente no sabía que Alexei y yo habíamos estado hablando sobre él—.
Pero me conmueve tu preocupación.
—¡Oye! —dijo con una sonrisa—. Me preocupo.
—Si tienes suerte, un volcra me comerá de desayuno mañana y no tendrás
que preocuparte nunca más.
—Sabes que estaría perdido sin ti.
—Nunca has estado perdido en tu vida —me burlé. Yo era la que hacía los
mapas, pero Mal podía encontrar el norte con los ojos tapados y parado de cabeza.
Me golpeó con el hombro.
—Sabes lo que quiero decir.
—Claro —dije. Pero no lo sabía. No realmente.
Nos sentamos en silencio, viendo cómo nuestras respiraciones hacían nubes
en el aire frío.
Mal estudió las puntas de sus botas y dijo:
—Supongo que yo también estoy nervioso.
Le di un codazo y le dije, con una seguridad que no sentía:
—Si podemos enfrentarnos a Ana Kuya, podemos manejar a unos cuantos
volcras.
—Si mal no recuerdo, la última vez que nos enfrentamos a Ana Kuya, te dio
un golpe y acabamos limpiando los establos.
Hice una mueca de dolor.
—Estoy intentando tranquilizarte. Podrías al menos fingir que lo estoy
haciendo bien.
—¿Sabes qué es gracioso? —preguntó—. La verdad es que a veces la echo de
menos.
Hice mi mejor esfuerzo por ocultar mi asombro. Habíamos pasado más de
diez años de nuestras vidas en Keramzin, pero normalmente tenía la impresión de
que Mal quería olvidar todo sobre aquel lugar, puede que incluso a mí. Allí él
había sido otro refugiado, otro huérfano que debía estar agradecido por cada
bocado de comida, por cada par de botas. En el ejército, se había hecho un lugar
donde nadie tenía que saber que una vez había sido un pequeño niño que nadie
quería.
—Yo también —admití—. Podríamos escribirle.
—Quizás —dijo Mal.
De repente, me cogió la mano. Intenté ignorar la pequeña sacudida que me
recorrió.
—A esta misma hora, mañana, estaremos sentados en el puerto de Os Kervo,
mirando al océano y bebiendo kvas.
Miré a Dubrov tambaleándose de un lado a otro y sonreí. —¿Vendrá Dubrov?
—Solos tú y yo —dijo Mal.
—¿De verdad?
—Siempre somos tú y yo, Alina.
Por un momento, pareció que era verdad. El mundo se redujo a esta zona, a
este círculo de luz que nos daba la lámpara, los dos flotando en la oscuridad.
—¡Vamos! —gritó Mikhael desde el camino.
Mal pareció despertarse de un sueño. Le dio a mi mano un último apretujón
antes de soltarla.
—Tengo que irme —dijo, su sonrisa engreída volviendo a lugar—. Intenta
dormir un poco.
Saltó de las escaleras y corrió para unirse a sus amigos.
—¡Deséame suerte! —gritó sobre su hombro.
—Buena suerte —dije automáticamente, e inmediatamente quise darme una
patada a mí misma. ¿Buena suerte? Que te lo pases maravillosamente, Mal. Espero que
encuentres a una Grisha guapa, te enamores profundamente, y que creen un montón de
maravillosos y asquerosamente talentosos bebés juntos.
Me senté congelada en los escalones, mirándolos desaparecer por el camino,
todavía sintiendo le presión cálida de la mano de Mal en la mía. Oh, bueno, pensé
mientras me ponía de pie. Quizás se caiga en un foso mientras va hacia allí.
Me dirigí de vuelta a las barracas, cerré la puerta fuertemente detrás de mí, y
agradecida me acurruqué en mi saco de dormir.
¿La Grisha de cabello negro se escabulliría de su pabellón para reunirse con
Mal? Rechacé el pensamiento. No era de mi incumbencia, y realmente, no lo quería
saber. Mal nunca me había mirado como había mirado a aquella chica o incluso de
la manera en la que miraba a Ruby, y nunca lo haría. Pero el hecho de que todavía
fuésemos amigos era más importante que cualquiera de esas cosas.
¿Por cuánto tiempo? Dijo una voz persistente en mi cabeza. Alexei tenía razón:
las cosas cambian. Mal había cambiado para mejor. Se había vuelto más guapo,
más valiente, más engreído. Y yo me había vuelto… más alta. Suspiré y me
acomodé de costado. Quería creer que Mal y yo siempre seríamos amigos, pero
tenía que enfrentarme al hecho de que nuestros caminos eran distintos. Tumbada
en la oscuridad, esperando el sueño, me pregunté si esos caminos nos llevarían
cada vez más lejos el uno del otro, y si un día podríamos llegar a ser extraños.
Traducido por rox2929
a mañana pasó en un abrir y cerrar de ojos: desayuno, una breve visita a la
Tienda de los Documentos para empacar tintas adicionales y papel, luego
el caos del muelle seco. Yo me quedé de pie junto al resto de los topógrafos,
esperando nuestro turno para abordar uno de los botes y navegar sobre arena.
Detrás de nosotros, Kribirsk se estaba animando y comenzando a emprender sus
tareas cotidianas. Adelante se explayaba la extraña y cambiante oscuridad del
Abismo.
Los animales eran demasiado ruidosos y se asustaban con demasiada
facilidad como para viajar en el Falso Océano, así que las travesías se hacían sobre
los pequeños botes de arena, estructuras de poca profundidad con enormes velas
que les permitía navegar casi sin sonido sobre las muertas arenas grises. Los botes
se cargaban con granos, madera y algodón crudo, pero en el viaje de regreso iban
cargados de azúcar, rifles y toda variedad de cosas que pasaban por los puertos
marítimos de Ravka Occidental. Mirando la cubierta del bote, equipado con poco
más que una vela y una baranda inestable, sólo pude pensar que no ofrecía ningún
lugar para esconderse.
En el mástil de cada bote, flanqueado por soldados sumamente armados,
estaban dos Grisha Etherealki, la Orden de los Invocadores, usando keftas azul
oscuro. El bordado plateado de sus mangas y de los escotes de sus túnicas
indicaba que eran Impulsores 1, Grisha que podían aumentar o disminuir la presión
de aire y llenar de viento las velas de los botes que nos llevarían a través de los
largos kilómetros del Abismo.
Soldados armados con rifles y supervisados por oficiales siniestros se
encontraban alineados en las. Entre ellos se encontraban más Etherealki, pero sus
túnicas azules con mangas rojas indicaban que podían disparar.
A una señal del capitán del bote, el Cartógrafo en Jefe nos llevó a mí, Alexei y
el resto de los otros asistentes a acompañar al resto de los pasajeros. Luego tomó
asiento al lado de los Impulsores en el mástil, donde él los ayudaría a navegar a
través de la obscuridad. Tenía una brújula en la mano, pero sería de poca ayuda
una vez que estuviéramos en el Abismo. Mientras nos apilábamos sobre cubierta,
alcancé ver a Mal parado con los rastreadores al otro lado del bote. Ellos también
1
Tipo de Grisha capaz de manipular el aire, ya sea para ataque u otro fin.
estaban armados con rifles. Una fila de arqueros estaba parada detrás de ellos, con
carcajes a sus espaldas donde brillaban flechas con puntas de acero Grisha. Toqué
la punta de la navaja militar guardada en mi cinturón. No me proporcionaba
mucha confianza.
Un grito emergió del jefe sobre el muelle, y varios grupos de hombres
fornidos comenzaron a empujar los botes hacia la arena blanca que marcaba los
cofines más lejanos del Abismo. Ellos se apartaron rápidamente como si esa pálida
y muerta arena pudiese quemarles los pies.
Entonces llegó nuestro turno, y con súbito sobresalto nuestro barco aceleró
hacia adelante, crujiendo contra la arena mientras los trabajadores portuarios
empujaban. Me agarré de la baranda para mantener el equilibrio, con el corazón
desbocado. Los Impulsores levantaron sus brazos. Las velas se hincharon
instantáneamente, generando un fuerte ruido, y nuestro barco se abalanzó dentro
del Abismo.
Al principio, era como flotar en una espesa nube de humo, pero no había
calor, ni olor a fuego. Los sonidos fueron ahogados y el mundo permaneció quieto.
Observé cómo los botes de arena delante de nosotros se deslizaban hacia la
obscuridad, desapareciendo de vista, uno tras otro. Caí en la cuenta de que ya no
podía ver la proa de nuestro barco y, luego, de que ya no podía ver mi propia
mano sobre la baranda. Observé sobre mi hombro. El mundo vivo había
desaparecido. La obscuridad descendía alrededor de nosotros, negra, ligera y
absoluta. Estábamos en el Abismo.
Era como estar de pie al extremo de todo. Me aferré a la baranda, sintiendo la
madera clavarse en mi mano, agradecida por su solidez. Me enfoqué en eso y en la
sensación de mis dedos dentro de mis botas, pegados a la cubierta. A mi izquierda,
podía escuchar la respiración de Alexei.
Traté de no pensar en los soldados con sus rifles ni en los atacantes Grisha.
Teníamos la esperanza de atravesar el Abismo en silencio y sin ser vistos; no
sonaría ningún tiro, ningún arma sería disparada. Pero aún así su presencia me
reconfortaba.
No sé por cuánto tiempo mantuvimos ese rumbo, flotando hacia adelante, el
único sonido proviniendo del ligero roce de la arena contra la estructura.
Parecieron minutos pero pudieron haber sido horas. Vamos a estar bien, pensé para
mí misma. Vamos a estar bien. Entonces sentí la mano de Alexei buscando la mía.
Me agarró la muñeca.
—¡Escucha! —me susurró, y su voz estaba ronca del terror. Por un momento
lo único que escuché fue su rápida y entrecortada respiración y el estable siseo del
barco. Entonces, desde algún lugar de la oscuridad, otro sonido, ligero pero
implacable: el rítmico batir de alas.
Apreté el brazo de Alexei con una mano y con la otra empuñé mi cuchillo,
con el corazón latiendo y mis ojos esforzándose por distinguir algo, lo que fuera,
en la negrura. Escuché el sonido de armas siendo preparadas, arcos siendo
tensados. Alguien susurró, «Prepárense». Esperamos, escuchando el sonido de las
alas batiendo el aire, aumentando a medida que nos acercábamos, como los
tambores de un ejército entrante. Por un momento creí sentir el viento moverse
contra mi mejilla mientras volaban más y más cerca.
—¡Fuego! —gritó el comandante, seguido por el chasquido de piedra contra
piedra y un silbido explosivo cuando ráfagas ondulantes de llama Grisha
estallaron a cada lado del bote.
Parpadeé ante la súbita brillantez, esperando que mi visión se ajustara. Bajo la
luz del fuego, los vi. Se suponía que los volcra se movían en pequeños grupos,
pero ahí había… no decenas, sino cientos, volando sobre el aire alrededor del bote.
Eran más espeluznantes que cualquier cosa que hubiese visto en un libro, más que
cualquier monstruo que hubiese imaginado. Sonaron disparos. Los arqueros
soltaron las flechas, y los chillidos de los volcra interrumpieron el silencio, altos y
horribles.
Esquivaron nuestros ataques. Escuché un grito agudo y observé horrorizada
mientras un soldado era levantado y llevado al aire, pataleando y luchando. Alexei
y yo nos acurrucamos juntos, arrodillados bien bajo contra la baranda,
aferrándonos a nuestros inútiles cuchillos y murmurando nuestras oraciones
mientras el mundo se convertía en una pesadilla. A todo nuestro alrededor,
hombres gritaban, personas lloraban, soldados perdían en combate contra las
enormes y extrañas figuras de las bestias aladas, y la sobrenatural oscuridad del
Abismo era interrumpida por golpes y estallidos de las llamas doradas de los
Grisha.
Entonces, un grito atravesó el aire a mi lado. Me sobresalté cuando el brazo
de Alexei fue arrancado de mi agarre. En un brote de llamas, lo observé agarrarse a
la baranda con una mano. Vi su boca entreabierta, sus enormes ojos aterrorizados y
la cosa monstruosa que lo apretaba entre sus brillantes brazos grises, batiendo sus
alas en el aire mientras lo levantaba del suelo; clavó profundamente las garras en la
espalda de Alexei, ya bañándose en su sangre. Los dedos de Alexei se deslizaron
de la baranda. Me lancé hacia adelante y le atrapé el brazo.
—¡Aguanta! —grité.
Entonces la llama se apagó, y en la obscuridad, sentí los dedos de Alexei
deslizándose de los míos.
—¡Alexei —grité.
Sus gritos de ayuda se entremezclaron con los sonidos de la batalla mientras
el volcra se lo llevaba a la oscuridad. Otra ráfaga de fuego iluminó el cielo, pero él
había desaparecido.
—¡Alexei! —grité, asomándome al borde de la baranda—. ¡Alexei!
La respuesta llegó en un batir de alas mientras otro volcra volaba,
descendiendo sobre mí. Me aparté rápidamente, apenas evitando sus garras, y
extendí el cuchillo ante mí con manos temblorosas. El volcra se lanzó adelante; el
fuego iluminó sus lechosos y ciegos ojos y su boca abierta coronada de filas de
dientes afilados y torcidos. Entonces vi un relámpago de pólvora por el rabillo de
mi ojo, escuché el estallido de un rifle, y el volcra se tambaleó, aullando de rabia y
dolor.
—¡Muévete! —Era Mal, con rifle en mano y rostro chorreante de sangre. Me
agarró del brazo y me colocó tras sus espaldas.
El volcra aún persistía, abriéndose camino a través de la cubierta, una de sus
alas colgando de un ángulo torcido. Mal estaba tratando de recargar bajo la luz que
desprendía la llama, pero el volcra fue más veloz. Se abalanzó hacia nosotros,
garras extendidas, y con sus talones destrozó el pecho de Mal. Él lanzó un grito de
dolor.
Pude agarrar el ala rota del volcra y le apuñalé con mi cuchillo
profundamente entre los omóplatos. Su piel musculosa se sentía resbalosa bajo mis
manos. El monstruo chilló y se liberó de mi agarre y yo caí de espaldas, golpeando
la dura cubierta. Se movió hacia mí con loca rabia, y pude oír el chasqueo de sus
mandíbulas al abrirse y cerrarse.
Se escuchó otro disparo. El volcra se dobló y cayó convirtiéndose en una
grotesca pila, sangre negra borboteando de su boca. Bajo la escasa luz, observé a
Mal bajar su rifle. Su desgarrada camisa estaba oscura por las manchas de sangre.
El rifle se escapó de sus dedos cuando él cayó de rodillas, colapsando en la
cubierta.
—¡Mal! —Estuve a su lado en un instante, mis manos presionando su pecho
en un intento desesperado de detener el sangrado—. ¡Mal! —sollocé, las lágrimas
se deslizaban por mis mejillas.
El aire estaba pesado con el olor a sangre y pólvora. A nuestro alrededor,
escuché rifles ser disparados, gente sollozando… y el obsceno sonido de algo
alimentándose. Las llamas de los Grisha estaban debilitándose, más esporádicas, y
lo peor de todo: noté que el bote había dejado de moverse. Este es el fin, pensé
desperanzada. Me incliné sobre Mal, manteniendo la presión en su herida.
Su respiración era laboriosa. —Ya vienen —dijo sin aliento.
Levanté la mirada y vi, bajo la débil y escasa luz del fuego de los Grisha, dos
volcra cerniéndose sobre nosotros.
Me acurruqué sobre Mal, protegiendo su cuerpo con el mío. Sabía que era
inútil, pero era lo único que podía ofrecer. Olí el fétido hedor de los volcra, sentí al
aire moverse con el batir de sus alas. Presioné mi frente contra la de Mal y le
escuché susurrar, «Nos vemos en la pradera.»
Algo dentro de mí estalló de furia, de desesperanza, ante la certeza de mi
propia muerte. Sentí la sangre de Mal bajo mis manos, vi el dolor reflejado en su
hermoso rostro. Un volcra chilló en señal de triunfo cuando sus talones se clavaron
en mi hombro. El dolor me atravesó el cuerpo.
Y el mundo se volvió blanco.
Cerré mis ojos, mientras un súbito halo de luz explotaba a través de mi vista.
Parecía llenar mi cabeza, cegándome, ahogándome. Desde algún lugar arriba de
mí, escuché un horrible chillido. Sentí las garras del volcra perder su agarre, sentí
un golpe sordo cuando caí hacia adelante y mi cabeza conectó con la cubierta, y,
luego, no sentí absolutamente nada.
Traducido por PaolaPotterhead
e desperté con un sobresalto. Podía sentir el roce de aire en mi piel, y abrí
mis ojos para ver lo que parecían ser nubes oscuras de humo. Estaba
boca arriba, en la cubierta del bote. Me tomó sólo un momento notar que
las nubes se estaban haciendo más delgadas, dando paso a volutas oscuras y, entre
ellas, un brillante sol otoñal. Cerré mis ojos de nuevo, sintiendo una oleada de
alivio. Estamos en camino fuera del Abismo, pensé. De alguna manera, lo logramos. ¿O
no lo hicimos? Recuerdos del ataque volcra me inundaron en un apuro aterrador.
¿Dónde estaba Mal?
Traté de sentarme y un repentino dolor atravesó mis hombros. Lo ignoré y
me empujé hacia arriba. Me encontré a mí misma observando el cañón de un rifle.
—Aleje esa cosa de mí —espeté, golpeándolo a un lado.
El soldado giró el rifle de vuelta, apuntándolo amenazadoramente hacia mí.
—Mantente donde estás —ordenó.
Lo miré asombrada. —¿Cuál es su problema?
—¡Está despierta! —gritó sobre su hombro. Se le unieron otros dos soldados
armados, el capitán del bote, y una Corporalnik. Con un aleteo de pánico, vi que
las mangas de su kefta roja estaban bordadas de negro. ¿Qué tenía que ver un
Cardio conmigo?
Miré a mi alrededor. Un Impulsor permanecía de pie junto al mástil, con
brazos levantados, conduciéndonos hacia adelante en un fuerte viento y un sólo
soldado a su lado. La cubierta estaba manchada de sangre en ciertos lugares. Mi
estómago se retorció al recordar el horror de la batalla. Un Sanador Corporalki
estaba atendiendo a los heridos. ¿Dónde estaba Mal?
Había solados y Grisha parados por la barandilla, ensangrentados,
chamuscados, y considerablemente menos en cantidad de lo que habíamos
planeado. Todos estaban viéndome cautelosamente. Con creciente temor, me di
cuenta de que los soldados y los Corporalnik, en realidad estaban vigilándome.
Como a un prisionero. Dije:
—Mal Oretsev. Es un rastreador. Fue herido durante el ataque. ¿Dónde está?
—Nadie dijo nada—. Por favor —rogué—. ¿Dónde está?
Hubo una sacudida cuando el bote se detuvo. El capitán me hizo un gesto con
su rifle. —Arriba.
Consideré simplemente negarme a levantarme hasta que me dijeran qué le
había pasado a Mal, pero una mirada hacia a la Cardio me hizo reconsiderarlo. Me
puse de pie, haciendo una mueca por el dolor de mi hombro, luego di un traspié
cuando el bote se empezó a mover de nuevo, jalado hacia el frente por los
trabajadores del muelle en tierra. Instintivamente, me apoyé en alguien para
equilibrarme, pero el soldado que toqué se encogió lejos de mí como si quemara.
Logré establecerme, pero mis pensamientos estaban dando vueltas.
El bote se detuvo de nuevo.
—Muévete —comandó el capitán.
Los soldados me guiaron a punta de rifle desde el bote. Pasé junto al resto de
los supervivientes, notando intensamente sus miradas curiosas y asustadas, y miré
al Cartógrafo en Jefe balbuceando entusiasmadamente a un soldado. Quería
detenerme a decirle lo que le había pasado a Alexei, pero no me atreví.
Mientras ponía pie sobre el muelle seco, me sorprendí al descubrir que
habíamos vuelto a Kribirsk. Ni siquiera habíamos atravesado el Abismo. Me
estremecí. Mejor marchar a través del campo con un rifle en mi espalda que estar
en el Falso Océano.
Pero no mucho mejor, pensé ansiosamente.
Mientras los soldados me marchaban hacia el camino principal, las personas
se giraban de su trabajo para mirarme boquiabiertos. Mi mente estaba zumbando,
buscando respuestas y encontrando nada. ¿Había hecho algo equivocado en el
Abismo? ¿Roto algún tipo de protocolo militar? ¿Y cómo habíamos huido del
Abismo, de todos modos? Las heridas cercanas a mi hombro punzaban. Lo último
que recordaba era el horrible dolor de las garras del volcra penetrando mi espalda,
ese ardiente destello de luz. ¿Cómo habíamos sobrevivido?
Estos pensamientos fueron alejados de mi mente mientras nos acercábamos a
la Tienda de los Oficiales. El capitán ordenó a los guardias a parar y se acercó a la
entrada.
La Corporalnik alargó una mano para detenerlo. —Esto es una pérdida de
tiempo. Debemos proceder de inmediato a…
—Quita tu mano de encima, desangradora —espetó el capitán y sacudió su
brazo.
Por un momento, la Corporalnik lo miró, su mirada peligrosa, pero luego
sonrió fríamente e hizo una reverencia. —Da, kapitan.
Sentí el vello de mis brazos erizarse.
El capitán desapareció dentro de la tienda. Esperamos. Miré nerviosamente a
la Corporalnik, que aparentemente había olvidado su disputa con el capitán y
estaba escrutándome de nuevo. Era joven, probablemente más joven que yo, pero
eso no la había detenido de confrontar a un oficial superior. ¿Por qué la habría
detenido? Podría matar al capitán donde estaba, sin siquiera levantar un arma. Me
froté los brazos, intentado sacudirme el escalofrío que se había apoderado de mí.
La solapa de la tienda se abrió, y me encontré horrorizada al ver al capitán
emerger seguido por un severo Coronel Raevsky. ¿Qué podía haber hecho para
que requiriese de la intervención de un oficial alto en mando?
El coronel me miró, su curtido rostro serio. —¿Qué eres?
—Asistente de cartógrafo, Alina Starkov. Cuerpos Real de Topógrafos...
Me interrumpió. —¿Qué eres?
Pestañeé. —Soy una cartógrafa, señor.
Raevsky frunció el ceño. Empujó a uno de sus soldados a un lado y murmuró
algo que envió al soldado corriendo hacia los muelles secos. —Vamos —dijo
secamente.
Sentí el pinchazo del cañón de un rifle en mi espalda y marchamos hacia
adelante. Tenía un muy mal presentimiento sobre a dónde me estaban llevando.
No puede ser, pensé desesperadamente. No tiene sentido alguno. Pero mientras la
gigantesca tienda negra se hacía más y más grande frente a nosotros, no cabía
duda de hacia dónde nos dirigíamos.
La entrada a la tienda Grisha estaba protegida por más Corporalki Cardios y
más oprichniki vestidos de negro carbón, los soldados élite que hacían de guardias
personales del Darkling. Los oprichniki no eran Grisha, pero eran igual de
aterradores.
La Corporalnik del bote habló con los guardias del frente de la tienda, luego
ella y el Coronel Raevsky desaparecieron dentro. Esperé con el corazón desbocado,
consciente de los murmullos y las miradas detrás de mí, mientras mi ansiedad iba
en aumento.
Arriba, cuatro banderas ondeaban en la brisa: azul, roja, morada y sobre
todas ellas, negra. Sólo anoche, Mal y sus amigos habían estado bromeando sobre
entrar a esta tienda, preguntándose qué podrían encontrar adentro. Y ahora
parecía que yo sería quien lo descubriese. ¿Donde está Mal? El pensamiento seguía
devolviéndose hacia mí, siendo el único pensamiento claro que parecía capaz de
formar.
Después de lo que pareció una eternidad, la Corporalnik regresó y asintió al
capitán, quien me guió a la tienda Grisha.
Por un momento, todos mis miedos desaparecieron, eclipsados por la belleza
que me rodeaba. Las paredes internas de la tienda estaban drapeadas con cascadas
de seda bronce que reflejaban el brillo de la luz de las velas de los candelabros que
brillaban arriba. Los suelos estaban cubiertos de ricas alfombras y pieles. A lo largo
de las paredes, brillantes tabiques sedosos dividían los compartimientos donde los
Grisha se agrupaban en su vibrantes keftas. Algunos seguían hablando, otros se
apoyaban distraídamente en cojines bebiendo té. Dos estaban sentados jugando
ajedrez. Desde algún lugar, escuché las cuerdas de una balalaika siendo rasgadas.
La finca del Duque había sido hermosa, pero era una belleza melancólica de
habitaciones polvorientas y pintura pelada, el eco de algo que alguna vez había
sido imponente. La tienda Grisha era como nada que hubiese visto antes, un lugar
vivo con poder y riqueza.
Los soldados me dirigieron a lo largo del pasillo alfombrado al final del cual
podía ver un pabellón negro sobre un estrado. Una onda de curiosidad se
expandió a través de la tienda mientras pasábamos. Los hombres y mujeres Grisha
paraban sus conversaciones para mirarme boquiabiertos; algunos incluso se
levantaron para tener una mejor vista.
Para el momento en que alcanzamos el estrado, la habitación estaba
completamente en silencio, y estaba segura que todos podían oír mi corazón
martillando contra mi pecho. Frente al pabellón negro, algunos ministros vestidos
ricamente, usando la doble águila del rey, y un grupo de Corporalki estaban
agrupados alrededor de una larga mesa llena de mapas. En la cabeza de la mesa
estaba una silla alta del ébano más negro, tallada ornamentalmente, y sobre ella se
posaba una figura usando una kefta negra, su barbilla reposando en una pálida
mano. Sólo un Grisha usaba negro, tenía permitido usar negro. El Coronel Raevsky
se paró a su lado, hablando en tonos demasiado bajos para que yo escuchara.
Observé, dividida entre el miedo y la fascinación. Es demasiado joven, pensé.
Este Darkling había estado comandando a los Grisha desde antes de que naciera,
pero el hombre sentado arriba de mí, en el estrado, no lucía mayor que yo. Tenía
un anguloso, hermoso rostro, una mata de cabello grueso, negro, y ojos gris puro
que brillaban como cuarzos. Sabía que mientras más poderoso el Grisha, más larga
era su vida, y los Darklings eran los más poderosos de todos. Pero algo me decía
que estaba mal y recordé las palabras de Eva: Él no es natural. Ninguno de ellos lo
son.
Una alta y tintineante risa sonó desde la multitud que se había formado cerca
de mí en la base del estrado. Reconocí a la hermosa chica de azul, la de la carroza
Etherealki que se había visto fascinada al ver a Mal. Le susurró algo a su amigo y
ambos rieron de nuevo. Mis mejillas ardieron mientras imaginaba cómo me debía
de ver en un desgarrado y andrajoso abrigo, después de un viaje al Abismo de las
Sombras y una batalla con una bandada de volcra hambrientos. Pero levanté el
mentón y miré a la hermosa chica justo a los ojos. Ríete todo lo que quieras, pensé
duramente. Lo que sea que estés murmurando, he oído cosas peores. Mantuvo mi mirada
por un momento y luego apartó la vista. Disfruté el pequeño destello de
satisfacción antes de que la voz del Coronel Raevsky me devolviese a la realidad
de mi situación.
—Tráiganlos —dijo. Me volteé para ver a más soldados guiando a un
magullado y desconcertado grupo de personas en la tienda y por el pasillo. Entre
ellos, localicé al soldado que había estado a mi lado cuando los volcra atacaron, y
también al Cartógrafo en Jefe; su usualmente pulcro abrigo, estaba desgarrado y
sucio y su rostro demostraba miedo. Mi angustia aumentó cuando me di cuenta de
que estos eran los supervivientes de mi bote de arena y que habían sido traídos
ante el Darkling como testigos. ¿Qué había pasado allá afuera, en el Abismo? ¿Qué
creían que había hecho?
Me quedé sin aliento mientras reconocía a los rastreadores en el grupo. Vi a
Mikhael primero, su rojo cabello greñudo moviéndose de arriba a abajo sobre la
multitud en su grueso cuello, y apoyándose en él, vendas sobresaliendo de su
camisa ensangrentada, estaba un muy pálido y muy cansado Mal. Mis piernas se
debilitaron y presioné mi mano contra mi boca para ahogar un sollozo.
Mal estaba vivo. Quería empujar a la multitud y rodearlo con mis brazos,
pero usé toda mi fuerza para quedarme parada mientras el alivio me inundaba. Lo
que sea que pasara aquí, estaríamos bien. Habíamos sobrevivido al Abismo, y
sobreviviríamos a esta locura también.
Miré al estrado y mi entusiasmo se debilitó. El Darkling estaba viéndome
directamente. Aún estaba escuchado al Coronel Raevsky, su postura tan relajada
como había estado antes, pero su mirada estaba concentrada, absorta. Volvió su
atención al coronel y noté que había estado aguantando la respiración.
Cuando el desaliñado grupo de supervivientes alcanzó la base del estrado, el
Coronel Raevsky ordenó. —Kapitan, reporte.
El capitán se colocó en posición y respondió en una voz sin expresión:
—Aproximadamente treinta minutos en la travesía, estábamos entre un gran
rebaño de volcra. Nos encontrábamos atrapados y enfrentando graves bajas. Yo
estaba luchando en el estribor del bote. En ese punto, vi... —El soldado dudó, y
cuando volvió a hablar, su voz sonó menos segura—. No sé qué vi exactamente.
Un resplandor de luz. Tan brillante como el mediodía, más brillante. Era como
mirar el sol.
La multitud irrumpió en murmullos. Los supervivientes del bote estaban
asintiendo, y me encontré a mí misma asintiendo con ellos. Yo también había visto
el destello de luz.
El soldado retomó la atención y continuó:
—Los volcra se dispersaron y la luz desapareció. Ordené volver al muelle
seco inmediatamente.
—¿Y la chica? —preguntó el Darkling.
Con una apuñalada de miedo, me di cuenta de que hablaba de mí.
—No vi a la chica, moi soverenyi.
El Darkling enarcó una ceja, y se dirigió a los otros supervivientes. —¿Quién
vio lo que realmente ocurrió? —Su voz estaba relajada, distante, casi desinteresada.
Los supervivientes rompieron en una discusión murmurada unos con otros.
Luego, lenta y tímidamente, el Cartógrafo en Jefe dio un paso al frente. Sentí una
fuerte punzada de pena por él. Nunca lo había visto tan desaliñado. Su ralo cabello
castaño estaba de punta en todos los ángulos en su cabeza; sus dedos tiraban
nerviosamente de su abrigo arruinado.
—Díganos lo que vio —dijo Raevsky.
El Cartógrafo se lamió los labios. —Nosotros… estábamos bajo ataque —dijo
temblorosamente—. Habían luchas por todos lados. Tal ruido. Tanta sangre... Uno
de los chicos, Alexei, fue llevado. Fue terrible, terrible. —Sus manos se batían como
dos aves asustadas.
Fruncí el ceño. Si el Cartógrafo vio a Alexei siendo atacado, entonces, ¿por
qué no trató de ayudar?
El anciano aclaró su garganta. —Estaban en todos lados. Vi a uno ir a por
ella...
—¿Quién? —preguntó Raevsky.
—Alina... Alina Starkov, una de mis asistentes.
La hermosa chica de azul sonrió y se acercó a su amigo para susurrarle.
Apreté la mandíbula. Qué lindo era saber que los Grisha pueden mantener su
esnobismo en el medio de una audiencia sobre un ataque volcra.
—Continúe —insistió Raevsky.
—Vi a uno ir a por ella y el rastreador —dijo el Cartógrafo, señalando a Mal.
—¿Y dónde estaba usted? —pregunté con enojo. La pregunta salió de mi boca
antes de poder pensarlo mejor. Todo rostro se giró a mirarme, pero no me
importó—. Vio al volcra atacarnos. Vio a esa cosa llevarse a Alexei. ¿Por qué no
ayudó?
—No había nada que pudiera hacer —alegó él con sus manos extendidas—.
Estaban en todos lados. ¡Era un caos!
—¡Alexei podría seguir con vida si hubiese usado su huesudo trasero para
ayudarnos!
Hubo un grito ahogado y un farfullo de risas de parte de la multitud. El
Cartógrafo se ruborizó enojadamente e instantáneamente me arrepentí. Si salía de
este desastre, iba a estar en grandes problemas.
—¡Suficiente! —bramó Raevsky—. Díganos qué vio, Cartógrafo.
La multitud se silenció y el Cartógrafo se lamió los labios de nuevo. —El
rastreador cayó. Ella se colocó a su lado. Esa cosa, el volcra, estaba yendo a por
ellos. Lo vi sobre ellos y luego... ella se iluminó.
Los Grisha irrumpieron en exclamaciones de incredulidad y burla. Algunos
de ellos se rieron. Si no hubiese estado tan asustada y desconcertada, quizá hubiese
estado tentada a unirme a ellos. Quizá no debí haber sido tan ruda con él, pensé,
viendo al arrugado Cartógrafo. Al pobre hombre claramente lo golpearon en la cabeza
durante el ataque.
—¡Yo lo vi! —gritó sobre el estruendo—. ¡Luz salía de ella!
Algunos de los Grisha estaban burlándose abiertamente ahora, otros gritaban,
«¡Déjenlo hablar!» El Cartógrafo miró desesperado a sus queridos supervivientes
en busca de apoyo, y para mi sorpresa, vi algunos de ellos asentir. ¿Todo el mundo
se volvió loco? ¿Realmente creían que yo espanté al volcra?
—¡Esto es absurdo! —dijo una voz de la multitud. Era la hermosa chica de
azul—. ¿Qué está sugiriendo, anciano? ¿Acaso sugiere que nos encontró a la
Invocadora del Sol?
—No estoy sugiriendo nada —protestó—. ¡Sólo estoy contando lo que vi!
—No es imposible —dijo un Grisha. Usaba la kefta morada de un Materialnik,
un miembro de la Orden de los Fabricadores—. Hay historias...
—No seas ridículo —rió la chica, su voz llena de desprecio—. ¡El hombre
perdió su cordura por el volcra!
La multitud irrumpió en un fuerte argumento.
Repentinamente me sentí muy cansada. Mi hombro punzaba donde el volcra
había enterrado sus garras en mí. No sabía lo que el Cartógrafo ni ninguno de los
otros del bote creían haber visto. Sólo sabía que todo esto era una especie de
terrible error, y que al final de esta farsa, yo sería la que quedaría como una tonta.
Me encogí de terror cuando pensé en las burlas que tendría que aguantar cuando
esto acabara. Y con suerte, esto se acabaría pronto.
—Silencio. —El Darkling apenas levantó la voz, pero la orden interrumpió a
la multitud y reinó el silencio.
Reprimí un escalofrío. Quizá él no encuentre este chiste tan gracioso. Sólo
esperaba que no me culpara a mí por ello. El Darkling no era conocido por su
misericordia. Quizá debería preocuparme menos de las burlas y más acerca de ser
exiliada a Tsibeya. O peor. Eva dijo que el Darkling una vez ordenó a un Sanador
Corporalki a sellar la boca de un traidor permanentemente. Los labios del hombre
habían sido cosidos de por vida y murió de hambre. En su momento, Alexei y yo
nos habíamos reídos y le hicimos caso omiso, como otra de las historias alocadas
de Eva. Ahora no estaba tan segura.
—Rastreador —dijo el Darkling suavemente—, ¿qué viste?
Como una, la multitud se giró hacia Mal, quien me envió una mirada
inquietante y luego al Darkling. —Nada. No vi nada.
—La chica estaba justo a tu lado.
Mal asintió.
—Debiste haber visto algo.
Mal me miró de nuevo, su aspecto se dividía entre preocupación y fatiga.
Nunca lo había visto tan pálido, y me pregunté cuánta sangre había perdido. Sentí
una oleada de rabia impotente. Estaba gravemente herido. Debería estar
descansando en vez de estar parado aquí respondiendo preguntas ridículas.
—Sólo dinos lo que recuerdas, rastreador —ordenó Raevsky.
Mal se encogió de hombros ligeramente e hizo una mueca por el dolor de sus
heridas. —Estaba boca arriba en la cubierta. Alina estaba junto a mí. Vi al volcra
zambullirse, y supe que venía a por nosotros. Dije algo y…
—¿Qué dijiste? —La relajada voz del Drakling cortó a través de la habitación.
—No recuerdo —dijo Mal. Reconocí el apretar testarudo de su mandíbula y
supe que estaba mintiendo. Sí lo recordaba—. Olí al volcra, lo vi lanzarse en picada
hacia nosotros. Alina gritó y luego no pude ver nada. El mundo estaba sólo...
brillando.
—¿Así que no viste de donde provenía la luz? —preguntó Raevsky.
—Alina no... Ella no podría… —Mal negó con la cabeza—. Somos de la
misma... aldea. —Noté la pequeña pausa, la pausa del huérfano—. Si ella pudiese
hacer algo así, yo lo sabría.
El Darkling miró a Mal por un largo momento y luego me volvió a ver.
—Todos tenemos nuestros secretos —dijo él.
Mal abrió la boca para decir algo más, pero el Darkling levantó una mano
para silenciarlo. La rabia circuló por las facciones de Mal pero cerró la boca,
presionando sus labios en una fina línea.
El Darkling se levantó de su silla. Hizo un gesto y los soldados retrocedieron,
dejándome sola para enfrentarlo. La tienda parecía inquietantemente silenciosa.
Lentamente, descendió los escalones.
Tuve que resistir la urgencia de alejarme de él cuando se detuvo frente a mí.
—Ahora, ¿qué dices tú, Alina Starkov? —preguntó agradablemente
Tragué. Mi garganta estaba seca y mi corazón se inclinaba de latido a latido,
pero sabía que tenía que hablar. Tenía que hacerle entender que yo no tenía nada
que ver con esto. —Ha habido alguna especie de equivocación —dije con voz
ronca—. No hice nada. No sé como sobrevivimos.
El Darkling pareció considerar esto. Luego se cruzó de brazos e inclinó la
cabeza a un lado. —Bueno —dijo, su voz confusa—. Quiero pensar que sé todo lo
que pasa en Ravka, y que si tuviese a una Invocadora del Sol viviendo en mi
propio país, estaría consciente de ello. —Suaves murmullos de asentimiento se
elevaron de la multitud, pero él los ignoró, viéndome de cerca—. Pero algo
poderoso detuvo a los volcra y salvó los botes del rey.
Se detuvo y esperó, como si esperase que yo le resolviera este acertijo.
Mi mentón se elevó obstinadamente. —No hice nada —dije—. Ni una sola
cosa.
Un lado de la boca del Darkling se crispó, como si estuviese reprimiendo una
sonrisa. Sus ojos se deslizaron sobre mí, de pies a cabeza y de vuelta. Me sentí
como algo extraño y brillante, como una cosa curiosa que había sido arrastrada
hasta la costa de un lago, y que él podía patear con la punta de su bota.
—¿Tu memoria es tan defectuosa como la de tu amigo? —preguntó y señaló
con la cabeza a Mal.
—Yo no... —Vacilé. ¿Qué recordaba? Terror. Oscuridad. Dolor. La sangre de
Mal. Su vida escapándose bajo mis manos. La rabia que me llenó al pensar en mi
propia impotencia.
—Extiende tu brazo —dijo el Darkling.
—¿Qué?
—Hemos perdido suficiente tiempo. Extiende tu brazo.
Un frío pinchazo de terror me recorrió el cuerpo. Miré a mi alrededor con
pánico, pero no había ayuda que recibir. Los soldados miraban al frente, con
expresión de piedra. Los supervivientes del bote lucían aterrados y cansados. Los
Grisha me contemplaban con curiosidad. La chica de azul estaba sonriendo. El
pálido rostro de Mal parecía haberse puesto aún más blanco, pero no había
respuesta en sus ojos preocupados.
Temblando, extendí mi brazo izquierdo.
—Levántate la manga.
—No hice nada. —Intenté decirlo con fuerza, para proclamarlo, pero mi voz
sonó asustada y baja.
El Darkling me miró, esperando. Me subí la manga.
Extendió sus brazos y el terror se expandió a través de mí mientras veía sus
manos llenarse de algo negro que se agrupaba y enroscaba a través del aire como
tinta en agua.
—Ahora —dijo en la misma voz suave y conversadora, como si estuviésemos
sentados juntos tomando el té, como si no estuviese parada frente a él temblando—
, veamos lo que puedes hacer.
Juntó sus manos y sonó algo parecido a un trueno. Ahogué un grito mientras
una oscuridad ondulante se extendía de sus manos juntas, derramando una onda
negra sobre mí y la multitud.
Estaba ciega. La habitación había desaparecido. Todo había desaparecido.
Grité de terror cuando sentí los dedos del Darkling cerrarse alrededor de mi
muñeca. Repentinamente, mi miedo disminuyó. Aún estaba ahí, arrastrándose
como un animal dentro de mí, pero había sido apartado a un lado por algo
calmante, seguro y poderoso, algo vagamente familiar.
Sentí una llamada sonar a través de mí, y para mí sorpresa, sentí algo en mí
levantándose para contestar. Lo empujé a un lado, hacia lo profundo. De alguna
manera sabía que si esa cosa se liberaba, me destrozaría.
—¿Nada ahí? —murmuró el Darkling. Noté cuán cerca de mí estaba en la
oscuridad. Mi mente en pánico se aferró a sus palabras. Nada ahí. Eso es correcto,
nada. Nada en absoluto. Ahora, ¡déjame ser!
Y para mi alivio, esa cosa que luchaba dentro de mí pareció acostarse de
nuevo, dejando al llamado del Darkling desatendido.
—No tan rápido —murmuró él. Sentí algo frío presionarse contra la piel de
mi antebrazo. En el mismo momento que noté que era un cuchillo, la hojilla
atravesó mi piel.
Dolor y miedo fluyeron a través de mí. Grité. La cosa dentro de mí rugió a la
superficie, moviéndose hacia el llamado del Darkling. No pude detenerme.
Respondí. El mundo explotó en una brillante luz blanca.
La oscuridad se rompió a nuestro alrededor como cristal. Por un momento, vi
los rostros de la multitud, sus bocas abiertas de la sorpresa mientras la tienda se
llenaba de brillante luz solar y el aire emanaba calor. Luego el Darkling soltó su
apretón, y con su toque vino ese peculiar sentimiento de seguridad que me había
poseído. La radiante luz había desaparecido, dejando la ordinaria luz de las velas
en su lugar, pero aún podía sentir el calor y el inexplicable brillo de luz solar en mi
piel.
Mis piernas se rindieron y el Darkling me atrapó contra su cuerpo con un
sorprendentemente fuerte brazo.
—Supongo que sólo te ves como un ratón —susurró en mi oído, y luego
llamó a señas a uno de sus guardias personales—. Tómala —dijo, entregándome al
oprichnik que extendió su brazo para apoyarme. Sentí enrojecerme ante la
indignidad de ser cargada como un saco de patatas, pero estaba demasiado
temblorosa y confundida como para protestar. Sangre corría de mi brazo del corte
que el Darkling me había hecho.
—¡Ivan! —gritó el Darkling. Un Cardio alto se apresuró desde el estrado
hacia al lado del Darkling—. Llévala a mi carroza. La quiero rodeada por un
guardia armado todo el tiempo. Llévala al Pequeño Palacio y no te detengas por
nada. —Ivan asintió—. Y trae un Sanador para que vea sus heridas.
—¡Esperen! —protesté, pero el Darkling ya se estaba dando la vuelta. Agarré
su brazo, ignorando el grito ahogado que se elevó de los espectadores Grisha—.
Ha habido una especie de equivocación. Yo no... No soy... —Mi voz se apagó
mientras el Darkling se daba la vuelta lentamente hacia mí, sus ojos color pizarra
dirigiéndose hacia donde mi mano había agarrado su manga. Lo solté, pero no me
rendiría tan fácilmente—. No soy lo que creen que soy —susurré
desesperadamente.
El Darkling se acercó a mí y dijo, su voz tan baja que apenas pude oír:
—Dudo que tengas idea de lo que eres. —Luego asintió a Ivan—. ¡Ve!
El Darkling me dio la espalda y caminó rápidamente hacia el elevado estrado,
donde fue rodeado por consejeros y ministros, todos hablando fuerte y
rápidamente.
Ivan me agarró bruscamente por el brazo. —Vamos.
—Ivan —lo llamó el Darkling—. Cuida tu tono. Ahora ella es una Grisha.
Ivan se enrojeció un poco e hizo una pequeña reverencia, pero su agarre en
mi brazo no disminuyó mientras me jalaba por el pasillo.
—Tiene que escucharme —jadeé mientras luchaba para ir al paso de su largas
zancadas—. No soy una Grisha. Soy una cartógrafa. Ni siquiera soy una buena
cartógrafa.
Ivan me ignoró.
Miré hacia atrás, sobre mi hombro, buscando a la multitud. Mal estaba
discutiendo con el capitán del bote de arena. Como si hubiese sentido mis ojos
sobre él, alzó la vista y se encontró con mi mirada. Pude ver mi propio pánico y
confusión reflejados en su pálido rostro. Quería gritarle, correr hacia él, pero al
siguiente momento desapareció, tragado por la multitud.
Traducido por PaolaPotterhead
e mis ojos brotaban lágrimas de frustración mientras Ivan me sacaba de la
tienda y me exponía al sol de finales de la tarde. Me jaló por la bajada de
una pequeña colina hacia el camino donde el coche negro del Darkling ya
estaba esperándonos, rodeado por un grupo de Grisha Etherealki y flanqueado por
filas de caballería armada. Dos de los guardias vestidos de gris esperaban junto a la
puerta del coche con una mujer y un hombre rubio, los cuales vestían rojo
Corporalki.
—Entra —ordenó Ivan. Luego, como si recordara la orden del Darkling,
añadió—: por favor.
—No —dije.
—¿Qué? —Ivan lucía genuinamente sorprendido. Los otros Corporalki lucían
estupefactos.
—¡No! —repetí—. No voy a ir a ningún lado. Ha habido alguna especie de
error. Yo...
Ivan me interrumpió, sujetándome más fuerte por el brazo. —El Darkling no
comete errores —dijo con los dientes apretados—. Entra a la carroza.
—No quiero...
Ivan bajó su cabeza hasta que su nariz se encontró a centímetros de la mía y
prácticamente escupió:
—¿Crees que me importa lo que quieres? En algunas horas, todo espía
Fjedano y asesino Shu Han sabrá lo que ocurrió en el Abismo y vendrán a por ti.
Nuestra única oportunidad es llevarte a Os Alta, detrás de los muros del palacio
antes de que alguien se dé cuenta de lo que eres. Ahora, entra a la carroza.
Me empujó a través de la puerta y entró tras de mí, tirándose en el asiento
opuesto al mío con cierto asco. Los otros Corporalki se le unieron, seguidos por los
guardias oprichniki, que se asentaron en ambos lados de mí.
—Entonces, ¿soy la prisionera del Darkling?
—Estás bajo su protección.
—¿Cuál es la diferencia?
La expresión de Ivan era indescifrable. —Ruega para que nunca lo averigües.
Fruncí el ceño y me hundí en el asiento acolchado, luego silbé de dolor. Había
olvidado mis heridas.
—Examínala —le dijo Ivan a la Corporalnik mujer. Sus puños estaban
bordados con el gris que representaba a los Sanadores.
La mujer cambió de puesto con uno de los oprichniki para poder sentarse a mi
lado.
Un soldado metió su cabeza por la puerta. —Estamos listos —dijo.
—Bien —contestó Ivan—. Manténganse alerta y sigan moviéndose.
—Sólo pararemos para cambiar caballos. Si nos detenemos antes de eso,
sabrán que algo ha ido mal.
El soldado desapareció, cerrando la puerta a sus espaldas. El conductor no
dudó. Con un grito y el ruido de un látigo, el coche avanzó dando tumbos. Sentí
una fría vuelta de pánico. ¿Qué me estaba ocurriendo? Consideré simplemente
abrir de un golpe la puerta de la carroza y salir corriendo. Pero, ¿a dónde correría?
Estábamos rodeados por hombres armados en el medio de un campo militar. E
incluso si no lo estuviésemos, ¿a dónde podría ir?
—Por favor quítate el abrigo —dijo la mujer a mi lado.
—¿Qué?
—Necesito ver tus heridas.
Consideré negarme, pero, ¿cuál era el punto? Me encogí incómodamente para
quitarme el abrigo y dejé que la Sanadora bajara el cuello de mi camiseta. Los
Corporalki eran la Orden de los Vivos y Muertos. Intenté concentrarme en la parte
de los vivos, pero nunca había sido sanada por un Grisha y cada músculo de mi
cuerpo estaba tenso del miedo.
Sacó algo de un pequeño bolso y un fuerte olor químico llenó la carroza. Me
encogí del dolor mientras limpiaba mis heridas, enterrando las uñas en mis
rodillas. Cuando terminó, sentí una caliente sensación que escocía entre mis
hombros. Me mordí fuertemente el labio. La necesidad de rascarme la espalda era
casi insoportable. Finalmente, ella se detuvo y puso mi camiseta en su lugar.
Flexioné mis hombros cuidadosamente. El dolor se había ido.
—Ahora el brazo —dijo ella.
Casi había olvidado el corte del cuchillo del Darkling, pero mi mano y
muñeca estaban pegajosas con sangre. Limpió la herida y luego sostuvo mi brazo
en la luz.
—Intenta quedarte quieta —dijo—, o quedará una cicatriz.
Hice lo mejor que pude, pero los empujones de la carroza lo hacían difícil. La
Sanadora pasó su mano lentamente sobre la herida. Sentí mi piel latir con calor. Mi
brazo empezó a picar furiosamente y, mientras veía con asombro, mi carne parecía
brillar y moverse mientras los dos lados del corte se juntaban y la piel se sellaba.
La comezón se detuvo y la Sanadora se reclinó en su asiento. Alargué la mano
y toqué mi brazo. Había una cicatriz ligeramente levantada donde había estado el
corte, pero eso era todo.
—Gracias —dije asombrada.
La Sanadora asintió.
—Dale tu kefta — le dijo Ivan.
La mujer frunció el ceño pero sólo dudó por un momento antes de quitarse su
kefta roja y entregármela.
—¿Por qué necesito esto? —pregunté.
—Sólo tómalo —gruñó Ivan.
Tomé la kefta de la Sanadora. Mantuvo su expresión en blanco, pero pude ver
que le dolía separarse de ella.
Antes de poder decidir entre ofrecerle o no mi abrigo manchado de sangre,
Ivan tocó el techo y el vagón empezó a desacelerar. La Sanadora ni siquiera esperó
a que se detuviese para abrir la puerta y balancearse hacia afuera.
Ivan cerró la puerta de un empujón. El oprichnik se colocó de nuevo en el
asiento a mi lado, y comenzamos a avanzar una vez más.
—¿Adónde va? —pregunté.
—De vuelta a Kribirsk —respondió Ivan—. Viajaremos más rápido con
menos peso.
—Tú parece más pesado que ella —murmuré.
—Ponte la kefta —dijo.
—¿Por qué?
—Porque está hecha de tela Materialki. Puede resistir fuego de rifles.
Lo miré. ¿Era eso posible? Había historias de Grisha aguantando disparos
directos y sobreviviendo lo que deberían haber sido heridas mortales. Nunca las
tomé en serio, pero quizá la obra de los Fabricadores era la verdad tras esas
historias campesinas.
—¿Todos ustedes usan esta cosa? —pregunté mientras me ponía la kefta.
—Cuando estamos en el campo —dijo un oprichnik. Casi salté. Era la primera
vez que uno de los guardias hablaba.
—Sólo consigue que no te disparen en la cabeza —agregó Ivan con una
sonrisa condescendiente.
Lo ignoré. La kefta era demasiado larga. Se sentía suave y desconocida, la piel
alineándose cálidamente contra mi piel. Me mordí el labio. No me parecía justo
que los oprichniki y Grisha usaran esta tela mientras que los soldados ordinarios no.
¿Nuestros oficiales también la usaban?
La carroza aceleró. En el tiempo que le había tomado a la Sanadora hacer su
trabajo, el anochecer empezó a descender y habíamos dejado Kribirsk atrás. Me
incliné hacia adelante, esforzándome para ver fuera de la ventana, pero el mundo
exterior era un borrón crepuscular. Sentí lágrimas amenazando de nuevo y
parpadeé para impedirlas. Hacía unas horas, había sido una chica aterrada en
camino a lo desconocido, pero al menos sabía quién y qué era. Con una punzada,
pensé en la Tienda de los Documentos. Los otros topógrafos debían estar haciendo
su trabajo en ese mismo instante. ¿Estarían de luto por Alexei? ¿Estarían hablando
de mí y lo que ocurrió en el Abismo?
Me aferré al arrugado abrigo de la armada que tenía en un bulto sobre mi
regazo. Claramente todo esto tenía que ser un sueño, una clase de alucinación
alocada causada por los terrores del Abismo de las Sombras. No podía estar
realmente usando una kefta de una Grisha, sentada en la carroza del Darkling, la
misma carroza que casi me aplastaba el día de ayer.
Alguien encendió una lámpara dentro de la carroza, y bajo la luz
parpadeante, pude ver mejor el interior sedoso. Los asientos estaban fuertemente
acolchados con terciopelo negro. En las ventanas, el símbolo del Darkling había
sido cortado en el cristal: dos círculos superpuestos, el sol en eclipse.
Al frente de mí, los dos Grisha estaban estudiándome con abierta curiosidad.
Sus keftas rojas eran de la más fina lana, bordada suntuosamente con hilo negro y
forrada de piel negra. El Cardio rubio era larguirucho y tenía un largo, melancólico
rostro. Ivan era más alto, más ancho, con cabello castaño ondulado y piel
bronceada por el sol. Ahora que me molestaba en verlo, tenía que admitir que era
atractivo. Y él también lo sabe. Un gran matón atractivo.
Me moví nerviosamente en mi asiento, incómoda con sus miradas. Miré por
la ventana, pero no había nada que ver, excepto la creciente oscuridad y mi propio
reflejo pálido. Volví a ver a los Grisha e intenté sofocar mi irritación. Todavía
estaban mirándome fijamente. Me recordé que estos hombres podían hacer que mi
corazón explotase en mi pecho, pero después de un tiempo no lo pude soportar.
—No hago trucos, saben —espeté.
Los Grisha intercambiaron una mirada.
—Ese fue un muy buen truco allá en la tienda —dijo Ivan.
Puse los ojos en blanco. —Bueno, si planeo hacer algo emocionante, les
prometo dar una justa advertencia así que... vayan a tomar una siesta o lo que sea.
Ivan lucía ofendido. Sentí una punzada de miedo, pero el Corporalnik rubio
soltó una carcajada.
—Soy Fedyor —dijo él—. Y este es Ivan.
—Lo sé —contesté. Luego, imaginando la mirada desaprobatoria de Ana
Kuya, agregué—: Muy encantada de conocerlos.
Intercambiaron una mirada divertida. Los ignoré y me retorcí en mi asiento,
intentado ponerme cómoda. No era fácil con dos soldados fuertemente armados
que ocupaban la mayoría del espacio.
La carroza dio con un bache y se sacudió hacia adelante.
—¿Es seguro? —pregunté—. ¿Estar viajando de noche?
—No —dijo Fedyor—. Pero sería considerablemente más peligroso detenerse.
—¿Ya que ahora hay personas tras de mí? —dije sarcásticamente.
—Si no las hay ahora, entonces pronto las habrán.
Resoplé. Fedyor arqueó una ceja y dijo:
—Por cientos de años, el Abismo de las Sombras ha estado haciendo el
trabajo de nuestros enemigos, cerrando nuestros puertos, ahogándonos,
haciéndonos débiles. Si realmente eres una Invocadora del Sol, entonces tu poder
podría ser la clave para abrir el Abismo, o quizá incluso destruirlo. Los Fjerdanos y
Shu Han no se limitarán a quedarse parados y dejar que eso ocurra.
Lo miré boquiabierta. ¿Qué esperaban estas personas de mí? ¿Y qué me
harían cuando se diesen cuenta de que no podía cumplirles? —Esto es ridículo —
murmuré.
Fedyor me miró de arriba abajo y luego sonrió ligeramente. —Quizá —dijo.
Fruncí el ceño. Estaba concordando conmigo, pero aún me sentía insultada.
—¿Cómo lo escondiste? —preguntó Ivan abruptamente.
—¿Qué cosa?
—Tu poder —dijo Ivan impacientemente—. ¿Cómo lo escondiste?
—No lo escondí. No sabía que estaba ahí.
—Eso es imposible.
—Y aún así, aquí estamos —dije amargamente.
—¿No fuiste examinada?
Un tenue recuerdo pasó por mi mente: tres figuras encapuchadas en la sala
de estar de Keramzin, una mujer de ceja altiva.
—Claro que fui examinada.
—¿Cuándo?
—Cuando tenía ocho.
—Eso es muy tarde —comentó Ivan—. ¿Por qué tus padres no te examinaron
antes?
Porque estaban muertos, pensé pero no dije. Y nadie les prestaba mucha atención a
los huérfanos del Duque Keramsov. Me encogí de hombros.
—No tiene ningún sentido —gruñó Ivan.
—¡Eso es lo que he estado tratando de decirles! —Me incliné hacia adelante,
mirando con desesperación de Ivan a Fedyor—. No soy lo que creen que soy. No
soy Grisha. Lo que pasó en el Abismo... no sé qué pasó, pero no lo hice yo.
—¿Y lo que pasó en la tienda Grisha? —preguntó Fedyor tranquilamente.
—No puedo explicar eso. Pero no fue obra mía. El Darkling hizo algo cuando
me tocó.
Ivan se rió. —Él no hizo nada. Es un amplificador.
—¿Un qué?
Fedyor e Ivan intercambiaron otra mirada.
—Olvídenlo —espeté—. No me importa.
Ivan metió la mano dentro del cuello de su camiseta y quitó algo de una
delgada cadena plateada. La extendió para que yo lo examinara.
La curiosidad me ganó, y me incliné hacia adelante para tener una mejor
vista. Lucía como un grupo de garras negras afiladas.
—¿Qué son esos?
—Mi amplificador —dijo Ivan con orgullo—. Las garras son de la uña de un
oso Sherborn. Lo maté yo mismo cuando dejé la escuela y me uní al servicio del
Darkling. —Se reclinó en su asiento y metió la cadena en su cuello.
—Un amplificador incrementa el poder de un Grisha —dijo Fedyor—. Pero la
persona debe de tener un poder para empezar.
—¿Todos los Grisha los tienen? —pregunté.
Fedyor se quedó tieso. —No —dijo—. Los amplificadores son raros y difíciles
de obtener.
—Sólo los Grisha preferidos del Darkling los tienen —dijo Ivan
engreídamente. Lamenté haber preguntado.
—El Darkling es un amplificador viviente —dijo Fedyor—. Eso es lo que
sentiste.
—¿Como las garras? ¿Ese es su poder?
—Uno de sus poderes —me corrigió Ivan.
Apreté la kefta a mi alrededor, sintiéndome repentinamente fría. Recordé la
confianza que me había inundado al simple toque del Darkling, y esa
extrañamente familiar sensación de una llamada resonando a través de mí, una
llamada que exigía respuesta. Había sido aterrador, pero estimulador también. En
ese momento, todas mis dudas y miedos habían sido remplazados por una especie
de seguridad absoluta. Yo no era nadie, una refugiada de una aldea sin nombre,
una desgarbada, torpe chica yendo sola a toda velocidad a través de la creciente
oscuridad. Pero cuando el Darkling cerró sus dedos alrededor de mi muñeca, me
sentí diferente, como algo más. Cerré mis ojos e intenté concentrarme, intenté
recordar ese sentimiento de seguridad, traer ese seguro y perfecto poder a la
brillante vida. Pero nada pasó.
Suspiré y abrí los ojos. Ivan lucía muy divertido. La necesidad de patearlo era
casi irresistible.
—Van a recibir una gran decepción —murmuré.
—Por tu bien, espero que estés equivocada —dijo Ivan.
—Por el bien de todos —dijo Fedyor.
Perdí la noción del tiempo. Noche y día pasaban a través de las ventanas de
la carroza. Pasaba la mayor parte de mi tiempo observando el paisaje, buscando
algún punto de referencia que me dieran alguna sensación de familiaridad. Había
esperado que tomáramos las carreteras secundarias, pero nos mantuvimos en la
Vy, y Fedyor me explicó que el Darkling había optado por rapidez en vez de sigilo.
Él esperaba llevarme segura tras los muros dobles de Os Alta antes de que el
rumor de mi poder se propagase a los espías y asesinos de los enemigos que
operaban dentro de los límites de Ravka.
Mantuvimos un ritmo brutal. Ocasionalmente, nos deteníamos para cambiar
caballos y tenía permitido estirar mis pierdas. Pero cuando podía dormir, mis
sueños estaban plagados de monstruos.
Una vez, me desperté de un sobresalto, con el corazón desbocado, para
encontrar a Fedyor mirándome. Ivan estaba dormido a su lado, roncando
fuertemente.
—¿Quién es Mal? —preguntó él.
Noté que debía haber estado hablando mientras dormía. Avergonzada, les
dediqué una mirada a los guardias oprichniki que me escoltaban. Uno miraba sin
inmutarse hacia adelante. El otro estaba dormitando. Afuera, el sol de la tarde
brillaba a través de una arboleda de abedules mientras pasábamos rugiendo.
—Nadie —dije—. Un amigo.
—¿El rastreador?
Asentí con la cabeza. —Estaba conmigo en el Abismo de las Sombras. Salvó
mi vida.
—Y tú salvaste la suya.
Abrí mi boca para discutir, pero me detuve. ¿Había salvado la vida de Mal?
El pensamiento me sorprendió.
—Es un gran honor —dijo Fedyor—. Salvar una vida. Tú salvaste muchas.
—No las suficientes —murmuré, pensando en la aterrada mirada en el rostro
de Alexei mientras era jalado hacia la oscuridad. Si tenía este poder, ¿por qué no
pude salvarlo? ¿O a alguno de los otros que habían perecido en el Abismo? Miré a
Fedyor—. Si realmente crees que salvar una vida es un honor, ¿por qué no te
convertiste en un Sanador en vez de un Cardio?
Fedyor consideró el paisaje cambiante. —De todos los Grisha, los Corporalki
tienen el camino más difícil. Requerimos el mayor entrenamiento y el mayor
estudio. Al final de todo, sentí que podía salvar más vidas como un Cardio.
—¿Como un asesino? —pregunté sorprendida.
—Como un soldado —me corrigió Fedyor. Se encogió de hombros—. ¿Matar
o curar? —dijo con una sonrisa triste—. Todos tenemos nuestros dones. —
Abruptamente, la expresión en su rostro cambió. Se sentó derecho y pinchó a Ivan
en un costado—. ¡Despierta!
La carroza se había detenido. Miré a mi alrededor con confusión. —
¿Estamos...? —empecé a decir, pero el guardia a mi lado me cubrió la boca con una
mano y puso en dedo sobre sus labios.
La puerta del vagón se abrió de golpe y un soldado inclinó su cabeza hacia
adentro.
—Hay un árbol caído a mitad de camino —dijo—. Pero podría ser una
trampa. Estén alerta y...
Nunca terminó esa oración. Un disparo voló y él cayó hacia adelante, una
bala en su espalda. Repentinamente, el aire se llenó de gritos de pánico y el sonido
de los disparos del rifle como castañeo de dientes mientras una lluvia de balas
golpeaba la carroza.
—¡Agáchense! —gritó el guardia a mi lado, escudando mi cuerpo con el suyo
mientras Ivan pateaba al soldado muerto del camino y cerraba la puerta.
—Fjerdanos —dijo el guardia, viendo hacia afuera.
Ivan se dirigió a Fedyor y al guardia a mi lado. —Fedyor, ve con él. Tú toma
ese lado. Nosotros tomaremos el otro. A toda costa, defenderemos la carroza.
Fedyor sacó un largo cuchillo de su cinturón y me lo entregó. —Mantente
cerca del suelo y quédate callada.
Los Grisha esperaron con los guardias, de cuclillas bajo las ventanas, luego, a
la señal de Ivan, saltaron de ambos lados del vagón, cerrando las puertas detrás de
ellos. Me acurruqué en el piso, agarrando el pesado mango de cuchillo, con las
rodillas junto a mi pecho y la espalda presionada contra la base del asiento. Afuera,
podía oír los sonidos de una lucha, metal contra metal, gruñidos y gritos, caballos
relinchando. La carroza se sacudió cuando un cuerpo se estrelló contra el cristal de
la ventana. Observé con horror que era uno de mis guardias. Su cuerpo dejó un
rastro rojo contra el cristal mientas se deslizaba fuera de vista.
La puerta de la carroza se abrió completamente y un hombre con un rostro
alocado y una barba amarilla apareció. Me revolví hacia el otro lado del vagón,
sosteniendo el cuchillo frente a mí. Les gritó algo a sus compatriotas en su extraña
lengua Fjerdana y fue a por mi pierna. Mientras lo pateaba, la puerta a mis
espaldas se abrió y casi me tropecé con otro hombre barbudo. Me agarró por las
axilas, jalándome toscamente del vagón mientras yo gritada y hacía cortes al aire
con el cuchillo.
Debí haber hecho contacto, porque maldijo y perdió su agarre. Luché por
ponerme en pie y corrí. Estábamos en una cañada arbolada donde la Vy se
estrechaba para pasar entre dos colinas inclinadas. En todo mi alrededor, soldados
y Grisha luchaban con hombres barbudos. Árboles estallaban en llamas, atrapados
en la línea de fuego Grisha. Vi a Fedyor extender la mano y el hombre ante él se
desplomó al suelo, aferrándose a su pecho, sangrando un poco por la boca.
Corrí sin dirección, subiendo a la colina más cercana, mis pies deslizándose
en las hojas caídas que cubrían el suelo del bosque, mi respiración viniendo en
jadeos. Ya había subido medio camino cuando fui derrumbada desde atrás. Caí
hacia adelante, el cuchillo volando de mis manos mientras alzaba las manos para
amortiguar mi caída.
Me retorcí y pateé mientras el hombre de barba amarilla tomaba mis piernas.
Miré desesperada a la cañada, pero los soldados y Grisha ante mí estaban peleando
por sus vidas, claramente superados en número e incapaces de venir a mi ayuda.
Luché y me agité, pero el Fjerdano era demasiado fuerte. Escaló sobre mí, usando
sus rodillas para asegurar mis brazos a cada lado de mi cuerpo, y tomó su cuchillo.
