Hacia Tierra Firme

Hacia Tierra Firme
TNNV-IM Edwin Ortega Sevilla
Hacia Tierra Firme
Título original:
Hacia Tierra Firme
Edwin Ortega Sevilla
De esta edición:
© 2009 MIHRÓ Editores
Supervisión Editorial:
Diseño de cubierta y diagramación:
MIHRÓ Comunicación Visual
Corrección de estilo:
Raúl Almendariz
Impresión:
Imprenta
Impreso en Quito - Ecuador
ISBN
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electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin permiso previo por escrito
de la editorial.
A mis hijos:
Edwin Luis, Juan Sebastián y Gabriel Alejandro,
y a todos aquellos ecuatorianos que hacen
Patria a su manera...
Palabras Iniciales
C
uan reconfortante resulta que en nuestra sociedad, al vivir en estos días una gran cantidad de cambios, que abarcan aspectos de
carácter político administrativo, socio económicos, etc. sin tener una clara visión promisoria de
futuro, encontremos una publicación donde su autor, se
permite presentar sus experiencias como ser humano,
como profesional, como marino, que por sobre la apatía y la comodidad, ha poblado de ideales su juventud y
demuestra haberlos servido con fe entusiasta, comprendiendo que el real éxito en la vida es el saber atesorar
esas fuerzas morales que cada uno guarda en su interior,
en una zona inmensamente rica e inexplorada en la que
los límites se expanden en la medida que nos desarrollamos mental y espiritualmente, que permiten observar un
sincero sentimiento por el cumplimiento de sus deberes,
su éxito en todos los desafíos en que se ha comprometido y que como ser humano es una demostración de su
dignidad.
En el trabajo realizado y a través de su lectura existen
diferentes aspectos a resaltar, quizá uno de los más importantes es la influencia de su señor padre, distinguido
oficial del Ejército, que por esos designios incomprensibles, enfrentó prematuramente a la muerte, con valentía
y lucidez, cuyo recuerdo enseñó a la familia, pese al dolor,
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a adaptarse a la naturaleza, mirar al futuro con optimismo, a una vida llena de esfuerzos continuos y ordenados,
para vencer con éxito cualquier desafío presentado.
La variada e interesante lectura de sus capítulos,
permite reflexionar que no basta en la vida pensar en
un ideal, hay que aplicar todo el esfuerzo para su realización. El detalle con que relata sus experiencias en su
vida colegial, los retos que observó, en cada uno de sus
difíciles cursos que la Armada del Ecuador, exige a sus
miembros de acuerdo a la especialidad, llevar la representación del país en otro continente, como parte de las
Fuerzas de Paz de la ONU, son entre otros, ejemplos de
energía y entusiasmo que el autor se impuso a lo largo
de su corta y exitosa carrera naval, manteniendo siempre
juntos el pensamiento y la acción, como brújula que guía
y hélice que empuja para ser eficaces.
La confianza ganada en sí mismo, sin duda aumentará su fe en la Institución, sobreponiéndose día a día
en las imperfecciones de la realidad y concibiendo en
la imaginación sus perfecciones posibles; uniéndose a
aquellas personas que tienen ideales positivos, que piensan, sin detenerse por la incomprensión de los demás y
sin perder el tiempo en discutirlo con los que no lo han
pensado.
Quienes tengan la oportunidad de leer y reflexionar
sobre el trabajo preparado por el TNNV-IM Edwin Ortega, comprenderán la utilidad de tomarlo como ejemplo de superación, de valentía para vivir por sus ideales,
de voluntad para prepararse en el intrincado ejemplo del
mando naval.
Jorge Endara Troncoso
VICEALMIRANTE
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I
Un Recuerdo Necesario,
Doloroso y Aleccionador
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Hacia Tierra Firme
R
osa María, no te descuides de la bebé, fíjate que ya llevamos
horas de viaje y aún sigue dormida. –¿Cómo se encuentra?,
decía el Mayor mientras conducía, extenuado, su camioneta.
–Mucho mejor -respondía la hermosa joven ambateña. Podremos, entonces, disfrutar de las largas autopistas y verdes paisajes del
Estado de Carolina del Norte.
–Trata de ponerle el biberón de agua, con este sol necesitará hidratarse, -agregaba nuestro padre.
Entretanto, mi hermano Carlos y yo, disfrutábamos del paseo.
Éramos los niños más felices del mundo. Teníamos cinco y cuatro
años respectivamente. Jugueteábamos en la Ford station año 80 color
celeste. Por más largo que pareciere un viaje, siempre sonreíamos
y molestábamos con la sana inquietud propia en los niños de esa
edad.
De pronto, la camioneta paró súbitamente. En un país lejano y
ajeno las cosas se complicaban. Estábamos perdidos.
Mi padre aparcó a un lado de la carretera. Regresó su mirada por
el retrovisor y sonriendo dijo: un premio para quien me diga ¿que
ruta tomar? -mientras su mirada cautiva y profunda volteaba por sobre mi madre, la bebé y nosotros. Nos embargó un silencio sepulcral,
a más de la falta de una respuesta, se percibía la nostalgia, aquella
que auguraba la impotencia de no poder hacer nada, de someternos al misterio doloroso del destino. Aquel que imprimía la ausencia
anticipada de su presencia, la de vivir una de las últimas ocasiones
juntos. No quedaba otra opción que reírse de la vida, disfrutarla,
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añorarla, amarla. –Papi, el mapa está en la guantera. -Dije- tratando
de atinar el real rumbo que tomarían nuestras vidas, como queriendo perennizar esos instantes para toda la eternidad y orientándonos
hacia el sendero de la resignación.
Mi padre, con gesto armonioso nos volvió su mirada; esta vez nos
empaparía con sus bigotes bellos y labios dulces, tan dulces como el
beso de un padre que se iba para siempre. Él fue un destacado oficial
del arma de Fuerzas blindadas, gran parte de su tiempo lo dedicó
a las Fuerzas Especiales, fue uno de los pioneros del Paracaidismo
Militar ecuatoriano.
Mis abuelos siempre orgullosos me detallaban como él se había
enrolado. En principio había dado pruebas para la Fuerza Aérea,
pero algún problema en la vista lo dejó fuera de esa rama de las
Fuerzas Armadas. Mi abuela Maminita solía prepararme un batido
espeso de guineos y huevo, decía que mi Papá lo llamaba el batido de
los pobres, pero debió haber sido con sentido figurativo, pues, de pobre no tenía nada, al menos daba energías para cualquier actividad
exigente, propia de la carrera militar.
Mientras tanto mi “Taty”, el abuelo Carlos, quien demostró una
fuerza extraordinaria para trabajar, me decía casi siempre en sollozos y, con ojos idos y tristes debido a la pérdida de sus dos hijos y
un nieto, que mi papá había sido muy valiente al sobrellevar en los
últimos años de su vida tan terrible enfermedad.
Mi Padre sirvió en el Ejército por más de veinte años, alcanzó el
grado de Mayor. Estuvo en la Brigada “Galápagos” de Riobamba,
en la Escuela Militar “Eloy Alfaro”, Escuela Superior Naval “Comandante Rafael Morán Valverde” y Escuela de Perfeccionamiento como instructor y profesor. Fue experto en selva con el curso de
Tigres, Contrainsurgencia, Comandos; complementándose con los
cursos de Paracaidismo Militar y de Jefes de Salto. En su Arma,
Fuerzas blindadas, alcanzó la preparación completa en los tanques
de guerra de la época. Sirvió en el oriente ecuatoriano, lugares tan
lejanos como Lagartococha, Tiputini y Montalvo. Estuvo también
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Hacia Tierra Firme
en Playas, El Guabo y Saraguro comandando los distintos Grupos
Mecanizados existentes en el sector.
Su diario trajinar como soldado, padre y esposo era normal, hasta
que cierto día le aparecieron unas manchas extrañas, a lo que los galenos de la época simplemente le denominaron cáncer a la piel. Muy
insensiblemente le dijeron:
–Mi Mayor, con todo el respeto, pero le queda un año de vida.
Un soldado con esa fortaleza, psicológica, moral y física, de pronto
sometido a una de las más duras pruebas, al repentino e inexplicable
¡Alto!: usted no puede vivir más. En cuestión de minutos, toda una
vida se volvía pasado, una cinta cinematográfica en reversa.
Volvía a recordarse la niñez, la familia, la milicia, sus hijos, su
esposa… todo coartado por la dolorosa enfermedad.
Por qué estos males, por qué deben permanecer aún entre nosotros, si hemos llegado al espacio, al fondo del mar, descifrado casi en
su totalidad el genoma humano, la clonación; el hombre ha hecho
cosas tan increíbles, sin embargo, hasta ahora no existen visos claros
de encontrar una cura para el sida o el cáncer. La limitación humana
nunca entenderá, irse inesperadamente de este mundo, más aún sufriendo, un cuerpo orgánicamente destruido, pese a una mente fuerte y lúcida como para tomar decisiones hasta el último de sus días.
Todo se fue. Quien tuvo que soportar en carne propia el sufrimiento de mi papá fue mi madre. Asumió el último año de vida del
soldado, en Washington, junto a mi tío Santiago.
El Ejército en correspondencia a la brillante carrera del joven oficial
optó por enviarle como Agregado Militar Adjunto a la Embajada del
Ecuador en los Estados Unidos de Norteamérica con el fin de que se le
pueda ofrecer un tratamiento oportuno; o al menos aliviar el dolor que
la metástasis le producía en las distintas partes de su cuerpo.
Éramos muy pequeños para comprender lo que sucedía. Pero
sentíamos, sabíamos que nuestras vidas en aquel mil novecientos
ochenta no eran normales. Las otras familias sonreían, nosotros difícilmente lo hacíamos, quisimos ser niños felices pero no fue fácil;
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queríamos jugar, disfrutar como nuestros vecinos, empero nuestro
sufrimiento hacía que todo lo que era luz y alegría nos sea vedado.
Sabíamos que la vida de nuestro padre estaba en lucha con su propio
destino; no podíamos entender que el destino, implacable, sentenciaba a una muerte que se venía y a una vida que se iba...
Sencillamente mi padre comenzaba su dolorosa partida, decidió
no aferrarse más a la vida y más bien anhelaba que nosotros, mi madre, mis hermanos y yo, la recibamos “preparados”, con cierta dosis
de inocencia, incluso de insolencia, pues él se encargó de que ese
año, el último de su vida represente lo que para mí ha sido, es y será
su perenne presencia a través de no sólo sus genes; sino de su vivo
ejemplo, de su humano amor y sobre todo de su estela de servicio,
humildad, valentía y sacrificio.
El sol radiante, el ambiente fresco del clima templado ambateño
pintaban el amanecer de un nuevo día. En las calles, la innegable
hospitalidad paisana, gente que iba y venía a lo largo de la Avenida
Cevallos, con la impetuosidad laboriosa de un pueblo que no sólo
había recibido las omisiones típicas del centralismo sino, inclusive, de
la propia naturaleza encargada de atentar contra su ritmo vital.
Ese fue el entorno que matizaba a un pueblo luchador, cuna de
poetas, ensayistas, historiadores y cosmopolitas por excelencia. Urbe
que surgió del espíritu inveterado de los suyos que luego de haber
sido destruida por la fuerza inevitable de la naturaleza en el terremoto de 1949, fue reconstruida con la jornadas, cuya euforia de civismo
y gratitud se plasmaría por siempre en la Fiesta de las Flores y de
las Frutas, uno de los carnavales más famosos y alegres del mundo.
Quizá cada pueblo tenga su propia historia, pero ésta representaba
la fiel complicidad del escenario adecuado para señalar el derrotero,
aquel que más de un niño seguiría en pro de mantener los valores
más profundos de patriotismo y de servicio a un pueblo, fraguados
desde las filas castrenses.
Nuestra familia era numerosa. Mi mamá en su primer matrimonio procreó tres hijos. En sus segundas nupcias llegamos a tener
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dos hermanos más. La fortaleza y la perseverancia para alcanzar
las metas fueron factores predominantes en su personalidad. Haber
superado la muerte temprana de mi padre y soslayado un sinnúmero
de problemas tras ella, determinaron una férrea voluntad para salir
adelante y educar a sus hijos con exigencia y dedicación. Siempre
quiso que fuésemos los primeros de la clase, muchas veces lo conseguíamos pero en ocasiones cometíamos travesuras que motivaban a
que recibiéramos las justas reprimendas.
Ella, una joven y guapa ambateña, hija de Doña Fanny Abad
y del Dr. Carlos Sevilla. Sus hermanos Carlos, Santiago y Carmen
Fernanda también crecieron en la sociedad cosmopolita ambateña.
Un trágico accidente de Agosto de 1969 los dejó huérfanos de padre a temprana edad. Mi abuelo Carlos fue un reconocido escritor
ambateño, lideró varios centros para hombres de letras, filósofos y
emprendedores de la ciudad culta. Fue rector del tradicional Colegio Nacional Bolívar y miembro de honor de la Casa de la Cultura
del Tungurahua. Su memoria fue perennizada con su relato “llanto
seco” y el hecho de permitir que sus restos mortales descansaran
bajo el árbol de Moros, junto a ilustres escritores como Luis A. Martínez, Juan Benigno Vela, significó el justo reconocimiento que Ambato profesaría por él.
Mientras la ciudad crecía imperceptiblemente, nuestra familia trataba de adaptarse al nuevo ritmo de vida. Ambato era la ciudad que
poco o nada había cambiado desde los años cincuenta; sin embargo, su
gente hospitalaria y trabajadora buscó expandir el fruto de su esfuerzo
hacia sus afueras. La metrópoli seguía irreverentemente, invariable.
Acertadamente mi madre nos matriculaba en una de las nuevas
escuelas de la urbe, la Atenas, de corte neoliberal y objetivos pujantes. Esperaba una revolución educativa altamente competitiva,
una implosión académica que a la postre hizo que sus estudiantes
trascendieran a sus exigencias. Siendo retrospectivo, en esos días me
dedicaba, en forma aparente, a calentar el puesto y, desde las aulas,
a inmiscuirme en el mundo social de la ciudad.
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El olor de las tostadas de queso y jamón era la señal de que el
recreo se aproximaba, salíamos embebidos de alegría, eran nuestros
primeros pasos en la vida estudiantil. La señora Blanquita, relativamente joven para ser maestra, no pasaba de los treinta años, conducía, con cariño, a sus pupilos. Nos hacía sentir niños muy felices, queridos y pacientemente guiados. Pasaban los días y la Señora
Blanquita nos enseñaba las primeras habilidades manuales, a jugar
con la plastilina, a coser un botón en un pedazo de tela y a escoger el
baño adecuado cuando lo necesitábamos.
–Niño Luis, ¿qué está haciendo?, -preguntaba la maestra con tono
más de admiración que de preocupación, era una mañana veraniega
de la serranía. Obvio a mi impetuosa inquietud, no tanto por el hecho de calificarme como un niño hiperactivo, sino más bien por mi
inclinación a las travesuras y curiosidades propias de la edad. Fueron
los primeros años de mi vida consiente, el quinto de vida en que el
ser humano aglutina las experiencias intrauterinas, trastocadas por
sus genes, comenzaban a construir la personalidad que se imprimiría
a lo largo del resto de mi vida. Ergo de lo exultante de esta edad, de
la inocencia que en grado sumo se iba perdiendo conforme los años
pasaban; los primeros fueron marcados por el hito de aprender y
asimilar. Todo, absolutamente todo, se apuntaba a lo que algún día
seríamos: un adulto.
–Blanquita, estamos preparando una tunda1 para jugar con el
resto de mis compañeritos -respondía atisbando al resto de los niños
que siempre esperaban que yo tome la iniciativa, inclusive, en los
momentos de mayor apremio. Siempre nos ideábamos para pasarla
bien, al menos en Finados2 cuando disparábamos arvejas secas con
tubos de hasta un metro de largo, sí que hacían daño. Fastidiábamos
a las niñas de mil y una formas, era parte de la identidad que cada
uno de nosotros iba adquiriendo a lo largo del kindergarten. Cuando
1. Tubo de 5 milímetros de diámetro y de 30 a 100 centímetros de largo. Utilizado por los niños especialmente para lanzar arvejas secas en Finados.
2. Fiesta Nacional en la cual se honra a los difuntos.
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regresábamos a casa con los reportes en mano, lo que más teníamos
en mente era la reacción de nuestros padres, en mi caso, el temor que
imprimió mi madre debido a que mi hermano Carlos Gustavo, mi
hermana Rosa María y yo éramos castigados por cualquier travesura
que hacíamos, los métodos no eran placenteros por cierto.
Los fines de semana que el señor Mariño nos llamaba a la nueva escuela, construida en la parroquia rural de Izamba, íbamos ya
preparados. Sebastián y su primo el Suco llevaban los silbadores y
sonajeros, yo el tubo de la absorvedora de la casa, obviamente sin el
consentimiento de mi madre. En el receso de las diez de la mañana
preparábamos el “arsenal”, lo dejábamos listo para emplearlo.
Era un sábado de aquellos en Izamba, un cielo azul despejado
y el sol canicular, típico en esas bellas tierras serranas, cuando llegó
la hora de “apuntar” las “armas”. Era el tubo de la absorvedora
enfilado desde la ventana hacia la torre de papeles higiénicos que
había en un aula y que seguramente era el producto de la aportación
individual de cada niño.
–¡Listos! ¡Fuego!, a mi señal prendíamos fuego al silvador.
Los primos húngaros, camuflados, si se puede decir así, detrás de
una gran pared fuera del aula, “disparaban”. Además, cumplían la
misión de obsevar sin ser vistos, propio de los francotiradores profesionales. Nuestra “travesura” se convertiría en pesadilla: el aula del
3 “A” al parecer estaba vacía, sin embargo, justo aquel sábado, el
conserje de la escuela pasó revista de aseo a todas las aulas; al momento de ingresar percibió el olor a quemado, la torreta de papeles
higiénicos comenzó a arder; el nerviosismo lo atacó y tocó la alarma
de incendio general en la escuela, cuando apenas se quemaba un rollo de papel, sobre el suelo encementado y sin riesgo de propagación.
Bastó un alumno del sexto grado, compañero nuestro, quien con una
simple pisoteada acabó con el conato. El conserje en apuros, entre
idas y venidas, nos divisó e inmediatamente fuimos reportados. La
travesura nos costó cero en conducta que, de no ser por nuestro buen
comportamiento a lo largo del año, hubiéramos reprobado el sexto
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grado. El juego con los sonajeros navideños grabaría nuestras vidas
para siempre.
Siempre lo admití, esa travesura pudo haber causado daños mayores, sin embargo, poco a poco, nos fuimos reorientando. Ello fue
ejemplo para todos los niños de la escuela, esos actos no debían
permitirse, pues, cualquier juego con explosivos navideños debía
realizarse en lugares abiertos, sin atentar contra nada material,
peor en contra de las personas. La amonestación y ese cero en conducta nos sirvió para aprender amar nuestra integridad, la propiedad privada y evitar travesuras que pudieran, a la postre, causar
graves consecuencias.
Mi madre, en una ocasión, cuando nos enseñaba a rezar antes de
dirigirnos a la cama, nos dijo:
–Hijos míos. El hecho de que su padre no esté ahora físicamente
con nosotros no significa que él se haya alejado para siempre. Su
vivo ejemplo y la forma en que se entregó en vida a ustedes y a mí siguen latentes. Si se llegan a sentir abatidos cuando vean a otros niños
con sus padres, piensen simplemente que Dios tuvo para nosotros
otro destino. Nos hemos fortalecido a lo largo de los últimos años.
El trauma de su ausencia lo hemos ido superado lentamente, pero
superando. Ustedes son unos niños bendecidos por Dios y gracias a
Él están por buen camino. Ahora la meta es unirnos cada vez más
y salir adelante en la difícil competencia de vivir en sociedad. Todo
el esfuerzo de mi madre por nosotros, su generosidad al referirse a
nuestro progenitor, darían a futuro los resultados que ella esperaba.
Nunca la defraudamos.
Nuestra nueva familia era nada más y nada menos del grupo de
“poder” de la urbe. Tenía en su seno hombres intelectuales, políticos, empresarios y hacendados. Organizaban paseos anuales a los
que asistíamos todos o casi todos los miembros de la familia. Nos
sentíamos incómodos en muchos aspectos; es más, nunca logramos
acoplarnos a esa forma de vida. Carros lujosos, ropa cara y de moda,
vacaciones anuales al extranjero, navidades materialistas; en fin, la
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vida era extremadamente superficial, a pesar que compartíamos con
innúmeros amigos.
Mi madre hizo lo mejor que pudo con nosotros, inclusive nuestra
nueva familia nos demostró muchas veces cariño; anhelaban que nos
acoplemos a su ritmo de vida; mas nos era un poco difícil ya que, en
primer lugar, el padre de mis hermanos no tenía la capacidad para
darnos los lujos que ellos se daban; y, segundo, al final de cuentas no
éramos parte de ellos, nunca lo fuimos.
A pesar de todo, aprendimos mucho. Nos dimos cuenta que el
dinero no era todo en la vida, que la posición social no daba más que
un status frágil que en cualquier momento bien podría derrumbarse.
Conocimos gente, en aquella familia, que verdaderamente mostró
humildad, solidaridad con los demás; y, sobre todo respeto para con
nosotros y nuestra madre.
La relación con el padre de mis hermanos gradualmente se había
deteriorado. Fueron diez años en que él no supo aprovechar el privilegio de guiar a sus hijos, propios y ajenos, por el sendero de la felicidad. Quizá tuvo todas las ganas, más nunca emprendió realmente
sus obligaciones. En el ir y venir del tiempo mi madre hizo las veces
de padre y madre. Hasta que un día no soportó más.
La casa primera del Condominio Callejas estaba vacía, nadie me
abría la puerta. Miré de reojo por el ventanal, todo estaba vacío.
Un vecino que veía con asombro mi insistencia supo decirme que la
señora había partido con sus cuatro hijos. Una vez más, éste era otro
fallo de mi madre.
Nuevamente se venía otra vida; a mis quince años nuevos retos,
nuevas caras, nuevo rumbo. Mi madre había tomado una nueva y
valiente decisión. Es lo único que podía pensar en aquel entonces.
Nunca más volvimos a ver al padre de mis hermanos. Supimos, tiempo después, que comenzó a ahogar sus penas en el alcohol. Había
perdido lo más valioso para un padre: ser el líder de sus hijos.
La labor invaluable y sabia de mi abuela Fanny determinó que
no nos estancáramos. Su entrega y apoyo desinteresados para con
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mi madre repercutió para que todo tome forma de familia. Aún sin
la figura paterna, ella nos dio un nuevo motivo para luchar, para
surgir y para renovarnos. Mi Maminita, abuela paterna, recordaba
con profundo amor y emoción a su hijo militar, mi padre, no dudó
en brindarme acogida en la tradicional recoleta, zona centenaria y
llena de historia, principalmente por el Complejo Ministerial y por
saberse testigo, en más de una ocasión, de hechos que cambiaron el
rumbo de nuestra nación. Sería el lugar en donde pasaría mi pubertad rodeado por la diaria motivación de la imagen paterna que la
tuve hasta los cinco años de edad. Para esos días, mi edad no pasaba
de los doce.
La casa estaba ubicada en la calle Vela, reitero, en el legendario,
barrio de la recoleta, en los bajos del Panecillo. Los pasajes aledaños
aun conservaban el labrado y empedrado propios de las construcciones de inicios del siglo XX y anteriores. La infraestructura de las
casas iba cambiando poco a poco, sin embargo, quedaban algunas
que, a cambio del concreto, bloque o ladrillo modernos, persistían en
la mezcla de piedra y adobe. Era impensable saber constatar cómo
este tipo de viviendas sobrevivían a los feroces inviernos capitalinos.
Para llegar a la casa de los abuelos había que alcanzar el final de
la calle. Subir casi en empinada hasta toparse frente a frente con los
graderíos, doscientos cincuenta en total, que conducían al Panecillo. El
número 328 empotrado en una vieja placa que alguna vez fue púrpura
indicaba que ésa era la casa. Una casa un tanto desordenada en su
diseño. Aparentemente lejos una edificación de tres pisos, sin embargo,
el abuelo Carlos, mi Taty, se esmeró porque sean hasta cinco los pisos
que formarían todo el conjunto. Su tono era blanco para ciertas temporadas, crema para otras; apenas se apreciaba una ventana grande que
daba a la calle Vela, el resto de dormitorios y departamentos daban a
su interior.
La puerta de entrada principal, no era otra cosa que dos fierros antiguos, sin ningún adorno especial; es más, había siempre disponible
una cadena casi oxidada con unos treinta eslabones pesados que
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colgaba de los filos y que, por órdenes de Maminita debía ser siempre colocada con el candado por seguridad de la casa. Todo era tan
grotesco, se sumaba un oscuro y tétrico zaguán donde se percibía
un olor a viejo, en el primer piso, debido a que los inquilinos eran
desordenados y desaseados.
Las gradas que conducían al piso principal guardaban en sus paredes los garabatos de todos los nietos, cada uno había impreso su
huella traviesa de niñez; en ellas se perennizaban desde bosquejos de
firmas hasta dibujos, bolitas de plastilina, rayados con crayón, manitas de acuarela, etcétera.
Una fea y negra puerta establecía el límite entre patio y gradas.