—Te degollaré aquí mismo, bruja —gruñó en un fuerte acento Fjerdano.
En ese momento, escuché el martilleo de cascos y mi atacante giró la cabeza
para mirar el camino.
Un grupo de jinetes rugieron a la cañada, sus kefta ondeando rojo y azul, sus
manos expulsando fuego y trueno. El jinete líder estaba vestido de negro.
El Darkling se deslizó de su montura y extendió sus manos, luego las unió
con un estruendo resonante. Hilos de oscuridad se dispararon de sus manos
aferradas, serpenteando por la cañada, encontrado a los asesinos Fjerdanos, luego
deslizándose por sus cuerpos para enroscar sus rostros en la hirviente sombra.
Gritaron. Algunos soltaron sus espadas; otros las ondearon ciegamente.
Observé con una mezcla de asombro y horror mientras los luchadores de
Ravka aprovechaban la ventaja, cortando a los ciegos e indefensos hombres con
facilidad.
El hombre barbudo sobre mí murmuró algo que no entendí. Tal vez una
oración. Estaba mirando, paralizado, al Darkling; su terror era casi palpable.
Aproveché la oportunidad.
—¡Estoy aquí! —llamé desde la ladera.
La cabeza del Darkling giró. Subió sus manos.
—¡Nej! —gritó el Fjerdano, y sostuvo su cuchillo en alto—. ¡No necesito ver
para atravesar con mi cuchillo su corazón!
Aguanté la respiración. El silenció cayó en la cañada, sólo interrumpido por
los quejidos de los hombres moribundos. El Darkling bajó sus manos.
—Debes darte cuenta de que estás rodeado —dijo con calma, su voz
resonando a través de los árboles.
La mirada del asesino iba de derecha a izquierda, luego arriba hacia la cima
de la colina donde los soldados de Ravka estaban emergiendo, rifles listos.
Mientras el Fjerdano analizaba su entorno frenéticamente, el Darkling dio unos
pocos pasos hacia la ladera.
—¡No se acerque! —chilló el hombre.
El Darkling se detuvo. —Dámela —dijo él—, y te dejaré ir corriendo de vuelta
hacia tu rey.
El asesino soltó una risita alocada. —Oh no, oh no. No lo creo —dijo, negando
con la cabeza, su cuchillo sujeto sobre mi corazón acelerado, su cruel filo brillando
bajo la luz del sol—. El Darkling no perdona vidas. —Bajó la vista hacia mí. Sus
pestañas eran rubio claro, casi invisibles—. Él no te tendrá —canturreó
suavemente—. Él no tendrá a la bruja. No tendrá éste poder también. —Levantó
aún más el cuchillo y gritó—: ¡Skirden Fjerda!
Hundió el cuchillo formando un arco brillante. Giré mi cabeza, cerrando los
ojos del terror, y mientras lo hacía, logré obtener un vistazo del Darkling, bajando
el brazo y cortando el aire frente a él. Escuché otro crujido como trueno y luego...
nada.
Lentamente, abrí mis ojos y miré el horror frente a mí. Abrí mi boca para
gritar, pero no salió ningún sonido. El hombre sobre mí había sido cortado en dos.
Su cabeza, su hombro derecho y su brazo yacían en el suelo del bosque, su mano
blanca aún aferrando el cuchillo. El resto de él se balanceaba sobre mí y una oscura
voluta de humo, proveniente de la herida que recorría el largo de su torso cortado,
se disolvía en el aire. Luego, lo que quedaba de él cayó hacia adelante.
Encontré mi voz y grité. Gateé hacia atrás, huyendo del cuerpo mutilado,
incapaz de ponerme de pie, incapaz de apartar la vista de la horrible visión, mi
cuerpo temblando incontrolablemente.
El Darkling corrió hacia la colina y se arrodilló a mi lado, bloqueando mi
vista del cadáver. —Mírame —ordenó.
Intenté concentrarme en su rostro, pero todo lo que podía ver era el cuerpo
mutilado, la sangre formando un charco sobre las hojas. —¿Qué… qué le hiciste?
—pregunté con voz temblorosa.
—Lo que tenía que hacer. ¿Puedes pararte?
Asentí temblando. Tomó mis manos y me ayudó a ponerme de pie. Cuando
mi vista se dirigió de nuevo hacia el cadáver, tomó mi barbilla y atrajo mi mirada a
la suya. —A mí —ordenó.
Asentí y traté de mantener mi mirada dirigida al Darkling mientras me
guiaba bajo la colina y le gritaba órdenes a sus hombres.
—Despejen el camino. Necesito veinte jinetes.
—¿Y la chica? —preguntó Ivan.
—Monta conmigo —dijo el Darkling.
Me dejó con su caballo mientras iba a conferenciar con Ivan y sus capitanes.
Sentí alivio al ver a Fedyor con ellos, agarrándose el brazo, pero a excepción de
eso, luciendo ileso. Le di palmadas al costado sudoroso del caballo y respiré el
limpio olor del cuero de la silla de montar, intentado disminuir mi ritmo cardíaco e
ignorar lo que sabía que yacía en la ladera.
Unos minutos después, vi a los soldados y Grisha montar sus caballos. Varios
hombres habían terminado de despejar el árbol del camino, y otros estaban
montando la muy estropeada carroza.
—Un señuelo —dijo el Darkling, colocándose a mi lado—. Tomaremos los
senderos sureños. Es lo que debimos haber hecho desde el principio.
—Así que sí cometes errores —dije sin pensar.
Se detuvo en el acto de ponerse sus guantes, y presioné mis labios
nerviosamente. —No quise decir...
—Claro que cometo errores —dijo. Su boca curvándose en una media
sonrisa—. Sólo que no a menudo.
Levantó su capucha y me ofreció su mano para ayudarme a subir al caballo.
Por un segundo, dudé. Estaba parado frente a mí, un jinete oscuro, encapuchado
de negro, facciones ensombrecidas. La imagen del hombre mutilado apareció en mi
mente, y mi estómago dio un giro.
Como si leyese mi mente, repitió:
—Hice lo que tenía que hacer, Alina.
Lo sabía. Había salvado mi vida. ¿Y qué otra opción tenía? Puse mi mano en
la suya y dejé que el Darkling me ayudara a subir a la silla de montar. Se deslizo
detrás de mí y pateó al caballo para hacerlo trotar.
Mientras dejábamos la cañada, sentí la realidad de lo que había ocurrido
hundiéndose en mí.
—Estás temblando —dijo él.
—No estoy acostumbrada a que las personas intenten matarme.
—¿En serio? Yo casi ni lo noto ya.
Me volteé para verlo. El rastro de una sonrisa aún seguía ahí, pero no estaba
completamente segura de que estuviese bromeando. Volví a girar y dije:
—Y acabo de ver a un hombre ser rebanado por la mitad. —Mantuve un tono
de voz ligero, pero no pude ocultar el hecho de que todavía estaba temblando.
El Darkling cambió sus riendas a una sola mano y se quitó uno de sus
guantes. Me puse rígida mientras sentía que deslizaba su palma desnuda bajo mi
cabello y la descansaba en mi nuca. Mi sorpresa dio cabida a la calma mientras ese
mismo sentimiento de poder y seguridad fluía a través de mi cuerpo. Con una
mano tomando mi cabeza, pateó al caballo a medio galope. Cerré mis ojos e intenté
no pensar, y pronto, a pesar del movimiento del caballo, a pesar de los horrores del
día, caí en un sueño intranquilo.
Traducido por Mussol
os días siguientes sucedieron en una mezcla difusa de incomodidad y
extenuación. Permanecimos lejos de la Vy y tomamos rutas laterales y
retorcidos caminos de caza, moviéndonos con tanta rapidez como el
accidentado y, en ocasiones, traicionero terreno nos lo permitía. Perdí el sentido de
dónde estábamos o cuán lejos habíamos llegado.
Tras el primer día, el Darkling y yo habíamos cabalgado por separado, pero
me di cuenta de que siempre estaba pendiente de dónde se encontraba en la
columna de jinetes. Él no me dirigía la palabra y, a medida que pasaban las horas y
los días, empezó a preocuparme que lo hubiese ofendido de alguna manera.
(Aunque, teniendo en cuenta lo poco que habíamos hablado, no estaba segura de
cómo podía haberlo conseguido.) En ocasiones, lo pillaba mirándome, sus ojos
fríos e indescifrables.
Nunca había sido particularmente buena montando a caballo, y el ritmo que
había marcado el Darkling estaba haciendo sus estragos. Daba igual de qué
manera me colocase sobre la silla de montar, alguna parte de mi cuerpo siempre
me dolía. Clavé con desgana la vista sobre las inquietas orejas de mi caballo e
intenté no pensar en mis piernas escocidas o en la punzada de dolor en la parte
baja de mi espalda. En la quinta noche, cuando nos detuvimos para montar un
campamento en una granja abandonada, quería saltar del caballo de pura alegría.
Pero estaba tan agarrotada que me conformé con deslizarme torpemente hasta el
suelo. Le di las gracias al soldado que atendió a mi montura y lentamente bajé
como un pato un pequeño montículo, hacia donde escuchaba el leve gorgoteo de
un arroyo.
Me arrodillé en la orilla, con las piernas temblorosas, y me lavé la cara y las
manos con el agua fría. El aire había cambiado durante el último par de días, y los
brillantes cielos azules del otoño estaban dando paso a un gris deprimente. Los
soldados parecían creer que llegaríamos a Os Alta antes de que el mal tiempo se
nos echase encima. Y luego, ¿qué? ¿Qué pasaría conmigo cuando llegásemos al
Pequeño Palacio? ¿Qué sucedería cuando no pudiera hacer lo que ellos querían
que hiciese? No era inteligente decepcionar a reyes. O a Darklings. Dudaba que me
enviasen de vuelta al regimiento con tan sólo unas palmaditas en la espalda. Me
pregunté si Mal aún estaría en Kribirsk. Si sus heridas ya habían sanado, era
posible que lo hubiesen enviado de regreso más allá del Abismo o a alguna otra
asignación. Pensé en su cara desapareciendo entre la multitud dentro de la tienda
Grisha. Ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirme.
En la creciente oscuridad, estiré los brazos y la espalda y traté de sacudirme
la sensación de tristeza que había caído sobre mí. Tal vez haya sido mejor así, me dije
a mí misma. En cualquier caso, ¿cómo podría haberme despedido de Mal? Gracias
por ser mi mejor amigo y hacer mi vida soportable. Oh, y lamento haberme enamorado de ti
durante un tiempo. ¡Escríbeme!
—¿De qué te estás riendo?
Me di la vuelta, intentando ver en la oscuridad. La voz del Darkling parecía
flotar entre las sombras. Descendió hasta el arroyo, acuclillándose en la orilla para
echarse agua sobre su cara y su oscuro cabello.
—¿Y bien? —preguntó, mirándome.
—De mí misma —admití.
—¿Tan graciosa eres?
—Para morirse de risa.
El Darkling me contempló durante el tiempo que quedaba del ocaso. Tuve la
inquietante sensación de que me estaba estudiando. Dejando de lado un poco de
polvo sobre su kefta, nuestro viaje parecía haberle afectado bien poco. Sentí un
hormigueo sobre la piel a causa de la vergüenza, mientras tomaba plena
consciencia de mi kefta, rasgada y demasiado larga, mi cabello sucio y el moratón
que el asesino Fjerdan me había dejado en la mejilla. ¿Me estaba mirando y
arrepintiéndose de su decisión de haberme llevado hasta allí? ¿Pensaba que había
cometido otro de sus infrecuentes errores?
—No soy una Grisha —solté abruptamente.
—Las evidencias sugieren lo contrario —dijo despreocupadamente—. ¿Qué te
hace estar tan segura?
—¡Mírame!
—Lo estoy haciendo.
—¿Te parece que tengo el aspecto de una Grisha? —Los Grisha eran
hermosos. No tenían manchas en la piel, ni pelo marrón opaco, ni brazos flacuchos.
Sacudió la cabeza y se incorporó.
—No lo entiendes en absoluto —dijo, y empezó a ascender la cuesta.
—¿Y me lo vas a explicar?
—No, ahora mismo no.
Estaba tan furiosa que quise atizarle un tortazo en la parte trasera de la
cabeza. Y si no lo hubiese visto partir a un hombre por la mitad, probablemente lo
habría hecho. Me conformé con clavarle furiosamente los ojos en el espacio que se
encontraba entre sus omóplatos, mientras lo seguía por la colina.
En el interior del granero de la destartalada granja, los hombres del Darkling
habían despejado un espacio sobre el suelo arcilloso y encendido una hoguera.
Uno de ellos había atrapado y matado a un urogallo y estaba asándolo sobre las
llamas. Era una comida pobre, teniendo en cuenta que debía repartirse entre todos
nosotros, pero el Darkling no quería dispersar a sus hombres enviándolos a cazar
al interior de los bosques.
Me senté cerca del fuego y comí mi pequeña ración en silencio. Cuando
terminé, dudé durante un breve momento antes de limpiarme los dedos sobre mi,
ya sucísima, kefta. Probablemente era la cosa más bonita que había vestido jamás, o
que jamás vestiría, y ver la tela manchada y desgarrada me hacía sentir
especialmente deprimida.
A la luz del fuego, observé a los oprichniki, que se sentaban junto a los Grisha.
Algunos ya se habían alejado del fuego para acostarse. A otros se les había
asignado la primera guardia. El resto permanecía sentado hablando, mientras las
llamas se alzaban y decrecían, y pasándose de uno a otro una botella. El Darkling
se sentaba con ellos. Me había fijado en que sólo había tomado la parte que le
correspondía del urogallo. Y ahora se sentaba junto a sus soldados, sobre el frío
suelo, un hombre cuyo poder sólo se veía superado por el del propio rey.
Debió sentir mi mirada porque se volvió y me miró, sus ojos de granito
brillando a la luz del fuego. Me ruboricé. Para mi consternación, él se levantó y
vino a sentarse a mi lado, ofreciéndome la botella. Dudé un instante y luego le di
un sorbo, haciendo muecas a causa del sabor. Nunca me había gustado el kvas,
aunque los profesores en Keramzin lo bebían como si fuera agua. Mal y yo
habíamos robado una botella en una ocasión. La paliza que nos dieron cuando nos
atraparon no había sido nada en comparación con lo miserablemente enfermos que
ambos nos habíamos puesto.
Aún así, ardió al descender, y el calor fue bienvenido. Tomé otro trago y le
devolví la botella.
—Gracias —dije, tosiendo un poco.
Él bebió contemplando el fuego, y entonces dijo:
—De acuerdo. Pregúntame.
Lo miré, parpadeando sorprendida. No estaba segura de por dónde empezar.
Mi mente cansada estaba llena de preguntas, que iban y venían en un estado que
se encontraba entre el pánico, la extenuación y la incredulidad, desde que
habíamos salido de Kribirsk. No estaba segura de tener la energía necesaria como
para darle forma a un pensamiento, así que, cuando abrí la boca, la pregunta que
surgió de ella me sorprendió.
—¿Qué edad tienes?
Él me miró, desconcertado.
—No lo sé con exactitud.
—¿Cómo puedes no saberlo?
El Darkling se encogió de hombros. —¿Exactamente qué edad tienes tú?
Le lancé una mirada amarga. Ignoraba cuál era la fecha de mi nacimiento. A
todos los huérfanos de Keramzin se les daba el día del cumpleaños del duque, en
honor a nuestro benefactor. —Bien, entonces, ¿aproximadamente qué edad tienes?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque he oído historias sobre ti desde que era una niña, pero no aparentas
ser mucho mayor que yo —dije honestamente.
—¿Qué clase de historias?
—Las típicas —dije algo molesta—. Si no me quieres responder, simplemente
dilo.
—No te quiero responder.
—Oh.
Entonces suspiró y dijo:
—Ciento veinte. Más o menos.
—¿Qué? —chillé. Los soldados que se sentaban enfrente me miraron—. Eso
es imposible —dije, en voz más baja.
Miró hacia las llamas.
—Cuando un fuego arde, consume la madera. La devora, dejando sólo
cenizas. El poder de los Grisha no funciona de esa manera.
—¿Cómo funciona?
—Usar nuestro poder nos fortalece. Nos alimenta en lugar de consumirnos.
La mayoría de los Grisha tienen vidas longevas.
—Pero no de ciento veinte años.
—No —admitió—. La longitud de la vida de un Grisha es proporcional a su
poder. A más poder, más larga es su vida. Y cuando ese poder se amplifica... —Su
voz fue desvaneciéndose, mientras se encogía de hombros.
—Y tú eres un amplificador humano. Como el oso de Ivan.
Se insinuó una sonrisa en la comisura de sus labios.
—Como el oso de Ivan.
Un pensamiento desagradable se me pasó por la cabeza.
—Pero eso significa...
—Que mis huesos, o unos pocos dientes, harían muy poderoso a otro Grisha.
—Bien, eso es absolutamente espeluznante. ¿No te preocupa ni un poco?
—No —dijo simplemente—. Ahora responde tú a mi pregunta. ¿Qué clase de
historias te han contado sobre mí?
Cambié de posición, algo incómoda.
—Bueno... nuestros profesores nos contaron que hiciste que el Segundo
Ejército se fortaleciese reuniendo a los Grisha de fuera de Ravka.
—No tuve que reunirlos. Vinieron a mí. En otros países no tratan a los Grisha
tan bien como en Ravka —dijo con seriedad—. Los Fjerdanos nos queman como a
brujas y los Kerch nos venden como a esclavos. Los Shu Han nos descuartizan
tratando de averiguar la fuente de nuestro poder. ¿Qué más?
—Nos dijeron que eres el Darkling más fuerte en generaciones.
—No te he pedido que me hagas cumplidos.
Toqueteé un hilo suelto del puño de mi kefta. Él me observó, esperando.
—Bueno —dije—, había un sirviente viejo que trabajaba en la finca...
—Continúa —dijo—. Cuéntame.
—Él... él dijo que los Darklings nacían sin alma. Que sólo algo
verdaderamente malvado podía haber creado el Abismo de las Sombras. —Eché
un vistazo a su frío rostro y añadí apresuradamente—: Pero Ana Kuya le hizo
hacer las maletas y nos dijo que sólo eran supersticiones de campesinos.
El Darkling suspiró.
—Dudo que ese siervo sea el único que cree eso.
No dije nada. No todo el mundo pensaba como Eva o como el viejo siervo,
pero yo había estado suficiente tiempo en el Primer Ejército como para saber que
los soldados más comunes no confiaban en los Grisha y no sentían ninguna lealtad
hacia el Darkling.
Tras un momento, el Darkling dijo:
—El padre de mi tatarabuelo fue el Hereje Oscuro, el Darkling que creó el
Abismo de las Sombras. Fue un error, un experimento nacido de su ambición, tal
vez de su maldad. No lo sé. Pero cada Darkling desde entonces ha intentado
deshacer el daño que él le infligió a nuestro país, y yo no soy diferente. —Se volvió
hacia mí, su expresión seria, la luz del fuego jugando sobre las perfectas superficies
de sus rasgos—. He dedicado toda mi vida a buscar el modo de arreglar las cosas.
Tú eres el primer rayo de esperanza que he tenido en mucho, mucho tiempo.
—¿Yo?
—El mundo está cambiando, Alina. Mosquetes y rifles son sólo el principio.
He visto las armas que están creando en Kerch y en Fjerda. La era del poder de los
Grisha está llegando a su fin.
Era un pensamiento aterrador.
—Pero... pero, ¿qué hay del Primer Ejército? Tienen rifles. Tienen armas.
—¿De dónde crees que vienen sus rifles? ¿Su munición? Cada vez que
atravesamos el Abismo, perdemos vidas. Una Ravka dividida no sobrevivirá a la
nueva era. Necesitamos nuestros puertos. Necesitamos nuestras costas. Y sólo tú
puedes devolvérnoslos.
—¿Cómo? —imploré—. ¿Cómo se supone que vaya a hacerlo?
—Ayudándome a destruir el Abismo de las Sombras.
Negué con la cabeza.
—Estás loco. Todo esto es una locura.
Levanté la mirada, a través de los tablones rotos del techo del granero, hacia
el cielo nocturno. Estaba repleto de estrellas, pero yo sólo podía ver la interminable
extensión de oscuridad que se hallaba entre ellas. Me imaginé de pie frente al
silencio mortal del Abismo de las Sombras, ciega, aterrada, sin nada que me
protegiera salvo mi supuesto poder. Pensé en el Hereje Oscuro. Él había creado el
Abismo, un Darkling, justo como el que se sentaba a mi lado observándome
fijamente a la luz de la hoguera.
—¿Y qué hay de esa cosa que hiciste? —pregunté, antes de que pudiese
perder el valor—. ¿Al Fjerdano?
Volvió a mirar hacia el fuego.
—Se le llama el Corte. Se necesita un gran poder y una enorme concentración;
es algo que muy pocos Grisha pueden hacer.
Froté mis brazos, intentando mantener a raya el frío que se había apoderado
de mí.
Él me echó un vistazo y luego volvió a clavar sus ojos en el fuego.
—¿Te hubiera parecido mejor que lo matara con una espada?
¿Era así? Había visto incontables horrores en los últimos días. Pero incluso
tras las pesadillas del Abismo, la imagen que permanecía conmigo, aquella que me
perseguía en mis sueños y me daba caza al despertar, era la del cuerpo partido por
la mitad del hombre barbudo, balanceándose con la luz del sol a su espalda, justo
antes de caer sobre mí.
—No lo sé —dije en voz baja.
Vislumbré durante un instante algo atravesando su cara, algo que parecía
como ira o tal vez incluso dolor. Y sin otra palabra, se levantó y se alejó de mí.
Lo vi desaparecer en la oscuridad y me sentí súbitamente culpable. No seas
estúpida, me reprendí. Él es el Darkling. El segundo hombre más poderoso de Ravka.
¡Tiene ciento veinte años! No has herido sus sentimientos. Pero pensé en la mirada que
por un instante vislumbré en sus rasgos, la vergüenza en su voz cuando había
hablado del Hereje Oscuro, y no podía quitarme de encima la sensación de que
había fallado algún tipo de prueba.
Dos días después, justo después del amanecer, atravesamos una enorme
puerta y los famosos muros dobles de Os Alta.
Mal y yo habíamos recibido nuestro entrenamiento no muy lejos de allí, en la
fortificación militar de Poliznaya, pero nunca habíamos estado dentro de la ciudad.
Os Alta estaba reservada para los muy ricos, para los hogares de los militares y del
gobierno oficial, sus familias, sus amantes, y todos los negocios que los proveían.
Sentí una punzada de decepción mientras pasábamos tiendas con los postigos
cerrados, un amplio mercado donde unos pocos vendedores ya estaban montando
sus paradas, e hileras abarrotadas de casas estrechas. A Os Alta se la llamaba la
ciudad de ensueño. Era la capital de Ravka, el hogar de los Grisha y del Gran
Palacio del Rey. Pero, en el mejor de los casos, parecía una versión más grande y
más sucia del pueblo mercantil en Keramzin.
Todo eso cambió cuando llegamos al puente. Cruzaba un ancho canal, y bajo
él, pequeñas embarcaciones flotaban sobre el agua. Y al otro lado, alzándose entre
la niebla, blanca y reluciente, yacía la otra Os Alta. Cuando cruzamos el puente, vi
que podía elevarse hasta convertir el canal en un gigantesco foso que separaba la
ciudad de ensueño frente a nosotros, del caos cotidiano de la ciudad mercantil que
yacía a nuestras espaldas.
Cuando llegamos al otro lado del canal, fue como si hubiésemos entrado en
otro mundo. Dondequiera que mirase veía fuentes y plazas, parques con verde
vegetación y anchos paseos bordeados con perfectas hileras de árboles. Aquí y allá
vi luces encendidas en las plantas bajas de las grandes casas, donde las cocinas de
fuego estaban siendo encendidas y se iniciaba la jornada de trabajo.
Las calles empezaron a inclinarse hacia arriba, y cuanto más ascendíamos,
más grandes e imponentes eran las casas, hasta que finalmente llegamos hasta otro
muro y otro conjunto de puertas, éstas estaban forjadas en resplandeciente oro y
decoradas con el águila doble del rey. A lo largo del muro pude ver hombres
apostados, fuertemente armados, un funesto recordatorio de que, a pesar de su
belleza, Os Alta era la capital de un país que hacía mucho que estaba en guerra.
Las verjas se abrieron.
Cabalgamos ascendiendo por un camino pavimentado con gravilla brillante y
delimitado por hileras de elegantes árboles. A izquierda y derecha, extendiéndose
en la distancia, vi jardines cuidados, intensamente verdes y cubiertos por la niebla
de las primeras horas de la mañana. Y dominándolo todo, por encima de una
sucesión de terrazas de mármol y fuentes doradas, se alzaba el Gran Palacio, la
residencia de invierno del rey de Ravka.
Cuando por fin llegamos hasta la descomunal fuente del águila doble que se
encontraba en su base, el Darkling guió su caballo hasta mi lado.
—¿Qué te parece? —preguntó.
Le lancé una rápida mirada, y luego volví mi vista hacia la recargada fachada.
Era el edificio más grande que había visto en mi vida, sus terrazas estaban
abarrotadas de estatuas, sus tres pisos resplandeciendo con una hilera tras otra de
brillantes ventanas, cada una ampliamente adornada con lo que sospechaba era
oro de verdad.
—Es... ¿imponente? —dije con cautela.
Me miró, una pequeña sonrisa jugando en sus labios.
—Yo creo que es el edificio más feo que ha visto en mi vida —dijo, y espoleó
suavemente a su caballo para que siguiera adelante.
Seguimos un camino que giraba por detrás del palacio y se adentraba en los
terrenos, atravesando un laberinto de setos, un podado campo de césped en cuyo
centro se alzaba un templo con columnas, y un vasto invernadero, con las ventanas
enteladas por la condensación. Entonces nos adentramos en una espesa arboleda,
lo suficientemente extensa como para que pareciese un pequeño bosque, y
pasamos a través de un largo y oscuro pasillo donde las ramas formaban un tupido
y entramado techo sobre nosotros.
Se me erizó el vello de los brazos. Tuve la misma sensación que había tenido
al atravesar el canal, esa sensación de atravesar el velo entre dos mundos.
Cuando emergimos del túnel hacia la débil luz del sol, miré hacia abajo, y
más allá de una suave pendiente contemplé un edificio que no se parecía a ningún
otro que hubiese visto.
—Bienvenida al Pequeño Palacio —dijo el Darkling.
Era un nombre extraño, porque aunque sí era más pequeño que el Gran
Palacio, el “Pequeño” Palacio no dejaba de ser enorme. Se alzaba entre los árboles
que lo rodeaban como si fuera algo tallado y extraído de un bosque encantado, un
conjunto de muros de madera oscura y doradas cúpulas. A medida que nos
aproximábamos, vi que cada pulgada estaba cubierta de intrincadas figuras
talladas de pájaros y flores, retorcidos viñedos y bestias mágicas.
Un grupo de sirvientes vestidos de gris oscuro esperaban en los escalones.
Desmonté y uno de ellos se apresuró a coger mi caballo, mientras otros nos abrían
un conjunto de puertas dobles de gran tamaño. Mientras las cruzábamos no pude
contener el impulso de estirar la mano y tocar las exquisitas tallas. Habían sido
lacadas con incrustaciones de madreperla para que reluciesen a la luz de la
mañana. ¿Cuántas manos, cuántos años debían haberse necesitado para crear
semejante lugar?
Atravesamos una sala de recepción, llegando a una vasta habitación
hexagonal con cuatro mesas largas que formaban un cuadrado en su centro.
Nuestras pisadas resonaban sobre el suelo de piedra, y una descomunal cúpula
dorada parecía flotar sobre nosotros a una altura imposible.
El Darkling se llevó a un lado a una de las sirvientas, una mujer mayor
vestida de gris oscuro, y le habló en voz baja. Luego me hizo una pequeña
inclinación con la cabeza y salió a zancadas del salón, seguido por sus hombres.
Me sentí súbitamente irritada. El Darkling prácticamente no me había
dirigido la palabra desde aquella noche en el granero, y no me había dado la
menor idea sobre lo que me esperaba cuando llegásemos. Pero no tenía el valor ni
la energía de correr tras él, así que seguí sumisamente a la mujer de gris a través de
otro par de puertas dobles y hasta el interior de una de las torres más pequeñas.
Cuando vi todas las escaleras, casi me vine abajo y me puse a llorar. Quizás
debería preguntar si puedo quedarme aquí abajo en medio del salón, pensé, sintiéndome
miserable. En lugar de eso, puse mi mano sobre la tallada barandilla y
ayudándome con ella, me forcé a subir, mientras mi cuerpo agarrotado protestaba
con cada paso. Cuando llegamos arriba, tuve ganas de celebrarlo tirándome al
suelo y echándome una siesta, pero la sirvienta ya se estaba alejando por el pasillo.
Atravesamos puerta tras puerta, hasta que, finalmente, llegamos a un aposento
donde otra criada uniformada nos esperaba de pie frente a una puerta abierta.
Fui vagamente consciente de la gran habitación, de las pesadas cortinas
doradas, del fuego que ardía en la chimenea hermosamente embaldosada, pero lo
único que verdaderamente me importó fue la enorme cama con dosel.
—¿Necesita que le traiga algo? ¿Tiene hambre? —preguntó la mujer. Negué
con la cabeza. Sólo quería dormir.
—Muy bien —dijo y le hizo un gesto con la cabeza a la criada, quien hizo una
reverencia y desapareció pasillo abajo—. Entonces la dejaré descansar. Asegúrese
de cerrar con llave la puerta.
Parpadeé.
—Por precaución —dijo la mujer y se fue, cerrando con suavidad la puerta
tras ella.
¿Precaución contra qué? Me pregunté. Pero estaba demasiado cansada como
para pensar al respecto. Cerré la puerta con llave, me quité la kefta y las botas, y caí
sobre la cama.
Traducido por Azhreik
oñé que estaba de regreso en Keramzin, deslizándome en calcetines por los
pasillos oscuros, intentando encontrar a Mal. Podía escucharlo llamándome,
pero su voz nunca parecía acercarse. Finalmente alcancé la planta alta y la
puerta del antiguo dormitorio azul donde nos gustaba sentarnos en la ventana y
mirar nuestra pradera. Escuché la risa de Mal. Abrí la ventana… y grité. Había
sangre por todos lados. El volcra estaba posado en el alfeizar de la ventana, y
cuando giró en mi dirección y abrió sus horribles mandíbulas, vi que tenía ojos de
cuarzo gris.
Me desperté sobresaltada, con el corazón golpeteando en mi pecho, y miré
alrededor aterrorizada. Durante un momento no pude recordar dónde estaba.
Luego gemí y me volví a derrumbar en las almohadas.
Apenas empezaba a quedarme dormida de nuevo cuando alguien empezó a
golpear la puerta.
—Váyase —murmuré debajo de las sábanas. Pero el golpeteo sólo se hizo más
ruidoso. Me senté, sintiendo que mi cuerpo entero gritaba en rebelión. La cabeza
me dolía y cuando intenté pararme, mis piernas no quisieron cooperar.
—¡Muy bien! —grité—. ¡Ya voy! —El golpeteo se detuvo. Me tambaleé hasta
la puerta y alcé una mano para abrir el cerrojo, pero entonces dudé—. ¿Quién es?
—No tengo tiempo para esto —espetó una voz femenina al otro lado de la
puerta—. Abre. ¡Ahora!
Me encogí de hombros, dejémoslos asesinarme o secuestrarme o lo que sea
que quieran. Mientras no tuviera que montar a caballo o subir escaleras, no me
quejaría.
Apenas había destrabado la puerta cuando se abrió por completo y una chica
alta me empujó para entrar, inspeccionó la habitación y luego a mí con mirada
crítica. Fácilmente era la persona más hermosa que había visto en mi vida. Su
cabello ondulado era de un caoba intenso, sus iris eran grandes y dorados; su piel
era tan suave y perfecta que sus pómulos parecían haber sido esculpidos en
mármol. Vestía una kefta color crema con un bordado dorado y un gorro de piel de
zorro.
—Por todos los santos —dijo, echándome una ojeada—. ¿Te has bañado
siquiera? ¿Y qué le sucedió a tu cara?
Me sonrojé de un rojo brillante y mi mano voló al moretón en mi mejilla.
Había pasado casi una semana desde que había dejado el campamento y aún más
desde que me había bañado o cepillado el cabello. Estaba cubierta de tierra, sangre
y del olor de los caballos.
—Yo…
Pero la chica ya estaba gritándoles órdenes a las sirvientas que la habían
seguido dentro de la habitación. —Preparen un baño. Uno caliente. Necesitaré mi
botiquín y que le quiten esas ropas.
Las sirvientas se echaron sobre mí, y tironearon de mis botones.
—¡Oigan! —grité, apartando sus manos mediante golpes.
La Grisha puso los ojos en blanco.
—Sujétenla si es necesario.
Las sirvientas redoblaron sus esfuerzos.
—¡Alto! —grité, alejándome de ellas. Dudaron, pasando la mirada de mí a la
chica.
Honestamente, nada sonaba mejor que un baño caliente y un cambio de ropa,
pero no iba a permitir que una pelirroja tirana me mandoneara.
—¿Qué está sucediendo? ¿Quién eres tú?
—No tengo ti…
—¡Haz tiempo! —espeté—. He recorrido casi trescientos kilómetros en una
montura. No he dormido bien en una semana y casi me han asesinado dos veces.
Así que antes de hacer algo más, vas a tener que decirme quién eres y por qué es
tan importante que me quiten la ropa.
La pelirroja respiró hondo, y dijo lentamente, como si le estuviera hablando a
un niño:
—Mi nombre es Genya. En menos de una hora serás presentada al rey y es mi
trabajo hacer que luzcas presentable.
Mi ira se evaporó. ¿Iba a conocer al rey?
—Oh —dije dócilmente.
—Sí, “oh.” Entonces, ¿podemos continuar?
Asentí en silencio y Genya aplaudió una única vez. Las sirvientas pusieron
manos a la obra, tirando de mi ropa y arrastrándome al baño. La noche anterior
había estado demasiado cansada para notar la habitación, pero ahora, aunque
temblaba y estaba absolutamente aterrada ante la perspectiva de tener que conocer
a un rey, me maravillé ante los minúsculos azulejos de bronce que se extendían por
toda la superficie y la tina ovalada al ras del suelo hecha de cobre molido, que las
sirvientas estaban llenado de un agua humeante. Junto a la tina, la pared estaba
cubierta de un mosaico de conchas y caracolas relucientes.
—¡Entre! ¡Entre! —dijo una de las sirvientas, dándome un empujoncito.
Entré. El agua estaba dolorosamente caliente, pero la soporté en vez de
intentar entrar lentamente. La vida militar me había curado hacía mucho tiempo
de la mayor parte de mi pudor, pero había algo muy diferente en ser la única
persona desnuda en la habitación, especialmente cuando todas me seguían
lanzando miradas curiosas.
Mi cabello empezó a rechinar cuando una de las sirvientas me sujetó la
cabeza y empezó a lavarlo frenéticamente. Otra se inclinó sobre la tina y empezó a
restregarme las uñas.
Una vez que me acostumbré, el calor del agua se sintió bien en mi cuerpo
adolorido. No había tenido un baño caliente en más de un año, y nunca había
soñado siquiera que pudiera ser en semejante tina. Claramente, ser Grisha tenía
sus beneficios. Pude haber pasado una hora simplemente chapoteando allí, pero
una vez que me hubieron remojado y restregado minuciosamente, una sirvienta
me jaló el brazo y ordenó:
—¡Fuera! ¡Fuera!
Reacia, salí de la tina, dejando que las mujeres me secaran con rudeza con
unas toallas gruesas. Una de las sirvientas más jóvenes se adelantó con una pesada
bata de terciopelo y me condujo al dormitorio. Luego ella y las demás
retrocedieron hacia la puerta y me dejaron sola con Genya.
Observé a la pelirroja con cautela. Había abierto totalmente las cortinas y
jalado una mesa y una silla de madera de talla elaborada junto a las ventanas.
—Siéntate —ordenó. Me molesté ante su tono, pero obedecí.
Un cofre pequeño yacía abierto junto a su mano y su contenido estaba
desperdigado sobre la mesa: pequeñísimos frascos de cristal llenos de lo que
parecían bayas, hojas y polvos de colores. No tuve oportunidad de investigar más,
porque Genya sujetó mi barbilla, escrutó de cerca mi rostro y giró mi mejilla
amoratada hacia la luz de la ventana. Inspiró y pasó los dedos sobre mi piel. Tuve
la misma sensación de hormigueo que había experimentado cuando la sanadora se
hizo cargo de mis heridas del Abismo.
Pasaron largos minutos y apreté los puños para contener las ganas de
rascarme. Entonces Genya dio un paso hacia atrás y la comezón cesó. Me dio un
espejito de mano color dorado. El moretón había desaparecido por completo.
Presioné la piel con cautela, pero no hubo dolor.
—Gracias —dije, colocando el espejo sobre la mesa y empezando a
levantarme. Pero Genya me volvió a sentar en la silla.
—¿A dónde crees que vas? No hemos terminado.
—Pero…
—Si El Darkling sólo quisiera que te curaran, habría enviado a un Sanador.
—¿No eres una Sanadora?
—No estoy vestida de rojo, ¿o sí? —replicó Genya, con un rastro de amargura
en la voz. Se señaló a sí misma—. Soy una Confeccionista.
Estaba desconcertada. Me di cuenta de que nunca había visto a un Grisha en
una kefta blanca.
—¿Me vas a hacer un vestido?
Genya soltó un suspiro exasperado.
—¡No las túnicas! Esto —dijo, sacudiendo sus dedos largos y agraciados
frente a su cara—. No creerás que nací luciendo así, ¿o sí?
Miré fijamente la suave perfección marmoleada de los rasgos de Genya
mientras la comprensión me alcanzaba, además de una ola de indignación.
—¿Quieres cambiarme la cara?
—No cambiarla, sólo… refrescarte un poco.
Hice una mueca. Sabía cómo lucía. De hecho, estaba plenamente consciente
de mis defectos. Pero realmente no necesitaba a una Grisha bellísima dándomelos
a notar. Y lo peor era el hecho de que el Darkling la había enviado a hacerlo.
—Olvídalo —dije, levantándome de un salto—. Si al Darkling no le gusta
cómo luzco, ese es su problema.
—¿A ti te gusta cómo luces? —preguntó Genya con lo que pareció genuina
curiosidad.
—No particularmente —espeté—. Pero mi vida se ha vuelto
suficientemente confusa sin tener que ver la cara de una extraña en el espejo.
lo
—No funciona de esa forma —dijo Genya—. No puedo hacer grandes
cambios, sólo pequeños. Incluso olvídate de tu piel. Haz algo con ese cabello
castaño apagado que tienes. Yo me he perfeccionado a mí misma, pero he tenido
mi vida entera para hacerlo.
Quería discutir, pero realmente era perfecta.
—Vete.
Genya inclinó la cabeza a un lado, estudiándome.
—¿Por qué te lo tomas tan personal?
—¿Tú no te lo tomarías así?
—No tengo idea. Siempre he sido hermosa.
—¿Y humilde también?
Se encogió de hombros.
—Así que soy hermosa. Eso ni siquiera significa mucho entre los Grisha. Al
Darkling no le importa cómo luces, sólo qué puedes hacer.
—Entonces, ¿por qué te envió?
—Porque el rey ama la belleza y el Darkling lo sabe. En la corte del rey, las
apariencias lo son todo. Si vas a ser la salvación de todos en Ravka… bueno, sería
mejor si lucieras como tal.
Me crucé de brazos y miré por la ventana. Afuera, el sol se reflejaba en un
pequeño lago, con una minúscula isla en su centro. No tenía idea de qué hora era o
cuánto había dormido.
Genya caminó hasta mi lado.
—No eres fea, ¿sabes?
—Gracias —dije secamente, aún mirando los terrenos boscosos.
—Sólo luces un poco…
—¿Cansada? ¿Enferma? ¿Flaca?
—Bueno —respondió Genya razonablemente—, tú misma lo dijiste, has
estado viajando mucho durante días y…
Suspiré.
—Así luzco siempre. —Descansé la cabeza en el vidrio frío, sintiendo que la
ira y vergüenza me abandonaban. ¿Por qué estaba peleando? Si era honesta
conmigo misma, la perspectiva de lo que Genya estaba ofreciéndome era
tentadora—. Bien —dije—. Hazlo.
—¡Gracias! —exclamó Genya, dando una palmada. La miré cortante, pero no
había sarcasmo en su voz o su expresión. Esta aliviada, noté. El Darkling le había
encargado una tarea a Genya, y me pregunté qué le podría haber sucedido si yo
me rehusaba. Me condujo de vuelta a la silla.
—Sólo no te emociones —dije.
—No te preocupes —dijo la pelirroja—. Aún lucirás como tú misma, sólo
como si hubieras tenido unas cuantas horas más de sueño. Soy muy buena.
—Puedo verlo —dije y cerré los ojos.
—Está bien —dijo—. Puedes mirar. —Me alargó el espejo dorado—. Pero no
más charla y quédate quieta.
Sostuve el espejo en alto y observé cómo los dedos fríos de Genya descendían
lentamente sobre mi frente. Mi piel se erizó y observé con creciente asombro
mientras las manos de Genya se desplazaban sobre mi piel. Cada mancha, cada
rasguño, cada imperfección parecía desaparecer bajo sus dedos. Puso los pulgares
bajo mis ojos.
—¡Oh! —exclamé por la sorpresa cuando desaparecieron los círculos negros
que me habían acosado desde la infancia.
—No te emociones demasiado —dijo Genya—. Es temporal. —Alcanzó una
de las rosas sobre la mesa y arrancó un pétalo rosa pálido. Lo puso junto a mi
mejilla y el color traspasó del pétalo a mi piel, dejando lo que parecía un bonito
rubor. Luego sostuvo un pétalo fresco contra mis labios y repitió el proceso—. Esto
sólo dura unos cuantos días —me informó—. Ahora el cabello.
Sacó de su cofre un gran peine hecho de hueso junto con un frasco de vidrio
lleno de algo brillante.
Anonadada, pregunté:
—¿Eso es oro de verdad?
—Por supuesto —dijo Genya, levantando un mechón de mi soso cabello
castaño. Espolvoreó algo del oropel dorado sobre mi coronilla y cuando pasó el
peine por mi cabeza, el oro pareció disolverse en mechones resplandecientes.
Cuando Genya terminaba con cada sección lo enredaba alrededor de sus dedos,
dejándolo caer en rizos.
Finalmente dio un paso atrás, con una sonrisa petulante en la cara.
—Mejor, ¿no?
Me examiné en el espejo. Mi cabello brillaba. Mis mejillas tenían un rubor
rosado. Todavía no era bonita, pero no podía negar la mejora. Me pregunté qué
pensaría Mal si me viera, luego aparté el pensamiento.
—Mejor —admití a regañadientes.
Genya soltó un suspiro lastimero.
—En realidad es lo mejor que puedo hacer por ahora.
—Gracias —dije ásperamente, pero entonces Genya me guiñó el ojo y sonrió.
—Además —dijo—, no quieres atraer demasiado la atención del rey. —Su
tono era ligero, pero vi que una sombra pasaba sobre sus rasgos cuando cruzó a
zancadas la habitación y abrió la puerta para dejar que las sirvientas se
apresuraran a entrar.
Me pusieron tras un biombo de ébano con incrustaciones de madreperla en
forma de estrella, por lo que representaba un cielo nocturno. En unos momentos,
estuve vestida con una túnica limpia y pantalones, botas de piel suave y un abrigo
gris. Me di cuenta, con decepción, que sólo era una versión limpia de mi uniforme
del ejército. Incluso había un pequeño parche de cartógrafo que mostraba una rosa
de los vientos en la manga derecha. Mis sentimientos debieron mostrarse en mi
rostro.
—¿No era lo que esperabas? —preguntó Genya con algo de diversión.
—Sólo pensé… —Pero, ¿qué había pensado? ¿Realmente pensaba que
encajaba con las túnicas de Grisha?
—El rey espera ver a una chica humilde sacada de las filas de su ejército, un
tesoro sin descubrir. Si apareces en una kefta pensará que el Darkling te ha estado
escondiendo.
—¿Por qué me escondería el Darkling?
Genya se encogió de hombros.
—Por influencia. Por beneficio. ¿Quién sabe? Pero el rey es… bueno, ya verás
cómo es el rey.
Mi estómago se retorció. Estaba a punto de ser presentada al rey. Intenté
mantenerme firme, pero cuando Genya me apresuró a salir y bajar al salón, mis
piernas se sintieron pesadas y temblorosas.
Cerca del pie de las escaleras, susurró:
—Si alguien pregunta, sólo te ayudé a vestirte. No se supone que trabaje en
los Grisha.
—¿Por qué no?
—Porque la ridícula reina y su más ridícula corte creen que no es justo.
Jadeé al oír sus palabras. Insultar a la reina podía considerarse traición, pero
Genya parecía despreocupada.
Cuando entramos al gigantesco salón abovedado, estaba repleto de Grisha en
túnicas de color escarlata, morado y el azul más oscuro. La mayoría parecía de más
o menos mi edad, pero unos cuantos Grisha mayores estaban reunidos en una
esquina. A pesar de sus cabellos plateados y rostros arrugados, eran
impresionantemente atractivos. De hecho, todos en la habitación eran apuestos de
una forma desconcertante.
—Puede que la reina tenga un punto —murmuré.
—Oh, esto no es mi trabajo —dijo Genya.
Fruncí el ceño. Si Genya estaba diciendo la verdad, entonces era mayor
evidencia de que yo no pertenecía aquí.
Alguien nos había visto entrar al salón y se hizo el silencio cuando todos los
ojos en la habitación se apresuraron a girarse en mi dirección.
Un Grisha alto y de pecho amplio en túnica roja se adelantó. Tenía piel muy
bronceada y parecía exudar buena salud. Hizo una ligera inclinación de cabeza y
dijo:
—Soy Sergei Beznikov.
—Yo soy…
—Por supuesto que sé quién eres —interrumpió Sergei, mostrando sus
dientes blancos—. Ven, déjame presentarte. Estarás con nosotros. —Me tomó por el
codo y empezó a conducirme hacia un grupo de Corporalki.
—Es una invocadora, Sergei —dijo una chica de rizos castaños sueltos que
vestía una kefta azul—. Ella estará con nosotros. —Hubo murmullos de
asentimiento de los demás Etherealki tras ella.
—Marie —dijo Sergei con una sonrisa falsa—, no puedes estar sugiriendo que
entró al salón como una Grisha de la orden más baja.
La piel de alabastro de Mari repentinamente se enrojeció y varios de los
Invocadores se pusieron de pie.
—¿Necesito recordarte que el Darkling mismo es un invocador?
—¿Ahora estás poniéndote al nivel del Darkling?
Marie balbuceó, e intervine, en un intento de hacer paz.
—¿Por qué no sólo voy con Genya?
Hubo unas cuantas risitas bajas.
—¿Con la Confeccionista? —preguntó Sergei, luciendo horrorizado.
Le eché un vistazo a Genya, quien simplemente sonrió y sacudió la cabeza.
—Ella es de los nuestros —protestó Marie y explotaron discusiones a nuestro
alrededor.
—Ella estará conmigo —dijo una voz baja, y la habitación cayó en silencio.
Traducido por anvi15
e volví y vi al Darkling de pie bajo un arco, flanqueado por Ivan y otros
Grisha que reconocí del viaje. Marie y Sergei se alejaron a toda prisa. El
Darkling inspeccionó la multitud y dijo:
—Nos esperan.
Al instante, la sala bulló de actividad cuando los Grisha comenzaron a
desfilar a través de las largas puertas dobles que conducían fuera. Se arreglaron
uno al lado del otro en dos largas filas. Primero los Materialki, luego los Etherealki,
y finalmente los Corporalki, de modo que aquellos del rango más alto de los
Grisha entrarían a la habitación del trono como los últimos.
Sin saber qué hacer, me quedé donde estaba, observando la multitud. Busqué
a Genya entre las personas, pero ella parecía haber desaparecido. Un momento
después, el Darkling estaba a mi lado. Miré su perfil pálido, la mandíbula fuerte,
los ojos de granito.
—Luces bien descansada —dijo.
Me ericé. No me sentía cómoda con lo que Genya había hecho, pero de pie en
una habitación llena de Grisha hermosos, tuve que admitir que estaba agradecida
por su trabajo. Todavía no parecía pertenecer a ese lugar, pero habría sobresalido
mucho más sin la ayuda de Genya.
—¿Hay otros Confeccionistas? —le pregunté.
—Genya es única —respondió él, mirándome—. Al igual que nosotros.
Ignoré la pequeña emoción que pasó por mí cuando dijo la palabra nosotros y
dije:
—¿Por qué no está caminando con el resto de los Grisha?
—Genya debe asistir a la reina.
—¿Por qué?
—Cuando las habilidades de Genya comenzaron a mostrarse, la pude haber
puesto a elegir entre convertirse en una Fabricadora o una Corporalnik. En cambio,
cultivé su particular afinidad e hice de ella un regalo para la reina.
—¿Un regalo? ¿Así que un Grisha no es mejor que un siervo?
—Todos servimos a alguien —dijo, y me sorprendió la dureza en su tono de
voz. Luego agregó—: El rey estará ansioso por una demostración.
Me sentí como si hubiera sido sumergida en agua helada. —Pero yo no sé
cómo ha…
—No espero que lo sepas —dijo con calma, avanzando cuando el último de
los Corporalki vestido de rojo desapareció por la puerta.
Aparecimos en el camino de grava y en los últimos rayos de la tarde. Me
resultaba difícil respirar. Sentía que estaba caminando a una ejecución. Tal vez lo
hago, pensé con un aumento de temor.
—Esto no es justo —le susurré furiosamente—. No sé lo que el rey cree que
puedo hacer, pero no es justo que me lances allá afuera y esperes que yo… haga
que las cosas sucedan.
—Espero que no cuentes con justicia de mi parte, Alina. No es una de mis
especialidades.
Lo miré fijamente. ¿Qué se suponía que debía hacer con eso?
El Darkling me observó.
—¿De verdad crees que te traje hasta aquí sólo para hacerte quedar mal?
¿Hacernos a ambos quedar mal?
—No —admití.
—Y está completamente fuera de tus manos ahora, ¿no es así? —dijo él
mientras nos abríamos paso a través del túnel oscuro de ramas de árboles. Eso
también era cierto, aunque no particularmente reconfortante. No tenía más opción
que confiar en que él sabía lo que estaba haciendo. Tuve un repentino pensamiento
desagradable.
—¿Me vas a cortar otra vez? —le pregunté.
—Dudo que tenga que hacerlo, pero todo depende de ti.
No me tranquilizó.
Intenté calmarme y desacelerar los latidos de mi corazón pero, antes de
darme cuenta, ya habíamos caminado a través de los jardines y subíamos los
escalones de mármol blanco hacia el Gran Palacio. Mientras caminábamos por un
vestíbulo espacioso hacia un largo corredor forrado de espejos y ornamentos de
oro, pensé en cuán diferente era este lugar comparado al Pequeño Palacio.
Dondequiera que miraba, veía mármol y oro, muros altísimos de color azul pálido
y blanco, candelabros relucientes, lacayos usando libreas, suelos de parqué pulido
establecidos con elaborados diseños geométricos. No sin belleza, pero me cansaba
un poco toda la extravagancia. Yo siempre había asumido que los campesinos
hambrientos de Ravka y los pobremente suministrados soldados eran resultado
del Abismo de las Sombras. Pero mientras caminábamos junto a un árbol de jade
decorado con hojas de diamante, no estaba tan segura.
La sala de trono tenía tres pisos de altura, y cada ventana estaba decorada con
dos relucientes águilas dobles hechas de oro. Una larga alfombra azul claro estaba
esparcida a lo largo del salón, donde se encontraban los miembros de la corte,
encaramados en un trono elevado. Gran parte de los hombres usaba vestimenta
militar, pantalones negros y abrigos blancos adornados con medallas y cintas. Las
mujeres relucían en sus vestidos de seda líquida con pequeñas mangas
abullonadas y escotes pronunciados. Flanqueando la zona alfombraba, se
encontraban todos los Grisha organizados en sus órdenes separadas.
Se hizo el silencio cuando todos los rostros se volvieron hacia el Darkling y
yo. Caminamos lentamente hacia el trono dorado. A medida que nos acercábamos,
el rey se enderezó en su asiento, tenso de la emoción. Parecía rondar los cuarenta
años, delgado y de hombros redondos con grandes ojos llorosos y bigote canoso.
Vestía el completo uniforme militar, con una delgada espada en su costado y su
angosto pecho recubierto de medallas. A su lado, en el estrado, estaba un hombre
de barba larga y oscura. Vestía ropas sacerdotales, pero una doble águila dorada
estaba estampada en su pecho.
El Darkling le dio a mi brazo un suave apretón para advertirme que
debíamos detenernos.
—Su alteza, moi tsar —dijo en un tono de voz claro—. Alina Starkov, la
Invocadora del Sol. —Una oleada de murmullos provino de la multitud. No estaba
segura si debía inclinarme o hacer una reverencia. Ana Kuya había insistido que
todos los huérfanos supieran cómo saludar a las pocas visitas nobles del duque,
pero de alguna manera, no se sentía correcto hacer una reverencia con pantalones
del ejército.
El rey me salvó de cometer un error al saludarnos con impaciencia. —¡Venga,
acérquese! Tráigamela.
El Darkling y yo caminamos a la base de la tarima.
El rey me escudriñó. Frunció el ceño, y su labio inferior sobresalió
ligeramente.
—Es bastante simple.
Me ruboricé y me mordí la lengua. Tampoco había mucho que ver del rey.
Prácticamente no tenía barbilla, y de cerca, podía ver los vasos sanguíneos rotos de
su nariz.
—Muéstreme —ordenó el rey.
Mi estómago se apretó en un nudo. Observé al Darkling. Esto era todo. Él
asintió con la cabeza y abrió los brazos. Un tenso silencio descendió mientras sus
manos se llenaban de cintas inquietas de oscuridad que se movían en el aire. Juntó
las manos con un crujido estrepitoso. Gritos nerviosos estallaron entre la multitud
cuando la oscuridad cubrió el salón.
Esta vez, estaba mejor preparada para la oscuridad que me envolvía, pero
aún así resultó aterradora. Instintivamente, extendí una mano, buscando algo a lo
que aferrarme. El Darkling atrapó mi brazo y su mano desnuda se deslizó en la
mía. Sentí esa misma seguridad poderosa pasar por mi cuerpo, y luego el llamado
del Darkling, puro y convincente, exigiendo una respuesta. Con una mezcla de
pánico y alivio, sentí algo levantándose en mi interior. Esta vez, no intenté luchar
en su contra. Dejé que siguiera su camino.
La luz inundó la sala del trono, empapándonos con calor y rompiendo la
oscuridad como si fuese un cristal. La corte estalló en aplausos. La gente estaba
llorando y abrazándose unos a otros. Una mujer se desmayó. El rey era el que
aplaudía con más fuerza, levantándose de su trono y aplaudiendo frenéticamente,
su expresión exultante.
El Darkling soltó mi mano y la luz se desvaneció.
―¡Brillante! ―gritó el rey—. ¡Un milagro! —Él descendió los escalones de la
tarima, con el sacerdote barbudo moviéndose silenciosamente a sus espaldas, y
tomó mi mano entre las suyas, llevándosela a sus labios húmedos. ―Mi querida
niña ―dijo—. Mi querida, querida niña.
Pensé en lo que había dicho Genya sobre la atención del rey y sentí cómo mi
piel se erizaba, pero no me atreví a apartar mi mano. Poco tiempo pasó, sin
embargo, antes de que me abandonara y le diera palmadas al Darkling en la
espalda.
—Milagrosa, simplemente milagrosa ―le comunicó―. Venga, tenemos que
hacer planes inmediatamente.
Cuando el Darkling y el rey se apartaron para hablar, el sacerdote se
adelantó. ―Un milagro ciertamente ―dijo, mirándome con una intensidad
perturbadora. Tenía los ojos tan marrones que eran casi negros, y olía un poco a
moho e incienso. Como una tumba, pensé con un escalofrío. Estuve agradecida
cuando se apartó para ir junto al rey.
Rápidamente me vi rodeada por hombres y mujeres muy bien vestidos, todos
deseando conocerme y tocar mi mano o manga. Se agolparon a mi alrededor,
golpeando y empujando para acercarse. Justo cuando sentí que empezaba a surgir
el pánico, Genya apareció a mi lado. Pero mi alivio duró poco.
―La reina quiere conocerte —murmuró en mi oído. Me condujo a través de
la multitud y hacia una pequeña puerta lateral de la sala, luego, a una habitación
parecida a una joya donde la reina se reclinaba en un diván, acunando a un perro
con el hocico hundido en su regazo.
La reina era hermosa, con el cabello rubio brillante arreglado en un perfecto
peinado, sus facciones delicadamente frías y encantadoras. Pero también había
algo extraño en su rostro. Sus irises parecían demasiado azules, su cabello
demasiado rubio, su piel demasiado suave. Me pregunté cuánto trabajo había
realizado Genya con ella.
Estaba rodeada de señoras con vestidos exquisitos de colores como rosa
pétalo y celeste, sus escotes bordados con hilo dorado y perlas diminutas. Y, sin
embargo, todas palidecían al lado de Genya en su sencilla kefta color crema y su
cabello rojo brillante ardiendo como una llama.
―Moya tsaritsa —dijo Genya, realizando una reverencia baja y elegante—. La
Invocadora del Sol.
Esta vez, tuve que tomar una decisión. Ejecuté una pequeña reverencia y
escuché algunas risitas bajas de las damas.
―Encantadora —dijo la reina—. Detesto la pretensión. —Tomó toda mi
fuerza de voluntad no reírme cuando dijo eso—. ¿Es de una familia Grisha? ―me
preguntó.
Miré nerviosamente a Genya, quien asintió alentadoramente.
―No —respondí, y luego me apresuré a añadir—: moya tsaritsa.
―¿Una campesina, entonces?
Asentí.
―Tenemos mucha suerte de nuestro pueblo —dijo la reina y las damas
murmuraron un asentimiento suave—. Su familia debe ser notificada de su nuevo
estatus. Genya enviará un mensajero.
Genya asintió e hizo otra pequeña reverencia. Pensé en solamente asentir a lo
que ella dijera, pero no estaba segura de querer empezar a mentirle a la realeza.
―En realidad, su alteza, yo me crié en el hogar del duque Keramsov.
Las damas comenzaron a cuchichear entre ellas, e incluso Genya me miró con
curiosidad.
―¡Una
maravilloso!
huérfana!
—exclamó
la
reina,
sonando
encantada—.
¡Qué
No estaba segura de querer describir la muerte de mis padres como algo
“maravilloso,” pero a falta de algo que decir, murmuré:
―Gracias, moya tsaritsa.
―Todo esto debe ser muy extraño para usted. Tenga cuidado de que la vida
en la corte no la corrompa de la misma forma que a otros —dijo, y sus ojos azul
mármol se deslizaron hacia Genya. El insulto era inconfundible, pero la expresión
de Genya no revelaba nada, un hecho que no complació a la reina. Nos despidió
con un movimiento de sus dedos cargados de anillos—. Ahora, váyanse.
Mientras Genya me conducía de vuelta al pasillo, creí haberla escuchado
murmurar, «Vieja arpía.» Pero antes de decidir si preguntar o no acerca de lo que
dijo la reina, el Darkling estaba ahí, dirigiéndonos hacia un pasillo vacío.
―¿Cómo te fue con la Reina? ―me preguntó.
―No tengo idea ―le dije con sinceridad—. Todo lo que dijo fue
perfectamente amable, pero todo el tiempo me miró como si yo fuera algo que su
perro escupió.
Genya se rió, y los labios del Darkling se curvaron en lo casi fue una sonrisa.
―Bienvenida a la corte —dijo.
―No estoy segura de que me guste.
―A nadie le gusta ―admitió—. Pero todos hacemos un buen espectáculo.
―El rey pareció complacido ―ofrecí.
―El rey es un niño.
Mi boca se abrió de la sorpresa y miré alrededor con nerviosismo, asustada
de que alguien hubiese escuchado. Estas personas parecían hablar
traicioneramente con la misma facilidad que les resultaba respirar. Genya no lucía
ni remotamente perturbada por las palabras del Darkling.
El Darkling debió haber notado mi incomodidad, porque dijo:
—Pero hoy, lo has convertido en un niño muy feliz.
―¿Quién era ese hombre barbudo junto al rey? ―le pregunté, ansiosa de
cambiar de tema.
―¿El Apparat?
―¿Es un sacerdote?
―En cierto modo. Algunos dicen que es un fanático. Otros dicen que es un
fraude.
―¿Y tú?
―Yo digo que tiene sus usos. ―El Darkling se volvió a Genya—. Creo que le
hemos pedido bastante a Alina por hoy —dijo—. Llévala de vuelta a sus aposentos
y prepárala para su kefta. Su entrenamiento comenzará mañana.
Genya hizo una pequeña reverencia y puso su mano en mi brazo para
conducirme. Me invadió la emoción y el alivio. Mi poder (mi poder, todavía no
parecía real) había aparecido de nuevo y había evitado que hiciera el ridículo.
Había salido airosa de mi presentación ante el rey y mi audiencia con la reina. Y
me iban a dar una kefta de Grisha.
―Genya —gritó el Darkling—, la kefta será de color negro.
Genya dio un grito ahogado. Miré su rostro aturdido y luego al Darkling,
quien ya estaba volteándose para irse.
―¡Espera! ―dije antes de que pudiera detenerme. El Darkling se detuvo y
posó esos ojos color granito en mí—. Yo... Si te parece bien, preferiría las túnicas
azules, el azul de los Invocadores.
―¡Alina! ―exclamó Genya, claramente horrorizada.
Pero el Darkling levantó una mano para hacerla callar.
―¿Por qué? ―preguntó él, con una expresión indescifrable.
―Ya siento que no pertenezco aquí. Creo que sería más fácil si no...
sobresaliera.
―¿Estás ansiosa de ser como todos los demás?
Alcé la barbilla. Era evidente que no estaba de acuerdo, pero yo no iba a dar
marcha atrás. ―Simplemente no quiero ser más visible de lo que ya soy.
El Darkling me miró fijamente durante un largo momento. No estaba segura
de si estaba considerando lo que le había dicho o tratando de intimidarme, pero
apreté los dientes y le devolví la mirada.
De repente, asintió con la cabeza. ―Como desees ―dijo—. Tu kefta será azul.
Y sin otra palabra, nos dio la espalda y desapareció por el pasillo.
Genya me miró fijamente, horrorizada.
―¿Qué? ―pregunté a la defensiva.
―Alina —dijo Genya lentamente—, a ningún otro Grisha le han permitido
usar los colores de un Darkling.
―¿Crees que se haya enojado?
―¡Ese no es el punto! Hubiera sido un símbolo de tu posición, de la estima
del Darkling. Te hubiese colocado por encima de todos los demás.
―Bueno, no quiero estar por encima de los demás.
Genya alzó las manos con exasperación y me tomó del codo, llevándome de
vuelta a través del palacio hasta la entrada principal. Dos sirvientes nos abrieron
las enormes puertas doradas. Con una sacudida, noté que estaban vestidos de
blanco y dorado, los mismos colores de la kefta de Genya; los colores de un
sirviente. No cabe duda del por qué ella pensaba que estaba loca por rechazar la
oferta del Darkling. Y quizá tenía razón.
Ese pensamiento me acompañó a través del largo camino de regreso a través
de los jardines del Pequeño Palacio. El anochecer estaba cayendo, y los sirvientes
estaban encendiendo las luces que bordeaban el camino de grava. Para el momento
en que subimos las escaleras hasta mi habitación, mi estómago estaba convertido
en un nudo.
Me senté junto a la ventana, mirando los jardines. Mientras cavilaba, Genya
llamó a una criada, a quien envió a buscar una costurera y una bandeja de la cena.
Pero antes de enviar a la chica, se volvió hacia mí.
―¿Tal vez preferirías esperar y cenar con los Grisha más tarde esta noche? —
preguntó.
Negué con la cabeza. Estaba demasiado cansada y abrumada como para estar
con una multitud de personas. ―Pero, ¿te podrías quedar? ―le pregunté.
Ella vaciló.
―No tienes que hacerlo, por supuesto ―le dije rápidamente—. Estoy segura
de que quieres comer con los demás.
―No, en absoluto. Cena para dos, entonces ―dijo imperiosamente, y la
sirvienta salió corriendo. Genya cerró la puerta y se acercó al pequeño tocador,
donde comenzó a enderezar los utensilios de su superficie: un peine, un cepillo,
una pluma y un tintero. No reconocía a ninguno de esos objetos como míos, pero
alguien debió haberlos traído a mi habitación.
Todavía dándome la espalda, Genya dijo:
―Alina, debes entender que, al iniciar el entrenamiento de mañana... bueno,
los Corporalki no comen con los Invocadores. Los Invocadores no cenan con los
Fabricadores, y…
Me sentí instantáneamente defensiva.
―Mira, si no quieres quedarte a cenar, siéntete libre de irte, te prometo no
llorar en mi sopa.
―¡No! ―exclamó—. ¡No es eso! Sólo estoy tratando de explicar cómo
funcionan las cosas.
―Olvídalo.
Genya dejó escapar un suspiro de frustración.
―No lo entiendes. Es un gran honor haber sido invitada a cenar contigo, pero
los demás Grisha no lo aprobarían.
―¿Por qué?
Genya suspiró y se sentó en una de las sillas talladas. ―Porque soy la
mascota de la reina. Porque creen que lo que hago no tiene valor. Una gran
cantidad de razones.
Consideré cuáles podían ser las otras razones y si tenían algo que ver con el
rey. Pensé en los criados de pie en cada puerta del Gran Palacio, todos ellos
vestidos de blanco y dorado. ¿Cómo se sentiría Genya, aislada de su propia especie
pero sin ser un miembro real de la corte?
―Es divertido —dije después de un tiempo—. Siempre pensé que ser
hermoso facilitaría la vida de cualquier persona.
―Oh, y lo hace —dijo Genya, y se rió. No pude evitar reír con ella.
Fuimos interrumpidas por un golpe en la puerta, y la costurera pronto nos
había ocupado con accesorios y medidas. Cuando terminó y fue a recoger su
muselina y alfileres, Genya susurró:
―No es demasiado tarde, ¿sabes? Aún puedes…
Pero la interrumpí. ―Azul —dije con firmeza, aunque mi estómago se apretó
de nuevo.
La costurera se fue, y centramos nuestra atención en la cena. La comida era
más común de lo que esperaba, el tipo de comida que había comido durante los
días de fiesta en Keramzin: gachas de guisantes dulces, codorniz asada en miel e
higos frescos. Me di cuenta de que tenía más hambre de lo que jamás había estado
y tuve que resistir el impulso de levantar mi plato y lamerlo.
Genya mantuvo un flujo constante de charla durante la cena, sobre todo acerca de
los chismes de los Grisha. No conocía a ninguna de las personas de las que estaba
hablando, pero agradecía no tener que hacer conversación, así que asentía y
sonreía cuando era necesario. Cuando las últimas sirvientas se marcharon,
llevándose nuestros platos de la cena con ellas, no pude reprimir un bostezo y
Genya se levantó.
―Voy a venir a buscarte para el desayuno mañana por la mañana.
Necesitarás un tiempo para que aprendas a andar por aquí. El Pequeño Palacio a
veces puede ser como un laberinto. —Entonces sus perfectos labios se curvaron en
una maliciosa sonrisa―. Deberías descansar. Mañana conocerás a Baghra.
―¿Baghra?
Genya sonrió con picardía. ―Oh, sí. Ella es una absoluta delicia.
Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, me despidió con la mano y
salió por la puerta. Me mordí el labio. Exactamente, ¿qué me esperaba mañana?
Cuando la puerta se cerró detrás de Genya, sentí la fatiga arrastrarse sobre
mí. La emoción de saber que mi poder era de verdad, la emoción de conocer al rey
y la reina, las maravillas extrañas del Gran Palacio y del Pequeño Palacio habían
mantenido mi cansancio a raya, pero ahora había vuelto; y con él un gran eco de la
soledad.
Me desvestí, colgando mi uniforme cuidadosamente en una percha detrás del
biombo repleto de estrellas, y puse mis nuevas botas brillantes a un lado. Froté la
lana cepillándolo entre mis dedos, con la esperanza de encontrar un sentido de
familiaridad, pero la tela se sentía mal, demasiado dura, demasiado nueva. De
repente extrañaba mi viejo abrigo sucio.
Me puse un camisón de algodón blanco suave y enjuagué mi cara. Mientras
me daba unas palmaditas para secarme, alcancé a capturar un vistazo de mí misma
en el espejo por encima del cuenco. Tal vez fue la luz de la lámpara, pero pensé
que me veía incluso mejor que cuando Genya había terminado su obra en mí.
Después de un momento, me di cuenta de que estaba mirándome en el espejo y
tuve que sonreír. Para una chica que odiaba mirarse, corría el riesgo de volverme
vanidosa.
Me subí a la alta cama, deslizándome bajo las sedas y pieles pesadas, y
apagué la lámpara. A lo lejos, oí una puerta ser cerrada, voces deseando las buenas
noches, los sonidos del Pequeño Palacio a punto de dormir. Me quedé observando
la oscuridad. Nunca en mi vida había tenido una habitación para mí sola. En
Keramzin, había dormido en una galería que había sido convertida en un
dormitorio, rodeada por un sinnúmero de otras chicas. En el ejército, había
dormido en los cuarteles o tiendas de campaña con los otros sobrevivientes. Mi
nueva habitación se sentía enorme y vacía. En el silencio, todos los acontecimientos
de la jornada vinieron a mí, y las lágrimas pincharon mis ojos.
Tal vez me despertaría mañana y descubriría que todo había sido un sueño,
que Alexei seguía vivo y que Mal resultó ileso, que nadie había intentado
asesinarme, que nunca había conocido al rey y a la reina o visto al Apparat, que no
había sentido la mano del Darkling en mi nuca. Tal vez me despertaría para oler
las hogueras quemando, a salvo en mis ropas, en mi pequeña cama, y podría
contarle a Mal todo acerca de este extraño y aterrador, pero hermoso, sueño.
Froté mi pulgar sobre la cicatriz en mi mano y oí la voz de Mal en mi cabeza
diciendo:
―Estaremos bien, Alina. Siempre lo estamos.
―Eso espero, Mal ―le susurré a mi almohada, y dejé que mis lágrimas me
llevaran a dormir.
Traducido por Valen JV
espués de una noche sin descanso, me desperté temprano y no pude
volverme a dormir. Se me había olvidado correr las cortinas antes de irme a
la cama, y la luz del sol entraba por las ventanas. Consideré levantarme,
cerrarlas y retomar el sueño, pero simplemente no tenía la energía. No sabía si
había sido la preocupación o el miedo lo que me había mantenido moviéndome y
volteándome, o si fue el lujo desconocido de dormir en una cama de verdad
después de tantos meses pasados en tambaleantes catres de lona o sin nada más
que un saco de dormir entre el duro suelo y yo.
Me estiré y extendí una mano para pasar mi dedo sobre las intrincadas
talladuras de pájaros y flores en el poste de la cama. Por encima de mí, el dosel de
la cama se abría para revelar un techo pintado de colores vivos, un patrón
elaborado de hojas, flores y pájaros en vuelo. Mientras lo observaba, contando las
hojas de una corona de junípero y comenzando a dormirme otra vez, oí un suave
toque proveniente de la puerta. Aparté las mantas pesadas y deslicé mis pies en las
pequeñas zapatillas forradas de piel colocadas junto a la cama.
Cuando abrí la puerta, una sirvienta me estaba esperando con una pila de
ropa, un par de botas, y una kefta azul oscuro guindada de su brazo. Apenas tuve
tiempo de agradecerle antes de que realizara una reverencia y desapareciera.
Cerré la puerta y coloqué las botas y ropas sobre la cama. La nueva kefta la
colgué cuidadosamente en el biombo.
Durante un tiempo, la observé. Había pasado mi vida con ropa usada de
otros huérfanos, y luego con el uniforme estándar del Primer Ejército. Desde luego,
nunca me habían hecho algo a la medida. Y nunca había soñado que usaría la kefta
de los Grisha.
Me lavé la cara y me peiné el cabello. No sabía a qué hora vendría Genya, así
que no estaba segura de tener tiempo para darme un baño. Necesitaba
desesperadamente un vaso de té, pero no tenía el valor de llamar a una sirvienta.
Finalmente, no me quedó más nada por hacer.
Comencé con la pila de ropa sobre la cama: ceñidos pantalones de una tela
que nunca había conocido, la cual parecía encajar y moverse como una segunda
piel, una blusa larga de algodón fino que se ataba con una cinta azul oscuro, y
botas. Pero decirles botas no parecía correcto. Yo había tenido botas. Estas eran
completamente diferentes, hechas del cuero negro más suave y que se ajustaban
perfectamente a mis pantorrillas. Eran ropas extrañas, parecidas a algo que
utilizarían los campesinos y agricultores. Pero los tejidos eran más finos y costosos
que cualquier campesino podría esperar a pagar.
Cuando ya estuve vestida, miré la kefta. ¿De verdad me iba a poner esa cosa?
¿De verdad iba a ser una Grisha? Me parecía imposible.
Es un simple abrigo, me regañé.
Respiré profundamente, desguindé la kefta del biombo, y me lo puse. Era más
liviana de lo que parecía y, como las otras prendas, me quedaba perfectamente.
Abroché los pequeños botones ocultos del frente y di un paso atrás para intentar
verme en el espejo sobre el lavabo. La kefta era del color azul medianoche más
profundo y casi me llegaba a los pies. Las mangas eran anchas, y aunque se parecía
mucho a un abrigo, era tan elegante que sentí que estaba usando un vestido.
Entonces noté los puños bordados. Como toda Grisha, los Etherealki demostraban
su designación en la orden por el color del bordado: azul claro para los
Mareomotrices, rojo para los Inferno, y plateado para los Impulsores. El bordado
de mis puños era dorado. Pasé mi dedo sobre los relucientes hilos, sintiendo una
punzada de ansiedad, y casi salté cuando sonó un golpe en la puerta.
—Muy bien —dijo Genya cuando abrí la puerta—. Pero te luciría mejor el
negro.
Hice algo muy elegante y le saqué la lengua, luego me apresuré a seguirla
mientras ella caminaba por el pasillo y comenzaba a bajar las escaleras. Genya me
dirigió al mismo salón abovedado donde nos habíamos reunidos la noche anterior
para hacer la procesión. Hoy no estaba tan atestado, pero aún reinaba el zumbido
de conversaciones animadas. En los rincones, grupos de Grisha se agrupaban
alrededor de samovares y se acostaban en los divanes, calentándose junto a los
elaborados hornos de loza. Otros desayunaban en las cuatro largas mesas
dispuestas en un cuadrado en el centro del salón. Una vez más, el silencio pareció
acompañarnos cuando entramos, pero esta vez las personas al menos fingieron
continuar sus conversaciones cuando les pasamos al lado.
Dos chicas usando túnicas de Invocador se abalanzaron sobre nosotras.
Reconocí a Marie por su discusión con Sergei antes de la procesión.
—¡Alina! —dijo ella—. No nos presentamos correctamente ayer. Yo soy
Marie, y esta es Nadia. —Hizo un gesto a la chica de mejillas de manzana a su
lado, quien me sonrió de oreja a oreja. Marie entrelazó su brazo con el mío,
deliberadamente dándole la espalda a Genya—. ¡Ven a sentarte con nosotras!
Fruncí el ceño y abrí la boca para protestar, pero Genya simplemente negó
con la cabeza y dijo:
—Adelante. Perteneces a los Etherealki. Te buscaré después del desayuno
para darte un recorrido.
—Nosotras le podemos mostrar los alrededores… —comenzó Marie.
Pero Genya la interrumpió. —Para darte un recorrido, como lo solicitó el
Darkling.
Marie se sonrojó. —¿Qué eres, su sirvienta?
—Algo parecido —dijo Genya, y se fue a servirse una taza de té.
—Qué creída —dijo Nadia con un resoplido.
—Cada día peor —concordó Marie. Luego se volteó hacia mí y sonrió—.
¡Debes estar muriendo de hambre!
Me llevó a una de las largas mesas, y a medida que nos acercábamos, dos
sirvientes se adelantaron para ofrecernos nuestras sillas.
—Nos sentamos aquí, en la mano derecha del Darkling —dijo Marie, con
orgullo en su voz, haciendo un gesto hacia la mesa ocupada por más Grisha
usando keftas azules—. Los Corporalki se sientan por allá —dijo ella, con una
mirada desdeñosa a la mesa frente a la nuestra, donde un ceñudo Sergei y demás
figuras vestidas de rojo comían el desayuno.
Se me ocurrió que si nosotros éramos la mano derecha del Darkling, los
Corporalki estaban igual de cerca de él a la izquierda, pero no lo mencioné.
La mesa del Darkling estaba vacía, siendo la única señal de su presencia una
enorme silla de ébano. Cuando pregunté si él desayunaría con nosotros, Nadia
sacudió la cabeza vigorosamente.
—¡Oh, no! Casi nunca come con nosotros —dijo.
Enarqué las cejas. Todo este alboroto sobre quién se sentaba más cerca del
Darkling, ¿y ni siquiera se molestaba en venir?
Platos de pan de centeno y escabeche de arenque se colocaron frente a
nosotras, y tuve que reprimir una mueca de asco. Odiaba el arenque. Por suerte,
había bastante pan y, vi con asombro, ciruelas en rodajas que debían de provenir
de un invernadero. Un sirviente nos trajo té caliente de uno de los grandes
samovares.
—¡Azúcar! —exclamé cuando colocó un pequeño tazón ante mí.
Marie y Nadia intercambiaron una mirada y me sonrojé. El azúcar había sido
racionado en Ravka durante los últimos cien años, pero aparentemente no era una
novedad aquí en el Pequeño Palacio.
Otro grupo de Invocadores se unieron y,
presentaciones, me comenzaron a acribillar a preguntas.
después
de
pequeñas
¿De dónde era? El Norte. (Mal y yo nunca mentíamos sobre nuestra
procedencia. Simplemente no decíamos toda la verdad.)
¿De verdad era una cartógrafa? Sí.
¿De verdad había sido atacada por un grupo de Fjerdanos? Sí.
¿Cuántos volcra había matado? Ninguno.
Todos parecieron decepcionados por la última respuesta, especialmente los
chicos.
—¡Pero escuché que mataste cientos de volcras cuando el bote fue atacado! —
protestó un chico llamado Ivo con los rasgos puros de un visón.
—Bueno, no lo hice —dije, y luego lo consideré—. Al menos, no creo haberlo
hecho. Yo… um… como que me desmayé.
—¿Te desmayaste? —Ivo pareció consternado.
Sentí un gran agradecimiento cuando alguien me dio un golpecito en el
hombro y vi que Genya había venido al rescate.
—¿Me acompañas? —preguntó ella, ignorando a los demás.
Mascullé unas despedidas y escapé rápidamente, consciente de sus miradas
siguiéndonos a medida que caminábamos por el salón.
—¿Cómo estuvo el desayuno? —preguntó Genya.
—Horrible.
Genya emitió un sonido de asco. —¿Arenque y centeno?
En realidad yo estaba pensando en la interrogación, pero me limité a asentir
con la cabeza.
Arrugó la nariz. —Asqueroso.
La observé con desconfianza. —¿Qué comiste tú?
Genya lanzó un vistazo sobre su hombro para asegurarse de que nadie estaba
al alcance del oído y susurró:
—Una de las cocineras tiene una hija con manchas terribles. Me encargué de
su problema, y ahora me envía la misma comida que preparan para el Gran Palacio
todas las mañanas. Es divino.
Sonreí y sacudí la cabeza. Los otros Grisha podían despreciar a Genya, pero
ella tenía su propia clase de poder e influencia.
—Pero no le digas a nadie —añadió Genya—. El Darkling está muy
interesado en la idea de que todos comamos comida de campesino. Los Santos
prohíben que olvidemos que somos verdaderos Ravkanos.
Contuve un resoplido. El Pequeño Palacio era la versión de cuento de la vida
de siervo, tan diferente de la vida real de Ravka como el brillo y el oro de la corte
real. Los Grisha parecían obsesionados con emular las formas de servidumbre,
hasta la ropa que llevábamos bajo nuestras keftas. Pero me parecía un poco tonto
comer “comida de campesino” con platos de porcelana, bajo una cúpula con
incrustaciones de oro verdadero. ¿Y qué campesino elegiría escabeche de pescado
sobre pasteles?
—No diré ni una palabra —le prometí.
—¡Bien! Si te portas muy bien conmigo, incluso podría compartir —dijo
Genya con un guiño—. Ahora, estas puertas llevan a la biblioteca y a los talleres. —
Hizo un gesto hacia el conjunto de enormes puertas dobles frente a nosotras—. Por
allá es para volver a tu habitación —dijo, señalando a la derecha—. Y por allá para
ir al Gran Palacio —dijo, señalando las puertas dobles a nuestra izquierda. Genya
comenzó a guiarme a la biblioteca.
—Pero, ¿adónde se va por aquel camino? —pregunté, moviendo mi cabeza
hacia las puertas dobles tras la mesa del Darkling.
—Si esas puertas se abren, presta atención. Conducen a la sala del consejo del
Darkling y sus aposentos.
Cuando volví a mirar más cerca las puertas pesadamente talladas, pude
distinguir el símbolo del Darkling escondido entre enredaderas de vid y animales
corriendo. Me aparté y me apresuré tras Genya, quien ya estaba saliendo del salón
abovedado.
La seguí por el corredor hasta llegar a otro conjunto de puertas dobles. Este
par había sido tallado para parecer la portada de un libro antiguo, y cuando Genya
las abrió, jadeé.
La biblioteca tenía dos pisos de alto, y paredes repletas de libros de suelo a
techo. Un balcón recorría el segundo piso, y su cúpula estaba hecha
completamente de vidrio por lo que toda la habitación brillaba con la luz de la
mañana. Unas pocas sillas de lectura y pequeñas mesas estaban colocadas junto a
las paredes. En el centro de la habitación, justo bajo la brillante cúpula de vidrio, se
encontraba una mesa redonda rodeada por un banco circular.
—Tendrás que venir aquí para estudiar historia y teoría —dijo Genya,
rodeando la mesa y llevándome al otro lado de la habitación—. Hace años terminé
con todo eso. Muy aburrido. —Entonces se rió—. Cierra la boca. Pareces una
trucha.
Cerré mi boca instantáneamente, pero eso no me impidió de mirar todo mi
entorno con asombro. La biblioteca del duque siempre me había parecido
magnífica, pero comparada con este lugar, parecía una casucha. Todo Keramzin
parecía viejo y descolorido visto junto a la belleza del Pequeño Palacio, pero de
alguna manera me puso triste pensar de esa forma. Me pregunté qué verían los
ojos de Mal.
Caminé más despacio. ¿Los Grisha tenían permitido recibir invitados? ¿Mal
podía venir a visitarme a Os Alta? Él tenía deberes con su regimiento, pero si
lograba irse… Me emocioné de sólo pensarlo. El Pequeño Palacio ya no me parecía
tan intimidante cuando me imaginaba recorriendo esos pasillos con mi mejor
amigo.
Abandonamos la biblioteca por otro par de puertas dobles y nos adentramos
en un oscuro pasillo. Genya dio la vuelta a la izquierda, pero yo observé el
corredor a la derecha y vi a dos Corporalki surgir de un par de enormes puertas
lacadas de rojo. Nos dirigieron miradas hóstiles antes de desaparecer entre las
sombras.
—Vamos —susurró Genya, agarrándome del brazo y llevándome en la
dirección contraria.
—¿A dónde llevan esas puertas? —pregunté.
—A los salones de anatomía.
Me recorrió un escalofrío. Los Corporalki. Sanadores… y Cardios. Tenían que
practicar en algún lado, pero odiaba pensar en lo que podía suponer esa práctica.
Apresuré mis pasos para alcanzar a Genya. No quería que me encontraran sola
junto a esas puertas rojas.
Al final del pasillo, nos detuvimos ante un par de puertas hechas de madera
clara, exquisitamente tallada con aves y flores floreciendo. Las flores tenían
diamantes amarillos en sus centros, y los pájaros lo que parecían ojos de amatista.
Las manijas de las puertas habían sido hechas para parecer dos perfectas manos.
Genya tomó una y empujó la puerta.
Los talleres de los Fabricadores habían sido construidos para aprovechar lo
máximo de la clara luz del este, y las paredes estaban casi completamente
ocupadas por ventanas. Las habitaciones iluminadas me recordaron un poco a la
Tienda de los Documentos, pero en lugar de atlas, pilas de papel, y botellas de
tinta, las mesas de trabajo estaban repletas de rollos de tela, pedazos de vidrio,
madejas de oro y acero, y trozos de roca extrañamente retorcidos. Por una esquina,
un terrario exponía flores exóticas, insectos y, vi con un estremecimiento,
serpientes.
Los Materialki vestidos con keftas morado oscuro estaban sentados y
encorvados sobre sus trabajos, pero alzaron la vista para observarme fijamente a
medida que caminábamos. En una mesa, dos Fabricadoras estaban trabajando con
una masa fundida de lo que, según supuse, más tarde se convertiría en acero
Grisha, su mesa ocupada por trozos de diamante y tarros llenos de gusanos de
seda. En otra mesa, un Fabricador con una prenda atada a su nariz y boca estaba
midiendo un líquido negro y espeso que olía a alquitrán. Genya me llevó más allá
de ellos donde un Fabricador estaba encorvado sobre un par de pequeños discos
de vidrio. Era pálido, delgado, y en extrema necesidad de un corte de pelo.
—Hola, David —dijo Genya.
David alzó la vista, parpadeó, dio un pequeño asentimiento con la cabeza, y
volvió a su trabajo.
Genya suspiró. —David, esta es Alina.
David soltó un gruñido.
—La Invocadora del Sol —añadió Genya.
—Estos son para ti —dijo él, sin mirarme.
Observé los discos. —Oh, um... ¿gracias?
No sabía qué más decir, pero cuando miré a Genya, ella sólo se encogió de
hombros y puso los ojos en blanco.
—Adiós, David —dijo deliberadamente. David gruñó. Genya me tomó del
brazo y me llevó afuera, a una galería 2 con un gran arco de madera que tenía vistas
de un gran campo de césped—. No te lo tomes como algo personal —dijo ella—.
David es un gran trabajador metalúrgico. Puede forjar una cuchilla tan afilada que
podría cortar la carne como si fuese agua. Pero si no estás hecha de metal ni de
vidrio, no le interesas.
El tono de Genya fue ligero, pero tenía un pequeño borde gracioso, y cuando
la miré, vi que había dos puntos de color en sus perfectas mejillas. Volví a mirar
por las ventanas hacia donde aún podía ver los hombros huesudos de David y su
Galería, habitación larga y espaciosa con ventanas o cuadros en sus laterales.
http://viajerosblog.com/wp-content/uploads/2011/09/galeria_rey_palacio_olite.jpg
2
desordenado cabello marrón. Si una criatura tan hermosa como Genya se podía
enamorar de un Fabricador delgado y estudioso, aún me quedaba algo de
esperanza.
—¿Qué? —dijo, notando mi sonrisa.
—Nada, nada.
Genya me miró con suspicacia, pero mantuve la boca cerrada. Seguimos la
galería a lo largo de la pared oriental del Pequeño Palacio, pasando más ventanas
por las cuales se podían ver los talleres de los Fabricadores. Luego dimos vuelta en
una esquina y las ventanas se detuvieron. Genya apresuró el paso.
—¿Por qué no hay más ventanas? —pregunté.
Genya observó con nerviosismo las sólidas paredes. Eran la única parte del
Pequeño Palacio, que había visto, que no estaba cubierta de tallados.
—Estamos al otro lado de los salones de anatomía de los Corporalki.
—¿Acaso no necesitan luz para… hacer su trabajo?
—Tragaluces —dijo ella—. En el techo, como la cúpula de la biblioteca. Lo
prefieren así. Mantienen sus secretos a salvo.
—Pero, ¿qué hacen ahí adentro? —pregunté, insegura de querer escuchar la
respuesta.
—Sólo los Corporalki lo saben. Pero existen rumores de que han estado
trabajando con los Fabricadores en nuevos… experimentos.
Me estremecí y sentí alivio cuando dimos vuelta en otra esquina y volvieron a
aparecer las ventanas. A través de ellas, vi habitaciones como la mía, y me di
cuenta de que estaba viendo los dormitorios del primer piso. Me sentí agradecida
de tener un cuarto en el tercer piso. Me hubiese gustado no tener que subir tantas
escaleras, pero ahora que tenía mi propia habitación por primera vez, me alegró
que la gente no podía simplemente entrar a ella por mi ventana.
Genya señaló el lago que había visto desde mi cuarto. —Estamos yendo para
allá —dijo, señalando las pequeñas estructuras blancas que decoraban la orilla—. A
los pabellones de los Invocadores.
—¿Recorreremos todo ese camino?
—Es el lugar más seguro para que los de tu clase practiquen. Lo último que
necesitamos es que venga un Inferno muy emocionado e incendie todo el palacio a
nuestro alrededor.
—Ah —dije—. No había pensado en eso.
—Eso no es nada. Los Fabricadores tienen otro lugar fuera de la ciudad para
poder trabajar en polvos explosivos. Puedo arreglar todo para que tengas un
recorrido allá, también —me dijo con una sonrisa maliciosa.
—Mejor paso.
Bajamos unos escalones a un sendero de grava y nos dirigimos al lago. A
medida que nos acercábamos, otro edificio se hizo visible en la otra orilla. Para mi
sorpresa, vi grupos de niños corriendo y gritando a su alrededor. Niños de rojo,
azul, y morado. Sonó una campana, y dejaron de jugar para volver a entrar.
—¿Una escuela? —pregunté.
Genya asintió. —Cuando el talento de un Grisha es descubierto, el niño es
traído aquí para ser entrenado. Es donde la mayoría de nosotros aprendió la
Pequeña Ciencia.
De nuevo, pensé en esas tres figuras cerniéndose sobre mí en la sala de estar
de Keramzin. ¿Por qué los Examinadores Grisha no descubrieron mis habilidades
en ese momento? Era difícil imaginar cómo podría haber sido mi vida si las
hubiesen descubierto. Habría sido atendida por sirvientes en lugar de trabajar con
ellos en las tareas del hogar. Nunca me habría convertido en una cartógrafa o
incluso aprendido a dibujar un mapa. ¿Y qué habría significado para toda Ravka?
Si hubiese aprendido a usar mi poder, el Abismo de las Sombras ya podría haber
sido cosa del pasado. Mal y yo nunca habríamos tenido que luchar contra el volcra.
De hecho, Mal y yo ya nos habríamos olvidado.
Volví a mirar más allá del agua, a la escuela. —¿Qué sucede cuando
terminan?
—Se convierten en miembros del Segundo Ejército. Muchos son enviados a
mansiones para servir a familias nobles, o son enviados a ayudar al Primer Ejército
en el frente norte o sur, o cerca del Abismo. Los mejores son elegidos a quedarse en
el Pequeño Palacio, para terminar sus estudios y unirse al servicio del Darkling.
—¿Qué pasa con sus familias? —pregunté.
—Son compensados generosamente. Una familia Grisha nunca está en
necesidad.
—No me refería a eso. ¿Nunca vas a casa a hacer una visita?
Genya se encogió de hombros. —No he visto a mis padres desde que tengo
cinco. Esta es mi casa.
Al ver a Genya con su kefta blanca y dorada, no me sentí tan convencida. Yo
había vivido en Keramzin la mayor parte de mi vida, pero nunca había sentido que
pertenecía. E incluso después de un año, había sentido lo mismo con el Ejército del
rey. El único lugar donde había sentido que pertenecía había sido con Mal, y ni
siquiera eso había durado mucho tiempo. A pesar de su belleza, quizás Genya y yo
no éramos tan diferentes después de todo.
Cuando alcanzamos la orilla del lago, paseamos más allá de los pabellones de
piedra, pero Genya no se detuvo hasta que alcanzamos un camino que serpenteaba
desde la costa hasta el bosque.
—Y aquí estamos —dijo ella.
Me asomé por el sendero. Escondida entre las sombras, sólo pude distinguir
una pequeña cabaña de piedra, oscurecida por los árboles. —¿Es ahí?
—No puedo ir contigo, y tampoco tengo ganas de hacerlo.
Volví a mirar el camino y un pequeño estremecimiento me recorrió la
columna.
Genya me dirigió una mirada compasiva. —Baghra no es tan mala una vez
que te acostumbras. Pero no quieres llegar tarde.
—Cierto —dije a toda prisa, y salí corriendo por el sendero.
—¡Buena suerte! —gritó Genya tras de mí.
La cabaña de piedra era redonda y, noté con aprensión, no parecía tener
ventanas. Subí caminando los pocos escalones a la puerta y toqué. Cuando nadie
respondió, toqué otra vez y esperé. No tenía idea de qué hacer. Le eché un vistazo
al camino, pero Genya ya se había ido. Toqué una vez más, entonces me armé de
coraje y abrí la puerta.
El calor me golpeó como una explosión, e instantáneamente comencé a sudar
bajo mi ropa. Mientras mi vista se acostumbraba a la oscuridad, sólo pude
distinguir una pequeña cama, un lavabo, y una estufa con una tetera sobre ella. En
medio de la habitación se encontraban dos sillas y un fuego rugiendo en un gran
horno de loza.
—Llegas tarde —dijo una voz áspera.
Miré a mi alrededor pero no vi a nadie en la pequeña habitación. Entonces
una de las sombras se movió. Casi atravesé el techo de un salto.
—Cierra la puerta, niña. Estás dejando que el calor se escape.
Cerré la puerta.
—Muy bien, vamos a echarte un vistazo.
Quise voltearme y correr en la dirección contraria, pero me dije que dejara de
ser estúpida. Me obligué a caminar al fuego. La sombra surgió de la parte trasera
del horno para mirarme bajo la luz del fuego.
Mi primera impresión fue de una mujer increíblemente anciana, pero cuando
miré más cerca, no sabía por qué había pensado eso. La piel de Baghra era suave y
tirante sobre los ángulos agudos de su rostro. Su espalda estaba recta, su cuerpo
enjuto como un acróbata Suli, y su cabello negro carbón al margen del gris. Y sin
embargo, la luz del fuego hacia que sus rasgos fueran tan inquietantes como los de
una calavera, con huesos sobresalientes y huecos profundos. Usaba una kefta
antigua de color indefinido, y con una mano esquelética agarraba un bastón de
cabeza plana que parecía haber sido tallado de madera plateada, petrificada.
—Entonces —dijo en voz baja y gutural—, tú eres la Invocadora del Sol. Aquí
para salvarnos a todos. ¿Dónde está el resto de tu cuerpo?
Me moví inquieta.
—Bueno, niña, ¿acaso eres muda?
—No —logré decir.
—Eso es algo, supongo. ¿Por qué no te examinaron cuando eras pequeña?
—Sí me examinaron.
—Um —dijo ella. Entonces su expresión cambió. Me observó con unos ojos
tan insondablemente sombríos que un estremecimiento me recorrió el cuerpo, a
pesar del calor de la habitación—. Espero que seas más fuerte de lo que pareces,
niña —dijo de manera siniestra.
Una mano huesuda se deslizó fuera de la manga de su túnica y se apretó en
torno a mi muñeca. —Ahora —dijo—. Veamos lo que puedes hacer.
Traducido por livewings
ra un completo desastre. Cuando Baghra sujetó su huesuda mano alrededor
de mi muñeca, inmediatamente noté que ella era una amplificadora como el
Darkling. Sentí la misma oleada de confianza pasar a través de mi cuerpo y la
luz del sol estalló en la habitación, brillando sobre las paredes de piedra de la
cabaña de Baghra. Pero cuando me soltó y me dijo que invocara mi poder sin
ayuda, estuve perdida. Ella me regañó, me engatusó, incluso me golpeó una vez
con su bastón.
—¿Qué se supone que debo hacer con una chica que no puede invocar su
propio poder? —me gruñó—. Incluso un niño puede hacerlo.
Ella volvió a deslizar su mano por mi muñeca, y sentí esa cosa alzándose
dentro de mí, luchando por salir a la superficie. Fui a por ella, sujetándola,
definitivamente podía sentirla. Entonces Baghra soltó mi mano, y el poder se alejó
de mí, hundiéndose como una piedra. Finalmente, me espantó con un gesto
disgustado de su mano.
El día no mejoró. Pasé el resto de la mañana en la biblioteca, donde me
habían dejado una pila altísima de libros sobre teoría e historia Grisha, y se me
informó que sólo era una parte de mi lista de lecturas. Al almuerzo, busqué a
Genya, pero no la encontré por ningún lado. Me senté en la mesa de los
Invocadores, que rápidamente fue invadida por Etherealki.
Comía de mi plato mientras Marie y Nadia me aguijoneaban con preguntas
sobre mi primera lección, dónde estaba mi habitación, si quería salir con ellas al
banya esa noche. Cuando notaron que no me iban a sonsacar mucha información,
se volvieron hacia los otros Invocadores para hablar sobre sus clases. Mientras yo
sufría con Baghra, los otros Grisha estaban estudiando teoría avanzada, idiomas o
estrategia militar. Al parecer, todo esto con el fin de prepararlos para cuando
dejaran el Pequeño Palacio el próximo verano. La mayoría de ellos viajarían al
Abismo, o a los frentes del norte o del sur para asumir rangos de mando en el
Segundo Ejército. Pero el mayor honor era viajar con el Darkling como lo hacía
Ivan.
Hice todo lo posible por prestar atención, pero mi mente seguía volviendo a
mi desastrosa lección con Baghra. En algún punto, me di cuenta de que Marie
debió haberme preguntado algo, porque ella y Nadia estaban mirándome.
—Disculpa, ¿qué? —dije.
Intercambiaron una mirada entre sí.
—¿Quieres caminar con nosotras hasta las caballerizas? —preguntó Marie—.
¿Para el entrenamiento de combate?
¿Entrenamiento de combate? Miré el pequeño horario que Genya me había
entregado. Escritas bajo el almuerzo estaban las palabras «Entrenamiento de
Combate, Botkin, Caballerizas Occidentales.» Así que este día efectivamente se iba
a poner peor.
—Claro —dije aturdida, y me levanté con ellas. Los sirvientes se adelantaron
para arreglar nuestras sillas y retirar la vajilla. Dudaba que fuera a acostumbrarme
a ser atendida de esta forma.
—Ne brinite —dijo Marie con una risita.
—¿Qué? —pregunté, desconcertada.
—To çe biti zabavno.
Nadia rió.
—Ella dijo, «No te preocupes, será divertido.» Es dialecto Suli. Marie y yo lo
estamos estudiando en caso de que seamos enviadas al oeste.
—Ah —dije.
—Shi si yuyan Suli —dijo Sergei cuando pasó al lado de nosotras en su camino
a la salida del salón abovedado—. Esa es la frase en Shu para decir, «El Suli es un
idioma extinto.»
Marie frunció el ceño y Nadia se mordió el labio.
—Sergei está estudiando Shu —susurró Nadia.
—Ya veo —respondí.
Marie estuvo todo el camino hacia las caballerizas quejándose sobre Sergei y
los otros Corporalki, y discutiendo sobre las ventajas del Suli comparado con el
Shu. El Suli era mejor para las misiones en el noroeste. El Shu significaba que
estarías estancado traduciendo documentos diplomáticos. Sergei era un estúpido
que mejor debería aprender a negociar en Kerch. Ella tomó un breve descanso para
señalar la banya, un elaborado sistema de baños de vapor y piscinas frías situadas
en un bosque de abedules a un costado del Pequeño Palacio, e inmediatamente
después volvió a despotricar en contra de los egoístas Corporalki, quienes
invadían las piscinas todas las noches.
Tal vez el entrenamiento de combate no estaría tan mal. Marie y Nadia
definitivamente me hacían querer golpear algo.
Mientras cruzábamos el prado occidental, repentinamente tuve la sensación
de ser observada. Levanté la mirada y vi una figura alejada del camino, casi oculta
por las sombras de un pequeño conjunto de árboles. No se podía confundir ese
largo abrigo marrón ni esa oscura y sucia barba, e incluso desde lejos, podía sentir
la misteriosa intensidad de la mirada del Apparat. Me apuré para alcanzar a Marie
y Nadia pero sentí sus ojos siguiéndome, y cuando me volví para mirar sobre mi
hombro, él seguía allí.
Las salas de entrenamiento estaban al lado de las caballerizas; habitaciones
grandes, vacías y con vigas altas, equipadas con suelos sucios y armas de todo tipo
apoyadas en las paredes. Nuestro instructor, Botkin Yul-Erdene, no era un Grisha;
él era un ex mercenario Shu Han que había luchado en guerras por todo el
continente, aliado de cualquier ejército que pudiese costear su peculiar don de la
violencia. Tenía el cabello salpicado de gris y una espantosa cicatriz a través del
cuello, donde alguien había intentado cortar su garganta. Pasé las siguientes dos
horas maldiciendo a esa persona por no haber hecho un mejor trabajo.
Botkin comenzó con ejercicios de resistencia, haciéndonos correr por los
distintos terrenos del palacio. Hice todo lo posible por mantener el ritmo, pero
estaba más débil y torpe que nunca, y rápidamente quedé rezagada.
—¿Es esto lo que les enseñan en el Primer Ejército? —se burló él con su
pesado acento Shu mientras yo tropezaba por la colina.
Me faltaba el aliento para responderle.
Cuando volvimos a la sala de entrenamiento, los otros Invocadores se
pusieron en parejas para ejercicios de combate, y Botkin insistió en ser mi
compañero. La siguiente hora fue una bruma de dolorosos golpes y puñetazos.
—¡Bloquéalos! —gritó él, tirándome hacia atrás—. ¡Más rápido! ¿O tal vez a la
niñita le gusta ser golpeada?
Mi único consuelo era que no teníamos permitido usar nuestras habilidades
Grisha en las salas de entrenamiento. Así que al menos me salvé de la vergüenza
de decir que no podía invocar mi poder.
Cuando estuve tan cansada y dolorida que consideré simplemente acostarme
y dejar que me pateara, Botkin terminó la clase. Pero antes de que saliéramos él
dijo:
—Mañana, la niñita viene más temprano, a entrenar con Botkin.
Hice todo lo que pude para no lloriquear.
Para cuando me tambaleé de vuelta a mi habitación y me bañé, simplemente
quería escabullirme bajo las mantas y esconderme. Pero me obligué a mí misma a
volver al salón abovedado para cenar.
—¿Dónde está Genya? —le pregunté a Marie al sentarme en la mesa de los
invocadores.
—Ella come en el Gran Palacio.
—Y duerme ahí —añadió Nadia—. A la reina le gusta asegurarse de que
siempre esté disponible.
—Al igual que al rey.
—¡Marie! —protestó Nadia, pero ella estaba riéndose.
Las miré boquiabierta.
—Quieren decir que…
—Es sólo un rumor —dijo Marie. Pero ella y Nadia intercambiaron una
mirada cómplice.
Pensé en los húmedos labios y los vasos sanguíneos rotos de la nariz del rey,
y en la hermosa Genya usando los colores de sirvienta. Alejé mi plato. El poco
apetito que tenía había desaparecido.
La cena pareció durar una eternidad. Bebí un vaso de té y soporté otra ronda
de cuchicheo sin fin de los Invocadores. Estaba a punto de excusarme y retirarme a
mi habitación cuando las puertas tras la mesa del Darkling se abrieron, silenciando
el salón abovedado.
Ivan apareció y caminó hacia la mesa de los Invocadores, aparentemente
ajeno a las miradas de los otros Grisha.
Con una sensación de terror, me di cuenta de que estaba caminando
directamente hacia mí.
—Ven conmigo, Starkov —dijo cuando llegó a nuestra mesa, y luego añadió
burlonamente—: Por favor.
Empujé mi silla hacia atrás y me levanté sobre unas piernas que de repente se
sentían débiles. ¿Le habría dicho Baghra al Darkling que yo era irremediable? ¿Le
habría dicho Botkin lo terriblemente mal que había estado en mi lección? Los
Grisha me estaban mirando, y de hecho, la boca de Nadia estaba abierta.
Seguí a Ivan por el silencioso salón y a través de las enormes puertas de
ébano. Me llevó por un pasillo y por otra puerta estampada con el emblema del
Darkling. Fácilmente, supe que estaba en la sala de guerra. No había ventanas, y
las paredes estaban recubiertas con grandes mapas de Ravka. Estos estaban hechos
a la manera antigua, con tinta calentada sobre cuero animal. Bajo cualquier otra
circunstancia, habría pasado horas estudiándolos, pasando mis dedos sobre las
elevadas montañas y ríos serpenteantes. En vez de eso, me mantuve con mis
manos húmedas apretadas en puños, y con el corazón latiendo fuertemente en mi
pecho.
El Darkling estaba sentado en el extremo de una larga mesa, leyendo una pila
de papeles. Levantó la vista cuando entramos, sus ojos cristalinos brillando a la luz
de la lámpara.
—Alina —dijo—. Por favor, siéntate.
Él señaló la silla a su lado.
Dudé. No sonaba enojado.
Ivan desapareció por la puerta, cerrándola tras él. Tragué saliva y me obligué
a cruzar la habitación y tomar el asiento que el Darkling me había ofrecido.
—¿Cómo estuvo tu primer día?
Tragué de nuevo.
—Bien —grazné.
—¿En serio? —preguntó, pero una pequeña sonrisa jugaba en sus labios—.
¿Incluso Baghra? Ella puede ser un poco difícil.
—Sólo un poco —alcancé a decir.
—¿Estás cansada?
Asentí.
—¿Extrañas tu casa?
Me encongí de hombros. Se sentía extraño decir que extrañaba las barracas
del Primer Ejército.
—Un poco, supongo.
—Ya mejorará.
Me mordí el labio. Eso esperaba. No estaba segura de cuántos días como este
podría soportar.
—Será más difícil para ti —dijo él—, un Etherealnik rara vez trabaja solo. Los
Inferno se emparejan. Los Impulsores a menudo se emparejan con los
Mareomotrices. Pero tú eres la única de tu especie.
—Cierto —dije cansinamente. En realidad, no estaba de humor para escuchar
lo especial que era.
Él se levantó.
—Ven conmigo —dijo.
Mi corazón comenzó a latir desbocado de nuevo. Me guió fuera de la sala de
guerra hacia otro vestíbulo.
Señaló una estrecha puerta dispuesta discretamente en la pared.
—Sigue derecho y te guiará de vuelta a los dormitorios. Pensé que querrías
evadir el salón abovedado.
Le miré.
—¿Eso es todo? —espeté—. ¿Sólo querías preguntarme cómo estuvo mi día?
Él inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué esperabas?
Estaba tan aliviada que se me escapó una pequeña carcajada.
—No sé. ¿Tortura? ¿Interrogación? ¿Un sermón?
Él frunció el ceño ligeramente.
—No soy una monstruo, Alina. A pesar de todo lo que puedas haber oído.
—No me refería a eso —dije apresuradamente—. Yo sólo... no sabía qué
esperar.
—¿Aparte de lo peor?
—Es un viejo hábito. —Sabía que debía detenerme ahí, pero no lo pude
evitar. Tal vez no estaba siendo justa, pero tampoco él—. ¿Por qué no debería
tenerte miedo? —le pregunté—. Tú eres el Darkling. No estoy diciendo que seas
capaz de tirarme a una zanja o enviarme a Tsibeya, pero definitivamente podrías
hacerlo. Puedes cortar a la gente por la mitad. Pienso que es justo sentirme un poco
intimidada.
Me estudió por un largo momento y deseé fervientemente haber mantenido
mi boca cerrada. Pero luego, media sonrisa cruzó su cara.
—Es posible que tengas un punto.
Mi miedo disminuyó un poco.
—¿Por qué haces eso? —preguntó él, de repente.
—¿Hacer qué?
Se me acercó y tomó mi mano. Sentí esa magnífica sensación de seguridad
recorrer mi cuerpo.
—Frotarte la palma con el pulgar.
—Oh —me reí nerviosamente. Lo había estado haciendo inconscientemente—
. Sólo otro viejo hábito.
Le dio la vuelta a mi mano, y la examinó bajo la tenue luz del vestíbulo. Pasó
su pulgar sobre la pálida cicatriz que a travesaba mi palma. Un zumbido
estremecedor me atravesó.
—¿Dónde te hiciste esto? —preguntó.
—En... en Keramzin.
—¿Donde creciste?
—Sí.
—¿El rastreador también es un huérfano?
Respiré profundamente. ¿Leer las mentes también era uno de sus poderes?
Pero luego recordé que Mal había dado testimonio en la tienda de los Grisha.
—Sí —dije.
—¿Es bueno?
—¿Qué? —Me resultaba difícil concentrarme. El pulgar del Darkling seguía
moviéndose de un lado a otro, trazando la longitud de la cicatriz de mi mano.
—En rastrear. ¿Es bueno en eso?
—El mejor —dije honestamente—. Los siervos en Keramzin decían que él
podía sacar conejos de las rocas.
—A veces me pregunto cuánto valor entendemos que tienen nuestros dones
—murmuró.
Luego dejó caer mi mano y abrió la puerta. Él se hizo a un lado y me dio una
pequeña reverencia.
—Buenas noches, Alina.
—Buenas noches —logré decir.
Salí por la puerta y me adentré en un pequeño pasillo. Un momento después,
oí el sonido de una puerta cerrándose a mis espaldas.
Traducido por livewings
la mañana siguiente, mi cuerpo dolía de tal forma que apenas pude
arrastrarme fuera de la cama. Pero me levanté y lo volví a hacer otra vez. Y
otra vez. Y otra vez. Cada día era peor y más frustrante que el anterior, pero
no me detuve. No podía. Ya no era una cartógrafa y si no lograba convertirme en
una Grisha, ¿dónde me dejaría eso?
Pensé en las palabras del Darkling esa noche bajo las vigas rotas del granero.
Tú eres el primer rayo de esperanza que he tenido en mucho tiempo. Él creía que yo era la
Invocadora del Sol. Él creía que yo podía ayudarlo a destruir el Abismo, e incluso
si pudiese, ningún soldado, comerciante o rastreador volvería a cruzar el Falso
Océano.
Pero a medida que los días pasaban, esa idea comenzó a parecerme más y
más absurda.
Pasaba horas en la cabaña de Baghra aprendiendo ejercicios de respiración y
soportando dolorosas posturas que supuestamente me ayudarían a concentrarme.
Ella me dio libros que leer, tés que beber, y reiterados golpes con su bastón, pero
nada ayudó. «¿Debería cortarte, niña?» Exclamaba de la frustración. «¿Debería
hacer que un Inferno te queme? ¿Debería hacer que te devolviesen al Abismo para
que te conviertas en alimento de esas abominaciones?»
Mis fracasos diarios con Baghra eran sólo equiparados con la tortura a la que
me sometía Botkin. Me obligaba a correr por los terrenos del palacio, por los
bosques, subir y bajar colinas hasta que creía que iba a derrumbarme. Me hizo
simulacros de peleas y caídas hasta que mi cuerpo estuvo lleno de moretones y mis
oídos dolían por sus constantes quejas: demasiado lento, demasiado débil,
demasiado delgada.
—¡Botkin no puede construir una casa con esas pequeñas ramitas! —me gritó,
dándole a la parte superior de mi brazo un apretón—. ¡Come algo!
Pero no estaba hambrienta. El apetito que había aparecido luego de mi roce
con la muerte en el Abismo se había esfumado y la comida había perdido todo su
sabor. Dormía mal, a pesar de mi lujosa cama, y sentía que apenas sobrevivía mis
días. La labor que Genya había hecho conmigo había desaparecido y mis pómulos
estaban de nuevo cetrinos, mis ojos ensombrecidos y mi cabello aburrido y sin
forma.
Baghra creía que mi falta de apetito e incapacidad para dormir estaban
relacionadas con la dificultad de invocar mi poder. «¿Cuán difícil puede ser
caminar con los pies atados? ¿O hablar con la mano sobre tu boca?» me
sermoneaba. «¿Por qué desperdicias toda tu energía luchando contra tu verdadera
naturaleza?»
No lo hacía. O no creía estarlo haciendo. Ya no estaba segura de nada. Toda
mi vida había sido frágil y débil. Cada día se había sentido como una lucha. Si
Baghra estaba en lo cierto, todo eso cambiaría cuando finalmente dominara mi
talento Grisha. Asumiendo que alguna vez lo hiciese. Hasta entonces, estaba
estancada.
Sabía que los otros Grisha rumoreaban sobre mí. A los Etheralki les gustaba
practicar juntos en la orilla del lago, experimentando nuevas formas de usar el
viento, agua y fuego. No podía arriesgarme a que descubrieran que no podía
invocar mi poder así que inventaba excusas para no ir con ellos, y eventualmente
dejaron de invitarme.
Por las noches se sentaban alrededor del salón abovedado, bebiendo té o kvas,
planeando excursiones de fin de semana a Balakirev o alguna de los otros pueblos
cercanos a Os Alta. Pero como el Darkling seguía preocupado por los intentos de
asesinato, yo tenía que quedarme. Estaba agradecida por aquella excusa. Mientras
más tiempo pasaba con los Invocadores, más posibilidades tenía de ser
descubierta.
Raramente veía al Darkling, y cuando lo hacía era desde la distancia, yendo o
viniendo, enfrascado en una conversación con Ivan o los consejeros militares del
rey. Aprendí de los otros Grisha que él no pasaba mucho tiempo en el Pequeño
Palacio, sino que la mayor parte del tiempo estaba viajando entre el Abismo y el
extremo norte, o al sur, donde los grupos de asalto Shu Han estaban atacando
asentamientos antes de que llegara el invierno. Cientos de Grisha estaban
apostados a lo largo de Ravka, y él era responsable de todos ellos.
Nunca me hablaba, y mucho menos miraba en mi dirección. Estaba segura de
que su indiferencia se debía a mi poca mejoría, a que después de todo su
Invocadora del Sol tal vez resultara ser un completo fracaso.
Cuando no estaba sufriendo en las manos de Baghra o Botkin, me encontraba
sentada en la biblioteca leyendo los libros de teoría Grisha. Ya creía entender los
fundamentos de lo que hacían los Grisha. (De lo que hacemos, me corregí.) Toda cosa
en el mundo podía romperse en pequeños pedazos. Lo que parecía magia en
realidad eran los Grisha manipulando la materia en su estado más fundamental.
Marie no hacía fuego. Ella invocaba elementos combustibles en el aire a
nuestro alrededor, y aún así seguía necesitando un sílex para hacer la chispa que
quemaría el combustible. El acero Grisha no estaba hecho por magia sino con las
habilidades de los Fabricadores, los cuales no necesitaban herramientas de calor o
fuerza para manipular el metal.
Mientras más entendía lo que hacíamos, menos segura estaba de cómo lo
hacíamos. El principio fundamental de la Pequeña Ciencia era «Dios los cría, y
ellos se juntan,» pero luego se puso complicado. Odinakovost era la “haecceidad.”
de una cosa que lo hacía igual a todo lo demás. Etovost era la “esencia” de una cosa
que lo hacía diferente a lo demás. Odinakovost relacionaba a los Grisha con el
mundo, pero era etovost el que les daba afinidad con cosas como el aire, sangre o,
en mi caso, luz. Mi mente comenzó a girar alrededor de esas palabras.
Una cosa sobresalió para mí: la palabra que los filósofos usaban para describir
a la gente sin dones Grisha, otkazat’sya, “Los Abandonados.” Era sinónimo de
huérfano.
Una tarde, estaba pasando perezosamente por un pasaje que describía la
ayuda de los Grisha al trazado de rutas cuando sentí la presencia de alguien a mi
lado. Alcé la vista y me encogí en la silla. El Apparat se cernía sobre mí, sus
pupilas negras y planas encendidas por una intensidad inusual.
Miré alrededor de la biblioteca. Estaba vacía a excepción de nosotros, y a
pesar del sol brillando por el tragaluz, sentí un escalofrío recorrerme.
Él se sentó en la silla a mi lado con un batir de sus ropajes mohosos, y el
húmedo olor a tumba me envolvió. Traté de respirar por mi boca.
—¿Está disfrutando de sus estudios, Alina Starkov?
—Mucho —mentí.
—Me alegra —dijo él—. Pero espero que recuerde alimentar su alma tan bien
como su mente. Soy el consejero espiritual para todos aquellos dentro de las
paredes del palacio. Si se encuentra preocupada o asustada, espero que acuda a mí
sin dudarlo.
—Lo haré —dije—. Absolutamente.
—Bien, bien. —Él sonrió, revelando una boca llena de dientes amarillos y
encías negras como las de un lobo—. Quiero que seamos amigos. Es muy
importante que lo seamos.
—Claro.
—Estaría encantado de que aceptara un regalo de mi parte —dijo, buscando
dentro de los bolsillos de su capa marrón y sacando un pequeño libro forrado en
cuero rojo.
¿Cómo alguien puede sonar tan espeluznante al ofrecerte un regalo?
Reticente, me incliné hacia adelante para tomar el libro de su larga y venosa
mano. El título está esbozado en oro sobre la portada: Istorii Sankt’ya.
—¿La Vida de los Santos?
Asintió. —Hubo un tiempo donde a todos los niños Grisha se les regalaba
este libro cuando venían a la escuela en el Pequeño Palacio.
—Gracias —dije, perpleja.
—Los campesinos aman a sus Santos. Están hambrientos de milagros. Y aún
así no aman a los Grisha. ¿Por qué cree que será?
—No había pensado en eso —dije. Abrí el libro. Alguien había escrito mi
nombre dentro de la portada. Pasé algunas páginas. Sankt Petyr de Brevno. Sankt
Ilya Encadenado. Sankta Lizabeta. Cada capítulo comenzaba con una ilustración de
página completa, hermosamente representada con tintas de colores brillantes.
—Pienso que es porque los Grisha no sufren como los Santos lo hacen, como
la gente sufre.
—Tal vez —dice ausentemente.
—Pero usted ha sufrido, ¿no es verdad, Alina Starkov? Y creo que... sí. Yo
creo que sufrirá más.
Mi cabeza se levantó rápidamente. Pensé que podía estar amenazándome
pero sus ojos estaban llenos de una extraña simpatía que resultó aún más
terrorífica.
Miré de nuevo el libro en mi regazo. Mi dedo se había detenido en una
ilustración de Sankta Lizabeta mientras ella moría, dibujada en un campo de rosas.
Su sangre hacía un río sobre de los pétalos. Cerré el libro y me levanté
rápidamente.
—Debo irme.
El Apparat se levantó y por un momento pensé que trataría de detenerme. —
No le ha gustado el regalo.
—No, no. Es muy lindo. Gracias. Simplemente no quiero llegar tarde —
balbuceé.
Pasé corriendo junto a él y atravesé las puertas de la biblioteca, y no respiré
tranquilamente hasta que estuve de vuelta en mi dormitorio. Tiré el libro de los
Santos en el cajón inferior de mi tocador y lo cerré de golpe
¿Qué quería el Apparat de mí? ¿Sus palabras habían sido una amenaza? ¿O
algún tipo de advertencia?
Respiré hondo, una ola de cansancio y confusión alzándose sobre mí.
Extrañaba el ritmo calmado de la Tienda de los Documentos, la cómoda monotonía
de mi vida como cartógrafa, cuando no se esperaba nada más de mí que unos
pocos dibujos y una mesa de trabajo ordenada. Extrañaba el olor familiar de la
tinta y el papel. Y más que nada, extrañaba a Mal.
Le había escrito cada semana sin falta, pero no había recibido ninguna
respuesta. Yo sabía que el correo podía ser poco confiable y que tal vez su unidad
no se había movido del Abismo o que incluso pudiese estar en Ravka Occidental,
pero aún así esperaba escuchar algo de él pronto. Me había deshecho de la idea de
su probable visita al Pequeño Palacio. Por mucho que lo extrañara, no podía
soportar la idea de él sabiendo que encajaba tanto en mi nueva vida como lo hacía
en la antigua.
Todas las noches, mientras subía las escaleras hacia mi habitación luego de
otro día doloroso e inútil, me imaginaba que la carta tal vez me estuviese
esperando sobre mi tocador, y mis pasos se aceleraban. Pero los días pasaron, y no
llegó ninguna carta.
Hoy no fue diferente. Pasé mi mano por la superficie vacía de la mesa.
—¿Dónde estás, Mal? —susurré. Pero no hubo nadie capaz de responderme.
Traducido por Viveka
uando pensé que las cosas no podían ir peor, lo hicieron.
Estaba sentada comiendo el desayuno en el salón abovedado, cuando la
puerta principal se abrió repentinamente y un grupo de Grisha desconocidos
entró. No les presté mucha atención. Los Grisha al servicio del Darkling siempre
estaban entrando y saliendo del Pequeño Palacio, algunas veces para recuperarse
de heridas recibidas en el frete norte o sur, y otras veces partiendo a otra
asignación.
Entonces, Nadia jadeó.
—Oh, no —se quejó Marie.
Levanté la mirada y mi estómago dio un vuelco cuando reconocí a la chica de
cabello negro que había encontrado a Mal fascinante, en Kribirsk.
—¿Quién es ella? —susurré, observando a la chica moverse entre los otros
Grisha, saludando, su risa resonando contra la cúpula dorada.
—Zoya —murmuró Marie—. Estaba un año por delante de nosotras en la
escuela y es horrible.
—Piensa que es mejor que todo el mundo —añadió Nadia.
Alcé las cejas. Si el pecado de Zoya era esnobismo, entonces Marie y Nadia no
tenían la moral para juzgarla.
Marie suspiró.
—La peor parte es que tiene razones para pensarlo. Es una Impulsora
increíblemente poderosa, una gran luchadora, y mírala.
Capté el bordado de plata en los puños de Zoya, la brillante perfección de su
cabello negro, los grandes ojos azules enmarcados por increíbles pestañas oscuras.
Era casi tan bella como Genya. Pensé en Mal y sentí una punzada de puros celos a
través de mi cuerpo. Pero entonces recordé que Zoya había sido destinada al
Abismo. Si ella y Mal habían… bueno, podría saber si él estaba allí, si se
encontraba bien. Aparté mi plato. La perspectiva de preguntarle a Zoya sobre Mal
me dio un poco de náuseas.
Como si pudiera sentir mi mirada, Zoya se volteó de donde estaba hablando
con algunos Corporalki asombrados y caminó hacia la mesa de los Invocadores.
—¡Marie! ¡Nadia! ¿Cómo están?
Se pusieron de pie para abrazarla, sus rostros reflejando sonrisas enormes y
falsas.
—¡Luces asombrosa, Zoya! ¿Cómo estás? —bramó Marie.
—¡Te extrañamos mucho! —chilló Marie.
—Yo también las extrañé —dijo Zoya—. Es tan bueno estar de vuelta en el
Pequeño Palacio. No se pueden ni imaginar lo ocupada que me mantuvo el
Darkling. Pero estoy siendo grosera. No creo haber conocido a su amiga.
—¡Oh! —exclamó Marie—. Lo siento. Esta es Alina Starkov. La Invocadora
del Sol —dijo con un toque de orgullo.
Me puse de pie con torpeza.
Zoya me apretó entre sus brazos.
—Es un gran honor finalmente conocer a la Invocadora del Sol —dijo en voz
alta. Pero mientras me abrazaba susurró—: Apestas a Keramzin.
Me puse rígida. Ella me soltó, con una sonrisa jugando en sus perfectos
labios.
—Las veo más tarde —dijo con un pequeño saludo—. Muero por darme un
baño.
Y con eso partió hacia las puertas dobles del salón abovedado que dirigían a
los dormitorios.
Me quede allí, aturdida, con las mejillas ardiendo. Sentí que todos me
miraban boquiabierta, pero nadie parecía haber oído lo que Zoya dijo.
Sus palabras se quedaron conmigo el resto del día, por otra lección fallida con
Baghra y un interminable almuerzo durante el cual Zoya disertó sobre su viaje en
Kribirsk, el estado de los pueblos que rodeaban el Abismo, y los exquisitos
grabados en madera lubok que había visto en una de las aldeas campesinas. Podría
haber sido mi imaginación, pero parecía que cada vez que decía “campesino” me
miraba directamente a mí. Mientras hablaba, la luz se reflejó en la reluciente
pulsera de plata que llevaba en su muñeca. Estaba adornada con lo que parecían
pedazos de hueso. Un amplificador, noté.
Las cosas fueron de mal en peor cuando Zoya se presentó en nuestra lección
de combate. Botking la abrazó, le besó ambas mejillas, y luego procedió a mantener
una conversación con ella en idioma Shu. ¿Había algo que esta chica no pudiese
hacer?
Ella había venido con su amiga de los rizos castaños, a quien recordaba de la
tienda Grisha. Se pusieron a reír y susurrar mientras me tropezaba a causa de los
ejercicios con los que Boktin comenzaba cada clase. Cuando nos separamos para
formar parejas, ni siquiera me sorprendió ser emparejada con Zoya.
—Es mi alumna estrella —dijo él, sonriendo con orgullo—. Ayudará a la
niñita.
—Seguramente la Invocadora del Sol no necesita mi ayuda —dijo Zoya con
una sonrisa presuntuosa.
La miré con cautela. No estaba segura de por qué esta chica me odiaba tanto,
pero había tenido suficiente por un día.
Tomamos nuestras posiciones de combate, y Botkin dio la señal de inicio.
Pude arreglármelas para bloquear el primer golpe de Zoya, pero no el
segundo. Me conectó duro en la mandíbula y mi cabeza se vio obligada a voltear.
Intenté ignorar el dolor.
Ella brincó hacia adelante y me asestó un puñetazo en las costillas. Pero el
poco entrenamiento de Botkin debió haber valido la pena. Lo esquivé
inmediatamente y el golpe no me alcanzó.
Se enderezó y comenzó a moverse en círculos. Por el rabillo de mi ojo, noté
que los otros Invocadores habían dejado el combate y nos estaban observando.
No debí dejar que me distrajeran. Recibí el siguiente puñetazo de Zoya en el
estómago. Mientras jadeaba para recuperar el aliento, me dirigió un codazo. Me las
arreglé para evitarlo más por suerte que por habilidad.
Aprovechó ventaja y se abalanzó hacia adelante. Ese fue su error. Yo era débil
y lenta, pero Botkin me había enseñado a usar la fuerza de mi oponente en su
contra.
Me aparté a un lado y cuando ella estuvo lo suficientemente cerca, le
enganché mi pierna en su tobillo. Zoya cayó con fuerza.
Los otros Invocadores estallaron en aplausos. Pero antes de tener la
oportunidad de declarar mi victoria, Zoya se incorporó, con expresión furiosa, y
extendió un brazo en el aire. Sentí que me levantaban del suelo y me lanzaban a
través del aire, justo antes de estrellarme en la pared de madera de la sala de
entrenamiento. Oí algo quebrarse y todo el aire abandonó mi cuerpo mientras me
deslizaba hacia el suelo.
—¡Zoya! —rugió Botkin—. No se utilizan poderes. No en estas aulas. Nunca
en estas aulas.
Vagamente, noté a los otros Invocadores reuniéndose a mi alrededor, y a
Botkin pidiendo un Sanador.
—Estoy bien —traté de decir, pero no pude reunir suficiente aliento. Yacía en
el suelo, jadeando entrecortadamente. Cada vez que intentaba respirar, un dolor
intenso atravesaba mi costado izquierdo. Llegó un grupo de sirvientes, pero al
subirme a la camilla, me desmayé.
Marie y Nadia me dijeron el resto cuando vinieron a visitarme a la
enfermería. Un Cardio había disminuido mi ritmo cardíaco hasta que caí en un
sueño profundo, y luego un Sanador reparó mi costilla rota y los moretones que
me había dejado Zoya.
—¡Botkin estaba furioso! −exclamó Marie—. Nunca lo había visto tan molesto.
Echó a Zoya de los salones de combate. Por un instante creí que él mismo la
golpearía.
—Ivo dice que vio a Ivan llevándola a través del salón abovedado hacia las
habitaciones del consejo del Darkilng, y cuando salió, estaba llorando.
Bien, pensé con cierta satisfacción. Pero cuando me imaginé a mí misma,
acostada en una pila de basura, sentí una oleada ardiente de vergüenza.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté mientras trataba de incorporarme. Había sido
ignorada y despreciada por muchas personas. Pero Zoya parecía odiarme.
Marie y Nadia me miraron como si tuviera una fisura en el cráneo en vez de
las costillas.
—¡Porque está celosa! —dijo Nadia.
—¿De mí? —dije con incredulidad.
Marie puso los ojos en blanco.
—Ella no puede soportar la idea de que alguien más sea la favorita del
Darkling.
Me reí y luego me estremecí ante la punzada de dolor en el costado.
—No soy su favorita.
—Claro que lo eres. Zoya es poderosa, pero es otra Impulsora común y
corriente, en cambio, tú eres la Invocadora del Sol.
Las mejillas de Nadia se sonrojaron al decir eso, y yo sabía que no me estaba
imaginando el toque de envidia en su voz. ¿Qué tan profunda era esa envidia?
Marie y Nadia hablaban de cuánto odiaban a Zoya, pero en su cara, le sonreían.
¿Qué hablarán de mí cuando no estoy presente? Me pregunté.
—Tal vez la baje de rango —gritó Marie.
—Tal vez la envíe a Tsibeya —chilló Nadia.
Un Sanador apareció de entre las sombras para callarlas y enviarlas a sus
habitaciones. Prometieron visitarme de nuevo mañana.
Debí haberme quedado dormida de nuevo, porque cuando me desperté unas
horas más tarde, la enfermería esta oscura. La habitación estaba extrañamente
tranquila, las otras camas desocupadas, el único sonido que interrumpía el silencio
era el tic tac de un reloj.
Me senté. Todavía sentía un poco de dolor, pero me resultaba difícil creer que
me había roto una costillas hacía tan sólo unas horas.
Mi boca estaba seca, y sentía el inicio de un dolor de cabeza. Me arrastré fuera
de la cama y me serví un vaso de agua de la jarra junto a mi cama. Entonces abrí la
ventana y tomé una profunda bocanada de aire nocturno.
—Alina Starkov.
Salté y me di la vuelta.
—¿Quién está ahí? —jadeé.
El Aparrat emergió de entre las largas sombras de las puertas.
—¿La he asustado? —me preguntó.
—Un poco —admití. ¿Cuánto tiempo había estado él ahí? ¿Me había estado
observando mientras dormía?
Pareció deslizarse silenciosamente por la habitación hacia mí, sus ropas
harapientas arrastrándose en el suelo de la enfermería. Involuntariamente, di un
paso atrás.
—Me dio mucha pena oír hablar sobre sus lesiones —dijo—. El Darkling
debería ser más cuidadoso de su cargo.
—Estoy bien.
—¿Lo está? —dijo, mirándome bajo la luz de la luna—. No luce bien, Alina
Starkov. Es esencial que usted esté bien.
—Sólo estoy un poco cansada.
Dio un paso más cerca. Su peculiar olor flotó hacia mí, esa extraña mezcla de
incienso y moho, y el aroma a tierra removida. Pensé en el cementerio de
Keramzin, las lapidas torcidas, las campesinas lamentándose sobre las tumbas
nuevas. De repente me sentí muy consciente del vacío de la enfermería. ¿El
Sanador Colporalki estaría todavía cerca? ¿O había ido a alguna parte a encontrar
un vaso de kvas y una cama caliente?
—¿Sabía usted que en algunas aldeas fronterizas, le están haciendo altares?
—murmuró el Apparat.
—¿Disculpe?
—Oh, sí. Las personas están hambrientas de esperanza, y los pintores de
íconos están ganando una fortuna gracias a usted.
—¡Pero no soy una santa!
—Es una bendición, Alina Starkov. Una bendición. –Se acercó aún más a mí.
Podía ver los oscuros y enmarañados pelos de su barba, el revoltijo manchado de
sus dientes—. Se está convirtiendo en un peligro, y se volverá más peligrosa aún.
—¿Yo? –susurré—. ¿Peligrosa para quién?
—Existe algo más poderoso que cualquier ejército. Algo lo suficientemente
fuerte como para derribar reyes e incluso Darklings. ¿Sabe qué cosa es?
Negué con la cabeza, alejándome poco a poco de él.
—Fe —susurró, con una mirada salvaje—. La fe.