Aquí Fico y Fitona, dos french puddle, daban siempre la bienvenida
a propios y extraños; ya estábamos en su vejez cuando decidí vivir en
la calle Vela. A pesar de lo antiestético del ingreso al patio principal,
donde vivía con ellos, el departamento principal era viejo pero muy
bien conservado. Maminita lo tenía brillando, la sala impecable, iluminada con candelabros y con todos sus focos deslumbrantes. La
alfombra de la habitación que compartía con ella era aspirada con
frecuencia, debido a la sinusitis que por mucho tiempo fue la peor de
mis afecciones. Mientras tanto, la otra habitación, la del abuelo, tenía dos camas y un inmenso armario donde guardaba, cual reliquia,
ciertos efectos personales que aún conservaba de mi padre. Ésta era
la habitación que tenía la ventana hacia la Vela. Desde aquí veíamos
quien transitaba frente a la casa.
El baño era de uso común, era casi misión imposible encontrarlo
impecable en alguna hora del día, especialmente cuando los nietos
estábamos de vacaciones. En efecto, éste era uno de los dolores de
cabeza de la abuela que no encontraba momento oportuno para
proceder con una buena limpieza.
Ella siempre se esmeró porque nos alimentásemos bien, especialmente quienes vivíamos junto a ella: mi abuelo Carlos, la familia
de mi tío que habitaba en el segundo piso y yo, recién llegado de
la ciudad de los Tres Juanes, Ambato. Nunca nos faltó alimento en
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Edwin Ortega
la mesa, mi Tío Pablo y mi Taty, trabajadores por excelencia, no
desmayaban en su anhelo de mejores días, no sólo de sus propios
núcleos familiares sino de todos nosotros: sobrinos, nietos, hermanos,
hermanas, inclusive, primos.
Casi siempre, teníamos que pasar por casa de Don Tapia, un simpático anciano que solía levantar su cansina mano para saludarnos
al paso de la camioneta del Taty. Para bien o para mal, el abuelo,
a lo largo de su vida, tuvo que abrirse campo en el duro mundo de
los choferes y del no fácil negocio de los “fierros”, como dueño de
una empresa de grúas y transportes. Tuvo que hacerse entender en
medio de sus colegas, no con modales políticos y educados que solía
profesar en su diálogo, sino, en algunos casos, fajándose hasta con
los mismos puños. Recurso éste que motivaría para que, en los años
cincuenta, la tradición empírica de las autoridades de la época, le
impidan resolver por las “manos”, debido a su nuevo status: la de
“mano sellada”.
Jugábamos en la terraza. Santiago, Diego y Carlos Francisco eran
mis primos más cercanos, los más traviesos. Todos contemporáneos.
Las paredes de la casa de la recoleta se veían casi desteñidas por el
tiempo. Mi abuelo, después del trágico ochenta, no quiso saber nada
de restauraciones, inclusive, ni de su propia vivienda.
–Optemos por buscar los uniformes del Tío Golito y jugar a ser
soldados -decía mi primo Ñaño Calo -refiriéndose a unos viejos y
apolillados camuflados con cinturones que mi padre había dejado en
un baúl; y que, Maminita tenía como tesoro bajo llave.
Mientras tanto, para sus otros dos hermanos, Diego y Santiago la
idea no era tan descabellada, más aún si ellos sabían el paradero de
las llaves de aquel famoso baúl.
–Bueno primo, ¿vienes o no vienes con nosotros? -señalaban mis
primos, con aires de desafío y sin lograr intuir lo que significaría,
para mí, reencontrarme con las pertenencias de mi fallecido padre
militar. Teníamos apenas nueve años de edad. Mi madre nos mandaba de vacaciones a Quito cada vez que la escuela permitía.
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En fin de cuentas, nuestros familiares de la Capital no se oponían que los visitáramos, aun cuando en su seno comentaban que
“ya vienen los de sangre azul” o “ya se van hecha la transfusión”,
ideas que al escucharlas me parecían simples, malogrados y ligeros
comentarios de cuento de hadas. Posteriormente comprenderíamos
que tenían un trasfondo familiar no resuelto.
Mi corazón palpitaba muy fuerte, venían a mi mente todos los
recuerdos de mi niñez. El baúl estaba detrás de un bar que fue construido por mi papá en la sala de los abuelos, tenía un acabado fino
de caoba y duelas de laurel delicadamente laqueadas. La sala era
grande, había dos juegos de muebles viejos, muy viejos, quizá de los
años sesenta. Colgaba de la pared una media luna, mitad de vidrio
mitad de cerámica; el marco era de plata con bronce y polvo de oro.
Esta media luna era la joya que más cuidaba la abuela. Había fotos
familiares por todos lados, enmarcadas en madera, fierro, latón, de
material y color variados. La que más llamaba la atención era una
que se encontraba en un marco de bronce, estaba casi verde por la
corrosión y vetustez; allí se enmarcaba la foto de la tía Marcia con su
esposo Guillermo, ambos totalmente cambiados, con anteojos, delgados y sonrientes. A mi modo de ver, nunca me hubiera imaginado
que los años cambiarían tanto a las personas, especialmente en su
aspecto físico. En efecto, para entonces, la realidad de la vida comenzaba a abrirme los ojos, a darme sus primeros mensajes que, bajo mi
propia óptica, estaba obligado analizarlos.
Nos pusimos frente al espejo. Comenzamos a sacar todo cuanto
encontrábamos en el baúl. Lo primero que identificó mi primo Carlos Francisco fue un suspender verde, nos probamos, y nos quedó
inmenso; aún conservaba ese olor característico de cuartel, a pesar
de lo intenso, me era familiar. Todos los broches estaban oxidados
y percudidos por el tiempo. Su verde oliva se había desteñido tanto
que ahora mostraba un color mostaza.
Diego, el más callado pero inquieto, tomó de una de las esquinas
polvorientas del baúl un par de palos, eran palitroques de las tien-
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Edwin Ortega
das de campaña. No eran dos sino seis. Al instante los acopló para
simular que eran armas de fuego. La edad e inocencia nos hacía
inventar lo inimaginable. Posteriormente encontraríamos, brújulas
dañadas, cuchillos corroídos, sin filo, estuches de radio, porta mapas,
botas con suela gastada, gorras con diferente tela camuflaje, parches
bordados, deshilachados y otros implementos, servibles e inservibles
a un comando.
Apuntábamos con los palitroques cual fusiles de combate. Del viejo suspender sacamos dos para nosotros. El resto de mis primos vestían las gorras. De las camisetas viejas y percudidas logramos hacer
pañuelones que nos amarrábamos a la cabeza, imitando a los combatientes de la selva que Hollywood nos mostraba en sus películas.
Vivíamos nuestra propia “guerra”, fuimos niños felices jugando a ser
soldados con los implementos de mi fallecido y siempre recordado
padre. Sentían que mi padre me encomendaba en mí, así como yo
en él: una como tú.
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II
Formación Básica Militar
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Hacia Tierra Firme
Colegio Militar “Eloy Alfaro”
L
os días previos a mi ingreso al Colegio Militar fueron muy extraños. Los sentimientos que me invadían iban entre nostalgia,
por abandonar el terruño y alegría por aventurarme a la vida
de cadete. Mi madre había gastado un buen dinero. Después me enteraría de la gran cantidad de uniformes que debía recibir. Mientras
yo trataba de acostumbrarme a mi nuevo hogar, mi madre iba y venía
a diario de Ambato a Quito y viceversa, a veces para firmar los documentos de ingreso y en otras para cancelar los valores que demandaba la admisión. –Hijo, es hora que te pruebes estos pantalones me
decía sonriente y con esperanza de mejores días, mientras cargaba,
junto a mi tío Carlos, un chimbuzo repleto de uniformes.
–¡Mamá! –¡No puedo creer que tenga que ponerme tantas cosas
a la vez! -decía, más con ignorancia que con certeza de lo que debía
hacer. –No, no hijo mío, los uniformes te los debes poner de acuerdo
a un régimen, a un instructivo que te lo van a entregar en el Colegio
Militar. Por el momento solo quiero que te los pruebes; los que estén
grandes los cambiamos o los llevamos con un sastre, replicaba con
semblante sereno pero cansada debido a tanto trámite.
Mi tío Carlos, siempre fue diligente y generoso en sus cosas. Muy
apegado a la familia. Cuando de ayudar se trataba nunca hubo una
respuesta negativa de su parte. Al saber de mi ingreso al Colegio
Militar, fue el primero que saltó de felicidad, pues, sabía que mi ida
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Edwin Ortega
no era solo para graduarme como bachiller, sino más bien, para continuar de lleno en la carrera de las armas. Además, conocía algo
del sistema educativo militar, de cómo colocarse el uniforme kaki,
charolar las botas, quitarle el esmalte a la hebilla y del “marear”1 sin
tener problemas con los cadetes más antiguos. Cuando conversaba
conmigo, imprimía consejos vívidos que me permitían apreciar en
sus ojos la pena de no haber logrado terminar sus estudios en este
centro de educación secundaria.
–Sobrino querido, hoy, en mi adultez, logro ver en ti ese ímpetu,
esa decisión, la inmensa motivación por ingresar al Colegio. Estoy
muy orgulloso de ti, que Dios te guíe siempre, que las fuerzas no te
abandonen; y que si piensas alguna vez en dejar esta empresa, recuerda que todo es pasajero y que, pase lo que te pase, es parte de la
formación. Esto fue algo que nunca entendí.
–¿No entendiste Tío Carlos? -pregunté con asombro y un tanto nervioso. –Así es sobrino mío -se veía tristeza en sus ojos al expresar sus
consejos. –Muchas de las experiencias en la vida son asimiladas en distinto grado, vemos el mensaje en su esencia y ésta rediviva en diferentes
circunstancias. Yo tuve que recibirlo una vez que decidí renunciar a mi
empresa; una vez fuera del Colegio, entendí el valor de “la lucha”, del
seguir adelante en los proyectos nobles que demandan mayor esfuerzo:
alejarse de tus seres queridos. Después logré asimilar que el haber partido por perseguir un sueño fue una causa justa que debía cumplirlo,
estaba a mi alcance, lamentablemente no lo pude lograr.
Hizo una pequeña pausa, encendió un cigarro y prosiguió.
–Sobrino, no es necesario renunciar a algo para entender la realidad de la vida, mi consejo es que triunfes, independientemente de
cuantas veces te caigas o yerres, todo lo que vivas en el trayecto a tu
objetivo te servirá para mejorar, para madurar y acrecentar, poco a
poco, la sabiduría que Dios pone a nuestra disposición. El camino
1. Utilizado para referirse a la evasión de trabajos, castigos e inclusive órdenes de los superiores. Es un
término de uso más común en las filas del Ejército del Ecuador. Usualmente en la Armada se utiliza
la frase “sacarle la vuelta”.
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Hacia Tierra Firme
que escogí fue el más fácil y corto, el de la renuncia, simplemente no
lo sigas como ejemplo. Veo en ti un niño soldado que algún día se
convertirá en todo un militar, adelante sobrino, sigue adelante; pon
fe que Dios te va a guiar tus aspiraciones. Una última consideración
y nada más: no te olvides de dónde vienes. La gratitud en la vida
siempre es compensada con creces.
Era una madrugada típica de la Capital. El cielo despejado, veraniego, se apreciaban como dioses impertérritos los volcanes de las
provincias colindantes. Desde el Valle de los Chillos el recorrido, a
cargo del señor Mena, demoraba casi hora y media desde la vivienda
del primer cadete usuario del bus, hasta la avenida Orellana donde
nos esperaba el sesquicentenario Colegio Militar Eloy Alfaro.
Ese cadete era yo, mi diana era a las cuatro y cincuenta de la mañana. Marthita, esposa de mi tío Pablo, me dejaba el desayuno preparado desde el día anterior, aunque ella insistía en levantarse todas
las mañanas para atenderme con un alimento caliente. Preferí que me
dejara listo para ponerlo al fuego y evitar molestias innecesarias, más
de las ya ocasionadas, más aún a esas horas donde un poco más de descanso viene más sabroso. Además, mi tía no sólo debía preocuparse de
mí, sino también de mis primas que, por esos años, aún eran escolares,
eran ellas quienes requerían de toda su atención. Mi habitación estaba
ubicada en la parte superior de la casa, era una especie de guardilla
que yo mismo la escogí cuando mi Cuña, forma cariñosa y especial
como llamábamos al Tío Pablo, compró la casa en San Rafael. Era un
hermoso palomar, todo de madera, el hormigón que apenas se divisaba, sostenía las tejas del techo. La casa parecía de aquellas sacadas de
una historia del viejo oeste. No muy grande pero confortable, funcional
y hermosa, con rústicos acabados, hecha de manera no convencional.
Los fines de semana eran repletos de todos nosotros, iba y venía
la familia de todas partes, unos veían televisión, otros jugaban vóley
en el pequeño césped, la mayoría rondaba la cocina a ver si tenían
la suerte de ser los primeros en saborear los deliciosos manjares que
toda la vida preparó Maminita.
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–¡A ver niños!, no es hora del almuerzo todavía, salgan de la cocina, ¡dejen preparar a mamá la comida!, ¡zape!, ¡zape! -decía la tía
Katty con la elocuencia que la caracterizaba.
–¡Pero tía!, Maminita necesita que le echen una manita con la sal.
Imagínese si se le va demás en este rico ají de carne -decía mi prima
Valeria como si los más de sesenta años de experiencia en la cocina
de la abuela lo necesitara.
–Bueno Valerita, pero nadie más se queda aquí -reponía mi querida tía, mientras masticaba jugosos maduros que, junto al maní y
otros vegetales, aromaban la cocina, dando a la exquisita sopa serrana ese sabor terruñal irrepetible.
No solo San Rafael era el sitio de reunión de la familia durante
los fines de semana; la quinta San Luis en Guayllabamba, que fue
construida por el abuelo Carlos y don Manuel, también solía darnos
la bienvenida, ocasionalmente. La enorme variedad de flores junto
a la entrada le hacían un lugar apacible, lleno de vida. Un estrecho
camino separaba la casa de la entrada principal. El letrero forjado
en hierro de herradura que decía “San Luis” seguía levemente inclinado, nadie se preocupó de arreglarlo. Y es que ni bien llegábamos
todo mundo saltaba a jugar. Desde los adultos hasta los más pequeños. Las tías se encargaban de limpiar el polvo de las habitaciones,
colocar sábanas limpias a las camas y preparar la comida, los tíos, de
mantener a punto la cisterna e ir al pueblo por lo necesario. Mientras
tanto el abuelo lidiaba con el conserje y su familia, Manuel, su mujer
Luz María, Lucho y los “janchis” Manolo y Tocayo. Cuando se decidía despostar un cerdo, toda la familia estaba de fiesta. La Maminita,
con su fuerte voz senil, vociferaba:
–A pelar las papas, cocinar los choclos, poner la manteca en la
paila, freír los maduros se ha dicho. Todos nos poníamos a colaborar
en algo. Las tardes eran llenas de aventuras. Detrás, por los sembríos
de maíz, a escondidas de los abuelos, construíamos nuestra propia
finca. Llegamos incluso a dormir, cinco de los doce primos, en un
escondido y remoto dominio.
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Hacia Tierra Firme
Cuando el abuelo falleció, dejamos de ir por mucho tiempo.
Los recuerdos en su ausencia fueron muy dolorosos para la familia. Todos añoraban revivir aquellos felices momentos que parecían
hacerse más y más lejanos. Pero, poco a poco, todos retornaríamos a
la quinta de la alegría, de la paz, de la unión y la hermandad.
No solo yo era el madrugador, sino también mi gran amigo y compañero Patricio Cevallos. Desde el tercer curso del Colegio fuimos muy
unidos. Lo admiraba mucho por su dedicación al deporte; en aquellos
días era campeón nacional de Tae Kwon Do, un joven ejemplar.
No recuerdo exactamente cómo hicimos más estrecha nuestra
amistad con Pato, pero desde el momento que decidimos hacer las
tareas juntos e inscribirme en su gimnasio, la amistad se fortificó.
Él era de los más pequeños de estatura del curso, pero de pronto la
pubertad le vino de golpe, creció desenfrenadamente hasta llegar en
cuarto curso a ser miembro del Pelotón Comando del Colegio; honor y privilegio para cualquier cadete, en especial, para los del ciclo
diversificado.
Yo seguía disfrutando de mi niñez, tenía casi dieciséis años, los
demás alumnos de mi edad comenzaban a cambiar de voz. Muchas
veces, como Comandante de Curso, al dar disposiciones a mis compañeros, tenía que fingir la voz para hacerla más grave y dar a entender que también estaba en la etapa de pubertad.
En toda la subida de la autopista de los Chillos que hacía el recorrido íbamos dormidos, debíamos compensar las horas que teníamos
de desventaja con el resto de compañeros, pues, salíamos primeros y
llegábamos últimos a los hogares. Era tal el cansancio que la mayoría
de cadetes revisaban la materia de examen o los deberes a entregar.
Pato y yo preferíamos recurrir al Dios Morfeo para que nos ilumine con su grata compañía hasta llegar al Colegio. La compensación
de la falta de descanso en el bus la suplimos durante el sexto curso,
pues, mientras teníamos un “mi cadete” sobre nosotros resultaba casi
imposible descansar. Primero por el poco espacio que había en el vehículo, lo que permitía apenas que solo los cadetes del quinto y sexto
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Edwin Ortega
cursos aseguraran su asiento; y segundo, porque en cada parada se
subían los más antiguos que, mandatoriamente, debíamos cederles el
puesto. Aunque sin temor a equivocarme, no sé como hacía Patricio
Alfredo, pues, nunca lo vi de pie.
Las formaciones, durante la mañana en el llamado patio central
eran largas y tediosas, salvo que se diera lectura al libro de órdenes
o se premiara a alguien por haber dejado en alto el nombre del Colegio. Sin embargo, esto no ocurría a menudo; el parte daba inicio
poco menos de las siete de la mañana. Los primeros en recibirlo eran
los Comandantes de cada paralelo; quienes, a su vez, reportaban las
novedades al Brigadier de cada curso.
Los Brigadieres eran los cadetes más sobresalientes del sexto curso.
Este Cuerpo de Brigadieres se conformaba con un Brigadier mayor,
doce Brigadieres y doce subrigadieres. El Brigadier mayor llevaba
un espadín, sable que poseían los oficiales como símbolo de mando,
pero en miniatura. Consistía en una leona con rubís incrustados en
sus ojos, la respectiva dragona y tiros color blanco. Se lo podía diferenciar del resto de los cadetes por las tres estrellas que llevaba en su
hombro derecho. Su principal deber era el mantener la disciplina de
los cadetes y velar porque la mística y esencia del Colegio Militar se
mantuviera, siempre, elevada. Aquello era un asunto legendario, con
más de un siglo de tradición, y no solo de normas plasmadas en fríos
manuales y reglamentos.
¿Por qué regresa a ver cadete? -se escuchaba en medio de la formación. Era la voz casi en susurros pero firme del Brigadier mayor.
Estábamos en cuarto curso cuando el cadete Javier Egüez ostentaba
tan honorable designación, llena de trabajo y responsabilidad. El cadete Cherry del tercero “A”, apenas con el rabo del ojo lo observaba,
tenía las botas córcoras charoladas como un espejo; era sin lugar a
dudas él. Tenía la potestad de moverse a lo largo y ancho de las filas
y columnas de la formación.
El uniforme kaki le quedaba un tanto grande, pues, era pequeño
de estatura, sin embargo su presencia emanaba un sólido respeto,
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Hacia Tierra Firme
tenía aires de orgullo militar que muy pocos llevaban en su sangre;
se notaba en su mirada algo más que vestir el uniforme por simple
norma o convención, sus cejas gruesas y pobladas contrastaban con
su nariz pequeña y espigada. Denotaba mayor edad a la que poseía,
más la presencia militar era complementada con sus gestos, el movimiento de sus manos, su forma de caminar y hasta la de hablar.
El Brigadier mayor poseía estas cualidades, sus formas militares
eran imitadas por más de ochocientos cadetes que conformábamos
el número promedio de los seis cursos vigentes en aquellos días.
Cuando daba parte al inspector general, su cuadrada era escuchada por todos en el patio de formación, retumbaban las botas;
mientras que cuando subía la mano a la visera, el subir y bajar de su
brazo denotaba energía, explosión, fortaleza, respeto; pero a la vez
calma y seguridad interiores.
La meta de todo cadete era llegar al sexto curso y ser parte de los
futuros Brigadieres, ser cadetes al servicio de los otros. El Brigadier
no sólo era aquél que impartía justicia o que se tornaba en el verdugo de sus propios camaradas; iba mucho más allá de este concepto
erróneo. El Brigadier era el amigo, el compañero; el nexo entre el
cuerpo de cadetes y los oficiales inspectores e instructores. Eran los
oídos que escuchaban, el corazón que sentía y por ende la mente
que aconsejaba. Por ello, quienes eran designados como tales debían
conocer a profundidad la problemática del Colegio y haber cursado
los cinco años: “sudado la camiseta”.
Consabido era que a los dieciocho años de edad un estudiante
no es lo suficientemente maduro para guiar a cadetes que aún están
en período de crecimiento y formación. Sin embargo la interrelación entre los cadetes hacía que, poco a poco, se vaya fraguando el
respeto que era esencial en un instituto con tinte militar. De ahí que
los Brigadieres, con su corta edad, guiaban a más de un centenar
de alumnos por curso. Su elección se basaba no solo en el aspecto
académico, sino en la trayectoria de seis años donde resaltaba sus
cualidades físicas, militares, espirituales y de cuerpo. En otras pala-
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bras, los Brigadieres eran jóvenes cadetes del sexto curso elegidos en
base a méritos y tenían la gran misión de guiar a sus menos antiguos
en lo disciplinario y militar. Colaboraban directamente con los inspectores e instructores militares.
–¡Por recorridos formar! -decía con voz potente el Capitán, inspector general. Bastaba aquella voz para que en menos de un minuto
todo el Colegio pasara a cada una de las columnas que correspondían los distintos recorridos que hacían los buses para transportar a
los cadetes a sus casas.
–¡Moverse reclutas, moverse! -señalaban los cadetes más antiguos.
Los de sexto a todos, los de quinto a los de cuarto hacia abajo y así
sucesivamente. Todo se tornaba una avalancha humana. Los que
más sufrían eran los niños del primer curso que, con apenas doce
años, debían corretear en medio del Patio Central para alcanzar su
respectivo recorrido. En estos pequeños detalles su carácter comenzaba a formarse, muchas veces en medio de incongruencias; pero
que al final se traducían en un objetivo: formar el carácter militar.
El inspector del Primer Curso, el Capitán “Tata”, como le decían con cariño al Capitán Moncayo, más por sus canas que por el
tiempo en las filas castrenses, comenzaba a dar la bienvenida a los
nuevos cadetes.
–¡Alinearse por provincias, cadetes! -decía con una voz gruesa
que inspiraba confianza a los pequeños pupilos decididos a conocer
la vida militar; o al menos, recibir nociones de lo que podría ser la
carrera de las armas, si alguno, luego del sexto curso, optara por ella.
Teníamos que formar columnas. Pasábamos el centenar de niños.
La mayoría eran de la capital; los otros, en menor porcentaje pertenecíamos a las provincias aledañas. En efecto, se notaba que aún
la niñez no sentía sino admiración e interés por saber más acerca de
sus militares; definitivamente, en aquella época, la mejor forma era
ingresando al Colegio Militar “Eloy Alfaro”.
El horario de clases era similar a la mayoría de los centros de
educación secundaria del país. La diferencia radicaba en las for-
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Hacia Tierra Firme
malidades militares presentes en casi todas las actividades. Desde el
“firmes”, el “a discreción”, el “atención vista a la de re”. Nuestros
más antiguos nos iniciaban en el mundo de los detalles que diferenciaban a civiles de militares. Aprendíamos cómo subir la mano a la
visera, cómo cuadrarnos, tanto con la pierna izquierda como con la
derecha. Cómo acudir al llamado de un superior y la distancia que
debíamos mantener de él.
Los cadetes debían pedir permiso para ingresar a las aulas. Para
trasladarse de un lugar a otro. El Comandante de Curso o el Brigadier
los conducía bien formados y entonando canciones militares: Mancha
roja, Patria Tierra sagrada, Paquisha, la canción de los Comandos y
otras más que mantenían viva y en muchos casos incrementaban esa
llama que, cada vez, ardía más dentro de cada uno de nosotros.
El personal docente era de lo más selecto de la época. Profesores que se caracterizaban por su solvencia académica, experiencia,
responsabilidad, ardua dedicación en preparar las clases y carisma
para dictarlas. Tenían la ferviente certeza de que un conocimiento fundamentado y actualizado conduciría a sus alumnos cadetes
a convertirse en excelentes bachilleres capaces de elegir cualquier
carrera, fuera o no militar. Más que profesores fueron maestros entregados completamente a sus alumnos. En efecto, el tiempo daría
la razón, pues, muchos de los bachilleres graduados llegarían a ser
hombres de bien para la sociedad, tanto como profesionales y empresarios en la vida civil, cuanto como oficiales del Ejército, Marina, Aviación y Policía Nacional; ¡maestros, cuánto han dado por
nosotros!
El Templete de los Héroes era el lugar de mayor relevancia para
los cadetes. Representaba el acicate del civismo en su máxima expresión. Era una estructura antigua construida para albergar los restos
del soldado desconocido de la Guerra del 41. A la vez conservaba,
en su interior, efectos personales del Viejo Luchador que confrontara
en su lucha ideológica a los conservadores de inicios del siglo XX.
También se encontraba el Telégrafo, primer avión o mono hélice
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Edwin Ortega
que surcaría nuestros cielos por primera vez ante el asombro de los
cóndores.