Extendió la mano hacia mí. Busqué a tientas cualquier cosa en la mesita de
noche y arrojé el vaso con agua al suelo. Se rompió ruidosamente. Pasos
apresurados golpearon el pasillo afuera de la habitación. El Apparat dio un paso
atrás, fundiéndose en las sombras.
La puerta se abrió de golpe y entró un Sanador, su kefta roja batiéndose a sus
espaldas.
—¿Estás bien?
Abrí la boca, sin saber qué decir. Pero el Apparat ya había salido
silenciosamente por la puerta.
—Yo… Lo siento. Rompí un vaso.
El sanador llamó a un sirviente para que limpiara el desorden. Me indicó que
volviera a la cama y sugirió que tratara de descansar. Pero tan pronto como se fue,
me senté y encendí la lámpara junto a mi cama.
Mis manos estaban temblando. Quise descartar las divagaciones del Apparat
como tonterías, pero no pude. No si las personas realmente le estaban rezando a la
Invocadora del Sol, no si tenían la esperanza de que los salvara. Recordé las graves
palabras del Darkling debajo del techo roto del granero. La era del poder Grisha está
llegando a su fin. Pensé en los volcra, en las vidas que se habían perdido en el
Abismo de las Sombras. Una Ravka dividida no sobrevivirá a la nueva era. Yo no sólo
le estaba fallando al Darkling, Baghar o a mí. Estaba fallándole a toda Ravka.
Cuando Genya vino la mañana siguiente, le conté la visita del Apparat, pero
ella no se mostró preocupada por lo que había dicho o su extraño comportamiento.
—Él es raro —admitió—. Pero inofensivo.
—No es inofensivo. Tenías que haberlo visto. Lucía completamente loco.
—Sólo es un sacerdote.
—Pero, ¿por qué estaba aquí?
Genya se encogió de hombros. —Tal vez el rey le pidió que orara por ti.
—No me voy a quedar aquí otra vez esta noche. Quiero dormir en mi
habitación. Con una puerta que se cierra con llave.
Genya resopló y miró alrededor de la enfermería. —Bueno, al menos, con eso
estoy de acuerdo. Tampoco quisiera que te quedaras aquí más tiempo. —Entonces
me miró—. Luces terrible —dijo con su tacto habitual—. ¿Por qué no dejas que te
arregle un poco?
—No.
—Sólo déjame deshacerme de las ojeras.
—¡No! —dije tercamente—. Pero necesito un favor.
—¿Debo buscar mi equipo? —preguntó con entusiasmo.
Fruncí el ceño. —No esa clase de favor. Un amigo mío resultó herido en el
Abismo. Yo le he… le he estado escribiendo, pero no estoy segura de que mis
cartas le estén llegando. —Sentí que mis mejillas se sonrojaban y me apresuré a
añadir—: ¿Puedes averiguar si se encuentra bien y dónde está estacionado? No sé a
quién más preguntarle, y ya que siempre estás en el Gran Palacio, pensé que
podrías ser capaz de ayudar.
—Por supuesto, pero… bueno, ¿has estado revisando la lista de muertes?
Asentí con la cabeza, con un nudo en la garganta. Genya fue a buscar papel y
lápiz, para que yo pudiera escribirle el nombre de Mal.
Suspiré y me froté los ojos. No sabía qué pensar del silencio de Mal. Revisaba
la lista de muertes todas las semanas, con el corazón desbocado y el estómago en
nudos, aterrorizada de poder leer su nombre. Y cada semana, le agradecía a todos
los santos que Mal estuviese sano y salvo, aunque él ni siquiera se molestaba en
escribirme.
¿Cuál era la verdad? Mi corazón dio un vuelco doloroso. Tal vez Mal se
alegraba de mi ausencia, feliz de estar libre de viejas amistades y obligaciones. O
tal vez él está acostado en una cama de hospital en algún lugar y tú te estás comportando
como una mocosa, me regañé.
Genya regresó, y escribí el nombre de Mal, su regimiento, y el número de su
unidad. Dobló el papel y lo guardó en la manga de su kefta.
—Gracias —le dije con voz ronca.
—Estoy segura de que se encuentra bien —dijo ella y me dio un suave
apretón en la mano—. Ahora recuéstate para que pueda eliminar esas ojeras.
—¡Genya!
—Acuéstate o te puedes ir olvidando de tu pequeño favor.
Mi mandíbula cayó. —Eres mala.
—Soy maravillosa.
La miré ferozmente, luego me dejé caer sobre las almohadas.
Después de que Genya se fue, hice los arreglos para regresar a mi propia
habitación. El Sanador no se mostró muy contento al respecto, pero insistí. Apenas
me dolían las heridas, y de ninguna manera pasaría otra noche en esa enfermería
vacía.
Cuando regresé a mi habitación, me di un baño y traté de leer uno de mis
libros de teoría. No podía concentrarme. Temía tener que volver a mis clases el día
siguiente, temía otra inútil lección con Baghra.
Las miradas y los chismes sobre mí se habían calmado un poco desde que
había llegado al Pequeño Palacio. Pero no cabía ninguna duda de que mi pelea con
Zoya lo traería todo de vuelta.
Mientras me levantaba y me estiraba, alcancé a verme en el espejo encima de
mi tocador. Crucé la habitación y escudriñé mi rostro en el espejo
Las sombras oscuras bajo mis ojos habían desaparecido, pero sabía que
estarían de vuelta en unos pocos días. Y hacía poca diferencia. Lucía como
siempre: cansada, flaca, enferma. Nada como una verdadera Grisha. El poder
estaba ahí, en algún lugar dentro de mí, pero no podía alcanzarlo, y no sabía por
qué. ¿Por qué yo era diferente? ¿Por qué mi poder había tardado tanto en
revelarse? ¿Y por qué no podía acceder a él por mi cuenta?
Reflejadas en el espejo pude ver las cortinas doradas en la ventana, las
paredes brillantemente pintadas, la luz del fuego brillando sobre los azulejos en la
rejilla. Zoya era horrible, pero también tenía razón. Yo no pertenecía a este mundo
maravilloso, y si no encontraba una manera de usar mis poderes, nunca lograría
pertenecer.
Traducido por Viveka
a mañana siguiente no fue tan mala como me lo esperaba. Zoya ya estaba
en el salón abovedado cuando entré. Estaba sentada sola en el extremo de la
mesa de los Invocadores, comiendo su desayuno en silencio. No levantó la
vista cuando Marie y Nadia me saludaron, y yo hice todo lo posible para ignorarla,
también.
Disfruté cada paso de mi caminata hacia el lago. El sol estaba brillante, el aire
frío en mis mejillas, y no estaba entusiasmada de visitar los confines sofocantes y
cerrados de la cabaña de Baghra. Pero cuando subí los escalones hasta la puerta, oí
voces discutiendo.
Vacilé y luego llamé suavemente. Las voces se callaron abruptamente y,
después de un momento, abrí la puerta de un empujón y me asomé en el interior.
El Darkling estaba de pie junto al horno de loza de Baghra, con una expresión
furiosa.
—Lo siento —dije, y comencé a retroceder hacia la puerta.
Pero Baghra sólo espetó:
—Entra, niña. No dejes que el calor se escape.
Cuando entré y cerré la puerta, el Darkling me hizo una pequeño reverencia.
—¿Cómo estás, Alina?
—Estoy bien —logré decir.
—¡Está bien! —gritó Baghra—. ¡Está bien! No puede iluminar un pasillo, pero
se encuentra bien.
Hice una mueca y deseé poder desaparecer en mis botas.
Para mi sorpresa, el Darkling dijo:
—Déjela ser.
Los ojos de Baghra se estrecharon. —Te gustaría que lo hiciera, ¿verdad?
El Darkling suspiró, y se pasó la mano, desesperadamente, por su cabello
oscuro. Cuando me miró, tenía una sonrisa triste en los labios, y su cabello se
disparaba en todas las direcciones.
—Baghra tiene su propia manera de hacer las cosas —dijo.
—¡No me patrocines, muchacho! —bramó, su voz como si fuera un látigo.
Para mi asombro, vi al Darkling enderezarse y luego fruncir el ceño como si se
estuviera resistiendo.
—No me reproche, anciana —dijo en voz baja, peligroso.
Malas energías flotaban en la cabaña. ¿En qué me había metido? Estaba
pensando en deslizarme por la puerta y dejarlos terminar la discusión que había
interrumpido al entrar, cuando la voz de Baghra arremetió de nuevo
—El chico piensa conseguirte un amplificador —dijo—. ¿Qué opinas sobre
eso, niña?
Fue tan extraño escuchar al Darkling ser llamado “chico” que me tomó un
momento comprender el significado de su oración. Pero cuando lo entendí, una
mezcla de esperanza y alivio recorrió mi cuerpo. ¡Un amplificador! ¿Por qué no se
me había ocurrido antes? ¿Por qué no se les había ocurrido antes? Barghra y el
Darkling eran capaces de invocar mi poder porque eran amplificadores andantes,
así que, ¿qué tendría de malo poseer un amplificador para mí sola, como las garras
del oso de Ivan o los dientes de foca que había visto colgando en el cuello de
Nadia?
—¡Me parece excelente! —exclamé más alto de lo que había previsto.
Baghra hizo un sonido de disgusto.
El Drakling le lanzó una mirada penetrante, pero luego se volvió hacia mí.
—Alina, ¿alguna vez has oído hablar de la manada de Morozova?
—Por supuesto que lo ha hecho. También ha escuchado hablar de los
unicornios y los dragones Shu Han —dijo Baghra en tono burlón.
Una mirada de enojo pasó por las facciones del Darkling, pero luego pareció
controlarse.
—¿Puedo hablar contigo, Alina? —preguntó educadamente.
—Por… por supuesto —tartamudeé.
Baghra resopló de nuevo, pero El Darkling la ignoró y me agarró del codo
para conducirme fuera de la casa, cerrando la puerta con firmeza detrás de
nosotros. Cuando habíamos recorrido una corta distancia por el sendero, suspiró
profundamente y se pasó la mano por el cabello, otra vez.
—Esa mujer —murmuró.
Fue difícil no reírse.
—¿Qué? —dijo con cautela.
—Nunca te había vistan tan… agitado.
—Baghra surte ese efecto en la gente.
—¿También fue tu profesora?
Una sombra cruzó su rostro.
—Sí —dijo—. Entonces, ¿qué sabes sobre la manada de Morozova?
Me mordí el labio. —Solamente, bueno, tú sabes…
Suspiró. —¿Solamente las historias de niños?
Me encogí de hombros, disculpándome.
—Está bien —dijo—. ¿Qué recuerdas de esas historias?
Pensé en mi pasado, recordando la voz de Ana Kuya en los dormitorios por
la noche.
—Eran ciervos blancos, criaturas mágicas que sólo aparecían durante el
crepúsculo.
—No son más mágicos que nosotros. Pero son antiguos y muy poderosos.
—¿Son reales? —pregunté con incredulidad. No mencioné que, ciertamente,
no me había sentido muy mágica ni poderosa últimamente.
—Creo que sí.
—Pero Baghra no lo cree.
—Usualmente, mis ideas le parecen ridículas. ¿Qué más recuerdas?
—Bueno —dije con una carcajada—. En las historias Ana Kuya, ellos podían
hablar, y si un cazador los capturaba y luego les perdonaba la vida, le concedían
deseos.
Y en ese momento, se rió. Era la primera vez que escuchaba su risa, un
hermoso sonido oscuro, que ondulaba en el aire.
—Bueno, esa parte definitivamente no es cierta.
—¿Pero el resto sí lo es?
—Reyes y Darklings han estado buscando la manada de Morozova durante
siglos. Mis cazadores afirman que han visto señales de ellos, aunque nunca han
visto a las criaturas.
—¿Y les crees?
Su mirada color granito era fría y firme.
—Mis hombres nunca me mienten.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral. Sabiendo lo que era capaz
de hacer el Darkling, tampoco estaría muy dispuesta a mentirle.
—Qué bien —dije con inquietud.
—Si podemos cazar un ciervo Morozova, los cuernos se pueden convertir en
un amplificador. —El extendió la mano y golpeó mi clavícula; incluso ese leve
contacto fue suficiente para enviar una sacudida de confianza a través de mí.
—¿Un collar? —pregunté, tratando de imaginármelo, y aún sintiendo el
toque de sus dedos en la base de mi garganta.
Él asintió. —El amplificador más potente jamás conocido.
Mi mandíbula cayó. —¿Y quieres dármelo a mí?
Él asintió de nuevo.
—¿No sería más fácil que me consigan una garra, un colmillo o, no sé,
cualquier otra cosa?
Negó con la cabeza. —Si queremos destruir el Abismo para siempre,
necesitamos el poder del ciervo.
—Pero, tal vez si tuviera un amplificador, sólo para practicar…
—Sabes que no funciona de esa manera.
—¿Lo sé?
Frunció el ceño. —¿No has estado leyendo tu teoría?
Le lancé una mirada y dije:
—Hay mucha teoría.
esto.
Me sorprendió con una sonrisa. —Siempre se me olvida que eres nueva en
—Bueno, a mí no —murmuré.
—¿Es tan malo?
Para mi vergüenza, sentí un nudo formarse en mi garganta. Me lo tragué. —
Baghra debe haberte dicho que no puedo invocar ni un sólo rayo de sol por mi
cuenta.
—Va a suceder, Alina. No estoy preocupado.
—¿No lo estás?
—No. E incluso si lo estuviera, una vez que tengamos al ciervo, no será
importante.
Sentí una oleada de frustración. Si un amplificador podía convertirme en una
verdadera Grisha, no quería esperar una simple cuenta mística. Yo quería uno de
verdad. Ahora.
—Si nadie ha encontrado la manada de Morozova en todo este tiempo, ¿qué
te hace pensar que vas a encontrarla ahora? —pregunté.
—Porque está destinado a suceder. El ciervo fue hecho para ti, Alina. Puedo
sentirlo. —Me miró. Su cabello todavía era un desastre, y bajo la luz de la mañana,
lucía más guapo y más humano de lo que jamás lo había visto—. Supongo que te
estoy pidiendo que confíes en mí.
¿Qué se suponía que tenía que decir? No tenía opción. Si el Drakling quería
que fuera paciente, tendría que ser paciente. —Está bien —dije finalmente—. Pero
apúrate.
Él se rió de nuevo, y sentí un rubor de satisfacción deslizarse hasta mis
mejillas. Luego su expresión se volvió seria. —Te he estado esperando un largo
tiempo, Alina —dijo—, tú y yo vamos a cambiar el mundo.
Reí nerviosamente. —No soy el tipo de chica que cambia el mundo.
—Solamente espera —dijo en voz baja, y cuando me miró con aquellos ojos
de cuarzo gris, mi corazón saltó. Pensé que iba a decirme algo más, pero de repente
dio un paso atrás, con una expresión de preocupación en el rostro—. Buena suerte
con tus lecciones —dijo él. Me hizo una pequeña reverencia y se dio la vuelta para
caminar por el sendero a la orilla del lago. Pero sólo había caminado unos pasos
antes de volverse de nuevo hacia mí—. Alina —dijo—. Acerca del ciervo.
—¿Sí?
—Por favor, no se lo digas a nadie. La mayoría de las personas piensa que es
una historia de niños. Odiaría verme como un tonto.
—No diré nada —le prometí.
Él asintió con la cabeza y, sin decir otra palabra, se alejó. Me le quedé
mirando. Me sentía un poco aturdida, y no sabía por qué.
Cuando levanté la vista, Baghra estaba de pie en el porche de su cabaña,
mirándome. Sin razón alguna, me sonrojé.
—Um —resopló, y luego ella también me dio la espalda.
Después de mi conversación con el Darkling, tomé le primera oportunidad
que tuve para visitar la biblioteca. No hacían mención alguna del ciervo en mis
libros de teoría, pero encontré una referencia de Ilya Morozova, una de las
primeras y más poderosas Grisha.
También había mucha información sobre los amplificadores. Los libros
dejaban bien claro el hecho de que un Grisha sólo podía tener un amplificador
durante toda su vida, y que una vez que un Grisha poseía un amplificador, nadie
más lo podía tener: «El Grisha reclama el amplificador, pero el amplificador también
reclama al Grisha. Una vez que se hace, no puede haber ningún otro. Apenas entran en
contacto, el vínculo está hecho.»
No entendía claramente la razón de esto, pero parecía tener algo que ver con
el poder Grisha.
«El caballo es veloz. El oso es fuerte. El pájaro tiene alas. Ninguna criatura tiene
todos estos dones, y así el mundo se mantiene en balance. Los amplificadores son parte de
este balance, no un medio para desestabilizarlo, y sería bueno que todo Grisha recuerde esto
o se arriesgue a las consecuencias.»
Otro filósofo escribió, «¿Por qué un Grisha no puede poseer más de un
amplificador? En su lugar, voy a responder esta pregunta: ¿Qué es infinito? El universo y
la codicia del hombre.»
Sentada bajo la cúpula de cristal de la biblioteca, pensé en el Hereje Oscuro.
El Darkling había dicho que el Abismo de las Sombras había sido el producto de la
codicia de su antepasado. ¿Eso es lo que entienden lo filósofos como
consecuencias? Por primera vez, se me ocurrió que el Abismo era el único lugar
donde el Darkling estaba indefenso, un lugar donde sus poderes no significaban
nada. Los descendientes del Hereje Oscuro habían sufrido por su ambición. Aún
así, no podía dejar de pensar que fue Ravka quien se había visto obligada a pagar
con su sangre.
El otoño se convirtió en invierno, y los fríos vientos despojaron a las ramas de
sus hojas en el jardín del palacio. Nuestra mesa aún estaba cargada de frutas
frescas y adornadas con flores de los invernaderos Grisha, donde hacían su propio
clima. Pero incluso las jugosas ciruelas y las uvas púrpuras hicieron poco para
mejorar mi apetito.
De alguna manera, había creído que mi conversación con el Darkling podía
cambiar algo en mí. Yo quería creer las cosas que había dicho y, de pie junto la
orilla del lago, estuve a punto de hacerlo. Pero nada cambió. Todavía no podía
invocar mi poder sin la ayuda de Baghra. Todavía no era una verdadera Grisha.
Sin embargo, me sentía un poco menos miserable al respecto. El Darkling me
había pedido que confiara en él, y si él creía que el ciervo era la respuesta, entonces
lo único que podía hacer era esperar que tuviera razón. Aun evitaba practicar con
los otros Invocadores, pero dejé que Marie y Nadia me arrastraran al banya un par
de veces y a un ballet en el Gran Palacio. Incluso dejé que Genya me coloreara un
poco las mejillas.
Mi nueva actitud enfureció a Baghra.
—¡Ya ni siquiera lo estás intentando! —gritó—. ¿Estás esperando que un
estúpido ciervo mágico venga a salvarte? ¿Esperando tu bonito collar? Sería lo
mismo que esperar que un unicornio ponga su cabeza en tus piernas, niña bruta.
Cuando empezó a sermonearme, simplemente me encogí de hombros. Ella
tenía razón. Estaba cansada de intentar y fracasar. Yo no era como los otros Grisha,
y ya era hora de que lo aceptara. Además, una parte rebelde de mí disfrutaba de
haberla convertido en un manojo de nervios.
No sabía qué castigo había recibido Zoya, pero siguió ignorándome. Ella
había sido excluida de los salones de entrenamiento, y había escuchado que
volvería a Kribirsk después de la fiesta de invierno. De vez en cuando, la
encontraba mirándome furiosamente o riéndose detrás de su mano con su
pequeño grupo de amigos Invocadores, pero intenté dejar que no me afectara.
Aún así, no podía evitar la sensación de mi propio fracaso. Cuando la
primera nevada llegó, me desperté para encontrar una nueva kefta esperándome en
la puerta. Estaba hecha de lana azul medianoche y tenía una capucha forrada con
piel dorada y gruesa. Me la puse, pero resultó difícil no sentirme como un fraude.
Después de comer mi desayuno, hice el paseo familiar a la cabaña de Baghar.
Los caminos de grava, despejados de nieve por grupos de Inferno, brillaban bajo el
débil resplandor del invierno. Ya casi había llegado al lago cuando una criada me
alcanzó.
Ella me entregó una hoja de papel doblado e hizo una reverencia antes de
volver corriendo por el sendero. Reconocí la letra de Genya.
La unidad de Malyen Oretsev se ha colocado en el
puesto avanzado de Chernast, en Tsibeya del norte, por seis
semanas. Él está catalogado como saludable. Puedes escribirle
al jefe de su regimiento.
Los embajadores de Kerch están bañando a la reina de
regalos. ¡Ostras y andarríos empacados en hielo seco (vil) y
dulces de almendra! Te llevaré un poco esta noche.
—G
Mal estaba en Tsibeya. Estaba a salvo, vivo, lejos de los combates,
probablemente jugando en la nieve.
Debería estar agradecida. Debería estar contenta.
Puedes escribirle al jefe de su regimiento. Había estado escribiéndole al jefe de su
regimiento durante meses.
Pensé en la última carta que había enviado.
Querido Mal, había escrito. No he sabido nada de ti durante un tiempo, así que
supongo que has conocido y te has casado con una volcra y que estás viviendo cómodamente
en el Abismo de las Sombras, donde no tienes ni luz ni papel para escribir. O, posiblemente,
tu nueva novia te comió ambas manos.
Había llenado la carta con la descripción de Botkin, el perro husmeador de la
reina, y la curiosa fascinación de los Grisha con las costumbre campesinas. Le
había hablado sobre la hermosa Genya, los pabellones junto al lago y la
maravillosa cúpula de cristal de la biblioteca. Le había hablado sobre la misteriosa
Baghra, las orquídeas en el invernadero y los pájaros pintados encima de mi cama.
Pero no le había hablado del ciervo de Morozova, ni del hecho de que yo era un
desastre como Grisha ni que lo echaba de menos todos los días de mi vida.
Cuando hube terminado, vacilé y luego, apresuradamente, garabateé en el
fondo: No sé si te llegaron mis otras cartas. Este lugar es más hermoso de lo que puedo
describir, pero lo cambiaría todo sólo por pasar una tarde lanzando piedras contigo en el
estanque de Trivka. Por favor, escribe.
Pero él había recibido mis cartas. ¿Qué había hecho con todas ellas? ¿Se
habría molestado en abrirlas? ¿Había suspirado de vergüenza cuando llegó la
quinta, la sexta o la séptima?
Hice una mueca. Por favor, escribe, Mal. Por favor, no me olvides, Mal.
Patético, pensé, secándome las lágrimas.
Me quedé mirando el lago. Se estaba comenzado a congelar. Pensé en el
arroyo que recorría la finca del duque Keramsov. Cada invierno, Mal y yo
esperábamos que el arroyo se congelara para poder patinar sobre él.
Arrugué la nota de Genya en mi puño. Ya no quería pensar en Mal. Desearía
poder borrar todo recuerdo de Keramzin. Y sobre todo deseaba volver corriendo a
mi habitación y llorar. Pero no podía. Tenía que pasar otra miserable e inútil
mañana con Baghra.
Me tomé mi tiempo al caminar por el sendero del lago, luego, subí las
escaleras a la cabaña de Baghra y abrí la puerta de golpe.
Como de costumbre, ella estaba sentada junto al fuego, calentando su
huesudo cuerpo en las llamas. Me dejé caer en la silla frente a ella y esperé.
Baghra soltó una corta carcajada. —¿Así que estás enojada hoy, chica? ¿Por
qué estás enojada? ¿Estás harta de esperar a tu mágico ciervo blanco?
Me crucé de brazos y no dije nada.
—Habla, niña.
Cualquier otro día, le habría mentido, le habría dicho que estaba bien, que
estaba cansada. Pero supongo que había llegado a mi punto de ruptura, porque
espeté: —Estoy harta de todo esto —dije, molesta—. Estoy harta de comer centeno
y arenques para el desayuno. Estoy harta de llevar esta estúpida kefta. Estoy harta
de ser golpeada por Botkin, y estoy harta de usted.
Creí que iba a estar furiosa, pero se limitó a mirarme fijamente. Con la cabeza
inclinada hacia un lado y sus ojos negros reflejando la luz del fuego, parecía un
gorrión muy malo.
—No —dijo lentamente—. No. No es eso. Hay algo más. ¿Qué es? ¿La pobre
niña siente nostalgia?
Solté un bufido. —¿Nostalgia por qué?
—Dímelo tú. ¿Qué hay de malo con tu vida aquí? Nueva ropa, una cama
suave, comida caliente al desayuno, almuerzo y cena, la oportunidad de ser la
mascota del Darkling.
—No soy su mascota.
—Pero quieres serlo —dijo en tono de burla—. No te molestes en mentirme.
Eres como el resto. Vi cómo lo mirabas.
Mis mejillas ardían, y consideré golpear a Baghra en la cabeza con su propio
bastón.
—Miles de chicas venderían a sus madres para estar en tus zapatos, y sin
embargo, aquí estas, triste y enfadada como una bebé. Así que, dime, muchacha.
¿Por quién está suspirando tu triste corazón?
Por supuesto, tenía razón. Sabía muy bien que sentía nostalgia por mi mejor
amigo. Pero no iba a decírselo.
Me puse de pie, tumbando estrepitosamente mi silla hacia atrás. —Esto es
una pérdida de tiempo.
—¿Lo es? ¿Qué más tienes que hacer en tu vida? ¿Dibujar mapas? ¿Ir a
buscarle la tinta a un cartógrafo anciano?
—No tiene nada de malo ser un cartógrafo.
—Por supuesto que no. Y tampoco tiene nada de malo ser un lagarto. A
menos que hayas nacido para ser un halcón.
—Ya he tenido suficiente –gruñí y le di la espalda. Estaba a punto de llorar
pero me negaba a soltar lágrimas frente a esta anciana.
—¿A dónde vas? —gritó detrás de mí en tono burlón—. ¿Qué te está
esperando ahí afuera?
—¡Nada! —le grité—. ¡Nadie!
Tan pronto como lo dije, la verdad de las palabras me golpeó con tanta fuerza
que me dejó sin aliento. Agarré el pomo de la puerta, sintiéndome repentinamente
mareada.
En ese momento, el recuerdo de los examinadores Grisha volvió a mí.
Estoy en la sala de estar en Keramzin. El fuego arde en la chimenea. El hombre
corpulento de azul me tiene agarrada y me está alejando de Mal.
Siento los dedos de Mal deslizándose mientras su mano se desengancha de la mía.
El hombre joven de púrpura carga a Mal y lo arrastro a la biblioteca, cerrando la
puerta a sus espaldas. Yo pateo y golpeo. Puedo escuchar a Mal gritando mi nombre.
El otro hombre me sostiene. La mujer de rojo desliza su mano alrededor de mi
muñeca. Siento una oleada de confianza recorrerme el cuerpo.
Dejo de luchar. Siento un llamado. Algo dentro de mí se levanta para contestar.
No puedo respirar. Es como si estuviera luchando en un lago, a punto de salir a la
superficie, mis pulmones anhelando el oxígeno.
La mujer de rojo me mira intensamente, con los ojos entrecerrados.
Oigo la voz de Mal a través de la puerta de la biblioteca. Alina, Alina.
Lo sé entonces. Sé que somos diferentes uno del otro. Terrible e irrevocablemente
diferentes.
Alina. ¡Alina!
Hago mi elección. Agarro la cosa dentro de mí y la empujo hacia el fondo.
—¡Mal! —grito, y comienzo a pelear otra vez.
La mujer de rojo trata de mantener su agarre de mi muñeca, pero me retuerzo y gimo
hasta que finalmente me deja ir.
Me apoyé en la entrada de la cabaña de Baghra, temblando. La mujer de rojo
había sido una amplificadora. Es por eso que el llamado del Drakling se había
sentido familiar. Pero de alguna manera me las arreglé para resistirme a ella.
Por fin, entendí.
Antes de Mal, Keramzin había sido un lugar de terror, largas noches de llanto
en la oscuridad, niños mayores que me ignoraban, frío y habitaciones vacías. Pero
entonces llegó Mal y todo eso cambió. Los pasillos oscuros se convirtieron en
lugares para esconderse y jugar. Los bosques solitarios se convirtieron en lugares
para explorar. Keramzin se convirtió en nuestro palacio, nuestro reino, y ya no
sentía miedo.
Pero los examinadores Grisha me habrían apartado de Keramzin. Ellos me
habrían alejado de Mal y él había sido lo único bueno en mi mundo. Así que había
tomado mi decisión. Había empujado mi poder lejos y lo mantuve ahí día tras días,
con toda mi energía y voluntad, sin siquiera darme cuenta. Me había consumido
para mantener ese secreto.
Recordé estar junto a la ventada con Mal, observando a los Grisha marcharse
en su troica, lo cansada que me sentía. A la mañana siguiente, me había despertado
para encontrar ojeras debajo de mis ojos. Y desde entonces me habían
acompañado.
¿Y ahora? Me pregunté, presionando la frente contra la fría madera de la
puerta; todo mi cuerpo temblaba.
Ahora Mal me había dejado atrás.
La única persona en el mundo que realmente me conocía, había decidido que
no valía la pena esforzarse por escribir unas cuantas palabras. Pero todavía me
aferraba a la esperanza. A pesar de todos los lujos del Pequeño Palacio, a pesar de
mis poderes recién descubiertos, a pesar del silencio de Mal, me aferraba.
Baghra, tenía razón. Yo pensaba que me estaba esforzando mucho, pero en el
fondo, una parte de mí simplemente quería volver a casa con Mal. Una parte de mí
esperaba que esto fuera una equivocación, que el Darkling se diera cuenta de su
error y me enviara de vuelta al regimiento, que Mal se diera cuenta lo mucho que
me había echado de menos, que envejeceríamos juntos en nuestra pradera. Mal lo
había superado, pero yo todavía me encontraba asustada ante esos tres misteriosos
personajes, aferrando con agarre de muerte su mano.
Había llegado el momento de dejarlo ir. Ese día en el Abismo de las Sombras,
Mal había salvado mi vida, y yo la de él. Tal vez ese había sido nuestro fin.
El pensamiento me llenó de tristeza; tristeza por los sueños que habíamos
compartido, por el amor que había sentido, por la chica optimista que nunca sería
de nuevo. Esa tristeza me inundó, disolviendo un nudo que ni siquiera sabía que
tenía allí. Cerré mis ojos, sintiendo las lágrimas deslizarse por mis mejillas, y me
acerqué a la cosa que había ocultado en mi ser durante tanto tiempo. Lo siento, le
susurré.
Siento haberte dejado tanto tiempo en la oscuridad.
Lo siento, pero ahora estoy lista.
Llamé y la luz respondió. Sentí que corría hacia mí desde todas direcciones,
deslizándose sobre el lago, rozando las cúpulas doradas del Pequeño Palacio, bajo
la puerta y a través de las paredes de la cabaña de Baghra. La sentía por todas
partes. Abrí mis manos y la luz floreció a través de mí, llenando la habitación,
iluminando las paredes de piedra, el viejo horno de azulejos, y todas las extrañas
facciones del rostro de Baghra. Me rodeó, ardiendo con calor, más potente y pura
que nunca, porque era toda mía. Quería reír, cantar, gritar. Por fin, existía algo que
me pertenecía entera y completamente.
—Bien —dijo Baghra, entrecerrando los ojos por la luz—. Ahora, a trabajar.
Traducido por rox2929
sa misma tarde, me reuní con los otros Ethereaki junto al lago, e invoqué mi
poder por primera vez ante ellos. Lancé un delgado haz hacia agua, para que
brillara, dejándola rodar sobre las olas que Ivo había convocado. Yo todavía
no tenía el mismo control que los otros sí poseían, pero me las arreglé. De hecho,
me resultó fácil.
De repente, muchas cosas parecían fáciles. No me sentía cansada todo el
tiempo o no me fatigaba al subir las escaleras. Dormía profunda y apaciblemente
cada noche y me despertaba llena de energía. La comida fue una revelación:
tazones de gachas de avena rebosantes de azúcar y crema, platos de pescado frito
en mantequilla, grandes ciruelas y melocotones del invernadero, el cristalino y
agridulce sabor del kvas. Era como si ese momento en la cabaña de Baghra hubiese
sido mi primera respiración y me había despertado en una vida nueva.
Como ninguno de los otros Gisha sabía que había tenido muchos problemas
invocando, todos ellos estaban un poco extrañados por mi cambio. No ofrecí
explicaciones, y Genya me dejó saber algunos de los rumores más graciosos.
—Marie e Ivo estaban especulando que los Fjerdanos te infectaron alguna
clase de enfermedad.
—Pensaba que los Grisha nunca se enfermaban.
—¡Exacto! —dijo ella—. Es por eso que es tan siniestro. Pero, aparentemente,
el Darkling te curó alimentándote con su propia sangre y extracto de diamantes.
—Eso es repugnante —dije yo, riendo.
—Oh, eso no es nada. Zoya trató de convencer a todos de que estabas
poseída.
Me reí aún más.
Mis lecciones con Baghra seguían siendo difíciles y realmente nunca las
disfrutaba. Pero sí disfrutaba de cualquier ocasión que se presentaba para usar mi
poder y sentía cómo progresaba. Al principio, me aterrorizaba cada vez que estaba
preparada para invocar la luz, asustada de que no se encontrase allí y de tener que
comenzar desde el principio.
—La luz no es algo separado de ti —me espetaba Baghra—. No es un animal
que se esconde de ti, o que decide venir o no venir cuando lo has llamado. ¿Le
pides a tu corazón que lata o a tus pulmones que respiren? Tu poder está a tu
servicio porque ese es su propósito, porque no puede evitar servirte.
A veces sentía que había un trasfondo en las palabras de Baghra, un
significado escondido que ella quería que entendiera. Pero el trabajo que hacía era
lo suficientemente duro sin agregar la tarea de averiguar los secretos de una
amargada anciana.
Ella me forzaba, presionándome para que expandiera mi alcance y control.
Me enseñó a enfocar mi poder en estallidos cortos y brillantes, rayos penetrantes
que desprendían calor, y largas cascadas. Me forzaba a invocar la luz una y otra y
otra vez hasta que logré hacerlo con poco esfuerzo. Me hacía ir a su cabaña para
practicar de noche, cuando casi me resultaba imposible encontrar cualquier luz
para invocar. Cuando, final y orgullosamente, produje un hilo pequeño de luz
solar, golpeó el suelo fuertemente con su bastón y gritó, «¡No es suficiente!»
—Hago lo mejor que puedo —murmuré exasperada.
—¡Bah! —exclamó—. ¿Crees que al mundo le interesa lo mejor que puedes
hacer? Hazlo de nuevo y hazlo bien.
Mis lecciones con Botkin fueron la verdadera sorpresa. Cuando era pequeña,
solía correr y jugar con Mal en los bosques y campos, pero nunca lograba
alcanzarlo. Siempre estaba muy enferma o débil, me cansaba muy fácilmente. Pero,
como comía y dormía regularmente por primera vez en mi vida, todo eso cambió.
Botkin me obligaba a hacer brutales ejercicios de combate y corridas interminables
alrededor del terreno del palacio, pero me encontraba a mí misma disfrutando
algunos de esos retos. Me gustaba aprender qué podía hacer este nuevo y fuerte
cuerpo.
Dudaba que pudiera sobrepasar al viejo mercenario, pero los Fabricadores
me ayudaron en este campo. Me fabricaron un par de guantes sin dedos, de piel,
que estaban forrados de pequeños espejos; los misteriosos discos de espejos que
David me había enseñado en mi primera visita a los talleres. Con un movimiento
de mi muñeca, podía deslizar un espejo a través de mis dedos y, con el permiso de
Botkin, practicaba lanzando una ráfaga de luz hacia él, la cual se reflejaba y
bloqueaba la vista de mi oponente. Practiqué con ellos hasta que casi los sentía
natural en mis manos, como extensiones de mis propios dedos.
Botkin seguía siendo malhumorado y crítico, y aprovechaba toda
oportunidad que se le presentaba para llamarme inútil, pero, de vez en cuando,
alcanzaba ver un indicio de aprobación en sus facciones.
Más tarde durante el invierno, él me apartó del grupo, después de una larga
sesión en la cual pude lanzarle dos golpes a sus costillas (y ser agradecida con dos
golpes duros en mi mandíbula).
—Aquí tienes —me dijo, entregándome un pesado cuchillo con funda hecha
de acero y piel—. Mantenla siempre contigo.
Con un sobresalto, vi que no era un cuchillo cualquiera. Era una navaja de
acero Grisha. —Gracias —logré articular.
—No me lo agradezcas —dijo. Se tocó la fea cicatriz de su garganta—. El
acero se gana.
El invierno me pareció diferente de lo que era antes. Me pasaba las soleadas
tardes en el lago o en los terrenos del palacio con los otros Invocadores. Las noches
nevadas las pasábamos en el salón abovedado, reunidos alrededor de los hornos
de loza, bebiendo kvas y hartándonos de dulces. Celebramos la fiesta de Sankt
Nikolai con grandes recipientes de sopa y kutya 3 hecha con miel y semillas de
amapola. Algunos de los otros Grisha salían del palacio para hacer excursiones
sobre trineos por el terreno nevado que rodeaba Os Alta, pero por razones de
seguridad, yo permanecía confinada en los terrenos del palacio.
No me importaba. Ahora me sentía más cómoda con los Invocadores, pero
realmente dudaba llegar a disfrutar de la compañía de Marie y Nadia. Me sentía
mucho más feliz sentada en mi habitación con Genya, bebiendo té y cotilleando
junto a la chimenea. Me encantaba escuchar los rumores de la corte, y aún mejores
eran los cuentos sobre las extravagantes fiestas del Gran Palacio. Mi historia
favorita era la de la tarta enorme que un conde le había presentado al rey, y el
enano que había salido de ella para entregarle a la tsaritsa un ramo de
nomeolvides.
Al término de la época, el rey y la reina iban a tener una fiesta de invierno a la
que asistirían todos los Grisha. Genya decía que sería la mejor fiesta de todas. Toda
familia noble y todo miembro de la corte oficial asistiría, junto con veteranos de
guerra, dignatarios extranjeros y el tsarevitch: el hijo mayor del rey y heredero al
trono. Una vez vi al príncipe heredero cabalgando alrededor del palacio en un
magnífico caballo blanco. Casi resultaba apuesto, pero tenía la barbilla débil del
rey y unos párpados tan pesados que era difícil decir si estaba cansado o sólo
supremamente aburrido.
—Probablemente borracho —dijo Genya mientras mezclaba su té—. Dedica
todo su tiempo a la caza, los caballos y la bebida. Vuelve loca a la reina.
3
Kutya es una especie de pudín dulce.
—Bueno, Ravka está en guerra. Él probablemente debería estar más
preocupado con los asuntos del Estado.
—Oh, a ella no le importa eso. Ella sólo quiere que consiga esposa en vez de
andar alrededor del mundo gastando montañas de oro comprando ponys.
—¿Y qué pasa con el otro hijo? —pregunté. Sabía que el rey y la reina tenían
un hijo menor pero nunca lo había visto.
—¿Sobachka?
—No puedes decirle cachorro a un príncipe de la realeza —me reí.
—Todo el mundo lo llama así. —Bajó la voz—. Y existen rumores de que
realmente no es de la realeza.
Casi me ahogué con mi té. —¡No!
—Sólo la reina lo sabe por seguro. Él es algo así como la oveja negra de la
familia. Insistió en hacer su servicio militar en la infantería, luego se fue de
aprendiz de armero.
—¿Y nunca está en la corte?
—No lo ha estado en años. Creo que está aprendiendo a construir barcos o
algo igual de aburrido. Probablemente se llevaría muy bien con David —añadió
ella amargamente.
—¿De qué hablan ustedes dos, cuando están juntos? —pregunté con
curiosidad. Yo aún no entendía la fascinación de Genya por el Fabricador.
Suspiró. —Lo usual. La vida. El amor. El punto de fusión del hierro. —Ella
envolvió su dedo con un mechón de cabello rojo brillante y sus mejillas se tiñeron
de un bonito rosado—. En realidad, es chistoso cuando se deja ser él mismo.
—¿De verdad?
Genya se encogió de hombros. —Yo creo que sí.
Le di palmaditas a su mano de manera tranquilizadora. —Él recapacitará.
Sólo es un poco tímido.
—Quizá debería recostarme sobre una de las mesas del taller y esperar a ver
si me suelda algo.
—Creo que así comienzan la mayoría de las grandes historias de amor.
Ella se rió y sentí una punzada de culpabilidad. Genya me hablaba tan
fácilmente de David, pero yo nunca le había confiado información sobre Mal.
Es porque no hay nada que decir, me recordé a mí misma mientras le agregaba
más azúcar a mi té.
Una tarde tranquila cuando los otros Grisha emprendieron una caminata
fuera de Os Alta, Genya me convenció de colarnos en el Gran Palacio, y pasamos
horas mirando prendas y zapatos en el vestidor de la reina. Genya insistió en que
me probara un vestido de gala largo color rosa pálido decorado con perlas de río, y
cuando me lo abrochó y me puso frente a uno de los gigantes y dorados espejos,
tuve que mirar dos veces.
Había aprendido a evitar los espejos. Nunca parecían mostrarme lo que
quería ver. Pero la chica parada junto a Genya en el espejo era una extraña. Tenía
las mejillas sonrosadas y el cabello brillante y… una figura esbelta. Pude haberme
quedado mirándola por horas. De repente deseé que el bueno de Mikhael pudiera
verme. “Palillo,” precisamente, pensé con aire de suficiencia.
Genya me miró a los ojos y me sonrió.
—¿Por esto me trajiste aquí? —pregunté con cierta sospechosa.
—¿A qué te refieres?
—Sabes a lo que me refiero.
—Sólo pensé que querrías verte realmente como eres, eso es todo.
Tragué el embarazoso nudo de mi garganta y, por impulso, le di un abrazo.
—Gracias —susurré. Y entonces le di un pequeño empujón—. Ahora fuera de mi
camino. Es imposible sentirse bonita contigo al lado.
Pasamos el resto de la tarde probándonos vestidos y tonteando frente al
espejo; dos actividades que jamás pensé que podría disfrutar. Perdimos la noción
del tiempo, y Genya tuvo que ayudarme a sacarme un vestido de gala color
aguamarina y a ponerme de nuevo mi kefta para poder darnos prisa y llegar a
tiempo a mi lección nocturna en el lago con Baghra. Corrí durante todo el camino
pero aun así llegué tarde y ella estaba furiosa.
Las lecciones nocturnas con Baghra siempre eran las más difíciles, pero
particularmente en esa noche fue inflexible conmigo.
—¡Control! —me increpó mientras la débil onda de luz solar que había
invocado brillaba sobre el lago—. ¿Dónde está tu concentración?
En la cena, pensé pero no lo dije. Genya y yo habíamos estado tan absortas por
las distracciones en el guardarropa de la reina que se nos había olvidado comer, y
mi estómago gruñía.
Me concentré y el haz de luz brilló más, alcanzando a cubrir más parte del
lago congelado.
—Mejor —dijo ella—. Deja que la luz haga el trabajo por ti. Como opuestos
que se atraen.
Traté de relajarme y dejar que la luz se invocara a sí misma. Para mi sorpresa,
surgió a través del hielo, iluminando la pequeña isla a mitad del lago.
—¡Más! —demandó Baghra—. ¿Qué te detiene?
Me concentré más y el círculo de luz pasó de la isla, bañando con una luz
brillante todo el lago y la escuela en la orilla opuesta. Aunque había nieve en el
suelo, el aire alrededor de nosotras brilló y se calentó como bochorno de verano.
Mi cuerpo retumbaba de poder. Era exhilarante, pero podía sentir cómo me iba
cansando al sobrepasar los límites de mis habilidades.
—¡Más! —gritó Baghra.
—¡No puedo! —protesté.
—¡Más! —dijo de nuevo, y había tal urgencia en su voz que se activó una
alarma en mi interior, causando que mi concentración fallara. La luz se debilitó y
se escapó de mis manos. Luché por retenerla pero se alejaba de mí, dejando a
oscuras la escuela, luego la isla y por último la orilla.
—No es suficiente. —Su voz me hizo saltar. El Darkling emergió de las
sombras al camino iluminado.
—Podría ser suficiente —dijo Baghra—. Viste lo fuerte que es. Ni siquiera la
estaba ayudando. Dale un amplificador y observa lo que es capaz de hacer.
El Darkling negó con la cabeza. —Ella tendrá el ciervo.
Baghra bufó. —Eres un tonto.
—Me han dicho cosas peores. Muchas de ellas, usted misma.
—Esto es una locura. Debes reconsiderar.
La expresión del Darkling se volvió fría. —¿Debo? Ya no me da órdenes,
anciana. Yo sé lo que se debe hacer.
—Quizá yo te sorprenda —le dije. El Darkling y Baghra se voltearon para
mirarme. Era como si hubiesen olvidado que estaba allí—. Baghra tiene razón. Sé
que puedo hacerlo mejor. Puedo trabajar más duro.
—Has estado en el Abismo de las Sombras, Alina. Sabes a lo que nos
enfrentamos.
De repente, me sentí obstinada. —Sé que cada día soy más fuerte. Si me das
una oportunidad…
De nuevo, el Darkling negó con la cabeza. —No puedo tomar esa clase de
riesgo. No con el futuro de Ravka en juego.
—Entiendo —dije distraída.
—¿Estás segura?
—Sí —respondí—. Sin el ciervo de Morozova, soy inútil.
—Ah, entonces no es tan estúpida como parece —dijo Baghra entre risas.
—Déjenos solos —dijo el Darkling con sorprendente ferocidad.
—Todos sufriremos por tu orgullo, muchacho —dijo Baghra.
—No se lo pediré otra vez.
Baghra le dirigió una mirada disgustada, entonces se volteó y marchó
directamente por el camino hacia su cabaña.
Cuando la puerta se cerró, el Darkling me observó bajo las luces de las
lámparas. —Te ves bien —dijo.
—Gracias —murmuré, apartando la mirada. Quizá Genya podía enseñarme a
aceptar un cumplido.
—Si vas a regresar al Pequeño Palacio, caminaré contigo —me dijo.
Por un rato, caminamos en silencio alrededor de la orilla del lago, más allá de
los desérticos pabellones de piedra. Al otro lado del hielo, podía ver las luces de la
escuela.
Finalmente, tuve que preguntar. —¿Ha habido alguna noticia? ¿Del ciervo?
Tensó sus labios. —No —respondió—. Mis hombres piensan que es probable
que la manada haya ido a Fjerda.
—Oh —dije tratando de ocultar mi decepción.
Él se detuvo abruptamente. —No creo que seas inútil, Alina.
—Lo sé —le dije mirando las puntas de mis botas—. No inútil. Sólo no
exactamente útil.
—Ningún Grisha es lo suficientemente poderoso como para enfrentarse al
Abismo. Ni siquiera yo.
—Lo entiendo.
—Pero no te gusta.
—¿Debería? Si no te puedo ayudar a destruir el Abismo, entonces,
exactamente, ¿en qué soy buena? ¿Para hacer picnics a medianoche? ¿Para
mantener tus pies calientes en el invierno?
Su boca esbozó en una media sonrisa. —¿Picnics a medianoche?
No pude devolverle la sonrisa. —Botkin me dijo que el acero Grisha se gana.
Y no es que no esté agradecida con todo esto. Realmente lo estoy. Pero no siento
que me lo haya ganado.
Él suspiró. —Alina, lo siento. Te pedí que confiaras en mí y te he defraudado.
Lucía tan cansado que instantáneamente me sentí arrepentida. —No es eso…
—Es cierto. —Respiró profundamente de nuevo y se pasó una mano por el
cuello—. Quizá Baghra tenga razón, por mucho que me cueste admitirlo.
Incliné mi cabeza a un lado. —Tú nunca te ves molesto por nada. ¿Por qué
dejas que ella te perturbe tanto?
—No lo sé.
—Bueno, creo que ella es buena para ti.
Se sobresaltó. —¿Por qué?
—Porque es la única por aquí que no te tiene miedo o está constantemente
intentando impresionarte.
—¿Tú estás intentando impresionarme?
—Por supuesto —me reí.
—¿Siempre dices exactamente lo que estás pensando?
—Ni siquiera la mitad del tiempo.
Entonces él también se rió, y recordé lo mucho que me gustaba ese sonido.
—Entonces debo considerarme afortunado —dijo.
—De todas formas, ¿cuál es el poder de Baghra? —pregunté, considerándolo
por primera vez. Ella era una amplificadora como el Darkling, pero él también
tenía su propio poder.
—No estoy seguro —me dijo—. Creo que es una Mareomotriz. Nadie aquí es
lo suficientemente viejo como para recordarlo. —Me miró. El aire frío había
sonrojaba sus mejillas, y la luz de las lámparas brillaban sobre sus ojos grises—.
Alina, si te dijera que creo que todavía podemos localizar al ciervo, ¿creerías que
estoy loco?
—¿Por qué te importa lo que yo piense?
Pareció genuinamente sorprendido. —No lo sé —respondió—. Pero me
importa.
Y entonces me besó.
Sucedió tan rápido que apenas tuve tiempo de reaccionar. En un momento,
estaba mirando el color de sus ojos, y al siguiente, sus labios estaban sobre los
míos. Sentí esa sensación familiar de confianza recorrerme, mientras mi cuerpo se
llenaba de un calor repentino y mi corazón danzaba en un baile sin compás.
Entonces, igual de rápido, se apartó. Lucía tan sorprendido como yo me sentía.
—No era mi intención… —dijo.
En ese momento, escuchamos pasos e Ivan dio la vuelta en la esquina. Nos
hizo una reverencia al Darling y a mí, pero pude captar una pequeña sonrisa en
sus labios.
—El Apparat se está poniendo impaciente —dijo él.
—Uno de habilidades menos apreciadas —respondió el Darkling
suavemente. La sorpresa había desaparecido de su rostro. Me hizo una reverencia,
completamente calmado y, sin mirar atrás, él e Ivan se marcharon, dejándome sola
en la nieve.
Me quedé ahí parada por un largo tiempo y entonces comencé a caminar
hacia el Pequeño Palacio, confundida. ¿Qué acaba de pasar? Me toqué los labios con
las puntas de mis dedos. ¿El Darkling realmente me ha besado? Evité el salón
abovedado y me fui directa a mi habitación, pero una vez allí, no tenía idea de qué
hacer. Llamé a una de las sirvientas para que me trajera una bandeja de cena, y
luego me senté a picar mi comida. Estaba desesperada por hablar con Genya, pero
ella dormía en el Gran Palacio todas las noches, y yo no tenía el coraje de ir y tratar
de encontrarla. Finalmente, me rendí y decidí bajar al salón abovedado después de
todo.
Marie y Nadia habían regresado de su excursión en trineo y estaban sentadas
al lado del fuego, tomando té. Me sorprendí al ver a Sergei sentado junto a Marie,
su mano entrelazada con la de ella. Quizá hay algo en el aire, pensé maravillada.
Me senté a tomar té con ellos, preguntándoles sobre su día y su excursión al
campo, pero tenía problemas para mantener mi mente en la conversación. Mis
pensamientos volvían a retroceder al momento en que sentí los labios del Darkling
sobre los míos y cómo había lucido bajo la luz de las lámparas, su aliento
convertido en una nube blanca en el frío aire de la noche, y esa expresión atónita
en su rostro.
Sabía que no podría dormir, así que, cuando Marie sugirió ir al banya, decidí
ir con ellos. Ana Kuya siempre nos había dicho que el banya era barbárico, una
excusa de los campesinos para beber kvas y adoptar un comportamiento libertino.
Pero empezaba a notar que la anciana Ana había sido un poco aguafiestas.
Me senté todo el tiempo que pude soportar el calor y después me sumergí,
chillando, con los demás dentro de la nieve, antes de volver corriendo al interior y
repetir el proceso una y otra vez. Me quedé pasada la medianoche, riendo y
jadeando, tratando de aclarar mi mente.
Cuando me tambaleé de vuelta a mi habitación, me tiré en la cama con la piel
rosada y mojada, mi cabello enredado y húmedo. Me sentía ligera y débil, pero mi
mente todavía daba vueltas. Me concentré e invoqué una suave y tibia luz,
haciéndola danzar alrededor del techo pintado, dejando que el acelerón de poder
mitigara mis nervios. Entonces, el recuerdo del beso del Darkling vino e
interrumpió mi concentración, esparciendo mis pensamientos y haciendo que mi
corazón bailara como un pájaro volando entre corrientes inciertas.
La luz se esparció, dejándome en la oscuridad.
Traducido por KatherineG5
ientras el invierno llegaba a su fin, las conversaciones sólo se centraban
en la fiesta del rey y la reina en el Gran Palacio. Se esperaba que los
Invocadores Grisha dieran una demostración de sus poderes para
entretener a los nobles, y se invirtió mucho tiempo discutiendo quién se
presentaría y cómo hacer la exhibición aún más impresionante.
—Sólo no lo llames “presentación” —advirtió Genya—. El Darkling no lo
soporta. Piensa que la fiesta de invierno es una gran pérdida de tiempo Grisha.
Creía que él tenía un punto. Los talleres Materialki trabajaban día y noche con
órdenes del palacio, para fabricar ropas, joyas y fuegos artificiales. Los Invocadores
pasaban horas en los pabellones de piedras perfeccionando sus “demostraciones.”
Teniendo en cuenta que Ravka había estado en guerra por más de cien años, todo
me parecía un poco frívolo. Aun así, yo no había asistido a muchas fiestas, y era
difícil no verme atrapada en las conversaciones sobre telas, bailes y flores.
Baghra no tenía paciencia conmigo. Si perdía la concentración por apenas un
segundo, me golpeaba con su bastón y decía, «¿Sueñas con bailar con tu estúpido
príncipe?»
La ignoraba pero, con mucha frecuencia, estaba en lo correcto. A pesar de mis
mejores esfuerzos, estaba pensando en el Darkling. Él había desaparecido una vez
más, y Genya me dijo que se había dirigido al norte. Los demás Grisha
especulaban que tendría que hacer acto de presencia en la fiesta de invierno, pero
nadie estaba seguro. Una y otra vez, me encontré en el borde de decirle a Genya
sobre el beso, pero siempre me detenía justo cuando las palabras estaban en mis
labios.
Estás siendo ridícula, me decía severamente. No significó nada. Probablemente ha
besado a muchas chicas Grisha. ¿Y por qué el Darkling tendría algún interés en ti cuando
existen personas como Genya y Zoya? Pero si todas esas cosas eran ciertas, no quería
saberlo. Mientras mantuviera mi boca cerrada, el beso era un secreto que el
Darkling y yo compartíamos, y quería que permaneciera de esa forma. A pesar de
todo, algunos días me tomaba toda mi fuerza de voluntad no levantarme en medio
del desayuno y gritar, «¡El Darkling me besó!»
Si Baghra estaba decepcionada de mí, no era nada en comparación con la
decepción que sentía conmigo misma. Por mucho que intentara, mis limitaciones
se estaban volviendo obvias. Al final de cada lección, continuaba escuchando al
Darkling decir, «No es suficiente,» y sabía que tenía razón. Él quería destruir el
Abismo desde la raíz, para eliminar la marea negra del Falso Océano, y yo
simplemente no era lo suficiente fuerte como para hacerlo. Había leído lo suficiente
como para entender que esta era la forma de las cosas. Todos los Grisha tenían
limitaciones de poder, incluso el Darkling. Pero él había dicho que yo cambiaría el
mundo, y era difícil aceptar que tal vez no estuviera a la altura de la tarea.
El Darkling se había desvanecido, pero el Apparat parecía estar por todas
partes. Se escondía en los pasillos y en el camino al lago. Pensé que quizá estaba
intentando atraparme sola de nuevo, pero no quería escucharlo despotricar sobre
fe y sufrimiento. Fui cuidadosa en nunca dejarlo agarrarme sola.
En el día de la fiesta de invierno, fui excusada de mis clases, pero de todas
formas fui a ver a Botkin. Estaba demasiado ansiosa sobre mi parte en la
demostración y la posibilidad de ver al Darkling de nuevo como para,
simplemente, sentarme en mi habitación. Estar cerca de los otros Grisha no
ayudaba. Marie y Nadia no paraban de hablar sobre sus nuevas keftas de seda y
qué joyas planeaban vestir, y David y los otros Fabricadores me perseguían para
discutir los detalles de la demostración. Así que evité el salón abovedado y salí a
las salas de entrenamiento junto a las caballerizas.
Botkin me hizo calentar y entrenar usando mis reflejos. Sin ellos, seguía
siendo impotente contra él. Pero con mis guantes puestos, casi podía defenderme.
O eso pensaba. Cuando la lección terminó, Botkin admitió que había estado
reteniendo sus golpes.
—No debo golpear a una chica cuando va a una fiesta —dijo con un
encogimiento de hombros—. Botkin será más justo mañana.
Gemí al imaginármelo.
Tuve una cena rápida en el salón abovedado y entonces, antes de que alguien
pudiera acapararme, me apresuré a mi cuarto, pensando ya en mi hermosa bañera
romana. El banya era divertido, pero había tenido mi baño comunal en el ejército, y
la privacidad seguía siendo una novedad para mí.
Después de tomar un baño largo y lujoso, me senté al lado de la ventana para
secar mi cabello y ver la noche caer en el lago. Pronto, las lámparas del largo
sendero al palacio serían encendidas mientras los nobles llegaran en sus coches de
lujo, cada uno más adornado que el anterior. Sentí una pequeña punzada de
emoción. Hacía unos meses, hubiera temido a una noche como esta: una
presentación, jugando a disfrazarse con cientos de personas hermosas con
igualmente hermosas prendas. Seguía estando nerviosa, pero pensé que todo
podría ser realmente… divertido.
Miré el pequeño reloj en la repisa y fruncí el ceño. Una sirvienta tenía que
entregarme mi nueva kefta de seda, pero si no llegaba pronto, tendría que usar mi
vieja kefta hecha de lana o pedirle prestado algo a Marie.
Casi tan pronto como tuve el pensamiento, un golpe sonó en la puerta. Pero
era Genya, su alta figura envuelta en seda color crema ricamente bordada en oro,
sus cabellos rojos apilados alto en su cabeza para mostrar mejor los enormes
diamantes colgando de sus orejas y el grácil colgante de su cuello.
—¿Y bien? —dijo, posando de una forma y luego de otra.
—Te detesto —dije con una sonrisa.
—Luzco extraordinaria —dijo admirándose a sí misma en el espejo sobre el
lavabo.
—Lucirías incluso mejor con un poco de humildad.
—Lo dudo. ¿Por qué no estás vestida? —preguntó, tomando un descanso de
maravillarse ante su propio reflejo para notar que seguía en mi túnica.
—Mi kefta no ha llegado.
—Oh, bueno, los Fabricadores han estado un poco abrumados con las
peticiones de la reina. Estoy segura de que llegará en cualquier momento. Ahora,
siéntate frente al espejo para que pueda arreglarte el cabello.
Prácticamente chillé de la emoción, pero pude contenerme a mí misma.
Estaba esperando que Genya se ofreciera a arreglarme el cabello, pero no había
querido preguntar.
—Pensé que ibas a ayudar a la reina —dije mientras Genya preparaba sus
inteligentes manos para trabajar.
Puso los ojos en blanco. —Tengo mis límites. Su alteza ha decidido que no
tiene ganas de asistir al baile esta noche. Tiene dolor de cabeza. ¡Ja! ¿Cómo se
puede quejar? Yo fui la que pasó una hora entera removiendo sus patas de gallo.
—¿Así que ella no irá?
—¡Por supuesto que irá! Sólo quiere que sus damas hagan un escándalo sobre
ella y de esa manera sentirse incluso más importante. Este es el evento más
importante de la temporada. No se lo perdería por nada del mundo.
El evento más importante de la temporada. Dejé salir un tembloroso suspiro.
—¿Nerviosa? —preguntó Genya.
—Un poco. No sé por qué.
—Quizás porque unos pocos cientos de nobles están ansiosos de verte por
primera vez.
—Gracias. Eso en verdad ayuda.
—Por nada —dijo, dándole a mi cabello un fuerte tirón—. Ya deberías estar
acostumbrada a ser admiraba.
—Y sin embargo no lo estoy.
—Bueno, si se pone muy mal, dame una señal, y me levantaré sobre la mesa
del banquete, me subiré la falda, y haré un pequeño baile. De ese modo nadie
estará mirándote.
Me reí y sentí cómo me relajaba un poco. Después de un momento, tratando
de mantener mi voz casual, pregunté:
—¿Ha llegado el Darkling?
—Oh, sí. Llegó ayer. Vi su carruaje.
Mi corazón se hundió un poco. Él había estado en el palacio por un día entero
y no había venido a verme.
—Imagino que está muy ocupado —dijo Genya.
—Por supuesto.
Después de un momento, dijo amablemente:
—Todas lo sentimos, sabes.
—¿Sentir qué?
—La atracción. Hacia el Darkling. Pero él no es como nosotras, Alina.
Me tensé. Genya mantuvo su mirada fija en los rizos de mi cabello.
—¿A qué te refieres? —pregunté. Incluso a mis propios oídos, mi voz sonó
anormalmente chillona.
—Su tipo de poder, cómo luce. Tienes que estar loca o ciega para no notarlo.
No quería preguntar, pero no lo pude evitar.
—¿Él alguna vez ha…? Quiero decir, ¿tú y él alguna vez…?
—¡No! ¡Nunca! —Una sonrisa maliciosa torció sus labios—. Pero lo haría.
—¿En serio?
—¿Quién no? —Sus ojos encontraron los míos en el espejo—. Pero nunca
dejaría que mi corazón se involucrara.
Di lo que esperaba fuera un encogimiento de hombros indiferente. —Por
supuesto que no.
Genya alzo sus impecables cejas y tiró fuerte de mi cabello.
—¡Ouch! —grité—. ¿David asistirá a la fiesta, esta noche?
Genya suspiró. —No, no le gustan las fiestas. Pero acabo de pasar por los
talleres para que pudiera obtener un vistazo de lo que se está perdiendo. Apenas
me miró.
—Lo dudo —dije consoladoramente.
Genya enrolló una pieza final de mi cabello dentro de su lugar y lo aseguró
con una horquilla dorada.
—¡Listo! —dijo, triunfante. Me dio mi pequeño espejo y me dio la vuelta para
que pudiera apreciar su obra. Genya había apilado la mitad de mi cabello en un
elaborado nudo. El resto caía en cascada por mis hombros en ondas brillantes.
Sonreí y le di un rápido abrazo.
—¡Gracias! —dije—. Eres espectacular.
—Y se ve que no me sirve de nada —se quejó.
¿Cómo fue que Genya se enamoró tanto de alguien tan serio, callado y tan
aparentemente ajeno a su belleza? ¿O exactamente esa había sido la razón de su
enamoramiento con David?
Un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos. Prácticamente corrí a
abrir. Sentí una oleada de alivio cuando vi a dos sirvientas paradas en la puerta,
ambas sosteniendo grandes cajas. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de
cuán preocupada estaba sobre la llegada de mi kefta. Puse la caja más grande en la
cama y le quité la tapa.
Genya chilló, y yo sólo me quedé ahí boquiabierta ante el contenido. Cuando
no me moví, ella se acercó a la caja y sacó metros de seda negra. Las mangas y el
escote tenían un delicado bordado dorado y brillaba con diminutas cuentas de
azabache.
—Negro —murmuró Genya.
Su color. ¿Qué significaba?
—¡Mira! —jadeó.
El escote del vestido estaba atado con una cinta de terciopelo negro, y de ella
colgaba un pequeño talismán de oro: el sol en eclipse, el símbolo del Darkling.
Mordí mi labio. Esta vez, el Darkling había escogido apartarme, y no podía
hacer nada al respecto. Sentí un pequeño pinchazo de resentimiento, pero fue
ahogado por la emoción. ¿Me había escogido estos colores antes o después de la
noche en el lago? ¿Se arrepentiría de verme usándolos esta noche?
No podía pensar sobre eso ahora. A menos que quisiera ir al baile desnuda,
no me quedaban muchas opciones. Caminé detrás del biombo y me deslicé dentro
de la nueva kefta. La seda se sentía fría en mi piel mientras luchaba con los
pequeños botones. Cuando emergí, Genya esbozó una enorme sonrisa.
—Oh, sabía que te verías bien de negro. —Me agarró del brazo—. ¡Vamos!
—¡Ni siquiera me he puesto los zapatos!
—¡Sólo vamos!
Me llevó por el pasillo, entonces abrió una puerta de golpe sin tocar.
Zoya chilló. Estaba parada en el medio de su habitación usando una kefta de
seda azul medianoche, con una brocha en su mano.
—¡Discúlpanos! —anunció Genya—. Pero necesitamos usar estos aposentos.
¡Órdenes del Darkling!
Los hermosos ojos azules de Zoya se entrecerraron peligrosamente. —Si
piensas… —empezó y entonces me miró por primera vez. Su mandíbula cayó, y la
sangre se drenó de su rostro.
—¡Fuera! —mandó Genya.
Zoya cerró la boca instantáneamente, pero para mi sorpresa, dejó la
habitación sin otra palabra. Genya cerró la puerta detrás de ella.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con duda.
—Pensé que era importante que te vieras en un espejo apropiado, no esa
inútil franja de vidrio en tu peinadora —dijo—. Pero sobretodo quería ver el rostro
de esa perra al verte usando el color del Darkling.
No pude contener mi sonrisa. —Eso fue bastante maravilloso.
—¿Verdad que sí? —dijo Genya soñadoramente.
Me volví al espejo, pero Genya me agarró y me sentó en la peinadora de
Zoya. Empezó a rebuscar en los cajones.
—¡Genya!
—Sólo espera… ¡ajá! ¡Sabía que se oscurecía las pestañas! —Genya sacó un
tarrito de antimonio negro del cajón de Zoya—. ¿Puedes invocar un poco de luz
para que pueda trabajar?
Llamé un resplandor cálido y agradable para ayudar a Genya a ver mejor e
intenté ser paciente mientras me hacía ver arriba, abajo, izquierda, derecha.
—¡Perfecto! —dijo al terminar—. Oh, Alina, te ves bastante tentadora.
—Claro —dije, y le arrebaté el espejo de sus manos. Pero entonces tuve que
sonreír. La triste y enfermiza chica con mejillas ahuecadas y hombros huesudos se
había ido. En su lugar estaba una Grisha de ojos brillantes y relucientes olas de
cabello bronce. La seda negra se aferraba a mi nueva forma, cambiando y
deslizándose como sombras cosidas. Y Genya le había hecho algo maravilloso a
mis ojos para que se vieran oscuros y casi felinos.