El sentimiento de respeto que profesábamos día a día a este emblema histórico se encarnaba en los actos cívicos de los días lunes y el reverencial silencio mientras estábamos en su alrededor. Era un sacrilegio pasar por enfrente, además, cualquier cadete que observara alguna
basura en su entorno tenía la obligación de quitarla a la carrera.
Durante los quince minutos del “lunch”, refrigerio que recibíamos
a las diez de la mañana, los Brigadieres aprovechaban para fomentar
en nosotros el espíritu competitivo. Nos llevaban al “cabo”para enseñarnos las técnicas para subirlo en escuadra; también aprendíamos
a hacer la “cortada”, que no era otra cosa que balancearnos con
velocidad y ejecutar un giro violento hacia atrás, volviendo nuevamente a la posición inicial. Con todas estas actividades, nuestros Brigadieres e instructores, aspiraban que los niños y jóvenes comenzaran a robustecer su arrojo y decisión en las actividades que la milicia
demandaba.
En otras ocasiones nos llevaban a las barras, donde la “limpia”,
la “clavada” y la “hoja” se convertían en los ejercicios que debíamos
superar. Los menos hábiles para estos menesteres nos quedábamos,
inclusive, practicando los fines de semana con tal de demostrarnos a
nosotros mismos que sí podíamos. Poco a poco la palabra imposible
se iría borrando de nuestro léxico.
Todo aquello que era motivo de esfuerzo, dedicación y arrojo se
esgrimía como prueba de decisión en la vida militar. Quizá para
quienes lo hacían como deporte se tornaba casi en un hábito mientras que, para los cadetes que éramos motivados a practicarlo y lograrlo, se convertía en un reto a vencer. No solo ocurriría con las
barras y los cabos. La piscina con su tablón era otra de las principales
pruebas a superar con el “carpado”, la “patada a la luna” o el rol hacia delante. Muchos lograrían ejecutar estos ejercicios en sexto curso;
pues, previo a cada desafío, los primeros en dar el ejemplo serían los
cadetes de los cursos superiores y especialmente los Brigadieres.
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Hacia Tierra Firme
–¡Adelante mi cadete, si yo con sesenta años pude, por qué usted
no! -replicaba al filo de la piscina el Maestro Tafur, profesor de lucha libre; hombre de bien que nunca se guardó nada para sí. Sabía
dentro de su ser que la juventud contemporánea necesitaba de una
formación que basase su disciplina en la espontaneidad deportiva; él
nos concientizaba que el sacrificio nos proyectaría a mejores días. No
por algo el Colegio Militar siempre obtuvo la presea dorada en tan
exigente disciplina deportiva.
Se consideraba un deshonor que un Brigadier no esté a la cabeza
en las actividades que realizaban sus cadetes.
El box era el deporte que más se practicaba en las instrucciones
militares. No era una actividad que nos era enseñada para hacernos
daño o herirnos con violencia. Era un deporte que nos instaba a
sacar lo mejor de nosotros en momentos de apremio y en donde las
fuerzas se disipaban. Estábamos claros en su meta: de darse el caso
de combate cuerpo a cuerpo con el enemigo, tendríamos la última
de las armas remanentes, nuestro propio cuerpo.
–¡Deben batallar siempre hasta el final! -nos decía eufórico y colmado de mística Don Guanín, nuestro entrenador y aplaudido y reconocido boxeador.
La mayoría de instrucciones se daban en horas específicas de lunes a viernes, principalmente en el primer año. Viernes por la tarde
y sábado hasta el medio día recibíamos instrucción formal el ciclo
básico y la instrucción militar el diversificado. El aprendizaje fue rápido, mas no del todo fácil.
El parche anaranjado lo utilizaban los cursos del ciclo básico y el
rojo, azul y amarillo por el cuarto, quinto y sexto cursos respectivamente. Eran colocados en el hombro izquierdo, iban en la chompa
del diario como en las chaquetas del uniforme kaki. El parche era
una leyenda gráfica de un quijote con su coraza y flamín de plumaje
amarillo, azul y rojo, nuestro tricolor. Este escudo representaba el
heroísmo de las epopeyas libertarias que, a la postre, se convertiría
en un símbolo del Viejo Luchador. A simple vista era lo que nos
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diferenciaba de los otros cursos, pero era mucho más que un parche bordado. Los jóvenes dejaban de ser niños, se notaba el cambio
en su porte militar. Especialmente en el cuarto y quinto cursos se
apreciaba un convencimiento mayor por la vida del soldado. En las
actividades que nos eran comunes se veían como jóvenes que anhelaban ingresar a las Escuelas Militares, los escuchábamos místicos en
sus diatribas y sobretodo exigían disciplina a los cadetes menores a
través del ejemplo.
Una de las mayores motivaciones era estar en los grupos de los cadetes que competían en los concursos intercolegiales de Matemáticas,
Química, Física y Oratoria sobre todo, cuyos célebres logros, más de
un centenar, inclusive, seis a nivel internacional, eran dirigidos por el
Raúl Armendáriz A., “maestro de maestros”, calificativo nacido del
sentir de los cadetes. Lograr mantener al Colegio Militar entre los
primeros sitiales fue siempre la meta trazada. No en pocas ocasiones
lo conseguíamos, especialmente debido al esfuerzo mancomunado
entre profesores y alumnos. Fueron fines de semana y tardes enteras
resolviendo problemas, haciendo experimentos o afinando detalles en
las peroratas. Las materias exactas se tornaron tan interesantes como
las sociales. Nos divertíamos en los laboratorios, más aún si estábamos
cerca de la verdad de algún evento o fenómeno. Mientras que en
las ciencias sociales sentíamos como, poco a poco, aprendíamos más
acerca de la historia patria, la geografía universal, la literatura, la filosofía o como redactar mejor un ensayo. La frecuente interacción con
cadetes más y menos antiguos determinó que, a la postre, la mayoría
de alumnos pierda el miedo de hablar en público. Inclusive teníamos el ejemplo de excelentes oradores que lunes tras lunes, durante
el Momento Cívico, nos arengaban con sus discursos matizados con
la prosopopeya sana de alguien que persuade, que lucha, que recaba
el conspicuo momento histórico a fin de estimular a sus camaradas
hacia mejores días… hacia una juventud patriota.
La inocencia muchas veces hacía que a tan temprana edad todo
pareciera perfecto. Mas no siempre fue así. La mayoría de jóvenes
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Hacia Tierra Firme
había ingresado y sabía que estaría por disciplina y jerarquía subordinado a alguien, de cómo sería vestir un uniforme militar, de cómo
sería aprender a amar a la Patria cumpliendo el sagrado deber, etcétera. Como niños y jóvenes menores de edad, cualquier factor exógeno negativo sería atractivo y contaminante. Las farras desenfrenadas,
las jorgas e incluso las pandillas consumían el tiempo de muchos
cadetes, quienes a la postre cometían faltas disciplinarias que iban en
contra del reglamento del Colegio Militar. Su anhelo de conocer la
vida militar se desvanecía en corto tiempo y muchos de ellos pedían
la baja o eran separados.
Sin embargo, fue tanta la influencia de la vida moderna en la juventud que hasta el glorioso Colegio Militar se vio afectado. Como
hermano menor de la Escuela Militar tenía muchas cosas en común; el uniforme, los sellos, canciones, Pelotón Comando, tradiciones, términos, etcétera. No obstante, el uso y mal uso del uniforme
por parte de ciertos cadetes hizo que fuese abolida la franja amarilla
característica del pantalón de lanilla del cadete del Colegio Militar. Fue muy doloroso cuando tomaron esa decisión las autoridades
militares de privarnos de nuestra huella digital, grabada en el alma
y corazón profundos. El sello de nuestra chaqueta y la franja que
nos había distinguido por tantos años se esfumaban en medio del
recuerdo de lo que fue una institución, semillero de héroes y soldados, jóvenes aspirantes a formar parte de las Escuelas Militares
del Ejército, Marina o Aviación. Me pregunto qué se consiguió con
aquella, equivocada, mutilación de nuestra tradición. Las grandes
tradiciones son inviolables, toda razón “modernizante” en contra
de ellas no dejará de ser razón sin razón.
Todos los lunes nos vestíamos con el uniforme de lanilla, el de
gran parada. Teníamos que charolar los botines y limpiar con “brasso” todas las partes metálicas de los tiros que llevábamos encima del
uniforme. Hombreras bien cocidas, el instrumento que se tocaba en
la Banda de Guerra listo para entonar las melodías militares. Era
todo un rito preparar el uniforme, lo hacíamos desde el día anterior.
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Al menos cuando el calzado era nuevo, sacarle brillo no era mayor
problema, lo difícil resultaba obtener charol. El algodón, la bacerola
y la saliva fueron la fórmula para, después de algunas horas de constante movimiento, obtener tan excelso brillo. Una vez charolados por
primera vez, la limpieza diaria resultaba más fácil. Lo mismo ocurría
con la hebilla. Las de bronce venían con una especie de esmalte en
su capa superior que, al igual que las botas, era necesario frotar por
varias horas con una franela y “brasso” a fin de quitarla de encima.
Sin el esmalte superior, la hebilla adoptaba un brillo impecable que
era necesario mantenerlo con una limpieza diaria, evitando que se
raye. Éramos casi obsesivos con los detalles del uniforme. Desde el
corte de cabello, “corte cadete”, hasta cómo colocarse las ligas en las
bastas del pantalón. Pues, no había otra opción para demostrar nuestra propia valía e interés por aprender a ser soldados. Desde muy pequeños aprendimos que las formas militares van de la mano con las
del fondo, de la esencia, de la naturaleza misma del ser, del espíritu
que guía a aquellos que aspiran un mundo diferente, al menos visto
desde el ámbito castrense.
Las primeras marchas y los primeros ejercicios de campaña fueron
ejecutados a lo largo y ancho del territorio ecuatoriano. Fue el mejor
pretexto, como un paseo de fin de año en los colegios civiles, para alejarnos de nuestros hogares y comenzar a saborear la vida del soldado
de cerca. Aprendimos labores básicas: cómo adujar una mochila, cómo
cocinar al aire libre, cómo montar una tienda de campaña..., etcétera.
Haber pisado por primera vez un cuartel fronterizo determinó,
en cada uno de nosotros, un abrir nuestra conciencia hacia la real
labor de nuestros compañeros soldados. El término “buddy” empezaba a tomar forma. Habíamos sido separados en parejas. Cada uno
de nosotros debía ejecutar todas las tareas con los compañeros asignados. Compartíamos alimentos y medicinas. Los utensilios e implementos que teníamos en común eran socio-utilizados sin ningún
aspaviento. llegamos a ser hermanos en medio de la inclemencia y
austeridad, características de la vida del militar en campaña. El es-
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píritu de cuerpo iba desarrollándose generosamente. Los instructores aprovechaban las salidas al terreno para probar nuestra reacción
ante imprevistos y para observar cuán desarrollado estaba el coraje y
“ñeque” dentro de nosotros. La palabra miedo comenzaba a tomar
otro significado en nuestras vidas. Ya no era el sentimiento que nos
paralizaba, se había convertido en el acicate que permitía sacar a flote, a veces la calma y en otras, la agresividad. El paso de las pistas de
acción y reacción, infiltración, cabos, líderes y obstáculos determinó
que cualquier sensación de pánico quedase enterrada para siempre
en el pasado. El dolor físico y el cansancio mental eran simbióticos
para la consecución de estas metas.
No obstante, la realidad de haber disfrutado de la vida colegial al
tratar de ser el niño soldado culminaba. Nuevas metas se venían desenfrenadas en el futuro cercano y las decisiones debían ser tomadas
inmediatamente, pues, el tiempo apremiaba.
El ejemplo que imprimió el tío Pablo fue de suprema importancia en mi vida. Él fue mi amigo y compañero durante mis difíciles
años de pubertad. Sus largas charlas, iban marcadas por la voz de la
experiencia. La ausencia de su hermano determinó en él una personalidad excepcional, fraguada en base al sufrimiento. Él trataba de
ser prudente en sus palabras, éstas atesoraban un mensaje sabio y
oportuno. –Luis, el mundo está lleno de un sinnúmero de escenarios
en los que deberás tener la sapiencia para saber conducirte. La vida
nos enseña, muchas veces con dolor y desconsuelo, lo que no se debe
hacer. La juventud de hoy en día, al esgrimir la bandera del libre albedrío, ha desdeñado valores que han sido, son y serán base del buen
convivir del ser humano.
Yo, escuchaba inmutable sus palabras. Cuando él hablaba me era
fácil concentrarme debido a la realidad, contundencia y honestidad
en ellas. Acariciaba su bigote y continuaba: –El uso del alcohol, del
tabaco y las drogas lleva casi siempre a caminos inextricables, inciertos y de infelicidad. De ahí que el entorno que tratamos de darte
aquí, en tu hogar, ha sido basado en el ejemplo, la autoestima y con-
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sideración. La figura de tu padre fue tan importante que hasta el día
de hoy se ha mantenido vívida en medio de la familia. Por ello y por
el cariño que te tenemos, hemos tratado de darte un ambiente, sino
lleno de comodidades, sí de paz, armonía y ejemplo. Queremos en ti
un futuro ciudadano, probo y cabal, útil para la sociedad.
La pérdida temprana de varios seres queridos, especialmente
de uno de nuestros primos, Ñaño Calo, le llegó tan profundo a su
corazón que ya nada sería igual que antes. Todas sus energías no
solo fueron destinadas al trabajo, sino que también, anhelaba un
mundo mejor para quienes estaban a su alrededor. Su monólogo
culminaba:
–Mijo. La vida misma tiene sus enseñanzas, guíate de la mejor forma posible. Recuerda que existe un Creador que, en su infinita sabiduría y misericordia, sabe lo que es mejor para nosotros. Cuando flaquees o tus fuerzas quieran desvanecerse, no dudes en pedirle a Él que
te proteja y te ayude a encontrar la mejor salida a los problemas. Sus
ojos oscuros y ligeramente rasgados comenzaron a brillar más de lo
acostumbrado. Apretándome fuertemente mi mano finalmente dijo:
–No te quiero cansar más con mis largas peroratas. Has sido como
mi hijo y me inspiro desde lo más profundo de mi ser para siempre
ofrecerte lo mejor de mí; con errores y defectos, pero con el alma
abierta y generosa sobrino mío. Recuerda que los problemas no son
otra cosa que oportunidades para ser mejor. Nunca lo olvides.
Mi tío Pablo conocía de mis dudas, de mis defectos, de mis anhelos y de mis miedos. Para esos días tenía sobre mí la gran presión de
decidir sobre mi futuro profesional. El paso por el Colegio Militar
“Eloy Alfaro” había llegado a feliz término con largos seis años de
capacitación, tiempo en donde se recibió la mejor introducción a la
vida militar. Entramos a los doce años como niños temerosos y egresamos a los diecisiete como jóvenes bachilleres, listos para enfrentar
cualquier desafío académico. Las vivencias se habían convertido en
recuerdos, luego de largas jornadas de introspección, me decidí por
ingresar a la Armada y no al Ejército.
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Hacia Tierra Firme
Escuela Naval... Abriendo surcos en el mar
Y
qué decir de la bienvenida que nos dieron los Guardiamarinas antiguos!
Las comisiones eran para los diferentes cursos. Los de cuarto
año, a quienes llamaban dioses, supervisaban el evento; Brigadieres
Tenientes y Alféreces oficiaban esta costumbre tradicional. Los encargados de arreglos del casino eran los más requeridos, Guardiamarinas especialistas en transformar cualquier escenario a gusto del
cliente. Para recibir a los nuevos aspirantes a Guardiamarinas casi lo
habían adecuado todo, era una mañana triste y fría de verano costeño cuando estuve en la planchada de aquel día de septiembre, un
diecinueve si mal no lo recuerdo.
Había letreros por todo lado, señalizaciones que daban a notar el
empeño que tenía la Escuela Naval en persuadir a aquellos padres de
familia que sus hijos quedaban en buenas manos y que los próximos
cuatro años y medio vivirían una especie de mutación de la vida civil
a la nueva vida militar. De hecho, no fue fácil dar el primer paso, fueron momentos llenos de nostalgia, emociones encontradas y mucha
valentía.
La ceremonia de bienvenida estaba tan bien organizada que yo,
a pesar de venir de un Colegio Militar, no podía dejar de lado la perplejidad que me causaba el evento. El ingreso de los nuevos jóvenes aspirantes se daba bajo el marco protagónico de los Guardiamarinas de
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Edwin Ortega
primer año, aquellos que iban a dejar de ser reclutas; quienes, además,
en pocas horas, se convertirían en flamantes antiguos. Previo a este
acto, los reclutas habían sido “bautizados”, dejaban su viejo mundo
para pasar al nuevo, al de las aguas indescifrables del rey Neptuno.
Como profesionales en obras de teatro habían preparado el sketch
cómico que consistía en hacer formar a los ciudadanos y comenzarles a cortar las largas guedejas que hasta el momento llevaban. Había
un “infiltrado” en la formación, el mismo me incitaba a desertar –;
¡qué gracioso!, ni siquiera estaba en los listados definitivos de ingreso
y ya querían que me vaya, -me increpaban a decidir mi futuro y más
insinuaciones mediocres que, a la postre, lo único que lograron fue el
convencerme en favor de mi primer paso en el apasionante mundo
del servicio a la Patria.
El “infiltrado” terminaba su actuación con un desesperante grito
en medio de la formación, pidiendo a su “mamá”, quien había sido
seleccionada previamente de entre las amigas de la Brigada de Guardiamarinas. –Mamá, sácame de aquí, no estoy hecho para esto. Lo
mío es la vida civil -decía con su mirada perdida. Situación que no
dejó de generar nerviosismo en el resto de los aspirantes.
La actuación era casi perfecta, representaba a un chico sin vocación que dejaba ver al resto del público que el mundo militar no era
para él; ante lo cual, la “madre”, solicitaba ayuda a seguridad y suplicando que se lo mantenga en el reclutamiento, pase lo que pase.
Mientras tanto, algunos de nosotros, los nuevos, los que estábamos formados en ropa de civil aún, nos pusimos de acuerdo en que,
por sobre toda desesperación, no daríamos nuestro brazo a torcer.
A pesar de ello, hubo más de uno que dio su paso al frente y, consecuentes con el “infiltrado”, pedían la baja sin siquiera haber comenzado el desafío. Caían en el engaño insinuado del sketch. Era
la primera impresión para quienes nos formarían los cuatro años y
medio siguientes en la Brigada de Guardiamarinas.
Yo consideraba que, una vez egresado del Colegio Militar, las cosas serían más fáciles, más aún cuando la Marina era conocida por el
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Hacia Tierra Firme
trato de caballeros; bueno, era lo que se conocía hasta el momento.
Sin embargo, el cielo nublado, característico de Octubre en Salinas,
auguraba otros presagios.
Motivaciones sobraban, éramos jóvenes que gustábamos de la
aventura, habíamos dejado nuestro terruño para enrumbarnos en la
vida del marino de guerra, valdría la pena el sacrificio.
Un sentimiento de orfandad se apoderaba de nosotros al ver a
nuestros familiares alejarse y nosotros, ya con nuestra cabeza rapada
y vistiendo el blanco loco, nos aferrábamos al convencimiento de
jóvenes aspirantes a Guardiamarinas en pos de días mejores. Salinas
nos daba la bienvenida. Éste sería nuestro hogar por casi cinco años y
la única forma de retornar sería victoriosos y con el grado de Alférez
de Fragata de la Armada del Ecuador. ¡Haciendo de tripas corazón,
adelante nos dirigimos en nuestros adentros y adelante fuimos!
Para los primeros meses de 1995, año de una nueva agresión peruana, como Guardiamarinas, ya vestíamos orgullosos el azul dungaree, la canana verde con el talí y el casco de fibra. El FAL, arma
ligera, belga de la FN Herstal, era empuñada con honor y dignidad
por todas las promociones de Guardiamarinas que formábamos la
Escuela Naval en aquella época.
La mayoría de los oficiales de línea patrullaban la LPI1, estableciendo posiciones en el Archipiélago de Jambelí, listos para defender
nuestro suelo patrio. Mientras tanto, pocos oficiales, en la Escuela,
daban la disposición de que caváramos trincheras, afincando posiciones defensivas a lo largo del perímetro de la base. Se sentían presionados, todos lo estábamos.
No podíamos sino esperar, como buenos reclutas, frente al conflicto con el Perú, que los jóvenes e inexpertos oficiales a nuestro
cargo dieran órdenes oportunas y nos guíen en caso de un ataque
masivo del enemigo; principalmente en contra de la Base Aérea de
Salinas o de la refinería de la Libertad, puntos estratégicos de nuestra
nación situados en la Península. Fueron momentos de apremio, de
1. L.P.I. Línea Política Internacional.
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Edwin Ortega
lealtad compartida con nuestros combatientes, los héroes del Cenepa, camaradas que tuvieron el honor y oportunidad de luchar frente
al enemigo.
En hora buena, recibimos la disposición de patrullar la Península de Santa Elena en los yates, todos pertenecientes a los socios
del Yatch Club de Salinas. Conocíamos bien su operatividad. Con
Cristian Devine, campeón regatista de la Escuela Naval, los habíamos tripulado en algunas ocasiones. Ahora ya no se trataba de un
evento deportivo, era un patrullaje en época de conflicto, donde un
Guardiamarina navegaba el velero al timón y el otro hacía las veces
de serviola.
Fueron dos meses de largas jornadas donde más de uno “vio” al
enemigo; no solo en forma de sirena o de Neptuno, sino en forma
de grandes submarinos o buques gigantescos de los cuales desembarcaban Infantes de Marina peruanos en las playas de nuestra jurisdicción. El director de la Escuela Naval tuvo que tomar decisiones
emergentes, pues, la fatiga de los Guardiamarinas era evidente; más
de uno sufrió de estrés post traumático y uno que otro solicitó la baja
pocos días después.
Los Corsarios, Dukes y Popeyes supimos que la victoria fue nuestra, que los héroes estaban más vivos que nunca y que aquellos que
ofrendaron su vida hicieron el mejor de sus esfuerzos, la más excelsa
de las añoranzas de quienes vistieron el glorioso uniforme militar, en
especial en el sector de combate, el Alto Cenepa.
Existía fe militar, aquella se gestaba en los corazones ávidos de patriotismo. Fuimos torpes e inocentes testigos del cambio de la avivada,
tanto al amanecer como en la lista de víveres. Los formalismos, aquellos que eran nuestro sustento espiritual diario, cambiaron de tono.
Ante el incitador grito de las primeras horas de la mañana: “¿Para
qué vamos a trabajar en este día?”, contestábamos orgullosos, convencidos
y decididos: “Para fortalecer nuestro cuerpo y espíritu, para reconquistar con
las armas lo que la política y diplomacia han cedido”; consigna que dadas
las circunstancias históricas fue reemplazada por: “¿Qué ofrendáis a la
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Hacia Tierra Firme
Patria en este día? Y respondíamos: “mi vida, mi coraje y mi valor, te juro que al
nacer de cada día haré todo por tu gloria y por tu honor”.
También en la noche, el grito motivador de: “¿De quién son el Amazonas y la Región Oriental?: Del Ecuador son por herencia, del Ecuador son
por derecho, del Ecuador serán por las Armas”, fue reemplazado por el de:
“¿Qué espera de nosotros la Patria? Que trabajemos por su honor y gloria y que
mantengamos incólumes sus fronteras” reponíamos corajudos e impertérritos como nunca.
Eran las avivadas las que inspiraban a los jóvenes y viejos soldados
una motivación especial, profunda, aquello representaba una experiencia sui géneris que sentía el militar ecuatoriano al vestir en esas
circunstancias el uniforme militar, desde su primer paso en la mañana hasta que se rendía ante el Creador, dándole gracias por un día
más de vida. La guerra implicó tragedia, sufrimiento y muerte. En
efecto, ese acontecimiento nos permitió demostrar cuán hambrientos de justicia estábamos; aquellos gritos se habían convertido en las
voces silenciosas de nuestra rabia y en la aspiración de lo que, por
historia y honor, siempre será nuestro.
Pasado el conflicto del Perú con nuestro país, el tiempo no pasó
en vano. El oficial comenzaba a ver su carrera bajo otra perspectiva. Quería afianzar más los simples conocimientos que otrora representaban su razón de existir, aquellos que nunca prescribirían de
su interior, pese a que se hubiera querido desvirtuar el ánimo de lo
enseñado, de lo impartido.
La mística y cívica militar trataron de sacrificarse, a cambio del
cumplimiento casi perfecto de planes, normativas y directivas. Obvio, todo en la vida, al amparo de la dialéctica, debía cambiar. La
metamorfosis sería lentamente asimilada, pero sin perder la génesis
vital de nuestra razón de ser: las tradiciones. Más allá de los hechos
que se imprimirían en pro de una tecnificación y modernización,
fue necesario que las invoquemos constantemente, pues, la base que
fecundó a tan noble Institución, la Marina de Guerra, fue ella, la
tradición.
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Edwin Ortega
Algunas tradiciones lamentablemente se irían disipando en el impertérrito ir y devenir del tiempo, mas quedábamos aún nosotros:
los jóvenes patriotas cuya lucha diaria sería mantenerlas a flote a pesar del antagonismo de quienes intentaron trastocar nuestro pasado.
Luego de la firma de la paz muchos aspectos sufrirían cambios profundos y dramáticos, era deber de todos los militares asimilarlos con
madurez y gestionar nuevos valores, aquellos que debían nacer fuertes, imperecederos para proyectarse como energía revitalizadora.
Dado esto, nuestra vocación de servicio se mantuvo intacta, aunque
el esquema de Fuerzas Armadas haya tomado otro rumbo. Serían
otros escenarios los que en el futuro demandarían nuestra real formación militar. En efecto, la ausencia de conflictos tradicionales jamás debía atentar la real dimensión de ser soldado.
Nunca jamás podríamos cambiar de actitud, en especial cuando
se venía otra clase de conflictos, de implicación mucho mayor y más
complejos para los que nos preparábamos en las aulas.
Aspirábamos pronto retirarnos de la formación del silencio2. No
todos se iban a la litera, la mayoría optaba por alargarse una o dos
horas más en sus estudios.
El equipo de pentatlón militar, al igual que el de otras disciplinas,
tenía autorización para pasar directamente al área de cursos. El más
antiguo del equipo era el Brigadier González, por lo que, disciplinariamente, debía responder de lo que ocurriese hasta que nuevamente
formase la selección para el descanso.
En las aulas, el sueño era un desafío. Morfeo convencía, hasta el
más rudo, a pasar a su reinado. Y así fue. Aquella noche, casi todo el
equipo nos quedamos dormidos bajo la tapa de las bancas. El gama
Baquero, alguien característico por su falta de tacto y poco desvergonzado, o “cara de tuco”3, en amonestar a sus subordinados, fue di2. Veinte horas. Ocho de la noche. En la Fuerza Naval es la hora en que el personal pasa a descansar.
En la Escuela Naval se la ejecuta a las diez de la noche con el fin de mandar a los Guardiamarinas a
descansar, continuar en estudios, diferentes peticiones que autoriza el Oficial de Guardia o a la lista
de castigados (teque).
3. Palabra que hace referencia a aquellos que exigen pero que a la vez no cumplen o hacen lo contrario
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Hacia Tierra Firme
rectamente al aula en que nos encontrábamos el gama Narváez y yo.
En efecto, estábamos en un sueño profundo; ser parte del equipo de
pentatlón conllevaba, a más del sacrificio físico, esfuerzo académico
y psicológico. Las dianas se daban una hora antes del resto de la Brigada de Guardiamarinas. Demandaba aprovechar el poco tiempo
de estudio en grado supremo, pues, la mayoría del tiempo restante lo
dedicábamos a pulir las pruebas técnicas como tiro y lanzamiento de
granada. Aquel Guardiamarina, desde la claraboya, nos hizo la señal de que estábamos al parte. Al parecer nos venía dando “cacería”
desde hace algún tiempo. Decir que no caeríamos en sus “garras”,
era simplemente irse en contra de las leyes “naturales” que regían la
vida dentro de la Escuela Naval.
Nos veíamos entre los Guardiamarinas las casi veinticuatro horas
del día. Un error, por involuntario que fuese, era conocido por toda
la Escuela. En efecto, las consecuencias de la sanción y la presión del
resto de la promoción más antigua no tardarían en llegar. Haber sido
pentatleta implicó también, haber tomado el riesgo de ganarse desafectos. No todos disponían de la capacidad física e ímpetu militar
que se requería para los entrenamientos y peor aún si la competencia
se daba en la altura, situación que se complicaba aún más.
“Musculitos”, como llamábamos con afecto a nuestro entrenador,
el sargento Gilberto Mera, nos “entonaba” la diana puntualmente.
Su pito era audible y reconocido desde lejos.
–Hermano, las cuatro y cincuenta, Musculitos empezó con su
pito endemoniado -me decía David, entre dormido y despierto, desde su litera. Como vivíamos en literas contiguas era deber de quien
primero escuchase el pito de diana despertar al otro. Así se iban levantando, sucesivamente, el resto de pentatletas que vivían en el entrepuente alfa de la cubierta cien.
–Hermano, ¿sigues ahí? -insistía David aun sin levantarse. –Claro,
dime, muévete que ya casi son las cinco -le contestaba aún dormido
pero casi vestido, parecía que aun soñando, pues, el primer turno
a lo que su verbo predica. Muy mal visto dentro de las filas militares, pero es muy común.
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Edwin Ortega
de guardia de la noche anterior hizo que completara apenas cuatro
horas de descanso.
–Por favor Luis, dile a “Musculitos” que me duele la gargantame replicaba con una ronquera forzada. El cansancio de la jornada
diaria atentaba contra nuestra voluntad de entrenar.
Mientras tanto, frente al Cuerpo de Guardia y todavía a oscuras,
el más antiguo de cada disciplina daba parte al gama de cuarto año
del tercer turno saliente respecto a las novedades de cada equipo,
pentalón, atletismo, natación y triatlón.
–Mi gama, cinco con quince, le ruego que mañana ya no nos
atrasemos más -nos decía Musculitos, un tanto parco por la pérdida
de tiempo de entrenamiento más que por la espera en sí.
–No se preocupe Merita, para mañana estaremos puntuales. Le
ruego nos disculpe pero la Escuela está con un sinnúmero de obligaciones por los preparativos de la semana del Guardiamarina; usted
sabrá entender que algunos miembros del equipo están en arreglos
del casino, oratoria, elaboración del periódico “Alcance”, y otros,
como David, guardia saliente.
–Listo mi Brigadier, manos a la obra. Hoy, repeticiones de
cuatrocientos.
Merita, había medido en la recta de la vía alrededor de la Escuela
doscientos metros y había colocado conos fosforescentes para guiarnos en la madrugada. Era el entrenamiento que menos nos gustaba
hacer. Muchas veces corríamos adormitados, sin embargo esos piques nos daban la fortaleza de rematar en la pista de obstáculos y en
el cross country (ocho kilómetros campo través).
“Musculitos” era el típico sargento formado casi a la perfección.
Era el tripulante que todos querían tener bajo su mando; leal, humilde, trabajador, perfeccionista en su proceder y sobretodo, experimentado. Fue nuestro entrenador durante los primeros tres años
de Escuela. Gracias a él pudimos aprender las bondades del deporte
y a equilibrar nuestro accionar como Guardiamarinas intelectuales,
amantes del sacrificio. Llegamos a interpretar tan bien sus objetivos
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Hacia Tierra Firme
que, en su ausencia, cumplíamos con las jornadas de entrenamiento
anaeróbico y aeróbico. Completábamos las tablas por el simple hecho
de que en nuestra cabeza estaba arraigado el concepto de que las metas que nos habíamos propuesto, tanto en marcas como en medallas,
se conseguirían únicamente con entrenamiento duro y constante.
Todo lo que hicimos en el deporte fue por vocación. Las medallas
no nos interesaban. Las expectativas creadas iban más allá de las
preseas. Supimos aquilatar la real dimensión de la perseverancia, del
esfuerzo, del trabajo en equipo, del afán de superación y del conocimiento de algo muy particular, nuestra voluntad como Guardiamarinas aparte de ser medida día tras día, avanzaba más allá de nuestros
propios intereses, instintos o comodidades: anhelábamos fervientemente ser mejores.
La Brigada de Guardiamarinas procedía a pasar al rancho. Las
canciones que nos imbuían eran cantadas al unísono cuando se dirigían a la cámara. Mientras tanto, los gamas pentatletas estábamos ya
en el filo del muelle en malla de baño, listos para emprender la natación habitual de ida y vuelta al “Duque de Alba”4 . Durante estas
jornadas aprovechábamos para mejorar el estilo y la capacidad aeróbica en el agua. Mas éramos consientes de que necesitábamos trabajar en una piscina para aprender a sacar ventaja de los obstáculos y
bajar los treinta segundos en la prueba de los cincuenta metros.
La pista de obstáculos en el agua estaba diseñada de tal forma que
el primer obstáculo se encontraba a siete metros. El impulso inicial
debía ser tan potente para alcanzarlo y ser montado con un pequeño
empujón hacia abajo para luego abandonarlo violentamente.
Inmediatamente vendría el clavado para capear el segundo obstáculo con una pequeña apnea debajo del mismo. La siguiente bocanada de aire se la tomaba al sacar la primera brazada; ya que, con
cuatro o cinco de éstas, se alcanzaba el tercer obstáculo: la malla
4. Toma de agua ubicada a 600 metros del muelle de la Escuela Naval. Los tanqueros DYE ADGEUAL UCTOILI-- ZABAN esta toma para abastecer a la Base Naval de Salinas del líquido vital.
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Edwin Ortega
acerada. Era cuestión de segundos. El trabajo de sobrepasar bajo el
agua ciertos obstáculos se lo hacía someramente, sin mucho hundimiento, pues, cada segundo era valioso. El brazo diestro alcanzaba
la primera barra de la malla, hacía las veces de brazo mecánico en
donde se recogía todo el cuerpo para ahora, con el pie derecho, impulsarnos a la barra final de la malla. Aquí, casi imperceptiblemente,
se ejecutaba la misma maniobra que al inicio. Se salía recién a tomar
una bocanada de aire una vez realizado un buen desplazamiento.
Luego de tres o cuatro potentes brazadas el siguiente obstáculo que
aparecía frente al nadador era la mesa. Con estrepitosa clavada y
trepada agresiva de piernas quedábamos encima. Una vez arriba,
se hacía un salto conocido como el brinco del cabrito para tomar
el otro lado de la mesa y, desde el filo, ejecutar un clavado con desplazamiento hacia el quinto y último obstáculo. Dos o tres brazadas
permitían agarrarlo y, con la misma técnica que el paso de la malla,
superarlo. De ahí, prácticamente, con una o dos brazadas más concluían estos explosivos cincuenta metros de natación con obstáculos.
La patada continua era la clave para un mayor avance a lo largo de
toda la piscina. Nuestra meta, bajar de los treinta segundos.
La prueba de descanso en nuestros entrenamientos era el tiro.
Utilizábamos los fusiles “Tanner” o “Manlincher” de alta precisión y
de alimentación manual. Ideales para este tipo de competencias debido al modo como era llevado cada cartucho a la recámara. Nuestros trajes eran adecuados para este deporte. Para el pecho, codos
y rodillas disponíamos de un material antideslizante que permitía
mantener la firmeza con la moqueta y la culata en la misma posición
al momento del retroceso durante el disparo.
Los blancos se encontraban a doscientos metros. Era la diana típica en la cual, desde el número diez hasta el seis, los círculos eran
de color negro y borde blanco. A partir del cinco al uno, los círculos
eran blancos con borde negro. Con la práctica era bien difícil salir
del diez o el nueve. Un ocho era considerado como una pérdida de
concentración o falta de voluntad en alcanzar la precisión.
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Hacia Tierra Firme
La prueba consistía en ejecutar el disparo de veinte cartuchos calibre 7,62 mm., diez de precisión durante diez minutos en posición
tendido; y diez de velocidad durante un minuto en la misma posición. En la ejecución de cada disparo había personal marcando cada
uno en la línea de blancos. Disponían de paletas marcadoras que indicaban, mediante movimientos establecidos, el puntaje en cada tiro.
En esta prueba primaba mucho la confianza, serenidad, voluntad de
éxito y perseverancia. Era la prueba técnica por excelencia que determinaba, a la postre, la victoria o el fracaso en el resto de pruebas.
No anhelábamos tener diez en todos los impactos, más con un ciento
noventa podíamos dar lucha a los más experimentados.
La pista de obstáculos era la reina de las pruebas en el Pentatlón
Militar. El éxito radicaba en la técnica utilizada para salvar cada
uno ellos. La flexibilidad y rapidez logrados en los entrenamientos
permitían alcanzar los valiosos dos minutos cuarenta segundos, mandatorios para lograr por sobre los mil puntos en esta ruda prueba.
La pista se proyectaba en un terreno de cien metros de ancho por
ochenta de largo, sobre los cuales se adecuaban veinte obstáculos,
haciendo un recorrido en “s” con una distancia no mayor a cinco
metros entre cada requerimiento. El primer requerimiento o pata estaba conformada por una escalera de cinco metros, dos vigas dobles,
dos alambradas; una tipo conejera, cubierta de alambre con altura
de cincuenta centímetros, desde el suelo, y la otra formada de ligas
elásticas. Posteriormente venían los vados, el espaldar y los troncos
de equilibrio. En este primer tramo la clave estaba en mantener la
cadencia en la carrera y evitar el derroche de energías, necesarias
para el remate final. En el segundo tramo el requerimiento consistía en cruzar la pared, plano ligeramente inclinado de casi cuatro
metros de longitud. Luego teníamos que pasar la mesa irlandesa,
conformada por dos pilares de dos metros de altura sobre los cuales
se colocaba una tabla. Un buen tiempo hasta este obstáculo, se consideraba el minuto y medio a ritmo de competencia. Después, con
ligeros piques entre obstáculos quedaban las vigas horizontales con
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Edwin Ortega
la conejera, donde se debía preparar su superficie para facilitar su
cruce. Una vez más, las infaltables vigas dobles, la clave para cruzarlas en el menor tiempo posible era pegar bien el pecho a los tubos y
evitar dar mucha silueta. A continuación, y en el mismo tramo, venían el parapeto y un pequeño foso. Se tomaba la misma viada que
daba la cadencia para llegar a la fosa de dos metros de profundidad,
aquí las energías parecían desvanecerse.
En el tercero y último requerimiento quedaban por ser salvados
el muro de salto que era compacto y de fácil cruce, la escalera de
metal de cuatro metros de altura, que con una bandera5, podíamos
superarla. Finalmente, el paso de la pista culminaba con el muro de
salto de dos metros de altura, el recorrido en zigzag y las tres paredes
sucesivas. Eran los últimos metros donde, prácticamente, se entregaba alma, vida y corazón.
El lanzamiento de granada formaba parte de las pruebas técnicas.
La potencia, concentración y explosión muscular eran los factores
que permitían dar buenos resultados en competencia. Consistía en
el lanzamiento de dieciséis granadas, cuyo peso y características eran
similares a las reales, sin embargo no tenían el explosivo ni la espoleta en su interior. El tiempo estimado era de veinte minutos para el
efecto. Esta prueba se dividía en dos partes: la primera, denominada
de precisión y la segunda, de potencia, en la que el pentatleta disponía de tres lanzamientos para lograr el mejor puntaje.
Finalmente, y para lograr superar los cinco mil puntos, restaba la
carrera de ocho kilómetros campo través. Esta prueba demandaba
resistencia y fuerza muscular, capacidad aeróbica y experiencia para
administrar las distancias en competencia. Eran ocho mil metros en
los que el pentatleta dejaba todo de sí en el circuito establecido. Se la
realizaba el último día y los deportistas salían de la partida en el or5. Nombre que se le da al modo como se acostumbra a cruzar una escalera en la pista de obstáculos
de Pentatlón Militar. Desde el antepenúltimo escalón se pasa el brazo hacia el mismo escalón pero
del lado contrario. Haciendo pivot y con el cuerpo apoyado ligeramente en la base superior de la
escalera se realiza un leve impulso; el cuerpo comienza a girar y en el momento preciso se debe soltar
para caer adecuadamente en el suelo.
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Hacia Tierra Firme
den determinado por los puntajes obtenidos hasta el momento. Todos buscábamos una marca bajo los veintiocho minutos para lo cual,
era necesario dosificar y mantener el ritmo a lo largo de la carrera.
El pentatlón militar no solo significó un deporte más. Debido a
la diversidad de pruebas sensiblemente exigentes, debimos dedicarlo
horas enteras de entrenamiento. En la Escuela Naval, que de por
sí era dura, tuvimos que poner un granito más a esta maravillosa
disciplina militar. La satisfacción personal y la de los camaradas de
equipo era sin igual. Dar lo mejor de nosotros para ver a nuestra
Escuela Naval ocupando los primeros sitiales en el Inter Escuelas
Militares determinó, a la postre, que tanto autoridades e instructores
se den cuenta de la real valía de este deporte en la vida del Guardiamarina; no solo en el aspecto competitivo, sino, también, en su
adiestramiento y madurez como futuro conductor de tropas. Fue un
deporte que nos catapultó a mejores días y maduró valores que muy
difícilmente se podrían haber encontrado en el normal trajinar en la
fila. Aprendimos a ganar y a perder, a sobrellevar el dolor físico en el
entrenamiento, a desarrollar un espíritu leal y de sacrificio elevado;
y, sobretodo, dentro de nosotros creció aún más el sentido del honor.
simplemente, decidimos ser Guardiamarinas pentatletas.
Miguel siempre fue un oficial destacado, desde sus comienzos en
el Colegio Militar, su paso por la Escuela y su vida en las Fuerzas Especiales. Lo llegamos a conocer en forma personal como Instructor
Militar enviado por el Ejército. Recuerdo el día que llegó, nos hizo
formar y nos dijo a los reclutas de ese entonces, que siempre quería
vernos en el propio terreno y al trote, demostrando juventud y derroche de energías. Nos mostró, en una de las tantas instrucciones militares, el video de un curso de contraguerrillas en Colombia, las pistas
que pasaban y las pruebas de “confianza” a las cuales eran sometidos. Era el curso de lanceros. Sin lugar a dudas estábamos viviendo
en grado supremo la mística militar. Así lo sentíamos los Guardiamarinas, gritábamos las avivadas de corazón, las canciones militares,
tanto navales como militares, las entonábamos de tal forma que ni el
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Edwin Ortega
mismo tableteo de las ametralladoras podía compararse. Miguel era
de aquellos soldados que dejaba estela a su paso, no sólo dejó Guardiamarinas imbuidos de mística y honor, más bien dejó amigos. Toda
la Brigada de Guardiamarinas lloró junto a él la pérdida de su padre
en un trágico accidente aéreo, al caerse el súper Puma en el oriente
ecuatoriano. Fue uno de los generales de mayor relevancia y prominente liderazgo en el Ejército, junto al no menos estoico y caballero
Carlomagno. Los Guardiamarinas de aquella época, difícilmente,
podríamos olvidar la calidad humana e inagotable espíritu militar
de Miguel, su hijo, quien fue un Instructor Militar que marcó la vida
formativa de muchos Guardiamarinas, por no decir de todos.
El Comando Luis Parreño, Teniente de Caballería, no tenía curso
de comandos, pero reflejaba su actitud de viejo soldado, chapado a la
antigua. Era de aquellos que daba instrucción toda la noche y estaban de pie a primera hora de la diana, de los que cargaban las botas
de caballería charoladas. Tenía curso de licenciado en Educación
Física. Andaba a cargar, en los entrenamientos de las selecciones de
atletismo, pentatlón, tiro y esgrima, unas tablas nutricionales y biorritmo. Fue muy técnico y sofista en sus cálculos. Con su desinteresado apoyo logramos clasificar al sudamericano de cadetes. Cuando
los camaradas del Ejército trataban de marginarnos; él, a pesar de
ser uno de los delegados de menor jerarquía, luchaba por nosotros y
hacía prevalecer los derechos de la selección naval.
Sería el propio Capitán Cristóbal, quien se daría su propio recibimiento. Fue una tarde soleada en Salinas, culminaba la hora de deportes, aún con su uniforme camuflado con los parches de la unidad
del Ejército, se acercó al grupo que nos encontrábamos lanzando
granadas de entrenamiento en el parapeto. Con extrañeza comenzó
a preguntar: –Cadetes navales buenas tardes, quisiera indicarles que
yo también fui pentatleta– respiraba agitado, sudando a raudos, debido al viaje y al cambio brusco al nuevo clima.
Continuó atónito, tratando de ganar confianza de sus nuevos
alumnos:
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Hacia Tierra Firme
–Permítanme lanzar unas granaditas para no perder la costumbre. Comenzó a lanzar con una precisión y técnica solamente observadas en un ex pentatleta, todas centro, centro.
–Parece que aún no he perdido la costumbre -decía motivado.
Quedaban aún cuatro granadas en el surco del parapeto, de pronto
sonaron las tres campanadas de forty las actividades.
–Como más antiguo me permito informarle señor que esas campanadas significan “forty” las actividades, permiso para mandar a
retirar al equipo para el aseo de la tarde mi Capitán.
–¡Espere cadete, como usted ha dicho!, forty las actividades, ¡así
es, así es! -repetía y con mayor concentración y velocidad lanzó las
cuatro granadas restantes. Lanzaba una cada tres segundos y seguía
repitiendo:
–Eso es, forty, forty, más forty, más fuerte.
No pudimos mantener el estupor de la situación y estallamos en
carcajadas al unísono. No lográbamos parar de reír, mi Comando
Cristóbal nos observó, más que molesto, sorprendido, por la actitud de sus subordinados de nuevas tradiciones. Muy amablemente
requirió:
–Nombre del Guardiamarina más antiguo, ¿puede explicarme a
qué se debe tanta risotada?
No me quedó otra opción que transmutar mi semblante de niño
travieso al del Brigadier Teniente embestido de formal mando para
contestarle:
–Brigadier Luis Ortega, mi Capitán. Mil disculpas por el insolente comportamiento de los Guardiamarinas. Las tres campanadas
indican el alto a las actividades, que culminan los deportes y que
inmediatamente tenemos que pasar a asearnos. Me permito decirle
que por desconocimiento de las tradiciones navales usted creyó que
se trataba de darle más fuerte al entrenamiento. Creo que fue una
confusión de parte y parte. Solicito para dirigirnos hacia el Cuerpo
de Guardia y presentarle al Oficial de Guardia, sería un honor mi
Capitán.
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Al parecer comprendió nuestro inocente proceder, que de inocente no tenía mucho, pues, nos estábamos riendo de la actitud de un
superior. Éramos tan diáfanos en nuestro actuar que, hasta el más
mínimo de los desvíos de las normas aprendidas se volvían hábitos en
nuestra conciencia. Al siguiente día saldamos nuestros errores, si así
podríamos llamarlos, que no dejaban de ser transgresiones a la impoluta formación que el Guardiamarina recibía, con mayor sacrificio,
buscando mayores desafíos y entregándonos al lema que nos inculcaron desde reclutas, a nuestros diecisiete años, “soy y seré el mejor
Guardiamarina del mundo”, y creo fervientemente que así lo fue,
fuimos todos los mejores Guardiamarinas del mundo, sin excepción.
La instrucción militar, de cuatro a seis horas semanales, constituía
la vitamina que recibía el Guardiamarina para mantener alimentado
su espíritu castrense. Si bien era verdad, la mayoría de la instrucción
se encaminaba a formarlo como conductor de unidades navales, no
menos cierto era que, para hacerlo, demandaba una formación férrea, tanto de carácter como de liderazgo. Para ello, la persona responsable y motivadora del aspecto militar era el Instructor Militar.
Su estoica parada, su forma de llevar el camuflado, el orgullo que
sentía por representar a su Fuerza en el alma máter de la Armada
constituía el eje diario de su comportamiento frente a nosotros. A
más de su compulsiva actitud de vivir de ideales en un mundo militar
que cada día se había tornado coyuntural y poco pragmático.
Los Guardiamarinas anhelábamos aprender más y más en las instrucciones militares. Se nos inculcaba no sólo acerca de la típica instrucción formal, sino también, sobre las habilidades militares que, en
las pocas horas disponibles, se impartían. Aprendimos a descender
con arnés y mosquetón desde una antena ubicada a unos cuarenta
metros del Cuerpo de Guardia. Era un fierro pintado de negro con
unos quince metros de altura aproximadamente. De esta altura descendíamos de frente y de espalda.
Los instructores Infantes de Marina realizaban la planificación
de las distintas instrucciones en coordinación con los profesores del
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Hacia Tierra Firme
Ejército. Resultaba muy incómodo el azul dungaree, uniforme normado para estos menesteres pero, ante la incomodidad, primaban
las tradiciones navales. Jamás se hubiera preferido al camuflaje que
al viejo uniforme de fatiga usado por la tripulación a bordo de los
buques. Los martes y los jueves eran días destinados a la instrucción
militar; solíamos disponernos, fervientemente, para aprender algo
del adiestramiento individual de combate.
Muchas ocasiones el raudo frío del ambiente me hacía ver cuán
equivocado podía estar, principalmente, al recibir las órdenes dadas
por mis superiores.
La gran mayoría de ellas se basaban en apego al fiel cumplimiento del deber, con ellas me sentía errado cuando las ponía en tela de
duda; sin embargo, las otras, las dadas sin ton ni son, aquellas que
simplemente se convertían en lisonja al superior, a ellas cuestionaba
en lo más profundo de mi ser. De todas formas el único perdedor
resultaba mi ego; bajo la imperante ley castrense de “la piedra y el
huevo”, el mayor afectado era el orden jerárquico menor.
Fueron momentos memorables que arrebataban mi paz interior, especialmente, al iniciar la carrera de las armas, al comprobar la actitud
de quienes comenzaban a detentar el poder basado en la antigüedad,
se tornaba reprochable bajo mi pobre e inexperto punto de vista. Quizá me faltaban algunas coladas6 de más trascendencia para entender
el espíritu de sus decisiones, para encajar dentro de un sistema que ni
el más ávido de los sabios podría descifrar en un inicio.
La Escuela Naval compelía la mente del Guardiamarina de tal
forma que ningún factor externo afectara nuestra vocación. A lo largo de los cuatro años y medio, la mente y espíritu del joven aspirante
a oficial de la Armada no dejaba de enfrentar fenómenos exógenos
alienantes de la sociedad. A pesar de toda duda, el joven oficial en
el grado de Alférez de Fragata, primero en el escalafón militar de la
6. Se definían a los años de cursar la carrera militar, especialmente dentro de la Fuerza Naval, muchas
veces se trataba de un término que implicaba el orgullo de haber resistido los primeros años en la
Escuela Naval.
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oficialidad naval, lograba percibir, en sus primeros años, toda la responsabilidad que no había descubierto durante su formación.