—¡Joyería! —gritó Genya, y regresamos corriendo a mi habitación, pasando a
una Zoya enojada en el pasillo.
—¿Han terminado? —espetó.
—Por el momento —dije alegremente, y Genya soltó un bufido muy poco
femenino.
En las otras cajas sobre mi cama, encontramos zapatillas de seda dorada,
relucientes pulseras y pendientes de oro, y un manguito 4 de piel gruesa. Cuando
estuve lista, me examiné en el pequeño espejo sobre el lavado. Me sentía exótica y
misteriosa, como si estuviera vistiendo la ropa de otra chica mucho más glamorosa.
Miré a Genya observándome con una expresión preocupada.
—¿Qué sucede? —dije, repentinamente consciente de mí misma de nuevo.
—Nada —dijo con una sonrisa—. Te ves hermosa. De verdad. Pero… —Su
sonrisa tembló. Extendió una mano y levantó el pequeño talismán de oro de mi
escote—. Alina, el Darkling no nos nota a la mayoría de nosotras. Somos
momentos que olvidará en su larga vida. Y no creo que eso sea algo malo. Sólo…
ten cuidado.
La observé, desconcertada. —¿De qué?
—De hombres poderosos.
—Genya —pregunté antes de perder el valor—, ¿qué sucedió entre el rey y
tú?
Ella examinó las puntas de sus zapatillas de satén. —El rey siempre consigue
lo que quiere de muchas sirvientas —dijo. Luego se encogió de hombros—. Por lo
menos yo obtuve unas cuantas joyas a cambio.
—No lo dices en serio.
—No. No lo hago. —Jugueteó con uno de sus pendientes—. La peor parte es
que todo el mundo lo sabe.
Puse mi brazo a su alrededor. —Ellos no importan. Eres más valiosa que
todos ellos juntos.
4
Manguito: rollo de piel o de tela que usan las mujeres para abrigarse las manos.
Me mostró una pobre imitación de su sonrisa confiada. —Oh, eso lo sé.
—El Darkling debió haber hecho algo —dije—. Debió haberte protegido.
—Lo ha hecho, Alina. Más de lo que sabes. Además, él es básicamente un
esclavo de los caprichos del rey, como el resto de nosotros. Al menos por ahora.
—¿Por ahora?
Me dio un rápido apretón. —No vayamos a desperdiciar esta noche con cosas
depresivas. Vamos —dijo, su hermoso rostro esbozando una deslumbrante
sonrisa—. ¡Necesito desesperadamente un trago de champán!
Y con eso, caminó tranquilamente fuera de la habitación. Quería decirle más.
Quería preguntarle a qué se refería con respecto al Darkling. Quería darle un
martillazo en la cabeza al rey. Pero ella tenía razón. Tendríamos mucho tiempo
para preocuparnos mañana. Me miré una última vez en el pequeño espejo y me
apresuré a salir al pasillo, dejando mis preocupaciones y las advertencias de Genya
a mis espaldas.
Mi kefta negra causó un gran revuelo en el salón abovedado mientras Marie,
Nadia y un grupo de otros Etherealki vestidos en terciopelo y seda azul se
reunieron alrededor de mí y Genya. Genya intentó escabullirse como siempre lo
hacía, pero me aferré rápido a su brazo. Si iba a usar el color del Darkling, entonces
tenía la intención de sacar el máximo provecho de ello y tener a mi amiga a un
lado.
—Sabes no puedo ir al salón de baile contigo. La reina se volvería loca —
murmuró en mi oído.
—Está bien, pero aún puedes caminar conmigo.
Genya sonrió.
Mientras cambiábamos por el sendero de grava y nos adentrábamos en el
túnel de árboles, noté que Sergei y muchos otros Cardios iban a nuestra par, y me
di cuenta con sorpresa de que nos estaban cuidando, o probablemente sólo a mí.
Supuse que tenía sentido con todos los extraños en los jardines del palacio para la
fiesta, pero seguía siendo desconcertante, un recordatorio de que existían muchas
personas en el mundo que me querían ver muerta.
Los patios rodeando el Gran Palacio habían sido iluminados para mostrar
cuadros vivos de actores y pequeñas tropas de acróbatas actuando para los
huéspedes ambulantes. Músicos enmascarados paseaban por los senderos. Un
hombre con un mono sobre su hombro caminó junto a nosotras, y dos hombres
cubiertos de la cabeza a los pies en hojas de oro cabalgaban en cebras, arrojando
flores enjoyadas a todos los que pasaban. Coros disfrazados cantaban en los
árboles. Un trío de bailarines pelirrojos chapoteaba en la fuente del águila doble,
vistiendo poco más que conchas y corales y sostenido bandejas llenas de ostras a
los invitados.
Apenas habíamos empezado a subir los escalones de mármol cuando una
sirvienta apareció con un mensaje para Genya. Ella leyó la nota y suspiró.
—El dolor de cabeza de la reina ha desaparecido milagrosamente, y ha
decidido asistir al baile después de todo. —Me dio un abrazo, prometió
encontrarme después de la demostración, y luego se marchó.
La primavera apenas había empezado a mostrarse, pero era imposible no
notarla en el Gran Palacio. La música flotaba por los salones de mármol. El aire se
sentía curiosamente tibio y perfumado con el aroma de miles de flores blancas,
crecidas en los invernaderos Grisha. Estas flores cubrían las mesas y decoraban las
barandas en grupos grandes.
Marie, Nadie, y yo vagamos entre grupos de nobles, quienes pretendían
ignorarnos pero murmuraban mientras pasábamos con nuestra guardia
Corporalki. Mantuve mi cabeza en alto e incluso sonreí a uno de los hombres
nobles parados en la entrada del salón de baile. Me sorprendí al verlo ruborizarse
y bajar la vista a sus zapatos. Miré a Marie y Nadia para ver si lo habían notado,
pero estaban parloteando sobre algunos de los platos servidos a los nobles en la
cena; lince asado, melocotones ahumados, cisnes quemados con azafrán. Me alegró
haber comido antes.
El salón de baile era más largo y ancho que la sala de trono, iluminado por
fila tras fila de brillantes candelabros, y repleto de grupos de personas bebiendo y
bailando al son de una orquesta enmascarada sentada junto a la pared del fondo.
Los vestidos, las joyas, los cristales goteando de los candelabros, incluso los suelos
bajo nuestros pies parecían brillar, y me pregunté cuánto era obra de los
Fabricadores.
Los propios Grisha se mezclaban y bailaban entre sí, pero eran fáciles de
distinguir con sus vivos colores: morado, rojo, y azul medianoche, brillando bajo
los candelabros como flores exóticas que habían surgido en cualquier jardín sin
vida.
La hora siguiente transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Me presentaron a
un sinnúmero de nobles y sus esposas, oficiales de altos rangos, cortesanos, e
incluso algunos Grisha de casas nobles que habían venido como invitados al baile.
Rápidamente renuncié a intentar recordar nombres y me limité a sonreír, asentir y
hacer reverencias. Y traté de contener las ganas de escanear la multitud en
búsqueda del traje negro del Darkling. También tomé mi primer trago de
champán, el cual me gustó mucho más que el kvas.
En algún punto, me encontré cara a cara con un noble de rostro cansado
apoyado en un bastón.
—¡Duque Keramsov! —exclamé. Estaba usando su viejo uniforme de oficial,
con sus muchas medallas clavadas en el amplio pecho.
El anciano me miró con un destello de interés, claramente sorprendido de que
supiera su nombre.
—Soy yo —dije—. ¿Alina Starkov?
—Sí… sí. ¡Por supuesto! —dijo con una débil sonrisa.
Lo miré profundamente a los ojos. No parecía recordarme en lo más mínimo.
¿Y por qué debería de hacerlo? Yo sólo era otra huérfana, y una muy
olvidable. Aún así, me sorprendió lo mucho que dolió.
Entablamos una conversación cortés por el tiempo que me vi obligada a
hacerlo y entonces me escapé a la primera oportunidad que tuve.
Me apoyé contra una columna y tomé otra copa de champán de un sirviente
que pasó a mi lado. El salón se sentía incómodamente caluroso. Cuando miré a mi
alrededor, me sentí repentinamente sola. Pensé en Mal y, por primera vez en
semanas, mi corazón dio ese viejo giro familiar. Deseaba que pudiera estar aquí
para ver este lugar. Deseaba que pudiera verme en mi kefta de seda con oro en mi
cabello. Sobre todo deseaba que estuviera junto a mí. Alejé el pensamiento y tomé
un gran trago de champán. ¿Qué diferencia había si un anciano borracho no me
reconocía? Estaba alegre de que no recordara a la flaca y miserable chica que había
sido.
Vi a Genya deslizarse a través de la multitud hacia mí. Condes, duques y
ricos comerciantes se volvieron a mirarla mientras pasaba, pero ella los ignoró a
todos. No pierdan su tiempo, quería decirles. Su corazón le pertenece a un desgarbado
Fabricador al que no le gustan las fiestas.
—Es hora del espectáculo, quiero decir, la demostración —dijo cuándo me
alcanzó—. ¿Por qué estás sola?
—Sólo necesitaba tomar un pequeño descanso.
—¿Demasiado champán?
—Tal vez.
—Niña tonta —dijo, entrelazando su brazo con el mío—. No hay tal cosa
como demasiado champán. Aunque tu cabeza intentará decirte lo contrario
mañana.
Me dirigió a través de la multitud, esquivando elegantemente a la gente que
quería conocerme o mirarla a ella provocadoramente, hasta que llegamos a la parte
trasera del escenario que había sido puesto a lo largo de la pared del fondo del
salón. Nos pusimos de pie por la orquesta y observamos mientras un hombre que
vestía un elaborado conjunto plateado subía al escenario para presentar a los
Grisha.
La orquesta tocó una pieza dramática, y pronto los invitados estaban
jadeando y aplaudiendo mientras los Inferno disparaban arcos de llamas sobre la
multitud y los Impulsores enviaban serpentina brillante dando vueltas por la
habitación. Estaban acompañados por un gran grupo de Mareomotrices quienes,
con la ayuda de los Impulsores, llevaron una enorme ola rompiendo el balcón
hasta que flotó a sólo pulgadas de las cabezas de la audiencia. Vi manos alzarse
para tocar la brillante lámina de agua. Entonces los Inferno levantaron sus manos
y, con un silbido, la ola estallo en una masa arremolinada de niebla. Oculta a un
lado del escenario, tuve una repentina inspiración y envié una ráfaga de luz a
través de la niebla, creando un arcoíris que brilló brevemente en el aire.
—Alina.
Salté. La luz falló y el arcoíris desapareció. El Darkling estaba de pie a mi
lado. Como siempre, vestía una kefta negra, aunque esta estaba hecha de seda
opaca y terciopelo. La luz de las velas se reflejaba en su oscuro cabello. Tragué
saliva y miré a mi alrededor, pero Genya había desaparecido.
—Hola —conseguí decir.
—¿Estás lista?
Asentí, y él me llevó a la base de las escaleras que conducían a la plataforma.
Mientras la multitud aplaudía y los Grisha abandonaban el escenario, Ivo golpeó
mi brazo.
—¡Lindo toque, Alina! Ese arcoíris estuvo perfecto. —Le agradecí y volví mi
atención a la multitud, sintiéndome repentinamente nerviosa. Vi rostros ansiosos,
la reina rodeada por sus damas, luciendo aburrida. A su lado, el rey se tambaleaba
en su trono, claramente pasado de copas, el Apparat junto a él. Si los hijos de la
realeza se habían molestado en aparecer, no estaban a la vista. Con un sobresalto,
noté que el Apparat estaba observándome directamente, y rápidamente aparté la
vista.
Esperamos mientras la orquesta empezaba a tocar una siniestra pieza y el
hombre en el traje plateado subía al escenario una vez más para presentarnos.
De repente, Ivan estaba junto a nosotros diciéndole algo al Darkling en el
oído. Escuché al Darkling responder:
—Llévalos a la sala de guerra. Estaré ahí pronto.
Ivan se alejó corriendo, ignorándome completamente. Cuando el Darkling se
volvió hacia mí, estaba sonriendo, sus ojos encendidos con emoción. Las noticias
que había recibido debían ser buenas.
Una horna de aplausos señaló que ya era la hora de apoderarnos del
escenario. Me tomó del brazo y dijo:
—Vamos a darle a las personas lo que quieren.
Asentí, mi garganta seca mientras me guiaba por los escalones y al centro del
escenario. Oí un zumbido ansioso de la multitud, miré sus expectantes rostros. El
Darkling me dio un pequeño asentimiento. Con poco preámbulo, juntó las manos y
un trueno resonó a través de la habitación cuando una ola de oscuridad cayó sobre
la fiesta.
Él esperó, dejando que la anticipación de la multitud creciera. Puede que al
Darkling no le gustaran las presentaciones de los Grisha, pero definitivamente
sabía cómo llevar a cabo un espectáculo. Sólo cuando el salón estaba prácticamente
vibrando con tensión se inclinó a mí y murmuró, tan suavemente que sólo yo pude
escucharlo, «Ahora.»
Con el corazón desbocado, extendí mi brazo, con la palma hacia arriba.
Respiré profundamente e invoqué esa sensación de confianza, la sensación de luz
corriendo hacia y a través de mí, y la concentré en mi mano. Una brillante ráfaga
de luz se disparó hacia arriba de mi palma, brillando en la oscuridad del salón. La
multitud jadeó, y escuché a alguien gritar:
—¡Es verdad!
Moví un poco mi mano, inclinándola hacia lo que esperaba fuera el espacio
correcto en el balcón que David me había descrito más temprano.
—Sólo asegúrate de apuntar lo suficientemente alto, y te encontraremos —
había dicho él.
Supe que lo había hecho bien cuando el rayo de mi mano salió disparado
hacia el balcón, zigzagueando a través de la habitación mientras que la luz
rebotaba de un gran espejo hecho por un Fabricador hacia la siguiente hasta que el
oscuro salón era un patrón de entrecruzamientos de brillantes rayos de luz solar.
La multitud murmuró de la emoción.
Cerré mi palma, y el rayo desapareció, entonces en un instante dejé que la luz
floreciera alrededor de mí y el Darkling, envolviéndonos en una brillante esfera
que nos rodeó como un halo dorado.
Él me miró y me tendió la mano, enviando cintas negras de oscuridad a
escalar a través de la esfera, girando y girando. Aumenté la esfera de luz y la volví
más brillante, sintiendo el placer del poder moviéndose a través de mí, dejándolo
jugar a través de las yemas de mis dedos mientras él enviaba tentáculos de
oscuridad disparándose a través de la luz, haciéndolas bailar.
La multitud aplaudió y el Darkling susurró suavemente:
—Ahora, muéstrales.
Sonreí e hice lo que me habían enseñado; abrí mis brazos y sentí todo mi ser
abrirse, entonces junté mis manos y un fuerte estruendo sacudió el salón. Luz
blanca brillante explotó a través de la multitud con un silbido mientras los
invitados soltaban un colectivo «¡Ahhhh!» y cerraban los ojos, alzando sus manos
contra el brillo.
La sostuve por unos largos segundos y entonces separé mis manos, dejando
la luz desvanecerse. La multitud estalló en aplausos, palmeando furiosamente y
golpeando con sus pies.
Hicimos nuestras respectivas reverencias mientras la orquesta empezaba a
tocar y el aplauso se detuvo para dejar lugar a conversaciones emocionadas. El
Darkling me llevó a un lado del escenario y susurró:
—¿Los escuchas? ¿Los ves bailar y abrazarse? Ahora saben que los rumores
son ciertos, que todo está por cambiar.
Mi euforia decayó un poco mientras sentía la incertidumbre. —Pero, ¿no les
estamos dando a estas personas falsas esperanzas? —pregunté.
—No, Alina. Te dije que eras mi respuesta. Y lo eres.
—Pero después de lo que pasó en el lago… —Me sonrojé furiosamente y me
apresuré a aclarar—. Quiero decir, dijiste que no era lo suficientemente fuerte.
La boca del Darkling se curvó como la sugerencia de una sonrisa pero sus
ojos permanecieron serios. —¿Realmente crees que había terminado contigo?
Un pequeño temblor me estremeció. Él me observó, su media sonrisa
desvaneciéndose. Entonces, abruptamente, me tomó del brazo y me tiró del
escenario hacia la multitud. Las personas ofrecían sus felicitaciones, levantaban sus
manos para tocarnos, pero él emitía una ola de oscuridad que serpenteaba por la
multitud y se desvanecía tan pronto como pasábamos. Era casi como ser invisible.
Podía escuchar fragmentos de conversaciones mientras nos deslizábamos entre los
grupos de personas.
—No lo creía…
—¡… un milagro!
—… nunca confié en él, pero…
—¡Ha terminado! ¡Ha terminado!
Escuché a personas riendo y llorando. Esa sensación de inquietud me
molestaba de nuevo. Esta gente creía que yo podía salvarlos. ¿Qué pensarían
cuando se enteraran de que no era buena para nada más salvo hacer trucos de
salón? Pero estos pensamientos eran sólo oscuros parpadeos. Era difícil pensar en
algo más aparte del hecho de que, después de semanas de ignorarme, el Darkling
estaba sosteniendo mi mano y me estaba guiando a través de una estrecha puerta y
por un corredor vacío.
Una carcajada se me escapó cuando nos deslizamos dentro de una habitación
vacía iluminada sólo por la luz de la luna entrando por las ventanas. Apenas tuve
tiempo de registrar que era la sala de estar donde una vez había sido traída para
conocer a la reina, porque tan pronto como la puerta se cerró, él estaba besándome
y no podía pensar en nada más.
Me habían besado antes, errores de ebriedad, incómodos manoseos. Esto no
era nada como eso. Era seguro y poderoso y mi cuerpo entero despertó. Podía
sentir mi corazón latiendo, la presión de seda contra mi piel, la fuerza de sus
brazos a mi alrededor, una mano enterrada profundamente en mi cabello, la otra
en mi espalda, acercándome. En el momento en que sus labios encontraron los
míos, la conexión entre nosotros se abrió y sentí su poder circulando por mi
cuerpo. Podía sentir cuanto me quería, pero detrás de ese deseo, podía sentir algo
más, algo que se sentía como ira.
Me aparté, sobresaltada. —No quieres estar haciendo esto.
—Esta es la única cosa que quiero estar haciendo —gruñó, y pude escuchar la
amargura y el deseo entremezclados en su voz.
—Y odias eso —dije con un repentino destello de comprensión.
Él suspiró y se apoyó en mí, apartando el cabello de mi cuello. —Puede que sí
lo odie —murmuró, sus labios rozando mi oído, mi garganta, mi clavícula.
Me estremecí, estirando mi cuello hacia atrás, pero tenía que preguntar. —
¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió, sus labios aún rozando mi piel, sus dedos deslizándose
sobre las cintas de mi escote—. Alina, ¿sabes qué me dijo Ivan antes de que
subiéramos al escenario? Esta noche, recibimos la noticia de que mis hombres han
descubierto la manada de Morozova. La llave para el Abismo de las Sombras está
finalmente a nuestro alcance, y ahora mismo, debería estar en la sala de guerra,
escuchando su reporte. Debería estar planeando nuestro viaje al norte. Pero no lo
estoy, ¿cierto?
Mi mente se había apagado, entregada al placer que corría a través de mi
cuerpo y la anticipación de saber dónde aterrizaría su próximo beso.
—¿Cierto? —repitió y mordisqueó mi cuello. Jadeé y sacudí mi cabeza,
incapaz de pensar. Ahora me tenía empujada contra la puerta, sus caderas
presionando las mías—. El problema con el deseo —murmuró, su boca
arrastrándose a lo largo de mi mandíbula hasta que se cernía sobre mis labios—, es
que nos hace débiles. —Y entonces, por fin, cuando creí que ya no podía soportar
más, juntó su boca con la mía.
Su beso fue más apasionado en esta ocasión, mezclado con la rabia que sentía
persistente dentro de él. No me importó. No me importó que me hubiera ignorado,
que me hubiese confundido, y tampoco me importaron las vagas advertencias de
Genya. Él había encontrado el ciervo. Había tenido razón sobre mí. Había tenido
razón sobre todo.
Su mano se deslizó hasta mi cadera. Sentí un poco de pánico mientras mi
falda se deslizaba más arriba y sus dedos se cerraron sobre mi muslo desnudo,
pero en lugar de alejarlo, lo acerqué.
No sabía qué podría haber pasado después: en ese momento oímos un fuerte
clamor de voces en el pasillo. Un grupo de personas muy ruidosas y ebrias estaban
caminando a toda velocidad por el pasillo, y alguien chocó pesadamente contra la
puerta, agitando la manilla. Nos congelamos. El Darkling empujó su hombro
contra la puerta así no se abriría, y el grupo siguió adelante, gritando y riendo.
En el silencio que siguió, nos miramos el uno al otro. Entonces suspiró y bajó
sus manos, dejando que la seda de mi falda cayera a su lugar.
—Debería irme —murmuró—. Ivan y los otros están esperándome.
Asentí, sin confiar en mí misma para hablar.
Se alejó de mí. Me moví a un lado, y abrió un poco la puerta, mirando el
pasillo para asegurarse de que estuviese vacío.
—No regresaré a la fiesta —dijo—. Pero tú deberías, por lo menos por un
rato.
Asentí de nuevo. De repente me sentí muy consciente del hecho de que
estaba parada en una habitación oscura con un casi desconocido y que hacía sólo
unos momentos casi me había subido la falda hasta la cintura. El rostro severo de
Ana Kuya apareció en mi mente, dándome un sermón sobre los errores más tontos
de las chicas campesinas, y me ruboricé de la vergüenza.
El Darkling se coló por la puerta, pero entonces se volvió hacia mí. —Alina —
dijo él, y pude ver que estaba luchando consigo mismo—, ¿puedo ir a tu habitación
esta noche?
Vacilé. Sabía que si aceptaba, no habría vuelta atrás. Mi piel seguía ardiendo
donde él me había tocado, pero la emoción del momento estaba desvaneciéndose,
y un poco de sentido regresaba. No estaba segura de lo que quería. Ya no estaba
segura de nada.
Esperé demasiado. Escuchamos más voces provenientes del pasillo. El
Darkling cerró la puerta, y caminó por el corredor cuando estuve de vuelta en la
oscuridad. Esperé nerviosamente, intentando pensar en una excusa de por qué
podría estar escondiéndome en una habitación vacía.
Las voces pasaron y solté un suspiro largo y estremecido. No había tenido la
oportunidad de responderle sí o no al Darkling. ¿Iría de todas formas? ¿Quería que
fuera? Mi mente estaba dando vueltas. Tenía que establecer mis derechos y volver
a la fiesta. El Darkling podía desaparecer sin más, pero yo no podía darme ese lujo.
Me asomé al pasillo y entonces me apresuré a regresar al salón de baile,
deteniéndome para revisar mi apariencia en uno de los espejos dorados. No lucía
tan mal como temía. Mis mejillas estaban rojas, mis labios un poco magullados,
pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Me alisé el cabello y enderecé mi
kefta. Cuando estaba por entrar al salón de baile, escuché una puerta abrirse al otro
extremo del pasillo. El Apparat estaba caminando hacia mí, sus túnicas marrones
aleteando detrás de él. Oh, por favor, ahora no.
—¡Alina! —llamó.
—Debo regresar al baile —dije alegremente y le di la espalda.
—¡Debo hablar con usted! Las cosas se están moviendo mucho más rápido de
lo que…
Caminé de vuelta a la fiesta con lo que esperaba fuera una expresión serena.
Casi al instante, me encontré rodeada por nobles esperando conocerme y
felicitarme por la demostración. Sergei corrió hacia mí con mis otros guardias
Cardios, murmurando disculpas por perderme entre la multitud. Echando un
vistazo sobre mi hombro, me sentí aliviada al ver la figura del Apparat
desaparecer entre una marea de fiesteros.
Hice lo mejor que pude para establecer conversaciones educadas y para
responder las preguntas que me hacían los invitados. Una mujer tenía lágrimas en
los ojos y me pidió que la bendijera. No tenía idea de qué hacer, así que le di unas
palmaditas en la mano en lo que esperaba que fuera un gesto tranquilizador. Lo
único que quería era estar sola para pensar, para ordenar el confuso lío de
emociones en mi cabeza. El champán no estaba ayudando.
Mientras un grupo de invitados se alejaba para ser remplazado por otro,
reconocí el largo rostro melancólico del Corporalki que había viajado conmigo y
con Ivan en el carruaje del Darkling y ayudó a luchar contra los asesinos Fjerdanos.
Luché por recordar su nombre.
Él vino a mi rescate, haciendo una profunda reverencia y diciendo:
—Fedyor Kaminsky.
—Perdóname —dije—. Ha sido una noche larga.
—Puedo imaginármelo.
Espero que no, pensé con una punzada de vergüenza.
—Parece que el Darkling estaba en lo correcto después de todo —dijo con una
sonrisa.
—¿Disculpa? —chillé.
—Estabas muy segura de que no habría posibilidad de que fueras una Grisha.
Le devolví la sonrisa. —Trato de hacer un hábito estar completamente
equivocada.
Fedyor apenas tuvo tiempo de hablarme sobre su nueva misión cerca de la
frontera del sur antes de que fuera alejado por otra oleada de invitados
impacientes esperando tener su momento con la Invocadora del Sol. Ni siquiera le
había agradecido por proteger mi vida ese día en el valle.
Me las arreglé para seguir hablando y sonriendo por una hora, pero tan
pronto como tuve un momento libre, les dije a mis guardias que quería irme y nos
dirigimos directamente a las puertas.
Al instante en que estuve afuera, me sentí mejor. El aire nocturno era
benditamente frío, las estrellas brillaban en el cielo. Respiré profundamente. Me
sentía mareada y exhausta, y mis pensamientos parecían mantenerse saltando de
emoción a ansiedad y viceversa. Si el Darkling venía a mi habitación esta noche,
¿que significaría? La idea de ser suya envió una sacudida a través de mí. No
pensaba que estuviera enamorado de mí y no tenía idea de lo que sentía por él,
pero él me deseaba, y quizá eso era suficiente.
Sacudí mi cabeza, tratando de encontrarle sentido a todo. Los hombres del
Darkling habían encontrado el ciervo. Debería estar pensando sobre eso, sobre mi
destino, sobre el hecho de que tendría que matar una criatura antigua, sobre el
poder que me daría y la responsabilidad de eso, pero en lo único que podía pensar
era en sus manos en mis caderas, sus labios en mi cuello, la sensación delgada y
dura de él en la oscuridad. Tome otra respiración profunda del aire nocturno. Lo
razonable por hacer sería cerrar mi puerta con llave e irme a dormir. Pero no sabía
si quería ser razonable.
Cuando llegamos al Pequeño Palacio, Sergei y los otros me dejaron para
regresar al baile. El salón abovedado estaba silencioso, los fuegos encendidos en
sus hornos de loza, sus lámparas emitiendo una luz baja y dorada. Justo cuando
estaba a punto de pasar por la puerta de la escalera principal, las puertas talladas
detrás de la mesa del Darkling se abrieron. Apresuradamente, me escondí entre las
sombras. No quería que el Darkling supiera que había abandonado la fiesta
temprano, y de todos modos aún no estaba lista para verlo. Pero sólo era un grupo
de soldados cruzando la entrada del pasillo en su camino a la salida del Pequeño
Palacio. Me pregunté si ellos eran los hombres que habían venido a reportar dónde
se encontraba el ciervo. Cuando la luz de una de las lámparas cayó en el último
soldado del grupo, mi corazón casi se detuvo.
—¡Mal!
Cuando volteó, pensé que podría disolverme de felicidad al ver su rostro
familiar. En algún lado al fondo de mi mente, registré su expresión sombría, pero
perdí ese pensamiento por la alegría que sentí. Corrí a través del pasillo y arrojé
mis brazos a su alrededor, casi tumbándolo al suelo. Recuperó el equilibrio y
entonces sacó mis brazos de alrededor de su cuello mientras miraba a los otros
soldados que se habían detenido para observarnos. Sabía que probablemente lo
había avergonzado, pero no me importaba. Estaba saltando sobre las puntas de
mis pies, prácticamente bailando de alegría.
—Continúen —les dijo—. Los alcanzaré.
Se alzaron unas cuantas cejas, pero los soldados desaparecieron por la
entrada principal, dejándonos solos.
Abrí la boca para hablar, pero no estaba segura de por dónde empezar, así
que opté por lo primero que me vino a la mente. —¿Qué estás haciendo aquí?
—No tengo ni idea —dijo Mal con un cansancio que me sorprendió—. Tenía
que hacerle un reporte a tu señor.
—Mi… ¿qué? —Entonces me golpeó, y esbocé a una gran sonrisa—. ¡Tú eres
el que encontró la manada de Morozova! Debí haberlo sabido.
No me devolvió la sonrisa. Ni siquiera me miró a los ojos. Sólo apartó la vista
y dijo:
—Debería irme.
Lo miré con incredulidad, mi júbilo extinguido. Así que había tenido razón.
Mal había terminado conmigo. Todo el enojo y vergüenza que había sentido por
los últimos meses se estrelló contra mí. —Lo lamento —dije fríamente—. No me di
cuenta que estaba haciéndote perder el tiempo.
—No dije eso.
—No, no. Lo entiendo. No podías molestarte en responder mis cartas. ¿Por
qué querrías estar aquí hablando conmigo mientras tus verdaderos amigos
esperan?
Él frunció el ceño. —No recibí ninguna carta.
—Seguro —dije molesta.
Suspiró y se pasó una mano por el rostro. —Tenemos que movernos
constantemente para seguir a la manada. Mi unidad apenas está en contacto con el
regimiento.
Había cierto cansancio en su voz. Por primera vez, lo miré, en verdad lo miré,
y vi cuánto había cambiado. Había sombras debajo de sus ojos azules. Una
irregular cicatriz corría por la línea de su mandíbula sin afeitar. Seguía siendo Mal,
pero había algo más duro en él, algo frío y para nada familiar.
—¿No recibiste ninguna de mis cartas?
Negó con la cabeza, llevando la misma expresión distante.
No sabía que pensar. Mal nunca antes me había mentido, y a pesar de mi
enojo, no creía que me estuviera mintiendo ahora. Vacilé.
—Mal, yo… ¿No puedes quedarte un rato más? —Escuché la súplica en mi
voz. Lo odiaba, pero odiaba aún más pensar en él abandonándome—. No puedes
imaginarte lo que ha sido estar aquí.
Soltó una carcajada ronca y sin humor. —No necesito imaginármelo. Vi tu
pequeña demostración en el salón de baile. Muy impresionante.
—¿Me viste?
—Así es —dijo duramente—. ¿Sabes cuán preocupado he estado por ti?
Nadie sabía qué te había sucedido, qué te habían hecho. No había forma de
comunicarse contigo. Incluso corrían rumores de que estabas siendo torturada.
Cuando el capitán necesitó hombres para reportar las noticias al Darkling, como
un idiota hice la caminata hasta acá sólo para poder ver si te encontraba.
—¿En serio? —Me resultaba difícil creerlo. Me había acostumbrado tanto a la
idea de la indiferencia de Mal.
—Sí —siseó—. Y aquí estás, sana y salva, bailando y coqueteando como una
princesa mimada.
—No suenes tan decepcionado —espeté—. Estoy segura de que el Darkling
puede organizar un encierro o algunas brasas si eso te haría sentir mejor.
Mal frunció el ceño y se apartó de mí.
Lágrimas de frustración pinchaban mis ojos. ¿Por qué estábamos peleando?
Desesperadamente, extendí la mano para ponerla en su brazo. Sus músculos se
tensaron, pero no se alejó. —Mal, no puedo cambiar cómo es todo aquí. No pedí
nada de esto.
Me miró y entonces apartó la vista. Sentí que liberaba un poco de tensión.
Finalmente, dijo:
—Sé que no lo hiciste.
De nuevo, escuché ese terrible cansancio en su voz.
—¿Qué te sucedió, Mal? —susurré.
No dijo nada, sólo observó la oscuridad del pasillo.
Levanté mi mano y la descansé en su rasposa mejilla, gentilmente girando su
rostro hacia el mío. —Dímelo.
Él cerró los ojos. —No puedo.
Dejé a mis dedos arrastrarse sobre la piel levantada de la cicatriz en su
mandíbula. —Genya podría arreglar esto. Ella puede…
Instantáneamente, supe que había dicho lo peor. Sus ojos se abrieron
instantáneamente.
—No necesito reparación —espetó.
—No quise…
Arrebató mi mano de su rostro, sosteniéndola estrechamente, sus ojos azules
buscando los míos. —¿Eres feliz aquí, Alina?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—Yo… no lo sé. A veces.
—¿Eres feliz con él?
No tenía que preguntar a quién se refería Mal. Abrí mi boca para responder,
pero no tenía idea de qué decir.
—Estás usando su símbolo —señaló, su mirada volviéndose al pequeño
pendiente de oro colgando de mi cuello—. Su símbolo y su color.
—Sólo son ropas.
Los labios de Mal se torcieron en una sonrisa cínica, una sonrisa tan diferente
de la que conocía y amaba que casi me estremeció. —En realidad no crees eso.
—¿Qué diferencia tiene que la use?
—Las ropas, las joyas, incluso como luces. Está en toda tú.
Las palabras me golpearon como una bofetada. En la oscuridad del vestíbulo,
sentí un desagradable rubor arrastrarse a mis mejillas. Aparté mi mano de la suya,
cruzándome de brazos.
—No es así —susurré, pero no encontré su mirada. Era como si Mal pudiera
ver justo a través de mí, como si pudiera arrancar cada pensamiento febril que
había tenido del Darkling pasando por mi cabeza. Pero poco después de la
vergüenza vino la ira. ¿Y qué tenía que lo supiera? ¿Qué derecho tenía él de
juzgarme? ¿Cuántas chicas habían tenido Mal en la oscuridad?
—Vi cómo te miraba —dijo él.
—¡Me gusta cómo me mira! —prácticamente grité.
Sacudió su cabeza, esa amarga sonrisa continuaba reproduciéndose en sus
labios. Quería quitársela de una bofetada.
—Sólo admítelo —se burló—. Le perteneces.
—Tú también le perteneces, Mal, —arremetí de vuelta—. Todos le
pertenecemos.
Eso hizo desaparecer su sonrisa.
—No, no le pertenezco —dijo Mal, ferozmente—. Yo no. Nunca.
—Oh, ¿en serio? ¿No tienes que estar en algún lugar, Mal? ¿No tienes órdenes
que seguir?
Mal se enderezó, su expresión fría. —Sí —dijo—. Sí, tengo que hacerlo.
Se dio la vuelta bruscamente y salió por la puerta.
Por un momento, me quedé allí, temblando de ira, y entonces corrí a la
puerta. Había bajado todas las escaleras antes de detenerme. Las lágrimas que
habían estado amenazando con desbordarse finalmente lo hicieron, corriendo por
mis mejillas. Quería correr tras él, retirar lo que había dicho, rogarle que se
quedara, pero había pasado mi vida entera corriendo detrás de Mal. En su lugar,
me paré en silencio y lo dejé ir.
Traducido por Azhreik
olo cuando estuve en mi habitación, con la puerta firmemente cerrada detrás
de mí, dejé que mis sollozos me superaran. Me deslicé hasta el piso, con la
espalda presionada contra la cama y los brazos alrededor de mis rodillas,
intentando controlarme.
Para este momento, Mal debía estar dejando el palacio, viajando de vuelta a
Tsibeya para unirse a los otros rastreadores y cazar la manada de Morozova. La
distancia que se ensanchaba entre nosotros se sentía como algo palpable. Me sentí
más lejos de él de lo que me había sentido durante todos esos meses solitarios que
habían pasado.
Froté mi pulgar sobre la cicatriz en mi palma. —Vuelve —susurré, y mi
cuerpo se sacudió con nuevos sollozos—. Vuelve. —Pero no volvería.
Practicamente le había ordenado que se fuera. Sabía que probablemente nunca
volvería a verlo, y eso me dolía.
No sé durante cuánto tiempo me senté allí en la oscuridad. En algún punto
me hice consciente de un suave toque en mi puerta. Me enderecé, intentando
reprimir mis sollozos. ¿Qué tal si era el Darkling? No podría soportar verlo ahora,
explicarle mis lágrimas, pero tenía que hacer algo. Me forcé a ponerme de pie y
abrí la puerta.
Una mano huesuda serpenteó alrededor de mi muñeca, sujetándome en un
poderoso agarre.
—¿Baghra? —pregunté, echándole un vistazo a la mujer parada en mi puerta.
—Ven —dijo, jalándome del brazo y mirando sobre su hombro.
—Déjeme en paz, Baghra. —Intenté apartarme de ella, pero era
sorprendentemente fuerte.
—Vendrás conmigo ahora, niña, —dijo con los dientes apretados—. ¡Ahora!
Tal vez fue la intensidad de su mirada o la sorpresa al distinguir miedo en
sus ojos, o tal vez simplemente estaba acostumbrada a hacer lo que Baghra decía,
pero la seguí afuera.
Cerró la puerta tras nosotras, manteniendo el agarre en mi muñeca.
—¿Qué pasa? ¿A dónde vamos?
—Silencio.
En vez de girar a la derecha y dirigirse hacia la escalera principal, me arrastró
en la dirección contraria, al otro extremo del pasillo. Presionó una tabla en la pared
y se abrió una puerta oculta. Me dio un empujón. Yo no tenía la voluntad para
resistirme, así que bajé tambaleante las estrechas escaleras en espiral. Cada vez que
miraba hacia atrás, a ella, me daba otro pequeño empujón. Cuando alcanzamos el
pie de las escaleras, Baghra caminó frente a mí y me condujó por un pasillo
estrecho con pisos de piedra desnuda y paredes de madera lisa. Lucía casi
desnudo, comparado con el resto del Pequeño Palacio, y pensé que debíamos estar
en los cuartos de los sirvientes.
Baghra me sujetó de la muñeca de nuevo y tiró de mí hacia una cámara
oscura y vacía. Encendió una sola vela, cerró y echó el cerrojo a la puerta, luego
cruzó la habitación y se puso de puntillas para cerrar por completo la cortina de la
minúscula ventana del sótano. La habitación estaba escasamente amueblada con
una cama estrecha, una silla sencilla y un lavabo.
—Toma —dijo, tendiéndome una pila de ropa—. Ponte esto.
—Estoy demasiado cansada para lecciones, Baghra.
—No más lecciones, debes dejar este lugar. Esta noche.
Parpadeé. —¿De qué está hablando?
—Intento salvarte de pasar el resto de tu vida como una esclava. Ahora
cámbiate.
—Baghra, ¿qué está pasando? ¿Por qué me trajo aquí abajo?
—No tenemos mucho tiempo. El Darkling está a punto de encontrar la
manada de Morozova. Pronto tendrá el ciervo.
—Lo sé —dije, pensando en Mal. Mi corazón dolió, pero no pude resistir el
sentirme un poco ufana—. Pensé que no creía en el ciervo de Morozova.
Sacudió su brazo como para apartar mis palabras. —Eso es lo que le dije a él.
Esperaba que se rindiera con la búsqueda del ciervo si pensaba que no era más que
un cuento de campesinos. Pero una vez que lo tenga, nada podrá detenerlo.
Levanté los brazos con exasperación. —¿Detenerlo de hacer qué?
—De usar el Abismo como arma.
—Ya veo —dije—. ¿También planea construir una casa vacacional allí?
Baghra cogió mi brazo. —¡Esto no es una broma!
Había un filo desesperado y desconocido en su voz, y su agarre en mi brazo
era casi doloroso. ¿Cuál era su problema?
—Baghra, tal vez deberíamos ir a la enfermería…
—No estoy enferma y tampoco loca —escupió—. Debes escucharme.
—Entonces hable con sensatez —dije—. ¿Cómo podría alguien utilizar el
Abismo de las Sombras como arma?
Se inclinó hacia mí, y sus dedos se clavaron en mi piel. —Expándiendolo.
—Claro —dije lentamente, intentando liberarme de su agarre.
—La tierra que cubre el Falso Océano fue alguna vez verde y buena, fértil y
rica. Ahora está muerta y desértica, repleta de abominaciones. El Darkling moverá
sus fronteras al norte, hacia Fjerda, y al sur, hacia Shu Han. Aquéllos que no se
inclinen ante él verán sus reinos convertidos en páramos desolados y a su gente
devorada por volcra rapaces.
Jadeé en horror, conmocionada por las imágenes que había descrito.
Claramente la anciana había perdido la cabeza.
—Baghra —dije gentilmente—, creo que tiene alguna especie de fiebre. —O te
has vuelto completamente loca—. Encontrar al ciervo es algo bueno. Significa que
puedo ayudar al Darkling a destruir el Abismo.
—¡No! —gritó, y fue casi un aullido—. Nunca tuvo la intención de destruirlo,
el Abismo es su creación.
Suspiré. ¿Por qué Baghra había escogido esta noche para perder todo
contacto con la realidad? —El Abismo fue creado hace cientos de años por el
Hereje Oscuro. El Darkling…
—Él es el Hereje Oscuro —dijo furiosa, su rostro a meros centímetros del mío.
—Claro que lo es. —Con algo de esfuerzo aflojé sus dedos y caminé a su lado
hacia la puerta—. Voy a conseguirle un Sanador y luego me iré a la cama.
—Mírame, niña.
Respiré hondo y me di la vuelta; mi paciencia empezaba a llegar a su fin.
Sentía lástima por ella, pero esto era demasiado. —Baghra…
Las palabras murieron en mis labios.
La oscuridad estaba agrupándose en las palmas de Baghra, las marañas de
negrura flotando en el aire.
—No lo conoces, Alina. —Era la primera vez que usaba mi nombre—. Pero
yo sí.
Me quedé allí parada, observando los espirales negros desplegándose a su
alrededor, intentando comprender qué es lo que estaba viendo. Escrutando los
extraños rasgos de Baghra vi la explicación claramente escrita. Vi el fantasma de lo
que alguna vez debió haber sido una mujer hermosa, una mujer hermosa que había
dado a luz a un hijo hermoso.
—Usted es su madre —susurré aturdida.
Ella asintió. —No estoy loca, soy la única persona que sabe quién es él en
realidad, lo que realmente tiene intención de hacer. Y te estoy diciendo que debes
huir.
El Darkling había proclamado que no sabía cuál era el poder de Baghra. ¿Me
había mentido?
Sacudí la cabeza, intentando aclarar mis pensamientos, intentando darle
sentido a lo que Baghra estaba diciéndome. —No es posible —dije—. El Hereje
Oscuro vivió hace cientos de años.
—Ha servido a incontables reyes, fingido incontables muertes, aguardado su
tiempo, esperándote. Una vez que tome control del Abismo, nadie será capaz de
oponerse a él.
Un estremecimiento me recorrió. —No —dije—. Me dijo que el Abismo fue
un error. Llamó malvado al Hereje Oscuro.
—El Abismo no fue un error. —Baghra bajó las manos y la oscuridad girando
a su alrededor se disipó—. El único error fueron los volcra. No los tenía previstos,
no pensó en preguntarse lo que un poder de esa magnitud podría hacerle a simples
hombres.
Mi estómago se retorció. —¿Los volcra eran hombres?
—Oh, sí. Hace generaciones. Los granjeros y sus esposas, sus hijos. Le advertí
que habría un precio, pero no me escuchó. Estaba cegado por su hambre de poder,
justo como está cegado ahora.
—Está equivocada —dije, frotándome los brazos en un intento de evitar que
me calara el frío que llegaba a los huesos—. Está mintiendo.
—Sólo los volcra han evitado que el Darkling use el Abismo contra sus
enemigos. Ellos son su castigo, un testimonio viviente de su arrogancia. Pero tú
cambiarás todo eso. Los monstruos no toleran la luz solar. Una vez que el Darkling
haya usado tu poder para contener a los volcra, será capaz de entrar al Abismo a
salvo. Finalmente tendrá lo que desea. Su poder no tendrá limites.
Sacudí la cabeza. —Él no haría eso, nunca haría eso. —Recordé la noche que
me había hablado junto a la fogata en el granero destartalado, la vergüenza y dolor
en su voz. He dedicado mi vida entera a buscar el modo de arreglar las cosas. Tú eres el
primer rayo de esperanza que he tenido en mucho, mucho tiempo. —Dijo que deseaba
hacer que Ravka estuviera entera de nuevo. Dijo que…
—¡Deja de decirme lo que dijo! —rugió—. Él es un anciano. Ha tenido
muchísimo tiempo para dominar el arte de mentirle a una niña solitaria e ingenua.
—Avanzó hacia mí, y sus ojos negros ardían—. Piensa, Alina. Si Ravka está
completa de nuevo, el Segundo Ejército ya no será vital para su supervivencia. El
Darkling no será más que otro sirviente del rey. ¿Ese es su sueño del futuro?
Estaba empezando a temblar. —Por favor, pare.
—Pero con el Abismo en su poder, propagará destrucción ante él. Sembrará
la devastación en el mundo, y nunca tendrá que volver a arrodillarse ante ningún
rey.
—No.
—Todo debido a ti.
—¡No! —le grité—. ¡Yo no haría eso! Aún si lo que está diciendo es verdad,
yo nunca lo ayudaría a hacer eso.
—No tendrás opción. El poder del ciervo le pertenece a quien lo mata.
—Pero él no puede usar un amplificador —protesté débilmente.
—Puede usarte a ti —dijo Baghra suavemente—. El ciervo de Morozova no es
un amplificador ordinario. Él lo cazará. Lo matará, cogerá sus astas y una vez que
las ponga alrededor de tu cuello, le pertenecerás por completo. Serás la Grisha más
poderosa que haya vivido, y todo ese poder recién descubierto estará a sus
órdenes. Estarás atada a él para siempre, y serás incapaz de resistirte.
Fue la lástima en su voz la que me deshizo. Lástima proveniente de una
mujer que nunca me había permitido ni un momento de debilidad, ni un momento
de descanso.
Mis piernas cedieron y me deslicé hasta el suelo. Me cubrí la cabeza con las
manos, en un intento de bloquear la voz de Baghra. Pero no pude evitar que las
palabras del Darkling hicieran eco en mi mente.
Todos servimos a alguien.
El rey es un niño.
Tú y yo vamos a cambiar el mundo.
Me había mentido sobre Baghra. Me había mentido sobre el Hereje Oscuro,
¿también me había mentido sobre el ciervo?
Te estoy pidiendo que confíes en mí.
Baghra le había rogado que me diera otro amplificador, pero él había
insistido que tenían que ser las astas del ciervo. Un colgante, no, un collar, de
hueso. Y cuando lo había presionado, me había besado y yo había olvidado todo
respecto al ciervo y los amplificadores y todo lo demás. Recordé su rostro perfecto
a la luz de las lámparas, su expresión aturdida, su cabello revuelto.
¿Todo eso había sido deliberado? ¿El beso junto a la orilla del lago, el destello
de dolor que había atravesado su rostro esa noche en el granero, cada gesto
humano, cada confidencia susurrada, incluso lo que había sucedido esta noche
entre nosotros?
Me avergoncé al pensarlo. Aún podía sentir su cálida respiración en mi cuello
y escuchar su susurro en mi oído. El problema con el deseo es que nos hace débiles.
Cuánta razón tenía. Yo había deseado tantísimo pertenecer a algún lugar,
cualquier lugar. Había estado tan ansiosa por complacerlo, tan orgullosa de
guardar sus secretos. Pero nunca me había molestado en preguntarme qué podría
desear él realmente, cuáles podrían ser sus verdaderos motivos. Había estado
demasiado ocupada imaginándome a su lado, la salvadora de Ravka, la más
atesorada, la más deseada, como una especie de reina. Se lo había hecho tan fácil.
Tú y yo vamos a cambiar el mundo. Sólo espera.
Ponte tus ropas bonitas y espera el siguiente beso, la siguiente palabra
amable. Espera el ciervo. Espera el collar. Espera a que te convierta en una asesina
y esclava.
Me había advertido que la era del poder Grisha estaba llegando a su fin. Debí
haber sabido que él nunca permitiría que eso sucediera.
Aspiré débilmente e intenté controlar mis sacudidas. Pensé en el pobre Alexei
y todos los demás que habían sido abandonados para que murieran en los negros
confines del Abismo. Pensé en las arenas cenicientas que alguna vez habían sido
suave tierra marrón. Pensé en los volcra, las primeras víctimas de la ambición del
Hereje Oscuro.
¿Realmente crees que había terminado contigo?
El Darkling deseaba usarme. Deseaba llevarse la única cosa que realmente me
había pertenecido, el único poder que había tenido en mi vida.
Me puse de pie. Ya no iba a hacérselo fácil.
—Muy bien —dije, acercándome a la pila de ropa que Baghra me había
traido—. ¿Qué hago?
Traducido por Valen JV
l alivio de Baghra resultó inconfundible, pero no perdió tiempo.
—Puedes escabullirte ente los intérpretes esta misma noche. Dirígete al oeste.
Cuando llegues a Os Kervo, encuentra el Verloren. Es un barco mercante de
Kerch. Tu pasaje ya ha sido pagado.
Mis dedos se paralizaron en los botones de mi kefta. —¿Quiere que vaya al
Ravka Occidental? ¿Cruzar sola el Abismo?
—Quiero que desaparezcas, niña. Ahora eres lo suficientemente fuerte como
para atravesar el Abismo sola. Sería una tarea fácil. ¿Por qué crees que he pasado
tanto tiempo entrenándote?
Otra cosa que no me había molestado en cuestionar. El Darkling le había
dicho a Baghra que me dejara ser. Creí que me estaba defendiendo, pero quizá sólo
había querido mantenerme débil.
Deseché la kefta y me metí una túnica de lana áspera sobre la cabeza. —Supo
cuáles eran sus intenciones todo este tiempo. ¿Por qué me lo dice ahora? —Le
pregunté—. ¿Por qué esta noche?
—Se nos ha acabado el tiempo. Nunca creí que de verdad encontraría la
manda de Morozova. Son criaturas evasivas, parte de la ciencia más antigua,
durante la creación del corazón del mundo. Pero subestimé a sus hombres.
No, pensé mientras me ponía de un tirón los pantalones de cuero y las botas.
Subestimó a Mal. Mal, quien podía cazar y rastrear como ningún otro. Mal, quien
podía sacar conejos de las rocas. Mal, quien podía encontrar al ciervo y
entregarme, entregarnos al poder del Darkling sin siquiera saberlo.
Baghra me entregó un grueso abrigo de viaje hecho de piel marrón, un
pesado gorro de piel, y un ancho cinturón. Mientras lo apretaba alrededor de mi
cintura, encontré un saco de dinero atado a él, junto con un cuchillo y una bolsa
que contenía mis guantes de cuero, los espejos a salvo en su interior.
Me llevó a una pequeña puerta y me entregó un bolso de viaje el cual me
colgué al hombro. Señaló al otro lado de los terrenos, donde las luces del Gran
Palacio brillaban a lo lejos. Podía escuchar la música. Con un sobresalto, noté que
la fiesta aún estaba en pleno apogeo. Parecía que habían pasado años desde que
dejé el salón de baile, pero no podía haber pasado más de una hora.
—Ve al laberinto de setos y da vuelta a la izquierda. Aléjate de los caminos
iluminados. Algunos de los artistas ya se están marchando. Encuentra una de las
carrozas, una que esté por irse. Sólo son registradas cuando entran al palacio, así
que deberías estar a salvo.
—¿Debería?
Baghra me ignoró. —Cuando llegues a Os Alta, intenta evitar las calles
principales. —Me dio un sobre sellado—. Eres una carpintera de camino a Ravka
Occidental para conocer a tu próximo jefe. ¿Entiendes?
—Sí. —Asentí, mi corazón ya desbocado dentro de mi pecho—. ¿Por qué me
está ayudando? —pregunté repentinamente—. ¿Por qué traicionaría a su propio
hijo?
Por un momento, se quedó ahí erguida y silenciosa entre las sombras del
Pequeño Palacio. Luego se volteó hacia mí, y me aparté un paso de la sorpresa,
porque lo vi, tan claro como si estuviera de pie en su borde: el vacío. Incesante,
negro y abierto, el vacío sin fin de una vida vivida demasiado tiempo.
—Hace muchos años —dijo suavemente—. Antes de que él hubiese soñado
en un Segundo Ejército, antes de que renunciara a su nombre y se convirtiera en el
Darkling, sólo era un niño brillante y talentoso. Yo le otorgué su ambición. Le
otorgué su orgullo. Cuando el momento vino, debí haberlo detenido. —En ese
momento sonrió, una pequeña sonrisa que demostraba una tristeza tan dolorosa
que resultaba difícil mirarla—. Crees que no amo a mi hijo —dijo—. Pero sí lo amo.
Y es porque lo amo que no voy a dejar que se exceda más allá de la redención.
Volvió a mirar el Pequeño Palacio. —Pondré a una sirvienta en tu puerta para
decir que te encuentras enferma, mañana por la mañana. Trataré de ganarte todo el
tiempo posible.
Me mordí el labio. —Esta noche. Tendrá que enviar a la sirvienta esta noche.
Puede que el Darkling… puede que vaya a mi habitación.
Esperaba que Baghra se riera de mí de nuevo, pero en su lugar sólo negó con
la cabeza y dijo en voz baja, «Niña estúpida». Habría soportado mucho mejor su
burla.
Observando los terrenos, pensé en lo que me esperaba. ¿De verdad iba a
hacer esto? Tuve que tragarme el pánico.
—Gracias, Baghra —dije forzosamente—. Por todo.
—Hmm —dijo ella—. Ahora, vete, niña. Actúa rápido y cuídate.
Le di la espalda y corrí.
Días interminables de entrenamiento con Botkin significaban me habían dado
a conocer muy bien los terrenos. Me sentía agradecida por todas las horas
sudorosas que troté sobre el césped y entre los árboles. Baghra envió ráfagas de
negrura a cada lado de mi cuerpo, cubriéndome de oscuridad a medida que me
acercaba a la parte posterior del Gran Palacio. ¿Estarían Marie y Nadia aún
bailando allá adentro? ¿Genya se estaría preguntando a dónde me había ido?
Aparté esos pensamientos de mi mente. Temía pensar demasiado en lo que estaba
haciendo, en todo lo que estaba dejando a mis espaldas.
Un grupo de teatro estaba cargando una carroza con accesorios y percheros
de disfraces, su conductor ya agarraba las riendas y les gritaba que apresuraran las
cosas. Uno de ellos se montó a su lado, y los otros se apiñaron en una pequeña
carroza tirada por un poni que arrancó con el tintineo de unas campanas. Me lancé
a la parte trasera de la carroza, me abrí paso entre piezas de escenografía, y
terminé cubriéndome con una tela de arpillera.
A medida que retumbábamos por el camino de grava y pasábamos por las
puertas del palacio, contuve la respiración. Estaba segura de que, en cualquier
momento, alguien haría sonar la alarma y nos detendrían. Me sacarían de la parte
trasera de la carroza en desgracia. Pero entonces las ruedas saltaron hacia adelante
y nos encontrábamos traqueteando por las calles empedradas de Os Alta.
Intenté recordar la ruta que había recorrido con el Drakling cuando me había
traído por la ciudad hacía muchos meses, pero había estado tan cansada y
abrumada que mi memoria era un borrón inútil de mansiones y calles brumosas.
No podía ver mucho desde mi escondite, y no me atreví a asomarme. Con mi
suerte, alguien estaría pasando justo en ese instante y me vería.
Mi única esperanza era poner tanta distancia posible entre el palacio y yo
antes de que mi ausencia fuese advertida. No sabía cuánto tiempo me cubriría
Baghra, y quería que el conductor de la carroza nos moviera más rápido. Cuando
cruzamos el puente y nos adentramos en el mercado de la ciudad, me permití
soltar un pequeño suspiro de alivio.
El aire frío se deslizó a través de los listones de madera del carro, y me sentí
agradecida del grueso abrigo que me había proporcionado Baghra. Estaba cansada
e incómoda, pero sobre todo me sentía asustada. Estaba escapándome del hombre
más poderoso de toda Ravka. Los Grisha, el Primer Ejército, tal vez incluso Mal y
sus rastreadores serían soltados a encontrarme. ¿Qué posibilidad tenía de llegar al
Abismo por mi cuenta? Y si no llegaba al Ravka Occidental y encontraba el
Verloren, ¿entonces, qué? Estaría sola en una tierra extraña donde no hablaba el
idioma ni conocía a nadie. Las lágrimas picaron mis ojos, y las aparté con furia. Si
comenzaba a llorar, no me creía capaz de parar.
Viajamos a través de las primeras horas de la mañana, más allá de las calles
de piedra de Os Alta y hacia la ancha franja de tierra denominada Vy. El amanecer
llegó y se fue. De vez en cuando, me dormía, pero mi miedo y malestar me
mantuvieron despierta la mayor parte del trayecto. Cuando el sol se encontraba en
lo alto del cielo y había comenzado a sudar dentro de mi grueso abrigo, la carroza
se detuvo.
Me arriesgué a asomarme por un costado del carro. Estábamos detrás de lo
que parecía una taberna o una posada.
Estiré mis piernas. Mis dos pies estaban dormidos, e hice una mueca mientras
la sangre volvía a fluir a mis dedos. Esperé hasta que el conductor y los demás
miembros del grupo habían entrado antes de escapar de mi escondite.
Pensé que atraería más atención si lucía como si estuviese husmeando, así
que me enderecé y caminé rápidamente alrededor del edificio, uniéndome al
bullicio de los carros y las personas en la calle principal del pueblo.
Tuve que escuchar un poco a escondidas, pero pronto descubrí que estaba en
Balakirev. Era un pequeño pueblo casi directamente al oeste de Os Alta. Había
tenido suerte; me dirigía en la dirección correcta.
Durante el viaje, había contado el dinero que Baghra me había entregado e
intentado idear un plan. Sabía que la manera más rápida de viajar sería a caballo,
pero también sabía que una chica sola con suficiente dinero como para comprar
una montura atraería la atención. Lo que en realidad necesitaba era robar un
caballo, pero no tenía idea de cómo hacerlo, así que decidí seguir a pie.
A la salida del pueblo, me detuve en un puesto del mercado a comprar un
suministro de queso duro, pan, y carne seca.
—Tienes hambre, ¿no es así? —preguntó el anciano vendedor sin dientes,
mirándome un poco demasiado cerca mientras metía la comida dentro de mi
bolso.
—Mi hermano la tiene. Come como un cerdo —dije, y fingí saludar a alguien
en la multitud—. ¡Ya voy! —grité, y me alejé rápidamente. Sólo podía esperar que
él recordara a una chica viajando con su familia o, aún mejor, que no me recordara
en absoluto.
Pasé esa noche durmiendo en el ordenado pajar de una granja lechera cerca
de la Vy. Era muy diferente a mi hermosa cama en el Pequeño Palacio, pero
agradecía el techo y los sonidos de animales a mi alrededor. El mugido suave y el
crujir de las vacas me hacían sentir menos solitaria acomodada de lado, usando mi
bolso y gorro de piel como almohada improvisada.
¿Qué tal si Baghra estaba equivocada? Me preocupé ahí acostada. ¿Qué tal si
había mentido? ¿O si sólo estaba confundida? Podía regresar al Pequeño Palacio.
Podía dormir en mi propia cama y recibir lecciones de Botkin y hablar con Genya.
Fue un pensamiento tentador. Si volvía, ¿el Darkling me perdonaría?
¿Perdonarme? ¿Cuál era mi problema? Él era el que quería ponerme una
correa alrededor del cuello y convertirme en su esclava, ¿y a mí me preocupaba su
perdón? Me acomodé en mi otro costado, furiosa conmigo misma.
En mi corazón, sabía que Baghra tenía razón. Recordé mis propias palabras a
Mal: Todos le pertenecemos. Lo había dicho con enojo, sin pensar, porque había
querido herir el orgullo de Mal. Pero sabía la verdad con tanta seguridad como
Baghra. Sabía que el Darkling era despiadado y peligroso, pero lo había ignorado
todo, feliz de creer en mi supuesto gran destino, emocionada de pensar que yo era
la que él quería.
¿Por qué no sólo admites que querías pertenecerle? Dijo una voz en mi cabeza.
¿Por qué no admites que una parte de ti aún le pertenece?
Aparté el pensamiento bien lejos. Intenté pensar en lo que me esperaba el día
siguiente, en cuál sería la ruta más segura al oeste. Intenté pensar en cualquier
cosa, excepto en el color tormenta de sus ojos.
Me dejé pasar el siguiente día y la noche viajando en la Vy, mezclándome
entre el tráfico que iba y venía en su camino hacia Os Alta. Pero sabía que las
evasivas de Baghra sólo me darían un tiempo limitado, y tomar las carreteras
principales era demasiado arriesgado. De ahí en adelante, me mantuve entre los
bosques y campos, usando los senderos de los cazadores y los caminos de las
granjas. Resultaba lento ir a pie. Me dolían las piernas, y tenía ampollas en las
puntas de mis dedos, pero me obligué a seguir hacia el oeste, siguiendo la
trayectoria del sol en el cielo.
En la noche, me cubrí las orejas con mi gorro de piel y me acurruqué
temblando en mi abrigo, escuchando los gruñidos de mi estómago e
imaginándome mapas en mi cabeza, mapas en los que había trabajado hacía
mucho tiempo en la Tienda de los Documentos. Me imaginé mi propio lento
progreso de Os Alta a Balakirev, bordeando los pequeños pueblos de Chernitsyn,
Kerskii, y Polvost, y traté de no perder la esperanza. Tenía que recorrer un largo
camino para llegar al Abismo, pero lo único que podía hacer era seguir caminando
y esperar que mi suerte continuara.
—Sigues viva —me susurré en la oscuridad—. Aún eres libre.
De vez en cuando, me encontraba granjeros y otros viajeros. Usaba mis
guantes y mantenía un cuchillo en mi mano en caso de problemas, pero apenas
advertían mi presencia. Sentía hambre constantemente. Siempre había sido una
mala cazadora, por lo que subsistía con las escasas provisiones que había
comprado en Balakirev, agua de los arroyos, y el huevo y la manzana ocasional
que robaba de una granja solitaria.
No tenía idea de qué me deparaba el futuro o qué me esperaba al final de este
agotador viaje y aún así, de alguna manera, no me sentía miserable. Había sido
solitaria toda mi vida, pero nunca había estado realmente sola anteriormente, y no
era ni de cerca tan aterrador como me lo había imaginado.
Sin embargo, cuando una mañana me encontré con una pequeña iglesia
encalada, no pude resistir la tentación de entrar y escuchar la misa del sacerdote.
Cuando terminó, le ofreció oraciones a la congregación: por el hijo de una mujer
que había resultado herido en una batalla, por un bebé que aún sufría de fiebre, y
por la salud de Alina Starkov. Me estremecí.
—Que los Santos protejan a la Invocadora del Sol —entonó el sacerdote—,
ella quien ha sido enviada a librarnos de los males del Abismo de las Sombras y ha
de hacer de esta una nación entera de nuevo.
Tragué con fuerza y me escabullí rápidamente de la iglesia. Ahora rezan por ti,
pensé desoladamente. Pero si el Darkling logra lo que quiere, llegarán a odiarte. Y quizá
deberían. ¿Acaso no estaba abandonando a Ravka y a todas las personas que creían
en mí? Sólo mi poder podía destruir el Abismo de las Sombras, y me estaba
escapando.
Sacudí la cabeza. No me podía poner a pensar sobre eso en este momento. Yo
era una traidora y una fugitiva. Una vez que estuviera libre del Darkling, me
podría preocupar por el futuro de Ravka.
Mantuve un ritmo rápido por el sendero y me adentré en el bosque,
perseguida por las campanas de la iglesia mientras subía la ladera.
Mientras me imaginaba el mapa en la cabeza, noté que pronto llegaría a
Ryevost, y eso significada que tendría que tomar la decisión de elegir el mejor
camino para llegar al Abismo de las Sombras. Podía seguir la ruta del río o
adentrarme en las Petrazoi, las montañas rocosas que se alzaban hacia el noroeste.
El río sería más fácil de recorrer, pero significaba cruzar áreas muy pobladas. Las
montañas eran una ruta más directa, pero más difíciles de atravesar.
Debatí conmigo misma hasta que me encontré con la encrucijada de Shura, y
entonces escogí la ruta de la montaña. Tendría que hacer una parada en Ryevost
antes de adentrarme en las estribaciones. Era la más grande de las ciudades junto
al río, y sabía que me estaba arriesgando, pero también sabía que no podría lograr
atravesar las Petrazoi sin más comida o sin una especie de tienda o saco de dormir.
Después de tantos días sola, el ruido y el bullicio de las calles y los canales
atestados de Ryevost me parecieron extraños. Mantuve la cabeza gacha y mi gorro
bien abajo, segura de que encontraría carteles de mi cara en toda farola y ventana
de tienda. Pero mientras más me adentraba en la ciudad, más me empezaba a
relajar. Quizá el rumor de mi desaparición no se había propagado tan lejos ni tan
rápido como había esperado.
Mi boca se hizo agua al oler cordero asado y pan fresco, y me alimenté con
una manzana mientras recuperaba mis suministros de queso duro y carne seca.
Estaba atando mi nuevo saco de dormir a mi bolso de viaje e intentando
averiguar cómo iba a cargar con todo el peso extra por la ladera cuando di vuelta
en una esquina y casi choqué con un grupo de soldados.
Mi corazón se desbocó al ver sus largos abrigos color oliva y los rifles a sus
espaldas. Quería darme la vuelta y correr en la dirección opuesta, pero mantuve la
cabeza gacha y me obligué a seguir caminando a un ritmo normal. Una vez que los
pasé, me arriesgué a mirar atrás. No me estaban mirando con recelo. De hecho, no
parecían estar haciendo algo de importancia. Estaban caminando y bromeando,
uno de ellos silbándole a una chica que colgaba la colada.
Me metí en una calle secundaria y esperé a que mis latidos se normalizaran.
¿Qué estaba sucediendo? Había escapado del Pequeño Palacio hacía más de una
semana. La alarma ya debía de haber sido activada. Había estado segura de que el
Darkling enviaría mensajeros a cada regimiento de cada ciudad. Todo miembro del
Primer y el Segundo Ejército debería estar buscándome en este momento.
Mientras salía de Ryevost, vislumbré otros soldados. Algunos estaban de
baja, otros en servicio, pero ninguno parecía estar buscándome. No sabía qué
pensar al respecto. Me pregunté si le tenía que agradecer a Baghra. Tal vez se las
había arreglado para convencer al Darkling de que me habían secuestrado o que
había sido asesinada por Fjerdanos. O quizá él creía que ya había llegado al
extremo oeste. Decidí no arriesgar mi suerte y me apresuré a encontrar la salida de
la ciudad.
Me tomó más tiempo del esperado, y no llegué a las afueras de la ciudad
hasta bien pasada la noche. Las calles estaban a oscuras y vacías excepto por
algunas tabernas de mal aspecto y un anciano borracho apoyado contra un edificio,
cantándose en voz baja a sí mismo. Mientras caminaba rápidamente junto a una
posada, la puerta se abrió de repente y un hombre corpulento salió a la calle en
una explosión de luz y música.
Agarró mi abrigo y me acercó. —¡Hola, bonita! ¿Has venido a mantenerme
caliente?
Intenté apartarme.
—Eres fuerte para ser tan pequeña. —Podía oler el aroma a cerveza rancia en
su cálido aliento.
—Suéltame —dije en voz baja.
—No seas así, lapushka —canturreó—. Podríamos divertirnos, tú y yo.
—¡Dije que me sueltes! —Empujé su pecho.
—Todavía no —se rió entre dientes, jalándome hacia las sombras de un
callejón junto a la taberna—. Quiero mostrarte algo.
Moví la muñeca y sentí el peso reconfortante del espejo deslizarse entre mis
dedos. Mi mano salió disparada y la luz iluminó sus ojos en un rápido instante.
Él gruñó cuando la luz lo cegó, alzando sus brazos y soltándome. Hice como
Botkin me había enseñado. Pisé con fuerza el empeine de su pie y luego enganché
mi pierna detrás de su tobillo. Sus piernas salieron de debajo de él, y cayó al suelo
provocando un ruido sordo.
En ese momento, la puerta lateral de la taberna se abrió de un golpe. Un
solado uniformado emergió de ella, con una botella de kvas en una mano y una
mujer con poca ropa en la otra. Con una ola de espanto, noté que estaba usando el
uniforme color carbón de la guardia del Darkling. Su mirada nublada captó la
escena: el hombre en el suelo y yo parada sobre él.
—¿Qué es todo esto? —articuló él. La chica en su brazo rió disimuladamente.
—¡Estoy ciego! —lloró el hombre en el suelo—. ¡Ella me cegó!
El oprichnik lo observó y luego me echó un vistazo. Su mirada se encontró con
la mía, y el reconocimiento se extendió por su rostro. Mi suerte se había acabado.
Aunque nadie más me estaba buscando, los guardias del Darkling sí lo hacían.
—Tú… —susurró.
Corrí.
Salí corriendo por un callejón y me adentré en un laberinto de calles
estrechas, mi corazón golpeando mi pecho. Tan pronto como dejé atrás el último
grupo de edificios lúgubres de Ryevost, me precipité fuera de la calle y hacia la
maleza. Las ramas me arañaron las mejillas y la frente mientras me tambaleaba
profundamente en el bosque.
Detrás de mí se alzaron los sonidos de la búsqueda: hombres gritando unos a
otros, pasos pesados por el bosque. Quería correr ciegamente, pero me obligué a
detenerme y escuchar.
Estaban al este de mí, buscando cerca del camino. No podía decir cuántos
hombres eran.
Tranquilicé mi respiración y noté que podía oír el agua corriendo. Debía
haber un arroyo cercano, afluente al río. Si podía llegar al agua, podría esconder
mis rastros, y les sería difícil buscarme en la oscuridad.
Seguí el sonido del arroyo, parando de vez en cuando para corregir mi curso.
Luché por subir una colina cuya inclinación era tan pronunciada que casi estaba
gateando, subiéndome por las ramas y raíces expuestas de los árboles.
—¡Ahí! —gritó la voz debajo de mí, y al mirar sobre mi hombro, vi luces
moviéndose entre los árboles hacia la base de la colina. Seguí abriéndome camino,
la tierra deslizándose de mis manos, cada respiración ardiendo en mis pulmones.
Cuando llegué a la cima, me arrastré sobre el borde y bajé la vista. Sentí una oleada
de esperanza al vislumbrar la luz de la luna resplandeciendo en la superficie del
arroyo.
Me deslicé por la fuerte colina, inclinándome hacia atrás para mantener el
equilibrio, moviéndome lo más rápido que me atrevía. Oí exclamaciones, y cuando
observé a mis espaldas, vi las siluetas de mis persecutores recortadas contra el cielo
de la noche. Habían alcanzado la cima de la colina.
El pánico me ganó, y empecé a correr por la pendiente, enviando una lluvia
de guijarros repiqueteando por la colina hasta alcanzar el arroyo de abajo. El grado
era demasiado empinado. Perdí el equilibrio y caí hacia adelante, raspándome
ambas manos cuando golpeé el suelo con fuerza e, incapaz de parar mi impulso, di
un salto mortal por la colina y me sumergí en el agua helada.
Por un momento, creí que mi corazón se había detenido. El frío era como una
mano, agarrando mi cuerpo en un abrazo implacable y helado mientras nadaba
por el agua. Entonces mi cabeza emergió a la superficie y jadeé, inhalando precioso
aire antes de que la corriente me agarrara y me sumergiera de nuevo. No sé qué
tan lejos me llevó el agua. En lo único que pensaba era en respirar mi próximo
aliento y el entumecimiento que comenzaba a abarcar mis extremidades.
Finalmente, cuando creí que nunca llegaría a la superficie de nuevo, la
corriente me llevó a una piscina lenta y silenciosa. Me agarré de una roca y me
adentré a las sombras, poniéndome de pie con gran esfuerzo, mis botas
resbalándose en las suaves piedras del río mientras me tropezaba bajo el enorme
peso de mi abrigo empapado.
No sé cómo lo hice, pero me abrí paso en el bosque y me acurruqué bajo un
grupo de arbustos gruesos antes de dejarme colapsar, temblando del frío y aún
tosiendo agua de río.
Fácilmente se podía clasificar como la peor noche de mi vida. Mi abrigo
estaba empapado. Mis pies estaban entumecidos dentro de mis botas. Me
sobresaltaba al oír cualquier sonido, segura de que me habían encontrado. Mi
gorro de piel, mi bolso lleno de comida, y mi saco de dormir se habían perdido en
algún momento, río arriba, por lo que mi desastrosa excursión a Ryevost había
sido para nada. Mi saco de dinero había desaparecido. Al menos mi cuchillo
permanecía seguramente enfundado en mi cadera.
En algún momento antes del amanecer, me permití invocar un poco de luz
solar para secar mis botas y calentar mis húmedas manos. Me dormí y soñé con
Baghra sosteniendo mi propio cuchillo contra mi garganta, y su risa ronca en mi
oído.
Me desperté con los latidos de mi corazón y el sonido del movimiento del
bosque a mi alrededor. Me había quedado dormida acurrucada en la base de un
árbol, oculta (o eso esperaba) detrás del grupo de arbustos. Desde mi asiento, no
podía ver a nadie, pero lograba oír voces a lo lejos. Vacilé, congelada en mi sitio,
insegura de qué hacer. Si me movía, arriesgaba dar a conocer mi posición, pero si
permanecía callada, sólo sería cuestión de tiempo que me encontraran.
Mi corazón comenzó a latir acelerado a medida que los pasos se acercaban. A
través de las hojas, vislumbré un soldado fornido y barbudo. Tenía un rifle en las
manos, pero sabía que no se atreverían a matarme. Era demasiado valiosa. Me
daba una ventaja, si estaba dispuesta a morir.
No van a atraparme. El pensamiento se me ocurrió con una claridad segura y
repentina. No regresaré.
Moví la muñeca y un espejo se deslizó en mi mano izquierda. Con mi otra
mano saqué mi cuchillo, sintiendo el peso del acero Grisha en mi palma.
Silenciosamente, me puse de cuclillas y esperé, escuchando atentamente. Estaba
aterrorizada, pero me sorprendió descubrir que una parte de mí se sentía ansiosa.
Observé al soldado barbudo a través de las hojas, rondando cada vez más
cerca hasta que se encontraba a sólo metros de distancia de mí. Pude ver una gota
de sudor bajando por su cuello, la luz del sol resplandeciendo en el cañón de su
rifle, y por un momento, creí que estaba mirándome directamente. Una llamada
sonó en lo profundo del bosque. El soldado les respondió con un grito.
«¡Nichyevo!» Nada.
Y entonces, para mi sorpresa, se volteó y se alejó caminando de mí.
Escuché cómo los sonidos se desvanecían, cómo las voces se volvían más
distantes, y las pisadas más débiles. ¿Había alguna posibilidad de que tuviese tanta
suerte? ¿Habían confundido, de alguna manera, los rastros de un animal o los de
otro viajero con los míos? ¿O era alguna clase de truco? Esperé, con el cuerpo
temblando, hasta que lo único que podía oír era la relativa calma del bosque, el
llamado de los insectos y aves, el susurro del viento entre los árboles.
Finalmente, deslicé el espejo de vuelta a mi guante y respiré profunda y
temblorosamente. Regresé el cuchillo a su funda y lentamente me levanté de mi
escondite. Extendí una mano para agarrar mi aún húmedo abrigo el cual yacía en
un montón arrugado, y me detuve al oír el inconfundible sonido de una suave
pisada a mis espaldas.
Me di la vuelta con el corazón en la garganta, y vi una figura parcialmente
escondida entre las ramas, a sólo unos metros de mí. Había estado tan concentrada
en el soldado barbudo que no había notado que alguien estaba a mis espaldas. En
un instante, el cuchillo regresó a mi mano, y sostuve el espejo en alto mientras la
figura salía silenciosamente de entre los árboles. Lo observé, segura de que debía
estar alucinando.
Mal.
Abrí la boca para hablar, pero se llevó un dedo a los labios a modo de
advertencia, con la mirada fija en mí. Él esperó un momento, escuchando, entonces
me señaló con un gesto que lo siguiera y se adentró de nuevo en el bosque. Agarré
mi abrigo y me apresuré a seguirlo, haciendo mi mejor esfuerzo de mantener su
ritmo. No era una tarea fácil. Él se movía silenciosamente, deslizándose como una
sombra a través de las ramas, como si pudiese ver caminos invisibles ante los ojos
de los demás.
Me dirigió de vuelta al arroyo, hacia una zona poco profunda donde fuimos
capaces de atravesarlo caminando con dificultad. Hice una mueca cuando el agua
helada empapó mis botas de nuevo. Cuando surgimos al otro lado, él se dio la
vuelta para cubrir nuestras huellas.
Estaba llena de preguntas, y mi mente se mantuvo brincando de un
pensamiento al siguiente. ¿Cómo me había encontrado Mal? ¿Había estado
rastreándome con los otros soldados? ¿Qué significaba que estuviese recibiendo su
ayuda? Quería extender una mano y tocarlo para asegurarme de que era real.
Quería arrojar mis brazos a su alrededor para mostrarle mi agradecimiento. Quería
golpearlo en el ojo por las cosas que me había dicho esa noche en el Pequeño
Palacio.
Caminamos durante horas en completo silencio. Periódicamente, me señalaba
que parara, y yo esperaba mientras él desaparecía entre la maleza para esconder
nuestros rastros. En algún momento de la tarde, empezamos a escalar un camino
rocoso. No sabía a dónde me había llevado el arroyo, pero me sentía bastante
segura de que me estaba moviendo por las Petrazoi.
Tomar cada paso era una agonía. Mis botas seguían mojadas, y ampollas
frescas se formaron en mis talones y dedos. Mi miserable noche en el bosque me
había dejado con un terrible dolor de cabeza, y me sentía mareada por la falta de
comida, pero no iba a quejarme. Me mantuve callada mientras él me llevaba a la
montaña y luego fuera del camino, tropezando con rocas hasta que mis piernas
estaban temblando de la fatiga y mi garganta ardía de la sed. Cuando Mal, por fin,
se detuvo, estábamos en lo alto de la montaña, ocultos de vista por una enorme
formación de rocas y un par de pinos delgados.
—Aquí es —dijo él, soltando su mochila. Volvió a bajar por la montaña, y yo
sabía que intentaría cubrir las huellas de mi torpe progreso por las montañas.
Con agradecimiento, me dejé caer en el suelo y cerré los ojos. Mis pies
palpitaban, pero me preocupaba que si me quitaba las botas, nunca podría
ponérmelas de nuevo. Mi cabeza cayó, pero no pude obligarme a dormir. Aún no.
Tenía miles de preguntas, pero sólo una no podía esperar hasta mañana.
El anochecer estaba cayendo cuando Mal regresó, moviéndose
silenciosamente por el terreno. Se sentó al frente de mí y sacó una cantimplora de
su bolso. Después de tomar un trago, se pasó una mano por la boca y me entregó el
agua. Bebí profundamente.
—Tranquila —dijo—. Tiene que durarnos hasta mañana.
—Lo siento. —Le di la cantimplora.
—No podemos arriesgarnos a encender una fogata esta noche —dijo,
observando la oscuridad inminente—. Quizá mañana sí podamos.
Asentí con la cabeza. Mi abrigo se había secado durante nuestra caminata por
la montaña, aunque las mangas aun estaban un poco húmedas. Me sentía cansada,
sucia, y fría. Sobre todo, sólo estaba pensando en el milagro sentado frente a mí.
Eso tendría que esperar. Me aterraba la respuesta, pero tenía que preguntar.
—Mal. —Esperé a que me viera—. ¿Encontraron al ciervo? ¿Capturaron al
ciervo de Morozova?
Se golpeó la rodilla con la mano. —¿Por qué es tan importante?
—Es una larga historia. Necesito saberlo, ¿él tiene el ciervo?
—No.
—Sin embargo, ¿están cerca de encontrarlo?
Él asintió con la cabeza. —Pero…
—Pero, ¿qué?
Mal vaciló.
En los restos de la luz de la tarde, vi el fantasma de la sonrisa arrogante que
conocía tan bien jugar en sus labios. —No creo que puedan encontrarlo sin mi
ayuda.
Alcé las cejas. —¿Porque eres así de bueno?
—No —dijo, de nuevo serio—. Quizá. No me malinterpretes. Son buenos
rastreadores, los mejores del Primer Ejército, pero… tienes que presentir para
encontrar la manada. No son animales comunes y corrientes.
Y tú no eres un rastreador común y corriente, pensé pero no lo dije. Lo observé,
pensando en lo que el Darkling había dicho sobre cómo no entendíamos nuestros
propios dones. ¿Podía haber algo más allá en el talento de Mal, algo más que
suerte o entrenamiento? A él ciertamente nunca le había faltado la confianza, pero
no creía que ese algo tuviese algo que ver con la vanidad.
—Espero que tengas razón —murmuré.
—Ahora tú responde mi pregunta —dijo él, y había cierto tono áspero en su
voz—. ¿Por qué te escapaste?
Por primera vez, me di cuenta de que Mal no tenía idea de por qué había
huido del Pequeño Palacio, por qué el Darkling me estaba buscando. La última vez
que lo vi, básicamente le ordené que se alejara de mi vida, pero aún así él había
dejado todo atrás para venir a buscarme. Merecía una explicación, pero no sabía
por dónde empezar. Suspiré y me pasé una mano por el rostro. ¿En qué nos había
metido?
—Si te digo que estoy intentando salvar el mundo, ¿me creerías?
Me observó fijamente, su mirada furiosa. —¿Así que esta no es una especie de
pelea de enamorados en la cual te das la vuelta y regresas corriendo a sus brazos?
—¡No! —exclamé de la sorpresa—. No es… no somos… —Me encontraba sin
palabras, y entonces sólo me quedó reír—. Desearía que fuese algo parecido.
Mal permaneció en silencio un largo tiempo. Entonces, como si hubiese
tomado alguna clase de decisión, dijo, «Muy bien». Se puso de pie, se estiró, y se
colgó el rifle al hombro. Luego sacó una manta de lana gruesa de su mochila y me
la arrojó.
—Descansa un poco —dijo—. Yo tomaré el primer turno. —Me dio la
espalda, mirando a la luna elevándose sobre el valle que acabábamos de dejar
atrás.
Me acurruqué en el duro suelo, apretando la cobija a mi alrededor para
conseguir calor. A pesar de mi malestar, mis párpados se sentían pesados y podía
sentir el agotamiento arrastrándome.
—Mal —le susurré a la noche.
—¿Qué?
—Gracias por encontrarme.
No estoy segura de si estaba soñando, pero en algún lugar entre la oscuridad,
creí escucharlo susurrar, «Siempre».
Dejé que el sueño se apoderara de mí.
Traducido por Flor_18
al tomó los dos turnos y me dejó dormir toda la noche. Por la mañana,
me ofreció una tira de carne seca y simplemente dijo:
—Habla.
No estaba segura de dónde comenzar, así que comencé por lo peor del
asunto. —El Darkling planea utilizar el Abismo de las Sombras como arma.
Mal ni siquiera parpadeó. —¿Cómo?
—Lo expandirá, esparciéndolo por Ravka y Fjerda y cualquier otro lugar
donde encuentre resistencia. Pero no puede hacerlo sin que yo mantenga los volcra
bajo control. ¿Qué tanto sabes del ciervo de Morozova?
—No mucho. Sólo que es de valor. —Miró la extensión del valle—. Y que al
parecer era para ti. Se suponía que localizáramos la manada y capturásemos o
arrinconásemos al ciervo, pero sin lastimarlo.
Asentí y traté de explicar lo poco que sabía sobre el funcionamiento de los
amplificadores, cómo Ivan tuvo que matar al oso Sherborn, y Marie tuvo que
matar al león marino del norte.
—Un Grisha debe ganarse un amplificador —terminé—. Lo mismo se aplica
al ciervo, pero nunca se refirió a mí.
—Caminemos —dijo Mal abruptamente—. Puedes contarme el resto mientras
nos movemos. Quiero adentrarme en las montañas.
Metió la manta en su mochila e hizo lo mejor que pudo para esconder
cualquier prueba de que alguna vez acampamos allí. Luego nos guió a un camino
difícil y rocoso. Su arco estaba atado a su mochila pero mantenía su rifle en mano.
Mis pies protestaban con cada paso, pero seguí adelante e hice lo posible para
contar el resto de la historia. Le dije todo lo que Baghra me había dicho a mí, sobre
los orígenes del Abismo, sobre el collar que el Darkling planeaba fabricar para usar
mi poder, y finalmente, sobre el barco esperándonos en Os Kervo.
Cuando terminé, Mal dijo:
—No deberías de haber escuchado a Baghra.
—¿Cómo puedes decir eso? —le exigí.
Se dio la vuelta de repente, y casi choqué contra él. —¿Qué crees que pasará
si llegas al Abismo? ¿Si te subes a ese barco? ¿Crees que su poder termina en las
costas del Verdadero Océano?
—No, pero…
—Es sólo cuestión de tiempo antes de que te encuentre y te pegue ese collar
alrededor del cuello.
Giró sobre sus pies y marchó por el camino, dejándome allí parada, mareada,
detrás de él. Obligué mis piernas a moverse y me apresuré a alcanzarlo.
Tal vez el plan de Baghra no era muy consistente, pero, ¿qué otra opción
teníamos? Recordé su fuerte agarre, el miedo en su febril mirada. Ella no se
esperaba que el Darkling realmente localizara la manada de Morozova. La noche
de la fiesta de invierno, había entrado genuinamente en pánico, pero había tratado
de ayudarme. Si fuera tan despiadada como su hijo, se hubiera evitado el riesgo y
me hubiera cortado la garganta. Y tal vez todos estaríamos mejor, pensé con tristeza.
Caminamos en silencio por mucho tiempo, subiendo por la montaña en
lentos ascensos. En algunos lugares, el camino era tan estrecho que todo lo que
podía hacer era presionarme contra la roca de la montaña, dar pequeños pasos
arrastrando los pies y esperar que los Santos fueran misericordiosos. Alrededor del
mediodía, descendimos la primera cuesta y comenzamos con la segunda, que era,
para mi desgracia, aún más empinada y alta que la primera.
Miré fijamente el sendero frente a mí, poniendo un pie delante del otro,
tratando de deshacerme de mi sensación de desesperanza. Mientras más pensaba
en ello, más me preocupaba que Mal tuviese razón. No podía ignorar el
sentimiento de que nos llevé a ambos a la muerte. El Darkling me necesitaba viva,
pero, ¿qué le haría a Mal? Había estado tan concentrada en mi propio miedo y mi
propio futuro que no le había prestado mucha atención a lo que Mal había hecho o
lo que había sacrificado. Nunca podría volver al ejército, a sus amigos, a ser un
rastreador condecorado. Peor aún, era culpable de desertar, tal vez de traición, y la
pena por eso era la muerte.
Hacia el atardecer, habíamos escalado lo suficiente como para que los pocos
árboles maltrechos hubieran desaparecido por completo y la helada de invierno
todavía cubriera el suelo en algunas partes. Comimos una pobre cena de queso
duro y carne seca. Mal todavía no creía que fuera seguro hacer una fogata, así que
nos apretujamos debajo de la manta en silencio, temblando por el viento silbante,
nuestros hombros apenas tocándose.
Casi me había dormido cuando Mal dijo de repente:
—Nos conduciré al norte mañana.
Mis ojos se abrieron al instante. —¿Norte?
—A Tsibeya.
—¿Quieres ir tras el ciervo? —dije sin creerlo.
—Sé que puedo encontrarlo.
—¡Si el Darkling no lo ha encontrado ya!
—No —dijo, y lo sentí negar con la cabeza—. Aún está allá afuera. Puedo
sentirlo.
Sus palabras me recordaron siniestramente a lo que había dicho el Darkling
de camino a la cabaña de Baghra. El ciervo fue hecho para ti, Alina. Puedo sentirlo.
—¿Y qué pasa si el Darkling nos encuentra primero? —pregunté.
—No puedes pasar el resto de tu vida huyendo, Alina. Dijiste que el ciervo
podía hacerte poderosa. ¿Lo suficiente como para vencerlo?
—Tal vez.
—Entonces tenemos que hacerlo.
—Si nos atrapa, te matará.
—Lo sé.
—Por todos los Santos, Mal. ¿Por qué me buscaste? ¿En qué estabas
pensando?
Suspiró y pasó una mano por su corto cabello. —No pensé. Estábamos a
medio camino de Tsibeya cuando recibimos la orden de volver y cazarte a ti. Así
que eso fue lo que hice. La parte difícil fue guiar a los otros lejos de ti, sobre todo
después de que básicamente te anunciaras en Ryevost.
—Y ahora eres un desertor.
—Sí.
—Por mí.
—Sí.
Mi garganta ardía con las lágrimas no derramadas, pero me las arreglé para
evitar que mi voz temblara. —No planeé que todo esto pasara.
—No tengo miedo de morir, Alina —dijo en esa fría voz calma que me
parecía tan desconocida—. Pero me gustaría que tuviéramos la oportunidad de
luchar. Tenemos que ir tras el ciervo.
Pensé en lo que dijo por largo rato. Al final, susurré:
—De acuerdo.
Todo lo que obtuve en respuesta fue un ronquido. Mal ya estaba dormido.
Mantuvo un paso brutal por los siguientes días pero mi orgullo, y quizá mi
miedo, no me dejaron pedirle que fuera más lento. Vimos la ocasional cabra
deslizándose por las cornisas arriba de nosotros y pasamos una noche acampando
junto a un brillante lago azul, pero esos fueron los raros descansos de la monotonía
de la roca y el hosco cielo.
El lúgubre silencio de Mal no ayudaba. Yo quería saber cómo había
terminado siguiéndole el rastro al ciervo para el Drakling y cómo había sido su
vida por los pasados cinco meses, pero mis preguntas se encontraban con secas
respuestas monosilábicas, y algunas veces simplemente me ignoraba por completo.
Cuando me sentía particularmente cansada o hambrienta, miraba con
resentimiento su espalda y pensaba en darle un buen golpe en la cabeza para
llamar su atención. La mayor parte del tiempo, sólo me preocupaba. Me
preocupaba que Mal se arrepintiera de su decisión de venir tras de mí. Me
preocupaba de la imposibilidad de encontrar al ciervo en la vasta Tsibeya. Pero
más que nada, me preocupaba lo que el Darkling le pudiera hacer a Mal si nos
capturaban.
Cuando finalmente comenzamos el descenso al noroeste de las Petrazoi,
estuve encantada de dejar las áridas montañas y sus fríos vientos detrás. Mi
corazón se alzaba a medida que descendíamos debajo de la línea de árboles y
entrábamos a un acogedor bosque. Después de días y días de escarbar en suelos
duros, era un placer caminar en suaves colchones de agujas de pino, el escuchar el
susurro de los animales en los arbustos y respirar el aire denso con el aroma de la
sabia.
Acampamos a la orilla de un canturreante riachuelo, y cuando Mal comenzó
a juntar ramitas para una fogata, casi me largo a cantar. Invoqué un diminuto,
concentrado, rayo de luz para empezar las llamas, pero Mal no pareció
particularmente impresionado. Desapareció entre los árboles y regresó con un
conejo que limpiamos y asamos para la cena. Con asombro, él observó cómo me
tragaba mi ración para culminar con un suspiro, todavía hambrienta.
—Sería mucho más sencillo alimentarte si no hubieses desarrollado un
apetito —refunfuñó, terminando su comida y estirándose sobre su espalda,
apoyando la cabeza en su brazo a modo de almohada.
Lo ignoré. Estaba calentita por primera vez desde que dejé el Pequeño
Palacio, y nada podía arruinar esa dicha. Ni siquiera los ronquidos de Mal.
Necesitábamos reponer nuestros suministros antes de adentrarnos aún más al
norte de Tsibeya, pero nos tomó otro día y medio encontrar un sendero de caza
que nos llevara a una villa ubicada en el noroeste de las Petrazoi. Mientras más nos
acercábamos a la civilización, más nervioso se ponía Mal. Desaparecía de a ratos,
explorando más adelante, manteniéndonos paralelos a la calle principal del
pueblo. Temprano por la tarde, apareció vistiendo un horrible abrigo marrón y un
sombrero de ardilla.
—¿Dónde encontraste eso? —pregunté.
—Los tomé de una casa que no estaba cerrada —dijo con culpabilidad—. Pero
dejé unas cuantas monedas. Es inquietante, sin embargo; todas las casas están
vacías. No vi a nadie en la calle tampoco.
—Tal vez sea domingo —dije. Había perdido la cuenta de los días desde que
dejé el Pequeño Palacio—. Pueden estar todos en la iglesia.
—Tal vez —me concedió. Pero se veía preocupado mientras escondía su viejo
abrigo del ejército y sombrero detrás de un árbol.
Estábamos a medio kilómetro del pueblo cuando escuchamos los tambores.
Se escuchaban más fuertes a medida que nos acercábamos a la ruta, y pronto
escuchamos campanas y violines, aplausos y clamores. Mal trepó a un árbol para
ver mejor, y cuando bajó, un poco de preocupación había dejado su cara.
—Hay gente en todas partes. Debe haber cientos caminando por la ruta, y
puedo ver la carroza principal.
—¡Es la semana de la manteca! —exclamé.
La semana anterior a la primavera, se esperaba que cada noble saliera con su
gente en una carroza, un carrito cargado de dulces, quesos y panes. El desfile
pasaría desde la iglesia, todo el camino hasta la finca del noble, donde los salones
estarían abiertos para todo campesino y sirviente a los que se les serviría té y blini.
Las chicas locales llevarían sarafan rojos y flores en sus cabellos para celebrar la
llegada de la primavera.
La semana de la manteca siempre era la mejor en el orfanato, cuando las
clases eran acortadas para que pudiésemos limpiar la casa y ayudar a amasar. El
Duque Keramsov siempre había programado su regreso de Os Alta para coincidir
con el festejo. Todos subíamos a la carroza, y él se detenía en cada granja para
beber kvas y repartir pasteles y caramelos. Sentada al lado del Duque, saludando a
la multitud alegre, casi nos sentíamos parte de la nobleza.
—¿Podemos ir a ver, Mal? —pregunté ansiosa.
Frunció el ceño, y supe que su consciencia estaba luchando con algunos de
nuestros mejores recuerdos de Keramzin. Luego una pequeña sonrisa apareció en
sus labios. —De acuerdo. De seguro hay suficiente gente como para que nos
mezclemos.
Nos unimos a la multitud desfilando por el camino, deslizándonos entre los
violinistas y los tambores, las niñas sujetando ramas trenzadas con brillantes
cintas. Cuando pasamos por la calle principal del pueblo, los tenderos, parados en
las puertas de sus negocios, hacían sonar campanas y aplaudían al ritmo de la
música. Mal se detuvo para comprar pieles y conseguir suministros, pero cuando
lo vi meter un pedazo de queso duro en su bolsa, saqué mi lengua. No quería
volver a ver un pedazo de queso duro en mi vida.
Antes de que Mal pudiera decirme que no, salí disparada hacia la
muchedumbre, serpenteando entre la gente que seguía la carroza, donde un
hombre de mejillas rojas estaba sentado con una botella de kvas en su mano
regordeta mientras se balanceaba de lado a lado, cantando y lanzando pan a los
que rodeaban el carro. Me estiré y atrapé un rollo dorado calentito.
—¡Para ti, hermosa! —gritó el hombre, casi cayéndose.
El dulce rollo tenía un aroma divino, y le agradecí, encontrando mi camino de
vuelta a Mal y sintiéndome bastante bien conmigo misma.
Él me tomó del brazo y me empujó por un camino embarrado entre dos casas.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Nadie me vio. Él creyó que sólo era otra campesina.
—No podemos correr riesgos como esos.
—¿Así que no quieres darle un mordisco?
Dudó. —No dije eso.
—Iba a darte un trozo, pero ya que no quieres, me lo comeré todo yo sola.
Mal fue a tomar el rollo, pero yo bailé alejándome, esquivándole a izquierda y
derecha, lejos de sus manos. Pude ver su sorpresa, y me encantó. No era la misma
chica torpe que recordaba.
—Eres una mocosa —gruñó e intentó alcanzarme de nuevo.
—Ah, pero soy una mocosa con un rollo dulce.
No supe quién lo escuchó primero, pero los dos nos enderezamos,
repentinamente alerta de que teníamos compañía. Dos hombres habían aparecido
justo detrás de nosotros en el vacío callejón. Antes de que Mal pudiera siquiera
darse la vuelta, uno de los hombres estaba sujetando un cuchillo de aspecto sucio
contra su garganta, y el otro había puesto su asquerosa mano sobre mi boca.
—Callados —ladró el hombre con el cuchillo—. O les abriré la garganta a
ambos. —Tenía el cabello grasoso y una cara cómicamente larga.
Le di un vistazo a la cuchilla en el cuello de Mal y asentí despacio. La mano
del otro hombre se deslizó de mi boca, pero mantuvo un firme agarre de mi brazo.
—Dinero —dijo Caralarga.
—¿Nos están robando? —espeté.
—Así es —siseó el hombre que me sostenía, dándome una sacudida.
No pude evitarlo. Estaba tan aliviada y sorprendida de que no estuviéramos
siendo capturados, que una risita se me escapó.
Los ladrones y Mal me miraron como si estuviera loca.
—¿Le falta, no? —preguntó el hombre sujetándome.
—Sí —dijo Mal, observándome con ojos que claramente decían cállate—. Un
poco.
—Dinero —dijo Caralarga—. Ahora.
Mal buscó cuidadosamente en su abrigo y sacó la bolsa con dinero,
entregándosela a Caralarga, quien gruñó y frunció el ceño por su poco peso.
—¿Eso es todo? ¿Qué hay en la mochila?
—No mucho, algo de piel y comida —respondió Mal.
—Muéstrame.
Lentamente, Mal se descolgó la mochila del hombro y la abrió, dándoles a los
ladrones un vistazo de su contenido. Su rifle, envuelto en un paño de lana, era
claramente visible.
—Ah —dijo Caralarga—. Ahora, ese es un buen rifle. ¿No, Lev?
El hombre que me sujetaba mantuvo una gruesa mano en mi muñeca y pescó
el rifle con la otra. —Muy bueno —gruñó—. Y la mochila luce como del ejército. —
Mi corazón se hundió.
—¿Y? —preguntó Caralarga.
—Y que Rikov dijo que un soldado del puesto miliar de Chernast ha
desaparecido. Dicen que fue al sur y nunca volvió. Puede ser que hayamos
capturado a un desertor.
Caralarga estudió a Mal especulativamente, y supe que ya estaba pensando
en la recompensa que le esperaba. No tenía ni idea.
—¿Qué dices, muchacho? No estarás huyendo, ¿verdad?
—La mochila es de mi hermano —dijo Mal con facilidad.
—Tal vez. Y tal vez dejemos que el capitán en Chernast le eche un vistazo
tanto a la mochila como a ti.
Mal se encogió de hombros. —Bien. Estaré feliz de contarle que intentaron
robarnos.
A Lev no pareció gustarle esa idea. —Sólo tomemos el dinero y larguémonos.
—No —dijo Caralarga, todavía examinando a Mal—. Ha desertado o le ha
quitado eso a otro tipo. De cualquier forma, el capitán pagará bien para escuchar
esto.
—¿Qué hay con ella? —Lev me dio otra sacudida.
—No puede estar haciendo nada bueno si está viajando con éste. Puede que
ella también esté huyendo. Y si no, servirá para divertirnos un poco. ¿No es así,
cariño?
—No la toques —saltó Mal, dando un paso adelante.
En un solo movimiento, Caralarga golpeó con fuerza la cabeza de Mal con el
cabo de su cuchillo. Mal se tambaleó, una rodilla cediendo, la sangre manando de
su sien.
—¡No! —grité. El hombre que me sostenía puso de nuevo su mano en mi
boca, soltando mi brazo. Eso era todo lo que necesitaba. Sacudí mi muñeca y el
espejo se deslizó en mis dedos.
Caralarga se alzó sobre Mal, cuchillo en mano. —Puede ser que el capitán
pague, esté vivo o muerto.
Se lanzó. Torcí el espejo, y brillante luz cayó en los ojos de Caralarga. Él
dudó, alzando su mano para bloquear la luz. Mal aprovechó su oportunidad. Saltó
sobre sus pies y agarró a Caralarga, tirándolo fuertemente contra la pared.
Lev aflojó su agarre en mí para levantar el rifle de Mal, pero yo me giré,
subiendo el espejo y cegándolo.
—¿Qué demon…? —gruñó, bizqueando. Antes de que pudiera recuperarse,
golpeé su entrepierna con mi rodilla. Cuando se dobló en dos, puse mis manos en
su nuca y levanté con fuerza mi rodilla. Se escuchó un repugnante crunch, y di un
paso atrás mientras él caía al suelo cubriéndose la nariz, mientras sangre le escurría
de los dedos.
—¡Lo logré! —exclamé. Oh, si tan sólo Botkin pudiera verme ahora.
—¡Vamos! —dijo Mal, distrayéndome de mi júbilo. Me di la vuelta y vi a
Caralarga tirado inconsciente en la tierra.
Mal recogió su mochila y corrió al otro lado del callejón, lejos del ruido del
desfile. Lev estaba gimiendo, pero todavía tenía el rifle. Le di una buena patada en
el estómago y corrí a toda velocidad tras Mal.
Salimos disparados a lo largo de negocios vacíos y casas y volvimos a la
embarrada calle principal, luego nos precipitamos hacia el bosque y a la seguridad
de los árboles. Mal estableció un furioso paso, llevándonos a través de un riachuelo
y después por encima de una colina, y así seguimos por lo que parecieron
kilómetros. Personalmente, no creía que los ladrones estuvieran en condiciones de
seguirnos, pero también me encontraba sin aliento y no podía defender mi
argumento. Finalmente, Mal disminuyó la velocidad y se detuvo, doblándose en
dos, colocando las manos en sus rodillas, respirando con dificultad.
Colapsé en el suelo, con el corazón desbocado, y rodé sobre mi espalda. Me
quedé ahí con la sangre bombeando en mis oídos, bañada en el sol de la tarde que
se colaba entre las copas de los árboles y traté de recuperar el aliento. Cuando sentí
que podía hablar, me apoyé sobre los codos y dije:
—¿Estás bien?
Cautelosamente, Mal tocó la herida de su cabeza. Había dejado de sangrar
pero hizo un gesto de dolor. —Bien.
—¿Crees que dirán algo?
—Por supuesto. Verán si pueden conseguir algo de dinero por la
información.
—Santos —juré.
—No hay nada que podamos hacer ahora. —Entonces, para mi sorpresa,
sonrió—. ¿Dónde aprendiste a luchar así?
—Entrenamiento de Grisha —susurré dramáticamente—. Secretos ancestrales
de la patada a la entrepierna.
—Siempre y cuando funcione.
Me reí. —Eso es lo que Botkin siempre dice. «No para impresionar, sólo para
causar dolor» —dije, imitando el pesado acento del mercenario.
—Tipo inteligente.
—El Darkling no cree que los Grisha deban confiar en sus poderes para
defenderse. —Lamenté haberlo dicho al instante. La sonrisa de Mal desapareció.
—Otro tipo inteligente —dijo fríamente, observando el bosque. Después de
un minuto dijo—: Él sabrá que no te dirigiste derecho al Abismo. Sabrá que
estamos cazando al ciervo. —Se sentó pesadamente a mi lado, su rostro triste.
Teníamos muy pocas ventajas en esta lucha, y ahora habíamos perdido una de
ellas.
—No debí conducirnos al pueblo —dijo desolado.
Le golpeé suavemente el brazo. —No podíamos saber que alguien iba a
intentar robarnos. Quiero decir, ¿quién puede tener tan mala suerte?
—Fue un riesgo estúpido. Debería haberlo sabido. —Cogió una ramita del
piso del bosque y la arrojó con enojo.
—Todavía tengo el rollo —ofrecí tristemente, sacando el aplastado bulto
envuelto de mi bolsillo. Había sido orneado con la forma de un pájaro para
celebrar las bandadas de primavera, pero ahora parecía más una media enrollada.
Mal bajó su cabeza, cubriéndola con sus manos y sus codos descansando en
sus rodillas. Sus hombros comenzaron a sacudirse, y por un horrible momento,
pensé que estaba llorando, pero entonces me di cuenta de que estaba riéndose en
silencio. Todo su cuerpo se sacudía, su respiración salía como soplidos, y las
lágrimas empezaron a derramarse de sus ojos. —Será mejor que sea un rollo
alucinante —jadeó.
Lo miré fijamente por un segundo, con miedo de que tal vez se hubiera
vuelto completamente loco, y entonces, comencé a reír también. Cubrí mi boca
para ahogar el sonido, lo que sólo me hizo reír con más fuerza. Era como si toda la
tensión y el miedo de los últimos días hubieran sido simplemente demasiado.
Mal puso un dedo contra sus labios en un exagerado «¡Shhhh!» y caí en una
nueva oleada de risitas.
—Creo que le rompiste la nariz a ese tipo —bufó.
—Eso no es bueno. No soy buena.
—No, no lo eres —coincidió, y nos reímos de nuevo.
—¿Recuerdas de cuando el hijo del granjero rompió tu nariz en Keramzin? —
dije entre risas—. ¿Y no le dijiste a nadie, y sangraste encima de todo el mantel
favorito de Ana Kuya?
—Te estás inventando eso.
—¡No!
—¡Que sí! Rompes narices y mientes.
Nos reímos hasta que no pudimos respirar, hasta que nuestros costados
dolían y nuestras cabezas giraban. No podía recordar la última vez que me había
reído así.
De hecho, sí nos comimos el rollo. Estaba cubierto de azúcar y tenía el sabor
de los dulces rollos que habíamos comido cuando éramos niños. Cuando
terminamos, Mal dijo, «Ese fue un rollo alucinante» y volvimos a estallar en risas.
Eventualmente, suspiró y se puso de pie, ofreciéndome una mano para
ayudarme.
Caminamos hasta el atardecer y luego montamos el campamento al lado de
las ruinas de una cabaña. Dada nuestra escapada por los pelos, él no creía que
debíamos arriesgarnos a hacer fuego esa noche, así que comimos de los
suministros que habíamos conseguido en el pueblo. Mientras comíamos carne seca
y ese miserable queso duro, me preguntó acerca de Botkin y los otros maestros en
el Pequeño Palacio. No me di cuenta de lo mucho que había querido compartir mis
historias con él hasta que empecé a hablar. No se reía tan fácilmente como antes lo
hacía. Pero cuando lo hacía, algo de esa severa frialdad lo dejaba y se parecía un
poco más al Mal que solía conocer. Me dio la esperanza de que tal vez no estuviera
perdido para siempre.
Cuando fue hora de acostarse, Mal recorrió el perímetro del campamento,
asegurándose de que estuviéramos a salvo, mientras yo guardaba la comida. Había
mucho lugar en la mochila ahora que habíamos perdido el rifle de Mal y su cobija
de lana. Estaba agradecida de que aún tuviera su arco.
Acomodé el gorro de piel de ardilla debajo de mi cabeza y dejé la mochila
para que Mal la usara de almohada. Luego me ceñí más el abrigo y me acurruqué
debajo de las nuevas pieles. Estaba durmiéndome cuando escuché a Mal regresar y
colocarse a mi lado, pegando su espalda a la mía.
Mientras me deslizaba en el sueño, sentía como si todavía pudiera saborear el
azúcar del rollo dulce en mi lengua, sentir el placer de la risa recorriéndome. Nos
habían asaltado. Casi nos mataban. Nos estaba dando caza el hombre más
poderoso de toda Ravka. Pero éramos amigos de nuevo, y el sueño llegó más fácil
que en los últimos tiempos.
En algún momento en la noche, me desperté por los ronquidos de Mal. Lo
golpeé en la espalda con mi codo. Se dio la vuelta, murmurando algo en sueños, y
puso su brazo a mi alrededor. Un minuto después empezó a roncar de nuevo, pero
esta vez no lo desperté.
Traducido por LUCESITA
ún veíamos brotes de nuevas hierbas e incluso unas pocas flores silvestres,
pero allí no había señales de la primavera, mientras nos dirigíamos hacia el
norte, a Tsibeya y nos adentrábamos a lo salvaje, en donde Mal creía que
encontraríamos al ciervo. Los pinos densos dieron paso a un bosque de abedules y
luego a grandes extensiones de tierras para el pastoreo.
Aunque Mal lamentaba nuestro viaje al pueblo, pronto tuvo que admitir que
había sido una necesidad. Las noches se hacían cada vez más frías mientras
viajábamos al norte, y encender una fogata no era una opción, ya que nos
acercábamos a la frontera de Chernast. Tampoco queríamos perder tiempo
cazando o capturando alimentos todos los días, así que dependíamos de nuestros
suministros y nerviosamente los veíamos disminuir.
Algo entre nosotros parecía haberse descongelado, y en lugar del silencio
glaciar que nos acompañó en las Petrazoi, hablamos mientras caminamos. Él
parecía curioso al escucharme hablar sobre la vida en el Pequeño Palacio, las
extrañas costumbres de la corte, e incluso sobre la teoría Grisha.
No se mostró en absoluto sorprendido al escuchar del desprecio que
utilizaban todos los Grisha contra el rey. Al parecer, los rastreadores se habían
estado quejando entre sí sobre la incompetencia del rey.
—Los Fjerdanos tienen un rifle de retro-recarga que puede disparar
veintiocho balas por minuto. Nuestros soldados también deberían tenerlos. Si el
rey se molestara en adquirir más interés en el Primer Ejército, no dependeríamos
tanto de los Grisha. Pero eso nunca sucederá —me dijo y luego murmuró—: Todos
sabemos quién está dirigiendo el país.
Yo no dije nada. Intentaba evitar hablar del Darkling tanto como fuese
posible.
Cuando le preguntaba a Mal sobre el tiempo que había pasado siguiendo al
ciervo, siempre parecía encontrar una manera de cambiar el tema de conversación
hacia mí. No insistí. Sabía que la unidad de Mal había cruzado la frontera hacia
Fjerda. Sospechaba que habían tenido que luchar para escapar y allí fue donde Mal
había adquirido su cicatriz en la mandíbula, pero se negaba a decirme nada más.
Mientras estábamos caminando a través de un grupo de sauces secos, con la
nieve crujiendo bajo nuestras botas, Mal señaló un nido de gavilán, y me encontré
deseando que pudiésemos caminar para siempre. Por mucho que anhelaba una
comida y cama caliente, tenía miedo de lo que podría traer el final de nuestro viaje.
¿Qué pasaba si encontrábamos el ciervo, y le quitábamos los cuernos? ¿Cómo
podría cambiarme un amplificador tan poderoso? ¿Sería suficiente para liberarnos
del Darkling? Si tan sólo pudiéramos permanecer así, caminando lado a lado,
durmiendo acurrucados bajo las estrellas. Quizá estas llanuras vacías y tranquilas
podrían darnos refugio como también habían protegido a la manada de Morozova
y mantenernos a salvo de los hombres que nos estaban buscando.
Eran pensamientos necios. Tsibeya era un lugar inhóspito, un mundo salvaje
y vacío de crudos inviernos y veranos agotadores. Y no éramos criaturas extrañas y
antiguas que vagaban por la tierra en el crepúsculo. Sólo éramos Mal y Alina, y no
podríamos estar por delante de nuestros perseguidores para siempre. Un
pensamiento oscuro que había revoloteado en mi cabeza durante días finalmente
se instaló. Suspiré, sabiendo que yo había postergado hablar con Mal de este
problema durante mucho tiempo. Fue irresponsable, y teniendo en cuenta lo que
ambos habíamos arriesgado, no podía dejarlo continuar.
Esa noche, ya Mal estaba casi dormido, su respiración profunda y regular,
antes de que tomara coraje para hablar.
—Mal —comencé. Al instante, él se despierto, la tensión flotando de su
cuerpo mientras se sentaba y alcanzaba su cuchillo—. No —dije, poniendo una
mano en su brazo—. Todo está bien. Pero necesito hablar contigo.
—¿Ahora? —gruñó, acostándose y envolviéndome de nuevo con su brazo.
Suspiré. Yo sólo quería acostarme ahí en la oscuridad, escuchando el susurro
del viento en la hierba, cálida en la sensación de seguridad, aunque fantasiosa.
Pero sabía que no podía. —Necesito que hagas algo por mí.
Él resopló. —¿Aparte de desertar del ejército, escalar montañas, y congelarme
el trasero sobre el frío suelo todas las noches?
—Sí.
—Vaya —susurró sin comprometerse, su respiración ya volvía a ser
profunda, incluso al ritmo del sueño.
—Mal —dije claramente—, si no lo logramos... si ellos consiguen alcanzarnos
antes de que encontremos al ciervo, no puedes dejar que me lleven.
Se quedó completamente petrificado. Realmente podía sentir su corazón
latiendo. Permaneció callado por tanto tiempo que empecé a pensar que se había
dormido otra vez. Entonces, dijo:
—No puedes pedirme eso.
—Tengo que hacerlo.
Se sentó, apartándose de mí, frotando una mano sobre su cara. Yo también
me senté, apretando las pieles alrededor de mis hombros, observándolo bajo la luz
de la luna.
—No.
—No puedes simplemente decirme que no, Mal.
—Tú preguntaste, y yo respondí. No.
Se puso de pie y se alejó unos cuantos pasos.
—Si él me pone ese collar, sabes lo que significará, sabes cuántas personas
morirán por mí. No puedo dejar que eso suceda. No puedo ser responsable de eso.
—No.
—Tenías que saber que esto era una posibilidad cuando nos dirigimos hacia
el norte, Mal.
Se dio la vuelta y regresó, cayendo de cuclillas ante mí para poder verme a
los ojos.
—No voy a matarte, Alina.
—Quizá lo tengas que hacer.
—No —repitió, sacudiendo la cabeza, apartando la mirada de mí—. No, no,
no.
Tomé su rostro entre mis manos frías, girando su cabeza hasta que tuvo que
encontrarse con mi mirada.
—Sí.
—No puedo, Alina. No puedo.
—Mal, esa noche en el Pequeño Palacio, me dijiste que le pertenecía al
Darkling.
Hizo un gesto de dolor. —Yo estaba enojado. No quise decir…
—Si él consigue ese collar, realmente le voy a pertenecer, completamente. Y
me convertirá en un monstruo. Por favor, Mal. Necesito saber que no dejarás que
eso me pase.
—¿Cómo puedes pedirme que haga eso?
—¿A quién más se lo podría pedir?
Me miró con su rostro lleno de desesperación e ira y algo más que no pude
identificar. Finalmente, asintió una única vez.
—Prométemelo, Mal. —Presionó sus labios, y un músculo tembló en su
mandíbula. Odiaba hacerle esto, pero tenía que estar segura—. Prométemelo.
—Lo prometo —dijo con voz ronca.
Dejé escapar un largo suspiro, sintiendo una oleada de alivio. Me incliné
hacia delante, descansando mi frente contra la suya, cerrando mis ojos. —Gracias.
Nos quedamos así por un largo rato, luego se inclinó hacia atrás. Cuando abrí
los ojos, me estaba observando. Su rostro estaba a milímetros del mío, lo suficiente
para poder sentir su aliento cálido. Dejé caer mis manos de sus mejillas,
repentinamente consciente de cuán cerca nos encontrábamos. Me miró un
momento y luego se levantó rápidamente y caminó hacia la oscuridad.
Me quedé despierta durante mucho tiempo, fría y miserable, observando la
noche. Sabía que él estaba ahí, moviéndose silenciosamente a través de la nueva
hierba, llevando el peso de la carga que yo misma había colocado sobre su espalda.
Lamentaba haberlo hecho, pero al mismo tiempo me tranquilizaba. Esperé a que
regresara, pero finalmente me quedé dormida, sola bajo las estrellas.
Pasamos los próximos días en los alrededores de Chernast, recorriendo
kilómetros de terreno para detectar signos de la manada de Morozova, caminando
tan cerca de la frontera como nos atrevíamos. Con cada día que pasaba, el estado
de ánimo de Mal se oscurecía. Dormía intranquilamente y apenas comía. A veces
me despertaba recibiendo golpes por bajo de las pieles y lo encontraba
murmurando, «¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»
Él vio señales de otras personas (ramas rotas, rocas desplazadas, patrones que
eran invisibles para mí hasta que él las señalaba) pero ningún rastro del ciervo.
Entonces, una mañana, me despertó con sacudidas antes del amanecer.
—Levántate —dijo—. Están cerca, los puedo sentir. —Ya me estaba
apartando las pieles de encima y las empujaba dentro de su mochila.
—¡Oye! —me quejé, apenas despierta, tratando de tirar las pieles en vano—.
¿Qué hay del desayuno?
Me lanzó un pedazo de galleta. —Come y camina. Quiero explorar los
senderos occidentales hoy. Tengo un presentimiento.
—Pero ayer creías que teníamos que continuar por el este.
—Eso fue ayer —dijo, ya colocándose el bolso y caminando por la hierba
alta—. Muévete. Tenemos que encontrar al ciervo para que no tenga que cortarte la
cabeza.
—Nunca dije que tenías que cortarme la cabeza —murmuré, frotando el
sueño de mis ojos y caminando con dificultad tras él.
—¿Atravesarte con una espada, entonces? ¿Un pelotón de fusilamiento?
—Yo pensaba en algo más tranquilo, como, quizá, un veneno agradable.
—Lo único que me dijiste es que te tengo que matar. No especificaste cómo.
Le saqué la lengua a su espalda, pero me alegré de verlo tan energizado, y
supuse que era algo bueno que él pudiera bromear acerca de todo eso. Por lo
menos, esperaba que estuviese bromeando.
Los senderos occidentales nos llevaron a través de arboledas de bajos alerces
y más allá de praderas repletas de camenerios y líquenes rojos. Mal se movía con
propósito, sus pasos ligeros como siempre.
El aire se sentía fresco y húmedo, y un par de veces lo encontré mirando
nerviosamente hacia arriba, al cielo cubierto, pero él siguió adelante. Por la tarde,
llegamos a una colina baja que descendía suavemente y terminaba una amplia
meseta cubierta de pálida hierba. Mal caminó de un lado a otro por la parte
superior de la pendiente, desde el este hasta el oeste. Caminó colina abajo, cuesta
arriba, y abajo otra vez, hasta que consideré gritarle. Al final, nos llevó hacia el
lado del sotavento de un gran grupo rocas, se deslizó el bolso de los hombros y
dijo, «Aquí.»
Sacudí la piel, la extendí sobre el frío suelo y me senté a esperar, viendo a
Mal caminando de un lado al otro inquieto. Finalmente, se sentó a mi lado con ojos
fijos en la meseta y una mano apoyada ligeramente en su arco. Yo sabía que los
estaba imaginando allí; imaginaba a la manada saliendo en el horizonte, cuerpos
blancos brillando en la creciente oscuridad, respirando como chimenea en el frío.
Tal vez estaba deseando que apareciesen. Este parecía ser el lugar adecuado para el
ciervo, fresco con nuevas hierbas y salpicado con pequeños lagos azules que
brillaban como monedas en la puesta de sol.
El sol se desvaneció y observamos a la meseta volverse azul en el crepúsculo.
Esperamos, escuchando el sonido de nuestras propias respiraciones y el viento
susurrando sobre la inmensidad de Tsibeya. Pero a medida que la luz desaparecía,
la meseta permaneció vacía.
La luna surgió, oscurecida por las nubes. Mal no se movió. Se quedó quieto
como piedra, mirando fijamente el horizonte de la meseta, sus ojos azules
distantes. Saqué la otra piel y la envolví alrededor de sus hombros y de los míos.
Aquí, bajo la protección de las rocas, estábamos protegidos de los peores vientos,
pero no era un buen refugio.
Luego él suspiró profundamente y observó el cielo nocturno con atención. —
Va a nevar. Debí llevarnos de vuelta al bosque, pero pensé... —Sacudió la cabeza—
. Estaba tan seguro.
—Está bien —dije, apoyando mi cabeza contra su hombro—. Tal vez mañana.
—Nuestras provisiones no durarán para siempre, y cada día que estamos
aquí es otra oportunidad para que nos atrapen.
—Mañana —repetí.
—Considerando lo poco que sabemos, él ya ha encontrado a la manada. Ha
matado al ciervo y ahora sólo nos están buscando.
—No lo creo.
Mal no dijo nada. Levanté la piel más arriba y dejé que un pequeño haz de
luz floreciera en mi mano.
—¿Qué estás haciendo?
—Tengo frío.
—No es seguro —dijo, tirando de la piel hasta ocultar la luz que brillaba
caliente y dorada en su cara.
—No hemos visto otra alma en más de una semana. Y permanecer ocultos no
nos ayudará de mucho si morimos congelados.
Frunció el ceño, pero entonces extendió la mano, dejando que sus dedos
jugaran con la luz y dijo:
—Es increíble.
—Gracias —le dije, sonriendo.
—Mikhael está muerto.
La luz en mi mano chisporroteó. —¿Qué?
—Está muerto. Fue asesinado en Fjerda. Y Dubrov, también.
Me senté congelada de la sorpresa. Nunca me habían agradado Mikhael ni
Dubrov, pero nada de eso importa ahora. —No me di cuenta... —dudé—. ¿Cómo
sucedió?
Por un momento, no supe si me iba a responder o incluso si debería haber
preguntado. Observó fijamente la luz que aún brillaba en mi mano, con sus
pensamientos muy lejos.
—Estábamos caminado hacia el norte cerca de la permacongelación, más allá
de la frontera con Chernast —dijo suavemente—. Habíamos rastreado al ciervo
hasta que se adentró a Fjerda. Al capitán se le ocurrió que algunos de nosotros
debíamos cruzar la frontera disfrazados de Fjerdanos y seguir buscando a la
manada. Era estúpido, verdaderamente ridículo. Incluso si lográbamos pasar
desapercibidos por la frontera del país, ¿qué debíamos hacer si encontrábamos a la
manada? Teníamos la orden de no matar el ciervo, así que teníamos que capturarlo
y entonces de alguna manera llevarlo hacia la frontera y regresar a Ravka. Era una
locura.
Asentí. Sonaba loco.
—Entonces, esa noche, Mikhael, Dubrov y yo nos burlamos de todo el asunto,
hablamos de que era una misión suicida y el completo idiota que era el capitán, y
brindamos por los pobres bastardos que tendrían que hacer ese trabajo. Y a la
mañana siguiente me ofrecí como voluntario.
—¿Por qué? —dije, sosprendida.
Mal permaneció en silencio de nuevo. Por fin, dijo:
—Me salvaste la vida en el Abismo de las Sombras, Alina.
—Y tú salvaste la mía —respondí, insegura de qué tenía eso que ver con la
misión suicida a Fjerda. Pero Mal no pareció oírme.
—Me salvaste la vida y luego en la carpa Grisha, cuando te estaban llevando,
no hice nada. Me quedé ahí y dejé que te alejaran.
—¿Qué se supone que ibas a hacer, Mal?
—Algo. Lo que fuera.
—Mal…
Se pasó una mano por el cabello en señal de frustración. —Sé que no tiene
sentido. Pero así es como me sentía. No podía comer. No podía dormir. Seguía
viendo cómo te alejaban, cómo desaparecías.
Pensé en todas las noches que había estado despierta en el Pequeño Palacio,
recordando mi último vistazo de la cara de Mal desapareciendo entre la multitud
mientras los guardias del Darkling me llevaban lejos, preguntándome si alguna
vez lo volvería a ver. Lo había extrañado mucho, pero nunca habría creído que Mal
me había extrañado de la misma manera.
—Sabía que estábamos cazando el ciervo para el Darkling —continuó Mal—.
Pensé... Se me ocurrió la idea de que si encontraba la manada, podría ayudarte.
Podría ayudar a hacer las cosas bien. —Él me miró y el conocimiento de lo muy
equivocado que había estado pasó entre nosotros—. Mikhael no sabía nada de eso.
Pero era mi amigo, así que, como el propio estúpido, también se ofreció como
voluntario. Y luego, por supuesto, Dubrov tuvo que anotarse. Les dije que no, pero
Mikhael sólo se rió y dijo que no iba a dejar que me llevara toda la gloria.
—¿Qué pasó?
—Nueve de nosotros cruzamos la frontera, seis soldados y tres rastreadores.
Dos de nosotros volvimos.
Sus palabras quedaron en el aire, frías y definitivas. Siete hombres muertos en
la búsqueda del ciervo. ¿Y cuántos más cuyas muertes desconocía? Pero incluso
mientras lo pensaba, una idea inquietante entró en mi mente: ¿cuántas vidas
podría salvar el ciervo? Mal y yo éramos refugiados, nacidos de las guerras que se
habían desencadenado en las fronteras de Ravka por mucho tiempo. ¿Qué tal si el
Darkling y el terrible Abismo de las Sombra podrían parar todo eso? ¿Podrían
silenciar a los enemigos de Ravka y asegurarnos para siempre?
No sólo los enemigos de Ravka, me recordé. Cualquiera que esté en contra del
Darkling, cualquiera que se atreva a oponérsele. El Darkling haría del mundo un
desierto antes de ceder una pisca de poder.
Mal se pasó una mano sobre su rostro cansado. —Y de todas formas, todo fue
para nada. La manada cruzó hacia Ravka cuando el clima cambió. Podríamos
haber esperado que el ciervo volviera a nosotros.
Miré a Mal, a sus ojos distantes y a su dura mandíbula marcada por cicatrices.
No se parecía en nada al chico que había conocido. Él había estado tratando de
ayudarme cuando decidió seguir al ciervo. Eso significaba que yo era parcialmente
responsable del cambio sucedido en él, y se me rompió el corazón al pensarlo.
—Lo siento, Mal. Lo siento mucho.
—No es tu culpa, Alina. Tomé mis propias decisiones. Pero esas decisiones
mataron a mis amigos.
Quería lanzar mis brazos a su alrededor y abrazarlo. Pero no podía, no con
este nuevo Mal. Quizá tampoco con el viejo, me admití. Ya no éramos niños. La
facilidad de nuestra cercanía era una cosa del pasado. Extendí mi mano y la
coloqué sobre su brazo.
—Si yo no tengo la culpa, entonces tú tampoco, Mal. Mikhael y Dubrov
también tomaron sus propias decisiones. Mikhael quería ser un buen amigo para
ti. Y por todo lo que sé, él tenía sus propias razones para querer seguir al ciervo. Él
no era un niño y no querría ser recordado como uno.
Mal no me miró, pero después de un momento puso su mano sobre la mía.
Todavía estábamos sentados así cuando los primeros copos de nieve comenzaron a
caer.
Traducido por LUCESITA y Valen JV
i luz nos mantuvo calientes por la noche bajo el abrigo de las rocas. A
veces me dormía y Mal me despertaba a codazos y así podía volver a
invocar al sol en los tramos oscuros y estrellados de Tsibeya para
calentarnos por debajo de las pieles.
Cuando salimos a la mañana siguiente, el sol brillaba radiante sobre un
mundo cubierto de blanco. En esta parte del norte, la nieve era común hasta en
primavera, pero era difícil no sentir que el tiempo era sólo otra parte de nuestra
mala suerte. Mal echó un vistazo a la extensión impoluta de la pradera y sacudió
su cabeza con disgusto. No tenía ni que preguntar para saber lo que estaba
pensando. Si la manada se había acercado, cualquier rastro que hubiesen dejado se
encontraba cubierto por la nieve. Pero nosotros dejaríamos un montón de pistas
para que cualquier otra persona nos encontrara.
Sin decir palabra, sacudimos las pieles y las guardamos. Mal ató el arco a su
mochila, y comenzamos la caminata a través de la meseta. Fue un lento caminar.
Mal hizo lo que pudo para disimular nuestro rastro, pero era claro que estábamos
en serios problemas.
Sabía que Mal se culpaba por ser incapaz de encontrar al ciervo, y yo no sabía
cómo evitarlo. Tsibeya de alguna manera se sentía más grande que el día anterior.
O tal vez yo me sentía más pequeña.
Eventualmente, el prado dio paso a los bosques de delgados abedules
plateados y densos racimos de pinos, con sus ramas cargadas de nieve. Mal redujo
el ritmo. Parecía agotado, más que todo por las sombras oscuras que persistían
debajo de sus ojos azules. Por impulso, deslicé mi mano enguantada en la suya.
Pensé que iba a alejarse, pero en cambio, apretó mis dedos. Caminamos de la mano
de esa manera, a través de la tarde y de las ramas de pino, las cuales formaban un
techo muy por encima de nosotros mientras nos adentrábamos al corazón del
bosque.
A la hora de la puesta del sol, salimos de los árboles a un pequeño claro
donde la nieve yacía en montones grandes, tan perfectos que brillaban a la luz
pálida. Caminamos en la quietud, nuestras pisadas amortiguadas por la nieve. Ya
era tarde. Sabía que debíamos estar armando el campamento y encontrando un
refugio. En cambio, nos quedamos ahí en silencio, con las manos entrelazadas,
viendo el desaparecer del día.
—¿Alina? —dijo suavemente—. Lo siento. Por lo que dije esa noche, en el
Pequeño Palacio.
Lo miré, sorprendida. De alguna manera, sentía que todo eso había sucedido
hacía muchísimo tiempo. —Yo también lo siento —dije.
—Y lamento todo lo demás.
Le apreté la mano. —Sabía que no teníamos muchas posibilidades de
encontrar al ciervo.
—No —dijo, apartando la vista—. No, no por eso. Yo… Cuando vine a
buscarte, pensé que lo estaba haciendo porque tú me salvaste la vida, porque te
debía algo.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Pensar que Mal había venido por mí para
pagar algún tipo de deuda imaginaria resultó más doloroso de lo que esperaba. —
¿Y ahora?
—Ahora, no sé qué pensar. Sólo sé que todo es diferente.
Mi corazón dio otra vuelta miserable. —Lo sé —murmuré.
—¿En serio? Esa noche en el palacio, cuando te vi en el escenario con él, lucías
muy feliz. Como si le pertenecieras. No consigo quitar esa imagen de mi cabeza.
—Estaba feliz —admití—. En ese momento, estaba feliz. Yo no soy como tú,
Mal. Nunca encajé como tú lo hiciste. Realmente nunca pertenecí a ningún lugar.
—Conmigo, sí pertenecías —dijo en voz baja.
—No, Mal. No realmente. No durante mucho tiempo.
Él me miró entonces, y sus ojos eran azul profundo en el crepúsculo. —¿Me
extrañaste, Alina? ¿Me extrañaste mientras no estabas?
—Todos los días —le dije honestamente.
—Yo te extrañaba a toda hora. ¿Y sabes cuál fue la peor parte? Me tomó
totalmente por sorpresa. De repente me encontraba paseando por ahí, buscándote,
no por alguna razón, sólo por costumbre, porque acababa de ver algo que quería
contarte o porque quería escuchar tu voz. Y luego me daba cuenta de que tú no
estabas allí, y cada vez, cada una de las veces, era como si me quitaran el aliento de
un golpe. He arriesgado mi vida por ti. He caminado la mitad de toda Ravka por ti,
y lo haría una y otra y otra vez sólo para estar contigo, sólo para morir de hambre
contigo y congelarme contigo y escucharte quejarte del queso duro todos los días.
Así que no me digas que no pertenecemos juntos —dijo ferozmente. Ahora se
encontraba muy cerca, y mi corazón estaba repentinamente martillando en mi
pecho—. Siento haber tardado tanto tiempo en verte, Alina. Pero ahora te veo.
Bajó la cabeza, y sentí sus labios en los míos. El mundo pareció silenciarse y lo
único que sentía era la sensación de su mano en la mía mientras me acercaba, y la
presión cálida de su boca.
Pensé que había renunciado a Mal. Pensé que el amor que había sentido por
él pertenecía al pasado, a la niña tonta y solitaria que nunca quería volver a ser. Yo
había tratado de enterrar a esa chica y al amor que sentía, tal como había intentado
enterrar mi poder. Pero no volvería a cometer ese error. Cualquier cosa que había
entre nosotros era igual de brillante e innegable como mi propio poder. En el
momento en que nuestros labios se encontraron, supe con certeza pura y
penetrante que lo habría esperado el resto de mi vida.
Se apartó de mí, y mis ojos se abrieron. Levantó una mano enguantada para
ahuecar mi cara, buscando mi mirada con la suya. Entonces, por el rabillo de mi
ojo, vi un movimiento parpadeante.
—Mal —dije respirando suavemente, mirando sobre su hombro—, mira.