Comprender lo qué ocurría con esos nobles espíritus, sólo ellos
quienes, participaron en su formación, podrían dar fiel testimonio,
pues, de su actitud, dependería la calidad militar, intelectual y de
servicio de los futuros oficiales. En el efecto “esponja”; el Guardiamarina lograba asimilar lo que le decían, copiaba lo que hacían sus
superiores, todo se grababa en su retina. A posteriori, las frustraciones e incongruencias se evidenciaban cuando, en las relaciones laborales, aparecía un desequilibrio en la aplicación del mando, “más aún
cuando las fricciones en el diario trabajo dejaban estela de abuso y autoritarismo
mientras se aplique justicia”. Frases que citábamos de los manuales de
liderazgo que comenzábamos a devorar en los escasos tiempos de
ocio.
Durante la temporada de aspirantes a Guardiamarinas tuvimos
instructores chapados a la vieja escuela, ortodoxos y doctrinarios
por naturaleza. Hablaban siempre de la Escuela Naval de Guayaquil, recordaban siempre que fue muy rigurosa y que se permitían ciertas exageraciones. Este sentimiento de orgullo por haber
“aguantado” incidía en quienes empezábamos la larga ruta a la
oficialidad naval.
–Arriba, abajo, arriba, abajo -eran las palabras más escuchadas
del clímaco7 cuando éramos aspirantes. Disposiciones que en las promociones, en mayor o menor grado, se repetían año tras año.
Durante el reclutamiento los nuevos aspirantes a Guardiamarinas
pasaban buen tiempo tendidos pecho en tierra, con su chompa marinera blanca, impecable contra el polvo que, mezclado con sudor, se
convertía en todo, menos algo presentable, por lo que los aspirantes,
después de cada comida, tenían que disponer de una nueva tenida
para después de la “sesión” con el gama8más antiguo. Todo era parte
7. Guardiamarina antiguo y que pertenecía al primer año en la Escuela Naval. Encargado directo de
la formación de los Guardiamarinas que formaban parte de su mesa.
8. Palabra corta que significa Guardiamarina, aspirantes a Oficiales de Marina, cadetes de la Escuela
Naval.
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Hacia Tierra Firme
de nuestra escolástica formación, eran las pruebas diarias que teníamos que superar, era la lucha contra nosotros mismos.
En las formaciones del medio día se ponía a prueba la principal virtud de los primeros meses de formación, la paciencia. Pañuelos impecables, botas charoladas, calcetines nuevos, interiores bien
marcados, uniformes blancos como la nieve, hebillas brillantes, uñas
limpias y bien cortadas; corte de cabello adecuado, todas exigencias para pasar una buena revista de aseo. Las formaciones eran por
guardias. Es decir, en cada guardia se encontraban Guardiamarinas
aspirantes, de primero, segundo, tercero y cuarto años. Formar en la
primera fila con el peso del cuerpo ligeramente hacia adelante era la
posición básica de los aspirantes. Siempre en las formaciones con su
sombrero marinero impecable. El banderín era el distintivo de cada
guardia. Amarilla, azul y roja. La presión psicológica, por parte de
los más antiguos, no solo se limitaba a las formaciones. Las mesas
eran los principales centros de formación para los Guardiamarinas
que recién ingresaban a la Escuela Naval. Era deber del recluta servir
los alimentos para el resto de los integrantes de la mesa. A la cabeza
se encontraba el “dios” o Guardiamarina de cuarto año. Le secundaban dos gamas de tercero y dos de segundo año, respectivamente.
En la popa de la mesa estaba el recluta con dos clímacos a ambos
lados, los mismos que, durante todo el rancho, le presionaban para
que sirva adecuadamente los alimentos e informara de las noticias del
día, leídas antes de la formación. El tiempo para servir los alimentos
era mínimo y dependía de su habilidad y rapidez terminarlos.
Sentarse a cuatro dedos del filo de la silla y subir los alimentos a
su boca haciendo un ángulo de noventa grados en cada movimiento
eran parte de sus obligaciones. En los primeros días, a la mayoría de
reclutas les invadía los nervios, ansiaban correr a sus entrepuentes a
cambiarse de chompa marinera, debido a los salpicados de los alimentos en la mesa. Los clímacos aguardaban por aquellos que no
cumplían adecuadamente con sus tareas. El patio de cordeles era el
lugar escogido para las reprimendas que iban, desde simples conse-
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Edwin Ortega
jos, ejercicios físicos, hasta el teque9 por la noche. Los reclutas se convertían en la vida misma de la Brigada de Guardiamarinas. Su modo
efusivo al saludar, el derroche de energía al moverse de un lugar a
otro, el modo como se autoarengaban, inspiraba, en los antiguos,
mejores días a la vida rígida, monótona y sacrificada de la Escuela
Naval. -¡Todos pasamos por lo mismo y ustedes deben proponerse
ser los mejores siempre!
Eran las palabras que los más antiguos retomaban cuando veían
a los jóvenes aspirantes ofuscados, agotados y muchas veces perdidos
en el incomprendido mundo del reclutamiento militar. Todo tenía
su por qué. No obstante, los débiles de carácter, comenzaban a delatarse. Cualquier dolencia se convertía en el mínimo pretexto para
renunciar a la lucha.
El término exento en la Escuela Naval era para aquellos Guardiamarinas que por una o varias razones de carácter médico tenían
reposo. Los reclutas, especialmente, se valían de este reposo para
evadir el régimen normal; mas, a la postre, terminaban retirándose
de la Escuela. A pesar del deshonor que conllevaba estar horas de
horas fuera de régimen, hubo más de uno que se amparó en las coyunturas para seguir en la fila, a pesar de haber permanecido exento
por año y medio en litera.
Quienes apoyaron este tipo de injusticias quizá nunca se dieron
cuenta que existían reclutas convencidos que sí estuvieron en las instrucciones militares, que sufrieron codo a codo desde el primer día
y que sobre todo, anhelaban convertirse en antiguos. Lamentablemente, por no cumplir con los estándares académicos, médicos y
militares requeridos para continuar fueron también separados de la
Brigada de Guardiamarinas. Si se les hubiera dado la misma oportunidad que aquel Guardiamarina exento, quién sabe si hoy hubieran
sido brillantes oficiales o, inclusive, excelentes líderes en combate.
9. Castigo físico que era aplicado a quienes habían faltado al reglamento de Disciplina Militar y que
consistía en ejercicios físicos después de la hora del silencio. Iba de treinta minutos a una hora. El
Brigadier de Guardia estaba encargado de su cumplimiento.
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Hacia Tierra Firme
Ellos tuvieron honor, pidieron o les dieron la baja porque era otro el
camino a seguir. Salieron por la puerta grande. Prefirieron hacerlo
antes de quedarse atentando contra sus propios principios y normas
establecidas en la carrera militar para todos, o casi todos.
Con todas estas situaciones debíamos seguir adelante. La presión
que se cernía sobre nosotros tenía un fin, probar nuestro carácter día
tras día. No había lugar a descanso, salvo en las aulas donde la obstinación era atender a clases y obtener los mejores resultados posibles
en los exámenes. No cabía en nuestras mentes malversar las sagradas
vacaciones, pues, aun en ellas, había que estudiar para no fallar en el
aspecto académico.
La fase de aspirantes determinó un cambio radical en nuestro
proceder. Las formas militares se habían hecho “carne” en cada uno
de nosotros. Los gordos estaban flacos y los flacos más flacos. Las
tradiciones navales, que fueron casi memorizadas por completo, comenzaban a dar forma a los nuevos marinos, quienes tenían una
meta: llegar a ser Oficiales de Marina.
El camino no era fácil.
En los años de formación, tanto a Guardiamarinas como a grumetes, al menos durante los primeros meses, la principal fuente de
enseñanza fue la convicción profunda en lo que hacíamos. Dado del
poco tiempo disponible en las aulas para entender el fin que se perseguía, eran los momentos aparentemente libres, en donde se buscaba
comprometer la mente y el espíritu de estos jóvenes patriotas para
convertirlos en marinos de guerra aptos para enfrentar cualquier
amenaza. Siempre se nos recordaba la misión de la Escuela superior
Naval, con una profunda oración para nuestras mentes y corazones:
“Capacitar moral, física e intelectualmente a la juventud ecuatoriana que ingresa
a su seno, con el fin de entregar a la Armada oficiales con la suficiente preparación
para cumplir con las tareas que se les asignen y con los conocimientos básicos
necesarios para un futuro perfeccionamiento técnico profesional”.
Éste era el norte destinado al contingente humano representado
por los aspirantes a oficiales y aspirantes a personal de tropa. La vida
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en estos centros de formación no era fácil, desde el mismo momento en que dejábamos los hogares y modos de vida civil. Desde que
cambiábamos los cómodos zapatos por las botas caña alta; cuando
al fin encontrábamos en el azul dungaree y blanco “loco” las tenidas de fatiga, fieles acompañantes durante las largas jornadas que,
mandatoriamente, tendríamos que transitar por los escenarios que
brindaban estos centros de formación naval-militar.
El curso de aspirantes se caracterizaba por darle al ex civil forma
de joven militar. Las jornadas de entrenamiento físico, instrucción militar y capacitación, en términos marineros no cesaban. Se sumaban
las clases con el fin de prepararnos para el primer año que se venía con
una carga académica comparable con cualquier Politécnica del país.
El primer año recibía a los ex aspirantes con nuevas responsabilidades. Sin embargo manteníamos la misma condición de reclutas
hasta el siguiente mes de septiembre en que ingresaban los flamantes
aspirantes. Seguíamos manteniendo nuestras limitaciones y exigencias tanto en la cámara, entrepuentes y área de cursos.
En septiembre todo comenzó a cambiar, en especial un día después
del bautizo. El Dios Neptuno en una dura prueba, llena de estaciones
y tradiciones marineras, permitiría que dejáramos de ser reclutas y
pasáramos a formar parte de su reino, el de los Antiguos. A partir de
aquel momento dejaríamos de comer en escuadra, de sentarnos en la
mesa a cuatro dedos, de darnos la vuelta completa al área de vivienda
para evitar salir por la proa que era por donde caminaban sólo los
gamas antiguos. Nos tratarían ahora ya no con el término reclutas,
ahora éramos flamantes Guardiamarinas de primer año. Todo cambiaría luego del “bautizo en tierra”. A pesar de los nuevos beneficios
o mejor, de la ausencia de ciertas tradiciones que nos forzaban el trajinar día a día, nos llenaba de satisfacción el saber que otros jóvenes
ingresarían en los próximos días. Pletóricos de alegría ultimábamos
los detalles con toda la Brigada de Guardiamarinas.
Teníamos ahora la delicada tarea de formar a los flamantes aspirantes y moldear su cuerpo y espíritu tal cual lo hicieron con no-
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Hacia Tierra Firme
sotros. La gran aspiración se traducía en lograr a futuro gamas antiguos llenos de amor a la Marina, convencidos y místicos con un
espíritu a toda prueba.
Meses después, en diciembre, la Escuela adquiría otra tonalidad.
Los preparativos para la graduación de los Alféreces de Fragata, conllevaban actividades para toda la Brigada de Guardiamarinas. Los
nuevos aspirantes, por un día en sus vidas, tomarían el mando de
quienes fueron sus Brigadieres en los primeros meses. Este evento,
conocido como la “última diana”, no era otro que mostrar un sentimiento de gratitud a aquellos potenciales Alféreces y que la Escuela
Naval reconocía su trayectoria. Que su imagen perdurará de manera especial en quienes estuvieron bajo su mando y que su ejemplo
mantendrá vívido el recuerdo en medio de un sistema en que los
subordinados deberían superarlos.
¡Oh, cómo ha pasado el tiempo, cuando me detengo a pensarlo, casi no lo puedo
creer, tan solo falta un día para que, del fondo de los mares, emerjan esas palas a
posarse sobre nuestros hombros!
Fue la última avivada que mis gamas de cuarto año entonaban
en aquella diana de diciembre. Sudados aún, por los ejercicios físicos
que “sus” aspirantes habían ordenado se ejecuten, se aprestaban, veloces, a cambiarse para la rutilante ceremonia.
Como Guardiamarinas “megatos”, o curso “sanduche” de la Escuela Naval, estábamos a cargo de la formación de los reclutas y
debíamos capear las materias de Física y Cálculo, consideradas las
más difíciles. Además, la presión del tercero y cuarto año sobre nosotros, pues, había que dar cuenta del avance formal de los reclutas,
lo que se veía día a día en su comportamiento durante el rancho en
las mesas. Fue el curso de mayor sacrificio académico y militar en la
vida de Guardiamarina. Era nuestra lucha contra el estrés de la cotidianidad, presión de los estudios y de los más antiguos. El sólo hecho
de aguantar al ingeniero, regordete profesor de Física, convertido,
con el transcurso de los años, en el tamiz de la Escuela Naval. Quienes pasaban esta materia, prácticamente, estaban graduados, salvo
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Edwin Ortega
situaciones de orden físico, disciplinario o inclusive casos fortuitos,
propios del destino; sin embargo, la meta de todo Guardiamarina
al pasar, a su segundo año, era de alcanzar el tan anhelado catorce,
nota que imprimía el salvoconducto para tercer año.
La materia era fácil, primaba la experiencia de Guardiamarinas
de otras promociones y el conocimiento adquirido en los colegios. A
pesar de ello, la presencia invariable y la poca confianza que inspiraba el profesor, motivaba satanizar la materia como casi infranqueable; y es que las cifras lo decían, se hablaba de más del treinta por
ciento de cada promoción como perdidos el año. Por Física había
más dados de baja que por faltas a instrucción Militar, sanciones al
cometerse faltas atentatorias o, inclusive, por retiros voluntarios. Sus
clases adolecían de un bajo nivel académico; cosa contraria sucedía
con los exámenes, eran sumamente complicados y su manera de evaluar no daba margen a errores procedimentales. El primer error era
un cero en cualquiera de las preguntas; de ahí que, la gran mayoría
de los Guardiamarinas dependía de los cuatro puntos de laboratorio
de Física y de los dos puntos del cuaderno que, obviamente, se ponderaba en base a la mejor letra y colorido.
En tercer año, el esfuerzo académico iba encaminado a incursionar, poco a poco, en la vida naval; especialmente en el conocimiento
de los buques de guerra. El “dragoniano” era considerado el supervisor de los menos antiguos. La Escuela era movida por el tercer año.
Estaba por todas partes, su deber: controlar y ejecutar las órdenes y
políticas establecidas por los gamas de cuarto año y Brigadieres. Paulatinamente nos dábamos cuenta de cómo funcionaría nuestra vida
como oficiales. La jerarquización, basada en el respeto y la confianza
echaba raíces desde sus inicios, desde la vida como Guardiamarinas.
Fue en este año donde pasamos mayor tiempo embarcados. Dábamos
nuestros pasos como navegantes al conocer las cubiertas de nuestros
inveterados buques auxiliares: Cayambe, Chimborazo y Hualcopo.
Aprendimos a conocer las nociones básicas para conducirnos como
potenciales comandantes de unidades a flote de nuestra Institución.
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Hacia Tierra Firme
La Escuela de por sí tenía vida propia. Muy pocas veces los oficiales instructores y de planta tenían que decirnos lo que debíamos
hacer. El nivel de conciencia militar y moral era elevado. Quienes no
se adaptaban a este ritmo de vida, tarde o temprano, se veían compilados a decirle adiós a este prestigioso centro de formación superior
militar. Los oficiales aparecían en las formaciones. Tenían la plena
confianza en su cuarto año. La excelsitud del mando tenía su fortaleza en las bases. Cada uno de los Guardiamarinas que llegaban a las
últimas instancias de la vida de escuela, conocía exactamente cada
una de las facetas de los cursos subordinados.
Los “dioses”, gamas de cuarto año, tenían funciones que iban, desde las más simples, cómo controlar una eficiente limpieza, hasta las
más complejas, como la de encarar las competencias inter-escuelas
militares con los mejores resultados. Todo tenía su porqué, fomentar
la responsabilidad y espíritu de cuerpo que determinaría, a la postre,
obtener oficiales jóvenes con alto sentido del deber y gratitud por la
formación. Las coladas no venían por simple casualidad.
Quienes llegaban al tercero y cuarto año eran, realmente, porque
habían puesto su mayor esfuerzo académico, físico y espiritual. El
factor suerte tampoco era desdeñable, sin embargo, cada uno de
nosotros sabía con qué fin ingresó a la Escuela Naval y bajo qué
objetivo las metas debían cumplirse paso a paso. Metas personales
como llegar a las vacaciones en julio luego del desfile, a las vacaciones en navidad después de la última cena, a las vacaciones luego
de las navegaciones. Otras de carácter formal y militar, tales como
llegar a ser antiguos, pasar los bautizos de abordo y en tierra, salir
victoriosos en la semana del Guardiamarina, preparar el ingreso de
los nuevos aspirantes, ganar alguna medalla en competencias deportivas. Y otras de orden académico como no quedarse arrestado
los fines de semana por notas, tratar de estar en la lista de méritos, exonerarse para salir antes de vacaciones o ser considerado, en
cuarto año, como Brigadier. Teníamos mil razones para mantenernos motivados.
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Edwin Ortega
Inclusive, para romper con la diaria rutina, la Escuela organizaba
competencias como el Guardiamarina de acero. En esta competencia era costumbre que el Comandante de Guardiamarinas disponga
cuáles serían las pruebas en que los Guardiamarinas demostrarían
sus habilidades como guerreros del mar. Entre otras, el cabo marinero, el cabo comando, el remo a bordo de las chalupas, la carrera atlética alrededor de la Escuela, el tiro al blanco. Todo debía realizarse
en equipo. Fueron los momentos ideales para demostrar el verdadero espíritu de cuerpo y el afán de superación personal de quienes
labraban su vida dentro de los centros de formación militar.
Al fin llegaba la tan anhelada Ceremonia del Anillo. Las madres
de los flamantes oficiales entregaban el anillo naval, símbolo del caballero de mar. A pocas horas se celebraría la entrega de sables de
mando; y, finalmente, la rutilante ceremonia de graduación como
oficiales de la Armada del Ecuador.
Haber entregado los mejores años de nuestra juventud a este imperecedero centro de formación, en forma apasionada y altruista,
implicó el sueño de vivir a plenitud el contexto naval-militar para
lograr el anhelado rango de Alférez de Fragata. Además, la Escuela
Naval, logró gestar, en lo más profundo de nuestros corazones, esa
pequeña llama de servicio, esa flama que, conforme sigan pasando
los años, habrá de convertirse en filosofía profesional, en filosofía de
vida. Fuimos apenas unos jóvenes con quimeras, pero con una voluntad inquebrantable que, a lo largo de cuatro años y medio de
vida como Guardiamarinas, supimos trastocar esos sueños, en franca
armonía con la Escuela, lo hicimos realidad. No solo pasamos por
la Escuela, más bien ella pasó por nuestras vidas convirtiéndonos en
soldados y marinos de guerra al servicio de la Patria.
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III
Navegante
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72
Hacia Tierra Firme
La Dama Blanca, memorias de un crucero
E
ran las dos de la tarde, los familiares de la dotación, miembros de la Armada y quienes pasaban por el Yatch Club Naval, ondeaban sus pañuelos blancos al ritmo de romance de
mi Destino, deseando la buena suerte y el marinero buen viento y
buena mar. Era una calurosa tarde de invierno, con la presencia no
muy grata de la lluvia pertinaz, parecía que El Niño se venía con sus
desates característicos en la zona de convergencia intertropical. La
despedida a la Dama Blanca se dio en medio de los honores de ley;
no faltó la bendición del Capellán y los discursos navales de rigor
por parte de los jefes militares. Intempestivamente comenzaron a
sonar los pitos con su tío–tío, anunciando, a toda la dotación para
que comenzara a subir por alto. Guardiamarinas y tripulantes se enfilaban a lo largo de la cubierta, otros se alistaban a subir por alto.
El Alférez de Fragata Gabriel Carrión subía veloz por la jarcia, tenía
que hacerlo, pues, detrás de él venían los oficiales y Guardiamarinas
a quienes les habían asignado honores por alto desde la gavia1 alta
hasta el sobrejuanete2.
Los honores por alto se mantenían hasta que el Comandante lo
considerase necesario, casi siempre cuando la Guayas haya sido perdida de vista en el horizonte. Luego del forty honores, toda la dota1. Segundo palo horizontal (verga) del palo Mayor de la Guayas.
2. Última verga de abajo hacia arriba, tanto del Mayor como del Trinquete.
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ción pasaba al rancho, la guardia amarilla a ocupar los puestos y el
Comandante al puente de gobierno, pues, la salida del Canal requería de mucha acuciosidad; en especial cuando, en el bajo de la barra
la sonda podía, dependiendo de la marea, marcar hasta cincuenta
centímetros bajo la quilla.
El Comandante ordenó al Jefe de Maniobras que toque Maniobra General, esta vez fue “descubierta”.
Aquí, simplemente nos preocupábamos que los aparejos se encuentren bien aferrados, los quitamiedos bien trincados. Si había
algo que estibar, se lo hacía; y, a arranchar la maniobra. Las faenas
en la mar nos daban la confianza para una reacción oportuna y, sobretodo, identificarnos con nuestro nuevo entorno como navegantes:
el mar. Comenzábamos con la constante práctica de zafarranchos
de abandono. Mientras el buque, con un sopor intenso bajo las cubiertas, por una inesperada falla en la planta de aire acondicionado,
navegaba hacia el Golfo de México, se recibía el agudo sonido del
altavoz y de los pitos que informaban sobre ejercicio de zafarrancho de abandono de la unidad. Todos corrían por las cubiertas, la
mayoría del personal recién se enteraba qué balsa salvavidas estaba
asignado y qué implementos debían llevar. Tendrían que pasar veinte y siete minutos para que los encargados de cada balsa salvavidas
reportasen al Comandante que su puesto se encontraba ocupado y
sin novedad.
Algunos oficiales se habían reunido en el puente de gobierno,
eran más de las dos de la mañana, el Comandante aun sufría de
insomnio. Quería romper con la soledad de su mando, por lo que,
subió a departir con su séquito.
–Usted qué cree Alférez, cómo considera que las corrientes están
afectando en esta pata. -Obviamente, el Comandante, se refería a la
parte más larga del Crucero, tendríamos que navegar por casi veinte y
un días hasta llegar a nuestro destino final, san Juan de Puerto Rico.
–Hay una deriva de dos millas de nuestro track mi Comandante,
además, según el radar -indicaba el joven oficial mientras observaba
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Hacia Tierra Firme
detenidamente la pantalla del 914 raccal Decca de vieja generacióntendremos algunos contactos que nos obligarán a caer del rumbo
que mantenemos. –Y usted considera que es necesario caer, reiteraba el Comandante, mientras fumaba copiosamente como si presintiera que algo más iba a suceder con la nave que comandaba.
Los Alféreces recién graduados de la Marina de Guerra, o en la
mayoría de casos los Guardiamarinas de cuarto año de la Escuela
Naval, eran quienes hacían una fase de su formación a bordo de este
velero. A más de las exigencias en las aulas de Salinas, la Armada
demandaba del esfuerzo de la dotación propia del buque, instructores y alumnos para que tripulen la unidad y se tornen embajadores
itinerantes de nuestra Patria.
–¡Afirmativo!, respondía, casi sin pensar, el oficial recién graduado. Parecía que, en aquel momento, más primaba salir airoso de la
interrogante de su Comandante que analizar y responder con criterio la pregunta.
En realidad, al Comandante no le interesaba ni lo uno ni lo otro,
su instinto marinero invocaba una respuesta más profunda, que solo
él sabía. No era necesario conocerla o más aún interpretarla, bastaba
con sentirla y ligeramente meditarla. Y así fue, llegó el primer mensaje NAVTEX, información meteorológica, difícil de interpretar. Una
repentina caída de la presión atmosférica, frentes fríos y frentes calientes se ocluían, un sistema de baja presión frente a nuestro rumbo,
la temperatura que comenzaba a disminuir y una serie de mensajes
de auxilio enviados por los barcos que se encontraban navegando
en el área. Obviamente, el Comandante de la Unidad comenzaba a
empaparse de toda la información posible, buscaba en su experiencia la mejor de las alternativas.
En el ir y venir de la información, el sol apenas nacía en el horizonte. Los Guardiamarinas, puntuales, salían con sus sextantes a
cubierta con el fin de bajar sus últimas estrellas y calcular la posición
del buque a través del crepúsculo matutino y una recta de sol. Ellos
vivían su propio mundo cumpliendo con sus tareas en los diferentes
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departamentos y dejando a punto su libro de Memorias, requisito
indispensable para aprobar su crucero a bordo.
Aprovechábamos para hacer nuestra oración diaria al Creador:
“Señor de Infinita misericordia bendice a este buque y tus hijos que lo tripulamos,
danos fuerza y sabiduría para que seamos dignos representantes de nuestra fe
y nuestra Patria, te rogamos por ellos también Señor y por todos aquellos seres
queridos que dejamos atrás, cuídalos y protégelos en nuestra ausencia mientras
surcamos los mares cumpliendo diariamente con nuestro deber”.
Sin perplejidad o duda, el Comandante disponía:
–Oficial de Guardia, comunique por el anunciador general, reunión de oficiales en la cámara de popa. -Era el líder quien daba la
orden para recibir el asesoramiento de su Estado Mayor.
–Su orden, mi Comandante, contestaba el Teniente Pazmiño, con
la preocupación reinante dentro de la unidad.
Quienes se encontraban en el puente de gobierno sentían, en carne propia, las órdenes del Comandante, habían visto su rostro, desde
que subió al puente hasta el momento de observar el radar y constatar la situación meteorológica. Su larga trayectoria, su quilataje
de líder, su preparación para enfrentar las situaciones más difíciles,
hacían del Comandante de un buque de la Marina, algo más que
presidir una empresa; estaba llevando a ciento trece hombres, a la
vida o a la muerte, al éxito o al fracaso, al honor o al deshonor.
La gran responsabilidad de conducir a este buque a puerto seguro determinaba que su Comandante tome la decisión más acertada,
que enfrente el problema inspirado en el gran cúmulo de conocimientos que la Armada le había proporcionado y en base a su experiencia a bordo.
–¡Navegante!, proceda a calcular el ETA (hora estimada de arribo) hacia los inicios del temporal.
–Oficial de Maniobras, cargue todo el aparejo y máquinas avante
toda. –Mi Comandante, este momento dispongo de máquinas avante dos tercios. -Indicaba el Capitán de Corbeta, con la seguridad y
solvencia de su actuar.
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Hacia Tierra Firme
Esto significaba que el buque con su máquina principal, sin velamen, no podía dar avante su velocidad máxima, apenas alcanzaría
los seis nudos; tomando en cuenta que la corriente estaba en contra.
Estos instantes de apremio, ratificaban el eficiente entrenamiento de
la dotación. En apenas minutos, la tripulación de un buque de la
Marina pasaba a ocupar sus puestos de zafarrancho general. Quienes formábamos parte de ella, teníamos la obligación de cumplir,
fielmente, lo que durante los entrenamientos habíamos aprendido y
asimilado. De hecho, todo el entrenamiento se fusionaba en minutos, estábamos ya viviendo la realidad. Ahora era cuando nuestras
mentes y cuerpos debían fundirse de tal forma que ni el temor ni la
desesperanza atenten contra de los procedimientos de emergencia.
Y fueron los meses de navegación, el régimen de estudios y la disciplina de los Guardiamarinas, los que encausaron nuestro comportamiento. Ellos determinaron, a la postre, para que, en los momentos
de mayor apremio, reaccionáramos tal cual se nos había adiestrado,
con calma, poniendo a flote todo lo aprendido. Se trataba de una
situación real, donde la única opción de sobrevivir en altamar era
mantener a flote la unidad con los equipos básicos en funcionamiento: máquina principal, generadores, los equipos electrónicos y sistema de gobierno. Para el Velero era un temporal el que acechaba. la
baja presión llegaba a 712 mm de mercurio e incitaba pensar cuan
inminente era su rumbo hacia el ojo del huracán.
Nuevamente el Teniente de Fragata Pazmiño reportaba al Comandante que estábamos derivando y que cada ploteo variaba considerablemente, ni siquiera por los vientos, pues, por orden del Comandante, el Oficial de Maniobras, había dispuesto cargar todo el
aparejo, inclusive las velas cuchillo que nos hacían orzar hasta unos
diez grados de escora. Esas velas y con el aparejo cazado a la banda
en la que pegaba el viento, hacían que el buque incremente su velocidad que, en las mejores condiciones alcanzaba los doce nudos.
Sin embargo, en estas circunstancias, debíamos evitar el menor daño
posible a la Unidad, por lo que no se cargó todo el velamen.
77
Edwin Ortega
¡Qué hacer frente a este temporal! El Comandante pensaba para
sí que si caían a babor unos noventa grados del track que estaban
siguiendo, lograría pasar apenas a una milla del ojo del huracán.
Cada segundo que pasaba se tornaba inexorablemente adverso, el
ambiente era tan pesado que nadie quería estar en el puente o en la
sala de máquinas. Todos hubieran preferido en un zafarrancho ocupar, inclusive, los puestos más riesgosos como de control de averías o
como gaviero en el sobrejuanete y no sentir la misma transpiración
de quienes tenían la responsabilidad del buque más consentido de la
Armada, la Dama Blanca. La tensión era tal que el Capitán Ramiro Verdesoto llegó a comentar tiempo después “…que el Comandante
no aceptaba que los Guardiamarinas estén en el puente, y que los oficiales en
curso, quienes también estaban embarcados, debían pasar inmediatamente a la
camareta para estar listos, inclusive, para un zafarrancho real de abandono”.
La exigencia marinera a bordo del Buque Escuela Guayas obligaba
que, tanto oficiales en curso como Guardiamarinas, den lo mejor
de ellos.
Mientras tanto, en la sala de máquinas, la guardia y todo el personal de este departamento permanecía en máxima alerta. El suboficial segundo Juan Mora trataba de infundir la calma en los demás.
Asignaban trabajos adicionales todo el tiempo, desde el control de
los indicadores del tablero principal de la máquina y generadores,
hasta el simple achique de las sentinas. Uno de los mayores inconvenientes que se vivía en la sala de máquinas era que, por el constante
cabeceo y balanceo del buque, las bombas no funcionaban al ciento
por ciento. Las tomas de mar comenzaron a trabajar en vacío degenerando una deficiente refrigeración de la máquina principal y generadores. De todas formas y bajo la presión que, inclemente, ejercía
la naturaleza, la dotación en la sala de máquinas y control de averías
supo reaccionar con arrojo, valentía y profesionalismo. La situación
empeoraba, sin embargo el buque comenzaba levemente su caída.
–¡Confirme timonel! -era la voz impaciente pero segura del
Comandante.
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Hacia Tierra Firme
–¡Así como va cero tres cero, señor! -replicaba no menos nervioso
el tripulante timonel.
–Confirme cuando alcancemos el tres seis cero marino. -Replicaba el Comandante, ahora con su rostro más sereno debido a la casi
imperceptible reacción de su Unidad.
–¡Los equipos están respondiendo mi Comandante. Cargado todo
el aparejo, máquinas avante toda y con el gobierno funcionando el
buque no tiene otra opción que responder a nuestro instinto marinero! -Indicaba, casi a gritos, pero con su sentido del humor característico el Jefe de Maniobras, dando a conocer el terrible esfuerzo que
toda la tripulación había hecho y se mantenía haciendo a fin de sacar
al buque del borde de la tormenta.
La caída a babor nos alejó del ojo del huracán, apenas unas mil yardas más de lo estimado. De todas formas, parte del temporal, vientos
muy fuertes y olas gigantes alcanzaron a golpear sin cesar a la Unidad.
A pesar de que el buque se encontraba bien amarinerado y con toda
la tripulación lista para enfrentar al temporal, los daños no se hicieron
esperar. El mascarón de hierro estaba partido. Las velas, que estaban
bien adujadas, se arrancaron y las que estaban cazadas resultaron rifadas y desprendidas de las vergas. La toldilla estaba irreconocible;
cabos fuera de sus cabillas y el compás maestro de popa fuera de servicio. Ello fue el resultado de la violencia con que la madre naturaleza
se había presentado ante nosotros aquella mañana de abril.
Sin las ínfulas del feroz huracán y sin esperar su vaivén furtivo; los
oficiales, tripulantes y Guardiamarinas meditábamos y elucubrábamos sobre lo ocurrido. La Dama Blanca seguía navegando después
de la desigual batalla con la naturaleza, ella salió victoriosa y todos
sus hijos airosos y orgullosos de haber demostrado su espíritu marinero a toda prueba.
Nunca nadie imaginó que el Caribe, en especial el mar de las
Antillas, iba a desentonar la armonía del salobre ventarrón, más que
brisa y menos que un suave suspirar, la efímera travesía del buque de
instrucción en medio de un día totalmente despejado que ni siquiera
79
Edwin Ortega
presentaba las características de un posible mal tiempo. Sin embargo, el futuro inmediato había sido otro. Bastaron treinta y dos horas
para que el paraíso fugaz y apasionante haya transgredido la paz de
una tripulación y como verdadero embate, aseste el peor de los temporales durante los cinco últimos años en medio del Caribe Central.
Ya al final del Crucero, en medio del remanso hogar y seguros de
pisar tierra firme, nos enteraríamos que el ojo del huracán que logramos evitar, fue lo que quedaba del “Andrew”, uno de los monstruos
naturales que llegó a causar los mayores estragos a la costa este de
los Estados Unidos de Norteamérica. Su paso por la Florida había
dejado desgracias personales y daños materiales incalculables.
El marinero Carlos Cortez recordaba con una ansiedad casi incontrolable: “Cuando el jefe del palo mayor, mi Sargento Pincay, alcanzó a
pitar el tío-tío que significaba que comenzáramos a bajar; mi compañero, el tercero
de la gavia alta, no tenía asegurada su silla a los palos por la excesiva confianza
al descender, pues, la lluvia pertinaz hizo que se balanceara forzosamente hacia
nosotros. Gracias a un acertado gesto, casi divino, el hombre logró aferrarse al
borde de una vela con una mano, y con la otra a mi pierna. Para mí, no solamente
hubiera quedado el crucero allí, sino mi propia existencia. Logramos salvarlo”.
Durante los temporales fueron no pocas las experiencias vividas por
cada uno de los miembros de la dotación, especialmente para aquellos
que desafiaban a la misma muerte desde las alturas de los palos y las
vergas. Eran los marinos que trabajaban en cubierta, hombres valientes que, con o sin quitamiedos, de día o de noche, con mar calmo o
embravecido estaban siempre prestos en las jarcias. Fueron marinos de
guerra demostrando su espíritu aventurero en la Dama Itinerante.
Por esta experiencia vivida y mil situaciones más, los marinos que
hemos tenido el orgullo y honor de haber pisado su hermosa cubierta, la recordamos con amor, y, cual hijo agradecido, pedimos a Dios
con fe y profunda unción, que, la Dama Blanca, siempre tenga un
metro bajo su quilla y un puerto seguro al cual arribar.
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Hacia Tierra Firme
La Escuadra Naval
L
a vida a bordo de los buques de guerra se preveía como aquel
destello que emitía esa luz o chispa luego de un proceso en el
que se incluían considerables factores. Así nos hacían verlo,
así lo sentíamos. Nos habíamos convertido en el producto de un largo período de capacitación, de adiestramiento, de entrega, tanto de
instructores como de Guardiamarinas. Salíamos del cascarón. Ahora
la realidad sería diferente. Los flamantes Alféreces de Fragata comenzarían una nueva vida, el reto para el cual durante cuatro años
y medio, fuimos formados. Sería la primera vez que pisaba un buque
de guerra, con una profesión a cuestas, apenas en su etapa inicial.
–Guardiamarinas, ustedes no tienen idea cómo es la vida a bordo,
quienes tengan el honor de ser trasbordados a las Fragatas disfrutarán hasta música ambiental en circuito cerrado. -Replicaba, a pocos
días de graduarnos, uno de nuestros recordados instructores, el Capitán de Corbeta Fabricio Mendoza. Pocos como él, convencido de
que la razón de ser de la Armada era la Escuadra, nos decía, con
jocosa apariencia y orgullo naval militar que, inclusive, la muerte del
soldado de superficie es muy distinta a la muerte de un soldado de
tierra, en combate.
–Imagínense queridos Guardiamarinas, mientras un infante de
marina esté en su trinchera, sucio, enlodado y hambriento esperando la bala final; yo estaré con mi tenida blanca alfa, puesto mi gorra y
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82
Hacia Tierra Firme
empuñando mi sable con mis guantes blancos, impecables, en franca
espera, de ser así, del misil que el enemigo nos haya lanzado. Mi
muerte será como la de un caballero.
Todos lo escuchábamos, era muy querido por mi promoción;
amábamos la franqueza y vocación en los oficiales y “lobo de Mar”,
así lo llamábamos con aprecio, era uno de ellos. Al concluir su muy
propia deducción del fin de la vida en combate, estallábamos en
risas, sus aseveraciones eran llenas de mística, pero a veces de fantasía extrema. Fuimos Guardiamarinas de cuarto año, aquellos en los
que él reflejaba su esfuerzo por ver una Marina con oficiales convencidos y entregados, producto de un adiestramiento de máximo nivel
en la Escuela Naval.
“Lobo de Mar” imprimió en nuestras retinas ejemplo del oficial
con experiencia en la mar, más que un instructor fue nuestro amigo,
alguien con quien se podía conversar en cualquier momento y lugar,
nunca dejó de alentarnos en nuestros últimos días de Guardiamarinas. Fue el profesor que nos dio el mensaje de que, por más palas o
insignias que se lograra, siempre existiría el lado humano del oficial,
del militar, del tutor, del guía y sobretodo del líder.
Eran las ocho de la mañana, el cielo nublado se sobreponía impetuoso sobre nuestras gorras blancas, el pito del buque anunciaba
zarpe. El personal de maniobras de la banda de babor de la Fragata Morán Valverde, buque insignia de la Armada, estaba soltando
amarras. El Comandante de la Unidad, daba las órdenes a través
del equipo de comunicaciones rais, sistema que databa de la segunda
guerra mundial pero que, a pesar de sus años de servicio, funcionaba
casi a la perfección. Su tripulación estaba ya en sus puestos de zafarrancho, la guardia de babor se haría cargo luego del forty1.
–Oficial Comunicante, distancia y marcación a la boya 34 -requería a la brevedad el Comandante de la Unidad. La salida del canal
no era fácil, en especial para un buque que desplazaba más de dos
1. Forty es un término anglosajón utilizado en la jerga marinera para dar por terminada una actividad
o asunto.
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Edwin Ortega
mil toneladas métricas y que calaba sobre los cinco metros con compartimentos repletos de combustible.
Todos quienes nos encontrábamos en el puente de gobierno sabíamos que no existía el margen de error, que muchos comandantes habían terminado sus carreras por errores en la conducción de
buques de guerra por su exceso de confianza, tanto suyo como de
la guardia en navegación. El Comandante Jaime Centeno se caracterizaba por ser metódico y procedimental, no dejaba lugar a duda
en sus decisiones, pero así mismo requería de información rápida,
precisa y consistente para la toma de ellas. Era el líder que arriesgaba
cuando era prudente hacerlo, de lo contrario seguía las normas al pie
de la letra.
Navegar en una Fragata, buque de guerra, era no menos que un
orgullo personal, naves con tradición y en cuyas cubiertas habían
servido miles y miles de marinos ecuatorianos. En sus compartimentos la historia era vívida; suboficiales que culminaban su carrera
entregando todos sus conocimientos a jóvenes cabos y marineros.
El olor a grasa y diesel era característico en la sala de máquinas,
marinos que en su turno de guardia velaban profesionalmente para
que la sala de calderas tenga siempre la presión necesaria a fin de
darle al buque la velocidad que requería en sus diferentes maniobras. Máquinas gigantes, complejas pero llenas de vida, fierros que
inspiraban un futuro prometedor, especialmente para nosotros que
dábamos nuestro primer paso en la carrera naval. Mientras tanto, en
cubierta, el personal de maniobras listo para cualquier emergencia,
preparándose para arriar los botes cerca de la rada o puerto. Los vigías y serviolas estaban en posición. Todos en armónico trabajo. La
Unidad se deslizaba sobre el mar ecuatoriano casi sin hacerlo notar,
era la Unidad que comandaba al resto de guardianas de nuestra soberanía. Lo único que quedaba a su paso era esa estela que se hacía
más celeste, más clara y casi blanquecina; no era la estela de un yate
o de un buque mercante, era la estela que dejaban más de doscientos
guerreros de superficie, aquellos que con su trabajo silencioso hacían
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Hacia Tierra Firme
Patria a su manera, a su estilo, en su forma tan peculiar de concebir
el orgullo y fortaleza de toda una nación.
Para un buque de guerra arribar a puerto seguro era una más de
las tantas tareas que ejecutaba; la esencia misma de estas naves grises,
hermosas, tan bien diseñadas estaba en su interior. En sus cabinas
oscuras apenas se notaban las siluetas de sus operadores en medio
del ámbar con rojo tenue, colores propios de las salas de guerra. Durante la navegación nocturna, ellos, luchando contra el cansancio, la
monotonía, el estrés y el sueño, nos conducirían al éxito o al fracaso
en combate. La decisión de lanzar un misil o de evitarlo, de engañar
al radar enemigo, de lanzar torpedos, de contrarrestar la amenaza aérea o submarina era exclusiva del Comandante; sin embargo,
todos quienes estaban involucrados en operaciones y maniobras lo
asesoraban manteniéndolo actualizado del cuadro operacional.
–Entrenarse para el combate no es fácil Alférez, los jóvenes de
hoy deben tener conciencia de la complejidad y seriedad que conlleva aquello -me decía el Comandante mientras observaba el cielo
oscuro y plagado de estrellas. Estábamos rumbo a Manta. La jornada estaba por culminar. La navegación había sido larga, llena de
formaciones y ejercicios tácticos. Sus palabras me hacían prever que
nuestra capacitación no requería solamente de lo aprendido en las
aulas, debíamos estar presentes en las navegaciones y en los ejercicios. Entrenarnos, leer, estudiar, empaparnos de conocimientos
prácticos, innovar nuestro entorno de la forma más expedita posible,
representaba el constante desafío en la carrera naval en época de paz
y de guerra, y para ello, cada uno habría de superarse.
A bordo, del mismo modo que en las unidades en tierra, el rancho
era la moral de las tropas. Desde las primeras horas de la mañana, el suboficial jefe de la cámara y cocina, ultimaba detalles para
disponer de deliciosos manjares propios y tradicionales de nuestro
suelo patrio. La Marina se caracterizó por disponer de excelente alimentación para su personal. La cocina siempre estaba impecable.
En ella se encontraban tripulantes cuyo afán de dar de comer bien
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Edwin Ortega
a sus compañeros daban a notar en la exquisitez de cada una de las
comidas que preparaban. El término “caballeros” estaba latente en
toda la extensión de la palabra. Y así lo daban a notar, especialmente, al momento de servirse los platos en las cámaras. Eran lugares
apropiados en donde, a más de servirse el alimento diario, disponían
de recursos audiovisuales para el sano esparcimiento de la mente,
al menos en las horas de guardia franca. En las jornadas castrenses,
tanto en la mar como en tierra, la Armada consideraba por tradición, casi sagrado, el estómago de sus tropas. En efecto, se convertía
en un deleite asistir a las cámaras; más aún al saborear el “aguado de
pollo” del relevo de guardia de las tres de la mañana. El sacrificio de
las guardias en la mar tenía siempre su recompensa.
Realmente disfrutábamos navegar en los buques de guerra, razón
de ser de la gloriosa Armada del Ecuador.
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IV
Tradiciones Navales...
Historia y Legado
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Hacia Tierra Firme
M
uchos no lográbamos entender que la tradición era la verdadera razón de ser, la que inspiraba, motivaba y empezaba a fraguarse en los futuros Oficiales de Marina. En
estos jóvenes se vertían principios militares que en la Escuela Naval
se inculcaban a toda hora del día, desde la diana hasta la formación
de la lista de coys1; e incluso, hasta el final de la jornada, cuando el
último de los castigados pasaba al “fondo naval”2.
La palabra Guardiamarina, semánticamente, significa: “estar en
la mitad del buque”; es decir, jerárquicamente no era considerado
ni oficial ni tripulante. Término procedente del vocablo sajón midshipman (Alférez alumno). Más tarde se gestaría un concepto para
señalar que “el joven que, tras seguir el mandato de su verdadera
vocación, se preparaba en la Escuela Superior Naval para alcanzar
el título de Oficial de la Marina de Guerra del Ecuador3.
Los valores militares iban desde el respeto profundo a los símbolos
patrios hasta el simple pero auténtico saludo militar, desde el desempeño de una guardia rutinaria hasta el cumplimiento de misiones
especiales de alta complejidad.
El saludo de la mano hacía reminiscencia de los viejos marinos
británicos que, en señal de respeto a sus superiores, se quitaban la gorra
o sombrero marinero. Esta vieja costumbre pulida por nuestros antece1. Especie de litera portátil que los marinos utilizan como cama a bordo de las unidades, especialmente
a vela. Lista de coys es utilizada como el momento de la formación en que se envía a la guardia a sus
puestos y al resto del personal a dormir.
2. Frase usada en la jerga naval para referirse al descanso o sueño. Indica que va a dormir.
3. Libro de Tradiciones Navales de la Escuela Superior Naval “Comandante Rafael Morán Valverde”.
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Edwin Ortega
sores a lo largo de los anales de la Institución. El saludo era enérgico,
con la mano extendida a la altura de la sien derecha y con el codo formando un ángulo recto con el dorso. En la izada del Tricolor Nacional,
los pitos o clarines matizaban los honores justo en el momento que ha
llegado al tope de las astas la bandera de la Escuela Naval, la de la Armada Nacional y del Ecuador, respectivamente. Para nosotros este acto
se había convertido en todo un ceremonial. Inclusive, en momentos
cívicos y domingos lo hacíamos al unísono de las sagradas notas del
Himno Nacional. Al ser arriadas, el procedimiento era el mismo, pero
en orden inverso. Mientras que, cuando las doblábamos, las tres banderas quedaban en forma triangular y con un doblez casi a la perfección. Los fusileros nos escoltaban hasta el Cuerpo de Guardia.
Cuando tuve el honor de pisar por primera vez la Planchada, el
Patio de Honor, fue un impacto, pues, en ese pedazo de cemento se
forjaban jóvenes soldados, retoños de la Marina valiente y estoica,
altiva y emprendedora. Éramos una juventud sencilla y soñadora,
felices emprendedores y ávidos de servir a la Patria. Fueron horas
interminables. En aquella Planchada aprendimos a marchar, a llevar
un fusil, a ejecutar el paso regular en armonía con el paso del resto
de camaradas dentro del Pelotón de fusileros. La mayoría de actos
castrenses se veían engalanados por la gama de uniformes que cada
Escuela Militar vestía, especialmente en los desfiles.
La Escuela Militar encabezaba los desfiles cuyos cadetes vestían
la guerrera blanca que les daba casi a las caderas, el pantalón negro
de lanilla con su característica franja amarilla y el flamín que variaba
de colores dependiendo del pelotón a que pertenecía cada cadete.
Mientras tanto y a continuación, la Escuela Naval se engalanaba con
su flamante cuácara, una guerrera negra hasta la cintura y con cuello
cerrado, con botones color dorado finamente alineados a lo largo de
dos hileras. El pantalón blanco, terso e impecable, con una fina línea
negra que parecía ser una continuación tenue de la cuácara. Los
botines charolados y calcetines negros. Se usaban ligas con el fin de
que, en el paso regular, se aferre el pantalón a las piernas y se aprecie
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Hacia Tierra Firme
el ángulo que no solamente hacían las piernas con el suelo, sino la
elegancia que se formaba entre el zapato y el tobillo mismo. Era la
esencia gallarda del paso frente a la tribuna.
La representación excelsa de la Armada se daba, sin lugar a dudas, con el paso gallardo y estoico de la Escuela Naval. Desde lejos
se apreciaban a los marinos de guerra, su impecable gorra blanca
con el escudo bordado en hilo de oro, tradición imperecedera de un
uniforme, de un porte, de toda una leyenda. Lentamente se acercaba
el pelotón de pelotones al ritmo de la melodiosa marcha que entonaba la impertérrita Banda Blanca. A la cabeza, el tambor mayor, con
sus cordones que, naciendo en sus hombreras, color negro con dorado, y que terminaban en uno de los botones de su cuácara, lograba
distinguirse por su excelente porte militar y paso regular. Su estatura
y garbo lo hacían acreedor a tan distinguido puesto. Era el primer
marino en desfilar dentro de las paradas de la Fuerza Naval, quien,
después de las autoridades, rompía la gran parada.
El Pelotón Comando o Banda de Guerra llevaba a la cabeza de
sus filas los bombos. Estos Guardiamarinas se distinguían por espigados y buena contextura para cargar los instrumentos que no dejaban
de pesar. Luego venían las liras, apenas cuatro, en armonía casi sinfónica con el resto de instrumentos. Ellas ponían el toque de elegancia
a la Banda de Guerra. Los tambores, Guardiamarinas enérgicos. Sus
melodías representaban la esencia misma de las marchas militares
que, en congruencia con los clarines, atisbaban las grandes batallas
cuando, en las cruzadas o guerras del Medioevo, eran enviadas las
olas de guerreros con melodías militares; cuyas gestas eran atesoradas con el toque del clarín, el redoble de un tambor y el retumbar de
un bombo.
De pronto, la Banda Blanca hacía alto a sus armonías castrenses,
mientras la Banda de Guerra de la Escuela Naval, en coordinada acción, levantaba sus rodillas en su última parada previo al paso regular.
–¡Escuela Naval, desfile de honor, por pelotones, honores a la derecha! -era la voz bizarra del maestro de ceremonias que daba las
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Edwin Ortega
órdenes para que los Guardiamarinas comenzaran su avance hacia
la tribuna de las autoridades.
Inmediatamente los clarines, cual aproximación a combate, entonaban sus agudos sonidos; acto seguido, irrumpían los rugientes tambores y los explosivos bombos. La Banda Blanca, sinergia musical,
esperaba el último estruendo del bombo de la Escuela Naval para
comenzar con la marcha de paso regular.
La Banda de Guerra, escoltada por los pelotones de fusileros,
avanzaba a ritmo lento, armonizando su paso con el bombo gigante
de la banda. Tres sonidos estrepitosos y cadencias daban el: “¡atención vista a la de re!”. En acto casi imperceptible los Guardiamarinas
comenzábamos a levantar las piernas formado entre ellas y el piso un
ángulo de cien grados. El espectáculo toma excelsitud con la mirada
estoica y elegante, con el mentón ligeramente levantado hacia la tribuna y con la mirada fija y orgullosa hacia días mejores, demostrando la imparcialidad y solvencia de joven soldado.