Varios cuerpos blancos surgieron de los árboles, sus agraciados cuellos
doblados para mordisquear el pasto al borde del claro cubierto de nieve. En medio
de la manada de Morozova estaba parado un enorme ciervo blanco. Nos observaba
con grandes ojos oscuros, sus cuernos plateados brillantes en la media luz.
Con un movimiento rápido, Mal sacó el arco de su mochila. —Yo lo voy a
derribar, Alina. Tú tienes que matarlo —dijo.
—Espera —susurré, colocando una mano sobre su brazo.
El ciervo caminó lentamente hacia adelante y se detuvo justo a pocos metros
de nosotros. Pude ver su costado elevarse y caer, la llamarada de su nariz, la
neblina de su aliento en el aire frío.
Él nos miró con ojos negros y líquidos. Caminé en su dirección.
—¡Alina! —susurró Mal.
El ciervo no se movió cuando me acerqué, ni siquiera cuando extendí mi
mano y la puse sobre su hocico caliente. Sus orejas temblaron ligeramente, su piel
brillaba de color blanco lechoso en medio de la creciente oscuridad. Pensé en todo
lo que Mal y yo habíamos renunciado, en los riesgos que habíamos tomado. Pensé
en las semanas que habíamos pasado siguiendo el rastro de la manada, las noches
frías, los miserables días de interminables caminatas, y me alegré de todo. Me
alegré de estar aquí y viva esta noche fría. Me alegré de que Mal estuviera a mi
lado. Observé los ojos del ciervo y sentí la sensación de la tierra bajo sus patas
firmes, el olor a pino en sus fosas nasales, el latido de su poderoso corazón. Supe
que no sería yo quien acabara con su vida.
—Alina —murmuró Mal con urgencia—, no tenemos mucho tiempo. Ya
sabes lo que tienes que hacer.
Negué con la cabeza. No pude apartar mi mirada del ciervo. —No, Mal.
Encontraremos otra manera.
El sonido fue como un silbido suave en el aire seguido de un ruido sordo
como cuando una flecha encuentra su destino. El ciervo rugió y se encabritó, con
una flecha floreciendo del pecho y luego se desplomó en sus patas delanteras. Me
tambaleé hacia atrás cuando el resto de la manada salió huyendo, dispersándose
en el bosque. Al instante, Mal se paró a mi lado, con su arco en mano, mientras el
claro se llenaba de oprichniki vestidos de negro carbón y Grisha en sus trajes azules
y rojos.
—Debiste haberlo escuchado, Alina. —Su voz provino clara y fría desde las
sombras y el Darkling apareció en el claro del bosque, con una sonrisa sombría
jugando en sus labios, su kefta negra fluyendo detrás de él como una mancha de
ébano.
El ciervo había caído de lado, y ahora yacía en la nieve, respirando
entrecortadamente y sus ojos negros amplios y con pánico.
Sentí a Mal moverse antes de verlo. Volvió su arco hacia el ciervo y disparó,
pero un Impulsor de azul dio un paso adelante, moviendo su mano en el aire. La
flecha se desvió hacia la izquierda, cayendo inofensivamente en la nieve.
Mal alcanzó otra flecha y en el mismo momento, el Darkling movió su mano,
enviando una ráfaga de oscuridad ondulando hacia nosotros. Levanté mis manos y
la luz salió de mis dedos, rompiendo la oscuridad fácilmente.
Pero sólo había sido una distracción. El Darkling se volteó hacia el ciervo,
alzando el brazo en un gesto que yo conocía muy bien. «¡No!» grité y, sin pensarlo,
y me lancé frente al ciervo. Cerré los ojos, preparada para ser dividida por la mitad
debido al Corte, pero el Darkling debió haber movido su cuerpo a último
momento. El árbol detrás de mí se partió emitiendo un ruidoso crack, y de la herida
comenzó a surgir unas volutas de oscuridad. Él me había salvado la vida, pero
también había perdonado la del el ciervo.
Todo signo de humor se había ido del rostro del Darkling y unió sus manos,
provocando que se levantara una pared de oscuridad ondulante, envolviéndonos a
nosotros y al ciervo. No tuve ni qué pensar. Luz floreció en una esfera brillante,
pulsante, alrededor de mí y de Mal, manteniendo a raya la oscuridad y cegando a
nuestros atacantes. Por un momento, nos encontramos en un punto muerto. Ellos
no podían vernos y nosotros no podíamos verlos. La oscuridad se arremolinaba
alrededor de la burbuja de luz, presionando para entrar.
—Impresionante —dijo el Darkling, su voz proviniendo de una gran
distancia—. Baghra te enseñó demasiado bien. Pero no eres lo suficientemente
fuerte como para esto, Alina.
Sabía que intentaba distraerme, y lo ignoré.
—¡Tú! ¡Rastreador! ¿Estás preparado para morir por ella? —gritó el Darkling.
La expresión de Mal no cambió. Se quedó de pie, flecha en arco, girando en un
círculo lento, buscando el origen de la voz del Darkling—. Acabamos de ser
testigos de una escena muy conmovedora —dijo en tono de burla—. ¿Ya se lo
dijiste, Alina? ¿El chico sabe que estabas dispuesta a entregarte a mí? ¿Le contaste
lo que te mostré en la oscuridad?
Sentí una oleada de vergüenza y mi luz brillante parpadeó. El Darkling se rió.
Miré a Mal. Su mandíbula estaba apretada. Irradiaba la misma furia helada
que había visto la noche de la fiesta de invierno. Sentía que perdía dominio de la
luz y me esforcé por recuperarlo. Traté de enfocar mi energía. La esfera
resplandeció con nueva luz, pero ya podía sentir que había alcanzado el límite de
mis capacidades. La oscuridad comenzó a filtrarse como tinta por los bordes de la
burbuja.
Sabía lo que tenía que hacer. El Darkling tenía razón; yo no era lo
suficientemente fuerte. Y no tendríamos otra oportunidad.
—Hazlo, Mal —susurré—. Sabes lo que tiene que suceder.
Mal me miró, con pánico en sus ojos. Sacudió la cabeza. La oscuridad surgió
en torno a la burbuja. Tropecé un poco.
—¡Rápido, Mal! Antes de que sea demasiado tarde.
En un movimiento relámpago, Mal soltó el arco y sacó su cuchillo.
—¡Hazlo, Mal! ¡Hazlo ahora!
La mano de Mal temblaba. Podía sentir cómo mi fuerza se debilitaba. —No
puedo —susurró con tristeza—. No puedo. —Soltó el cuchillo, dejándolo caer
silenciosamente sobre la nieve. La oscuridad cayó sobre nosotros. Mal desapareció.
El claro desapareció. Fui rodeada por una oscuridad sofocante. Escuché un grito de
Mal y extendí una mano hacia su voz, pero repentinamente, me encontraba
agarrada a ambos lados por unos brazos fuertes. Pateé y luché salvajemente.
La oscuridad se levantó, y así de rápido, vi que todo había terminado.
Dos de los guardias del Darkling me tenían atrapada, mientras Mal luchaba
entre dos más.
—Quédate quieto o te mataré ahí mismo —le gruñó Ivan.
—¡Déjalo en paz! —grité yo.
—Shhhhhh. —El Darkling caminó hacia mí, con un dedo en sus labios, los
cuales esbozaban una sonrisa burlona—. Haz silencio, o dejaré que Ivan lo mate.
Muy lentamente.
Lágrimas cayeron de mis mejillas, sólo para congelarse instantáneamente
debido al aire frío de la noche.
—Antorchas —dijo él. Escuché el chasqueo de una piedra y dos antorchas
estallaron en llamas, iluminando el claro, los soldados y el ciervo, el cual yacía
jadeando en el suelo. El Darkling sacó un cuchillo pesado de su cinturón, y la luz
de la llama se reflejó en el acero Grisha—. Ya hemos perdido suficiente tiempo.
Él caminó al frente y sin titubear cortó el cuello del ciervo.
La sangre brotó sobre la nieve, formando un charco alrededor del cuerpo del
ciervo. Observé mientras la vida abandonaba sus ojos, y un sollozo me estremeció
el pecho.
—Tomen los cuernos —le dijo el Darkling a uno de los oprichniki—. Corten un
pedazo de cada uno.
El oprichnik dio un paso adelante y se arrodilló junto al cuerpo del ciervo,
con una hoja de cierra en mano.
Me di la vuelta, sintiendo mi estómago revolcarse mientras el sonido de la
sierra llenaba el silencio del claro. Nos quedamos en silencio, nuestros alientos
dando vueltas en el aire helado, mientras el sonido seguía y seguía. Incluso cuando
se detuvo, aún podía sentir su vibración en mi mandíbula apretada.
El oprichnik cruzó el claro y le entregó los dos pedazos de cuerno al Darkling.
Eran casi del mismo tamaño, y ambos terminaban en puntas que tenían
aproximadamente el mismo largo. El Darkling estrechó las piezas en sus manos,
dejando que su pulgar diera vueltas sobre el hueso duro y plateado. Entonces hizo
un gesto, y me sorprendí al ver a David surgir de entre las sombras usando su kefta
morada.
Por supuesto. El Darkling querría que el mejor de los Fabricadores forjara
este collar. David no se encontraba con mi mirara. Me pregunté si Genya sabía
dónde se encontraba y lo que estaba haciendo. Quizá se sentiría orgullosa. Quizá
ella también creía que era un traidor.
—David —dije suavemente—. No lo hagas.
David me observó y rápidamente apartó la vista.
—David entiende el futuro —dijo el Darkling, con el borde de una amenaza
en su voz—. Y sabe que no le conviene luchar en su contra.
David se detuvo al alcanzar mi hombro derecho. El Darkling me estudió bajo
la luz de las antorchas. Durante un momento, todo fue silencio. El crepúsculo
había desaparecido, y la luna se había elevado, brillante y llena. El claro parecía
suspenderse en el silencio.
—Abre tu abrigo —dijo el Darkling.
No me moví.
El Darkling miró a Ivan y asintió con la cabeza. Mal gritó, aferrándose el
pecho con las manos mientras caía al suelo.
—¡No! —lloré. Intenté correr hacia Mal, pero los guardias a mi lado me
sostuvieron con fuerza—. Por favor —le rogué al Darkling—. ¡Haz que se detenga!
Nuevamente, el Darkling asintió con la cabeza, y los gritos de Mal cesaron. Se
acostó sobre la nieve, jadeando, con la mirada fija en la sonrisa arrogante de Ivan y
ojos llenos de odio.
El Darkling me observó, esperando, con una expresión impasible. Casi lucía
aburrido. Aparté a los oprichniki. Con manos temblorosas, sequé las lágrimas de
mis ojos y me desabroché el abrigo, dejándolo caer de mis hombros.
De manera distante, noté el frío que se filtraba por mi túnica de lana, las
miradas atentas de los soldados y Grisha. Mi mundo se había reducido a las piezas
curvas de hueso que sostenía el Darkling, y sentí una punzada de terror.
—Levanta tu cabello —murmuró. Levanté el cabello de mi cuello con ambas
manos.
El Darkling dio un paso al frente y apartó la tela de mi túnica a un lado.
Cuando sus dedos rozaron mi piel, me sobresalté. Vi un destello de ira pasar por
su cara.
Colocó las piezas curvas de cuerno alrededor de mi garganta, una a cada
lado, dejándolas descansar en mis clavículas con infinito cuidado. Le hizo una seña
a David, y sentí que el Fabricador se apoderaba de los cuernos. En el ojo de mi
mente, vi a David de pie a mi lado, llevando la misma expresión de concentración
que le había visto el primer día en los talleres del Pequeño Palacio. Vi piezas de
hueso moverse y juntarse. Sin cierre ni bisagra. Este collar sería mío, para que lo
usara por siempre.
—Está listo —susurró David. Soltó el collar, y sentí el peso asentarse en mi
cuello. Apreté mis manos hasta convertirlas en puños, esperando.
No sucedió nada. Sentí una punzada imprudente de esperanza. ¿Qué tal si el
Darkling estaba equivocado? ¿Qué tal si el collar no hacía nada?
Entonces el Darkling cerró sus dedos sobre mi hombro y una orden silenciosa
resonó dentro de mí: Luz. Sentí como si una mano invisible me atravesase el pecho.
Luz dorada explotó de mí, inundando el claro. Logré ver al Darkling
entrecerrando los ojos ante el brillo, y sus rasgos iluminados por el triunfo y la
exultación.
No, pensé, intentando liberar la luz, alejarla de mí. Pero tan pronto como la
idea de la resistencia se formó, esa mano invisible la apartó de un manotazo, como
si no fuese nada.
Otro comando resonó dentro de mí: Más. Una nueva oleada de poder rugió a
través de mi cuerpo, más salvaje y fuerte que cualquier otra cosa que hubiese
sentido antes. No tenía un fin. El control que había aprendido, el entendimiento
que había adquirido se colapsó ante el poder; casas que había construido, frágiles e
imperfectas, convertidas en leña por el flujo constante del poder del ciervo. La luz
explotó de mí en olas brillantes, una tras otra, convirtiendo el cielo nocturno en un
torrente de brillantez. No sentí nada de la euforia o alegría que me había
acostumbrado a esperar al usar mi poder. Ya no me pertenecía, y me estaba
ahogando, impotente, atrapada en ese agarre horrible e invisible.
El Darkling me mantuvo en mi puesto, poniendo a prueba mis nuevos
límites; por cuánto tiempo, no lo sé. Sólo noté cuando la mano invisible soltó su
agarre.
La oscuridad se apoderó del claro una vez más. Inhalé una respiración
entrecortada, tratando de orientarme, de recobrar la compostura. La parpadeante
luz de las antorchas iluminaba las expresiones de sorpresa de los guardias y
Grisha, y Mal, aún acostado en el suelo, con una expresión miserable y ojos llenos
de arrepentimiento.
Cuando volví a mirar al Darkling, me estaba observando atentamente con los
ojos entrecerrados. Miró de Mal a mí, y luego se volvió a sus hombres. —Póngalo
en cadenas.
Abrí la boca para protestar, pero tan sólo echarle un vistazo a Mal me hizo
cerrarla.
—Esta noche acamparemos y partiremos al Abismo a primera hora de la
mañana —dijo el Darkling—. Envíenle un mensaje al Apparat, y díganle que se
prepare. —Se volvió hacia mí—. Si intentas hacerte daño, el rastreador sufrirá por
ello.
—¿Qué hacemos con el ciervo? —preguntó Ivan.
—Quémenlo.
Uno de los Etherealki acercó una mano a la antorcha, y la llama salió
disparada hacia adelante, formando un amplio arco que rodeó el cuerpo sin vida
del ciervo. Mientras nos alejábamos del claro, no hubo sonido, excepto por
nuestras propias pisadas y el crepitar de las llamas a nuestras espaldas. Ni un
crujido provino de los árboles, ningún insecto pasó volando y no se oyó el llamado
nocturno de las aves. En el bosque reinó el silencio del duelo.
Traducido por Eliana
aminamos en silencio durante más de una hora. Miré fijamente mis pies,
observando mis botas moverse a través de la nieve, pensando en el ciervo y
el precio de mi debilidad. Eventualmente, vi luz de fuego parpadeando a
través de los árboles, y surgimos en un claro donde había un pequeño
campamento levantado alrededor de una fogata. Observé varias tiendas pequeñas
y un grupo de caballos atados en medio de los árboles. Dos oprichniki estaban
sentados junto al fuego, comiendo su cena.
Los guardias de Mal lo llevaron a una de las tiendas, empujándolo en el
interior y siguiéndolo de cerca. Traté de obtener su atención, pero desapareció
demasiado rápido.
Ivan me arrastró por el campamento a otra tienda y me dio un empujón. En el
interior, vi varios sacos de dormir establecidos. Me empujó hacia delante e hizo un
gesto hacia el poste en el centro de la tienda.
—Siéntate. —ordenó. Me senté con la espalda hacia el poste, y me amarró a
él, atando mis manos detrás de mi espalda y mis tobillos.
—¿Cómoda?
—Sabes lo que piensa hacer, Ivan.
—Él planea traernos la paz.
—¿A qué precio? —pregunté con desesperación—. Sabes que esto es una
locura.
—¿Sabías que yo tenía dos hermanos? —preguntó Ivan abruptamente. La
familiar sonrisa había desaparecido de su hermoso rostro—. Por supuesto que no.
No nacieron Grisha. Eran soldados, y ambos murieron luchando guerras del rey.
Lo mismo hizo mi padre. Lo mismo hizo mi tío.
—Lo siento.
—Sí, todo el mundo lo siente. El rey lo siente. La reina lo siente. Yo lo siento.
Pero sólo el Darkling va a hacer algo al respecto.
—No tiene por qué ser de esta manera, Ivan. Mi poder puede ser usado para
destruir el Abismo.
Ivan sacudió la cabeza. —El Darkling sabe lo que se tiene que hacer.
—¡Nunca se detendrá! Lo sabes. Ni una sola vez ha tenido una muestra de
ese tipo de poder. Soy yo la que lleva el collar ahora. Pero con el tiempo, todos
ustedes lo tendrán. Y no habrá nada ni nadie lo suficientemente fuerte como para
interponerse en su camino.
Un músculo tembló en la mandíbula de Ivan. —Sigue hablando de traición y
te amordazaré —dijo él, y sin otra palabra, salió de la tienda.
Un rato después, entraron un Invocador y un Cardio. No reconocí a ninguno
de ellos. Evitando mi mirada, silenciosamente se arroparon con sus pieles y
apagaron la lámpara.
Me senté despierta en la oscuridad, observando la parpadeante luz de la
fogata jugar en las paredes de lona de la tienda. Podía sentir el peso del collar en
mi cuello y mis manos atadas ansiaban destruirlo. Pensé en Mal, a sólo unos
metros de distancia, en otra tienda.
Yo nos llevé a esto. Si hubiese matado al ciervo, su poder habría sido mío.
Había sabido lo que nos podía costar la misericordia. Mi libertad. La vida de Mal.
Las vidas de muchos otros. Y aun así había sido demasiado débil para hacer lo que
se necesitaba hacer.
Esa noche, soñé con el ciervo. Vi al Darkling cortar su garganta una y otra
vez. Vi la vida desvanecerse de sus ojos oscuros. Pero cuando bajé la vista, era mi
sangre la que se derramaba roja en la nieve.
Con un suspiro, me desperté con los sonidos del campamento cobrando vida
a mi alrededor. La puerta de la tienda se abrió y apareció una Cardio. Ella me
liberó cortando la soga del poste y me obligó a pararme. Mi cuerpo crujió y se
quejó en señal de protesta, rígido por una noche sentada en una posición forzada.
La Cardio me llevó hasta donde estaban los caballos ya ensillados y el
Darking estaba hablando en voz baja con Ivan y otro Grisha. Miré a mi alrededor,
buscando a Mal y sentí un repentino pinchazo de pánico cuando no pude
encontrarlo, pero luego vi un oprichnik sacarlo de la otra tienda.
—¿Qué hacemos con él?—le preguntó el guardia a Ivan.
—Que el traidor camine —respondió Ivan—. Y cuando esté demasiado
cansado, que los caballos lo arrastren.
Abrí la boca para protestar, pero antes de poder decir una palabra, el
Darkling habló.
—No — dijo él, montando su caballo con gracia—. Quiero que esté vivo
cuando lleguemos al Abismo de las Sombras.
El guardia se encogió de hombros y ayudó a Mal a montar su caballo, luego le
ató las manos esposadas a la cabeza de la silla. Sentí una oleada de alivio seguido
de una fuerte punzada de miedo. ¿El Darkling intentaba llevar a Mal a juicio? ¿O
tenía algo mucho peor en mente para él?
Todavía está vivo, me dije, y eso significa que todavía hay una oportunidad de
salvarlo.
—Cabalga con ella —le dijo el Darkling a Ivan—. Asegúrate de que no haga
nada estúpido. —Él no me dirigió otra mirada mientras espoleaba su caballo al
trote.
Cabalgamos durante horas a través del bosque, más allá de la meseta donde
Mal y yo habíamos esperado a la manada. Sólo podía ver las rocas donde
habíamos pasado la noche, y me pregunté si la luz que nos había mantenido con
vida durante la tormenta de nieve había sido la misma cosa que atrajo al Darkling
a nosotros.
Sabía que nos estaba llevando de regreso a Kribirsk, pero odiaba pensar qué
estaría esperándome allí. ¿Cuál sería el primer enemigo elegido por el Darkling?
¿Se lanzaría en una flota de botes de arena al norte, hacia Fjerda? ¿O pretendía
marchar hacia el sur para expandir el Abismo a Shu Han? ¿Cuántas muertes
recaerían en mis manos?
Nos tomó otra noche y otro día de viaje antes de que llegáramos a las anchas
carreteras que nos llevarían hacia el sur, hasta la Vy. Fuimos recibidos en la
encrucijada por un gran grupo de hombres armados, la mayoría de ellos oprichniki
vestidos de gris. Trajeron caballos descansados y la carroza del Darkling. Ivan me
plantó en los almohadones de terciopelo con poca gracia y subió después de mí.
Luego, con un chasquido de las riendas, nos estábamos moviendo de nuevo.
Ivan insistió en que mantuviésemos las cortinas cerradas, pero eché un
vistazo fuera y vi que estábamos flanqueados por jinetes fuertemente armados. Era
difícil no recordar el primer viaje que había hecho con Ivan en este mismo
vehículo.
Los soldados acamparon en la noche, pero me mantuvieron aislada,
encerrada dentro de la carroza del Darkling. Ivan me trajo comida, claramente
disgustado por tener que hacer de niñera. Se negó a hablar conmigo mientras
cabalgábamos y amenazó con disminuir mi pulso lo suficiente como para ponerme
inconsciente si yo insistía en preguntar por Mal. Pero preguntaba todos los días de
todos modos y mantenía los ojos fijos en la pequeña grieta de la ventana visible
entre la barrera y la carroza, con la esperanza de echarle un vistazo.
Dormía mal. Todas las noches, soñaba con el claro cubierto de nieve, y los
ojos oscuros del ciervo, mirándome fijamente en el silencio. Todas las noches eran
un recordatorio de mi fracaso y el dolor que mi misericordia había cosechado. El
ciervo había muerto de todos modos, y ahora Mal y yo estábamos condenados.
Toda mañana, me despertaba con una nueva sensación de culpa y vergüenza, pero
también con la frustración de que se me olvidaba algo, algún mensaje que había
sido claro y obvio en el sueño pero que se cernía justo fuera de la comprensión
cuando despertaba.
No volví a ver al Darkling hasta que alcanzamos las afueras de Kribirsk,
cuando la puerta de la carroza se abrió de repente y se deslizó en el asiento frente a
mí. Ivan desapareció sin decir palabra.
—¿Dónde está Mal?—pregunté tan pronto como la puerta se cerró.
Vi los dedos de su mano enguantada apretarse, pero cuando habló, su voz era
más fría y suave que nunca. —Estamos entrando en Kribirsk —dijo él—. Cuando
seamos recibidos por los otros Grisha, no dirás una palabra acerca de tu pequeña
excursión.
Mi mandíbula cayó. —¿No lo saben?
—Lo único que saben es que has estado en reclusión, preparándote para tu
travesía del Abismo de las Sombras, mediante la oración y el descanso.
Se me escapó una seca carcajada. —Desde luego me veo bien descansada.
—Voy a decir que has estado ayunando.
—Es por eso que ninguno de los soldados en Ryevost me estaba buscando —
dije, comprendiendo—. Nunca se lo dijiste al rey.
—Si la noticia de tu desaparición se hubiese esparcido, habrías sido
perseguida y asesinada por sicarios Fjerdanos en cuestión de días.
—Y habrías tenido que explicar la pérdida de la única Invocadora del Sol en
todo el reino.
El Darkling me estudió durante un largo momento. —¿Qué clase de vida
crees que podrías tener con él, Alina? Es un otkazat’sya. No puede llegar a entender
tu poder, y si lo hiciera, sólo te hubiera temido. No hay vida normal para gente
como tú y yo.
—No soy como tú—dije rotundamente.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tensa y amarga. —Por supuesto que no
—dijo con amabilidad. Entonces él golpeó el techo de la carroza y ésta se detuvo—.
Cuando lleguemos, darás tus saludos, y luego alegarás cansancio y te retirarás a tu
tienda de campaña. Y si haces algo imprudente, voy a torturar al rastreador hasta
que me ruegue que le quite la vida.
Y luego se fue.
Pasé el resto del viaje a Kribirsk sola, tratando de detener mis temblores. Mal
está vivo, me dije. Eso es lo único que importa. Pero otro pensamiento se deslizó
dentro. Tal vez el Darkling está dejándote creer que está vivo sólo para mantenerte a raya.
Me envolví con mis brazos, rezando por que no fuera verdad.
Corrí las cortinas a medida que cabalgábamos por Kribirsk y sentí una
punzada de tristeza al recordar caminar esta misma carretera tantos meses atrás.
Casi había sido aplastada por la enorme carroza que estaba montando en ese
momento. Mal me había salvado, y Zoya lo había mirado desde la ventana de la
carroza de los Invocadores. Había deseado ser como ella, una hermosa muchacha
usando una kefta azul.
Cuando finalmente nos detuvimos en la inmensa tienda de seda negra, una
multitud de Grisha pululaba alrededor de la carroza. Marie, Ivo y Sergei se
adelantaron a saludarme. Me sorprendió lo bien que se sentía verlos de nuevo.
Cuando me vieron, su entusiasmo se desvaneció, reemplazados por la
preocupación y el interés. Habían esperado a una triunfante Invocadora del Sol,
llevando el amplificador más grande jamás visto, radiando por el poder y la
aprobación del Darkling. En su lugar, vieron a una chica pálida, cansada, destruida
por la miseria.
—¿Estás bien? —susurró Marie al abrazarme.
—Sí —prometí—. Sólo agotada por el viaje.
Hice mi mejor esfuerzo para sonreír convincentemente y tranquilizarlos.
Traté de fingir entusiasmo mientras se maravillaban con el collar de Morozova y
extendían sus manos para tocarlo.
El Darkling nunca estuvo lejos de vista, una advertencia en sus ojos, y me
mantuve en movimiento a través de la multitud, sonriendo hasta que mis mejillas
dolieron.
Al pasar por el pabellón Grisha, alcancé a ver a Zoya enfurruñada sobre un
montón de cojines. Se quedó mirando codiciosamente el collar cuando pasé
caminando a su lado. Te invito a que lo agarres, pensé con amargura, y apresuré mis
pasos.
Ivan me llevó a una tienda privada cerca del cuarto del Darkling. Ropa fresca
me estaba esperando en mi catre de campaña junto con una tina de agua caliente y
mi kefta azul. Sólo habían pasado unas pocas semanas, pero se sentía extraño usar
los colores de Invocador de nuevo.
Los guardias del Darkling estaban apostados en todo el perímetro de mi
tienda. Sólo yo sabía que estaban allí para supervisarme y no para protegerme. La
tienda estaba lujosamente equipada con montones de pieles, mesas y sillas
pintadas, y un espejo de Fabricador, claro como el agua y con incrustaciones de
oro. Lo habría cambiado todo en un instante por estar al lado de Mal en una manta
raída.
No recibí visitas, y pasé mis días caminando de un lado a otro sin nada que
hacer, excepto preocuparme e imaginar lo peor. No sabía por qué el Darkling
estaba esperando para entrar en el Abismo de las Sombras o lo que podría estar
planeando, y mis guardias ciertamente no estaban interesados en discutirlo.
En la cuarta noche, cuando la solapa de mi tienda se abrió, casi me caí de la
cama. Era Genya, sosteniendo mi bandeja de cena y luciendo increíblemente
hermosa. Me senté, sin saber qué decir.
Ella entró y dejó la bandeja, merodeando cerca de la mesa. —No debería estar
aquí —dijo.
—Probablemente no —admití—. No estoy segura de si debo tener visitantes.
—No, quiero decir que no debería estar aquí. Está increíblemente sucio.
Me reí, de repente muy contenta de verla. Ella sonrió ligeramente y se sentó
con gracia en el borde de la silla pintada.
—Están diciendo que has estado en aislamiento, preparándote para tu terrible
experiencia —dijo.
Examiné el rostro de Genya, tratando de adivinar cuánto sabía. —No tuve la
oportunidad de despedirme antes de… marcharme —dije con cuidado.
—Si lo hubieras hecho, te hubiera detenido.
Entonces, sí sabía que me había escapado. —¿Cómo está Baghra?
—Nadie la ha visto desde que te fuiste. Ella parece haber entrado en
aislamiento, también.
Me estremecí. Tenía la esperanza de que Baghra hubiera escapado, pero sabía
que era poco probable. ¿Qué precio había exigido el Darkling por su traición?
Me mordí el labio, dudando, y luego decidí tomar la que podría ser mi única
oportunidad. —Genya, si pudieras avisarle al rey. Estoy segura de que él no sabe
lo que el Darkling está planeando. Él…
—Alina —me interrumpió Genya—, el rey ha caído enfermo. El Apparat está
gobernando en su lugar.
Mi corazón se hundió. Me acordé de lo que el Darkling había dicho el día que
conocí al Apparat: Él tiene sus usos.
Y, sin embargo, el sacerdote no había estado hablando sólo del rey cayendo,
sino también del Darkling. ¿Había estado tratando de advertirme? Si sólo hubiera
sido menos temerosa. Si hubiese estado más dispuesta a escuchar. Más
remordimientos que añadir a mi larga lista. No sabía si el Apparat era
verdaderamente leal al Darkling o si podría estar jugando un juego más oscuro. Y
ahora no había manera de averiguarlo.
La esperanza de que el rey podría tener el deseo o la voluntad de oponerse al
Darkling había sido delgada, pero me había dado algo a que aferrarme a lo largo
de los últimos días. Ahora esa esperanza también estaba destruida.
—¿Qué pasa con la reina? —dije con débil optimismo.
Una pequeña sonrisa feroz pasó por los labios de Genya. —La reina está
encerrada en sus aposentos. Por su propia seguridad, por supuesto. El contagio, ya
sabes.
Fue entonces cuando noté qué estaba usando Genya. Había estado tan
sorprendida de verla, tan atrapada en mis propios pensamientos, que en realidad
no había notado a Genya vestida de rojo. Rojo de Corporalki. Sus puños estaban
bordados con azul, una combinación que nunca había visto antes.
Un escalofrío se deslizó por mi columna vertebral. ¿Qué papel había jugado
Genya en la repentina enfermedad del rey? ¿Qué había dado a cambio de vestir los
colores de un verdadero Grisha?
—Ya veo —dije en voz baja.
—Traté de advertirte —dijo con cierta tristeza.
—¿Y sabes cuáles son los planes del Darkling?
—Hay rumores —dijo incómodamente.
—Son todos verdaderos.
—Entonces tiene que ser hecho.
La miré fijamente. Después de un momento, ella bajó la mirada hacia su
regazo. Sus dedos estiraban y jugaban con los pliegues de su kefta. —David se
siente terrible —susurró—. Cree que destruyó a toda Ravka.
—No es su culpa —le dije con una risa vacía—. Todos hicimos nuestra parte
para lograr el fin del mundo.
Genya levantó la vista bruscamente. —De verdad no crees eso. —La angustia
estaba escrita en su rostro. ¿También había una advertencia allí?
Pensé en Mal y en las amenazas del Darkling. —No —le dije con voz hueca—.
Claro que no.
Sabía que no me creía, pero su frente se despejó, y me sonrió con su suave y
hermosa sonrisa. Tenía el aspecto de un ícono pintado, uno de Santo, con el cabello
convertido en un halo de cobre bruñido. Se levantó, y mientras caminaba con ella a
la puerta de la tienda, los ojos oscuros del ciervo aparecieron en mi mente, los ojos
que veía todas las noches en mis sueños.
—Por si merece la pena —dije—, dile a David que lo perdono. —Y también te
perdono a ti, añadí en silencio. Lo decía en serio. Sabía qué se sentía no pertenecer.
—Lo haré —dijo en voz baja. Se dio la vuelta y desapareció en la noche, pero
no antes de ver que sus hermosos ojos estaban llenos de lágrimas.
Traducido por Anvi15
ecogí mi cena y luego me volví a recostar sobre mi catre, dándole vueltas a
lo que me había dicho Genya. Genya había pasado casi toda su vida
enclaustrada en Os Alta, conviviendo entre el mundo de los Grisha y las
intrigas de la corte. El Darkling la había puesto en esa posición para su propio
beneficio, y ahora la había liberado de eso. Nunca más tendría que plegarse a los
caprichos del rey y la reina o usar colores de sirviente. Pero David tenía
arrepentimientos. Y si él los tenía, probablemente otros lo tendrían también. Tal
vez habría más cuando el Darkling desatara el poder del Abismo de las Sombras.
Aunque para entonces, podría ser demasiado tarde.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Ivan a la entrada
de mi tienda.
—De pie —ordenó—. Él quiere verte.
Mi estómago se retorció nerviosamente, pero me levanté y lo seguí. Tan
pronto como salimos de la tienda, fuimos flanqueados por guardias que nos
acompañaron a través de la corta distancia a los cuartos del Darkling.
Cuando vieron a Ivan, los oprichniki en la entrada se apartaron a un lado. Ivan
asintió con la cabeza hacia la tienda.
—Adelante —dijo con una sonrisa. Desesperadamente quería golpear fuera la
expresión conocedora de su rostro. En cambio, levanté la barbilla y pasé junto a él.
Las sedas pesadas se cerraron a mis espaldas, y avancé unos cuantos pasos,
luego me detuve para orientarme La tienda era grande y estaba iluminada
débilmente por lámparas incandescentes. El suelo estaba cubierto de alfombras y
pieles, y en su centro ardía un fuego que crepitaba en un plato de plata de gran
tamaño. Muy por encima había una abertura en el techo de la tienda, que permitía
que se escapara el humo y mostraba un pedazo del cielo nocturno.
El Darkling se encontraba sentado en un gran sillón, con las largas piernas
extendidas ante él, observando el fuego, con un vaso en la mano y una botella de
kvas en la mesa a su lado.
Sin mirarme, señaló la silla frente a él. Me acerqué al fuego, pero no me senté.
Me miró con una débil exasperación y luego volvió a mirar a las llamas.
—Siéntate, Alina.
Me senté en el borde de la silla, mirándolo con recelo.
—Habla —dijo. Empezaba a sentirme como un perro.
—No tengo nada que decir.
—Me imagino que tienes mucho que decir.
—Si te digo que te detengas, no lo harás. Si te digo que estás loco, no me
creerás. ¿Por qué debería molestarme?
—Quizá porque quieres que el chico viva.
Todo el aire se escapó de mi cuerpo y tuve que reprimir un sollozo. Mal
estaba vivo. El Darkling podría estar mintiendo, pero no lo creía. Él amaba el
poder, y la vida de Mal le daba poder sobre mí.
—Dime qué decir para salvarlo —dije en voz baja, inclinándome hacia
adelante—. Dime, y lo voy a decir.
—Es un traidor y un desertor.
—Es el mejor rastreador que tienes o que tendrás.
—Es posible —dijo el Darkling con un encogimiento de hombros que
demostraba indiferencia. Pero ahora lo conocía mejor, y vi el destello de codicia en
sus ojos mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y vaciaba su vaso de kvas. Sabía lo
mucho que le costaba considerar la destrucción de algo que podría adquirir y
utilizar. Lo presioné con esta pequeña ventaja.
—Podrías exiliarle, enviarlo al norte, a la zona permacongelada hasta que lo
necesites.
—¿Le harías pasar el resto de su vida dentro de un campo de trabajo o en
prisión?
Me tragué el nudo de mi garganta. —Sí.
—Crees que encontrarás una manera de llegar a él, ¿no es así? —preguntó, su
voz divertida—. Piensas que de alguna manera, si sigue vivo, encontrarás la
manera de alcanzarlo. —Negó con la cabeza y soltó una breve carcajada—. Te he
entregado un poder inimaginable, y no puedes esperar para escaparte y darle
refugio a tu rastreador.
Sabía que debía permanecer en silencio, jugar a ser diplomática, pero no pude
evitarlo. —No me has dado nada. Me has convertido en una esclava.
—Esa nunca fue mi intención, Alina. —Se pasó una mano por la mandíbula,
con una expresión cansada, frustrada, humana. Pero, ¿cuánto era real y cuánto era
actuación?—. No podía correr riesgos —dijo—. No con el poder del ciervo, no con
el futuro de Ravka pendiendo de un hilo.
—No finjas que todo esto se trata del bienestar de Ravka. Me mentiste. Me
has estado mintiendo desde el momento en que te conocí.
Sus largos dedos se apretaron
confianza? —preguntó, y por primera
Baghra susurra algunas acusaciones en
pensar en lo que significaría para
desaparecías?
alrededor de la copa. —¿Merecías mi
vez, su voz sonó menos estable y fría—.
tu oído, y te vas. ¿Alguna vez te paraste a
mí, para toda Ravka, si simplemente
—No me diste otra opción.
—Por supuesto que tenías opciones. Y decidiste darle la espalda a tu país, a
todo lo que eres.
—Eso no es justo.
—¡Justicia! —se burló—. Aún así ella habla de justicia. ¿Qué tiene que ver la
justicia con todo esto? La gente maldice mi nombre y reza por ti, pero eras tú la
que estaba lista para abandonarlos. Yo soy el que les dará el poder sobre sus
enemigos. Soy el que los librará de la tiranía del rey.
—Y les darás tu tiranía a cambio.
—Alguien tiene que liderar, Alina. Alguien tiene que ponerle fin a esto.
Créeme, me gustaría que hubiera otra manera.
Sonaba tan sincero, tan razonable, menos como una criatura de ambición
implacable y más como un hombre que creía que estaba haciendo lo correcto por
su pueblo. A pesar de todo lo que había hecho y todo lo que planeaba, casi le creí.
Casi.
Negué con la cabeza una sola vez.
Se dejó caer hacia atrás en su silla. —Bien —dijo con un cansado
encogimiento de hombros—. Hazme tu villano. —Colocó su vaso vacío sobre la
mesa y se puso de pie—. Ven aquí.
El miedo me atravesó, pero me obligué a levantarme y cerrar la distancia
entre nosotros. Me estudió bajo la luz del fuego. Extendió la mano y tocó el collar
de Morozova, dejando que sus dedos largos se esparcieran sobre el hueso duro,
luego los deslizó hacia arriba, por mi cuello, y terminó acunando mi rostro con una
mano. Sentí una punzada de repulsión, pero también sentí su segura y
embriagadora fuerza. Odiaba que todavía surtiese efecto en mí.
—Me traicionaste —dijo en voz baja.
Me entraron ganas de reír. ¿Yo lo había traicionado? Él me había utilizado,
me había seducido, y ahora me había esclavizado, ¿y yo era la traidora? Pero pensé
en Mal y me tragué mi ira y mi orgullo. —Sí —dije—. Lamento haberlo hecho.
Soltó una carcajada. —No lo lamentas ni un poco. Tu único pensamiento va
dirigido al chico y su miserable vida.
No dije nada.
—Dímelo —dijo él, apretando su agarre dolorosamente, las yemas de sus
dedos presionando mi carne. En la luz del fuego, su mirada parecía
insondablemente sombría—. Dime lo mucho que lo amas. Ruega por su vida.
—Por favor —susurré, luchando contra las lágrimas que se reunían en mis
ojos—. Por favor, perdónalo.
—¿Por qué?
—Porque el collar no puede darte lo que quieres —le dije reticentemente. Sólo
tenía una cosa con la cual negociar y era muy pequeña, pero seguí adelante—. No
tengo más remedio que servirte, pero si hieres a Mal, nunca te lo perdonaré.
Encontraré la manera de vencerte. Pasaré cada minuto despierta buscando una
manera de acabar con mi vida, y eventualmente, lo lograré. Pero, muestra
misericordia, déjalo vivir, y te serviré gustosamente. Pasaré el resto de mis días
mostrándote mi gratitud. —Casi me atraganté con la última palabra.
Él inclinó la cabeza a un lado, una pequeña sonrisa escéptica jugando en sus
labios. Entonces la sonrisa desapareció, reemplazada por algo que no reconocí,
algo que parecía anhelo.
—Misericordia. —Dijo la palabra como si estuviera saboreando algo
desconocido—. Podría ser misericordioso. —Levantó su otra mano para acunar mi
rostro y me besó suavemente, gentilmente, y aunque todo en mí se rebeló, lo dejé.
Lo odiaba. Le temía. Pero aún así sentí el extraño tirón de su poder, y no pude
detener la respuesta hambrienta de mi traicionero corazón.
Él se apartó y me miró. Entonces, sus ojos aún fijos en los míos, llamó a Ivan.
—Llévala a las celdas —dijo el Darkling cuando Ivan apareció en la entrada
de la tienda—. Déjala ver a su rastreador.
Una chispa de esperanza se encendió en mi corazón.
—Sí, Alina —dijo él, acariciándome la mejilla—. Puedo ser misericordioso. —
Se inclinó hacia delante, acercándome, y sus labios rozaron mi oído—. Mañana,
entraremos al Abismo de las Sombras —susurró, su voz como una caricia—. Y
cuando lo hagamos, voy a dejar que un volcra se alimente de tu amigo y vas a
verlo morir.
—¡No! —grité, retrocediendo con horror. Traté de apartarme de él, pero su
agarre era como el acero, sus dedos clavándose en mi cráneo—. Dijiste…
—Puedes despedirte esta noche. Eso es toda la misericordia que se merecen
los traidores.
Algo se desató dentro de mí. Me abalancé sobre él, arañándole, gritando mi
odio. Ivan llegó a mí en pocos momentos, sosteniéndome fuertemente mientras yo
golpeaba y gritaba entre sus brazos.
—¡Asesino! —grité—. ¡Monstruo!
—Todas esas cosas.
—Te odio —escupí.
Él se encogió de hombros. —Vas a cansarte muy pronto del odio. Te cansarás
de todo. —Luego sonrió, y detrás de sus ojos vi el mismo sombrío e inmenso vacío
que había visto en los ojos de la anciana Baghra—. Vas a llevar ese collar por el
resto de tu muy, muy larga vida, Alina. Lucha contra mí todo lo que puedas. Te
darás cuenta de que tengo mucha más experiencia con la eternidad.
Movió la mano con desdén, e Ivan me sacó de la tienda de campaña y me
llevó al camino, aún luchando. Un sollozo se escapó de mi garganta. Las lágrimas
que había luchado por retener durante mi conversación con el Darkling cedieron y
cayeron por mis mejillas.
—Deja de hacer eso —susurró Ivan furiosamente—. Alguien te verá.
—No me importa.
El Darkling iba a matar a Mal de todos modos. ¿Qué diferencia hacía si
alguien miraba mi miseria ahora? La realidad de la muerte de Mal y la crueldad
del Darkling estaban frente a mí, y vi la forma cruda y horrible de lo que se
acercaba.
Ivan me tiró dentro de mi tienda y me sacudió fuertemente. —¿Quieres ver al
rastreador o no? No voy a llevar a una niña llorosa por todo el campamento.
Apreté las manos contra mis ojos y sofoqué mis sollozos.
—Mucho mejor —dijo—. Ponte esto. —Él me lanzó una capa larga y marrón.
Me la puse sobre mi kefta, y él tiró de la grande capucha hacia arriba—. Mantén la
cabeza gacha y permanece callada, o te juro que te arrastraré de vuelta aquí y
puedes despedirte en el Abismo. ¿Entiendes?
Asentí con la cabeza.
Seguimos un camino sin luz que rodeaba el perímetro del campamento. Mis
guardias se mantuvieron a distancia, caminando por delante y por detrás a cierta
distancia de nosotros, y rápidamente me di cuenta de que Ivan no quería que nadie
me reconociera o supiera que iba a visitar la cárcel.
Mientras caminábamos entre los barracones y las tiendas de campaña, podía
sentir una extraña tensión crepitando en el campamento. Los soldados que
pasábamos parecían nerviosos, y unos cuantos miraron a Ivan con bastante
hostilidad. Me pregunté cómo se sintió el Primer Ejército cuando el Apparat se
alzó al poder tan repentinamente.
La cárcel estaba situada en el extremo más alejado del campamento. Se
trataba de un edificio antiguo, claramente desde un tiempo anterior a las barracas
que lo rodeaban. Aburridos guardias flanqueaban la entrada.
—¿Nuevo prisionero? —le preguntó uno de ellos a Ivan.
—Un visitante.
—¿Desde cuándo acompañas a los visitantes a las celdas?
—Desde esta noche —dijo Ivan, con un borde peligroso en su voz.
Los guardias intercambiaron una mirada nerviosa y se apartaron. —No
necesitas ponerte ansioso, sangrador.
Ivan me condujo por un pasillo alineado con celdas, en su mayoría vacías. Vi
a unos pocos hombres harapientos, un borracho roncando en el piso de su celda.
Al final del pasillo, Ivan abrió una puerta y bajamos una serie de escaleras
desvencijadas hasta un cuarto oscuro y sin ventanas, iluminado por una sola
lámpara. En la penumbra, pude distinguir las pesadas barras de hierro de la única
celda en el cuarto y, sentado hundido contra la pared del fondo, su único
prisionero.
—¿Mal? —susurré.
En segundos, él se puso de pie y nos aferrábamos a través de las barras de
hierro, nuestras manos entrelazadas fuertemente. No pude contener los sollozos
que me sacudían.
—Shhhh. Está bien. Alina, está bien.
—Tienes toda la noche —dijo Ivan, y desapareció por las escaleras. Cuando
oímos la puerta cerrarse con un sonido metálico, Mal se volvió hacia mí.
Sus ojos recorrieron mi cara. —No puedo creer que te haya dejado venir.
Nuevas lágrimas se derramaron sobre mis mejillas. —Mal, me dejó venir
porque...
—¿Cuándo? —preguntó con voz ronca.
—Mañana. En el Abismo de las Sombras.
Tragó saliva, y pude verlo luchar contra esto, pero lo único que dijo fue:
—Muy bien.
Dejé escapar un sonido que fue mitad risa, mitad sollozo. —Sólo tú podrías
contemplar la muerte inminente y decir “muy bien.”
Me sonrió y apartó el cabello de mi rostro lleno de lágrimas. —¿Qué tal “oh,
no”?
—Mal, si hubiese sido más fuerte…
—Si yo hubiese sido más fuerte, te hubiera clavado el cuchillo en el corazón.
—Desearía que lo hubieras hecho —murmuré.
—Bueno, yo no.
Bajé la vista hacia nuestras manos entrelazadas. —Mal, lo que dijo el Darkling
en el claro acerca de... acerca de él y yo. Yo no... yo nunca...
—No importa.
Levanté la vista hacia él. —¿No importa?
—No —dijo un poco demasiado fuerte.
—No te creo.
—Quizá yo tampoco lo creo aún, no completamente, pero es la verdad. —Me
apretó las manos más fuerte, acercándolas a su corazón—. No me importa si
bailaste desnuda en el techo del Pequeño Palacio con él. Te amo, Alina, incluso la
parte de ti que lo amaba.
Quería negarlo, borrarlo, pero no pude. Otro sollozo me sacudió. —Odio que
alguna vez haya pensado… que yo haya…
—¿Me culpas por cada error que he cometido? ¿Por cada chica que engañé?
¿Por cada idiotez que he dicho? Porque si empezamos a competir en estupidez,
sabes quién va a ganar.
—No, no te culpo. —Logré esbozar una pequeña sonrisa—. No mucho.
Él sonrió y mi corazón saltó como siempre lo había hecho. —Encontramos la
manera de estar juntos, Alina. Eso es lo único que importa.
Me besó a través de los barrotes, el hierro frío presionando mi mejilla cuando
sus labios se encontraron con los míos.
Permanecimos juntos esa última noche. Hablamos sobre el orfanato, el tono
enojado de la voz de Ana Kuya, el sabor de los cordiales de cereza robados, el olor
del césped recién cortado de nuestro prado, la forma en que habíamos sufrido por
el calor del verano y cómo buscábamos el frío reconfortante del suelo de mármol
de la sala de música, el viaje que hicimos juntos hacia nuestro servicio militar, los
violines Suli que escuchamos la primera noche alejados de la única casa que ambos
podíamos recordar.
Le conté la historia del día en que había estado arreglando la cerámica con
una de las criadas de la cocina en Keramzin, esperando a que él regresara de uno
de esos viajes de caza que cada vez lo alejaban más de casa. Tenía quince años, de
pie en el mostrador, tratando en vano de pegar los trozos irregulares de una taza
azul. Cuando lo vi cruzar los campos, corrí hacia la puerta y lo saludé. Él me vio y
echó a correr.
Yo había cruzado el patio lentamente hacia él, mirándolo acercarse,
desconcertada por la manera en que mi corazón latía desbocado dentro de mi
pecho. Entonces él me alzó y me hizo girar en círculo, y me aferré a él, respirando
su aroma dulce, familiar, sorprendida por cuánto lo había extrañado. Estaba
consciente, vagamente, de que aún sostenía un trozo de la taza azul en mi mano, y
que se clavaba contra mi palma, pero no lo quería dejar ir.
Cuando por fin me bajó y se dirigió a la cocina a buscar su almuerzo, me
había quedado ahí, con mi mano sangrando, mi cabeza aún dando vueltas,
sabiendo que todo había cambiado.
Ana Kuya me había regañado por manchar de sangre el piso de la cocina. Me
vendó la mano y me dijo que se curaría. Pero yo sabía que seguiría sufriendo.
En el silencio chirriante de la celda, Mal besó la cicatriz de mi palma, la herida
hecha hacía tanto tiempo por el borde de una taza rota, una cosa frágil que ya no se
podía reparar.
Nos quedamos dormidos en el suelo, con las mejillas presionadas a través de
las barras, y las manos entrelazadas. Yo no quería dormir. Quería saborear cada
último momento pasado con él. Pero debí de haberme quedado dormida, porque
soñé otra vez con el ciervo. Esta vez, Mal estaba a mi lado en el claro, y era su
sangre la que manchaba la nieve.
Lo siguiente que supe fue que estaba despertando con el sonido de la puerta
abriéndose y los pasos de Ivan por las escaleras.
Mal me había hecho prometer que no lloraría. Dijo que sólo se lo pondría más
difícil. Así que sofoqué mis lágrimas. Lo besé una última vez y dejé que Ivan me
llevara lejos.
Traducido por Nikky*
l alba se arrastraba sobre Kribirsk cuando Ivan me trajo de vuelta a mi carpa.
Me senté en mi catre y miré sin ver mi cuarto. Mis extremidades se sentían
extrañamente pesadas, mi mente estaba en blanco. Todavía estaba sentada allí
cuando Genya llegó.
Ella me ayudó a lavarme la cara y a ponerme la kefta negra que había usado
en la fiesta de invierno. Miré abajo, a la seda, y pensé en romperla en tiras, pero de
alguna forma no pude moverme. Mis manos permanecieron flácidas a mis
costados.
Genya me dirigió a la silla pintada. Me senté quieta mientras ella me
arreglaba el cabello, amontonándolo en rizos y bucles que aseguró con horquillas
de oro, para mostrar mejor el collar de Morozova.
Cuando hubo terminado, presionó su mejilla contra la mía y me guió hacia
Ivan, situando mi mano en su brazo como una novia. Ni una palabra se había
dicho entre nosotras.
Ivan me guió a la tienda Grisha, donde tomé lugar junto al Darkling. Sabía
que mis amigos me estaban observando, susurrando, preguntándose qué estaba
sucediendo. Probablemente pensaban que estaba nerviosa por entrar al Abismo.
Estaban equivocados. No sentía nervios ni temor. Ya no sentía nada.
Los Grisha nos siguieron en orden procesional todo el camino hacia los
muelles secos. Allí, sólo a un grupo selecto se les permitió abordar el bote de arena.
Era más grande que cualquiera que hubiese visto y estaba equipado con tres
enormes velas estampadas con el símbolo del Darkling. Escaneé la multitud de
soldados y Grisha en el bote. Sabía que Mal debía estar abordo en algún lugar,
pero no pude verlo.
El Darkling y yo fuimos escoltados al frente del bote, donde fui introducida a
un grupo de hombres vestidos elaboradamente, con barbas rubias y penetrantes
ojos azules. Con un sobresalto, me di cuenta que ellos eran embajadores Fjerdanos.
Junto a ellos, usando seda carmesí, estaba una delegación de Shu Han, y contiguo,
un grupo de comerciantes Kerch en chalecos cortos con mangas curiosamente
acampanadas. Un enviado del rey estaba con ellos en un completo traje militar, su
pálida faja azul portando una doble águila dorada, y llevando una expresión
severa en su rostro curtido.
Los estudié con curiosidad. Este debía ser el por qué el Darkling retrasó
nuestro viaje al Abismo. Había necesitado tiempo para juntar una audiencia
adecuada, testigos que testificaran su recientemente encontrado poder. Pero, ¿cuán
lejos intentaba ir? Un presentimiento se agitó en mí, perturbando el amado
entumecimiento del que había estado presa toda la mañana.
El bote se sacudió y comenzó a deslizarse sobre el suelo y dentro de la
misteriosa niebla negra del Abismo. Tres Invocadores alzaron sus brazos y las
grandes velas se abrieron, henchidas por el viento.
La primera vez que entré al Abismo, había estado atemorizada de la
oscuridad y mi propia muerte. Ahora, la oscuridad no significaba nada para mí, y
sabía que mi muerte prematura sería como un regalo. Siempre había sabido que
tendría que regresar al Falso Océano, pero mientras miraba en retroceso, me di
cuenta de que una parte de mí lo había anticipado. Había abrazado la posibilidad
de probarme a mí misma y (me encogí cuando pensé en esto) complacer al
Darkling. Había soñado con este momento, parada a su lado. Había querido creer
en el destino que él me había propuesto, que la huérfana que nadie quería
terminaría cambiando el mundo y que la adorarían por ello.
El Darkling miraba al frente, irradiando confianza y tranquilidad. El sol
parpadeó y comenzó a desaparecer de vista. Un momento después, estábamos en
la oscuridad.
Por un buen rato, vagamos en la oscuridad, los Grisha Impulsores moviendo
el bote hacia adelante sobre la arena.
Entonces, sonó la voz del Darkling. —Fuego.
Grandes nubes de llamas estallaron desde los Inferno a cada lado del bote,
brevemente iluminando el cielo nocturno. Los embajadores e incluso los guardias
alrededor de mí se agitaron con nerviosismo. El Darkling estaba anunciado nuestra
localización, llamando a los volcra directamente a nosotros.
No duró mucho tiempo para que ellos contestaran, y un temblor recorrió mi
espalda cuando escuché el batir distante de alas de cuero. Sentí el miedo esparcirse
entre los pasajeros del bote y escuché a los Fjerdanos comenzar a rezar en su
cadenciosa lengua. En la llamarada del fuego Grisha, vi la sombría figura de
cuerpos oscuros volando hacia nosotros. Los gritos de los volcra partieron el aire.
Los guardias alcanzaron sus rifles. Alguien comenzó a llorar. Pero aún el
Darkling esperaba a que los volcra se acercaran más.
Baghra había afirmado que los volcra habían sido una vez hombres y
mujeres, victimas del poder innatural desatado por la codicia del Darkling. Pudo
haber sido mi mente jugándome trucos, pero creí haber oído algo no sólo horrible,
sino también humano en sus gritos.
Cuando casi se encontraban sobre nosotros, el Darkling me agarró del brazo y
simplemente dijo, «Ahora».
Esa mano invisible se apoderó del poder dentro de mí y lo sentí expandirse,
extendiéndose a través de la oscuridad del Abismo, buscando la luz. Vino a mí con
una velocidad y furia que casi me hizo caer, rompiéndose sobre mí en una lluvia
de brillo y calidez.
El Abismo estaba iluminado, tan brillante como el mediodía, como nunca
antes lo había estado su impenetrable oscuridad. Vi un largo tramo de arena
blanca, armatostes de lo que parecían naufragios salpicando el muerto paisaje, y
sobre todo eso, un pululante rebaño de volcras. Gritaban de terror, sus grises y
espantosos cuerpos retorciéndose bajo la brillante luz del sol. Este es la verdad de él,
pensé mientras entrecerraba los ojos en la deslumbrante luz. El mal atrae el mal. Esta
era su alma gemela hecha carne, la verdad de él al desnudo en el ardiente sol,
despojado de misterio y sombra. Esta era la verdad detrás de la cara bonita y los
milagrosos poderes, la verdad que era el vacío y muerto espacio entre las estrellas,
una tierra baldía habitada por monstruos asustados.
Haz un camino. No estaba segura si él habló o simplemente pensó el comando
que reverberó a través de mí. Indefensa, permití que el Abismo se cerrara entorno
a nosotros mientras ubicaba la luz, haciendo un canal a través del cual el bote
pudiese pasar, bordeado en ambos lados por muros de ondeante oscuridad. Los
volcra huyeron a la oscuridad, y pude oírlos llorar de rabia y confusión por detrás
de una impenetrable cortina.
Aceleramos sobre las descoloridas arenas, la luz solar esparciéndose en
brillantes ondas detrás de nosotros. Muy por delante, vi un destello de verde, y
noté que estaba viendo el otro lado del Abismo de las Sombras. Estábamos
mirando a Ravka Occidental, y a medida que nos acercábamos, vi sus prados, sus
muelles secos, el pueblo de Novokribirsk ubicado por allá atrás. Las torres de Os
Kervo brillaban en la distancia. ¿Era mi imaginación o podía oler el aroma de la sal
proveniente del Verdadero Océano en el aire?
Personas corrían desde el pueblo, apiñándose en los muelles secos, señalando
la luz que había dividido al Abismo ante sus ojos. Vi niños jugando en el césped.
Podía oír a los trabajadores portuarios llamándose entre ellos.
A una señal del Darkling, el bote se detuvo, y él levantó sus brazos. Sentí una
punzada de horror cuando entendí qué estaba por suceder.
—¡Son tu propia gente! —lloré desesperada.
Él me ignoró y juntó sus manos provocando un sonido parecido al estallido
de un trueno.
Todo pareció pasar lentamente. La oscuridad salió como ondas de sus manos.
Cuando alcanzó la oscuridad del Abismo, un sonido retumbante se alzó de las
arenas muertas. Las negras murallas del camino que yo había creado latieron y
aumentaron de tamaño. Es como si estuviera respirado, pensé con terror.
El retumbar creció hasta ser un rugido. El Abismo se sacudió y tembló a
nuestro alrededor y luego estalló hacia delante en una terrible marea en cascada.
Un asustado llanto ascendió desde la multitud en los muelles mientras la
oscuridad se precipitaba hacia ellos. Corrieron, y vi su miedo, escuché sus gritos
mientras la negra tela del Abismo impactaba los muelles secos y el pueblo, como
una ola rompiendo en la orilla. La oscuridad los envolvió, y los volcra se
abalanzaron sobre sus nuevas presas. Una mujer llevando a un niño pequeño
tropezó, tratando de correr más rápido que la oscuridad, pero se la tragó a ella
también.
Busqué en mi interior desesperadamente, tratando de expandir la luz, de
apartar a los volcra, de ofrecer algún tipo de protección. Pero no pude hacer nada.
Mi poder se deslizó lejos de mí, alejado por esa invisible y burlona mano. Deseé
tener un cuchillo y clavárselo en el corazón al Darkling, o en mi propio corazón,
cualquier cosa que pudiera detener esto.
El Darkling se volteó para mirar a los embajadores y al enviado del rey. Sus
rostros eran máscaras idénticas de horror y conmoción. Cualquier cosa que vio
debió satisfacerlo, porque separó las manos y la oscuridad dejó de expandirse. El
retumbar desvaneció.
Pude oír los angustiosos llantos de aquellos perdidos en la oscuridad, los
gritos de los volcra, el sonido de los disparos. Los muelles secos habían
desaparecido. El pueblo de Novokribirsk había desaparecido. Estábamos
observando los nuevos límites del Abismo.
El mensaje era claro: Hoy había sido Ravka Occidental. Mañana, el Darkling
podría fácilmente empujar al Abismo al norte, hacia Fjerda, o al sur, hacia Shu
Han. Devoraría países enteros y conduciría a los enemigos del Darkling hacia el
mar. ¿Cuántas muertes había ayudado a llevar a cabo? ¿De cuántas más sería
responsable?
Cierra el camino, comandó el Darkling. No tuve más opción que obedecer.
Retiré la luz hasta que descansó alrededor del bote como una cúpula
resplandeciente.
—¿Qué has hecho? —susurró el enviado, su voz temblando.
El Darkling se volvió hacia él. —¿Necesitas ver más?
—¡Usted estaba destinado a deshacer esta abominación, no ampliarla! ¡Ha
asesinado Ravkanos! El rey nunca apo…
—El rey hará lo se le diga, o enviaré el Abismo de las Sombras a las murallas
de Os Alta.
El enviado farfulló, su boca abriéndose y cerrando sin emitir sonidos. El
Darkling se volvió a los embajadores. —Pienso que ahora me entienden. Ya no hay
Ravkanos, ni Fjerdanos, ni Kerch, ni Shu Hans. No hay más fronteras, y no habrá
más guerras. De ahora en adelante, sólo existirá la tierra dentro del Abismo y la
que está fuera de éste, y habrá paz.
—Paz en sus términos —dijo un Shu Han, airadamente.
—No se mantendrá —bramó un Fjerdano.
El Darkling los observó a todos y dijo muy calmadamente:
—Paz en mis términos. O sus preciosas montañas y sus tundras abandonadas
simplemente dejarán de existir.
Con aplastante seguridad, entendí lo que él quería decir con cada palabra.
Los embajadores podían esperar que fuera un trato vano, creer que su hambre
tenía límites, pero aprenderían la lección muy pronto. El Darkling no vacilaría. No
se afligiría. Su oscuridad consumiría el mundo, y nunca dudaría.
El Darkling les dio la espalda a sus furiosas y pasmadas expresiones y se
dirigió a los Grisha y soldados del bote. —Cuenten la historia de lo que han visto
hoy. Díganles a todos que los días de miedo e incertidumbre han terminado. Los
días de peleas interminables se han acabado. Díganles que vieron una nueva era
comenzar.
La aclamación de ánimo subió desde la multitud. Vi a unos pocos soldados
murmurando entre ellos. Incluso algunos Grisha parecían nerviosos. Pero la
mayoría de los rostros estaban ansiosos, triunfantes, radiantes.
Estaban hambrientos por esto, me di cuenta. Incluso después de ver lo que él era
capaz de hacer, incluso después de ver a su propia gente morir. El Darkling no
estaba sólo ofreciéndoles un fin a la guerra, sino también el fin de la debilidad.
Después de todos esos largos años de miedo y sufrimiento, él les daría algo que
había parecido permanentemente fuera de su alcance: victoria. Y a pesar del
miedo, lo amaban por eso.
El Darkling señaló a Ivan, quien estaba parado detrás de él, esperando
órdenes. —Tráeme al prisionero.
Levanté la vista bruscamente, un rayo de miedo disparándose dentro de mí
mientras Mal era llevado a través de la multitud hacia la barandilla, sus manos
atadas.
—Regresaremos a Ravka —dijo el Darkling—. Pero el traidor se queda.
Antes de incluso saber qué estaba pasando, Ivan empujó a Mal por el borde
del bote. Los volcra chillaron y batieron sus alas. Corrí a la baranda. Mal estaba
acostado en la arena, todavía en el círculo protector de mi luz. Él escupió arena de
su boca y se puso de pie con sus manos atadas.
—¡Mal! —lloré.
Sin pensarlo, me volví hacia Ivan y lo golpeé con fuerza en la mandíbula. Él
se tambaleó hacia atrás contra la barandilla, aturdido, y luego se lanzó hacia mí.
Bien, pensé mientras me agarraba. Tírame a mí también.
—Contente —dijo el Darkling, su voz como hielo. Ivan frunció el ceño, su
rostro rojo de vergüenza y furia. Relajó su apretón pero no me dejó ir.
Pude ver la confusión de la gente en el bote. Ellos no sabían de qué se trataba
este espectáculo, por qué el Darkling estaba teniendo dificultades con un desertor
o por qué su Grisha más valiosa había golpeado a su segundo al mando.
Retírala. El comando sonó en mí y miré al Darkling con horror.
—¡No! —dije. Pero no pude detenerlo; la cúpula de luz comenzó a contraerse.
Mal me miró mientras el círculo se reducía más cerca del bote, y si Ivan no me
estuviese sosteniendo, la mirada de arrepentimiento y amor en sus ojos azules me
hubiera puesto de rodillas. Peleé con todo dentro de mí, cada pedazo de fuerza que
tenía, todo lo que Baghra me había enseñado, y no pude hacer nada contra el
poder que ejercía el Darkling sobre mí. La luz avanzó más cerca del bote.
Agarré la baranda y lloré de rabia, miseria, las lágrimas bajando por mis
mejillas. Mal estaba parado al borde del brillante círculo ahora. Pude ver las
figuras de los volcra en la oscuridad remolinante, sentir el batir de sus alas. Él
pudo haber corrido, pudo haber llorado, pudo haberse aferrado a los lados del
bote hasta que la oscuridad lo tomara, pero no hizo nada de esas cosas. Se paró
inquebrantable delante de la creciente oscuridad.
Sólo yo tenía el poder de salvarlo, y se me hacía imposible hacerlo. Al
siguiente respiro, la oscuridad se lo tragó. Escuché su grito. El recuerdo del ciervo
se presentó ante mí, tan vívido que por un momento el claro nevado flotó en mi
visión, la escena reproducida sobre el árido paisaje del Abismo. Olí los pinos, sentí
el aire frío en mis mejillas. Recordé los oscuros y líquidos ojos del ciervo, la
columna de vapor de su respiración en la noche fría, el momento cuando supe que
no le quitaría la vida. Y finalmente, entendí por qué el ciervo se había aparecido
todas las noches en mis sueños.
Había creído que el ciervo estaba persiguiéndome, como un recordatorio de
mi falla y el precio de mi debilidad. Pero estaba equivocada.
El ciervo había estado mostrándome mi fuerza, no sólo el precio de la
misericordia sino el poder que otorgaba. Y la misericordia era algo que el Darkling
nunca entendería.
Había perdonado la vida del ciervo. El poder de esa vida me pertenecía tan
firmemente como también le pertenecía al hombre que se la había quitado.
Jadeé mientras el entendimiento me invadía, y sentí ese agarre invisible fallar.
Mi poder se deslizó devuelta a mis manos. Una vez más, estaba de pie en la cabaña
de Baghra, invocando la luz por primera vez, sintiéndola precipitarse hacia mí,
tomando posesión de lo que era legítimamente mío. Para esto había nacido. Nunca
más dejaría que alguien me separara de esto.