El pito marinero significó mucho en las jornadas, tanto en tierra
como en mar. Todas las actividades eran anunciadas a través de él
dentro de los entrepuentes y cubiertas. Contramaestres, mensajeros de
guardia y cabos de entrepuentes lo cargaban consigo en todo momento. Todo tenía su razón y su objetivo. En las navegaciones a bordo de las
unidades de la Escuadra Naval nos daríamos cuenta cuán importante
fue conocer las diferentes melodías y significados que se podían entonar
con el pito marinero. El viento y el estrepitoso vaivén de las olas impedían que las órdenes en cubierta fuesen escuchadas adecuadamente.
Aún dentro de las cabinas y compartimentos, camarotes, camaretas,
salas de máquinas, puentes, etcétera. La viva voz era difícil captar. De
ahí que el sonido que emitía el pito marinero, con su agudeza y consistencia, era audible hasta en los ambientes de ruido y confusión más
extremos. Su diseño de plata con latón, tradicional y hermoso, hacía
de éste una herramienta invaluable para todo marino, especialmente,
en sus labores de guardia, en cubierta, o en sus años de formación. Los
honores en la Fuerza Naval eran engalanados con este imprescindible
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Hacia Tierra Firme
instrumento marinero, cuya acústica era vida para nuestros oídos. Fuimos felices y orgullosos con nuestras formas. Nuestro diario proceder
no podía prescindir de ellas. Les dedicábamos todo el tiempo necesario
a fin de pulirlas y perfeccionarlas. La Armada existía por la tradición
inveterada de sus hombres en proyección a mejores días.
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V
Atentados al Sistema
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Hacia Tierra Firme
La Coyuntura... Una realidad que hace daño
H
abía pasado casi dos años después de haber obtenido el
primer rango en la jerarquía militar. Éramos Alféreces sirviendo a nuestra noble Armada en los buques de guerra de
la Escuadra Naval.
El Alférez de Fragata Francisco Torres era un excelente oficial,
un año más antiguo que yo, sin embargo la amistad que habíamos
fraguado en el equipo de pentatlón militar nos daba confianza mutua, sincera y leal para disfrutar de una sana fraternidad, tanto en
las buenas como en las malas. No competíamos por nada más que
no fuera en contra de nosotros mismos. Su capacidad para entender
la realidad de la Escuela Naval, su acucioso liderazgo y su brillante
inteligencia, le sirvieron para ostentar el honorable cargo de Brigadier Capitán. En los años de Guardiamarina que lo conocí, siempre
se destacó en el deporte. Su ímpetu para aprender las tradiciones
navales y estar a la cabeza en las instrucciones militares lo hizo muy
popular dentro de la Brigada de Guardiamarinas, especialmente con
los cursos menos antiguos. Era generoso en compartir sus experiencias. Trataba de que todos integren los equipos deportivos y en las
salidas al terreno mostraba su don de mando en la conducción de las
patrullas que el Instructor Militar organizaba.
Pancho, como todos lo conocían, siempre tuvo un espíritu rebelde
y aventurero. A los tres meses, durante el Cuarto Año, fue relevado
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Edwin Ortega
de Brigadier Capitán por no seguir las políticas que se profesaban en
la Escuela Naval, a más de que, por su forma de ser, no siempre fue
del agrado de los instructores y oficiales de planta.
–Luis, mi vida de servicio a la Patria comenzó desde que ingresé
a esta Escuela. Vengo de un colegio civil, donde el desorden y la
indisciplina era el pan de cada día. En efecto, aquí pude ver que
la vida militar eran hermosa. Que todo el caos podía transformarse en un nuevo modo de vida, sino dogmático, práctico, objetivo y
basado en principios militares. Ello no significa que no estuviera de
acuerdo con los reglamentos vigentes; lo que te trato de decir es que
éstos fueron creados por seres como nosotros, imperfectos, y que los
hicieron con el único fin de guiarnos de mejor forma por el sendero
de nuestra profesión. Si los instructores hubieran dado a conocer mi
libreta de vida, los Guardiamarinas verían que tuvieron un Brigadier
Capitán sencillo y lleno de errores. Cometí faltas disciplinarias involuntarias, como cualquiera. Imagínate si tuviera veinte en conducta,
daría a entender que realmente no hice nada, que esperé que pase el
tiempo y sobretodo que nunca arriesgué mi propia integridad en la
consecución de mis objetivos. Sin embargo fue todo lo contrario.
Pancho, aprovechando que la mayoría de Guardiamarinas había
pasado al descanso, decidió conversar conmigo más de lo habitual.
Nos sentamos junto a la Glorieta. A lo lejos podíamos apreciar la
gran cantidad de pueblos que formaban parte de la península de Santa Elena, unos más luminosos que otros. La brisa salobre acariciaba
nuestros rostros y el mar, testigo silencioso, nos hacía ver que estaba
más vivo que nunca con su estrepitoso golpeteo contra las rocas.
–Luis, cuando fuimos aspirantes, ni siquiera reclutas, pude ver
cómo mis compañeros se iban de baja, era el dolor que nos embargaba al resto de la promoción. Periostitis que les impedía cumplir
con las horas de instrucción militar, algunos se iban desmotivados y
desilusionados de la milicia, otros simplemente eran honestos consigo mismos y se retiraban por falta de vocación. ¿Qué te quiero decir
con todo esto?, que cuando comienzas a luchar por algo, no es fácil,
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Hacia Tierra Firme
mucha gente que valoraste como amigos y buenos compañeros se
van quedando en el camino. Todos, absolutamente todos, hemos
sufrido este tipo de avatares. Cuando ha transcurrido el inexorable
tiempo y te detienes a meditar, regresas tu mirada al pasado y ves a
más de un centenar de aspirantes a Guardiamarinas, hoy tan sólo
quedamos diecisiete. Muchos de ellos serán excelentes profesionales
en la vida civil, útiles a la Patria desde otros campos, donde sientan
que su servicio es pleno y que rinde frutos para ellos y sus familias.
La noche parecía que hubiera detenido su paso. Apenas escuchábamos el relevo de guardia de media noche a la altura del casino.
Todo se tornaba más oscuro. Pancho proseguía: -Hoy, a casi tres meses de mi graduación, todo es nostalgia. Son sentimientos encontrados. A veces siento hasta rabia. Es normal quizá, pues soy un Guardiamarina que ha vivido en carne propia las injusticias del sistema.
Mi querido amigo, nunca le he comentado a nadie lo que te voy a
decir, pero tendré que priorizar nuevamente mi futuro. Soy aún muy
joven y ya siento los tragos amargos dentro de esta profesión. Reniego tan sólo en pensar cómo será la vida de oficial si a estas alturas he
sido testigo de ignominias.
Trataba de comprender a mi amigo más antiguo. Había logrado
todo lo que cualquier Guardiamarina hubiera anhelado alcanzar en
la Escuela Naval. Fue la primera antigüedad durante cuatro años y
medio de estudios. Llegó a obtener el campeonato sudamericano de
pentatlón militar. Estaba por recibir el premio al mejor espíritu naval
militar y deportivo. Fue un compañero excepcional, excelente Brigadier y superior. Sin embargo, estaba confundido. Personalmente
aspiraba que una vez graduado se logren refrescar sus ideales y se
proyecte con el mismo ímpetu y dedicación como lo hizo en sus años
de Guardiamarina.
Una vez obtenido el título de Alférez de Fragata, sus compañeros
y él fueron destinados a los buques de la Escuadra Naval. Lo último que supe de mi Alférez Torres fue que se encontraba como el
candidato más opcionado para obtener una beca de estudios en el
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Edwin Ortega
exterior. No había duda de su capacidad. Firmemente creía que él
la alcanzaría. Para esa época cumplía el curso de ascenso en la Academia de Guerra Naval y pasábamos, prácticamente, desconectados
del mundo exterior.
Meses después, de vacaciones en la Capital, tuve la oportunidad
de hablar con su hermano. Era cadete de segundo año en la Escuela
Militar y teníamos un poco de confianza, basada en el gran afecto
que sentía por Pancho. Se lo notaba apurado y un poco nervioso,
en medio de holas y chaos alcanzó a sacar un sobre de su bolsillo
derecho diciéndome: -Luis, en estos meses han pasado tantas cosas.
Todos en casa estamos perplejos por las últimas decisiones de mi
hermano. Quizá fueron apresuradas y viscerales o quizá fueron meditadas y reflexionadas. Se fue, partió muy lejos, no quiso despedirse
de nadie. La vida militar para él era todo, en toda la extensión de la
palabra. Pero su corazón no soportó más agravios ni injusticias. Tú
lo conociste, era quijotesco, idealista. Vivía soñando, su mundo era
lleno de perfecciones y no cabían la maldad, la mentira, las coyunturas mal sanas, la competencia desleal. Partió y no sabemos dónde.
Al final solo quiso que te entregue este sobre y que te diga que siente
mucho por haberte defraudado, que cuando te miraba, veía en ti a
un soldado que lucharía contra viento y marea por prepararse, por
servir y por vislumbrar una Patria mejor. Mientras él, no pudo con
el sistema.
Suspiramos, nuestros ojos estaban cargados de lágrimas, mas ninguna brotó. La herida fue nuestra alma, la de él por ver a un hermano partir y la mía por perder a uno de mis mejores amigos, ejemplo
de lucha y de excelencia militar.
Su letra era casi ilegible, sin embargo, la conocía bien debido a las
tablas que llenábamos juntos en los entrenamientos de pentatlón.
“Entrañable amigo, camarada y Oficial de Marina:
Muchas veces se torna insondable el método que la perversión corrupta puede
aplicar para resquebrajar la moral de aquellos que en buena lid han tratado de
superar su nivel de espejismo en la sociedad; y digo espejismo porque al tener títulos
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Hacia Tierra Firme
o cursos acreditados reflejan el status que la sociedad de hoy demanda. Y peor aún,
la labor se vuelve más dura y casi imposible cuando el sistema se jerarquiza. Ahora la pregunta intrínseca es ¿cómo podía yo enfrentarlos?; muy fácil y complejo a
la vez. Fácil, pues la mediocridad se asienta en aquellos cuyo aletargado paso por
la vida los convierte en simples transeúntes conformistas que no requieren mayor
esfuerzo que aquel de unirse al sistema que se les imprime y, complejo, porque tal
vez unos pocos a costa de su misma imagen y reputación, arremeten con furia e impetuosidad insistiendo e insistiendo hasta “hartar” a los superiores. Es consabido
que nunca ganarán, ya que no solo tendrán que fajarse en medio de los derechos
amparados en leyes y reglamentos sino que tendrán que avocar al corazón ajeno y
muy emocional de aquellos que llegan a depender de él en medio de una institución
que requiere imparcialidad. Y eso es lo que sucedió cuando a lo largo de mis pocos
años, en la carrera de las armas, la infamia, la mentira y la cobardía fueron los
estandartes de aquellos que no les quedaba otra opción más que aferrarse a un sistema obsoleto y caduco: el de ellos mismos. Los apadrinamientos en mi competencia estuvieron a la orden del día; esta selección obviamente hecha por la mediocridad, hubiera sido injusta si cualquier oficial candidato no merecía ser seleccionado
o peor aún cuando durante el proceso de selección se hubiere direccionado la beca.
Para este caso las consecuencias hubieran sido fatales, especialmente por el grado
de corrupción y por el daño moral que se hubiera hecho al resto de candidatos, en
especial a aquellos que “sueñan” con representar al país en el extranjero. Pues
bien, a pesar de haber demostrado en los aspectos físico, intelectual o militar, me
satanizaron por mis errores en la Escuela Naval. No es posible que el área educativa comience a adolecer de estas falencias. Podemos notar cuan erróneo es el liderazgo que siguen algunos y que los únicos afectados resultamos los nobles y justos
de causa. Nuevamente me atrevo a decir que aquellos oficiales que, limpiamente,
en base a méritos y objetivos, logramos pertenecer a esta terna para su selección,
lo hicimos para competir en buena lid, no para ser los títeres de los palancosos
y el relleno de un grupo en el cual, previamente, ya hubo un favorito. Ese fue el
lamentable desenlace, lo peor de todo es que nadie tomó acción al respecto. Estamos
en la triste época en que, la gran mayoría, por no decir todas las instituciones,
tienen su grado de falencia. Uno de las mayores motivaciones para ingresar a las
Fuerzas Armadas fue ese prestigio de que en su seno se profesaban y se practicaban
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Edwin Ortega
principios, propio de instituciones fuertes en credibilidad y alto sentido del honor.
De hecho, los mayores perjudicados han resultado ser quienes, en el inicio mismo
de la carrera de las armas, han incluido, dentro de su vocación principios que, a
la postre, se convirtieron en juicios de valor. Es lo que sucede cuando comenzamos
a rodearnos de subordinados que, muy a parte de cumplir eficazmente sus labores,
dan visos de ser “excesivamente leales”, pero de una manera muy sutil y atractiva
para quien recibe la información; la que deja de ser objetiva por simple que parezca, pues, va llena de emociones, más el ingrediente principal de lo que se conoce
con el nombre de chisme. Todo esto resulta peligrosísimo, especialmente, cuando
de tomar decisiones se trata, no porque una elección significaría afectar al militar
o grupo alguno, sino porque va en detrimento de la efectividad y objetividad de la
Institución. Saldar cuentas o ser agradecido utilizando trasbordos o pases, becas o
comisiones, puestos o comandos, en definitiva, resta la importancia a todo lo establecido, de tal manera que no admite errores, pues, aquellas coyunturas de mover
hombres no idóneos o no aptos a sitios en momentos no acordes da como resultado
la “alteración orgánica” del eje vital de una Institución; más aún para quienes,
al ocupar cargos, comandos, obtengan becas y representen interna o externamente
a la Institución, deberán ser aquellos que lo “merecen”, tomando en cuenta que el
término merecer irá respaldado por una objetiva y rigurosa selección. En definitiva
tendrá que ser sistematizada reduciendo al mínimo la injerencia de pasiones o
apegos radicales al inextricable mundo de las emociones que impelen al ser humano a la toma de decisiones. Sin duda que, esta aspiración ideal de la que nunca
más participaré logrará legalizar y restringir al mínimo que manos ajenas, pero
poderosas, trastoquen cualquier proceso de selección; desde la más simple hasta la
añorada calificación en la recta final de la carrera.
Luis, amigo mío. Considera que mis palabras son las finales. No soy desleal,
estoy fuera de la Institución y simplemente quiero que sepas y hagas conocer el
porqué renuncié a ese juramento tan sagrado. Las acabo de escribir con el corazón
y sé que las sabrás entender.
Tu amigo siempre, Francisco”.
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Hacia Tierra Firme
Parecía que Pancho hubiera experimentado una vida entera dentro de la Marina. Me había hecho ver que cada paso que dio lo sentió
tan profundamente. Nunca superó el trauma de la degradación de
Brigadier Capitán en la Escuela Naval. El nunca creyó que cuando
se compite no siempre es sana la competencia. Las utopías, muchas
veces, dejan de coexistir con la realidad. El puso lo mejor de sí, su
libreta de Vida Naval era envidiable; mas, esto no bastó para ser
seleccionado. Los desafectos con los oficiales que daban el informe
de su gestión fue el detonante. Quienes lo evaluaban recibieron una
carta en la que se indicaba “…inmadurez, falta de tacto con la tropa
y problemas familiares…”. Con un plumazo fue, simplemente, sepultado. El resto ya no servía de nada. Pancho tuvo acceso al informe
“confidencial” en donde se habían inventado; o mejor dicho, habían
logrado plasmar, en un papel, todo lo que sus enemigos invisibles hubieran querido que fuera de él: que nunca triunfe. El estocazo final
para Pancho fue cuando terminó de leer el informe desfavorable que
su propio reparto hacía de él, tenía el pie de firma del Comandante
y de su Estado Mayor. Cuántas interrogantes habrán intraquilizado
su mente: ¿Y todo el esfuerzo?, ¿las horas extras entregadas?, ¿los
patrullajes voluntarios?, ¿las guardias?, ¿sus cursos?, ¿su excelente relación, especialmente con sus menos antiguos debido a su ejemplar
liderazgo?. Qué había pasado? Por qué lo llamaron a participar en
la beca y evitar que sus “enemigos invisibles” acaben con su reputación a través de un informe: un documento que venía de su reparto,
al que había dado sus mejores años de Alférez de Fragata. Por qué
nadie se le acercó y le dijo que quizá su actuación no era la más adecuada para ciertos oficiales o quizá, que no debía poner énfasis en tal
o cual trabajo, puesto que “invadía el territorio ajeno” que afectaba
otros intereses.
Pancho se fue. En su corto tiempo, para quienes realmente lo
conocimos, fue un ejemplo de lucha y tenacidad. Buscó siempre el
elitismo militar en un mundo donde es más fácil no hacerlo. Se fue
y quienes quedamos con su vivo ejemplo, ahora teníamos muchas
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Edwin Ortega
interrogantes que responder, especialmente aquellas cuya verdad sería hallada en base a la propia experiencia. La Armada perdió a un
joven valioso cuyo único error fue no comprender la realidad de la
vida, alguien que no supo la verdadera diferencia entre el bien y el
mal… o quizá sí.
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Hacia Tierra Firme
La desjerarquización, procedimiento que atenta
contra el sistema militar
L
a biblioteca era nuestro refugio. Cualquier momento que nos
disponíamos a vagar “volábamos” a la biblioteca de la Academia de Guerra Naval. En aquellos instantes de búsqueda
de sabiduría siempre venía a nosotros un veterano oficial retirado
que, pletórico de alegría, nos contaba su vívida historia, sus recuerdos y añoranzas marineras. El rostro, plagado de arrugas, denotaba
haber pasado jornadas enteras en las cubiertas de los buques de
guerra. Sus ojos azules y sesgados aún irradiaban esa mística naval, como si fuera su primer día en la Marina. Su cabello blanco y
brillante como la nieve. Vestía siempre una guayabera blanca impecable que combinaba con pantalones de lino y zapatos de cuero
español. El aroma de su perfume se extendía por toda la sala de
estudio, era penetrante más no nos molestaba. El veterano oficial
naval daba la impresión de haber sido un hombre navegado. Por sus
gestos, carisma y don de gentes demostraba, con sano orgullo, ser
un quijote cosmopolita.
Comenzamos hablar de todo un poco. El “Don de Mando y la
Jerarquía Militar” era nuestra principal inquietud aquella fría mañana de invierno. Queríamos saber el concepto que manejaban los
oficiales de su época. Ansiábamos conocer la evolución conceptual
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Edwin Ortega
de sus días a los nuestros. Le encantaba hablar, su fascinación era
transmitir, sino sus conocimientos, su experiencia. Con mucho respeto y consideración apreciábamos tanta generosidad. Con un poco
de dificultad, comenzó:
–Queridos amigos Guardiamarinas, ni los egoísmos y rencillas
personales deben nunca jamás sacrificar la jerarquización militar.
Un Comandante no puede quedar al margen de un comando salvo por aspectos de extrema gravedad moral comprobada. Como en
todas las áreas de la vida, en las altas esferas se entretejen intereses
que no están a nuestro nivel y que quizá nunca llegaremos a conocer;
ellos, a veces, se tornan subjetivamente audaces y alejados de la real
dimensión militar. Estaba profundamente conmovido. Su entrecejo
comenzó a fruncirse, pero con la calma y la madurez de sus años,
prosiguió: –El tiempo no pasa en vano. Muchos aspiramos liderar a
nuestra gente. A diferencia de otras profesiones, ustedes y yo venimos
de abajo. El almirante sabe lo que siente y persigue un Alférez. La
carrera militar tiene esa característica tan singular; quienes comandamos un grupo de hombres conocemos a profundidad sus problemas, fortalezas y debilidades. Es por ello que cuando hagan carrera
-nos decía con orgullo por haberlo vivido en carne propia -traten de
velar desde el inicio por su gente, conózcanla, vivan, sufran con ellos.
El momento menos pensado estarán de oficiales superiores y su visión de la Fuerza comenzará a cambiar, pero análogamente tendrán
que reforzar sus cualidades como líderes militares.
–Jóvenes, entiendan una cosa, la envestidura formal siempre debe
estar a la par con el liderazgo moral. Van a cometer errores, pero su
empeño, sapiencia y valentía permitirán que sigan adelante, que se
proyecten como futuros líderes, que se respete y hagan ustedes mismos respetar su jerarquía. Nunca de los nuncas den la oportunidad
que se rompa la cadena de mando. Siempre, por ley y tradición, el
más antiguo ocupará el mando.
El viejo Comandante estaba abrumado, su cuerpo senil y delicado se recostaba cada vez más en la silla. Alcanzábamos a escuchar
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Hacia Tierra Firme
sus jadeos. Para él, hablar de su adorada Marina era casi entrar en
trance. Uno de nosotros corrió por un vaso de agua.
–Considerar ¿qué es lo que sucederá con la Armada, con su liderazgo y sus nuevos roles?, deberá ser la interrogante que deban
plantearse desde hoy muchachos. Deben comenzar a trabajar en ello
y no perder de vista el porqué realmente ingresaron a sus filas. Toda
la gran responsabilidad ya pesa sobre ustedes.
Mientras tanto, nosotros, no salíamos del asombro. Nos había dejado sumergidos en una prospección del mando y jerarquía militar.
Sus frases calaron profundo, su mensaje honesto y sin tapujos
guiaría nuestro buque militar. Sin embargo, había criterios que solo
con el pasar de los años llegaríamos a entender.
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VI
Fuerzas Especiales
Filosofía Personal
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Hacia Tierra Firme
Curso de Comandos, la excelsitud
del entrenamiento en Fuerzas Especiales
T
emblábamos de frío en la base de comandos. Eran las cuatro de la mañana y nos aprestábamos a la natación diaria.
Debíamos dejar todo estibado, pues, la jornada comenzaba
a esa hora y el retorno se lo hacía a la media noche, después de
estudio.
En la base quedaban las carpas alineadas y vacías, el resto iba en
nuestra mochila que la llamábamos “armario portátil”, en ella cargábamos de todo a todas partes. Parecíamos sonámbulos mientras
bajábamos a través de la pica que nos conducía del polígonode tiro a
la piscina. El promedio de horas de descanso no superaba las cuatro.
Era la fase preparatoria que nos iba capacitando para las futuras
fases que demandarían mayor esfuerzo, especialmente, en las largas
jornadas nocturnas.
La razón más simple se refería a que los comandos operaban en
las horas impensables para el enemigo, en condiciones de clima adverso, con rutas de acceso casi impenetrables y bajo situaciones logísticas extremas. Digerir este concepto nos permitió superar las pruebas que el curso ponía como obstáculos, desde el mismo régimen,
el trato de los instructores, los test de autoconfianza y el peso que
debíamos cargar todo el tiempo. En fin, psicológicamente no podíamos estar preparados, pero sí tratábamos de hacerlo a cada instante
dentro del curso; al menos, se lograba capear al monstruo imperfecto
que llevábamos dentro. En instantes de desesperación y prisa, las
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Edwin Ortega
fuerzas salían desde el interior del ser. La resistencia al dolor, al frío y
al hambre brotaba de las entrañas del alma. “Todo pasa” era el lema
que mi patrulla esgrimió desde el inicio de esta empresa.
Las nataciones de madrugada daban la bienvenida al nuevo día.
Repeticiones en la piscina, a oscuras, eran el común denominador.
Los instructores andaban con linternas, los reflectores no abastecían
de suficiente luz como para iluminar a cada uno de los alumnos. El
control era exigente, bajo efectos de cansancio y deshidratación los
alumnos podían quedarse inconscientes en los ejercicios. Debíamos
gritar el número de identificación al tocar el borde de la piscina y
continuar la siguiente a la señal del instructor, dos pitidos cortos. El
sol comenzaba a salir, nuestro pulso estaba acelerado; sin embargo,
era un nuevo día para comenzar.
La piscina de la Base Naval San Eduardo fue obra de los mismos
Infantes de Marina bajo el liderazgo de uno de sus más prominentes
hombres. Era una piscina olímpica que en los últimos años se había
cuarteado debido a las frecuentes detonaciones en el polígono de
tiro. Ésta fue la razón principal por la que prohibieron las detonaciones en la Base Naval. Sin embargo, era una piscina muy hermosa y
bien mantenida, con agua transparente y cristalina en la que miles
de Infantes de Marina habían reflejado su rostro; muchos, un rostro
de sufrimiento que luego se trocaría la gloria y honor. Promociones
enteras de grumetes1, cursos de hombres rana, de comandos, de ascenso para tripulantes, básicos de oficiales y otras de sub especialidad
habían pasado por esta piscina.
Más que una simple instalación deportiva era, para los Infantes
de Marina, un símbolo y baluarte del sacrificio, de entrega, de sudor
y aliento. Ranchar con la mochila en la espalda resultaba incómodo,
pero no podíamos dejar nuestra “vida” a merced de nadie. Compensábamos su peso con el fusil que llevábamos colgado en el pecho. Bajo la ley de la costumbre, más valía el hambre que cualquier
molestia que se sintiese. La vajilla de campaña, forrada con fundas
1. Aspirantes a marineros Infantes de Marina.
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Hacia Tierra Firme
plásticas, no por considerarnos escrupulosos en el aseo, sino, más
bien, para llevar la comida a buen recaudo luego de los simulacros
de ataque del enemigo, costumbre en las horas del rancho. A parte
de la sal, se añadían dos ingredientes infaltables en los alimentos de
los comandos, el olor del gas lacrimógeno y el sudor que caía a raudos después de las evacuaciones. Contentos, nos bastaba con llenar
nuestros hambrientos estómagos y cargarnos de energías para lo que
venía en el resto del día y la noche.