La luz explotó de mí, pura y firme, flotando sobre el lugar oscuro donde
había estado Mal momentos antes. Los volcra que lo habían capturado, chillaron y
soltaron su agarre. Mal cayó de rodillas, sangre emanando de sus heridas mientras
mi luz lo envolvía y conducía a los volcra devuelta a la oscuridad.
El Darkling pareció momentáneamente confundido. Entrecerró los ojos, y
sentí su voluntad descender sobre mí de nuevo, sentí esa mano invisible
agarrando. La aparté. No era nada. Él no era nada.
―¿Qué es esto? ―siseó. Alzó sus manos y madejas de oscuridad se dirigieron
hacia mí, pero con un movimiento de mi mano, se dispersaron como niebla.
El Darkling avanzó hacia mí, sus apuestos rasgos contorsionados de furia. Mi
mente estaba trabajando frenéticamente. Supe que le habría gustado matarme
fácilmente donde yo estaba parada, pero él no podía, no con los volcra circulando
afuera de la luz que sólo yo podría proveer.
―¡Agárrenla! ―gritó a los guardias que nos rodeaban. Ivan se lanzó.
Sentí el peso del collar alrededor de mi cuello, el ritmo constante del anciano
corazón del ciervo latiendo al ritmo del mío. Mi poder se alzó, sólido y sin vacilar,
como una espada en mi mano.
Levanté mi brazo y corté. Con un ensordecedor chasquido, uno de los
mástiles del bote se partió en dos. La gente gimoteó de pánico y se dispersaron
mientras el mástil roto caía sobre la cubierta, la pesada madera brillando de
quemante luz. La sorpresa en el rostro del Darkling fue evidente.
―¡El Corte! —jadeó Ivan, dando un paso hacia atrás.
―Quédate atrás ―le advertí.
―No eres una asesina, Alina ―dijo el Darkling.
―Creo que los Ravkanos que acabo de ayudarte a masacrar estarían en
desacuerdo.
El pánico se estaba esparciendo por todo el bote. Los oprichniki parecían
cautelosos, pero igualmente se reunían a mí alrededor.
―¡Ustedes vieron lo que les hizo a esas personas! ―le grité a los guardias y a
los Grisha alrededor de mí—. ¿Ese es el futuro que quieren? ¿Un mundo de
oscuridad? ¿Un mundo hecho a su imagen? ―Vi su confusión, su ira y miedo―.
¡No es muy tarde para detenerlo! Ayúdenme ―supliqué―. Por favor, ayúdenme.
Pero nadie se movió. Soldados y Grisha por igual permanecieron congelados
en la cubierta. Todos tenían miedo, miedo de él y miedo de un mundo sin su
protección.
Los oprichniki se acercaron más. Tenía que tomar una decisión. Mal y yo no
tendríamos otra oportunidad.
Que así sea, pensé.
Miré sobre mi hombro, esperando que Mal entendiera, y luego corrí a un
costado del bote.
—¡No dejen que alcance la baranda! —gritó el Darkling.
Los guardias subieron hacia mí. Y dejé que la luz se apagara.
Estábamos sumergidos en la oscuridad. La gente gritó y, sobre nosotros,
escuché los chillidos de los volcra. Mi mano extendida golpeó la baranda. Pasé por
debajo de esta y me lancé a la arena, rodando sobre mis pies y corriendo
ciegamente hacia Mal mientras tiraba de la luz sobre mí como un arco.
Detrás de mí, escuché el sonido de la matanza en el bote mientras los volcra
atacaban y las nubes de llama Grisha explotaban en la oscuridad. Pero no podía
detenerme a pensar en la gente que había dejado atrás.
Mi arco de luz iluminó a Mal, agazapado en la arena. Los volcra cernidos
sobre él chillaron y volaron a la oscuridad. Corrí hacia él y lo ayudé a ponerse de
pie.
Una bala dio contra la arena junto a nosotros y nos puse en la oscuridad de
nuevo.
—¡Detengan el fuego! —escuché gritar al Darkling sobre el caos en el bote—.
¡La necesitamos con vida!
Tiré otro arco de luz, dispersando a los volcra que se cernían sobre nosotros.
—¡No puedes huir de mí, Alina! —gritó el Darkling.
No podía dejarlo venir tras nosotros. No podía arriesgarme a que él pudiera
sobrevivir. Pero odiaba lo que tenía que hacer. Los otros en el bote se habían
negado a ayudarme, pero, ¿merecían ser abandonas con los volcra?
—¡No puedes dejar que todos muramos aquí, Alina! —gritó el Darkling—. Si
das ese paso, sabes a dónde te conducirá.
Sentí una risa histérica burbujear en mí. Lo sabía. Sabía que me haría más
como él.
—Me rogaste clemencia una vez —exclamó sobre los tramos muertos del
Abismo, sobre los hambrientos gritos de horror que él mismo había provocado—.
¿Esta es tu idea de misericordia?
Otra bala golpeó la arena, a sólo centímetros de nosotros. Sí, pensé mientras
el poder crecía en mí, la misericordia que me enseñaste.
Levanté mi mano y la bajé, formando un arco ardiente, acuchillando el aire.
Un movimiento estremecedor de la tierra hizo eco en el Abismo cuando el bote de
arena se partió a la mitad. Gritos aterrorizados llenaron el aire y los volcra
chillaron en su frenesí.
Agarré el brazo de Mal e invoqué una cúpula de luz a nuestro alrededor.
Corrimos, tropezando en la oscuridad, y pronto los sonidos de la batalla
desaparecieron mientras dejábamos a los monstruos detrás.
Emergimos del Abismo en algún lugar del sur de Novokribirsk y dimos
nuestros primeros pasos en Ravka Occidental. El sol de la tarde era brillante, la
pradera de césped verde y suave, pero no nos detuvimos a saborear nada de eso.
Estábamos cansados, hambrientos, y heridos, pero nuestros enemigos no
descansarían, y nosotros tampoco podíamos.
Caminamos hasta encontrar refugio en un huerto y nos escondimos hasta el
anochecer, temerosos de ser descubiertos y recordados. El aire era espeso y
trasladaba el aroma de flores de manzano, pero la fruta estaba demasiado pequeña
y verde como para comerla.
Había un cubo lleno de fétida agua de lluvia puesta cerca de nuestro árbol, y
lo usamos para lavar las peores manchas de la sangrienta camiseta de Mal. Él trató
de no doblarse de dolor mientras tiraba de la tela rasgada sobre su cabeza, pero no
podía ocultar las profundas heridas que las garras de los volcra le habían hecho a
través de la suave piel de su hombro y espalda.
Cuando llegó la noche, comenzamos nuestra excursión hacia la costa.
Brevemente, me había preocupado que pudiéramos estar perdidos. Pero incluso en
un país extraño, Mal encontró el camino.
Poco antes del amanecer, escalamos una colina y vimos el amplio alcance de
la Bahía de Alkhem y las brillantes luces de Os Kervo bajo nosotros. Sabíamos que
debíamos alejarnos de la carretera. Pronto estaría rebosante de comerciantes y
viajeros que seguro notarían a un rastreador herido y a una chica con una kefta
negra. Pero no pudimos resistirnos a nuestra primera vista del Verdadero Océano.
El sol se alzó a nuestras espaldas, luz rosada reluciendo en las siluetas de las
torres de la ciudad y luego iluminando de dorado las aguas de la bahía. Vi la
extensión del puerto, los grandes barcos bobinando en el puerto, y más allá, ese
azul, azul, azul interminable. El océano parecía continuar eternamente,
extendiéndose a un horizonte increíblemente lejano. Había visto muchos mapas.
Sabía que había tierra por ahí en algún lugar, más allá de largas semanas de viajes
y kilómetros de océano. Pero aún tenía la sensación vertiginosa de que estábamos
parados al borde del mundo. Una briza flotó desde el agua, llevando un aroma a
sal y humedad, y los débiles gritos de las gaviotas.
—Hay tantas cosas en él —dije por fin.
Mal asintió. Luego se volvió hacia mí y sonrió. —Un buen lugar para
esconderse.
Él levantó y deslizó su mano por mi cabello. Sacó una de las doradas
horquillas de mis ondas enredadas. Sentí un rizo deslizarse libre por mi cuello.
—Las ropas —dijo mientras metía la horquilla en su bolsillo.
Hacía un día, Genya había puesto esas doradas horquillas en mi cabello.
Nunca podría volver a verla de nuevo, nunca volvería a ver a ninguno de ellos. Mi
corazón se retorció. No sabía si Genya había sido realmente mi amiga, pero la
extrañaría de igual forma.
Mal me dejó esperando un poco lejos de la carretera, escondida entre un
grupo de árboles. Habíamos acordado que sería más seguro que él entrara solo a
Os Kervo, pero resultó duro verlo partir. Me había dicho que descansara, pero una
vez que se fue, parecía que no podía conciliar el sueño. Aún podía sentir el poder
recorriendo todo mi cuerpo, el eco de lo que había hecho en el Abismo. Mi mano se
desvió al collar en mi cuello. Nunca había sentido algo como esto, y una parte de
mí quería sentirlo de nuevo.
¿Y qué pasa con las personas que dejaste allá? Dijo una voz en mi cabeza que
desesperadamente quería ignorar. Embajadores, soldados, Grisha. Yo los había
condenado a todos, y ni siquiera estaba segura de que el Darkling había muerto.
¿Había sido destrozado por los volcra? ¿Los hombres y mujeres perdidos del Valle
Tula finalmente habían obtenido su venganza contra el Hereje Oscuro? ¿O estaba
él, en este mismo instante, precipitándose hacia mí sobre los tramos muertos del
Falso Océano, listo para llevar a cabo su propio ajuste de cuentas?
Me estremecí y paseé de un lado a otro, retrocediendo a cada sonido.
Al atardecer, estaba convencida de que Mal había sido identificado y
capturado. Cuando escuché pasos y vi su familiar silueta emerger de entre los
árboles, casi sollocé de alivio.
—¿Algún problema? —pregunté con voz temblorosa, tratando de esconder
mis nervios.
—Ninguno —dijo—. Nunca había visto una ciudad tan poblada. Nadie me
dirigió una segunda mirada.
Él usaba una nueva camiseta y un abrigo mal ajustado, y sus brazos estaban
cargados con ropas para mí: un vestido en forma de saco de un rojo tan
descolorido que parecía casi anaranjado y un abrigo arrugado de color mostaza. Él
me las tendió y luego con tacto me dio la espalda así me podía cambiar.
Torpemente solté cada botón de la kefta. Parecía tener miles de ellos. Cuando
la seda finalmente se deslizó de mis hombros y cayó a mis pies, sentí que una gran
carga desaparecía. El aire fresco de primavera rozó mi piel desnuda y, por primera
vez, me atreví a tener la esperanza de que pudiéramos ser libres. Anulé ese
pensamiento. Hasta saber que el Darkling había muerto, nunca podría respirar
tranquila.
Me puse el áspero vestido de lana y el abrigo amarillo.
—¿Deliberadamente compraste las ropas más feas que encontraste?
Mal se giró a mirarme y no pudo contener una sonrisa. —Compré las primeras
ropas que encontré —dijo. Luego su sonrisa se desvaneció. Tocó ligeramente mi
mejilla, y cuando habló de nuevo, su voz era baja y demostraba mucha emoción—.
No quiero volver a verte vestida de negro.
Sostuve su mirada. —Nunca —susurré.
Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una larga bufanda roja.
Gentilmente, la envolvió alrededor de mi cuello, escondiendo el collar de
Morozova. —Allí —dijo, sonriendo de nuevo—. Perfecta.
—¿Qué haré cuando llegue el verano? —me reí.
—En ese momento, ya habremos encontrado una manera de deshacernos de
él.
—¡No! —dije bruscamente, sorprendida de cuánto me molestaba esa idea.
Mal retrocedió, desconcertado—. No podemos deshacernos de él —expliqué—. Es
la única esperanza de que Ravka se libre del Abismo.
Era la verdad, sólo que no completa. Sí necesitábamos el collar. Era el seguro
contra la fuerza del Darkling y una promesa de que algún día regresaríamos a
Ravka y encontraríamos un modo de arreglar las cosas. Pero lo que no podía
decirle a Mal era que el collar me pertenecía, que el poder del ciervo ahora formaba
parte de mí, y no estaba segura de querer dejarlo ir.
Mal me estudió, su ceño fruncido. Pensé en las advertencias del Darkling, en
la mirada triste que había visto en su rostro y en el de Baghra.
—Alina…
Traté de convencerlo con una sonrisa tranquilizadora. —Nos desharemos de
él —le prometí—. Tan pronto como podamos.
Los segundos pasaron. —Está bien —dijo finalmente, pero su expresión
todavía era cautelosa. Luego, pateó la arrugada kefta con la punta de su bota—.
¿Qué deberíamos hacer con esto?
Miré abajo al andrajoso montón de seda, y sentí ira y vergüenza retorcerse
dentro de mí.
—Quemémoslo —dije. Y lo hicimos.
Mientras las llamas consumían la seda, Mal lentamente sacó el resto de las
horquillas doradas de mis rizos, una por una, hasta que mi cabello cayó alrededor
de mis hombros. Gentilmente, apartó mi cabello a un lado y besó mi cuello, justo
arriba del collar. Cuando las lágrimas vinieron, me acercó y me sostuvo, hasta que
no quedaron más que cenizas.
Traducido por Nikky*
l chico y la chica permanecen junto a la baranda del barco, un barco real que
flota y se sacude en el agitado Verdadero Océano.
—¡Goed morgen, fentomen! —les grita un marinero al pasar, sus brazos llenos
de cuerdas.
Toda la tripulación del barco los llama fentomen. Es la palabra en Kerch para
fantasmas.
Cuando la chica le pregunta al marinero por qué, él ríe y responde que es
porque son muy pálidos y por la manera silenciosa en que se paran en la baranda
del barco, observando el mar por horas, como si nunca antes hubieran visto agua.
Ella sonríe y no le dice la verdad: que deben mantener sus ojos en el horizonte.
Están buscando un barco con velas negras.
El Verloren de Baghra había zarpado hace mucho tiempo, así que ellos se
habían escondido en los tugurios de Os Kervo hasta que el chico pudo usar las
horquillas de oro de su cabello para comprar pasajes en otro barco. La ciudad
zumbaba con el horror de lo acontecido en Novokribirsk. Algunos culpaban al
Darkling. Otros culpaban a los Shu Han o Fjerdanos. Unos pocos incluso clamaban
que era el trabajo virtuoso de Santos enojados.
Rumores sobre los extraños acontecimientos en Ravka comenzaron a
llegarles. Escucharon que el Apparat había desaparecido, que las tropas extranjeras
se estaban concentrando en las fronteras, que el Primer y el Segundo Ejército
estaban amenazando con comenzar una guerra entre ellos, que la Invocadora del
Sol estaba muerta. Ellos esperaron oír un rumor de la muerte del Darkling en el
Abismo, pero nunca vino.
En la noche, el chico y la china yacen uno junto al otro en el interior del barco.
Él la sostiene cerca cuando se despierta de otra pesadilla, sus dientes castañeando,
sus oídos zumbando con los aterrorizados gritos de los hombres y mujeres que
dejó atrás en el bote destruido, sus extremidades temblando con recordado poder.
—Todo está bien —susurra él en la oscuridad—. Todo está bien.
Ella quiere creerle, pero teme cerrar los ojos.
El viento cruje en las velas. El barco suspira alrededor de ellas. Están solos de
nuevo, como lo estuvieron cuando eran jóvenes, escondidos de los otros niños, del
temperamento de Ana Kuya, de las cosas que parecían moverse y deslizarse en la
oscuridad.
Son huérfanos de nuevo, con ningún hogar verdadero salvo el uno del otro y
cualquiera sea la vida que puedan construir juntos al otro lado del mar.
The Grisha #0.5
Leigh Bardugo
Traducido por Valen JV, lauraef y MaarLOL
ubo un tiempo en el que los bosques cerca de Duva comían chicas.
Ya han pasado muchos años desde que la última niña fue arrebatada.
Pero aun así, en noches como esta, cuando el viento proviene frío de
Tsibeya, las madres sostienen a sus hijas con fuerza y les advierten que no caminen
muy lejos de casa.
—Vuelve antes del anochecer —susurran—. Esta noche los árboles están
hambrientos.
En esos días oscuros, en el borde de estos mismos bosques, vivía una chica
llamada Nadya y su hermano Havel, los hijos de Maxim Grushov, un carpintero y
leñador. Maxim era un buen hombre, muy querido en el pueblo. Construía techos
que no terminaban con fugas ni se doblaban, sillas fuertes, y juguetes cuando se los
pedían, y sus hábiles manos podían forjar bordes tan suaves y fijar piezas tan bien
que nunca podrías encontrar las separaciones entre éstas. Viajaba por todo el
campo en busca de trabajo, a pueblos que quedaban tan lejos como Ryevost. Iba a
pie y en carro de heno cuando el clima lo permitía, y en invierno, ataba sus dos
caballos negros a un trineo, besaba a sus hijos, y se adentraba en la nieve. Siempre
volvía a casa con ellos, cargando bolsas de trigo o nuevas cobijas de lana, y
bolsillos repletos de caramelo para Nadya y su hermano.
Pero cuando llegó la escasez, la gente no tenía ni un centavo para
intercambiarlo por una mesa bellamente tallada o un pato de madera. Usaban sus
muebles de leña para encender fogatas y rezaban para poder sobrevivir hasta la
primavera. Maxim se vio obligado a vender sus caballos, y luego el trineo que
alguna vez habían tirado por el camino recubierto de nieve.
Mientras la suerte de Maxim se apagaba, también lo hacía su esposa. Pronto
llegó a ser más un fantasma que una mujer, flotando silenciosamente de una
habitación a otra. Nadya intentó obligar a su madre a comer la poca comida que
tenían, renunciando a sus propias porciones de nabo y patata, rodeando el frágil
cuerpo de su madre con chales y sentándola en el porche, esperando que el aire
fresco le devolviera un poco de apetito. Lo único que, al parecer, le apetecía eran
las pequeñas tortas hechas por la viuda Karina Stoyanova, aromatizadas con
azahar y gruesas por el frío. De dónde Karina obtenía el azúcar, era un misterio;
sin embargo, las ancianas tenían sus teorías, las cuales, la mayoría, involucraban al
rico y solitario artesano de las ciudades junto al río. Pero con el tiempo, incluso los
suministros de Karina disminuyeron, y cuando las pequeñas tortas desaparecieron,
la madre de Nadya no tocaba ni comida ni bebida, ni el más mínimo sorbo de té.
La madre de Nadya murió en el primer día de invierno, cuando la última
parte del otoño se desvaneció del aire, y cualquier esperanza de un año ligero se
fue con ella. Pero la muerte de la pobre mujer pasó casi inadvertida, porque dos
días antes de que respirara su último suspiro, otra chica desapareció.
Su nombre era Lara Deniken, una joven tímida con una risa nerviosa, el tipo
de persona que se quedaba de pie al margen de los bailes del pueblo, observando
la diversión. Lo único que encontraron de ella fue un solitario zapato de cuero, su
talón recubierto de sangre seca. Ella era la segunda chica perdida en muchos
meses, después de que Shura Yeshevsky saliera a colgar la ropa limpia a secar y
nunca regresó, dejando nada más que una pila de pinzas de ropa y sábanas tiradas
sobre el barro.
Miedo real recayó sobre el pueblo. En tiempos pasados, chicas habían
desaparecido cada cuantos años. Es cierto, existían rumores de otras chicas siendo
arrebatadas en otros pueblos de vez en cuando, pero esas niñas apenas parecían
reales. Ahora, mientras la escasez empeoraba y la gente de Duva vivía sin comida,
era como si lo que esperaba en los bosques se hubiera puesto más codicioso y
desesperado, también.
Lara. Shura. Todas esas que se habían ido para siempre: Betya. Ludmilla.
Raiza. Nikolena. Otros nombres ya olvidados. En aquellos días, eran susurrados
como un conjuro. Los padres les oraban a sus Santos, las chicas caminaban
acompañadas, las personas observaban a sus vecinos con miradas de sospecha. Al
margen del bosque, los habitantes del pueblo construyeron altares torcidos:
cuidadosas pilas de íconos pintados, velas gastadas, pequeños montones de flores
y perlas.
Los hombres aseguraban que eran osos y lobos. Organizaron grupos de caza,
y consideraron incendiar una sección del bosque. El pobre e ingenuo Uri Pankin
casi fue matado a piedrazos cuando se le encontró con la muñeca de una de las
chicas desaparecidas, y sólo lo salvó el llanto de su madre y su insistencia de que
había encontrado el objeto abandonado en la carretera Vestopol.
Algunos se preguntaban si las chicas habían simplemente caminado al
bosque, atraídas allí por el hambre. Había aromas que flotaban de los árboles
cuando el aire provenía de cierta dirección, olores imposibles a albóndiga de
cordero y a agria cereza babka. La propia Nadya los había olido, sentada en el
porche junto a su madre, intentando obligarla a comer otra cucharada de caldo.
Olía calabaza asada, nueces, azúcar morena, y sus pies se encontraban llevándola
por las escaleras hacia las sombras expectantes, donde los árboles se movían y
susurraban como si estuvieran listos para abrirle camino.
Niñas estúpidas, estás pensando. Yo nunca sería tan tonto. Pero nunca has
pasado verdadera hambre. Las cosechas han sido buenas estos últimos años y la
gente se olvida qué fue de las vacas flacas. Olvidan cómo las madres ahogaban a
sus recién nacidos en la cuna para detener sus llantos hambrientos, o cómo el
cazador de pieles Leonid Gemka fue encontrado royendo el músculo de la
pantorrilla de su hermano muerto, cuando su cabaña estuvo congelada durante
dos largos meses.
Sentadas en el porche de la casa de Baba Olya, las ancianas se asomaban al
bosque y susurraban, khitka. La sola palabra erizaba el vello de los brazos de
Nadya, pero ya no era una niña, así que se rió con su hermano de esa conversación
tan tonta. Los khitkii eran rencorosos espíritus forestales, sedientos de sangre y
vengativos. Pero en las historias, eran conocidos por perseguir a los recién nacidos,
no a chicas crecidas, casi lo suficientemente grandes para casarse.
—¿Quién puede decir qué conforma el apetito? —dijo Baba Olya con un gesto
desdeñoso de su mano huesuda—. Puede que esta vez sientan apetito de celos. O
enojo.
—Tal vez sólo le guste el sabor de nuestras niñas —dijo Anton Kozar,
cojeando con su pierna buena y moviendo su lengua de manera obscena. Las
mujeres chillaron como gansos y Baba Olya le arrojó una roca. Veterano de guerra
o no, ese hombre era asqueroso.
Cuando el padre de Nadya oyó a las mujeres rumorear que Duva estaba
maldita y demandando que el sacerdote diera sus bendiciones en la plaza del
pueblo, simplemente negó con la cabeza.
—Un animal —insistió él—. Un lobo loco de hambre.
Conocía todos los caminos y rincones de la selva, por lo que él y sus amigos
tomaron sus rifles y se volvieron a adentrar al bosque, llenos de sombría
determinación. Pero por segunda vez no encontraron nada, y las mujeres se
quejaron con más ganas. ¿Qué animal no dejaba huellas, senderos, ni rastro de un
cuerpo?
La sospecha recorrió el pueblo. Ese lujurioso Anton Kozar había regresado
del frente norte muy cambiado, ¿no era así? Peli Yerokin siempre había sido un
chico violento. Y Bela Pankin era una mujer muy peculiar, viviendo en esa granja
con su raro hijo, Uri. Un khitka podía adquirir cualquier forma. Tal vez no
“encontró” esa muñeca de la chica perdida, después de todo.
De pie en el borde de la tumba de su madre, Nadya advirtió el obvio muñón
de Anton y su sonrisa lasciva, la expresión preocupada de Bela Pankin, el nervioso
Peli Yerokin con su cabello enredado y puños apretados, y la sonrisa simpática de
la viuda Karina Stoyanova, cómo sus encantadores ojos negros permanecían fijos
en el padre de Nadya mientras el ataúd que él mismo había tallado con mucho
esmero era depositado en la firme tierra.
El khitka podía adoptar cualquier forma, pero su figura preferida era la de una
mujer hermosa.
Muy pronto, Karina parecía estar en todos lados, llevándole comida y kvas
como regalos al padre de Nadya, susurrándole al oído que necesitaba de alguien
que se encargara de él y sus hijos. Havel asistiría pronto al reclutamiento, a
entrenar en Poliznaya y comenzar su servicio militar, pero Nadya aún necesitaría
ser cuidada.
—Después de todo —dijo Karina en su voz dulce y cálida—, no quieres que te
deshonre.
Más tarde esa noche, Nadya se acercó a su padre mientras éste bebía kvas
junto al fuego. Maxim estaba tallando. Cuando no tenía nada más que hacer, a
veces le fabricaba muñecas a Nadya, aunque ella las había dejado atrás desde hacía
mucho tiempo. Su afilado cuchillo se movía sin descanso, dejando rizos de suave
madera en el suelo. Había pasado demasiado tiempo en casa. El verano y el otoño
que podría haber pasado buscando trabajo lo había perdido debido a la
enfermedad de su esposa, y las nevadas de invierno no tardarían en bloquear los
caminos. Mientras su familia pasaba hambre, sus muñecas de madera se
amontonaban sobre la repisa de la chimenea, como un coro silencioso e inútil.
Maldijo al cortarse el dedo pulgar, y sólo en ese momento notó a Nadya de pie
junto a su silla, nerviosa.
—Papá —dijo Nadya—. Por favor, no te cases con Karina.
Tenía la esperanza de que él negara haber estado considerando tal cosa. En su
lugar, se chupó el pulgar herido y dijo:
—¿Por qué no? ¿No te agrada Karina?
—No —dijo Nadya con honestidad—. Y yo no le agrado a ella.
Maxim rió y pasó sus callosos nudillos por la mejilla de su hija. —Dulce
Nadya, ¿quién podría odiarte?
—Papá…
—Karina es una mujer buena —dijo Maxim. Sus nudillos rozaron su mejilla
de nuevo—. Sería mejor que… —Abruptamente, dejó caer su mano y volvió el
rostro al fuego. Su mirada era distante, y cuando habló, su voz resultó fría y
extraña, como si proviniera del fondo de un pozo—. Karina es una mujer buena —
repitió. Sus dedos apretaron los brazos de su silla—. Ahora, déjame en paz.
Ya lo ha poseído, pensó Nadya. Está bajo su hechizo.
La noche antes de que Havel se marchara al sur, se celebró un baile en el
granero de la granja Pankin. En mejores años, podría haber sido una noche
estridente, con mesas repletas de platos de nueces y manzanas, tarros de miel, y
jarras de amargo kvas. Los hombres aún bebieron y se tocó el violín, pero ni
siquiera las ramas de pino ni el alto resplandor del atesorado samovar 5 de Baba
Olya podían ocultar el hecho de que ahora las mesas estaban vacías. Y aunque la
gente bailaba y aplaudía, no podían ahuyentar la tristeza que parecía flotar en el
aire de la habitación.
Genetchka Lukin fue nombrada Dros Koroleva, Reina del Deshielo, y bailó con
todo el que se lo pidió, con la esperanza de que eso provocaría un invierno corto,
pero sólo Havel lucía realmente feliz. Se iba al ejército, para cargar con un arma y
comer comidas calientes de la mano del rey. Podría morir o regresar herido como
muchos antes que él, pero en esta noche, su rostro brillaba por el alivio de dejar
Duva a sus espaldas.
Nadya bailó una vez con su hermano, una vez con Victor Yeronoff, y luego
tomó asiento con las viudas, esposas y niños. Su mirada se posó en Karina, parada
cerca de su padre. Sus extremidades eran ramas de abedul blanco; sus ojos eran
hielo sobre agua negra. Maxim parecía inestable sobre sus pies.
Khitka. La palabra flotó hacia Nadya desde los aleros escondidos del granero,
mientras observaba a Karina entrelazar su brazo con el de Maxim como el tallo
pálido de una enredadera. Nadya apartó esos tontos pensamientos y se volteó para
ver bailar a Genetchka Lukin, con su largo cabello rubio trenzado con lazos rojo
brillante. Nadya se avergonzó al sentir una punzada de envidia. Estúpida, se dijo a
sí misma, observando a Genetchka mientras luchaba por bailar con Anton Kozar.
Él simplemente permaneció de pie y se balanceaba, un brazo manteniendo el
equilibrio con su muleta, y la otra aferrándose a la cintura de la pobre Genetchka.
Estúpida, pero seguía sintiendo la envidia.
—Vete con Havel —dijo una voz por encima de su hombro.
Samovar: es un recipiente metálico en forma de cafetera alta, dotado de una chimenea interior con
infiernillo, y sirve para hacer té.
5
Nadya casi saltó. No había notado que Karina estaba de pie a su lado.
Levantó la vista a la esbelta mujer con cabello negro cuyos rizos caían alrededor de
su pálido cuello.
Dirigió la mirada de nuevo al baile. —No puedo y usted lo sabe. No tengo la
edad suficiente. —Todavía faltaban dos años para que reclutaran a Nadya.
—Entonces miente.
—Este es mi hogar —susurró Nadya furiosa, avergonzada por las lágrimas
que se acumulaban en sus ojos—. No puede simplemente enviarme lejos de aquí.
—Mi padre no te dejará, añadió en su cabeza. Pero, por alguna razón, no tuvo la
valentía para decirlas en voz alta.
Karina se inclinó, acercándose a Nayda. Cuando sonrió, sus labios húmedos y
rojos dejaron al descubierto lo que parecían demasiados dientes.
—Havel podría, al menos, trabajar y cazar —susurró ella—. Tú eres sólo una
boca más. —Extendió la mano y tiró de uno los rizos de Nadya, fuerte. Nadya
sabía que si su padre miraba en su dirección, tan sólo vería a una mujer hermosa,
sonriendo y hablando con su hija, quizá alentándola a bailar.
—Te lo advertiré una sola vez —siseó Karina Stoyanova—. Vete.
Al día siguiente la madre de Genetchka Lukin descubrió que nadie había
dormido en la cama de su hija. La Reina del Deshielo nunca había vuelto del baile.
En las afueras del bosque, un lazo rojo se agitaba entre las ramas de un delgado
abedul, con unos cuantos mechones rubios colgando del nudo, como si se lo
hubieran arrancado de la cabeza.
Nadya permaneció en silencio mientras la madre de Genetchka caía de
rodillas y empezaba a lamentarse, llamando a sus Santos y presionando el lazo rojo
contra sus labios mientras lloraba. Al otro lado de la carretera, Nadya vio a Karina
observándola, sus ojos negros, sus labios curvados hacia abajo como corteza
agrietada, sus largos y esbeltos dedos como pequeñas ramas sin hojas, desnudas
por un viento fuerte.
Cuando Havel se despidió, acercó a Nadya. —Mantente a salvo —susurró en
su oído.
—¿Cómo? —contestó Nadya, pero Havel no tuvo respuesta.
Una semana después, Maxim Grushov y Karina Stoyanova se casaron en la
pequeña capilla blanca del centro del pueblo. No había comida para hacer una
fiesta de boda, y no había flores para decorar el cabello de la novia, pero ella usó el
kokochnik de perlas de su abuela y todos estuvieron de acuerdo en que, aunque las
perlas seguramente eran falsas, lucía encantadora de todas maneras.
Esa noche, Nadya durmió en el salón de Baba Olya para que los novios
pudieran estar solos. Por la mañana, cuando volvió a casa, se la encontró
silenciosa, ya que la pareja aún dormía. En la mesa de la cocina había una botella
de vino volcada y los restos de lo que, seguramente, había sido una tarta; las migas
mantenían el aroma a azahar. Parecía que, después de todo, Karina todavía tenía
algo de azúcar sobrante.
Nadya no pudo evitarlo. Lamió el plato.
A pesar de la ausencia de Havel, la casa ahora se sentía repleta. Maxim se
paseaba por las habitaciones, incapaz de sentarse quieto por más de unos pocos
minutos. Parecía calmado después de la boda, casi feliz, pero con cada día que
pasaba, se volvía más inquieto. Bebía y maldecía por su falta de trabajo, por su
trineo perdido, por su barriga vacía. Le contestaba bruscamente a Nadya y se
alejaba cuando ésta se acercaba demasiado, como si apenas pudiera soportar su
presencia.
En las raras ocasiones en las que Maxim le mostraba a Nadya alguna señal de
afecto, Karina aparecía, rondando por la puerta, con sus avariciosos ojos negros y
un trapo enroscado en sus pequeñas manos. Mandaba a Nadya a la cocina a hacer
alguna tarea ridícula, ordenándole que se apartara del camino de su padre.
En las comidas, Karina observaba a Nadya comer como si cada trago de caldo
aguado fuera una ofensa, como si cada cucharada de Nadya vaciase el estómago
de Karina un poco más, agrandando el agujero que ya había en él.
Poco después de una semana había pasado cuando Karina agarró el brazo de
Nadya y le señaló con la cabeza al bosque. —Ve a revisar las trampas —dijo.
—Ya casi anochece —protestó Nadya.
—No seas tonta. Hay mucha luz. Ahora ve, sé útil, y no vuelvas sin un conejo
para la comida.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Nadya.
—Está con Anton Kozar, jugando cartas y bebiendo kvas, intentando olvidar
que fue maldecido con una hija inútil. —Karina empujó a Nadya de la casa—. Ve, o
le diré que te atrapé con Victor Yeronoff.
Nadya anhelaba ir a las lamentables habitaciones de Anton Kozar, tirar el
kvas de la mano de su padre y decirle que quería que echara de su casa a la extraña
de ojos oscuros. Y si hubiese estado segura de que su padre estaría de su lado, lo
habría hecho. En cambio, Nadya se adentró en el bosque.
No se molestó en hacer silencio o ir con sigilo, y cuando vio las dos primeras
trampas vacías, ignoró el golpeteo de su corazón y las alargadas sombras y
continuó andando, siguiendo las piedras blancas que Havel solía usar para señalar
el camino. En la tercera trampa encontró una liebre marrón, temblando de terror.
Ignoró el silbido de pánico de sus pulmones cuando le rompió el cuello con un
único y decidido giro de su muñeca, y sintió cómo su cálido cuerpo se volvía flojo.
Mientras volvía a casa con su premio, se imaginó el placer de su padre cuando
comiera la comida. Le diría que fue valiente y tonto adentrarse en el bosque sola, y
cuando le dijera que su nueva esposa se lo ordenó, él echaría a Karina de su casa
para siempre.
Pero cuando entró en la casa, Karina la estaba esperando con su pálido rostro
furioso. Agarró a Nadya, le arrancó el conejo de las manos, y la empujó dentro de
su habitación. Nadya escuchó cómo echaba el pestillo. Por un buen rato, golpeó la
puerta, gritando que la liberaran. Pero, ¿quién estaba allí para escucharla?
Finalmente, débil por el hambre y la frustración, dejó las lágrimas fluir. Se
acurrucó en la cama, sacudida por los sollozos, despierta por el rugido de su
estómago vacío. Echaba de menos a Havel. Echaba de menos a su madre. Todo lo
que tenía para comer era un trozo de nabo del desayuno, y sabía que si Karina no
le hubiera quitado la liebre, la habría abierto y se la habría comido cruda.
Más tarde, oyó abrirse la puerta de la casa, escuchó los pasos poco firmes de
su padre por el pasillo, el golpe vacilante de sus dedos en su puerta. Antes de que
pudiera contestar escuchó la voz de Karina canturreando. Silencio, roce de telas,
un golpe seguido de un gemido, después el firme golpe sordo de cuerpos contra la
pared. Nadya apretó la almohada contra sus oídos, intentando sofocar los gemidos
y jadeos, segura de que Karina sabía que podía escucharlos y que esto era algún
tipo de castigo. Enterró su cabeza bajo el edredón, pero no pudo escapar del
vergonzoso y frenético ritmo. Pudo escuchar la voz de Karina, aquella noche en el
baile: Te lo advertiré una sola vez. Vete. Vete. Vete.
Al día siguiente el padre de Nadya no se levantó hasta después del mediodía.
Cuando entró a la cocina y Nadya le entregó su taza de té, se apartó de ella,
mirando el suelo. Karina se quedó junto al lavabo, con la cara seria, mezclando
lejía.
—Voy a casa de Anton —dijo Maxim.
Nadya quería rogarle que no la dejara, pero incluso en su cabeza, la plegaria
sonaba tonta. En el segundo siguiente, ya se había ido.
Esta vez, cuando Karina la agarró y le dijo, «Ve a revisar las trampas», Nadya
no discutió.
Se había aventurado en el bosque una vez y lo haría de nuevo. Esta vez,
limpiaría y cocinaría el conejo ella misma y volvería a casa con el estómago lleno,
con la suficiente fuerza como para enfrentarse a Karina con o sin la ayuda de su
padre.
La esperanza la hizo obstinada, y cuando los primeros copos de nieve
cayeron, Nadya siguió adelante, moviéndose de una trampa vacía a la siguiente.
Sólo cuando la luz comenzó a desvanecerse, se dio cuenta de que ya no podía
distinguir las piedras blancas de Havel.
Nadya se quedó de pie bajo la nieve y se volvió lentamente, buscando alguna
señal familiar que la llevara de vuelta al camino. Los árboles eran negras sombras.
El suelo subía en una cuesta para caer de nuevo en suaves ondulaciones. La luz se
había vuelto pálida y difusa. No había manera de saber cómo volver a casa. Todo a
su alrededor era silencio, interrumpido sólo por el susurro del viento y su propia
respiración, mientras el bosque se oscurecía cada vez más.
Y entonces lo olió, caliente y dulce, una fragante nube densa con un aroma
que dejó un rastro en su nariz: azúcar morena.
La respiración de Nadya se volvió pequeños y frenéticos jadeos, y aunque el
terror dentro de ella crecía, la boca se le hizo agua. Pensó en el conejo, sacado de la
trampa, el rápido latido de su corazón, sus ojos en blanco. Algo la rozó en la
oscuridad. Nadya no se detuvo a pensar; corrió.
Corrió ciegamente a través del bosque, las ramas le rasguñaban las mejillas,
sus pies se enredaban en las zarzas cubiertas de nieve, dudando si lo que
escuchaba eran sus propias pisadas torpes o las de algo babeando a sus espaldas,
algo con muchos dientes y dedos largos y blanco que se agarraban al dobladillo de
su abrigo.
Cuando vio una débil luz parpadeando entre los árboles por delante de ella,
por un segundo delirante pensó que de alguna manera había vuelto a casa. Pero
cuando se adentró en el claro, vio que la cabaña en ruinas ante ella estaba
completamente mal. Estaba inclinada y torcida, con luces que brillaban en todas y
cada una de las ventanas. Nadie en el pueblo malgastaría velas de esa manera.
La cabaña parecía moverse, casi como si se estuviera volteando hacia ella
para darle la bienvenida. Dudó, dio un paso atrás. Una ramita se partió detrás de
ella. Salió corriendo hacia la puerta decorada de la cabaña.
Nadya cogió el tomo, y una lámpara se balanceó sobre su cabeza.
—¡Ayuda! —gritó. Y la puerta se abrió repentinamente. Entró, dando un
portazo detrás de ella. ¿Eso había sido un golpe? ¿Patas escarbando? Era difícil
escucharlo por encima de los roncos jadeos que salían de su pecho. Se quedó de
pie, con la cabeza apoyada en la puerta, esperando a que su corazón se calmara, y
sólo entonces, cuando pudo tomar una respiración completa, se giró.
El cuarto era cálido y dorado, como el interior de un panecillo, cargado de
olor a carne asada y pan recién horneado. Todas las superficies brillaban como si
fueran nuevas, alegremente pintadas con hojas y flores, animales y personas
diminutas; la pintura era tan fresca y brillante que le dolía mirarla después de las
pálidas y grises superficies de Duva.
En la pared de enfrente, una mujer se encontraba junto a una estufa negra,
que se extendía por todo lo largo de la habitación. Veinte ollas diferentes hervían
encima de ella, algunas pequeñas y tapadas, otras grandes y a punto de
derramarse. El horno que había abajo tenía dos puertas de hierro que se abrían
desde el centro y era tan grande que un hombre podría tumbarse a lo largo dentro
de él. O al menos un niño.
La mujer levantó la tapa de una de las ollas y una fragante nube de vapor
alcanzó a Nadya. Cebollas. Acedera. Pollo. El hambre hizo acto de presencia en
ella, más penetrante que el miedo y consumiéndola por dentro. Un gruñido bajo se
le escapó de los labios y se tapó la boca con la mano.
La mujer miró por encima de su hombro.
Era vieja pero no fea, y tenía una larga trenza gris anudada con un lazo rojo.
Nadya observó fijamente el lazo y vaciló, pensando en Genetchka Lukin. Los
aromas de azúcar, cordero, ajo y mantequilla, todos puestos unos sobre otros, la
hicieron temblar de deseo.
Un perro estaba tumbado hecho un ovillo en una cesta, royendo un hueso,
pero cuando Nadya lo miró mejor, vio que no era un perro en absoluto, sino un
pequeño oso usando un collar dorado.
—¿Te gusta Vladchek?
Nadya asintió.
La mujer puso una pila de platos de estofado en la mesa.
—Siéntate —dijo la mujer mientras se volvía a la cocina—. Come.
Nadya se quitó el abrigo y lo colgó en la puerta. Se quitó las húmedas
manoplas y se sentó cuidadosamente en la mesa. Levantó la cuchara, pero volvió a
vacilar. Sabía por historias que no debes comer en la mesa de una bruja.
Pero al final, no pudo resistirse. Se comió el estofado, cada caliente y sabroso
bocado, continuó con los rollos de hojaldre, ciruelas en almíbar, pudín de huevo, y
un pastel de ron con pasas y azúcar morena. Nadya comió y comió mientras la
mujer se encargaba de las ollas en la estufa, a veces tatareando un poco mientras
trabajaba.
Me está engordando, pensó Nadya, mientras los párpados se le volvían
pesados. Esperará a que me duerma, después me meterá en el horno y me cocinará para
hacer más estofado. Pero Nadya se dio cuenta de que no le importaba. La mujer puso
una manta junto a la estufa, cerca de la cesta de Vladchek y Nadya se durmió,
contenta de que al menos moriría con la barriga llena.
Pero cuando se levantó a la mañana siguiente, todavía se encontraba en una
pieza y la mesa estaba preparada, con un bol caliente de gachas de avena, una pila
de tostadas de centeno con mantequilla, y platos de brillantes y pequeños arenques
flotando en aceite.
La anciana se presentó como Magda, después se sentó en silencio, chupando
una ciruela con azúcar, mirando a Nadya comer su desayuno.
Nadya comió hasta que su estómago empezó a doler, mientras la nieve seguía
cayendo afuera. Cuando acabó, puso el bol vació en el suelo donde Vladchek lo
limpió a lametazos. Sólo entonces Magda escupió la semilla de la ciruela en su
mano y dijo:
—¿Qué quieres?
—Quiero volver a casa —dijo Nadya.
—Entonces, vete.
Nadya miró fuera, donde seguía nevando mucho. —No puedo.
—Pues bien —dijo Magda—. Ven, y ayúdame a revolver la olla.
El resto del día, Nadya remendó calcetines, lavó cacerolas, picó hierbas y
filtró siropes. Permaneció de pie delante de la estufa durante horas, con el pelo
rizándose por el calor y el vapor, removiendo las pequeñas ollas, y preguntándose
mientras tanto qué iba a ser de ella. Esa noche comieron hojas de col rellenas,
crujiente ganso asado y pequeños platos de crema de albaricoque.
Al día siguiente, Nadya desayunó panqueques empapados en mantequilla
rellenos de cerezas y crema. Cuando acabó, la bruja le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Quiero volver a casa —dijo Nadya, echando un vistazo a la nieve que caía
fuera—. Pero no puedo.
—Pues bien —dijo Magda—. Ven y ayúdame a revolver la olla.
Y así pasó el tiempo, día tras día, mientras la nieve caía y llenaba el claro con
grandes montañas blancas.
La mañana que la nieve finalmente se detuvo, la bruja le dio a Nadya tarta de
patata y salchichas y le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Quiero ir volver a casa —dijo Nadya.
—Pues bien —dijo Magda—. Será mejor que empieces a cavar.
Así que Nadya cogió la pala y abrió un camino alrededor de la cabaña,
acompañada por Vladchek resoplando detrás de ella y un cuervo sin ojos que
Magda alimentaba con migas de centeno, y que a veces descansaba en el hombro
de la bruja. Por la tarde, Nadya comió un trozo de pan negro untado con queso
blando y un plato de manzanas cocidas. Magda le dio un tazón de té caliente con
azúcar, se dio la vuelta y se fue.
Cuando finalmente alcanzó el borde del claro, se preguntó hacia dónde debía
ir. La helada ya había llegado. El bosque era una masa congelada de nieve y ramas
enmarañadas. ¿Qué la estaría esperando ahí dentro? E incluso si lograba avanzar a
través de la profunda nieve y encontrar su camino de vuelta a Duva, ¿después
qué? ¿Recibiría un vacilante abrazo de su débil padre? O peor, ¿de su esposa de
ojos furiosos? Ningún camino la podría llevar de vuelta al hogar que había
conocido. El pensamiento abrió una sombría grieta en su interior, una fisura por la
que se colaba el frío. Por un terrorífico momento, no fue nada más que una niña
perdida, sin nombre y odiada. Pudo haber permanecido allí para siempre, con una
pala en la mano, sin que nadie la buscara para llevarla de vuelta a casa. Nadya se
volteó y corrió de vuelta al cálido interior de la cabaña, susurrando su nombre en
voz baja, como si pudiera olvidarlo.
Todos los días, Nadya trabajaba. Limpiaba el suelo, el polvo de las
estanterías, cosía ropa, apartaba nieve, y quitaba el hielo de las ventanas. Pero
sobre todo, ayudaba a Magda a cocinar. No todo era comida. Había tónicos,
pomadas, pastas de olor amargo, polvos de todos los colores guardados en
pequeñas cajas de esmalte y tinturas en botellas de cristal marrón. Siempre había
algo extraño cociéndose en la cocina.
Pronto supo por qué.
Vinieron tarde esa misma noche, cuando la luna se estaba poniendo,
arrastrándose por kilómetros de hielo y nieve, en trineos y ponis peludos, incluso a
pie. Trajeron huevos, tarros de conservas, sacos de harina, fardos de trigo. Trajeron
pescado ahumado, bloques de sal, ruedas de queso, botellas de vino, latas de té, y
bolsa tras bolsa de azúcar, pues no se podía negar lo golosa que era Magda.
Lloraron por pociones de amor y por pociones ilocalizables. Rogaron volverse
hermosos, sanos, ricos.
Como siempre, Nadya permaneció escondida. Bajo las órdenes de Magda,
ella escaló alto hasta los estantes de la despensa.
—Quédate aquí y permanece callada —dijo Magda—. No necesito nuevos
rumores de que estuve robando chicas.
Así que Nadya se sentó con Vladchek, mordisqueando una galleta de
especias o chupando un trozo de regaliz negro, observando a Magda trabajar. Ella
se pudo haber anunciado a sí misma a los desconocidos en cualquier momento,
rogar que la llevaran a casa o le dieron refugio, gritar que había sido atrapada por
una bruja. Pero, en cambio, se sentó en silencio, mientras el azúcar se derretía en su
lengua, y observaba cómo se le acercaban a esta anciana, cómo acudían a ella con
desesperación, con resentimiento, pero siempre con respeto.
Magda les entregó gotas para los ojos, tónicos para el cuero cabelludo. Pasó
las manos sobre sus arrugas, golpeteó el pecho de un hombre hasta que éste
escupió bilis negra. Nadya nunca estuvo segura de qué era verdad y qué era parte
del espectáculo hasta la noche que llegó la mujer de piel de cera.
Estaba demacrada, como todos lo estaban, su rostro como una calavera de
profundos huecos. Magda le preguntó lo que le preguntaba a todo el que pasaba
por su puerta: «¿Qué quieres?» La mujer colapsó en sus brazos, sollozando,
mientras Magda le murmuraba palabras tranquilizantes, le daba unas palmaditas
en la mano, le secaba las lágrimas. Conversaron en voz demasiado baja, lo que le
impidió a Nadya escuchar, y antes de que la mujer se marchara, sacó una pequeña
bolsa de su bolsillo y vació el contenido en la palma de Magda. Nadya torció su
cuello para obtener una mejor vista, pero las palmas de Magda se cerraron
demasiado pronto.
Al día siguiente, Magda envió a Nadya al exterior a palear la nieve. Cuando
volvió para el almuerzo, se espantó al ver un guiso de bacalao. El anochecer llegó,
y mientras Nadya terminaba de espolvorear sal por los bordes del camino, el
aroma a pan de jengibre flotó hasta ella a través del claro, rico y sabroso, llenando
su nariz hasta que casi se sintió ebria.
Durante la cena, esperó a que Magda abriera el horno, pero cuando la comida
estuvo terminada, la anciana colocó una porción del pie de limón del día anterior
ante ella. Nadya se encogió de hombros. Mientras alcanzaba la crema, escuchó un
leve sonido, un gorgoteo. Miró a Vladchek, pero el oso estaba durmiendo,
roncando suavemente.
Y entonces lo escuchó de nuevo, un gorgoteo seguido de un arrullo lastimero.
Que venía del interior del horno.
Nadya se retiró de la mesa, por poco no tira su silla, y observó a Magda
atentamente, horrorizada, pero la bruja ni siquiera se inmutó.
Un golpe se escuchó en la puerta.
—Ve a la despensa, Nadya.
Por un momento, Nadya osciló entre la mesa y la puerta. Luego retrocedió,
deteniéndose sólo para agarrar el collar de Vladcheck y arrastrarlo con ella hasta la
repisa de la despensa, reconfortada por su respiración somnolienta y el cálido
pelaje entre sus manos.
Magda abrió la puerta. La mujer de la piel de cera estaba esperando en el
umbral, casi como si temiera moverse. Magda cogió unas toallas y abrió el horno.
Un grito chillón llenó la habitación. La mujer se aferró a la manilla de la puerta
cuando sus rodillas cedieron, luego se llevó las manos a la boca, mientras su pecho
se agitaba y las lágrimas bajaban por sus pálidas mejillas. Magda envolvió al bebé
de jengibre en un pañuelo rojo y se lo entregó, retorciéndose y maullando, a los
temblorosos y abiertos brazos de la mujer.
—Milaya —canturreó la mujer. Dulce niña. Le dio la espalda a Magda y
desapareció en la noche, sin molestarse en cerrar la puerta tras ella.
Al día siguiente, Nadya dejó su desayuno intacto, dejando su frío tazón de
avena en el suelo para que Vladchek lo comiera. Él levantó la nariz hacia el plato
hasta que Magda lo puso de vuelta a calentar en la estufa.
Antes de que Magda pudiera hacerle su pregunta, Nadya dijo:
—Ese no era un niño de verdad. ¿Por qué se lo llevó?
—Era lo suficientemente real.
—¿Qué le sucederá? ¿Qué le pasará a ella? —preguntó Nadya, con un toque
peligroso en su voz.
—Eventualmente se volverá solo migajas —dijo Magda.
—Y luego, ¿qué? ¿Sólo le harás otro?
—La madre estará bien muerta cuando llegue ese momento. Tiene la misma
fiebre que mató a su hijo.
—Entonces, ¡cúrala! —gritó Nadya, golpeando la mesa con su intacta
cuchara.
—Ella no pidió ser curada. Me pidió un bebé.
Nadya se pudo sus manoplas y se apresuró hacia el patio. No entró para el
almuerzo. Y también pretendía saltarse la cena, para demostrar qué opinaba de
Magda y su terrible magia. Pero cuando anocheció, su estómago estaba gruñendo,
y cuando Magda colocó un plato de pato trozado con salsa cazadora, Nadya
levantó su tenedor y cuchillo.
—Quiero ir a casa —le murmuró al plato.
—Entonces, vete —dijo Magda.
El invierno acarreaba escarcha y frío, pero las lámparas siempre brillaban
doradas en la pequeña cabaña. Las mejillas de Nadya se tornaron rosadas y su
ropa se volvió ajustada. Aprendió cómo mezclar los tónicos de Magda sin mirar las
recetas y cómo hornear una torta de almendras con la forma de una corona.
Aprendió cuáles hierbas eran valiosas y cuáles eran peligrosas, y cuáles hierbas
eran valiosas porque eran peligrosas.
Nadya sabía que había mucho que Magda no le enseñaba. Se dijo a sí misma
que le alegraba, que no quería tener nada que ver con las abominaciones de
Magda. Pero algunas veces sentía una curiosidad arañándola como una especie
diferente de hambre.
Y entonces, una mañana, se despertó con el golpeteo del cuervo ciego en el
alféizar y el goteo, goteo, goteo de la nieve derretida del alero. El sol brillaba a
través de las ventanas. El deshielo ya empezaba.
Esa mañana, Magda sirvió rollitos dulces con jamón, un plato de huevos
sancochados, y ensalada verde. Nadya comió y comió, asustada de llegar al final
de su comida, pero eventualmente no pudo tragar otro bocado.
—¿Qué quieres? —preguntó Magda.
Esta vez Nadya dudó, asustada. —Si me voy, ¿no podría…?
—No puedes ir y venir a este lugar como si sacaras agua de un pozo. No
dejaré que traigas un monstruo a mi puerta.
Nadya se estremeció. Un monstruo. Así que había tenido razón sobre Karina.
—¿Qué quieres? —preguntó Magda de nuevo.
Nadya pensó en Genetchka bailando, en la nerviosa Lara, en Betya y
Ludmilla, en las otras que ella nunca conoció.
—Quiero que mi padre se libere de Karina. Quiero que Duva sea libre. Quiero
ir a casa.
Gentilmente, Magda se acercó y tocó la mano izquierda de Nadya; primero el
dedo anular, por último el meñique.
—Piénsalo —dijo.
A la mañana siguiente cuando Magda fue a servir el desayuno, encontró la
cuchilla que Nadya había dejado ahí.
Durante dos días, la cuchilla permaneció intacta sobre la mesa, mientras ellas
medían, examinaban, y mezclaban, haciendo lote tras lote de masa. En la segunda
tarde, cuando el trabajo más difícil ya estaba hecho, Magda se giró hacia Nadya.
—Sabes que estás bienvenida a quedarte aquí conmigo —dijo la bruja.
Nadya extendió su mano.
Magda suspiró. La cuchilla destelló bajo el sol de la tarde una sola vez, de
acero Grisha resplandeciendo en su color gris opaco, y luego lo bajó emitiendo el
sonido de un disparo.
Al ver sus dedos yaciendo olvidados en la mesa, Nadya se desmayó.
Magda sanó los muñones de los dedos de Nadya, ató su mano, y la dejó
descansar. Y mientras dormía, Magda tomó los dos dedos y los convirtió en una
pegajosa comida roja que mezcló con la masa.
Cuando Nadya revivió, trabajaron lado a lado, dándole forma a la niña de
jengibre en una bandeja casi tan grande como la puerta, y luego la metieron en el
horno.
Toda la noche se horneó la niña de jengibre, llenando la cabaña de un aroma
maravilloso. Nadya sabía que estaba oliendo sus propios huesos y sangre, pero
aún así su boca se hizo agua. Durmió. Cerca del amanecer, las puertas del horno se
abrieron y la chica de jengibre se arrastró fuera. Cruzó la habitación, abrió la
ventana, y se recostó en el mostrador para enfriarse.
En la mañana, Nadya y Magda atendieron a la chica de jengibre, la
espolvorearon con azúcar, le cubrieron los labios con escarcha y le pusieron
grandes rizos de glaseado por cabello.
La vistieron con la ropa de Nadya y sus botas, y la dirigieron al camino que
llevaba a Duva.
Luego Magda sentó a Nadya a la mesa y tomó uno de los pequeños frascos
del gabinete. Abrió la ventana y el cuervo sin ojos vino a posarse en la mesa,
picoteando las migajas que quedaron de la niña de Jengibre.
Magda volcó el contenido del jarro en su palma y se la extendió a Nadya. —
Abre la boca —dijo ella.
En la mano de Magda, en un pequeña piscina de fluido brillante, yacían un
par de brillantes ojos azules. Los ojos de Hatchling.
—No tragues —dijo Magda severamente—, y no vomites.
Nadya cerró los ojos y se obligó a abrir la boca. Trató de no tener arcadas
mientras los ojos del cuervo se deslizaban en su lengua.
—Abre los ojos —le ordenó Magda.
Nadya obedeció, y cuando lo hizo, el cuarto había cambiado por completo. Se
vio a sí misma sentada en una silla, con los ojos aún cerrados y Magda a su lado.
Intentó levantar las manos, pero descubrió que unas alas se elevaron en su lugar.
Saltó en sus pequeñas patitas de cuervo y soltó un graznido de sorpresa.
Magda la ahuyentó hacia la ventana y Nadya, exaltada por la sensación de
sus alas y el viento que pasaba entre ellas, no percibió la tristeza en la mirada de la
anciana.
Nadya aleteó alto en el aire en un gran arco, mojando sus alas, aprendiendo a
sentirlas. Vio el bosque extenderse a sus pies, el claro, y la cabaña de Magda. Vio
las Petrazoi a los lejos y, bajando un poco, vio el sendero que había seguido la chica
de jengibre. Ella se abalanzó y esquivó los árboles, sin temor al bosque por primera
vez desde que tenía memoria.
Voló en círculos sobre Duva, vio la calle principal, el cementerio, los dos
nuevos altares. Dos niñas más murieron durante el invierno mientras que ella
engordaba en la mesa de la bruja. Ellas serían las últimas. Chilló y se lanzó al lado
de la chica de jengibre, dejándola en la delantera, su soldado, su campeona.
Nadya observó desde un tendedero mientras la chica de jengibre cruzaba el
claro hasta la casa de su padre. Desde adentro, se escuchaban voces discutiendo.
¿Acaso él sabía lo que Karina había hecho? ¿Había comenzado a sospechar su
verdadera naturaleza?
La chica de jengibre golpeó la puerta y las voces se callaron. Cuando la puerta
se abrió, su padre escudriñó la oscuridad. Nadya se sorprendió al ver lo mal que lo
había dejado el invierno. Sus anchos hombros parecían encorvados y delgados, e,
incluso desde la distancia, ella pudo ver la piel que colgaba de su cuerpo. Esperó
que él gritara de horror al ver al monstruo parado ante su puerta.
—¿Nadya? —jadeó Maxim—. ¡Nadya! —Apretó a la chica de jengibre entre
sus brazos mientras lloraba.
Karina apareció detrás de él en la puerta, cara pálida, ojos grandes. Nadya
sintió un poquito de decepción. De alguna manera, había esperado que Karina le
diera un vistazo a la chica de jengibre y se convertiría en polvo, o que el ver a
Nadya viva y sana en la puerta la obligaría a confesar.
Maxim condujo a la chica de jengibre adentro y Nadya aleteó hacia la ventana
para espiar a través del vidrio.
La casa lucía más estrecha y gris que nunca comparada con la acogedora
cabaña de Magda. Ella vio que la colección de muñecas de madera sobre la repisa
de la chimenea había aumentado.
El padre de Nadya acariciaba el quemado brazo de la niña de jengibre,
llenándola de preguntas, pero la chica de jengibre permaneció en silencio,
calentándose con el fuego. Nadya ni siquiera estaba segura de que pudiera hablar.
Pero Maxim no pareció notar su silencio. Él continuó hablando, riendo,
llorando, moviendo su cabeza con asombro. Karina se cernía a sus espaldas,
observando como siempre lo hacía. Había miedo en sus ojos, pero algo más,
también, algo preocupante que casi parecía gratitud.
Luego Karina dio un paso al frente, tocó la suave mejilla de la chica de
jengibre y su cabello de glaseado. Nadya esperó, segura de que Karina sería
chamuscada, que emitiría un grito cuando la piel de su mano se saliera como
corteza, revelando no huesos sino ramas y la monstruosa forma de la khitka debajo
de su bella piel.
En cambio, Karina inclinó la cabeza y murmuró lo que pudo haber sido una
oración. Tomó su abrigo del gancho.
—Voy a la casa de Baba Olya.
—Sí, sí. —dijo Maxim, distraído, incapaz de desviar la atención de su hija.
Se está escapando, notó Nadya con horror. Y la chica de jengibre no iba a hacer
nada para detenerla.
Karina envolvió su cabeza con una bufanda, se colocó sus guantes, y salió por
la puerta, cerrándola a sus espaldas sin una pizca de duda.
Nadya saltó y graznó desde el alféizar de la ventana.
Yo la seguiré, pensó. Le picotearé los ojos.
Karina se agachó, recogió una piedra del suelo, y se la arrojó a Nadya.
Nadya soltó un graznido de indignación.
Pero cuando Karina habló, su voz fue gentil. —Vuela lejos ahora, pequeña
ave. —dijo—. Algunas cosas es mejor dejarlas ocultas. —Y luego desapareció en la
oscuridad.
Nadya movió sus alas, insegura de qué hacer. Volvió a asomarse por la
ventana.
Su padre tenía a la chica de jengibre en su regazo y le acariciaba el cabello
blanco.
—Nadya —decía una y otra vez—. Nadya. —Le acarició la carne marrón de
su hombro, presionó sus labios contra su piel.
Afuera, el pequeño corazón de Nadya latía contra sus huesos huecos.
—Perdóname —susurró Maxim, las lágrimas en sus mejillas disolviéndose en
la suave cubierta del cuello de la chica.
Nadya se estremeció. Sus alas golpearon el vidrio, realizando marcas inútiles,
desesperadas, en su superficie. Pero la mano de su padre se deslizó bajo el
dobladillo de su falda, y la chica de jengibre no se movió.
No soy yo, se dijo Nadya. En realidad no. No soy yo.
Pensó en la inquietud de su padre, en sus caballos perdidos, en su preciado
trineo. Antes de eso... antes de eso, chicas habían desaparecido de otros pueblos,
una aquí, otra allá. Historias, rumores, crímenes lejanos. Pero luego la hambruna
había llegado, el largo invierno, y Maxim se había visto atrapado.
—Traté de parar —dijo mientras acercaba a su hija—. Necesito que me creas
—rogó—. Di que me crees.
La chica de jengibre permaneció en silencio.
Maxim abrió su húmeda boca para besarla de nuevo y el sonido que emitió
fue entre un gemido y un suspiro mientras sus dientes se clavaban en su dulce
hombro.
El suspiro se tornó en sollozo mientras mordía.
Nadya observó a su padre consumir a la chica de jengibre, mordida tras
mordida, miembro por miembro. Lloró mientras comía, pero no paró, y para el
momento en que terminó, el fuego se había apagado en la chimenea. Cuando
acabó, se estiró en el suelo, su estómago extendido, sus dedos pegajosos, su barba
llena de migajas. Sólo entonces el cuervo se fue.
Encontraron al padre de Nadya allí la mañana siguiente, su interior
destrozado y apestando a podrido. Él había pasado toda la noche de rodillas,
vomitando sangre y azúcar. Karina no había vuelto a casa a ayudarlo. Cuando
levantaron las tablas del suelo manchado de sangre, encontraron cosas
amontonadas, entre ellos, un libro de oraciones para niños, un brazalete de cuentas
de vidrio, el resto del brillante lazo rojo que Genetchka había usado en su cabello la
noche del baile, y el delantal blanco de Lara Deniken, decorado con bordados
cuyos hilos estaban impregnados de sangre. Sobre la chimenea permanecieron las
muñecas de madera.
Nadya voló de regreso a la cabaña de la bruja, volvió a su cuerpo, a las suaves
palabras de Magda y a las lamidas de Vladchek en su mano. Pasó largos días en
silencio, trabajando junto a Magda, sólo comiendo pedacitos de comida.
No pasaba el tiempo pensando en su padre, sino en Karina. Karina quien
había encontrado formas de visitarlos cuando la madre de Nadya estaba enferma,
quien había llenado las habitaciones cuando Havel se fue, manteniendo a Nadya
cerca. Karina quien había llevado a Nadya al bosque, para que su padre no pudiese
abusar de nada, más que un fantasma. Karina quien se había entregado a un
monstruo, con la esperanza de salvar a una sola chica.
Nadya limpió, cocinó y arregló el jardín, y pensó en Karina sola con Maxim
durante el largo invierno, temiendo su ausencia, anhelándola, buscando en la casa
algo que probara sus suposiciones, sus dedos rebuscando en los pisos y gabinetes,
intentando encontrar los secretos escondidos por las manos astutas del carpintero.
En Duva, se hablaba de quemar el cuerpo de Maxim Grushov, pero al final lo
enterraron sin las oraciones santas, en tierra rocosa donde, hasta hoy en día, nada
crece. Los cuerpos de las chicas desaparecidas nunca fueron encontrados, aunque
ocasionalmente algún cazador se encontraba con un grupo de huesos en los
bosques, un peine de concha marina, o un zapato.
Karina se mudó a otro pequeño pueblo. ¿Quién sabe qué le sucedió? Sólo
pocas cosas buenas les suceden a mujeres solitarias. El hermano de Nadya, Havel,
hizo servicio en la campaña del norte y volvió a casa como un héroe. Y Nadya, ella
vivió con Magda y aprendió todos los trucos de la anciana, es mejor no hablar de la
magia en una noche como esta. Algunos dicen que cuando la luna esta creciente,
Nadya se atreve a hacer cosas que ni Magda intentaría.
Ahora sabes qué tipo de monstruos acechaban los bosques cerca de Duva, y
que si alguna vez te encuentras con un oso de collar dorado, serás capaz de
saludarlo por su nombre. Así que cierra tu ventana fuertemente y asegúrate de que
el pestillo esté trabado. Las cosas oscuras tienen la capacidad de deslizarse entre
los lugares más estrechos. ¿Tendremos algo bueno para comer?
Pues bien, ven, y ayúdame a revolver la olla.
≈ Traductora a cargo
Valen JV
≈ Traductoras
Lauraef
Rox2929
PaolaPotterhead
Mussol
Azhreik
Anvi15
Valen JV
Livewings
Viveka
KatherineG5
Flor_18
LUCESITA
Eliana
Nikki*
MaarLOL
≈ Corrección, revisión general.
Valen JV
≈ Diseño
Pamee
Muchísimas gracias (nuevamente) a Azhreik y Mussol por ayudarme a mí y al resto
de las traductoras mientras se traducía el libro.