Culminamos con éxito las materias de armamento, armas de
apoyo, adiestramiento individual de combate, primeros auxilios,
técnicas de rapel, paso de pistas de acción y reacción, de infiltración,
técnicas de patrullaje y táctica. Rendíamos pruebas físicas todas las
semanas; es decir, estábamos aptos para comenzar la etapa táctica
en barandúa. Incursiones anfibias, polígono de tiro, orientación militar, operaciones aerotransportadas, serían nuestras próximas materias. Luego vendría la “gira” en donde visitaríamos nuestro suelo
Patrio, gran parte operando a nivel de patrullas y otra en batallones
especializados, recibiendo las materias de inteligencia de combate,
guerra de montaña, operaciones ribereñas y táctica en selva. En lo
que respecta a pruebas de confianza, quedaba aún la marcha forzada armados y equipados de cien kilómetros sin interrupciones y
la fase de SERE (supervivencia, evasión, resistencia y escape) que
se ejecutaba al final del patrullaje. Los comandos en la ejecución
de estas materias cruzaban el norte de la serranía ecuatoriana con
rumbo a Esmeraldas, culminando la travesía en la conocida ruta
del sol.
Los instructores demandaban liderazgo en las patrullas, lo que
implicaba que, desde el más antiguo en jerarquía hasta el menos
antiguo, desde el oficial hasta el último marinero, debían estar en
capacidad de comandar un pequeño grupo de comandos. No había
un jefe de patrulla fijo, rotábamos en el cargo. No era fácil liderar,
más aún cuando los comandos estaban exhaustos, mal alimentados
o desmotivados. Las exigencias iban, desde contar con la patrulla
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puntual al salir, retornar en el cumplimiento de alguna misión, hasta
dar el ejemplo cargando la ametralladora en las caminatas.
Las funciones que se ejecutaban dentro de la patrulla eran variadas: jefe de patrulla, hombre punta, AJP (ayudante del jefe de
patrulla), radioperador, explosivista, granadero, francotirador, porta ametralladora, abastecedor, morterista, lanza granadas. Todos éramos fusileros y cargábamos siempre limpio el fusil con nueve alimentadoras llenas.
Mientras tanto, en Guayaquil, se quedaban las huellas de nuestras
botas por toda la base, las gotas de sudor impregnadas en las pistas,
barras, cabos, polígono y demás instalaciones, fueron testigos silenciosos de nuestra lucha. Durante la gira, el ambiente de camaradería
mejoró. Nos sentíamos más motivados.
En las faldas del Cotopaxi nos aprestábamos a recibir la instrucción de guerra de montaña. Los equipos fueron facilitados por los
camaradas comandos de la Brigada de Fuerzas Especiales No. 9 “Patria”. Habíamos compartido muchos entrenamientos y este era uno
más de aquellos. El manejo del material de andinismo, sogas, cuerdas, mosquetones, piquetas, grampones y el uso de la vestimenta de
Goretex vital para el trabajo en altura, fue necesario conocer como
preámbulo de la instrucción.
El frío nos carcomía los huesos, nuestras cantimploras estaban
llenas de café negro hirviendo. De vez en cuando nos remojábamos
las manos para ganarle al frío. Teníamos chocolate en barras que
masticábamos como si fuera chicle. Para un grupo, cuyo hábitat de
trabajo era el nivel del mar, la instrucción en las faldas de un nevado,
a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar, se tornaba complicada. Había muchos comandos que ni siquiera conocían la serranía
ecuatoriana. Para todos, esta etapa, se tornaba en un desafío. Fueron
pocos días que pudimos saborear el hielo perpetuo de nuestros nevados. Aprendimos a caminar sin problemas en la nieve, disfrutamos
de la sensación de coronar una montaña, nos identificamos con el
material de altura y, sobretodo, compartimos experiencias fructíferas
con los comandos de la Fuerza Terrestre.
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–Comando 2-01, confirme. ¿Tiene ya lista la patrulla para la inserción en San Antonio? -señalaba el Jefe de Curso refiriéndose a si
la patrulla 2 tenía todo adujado, emplazado y a punto en la lancha
Amazonas.
–Afirmativo mi comando, estamos QAP, a su luz verde -contestaba un tanto apurado. La verdad es que aún no estábamos
listos, faltaban detalles en la limpieza de la ametralladora punto
cincuenta.
Yo como Comandante del Elemento de Combate Fluvial debía
prever hasta el más mínimo detalle. Munición, equipo especial y armamento. Mis comandos estaban listos para la inserción, se había
emitido la orden de patrulla y estábamos cumpliendo el cuadro horario. Pocos minutos nos separaban del embarque y traslado hacia el
objetivo. San Antonio era un pequeño caserío ubicado a unos pocos
minutos de San Lorenzo del Pailón. Según datos ficticios, en medio
de la isla existía un laboratorio de procesamiento de droga, y la misión de mi patrulla era destruirlo. Para lograrlo debíamos insertarnos
a través de una incursión de lanchas ribereñas; su misión, darnos
protección, bloquear los posibles canales de escape y, de ser necesario, ablandar al enemigo en la playa.
El ejercicio fue todo un éxito. Las lanchas Amazonas eran muy
rápidas y permitían la flexibilidad necesaria en el cumplimiento de
la misión. Mientras estábamos quemando el laboratorio me sentía
seguro; sabía que en el canal nos estaban esperando las unidades fluviales con gran poder de fuego y tripuladas por Infantes de Marina
profesionales y altamente calificados.
La corriente del Santiago para esa época del año era muy torrentosa. Un río de aguas negras y espumosas que obligaba a diseñar
y construir nuestra balsa con mayor acuciosidad. Buscando en los
alrededores hallamos fuertes maderos, a pesar del clima aun servían,
no estaban podridos aún. Toda el área estaba infestada de serpientes,
más de un comando se salvó de la mordedura de la Bothrops atrox,
más conocida como equis. Cada patrulla llevaba suero antiofídico
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Edwin Ortega
y al momento de buscar madera y bejucos limpiaban el sector con
machetes para espantar a los ofidios.
La falta de experiencia en la construcción de balsas hacía que
busquemos ayuda en los locales. Cambiábamos raciones de combate por un poco de asesoramiento. La mano de obra la poníamos
nosotros. Fueron pocos minutos de sabiduría que salvarían nuestro
equipo de zozobrar en un río tan caudaloso y violento.
La travesía por el Santiago fue divertida, en cada milla que avanzábamos, un remolino nos acechaba. Como buenos comandos teníamos fe y confianza en lo que construimos, pero, la madre naturaleza,
nos forzaba más y más. Nuestra balsa se iba desmembrando. Sobre
tres troncos había quedado nuestro equipo. Casi todos nos aferrábamos a un palo transversal que sostenía prácticamente a la balsa. El
roce de nuestros cuerpos con la madera era amainado con el chaleco
salvavidas; sin embargo, el agua jalaba de todos lados. A quinientos
metros se divisaba al Jefe de Curso con los instructores. Había algo
que humeaba; en efecto, nos esperaba un buen rancho. Era nuestro
premio por haber resistido el embate de un río que no siempre tiene
a Infantes de Marina del curso de comandos como navegantes de
sus aguas. En fin, habíamos superado la prueba. En esta ocasión la
esperanza, la perseverancia y el dominio permitieron salvar al equipo, armamento, radios y munición. Nuestras vidas estuvieron a salvo todo el tiempo, a pesar de las inclemencias de la naturaleza. El
entrenamiento recibido en barandúa durante la fase de incursiones
anfibias y la prueba de flotación, armados y equipados, nos daba esa
confianza; sabíamos que podíamos salir adelante con todo el peso, al
menos no nos íbamos a ahogar en esas oscuras aguas.
Marchas largas y tediosas eran parte de la fase de patrullaje. La
mochila que llevábamos en nuestras espaldas sobrepasaba las cuarenta libras. Teníamos de todo: equipo de limpieza personal, de calzado
y de armamento; unas dos mudadas de ropa seca, otro par de botas,
la infaltable tenida de deportes con sus zapatos; ropa de civil para
las misiones de inteligencia, el sleeping bag para las pocas horas de
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sueño, la vajilla de campaña y sus cubiertos; detergente, zapatillas de
baño, toalla; un galón de agua y el casco de combate. Las raciones de
combate, con las calorías suficientes para sobrevivir el día, iban casi rebosando los bolsillos laterales. Iba también la media carpa con sus estacas y palitroques; y, para la fase de selva, la infaltable hamaca toldo.
Dependiendo de las funciones que realizaba un comando dentro de su
patrulla se llevaba munición adicional, cintas para las armas automáticas, munición para los morteros y lanzadores de 40 mm, herramientas
de zapa, morral para cebado de explosivos y kit de primeros auxilios.
Todo debía estar correctamente impermeabilizado, con justa razón,
ya que, la mayor parte del tiempo pasábamos mojados; sea por la lluvia o sea por las incursiones anfibias que se ejecutaban desde el mar.
Mientras tanto, en el equipo individual de combate cargábamos las
ocho alimentadoras llenas, las granadas de mano, un cepillo, viento2,
aceite y trapo para limpieza breve del armamento; el poncho de aguas,
gorro de lana y guantes; protectores de oídos, visores nocturnos, brújula, GPS3, mosquetones y cuatro metros de eslinga para descensos,
el puñal y machete. En los bolsillos laterales estaban las cantimploras
con el jarro de campaña. Tanto la mochila como el equipo individual,
sumado al fusil o arma de apoyo, eran la vida del comando. En estas
largas marchas, pies y espalda representaban el éxito o fracaso de la
misión. Casi todos los comandos usaban botas de caña de lona, dado
que, al rozar con el tobillo y los dedos, no causaban tanto daño como
las de caña de cuero. En efecto, y para evitar las ampollas, los pies
eran cubiertos de vaselina, los talones y empeines de esparadrapo y el
pie y los tobillos con una media muy fina, tipo nylon. Todos debían
llevar plantillas suaves y ortopédicas para evitar la fatiga excesiva en la
espalda. Eran enseñanzas para cuidar nuestro cuerpo.
Muchas veces perdíamos la noción del tiempo. Si se le hubiera
preguntado a un comando cuándo fue la última vez que se cam2. Pedazo de cuerda con un peso en un extremo y trozos de tela en otro. Utilizado en la limpieza de
tubos cañón y de ánimas de armamento menor.
3. Global Position System.
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bió de camuflado, de hecho no lo recordaría. Aprovechábamos el
agua de los ríos, áreas de paso obligado, para refrescarnos y lavar
los uniformes o, en su defecto, disponíamos de un galón de agua
en nuestra mochila que, aparte de hidratarnos, nos servía para un
“ABC” (axilas, testículos y nalgas) de nuestro cuerpo. Realmente era
un remojo del cuerpo y aseo de las partes más sensibles a microbios
y bacterias. Los pañitos húmedos, de esos que utilizan los bebés,
ayudaban mucho.
Las semanas habían pasado sin cesar, el tiempo en su inexorable
trajinar avizoraba el fin de una fase para comenzar otra. Las últimas
misiones estaban cumpliéndose sin novedad. Simulacros de golpes
de mano, emboscadas, reacciones ante presencia inminente del enemigo, con presión, sin presión, reconocimientos, etcétera. El último
objetivo fue previamente reconocido. Disponíamos de la información actualizada de inteligencia; además, durante el reconocimiento
ejecutado en el cajón de arena, tanto del área general como de las
acciones en el objetivo, los integrantes de la patrulla sabían exactamente qué hacer en el terreno.
Era una noche con luna en cuarto menguante, la zona era casi
despoblada, se trataba de un sector donde la tierra era totalmente
árida y sin vertientes de agua. El objetivo que nos indicó el Comandante al expedir la orden de operación estaba ubicado en línea de
aire a unos cuatro kilómetros; en realidad, ni en la carta ni en el cajón
de arena, parecía estar lejano. Hicimos el primer alto de seguridad
de acuerdo a lo planificado. Los veintiún comandos aprovechamos
el corto momento para hidratarnos. La noche estaba muy fría, sin
embargo, con tanto equipo y armamento sudábamos copiosamente.
Eran las once y media de la noche, debíamos llegar a las cuatro al
PRO, punto de reorganización antes del objetivo.
La pica por la que el hombre punta4 nos conducía, repentinamente, comenzó a desaparecer, el monte se cerraba más y más. El
4. Comando experto en orientación militar, encargado de conducir a la Patrulla de un punto a otro.
También conocido como puntero.
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Comandante de patrulla dio la orden de que, a más del puntero,
dos comandos más alistaran el machete y comenzaren abrir trocha.
El comando que no llevaba guantes debía ponerse algo que se les
parezcan, toda la “uña de gato” comenzaba a desgarrar los uniformes, y a veces hasta los pellejos de la piel. Afortunadamente, nuestro
paso por la maraña fue corto, sin embargo, quedaron uniformes en
jirones y varios comandos rayados. Trescientos metros de maraña
nos demoró casi dos horas en la ruta. Estábamos más cansados pero
debíamos acelerar nuestro ritmo para llegar a tiempo a las acciones
en el objetivo. Empezó a caer una lluvia tenaz y persistente, no lo
habíamos previsto; sin embargo, el hecho de empaparnos no era
mayor problema, el asunto era que el suelo de la ruta principal, al
humedecerse, se convertía en un lodo resbaladizo que dificultaba
nuestro avance.
La patrulla bravo continuó sin desmayar, eran las tres y cuarentaicinco. Había escampado y el objetivo era visible hacia nosotros.
Los instructores habían iluminado el blanco con gushnies5 y llantas
quemadas. Los equipos de asalto, apoyo y seguridad estábamos listos
para instalar el PRO, en donde dejaríamos las mochilas, cargaríamos
las armas y cebaríamos los explosivos.
El Comandante dispuso a los comandantes de los equipos ejecutar el último reconocimiento visual del objetivo, el reconocimiento
de líderes.
La noche estaba más fresca. El equipo de seguridad se había ya
desplegado a bloquear las vías de escape y de paso obligado del enemigo. Debían darnos alerta temprana en caso de que hayamos sido
detectados antes de comenzar con el asalto. Mientras tanto, el Comandante del equipo de apoyo se trasladó al punto establecido con
los comandos porta ametralladoras y los abastecedores.
–Asalto, Asalto, este es seguridad, chequeo de radio cambio. –Este
es Asalto, fuerte y claro, cambio y fuera.
5. Mecheros elaborados en tarros de lata, en donde se mezcla arena, pedazos de tela, madera y diesel.
Al darles fuego brindan iluminación por algunas horas.
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Los chequeos de radio comenzaron a gestionarse entre los equipos, los comandos radioperadores estaban expeditos en el manejo
y uso de las comunicaciones; sin embargo, en caso de falla en las
radios, estaba estipulado un plan alterno que consistía en señales con
luces infrarrojas detectables únicamente con los AVN, aparatos de
visión nocturna.
–Asalto este es Apoyo, cambio.
–Prosiga Apoyo, este es asalto.
–Estamos en posición, a su señal abrimos fuego.
–OK manténgase en QAP6.
El reloj del Comandante marcaba las cuatro y cincuenta. De acuerdo a las últimas órdenes dadas por el mando superior el ataque debía
ser a las cinco en punto. Estaba afinando los últimos detalles, especialmente, en su mente. Los instructores habían dejado visible el objetivo,
apenas unas siluetas y unas llantas quemadas. Simplemente querían
ver procedimientos en los comandos, manejo adecuado de la munición y las armas. Dentro de las últimas indicaciones impartidas se hizo
énfasis en que, a pesar de la fatiga y el cansancio, los comandos debían
ser acuciosos en lo que respecta a la seguridad. No había espacio a
errores, más aún, cuando faltaban días para culminar con el curso.
–¡Fuego!, ¡fuego! -fue la señal que se escuchó en un grito casi desesperado. Todavía no había reacción del equipo de Apoyo, sin embargo el Comandante se ayudó con un largo pitido. Acto seguido
vinieron las andanadas de las ametralladoras.
El estruendo era estrepitoso pero hermoso, nos encantaba ese sonido, era lo único que habíamos tenido como música los últimos
cinco meses.
–¡Fuego Asalto! -gritó el Comandante a su equipo, y comenzaron
a vibrar los comandos tendidos en el suelo apuntando y disparando
desde otro punto para evitar el cruce de fuego. Mientras tanto, Apo6. Sistema de codificación de mensajes en claro que utilizan los radioaficionados y actualmente muchos
usuarios de radio militar, civil y portuaria con el fin de procesar con rapidez los mensajes. QAP: en
espera.
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Hacia Tierra Firme
yo direccionaba el fuego a través del brillo que dejaban como estela
sus trazadoras.
No dejábamos de entrenar. Los instructores estaban exhaustos y
estresados; mas, de esta forma, no perdían el control sobre el grupo,
se alineaban en una sola fila, unos dos pasos detrás de la nuestra.
¡A la voz de levantarse al ataque! todos nos poníamos de pie, habían unos que se quedaban casi dormidos sobre las culatas. Y comenzábamos avanzar a paso lento realizando cambio de alimentadora, nos quedaba la última en el equipo individual de combate;
el resto, guindaban casi por todo el cuerpo para aquellos que las
habían tenido amarradas y para los otros, las alimentadoras se encontraban dentro de sus propias camisetas. El hecho de perder una
alimentadora, en primer lugar, significaba no descansar las dos o tres
horas que restaban de obscuridad una vez culminado el ejercicio y
segundo, quedarse en el polígono buscándola hasta que aparezca. Si
los resultados eran desfavorables, se la daba por perdida y se habría
información sumaria, por pérdida de material bélico de acuerdo a la
normatividad naval vigente para esos casos.
El equipo de asalto retomaba la línea de tiradores, los veinticinco cartuchos se extinguían por completo hasta descargar los últimos
casi a quemarropa en el objetivo. Mientras tanto, el equipo de apoyo
con sus ametralladoras, casi en armónica sinfonía, lanzaba sus últimas andanadas. Parecía que todo se había consumado.
¡Tenderse! Gritaba el Comandante. A esta voz, los dos comandos
de los flancos, procedían, inmediatamente, a dar seguridad y el resto del equipo se tendía esperando nuevas órdenes. Del centro salía
una pareja de comandos para realizar reconocimiento de “muertos
y heridos”, mientras los explosivistas se preparaban para “limpiar”
el área.
El sudor fluía a través de la crema camuflaje que cubría nuestros
rostros. Los instructores se convertían en evaluadores. La calma
y control de cada comando se había demostrado, inclusive, bajo
presión. Los procedimientos llegaban a su fin una vez que los In-
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Edwin Ortega
fantes de Marina se ubicaban frente al objetivo con el “número de
acero7”.
El olor a llanta quemada y pólvora era casi insoportable, mas era
ya común entre los comandos. El ejercicio estaba por terminar.
–¡Equipo de asalto, prepararse para evacuar! -era una de las últimas voces de mando que a viva voz ejecutaba el Comandante.
Los comandos evacuaban por el flanco previamente establecido. La
noche seguía muy oscura, eran las cinco y cuarenta y cinco de la
mañana y aún no amanecía. Mientras el equipo de asalto se había
reorganizado con el de apoyo en el punto de disloque, los explosivistas se disponían a afinar los últimos detalles en su carga hueca.
Cuatro kilos de C4, explosivo plástico, habían sido colocados para
hacer un gran boquete en el tanque que simulaba a un gran reservorio de combustible. El iniciador, en esta ocasión, sería una cápsula
eléctrica. Durante el cebado se aseguraron en colocar dos vueltas
más de cordón detonante para afirmar la explosión. Todo llevaron
casi preparado desde el PRO, su morral parecía esos portafolios en
donde los visitadores de médicos llevan de todo para que el cliente
tenga diversidad de productos.
No faltaba casi nada, la explosión dependía solamente de la orden
del Comandante, estaban en posición. “…Debía agilitarse, pues, en
una operación real, de hecho los refuerzos del enemigo estuvieran
ya aproximándose…”; pensaba para sí, el Sargento Carpio experto
tirador y miembro del equipo de Apoyo.
–¡Fuego a la carga!, ¡Fuego a la carga! -se alcanzó a escuchar en
susurros en el equipo Harris de manos libres.
El estruendo no se hizo esperar, primero el flash que colapsaba
la mirada atónita de aquellos que observaban y segundo un enorme
hongo de color amarillo incandescente con naranja que se desvanecía con la misma velocidad con la que se erigió; después vendría el
7. Numeración que ejecutan los pequeños grupos de combate una vez que han tomado su objetivo. Se
la realiza con el fin de determinar si no han existido bajas dentro de las propias filas y para mantener
el control táctico del grupo.
122
Hacia Tierra Firme
sonido mismo de la detonación, no menos imponente que las escenas
dantescas captadas por nuestros ojos.
Comenzaron a cantar los gallos, hacía frío o quizá era porque estábamos empapados de sudor, la adrenalina había logrado una buena labor en nuestros cuerpos. Era hora del dbriefing8.
–En estos ejercicios, si bien es cierto, no tienen la presión del enemigo que los dispare u hostigue; más quiero indicarles que aquí es donde
deben aprovechar para manejar en forma adecuada su arma, ejecutar
un rápido cambio de alimentadora, apuntar al objetivo a través de los
mecanismos de disparo y no cerrar los ojos; confiar en su compañero
adjunto, poner sus cinco sentidos, comandos. Hoy se pudo apreciar a
un equipo profesional, que sabía lo que hacía, no hubo silencio de fuego, los comandantes de equipos coordinaron sin ningún contratiempo
el ataque, las armas de apoyo trabajaron. Casi a la perfección… -indicaba el Jefe de Curso con orgullo de maestro; aquel que sienten los profesores cuando sus alumnos dan resultados positivos a sus enseñanzas.
–Han culminado la fase de patrullaje mis comandos. El resto está
en ustedes. Tengo en mis filas a tenientes, alféreces, sargentos, cabos
y marineros, todos como un puño. Las palas quedaron en Guayaquil.
El éxito, de hoy en adelante radicará en la capacidad de liderarse a
ustedes mismos. -nos indicaba, un tanto preocupado nuestro líder.
No era para menos, faltaban unas pocas horas para la “captura”, el
inicio de la Fase de Evasión y Escape, mejor conocida como el Campo de Prisioneros.
El Jefe de Curso nos alimentaba ánimos, confiaba en que sus
alumnos no demos el brazo a torcer ante una prueba tan dura. Nos
habían preparado física y sicológicamente para estos días. Era entendible su preocupación, pues, él se separaba del curso una vez iniciada
aquella fase.
8. Término utilizado en la milicia para indicar una reunión post ejercicio o post trabajo. Muy común
en ejercicios de Fuerzas Especiales, se lo hace con el fin que en operaciones de empleo real no se
vuelvan a cometer los errores que se dieron durante el entrenamiento. Es muy útil también para
conocer el punto de vista de los integrates de la patrulla y de quienes participaron directa o indirectamente en el ejercicio.
123
Edwin Ortega
Quien era designado como “Mariscal de Campo” y Jefe de
Fase debía ser un oficial comando que estuviera, operativamente
apto, y con experiencia para simular el cautiverio para los alumnos. Éste debía rodearse de instructores comandos expeditos en
el manejo de personal, tomando en cuenta que los métodos de
obtención de información eran los más rústicos y con los cuales,
el enemigo, sea cual fuere su dogma, recurriría por efectividad en
los resultados.
Tarde o temprano íbamos a ser capturados. Esta fase comenzaba
con el desgaste y debilitamiento del alumno. La supervivencia consistía en aplicar las técnicas necesarias para lograr conseguir alimentos y agua para autosostenernos durante las cuarenta y ocho horas
siguientes. Recibimos un kit de supervivencia que consistía en una
bolsa plástica que contenía pólvora, una vela pequeña, dos anzuelos,
sal, hilo nylon y un pito. La parte teórica fue dictada en la fase preparatoria en Guayaquil.
Para la fase real fuimos separados en grupos; nos hicieron quitarle
los botones al uniforme y los cordones a la botas. La revista fue exigente. El alumno debía llevar su uniforme, no interiores, las botas, el
kit de supervivencia y una cantimplora llena de agua. Nos dejaron
en un área donde, supuestamente, podíamos cazar y pescar. Pasaban
las horas y no caía nada en las trampas. Manteníamos la calma, sin
embargo, luchar contra el hambre era una batalla que nadie podía
obviar. La noche comenzaba a caer. No era muy tupida la zona, teníamos preparado un pequeño bohío en donde cabríamos los cinco
del grupo. La primera noche fue fresca y sin lluvia. Los únicos que
nos acecharon fueron los mosquitos. El comando que hacía su turno
de guardia tenía dos funciones principales: mantener viva la llama y
espantar a los mosquitos.
Durante la mañana siguiente dedicamos el esfuerzo a buscar qué
comer. A lo lejos alcanzamos a divisar un árbol de mangos, estaban
verdes pero pasaban. Los comimos con cierto recelo, nuestros estómagos estaban sumamente sensibles.
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Hacia Tierra Firme
Al siguiente día vinieron dos instructores con el resto del curso.
Los demás grupos habían corrido nuestra misma suerte. Nada de
comida, apenas agua y frutales verdes. Las cartas estaban lanzadas,
teníamos doce horas para evacuar de la zona considerada como del
enemigo. Esta evasión debía realizarse inmediatamente, no había tregua, caso contrario seríamos capturados. No había escapatoria, nos
decían que evacuemos; sin embargo todo era tupido, apenas había
una ruta de escape, de paso obligado para propios y extraños. Doce
horas de marcha, desgastados, sin agua, sin carta que nos ubique en
el terreno; realmente estábamos en problemas.
Un campesino apareció ante nuestra mirada atónita y perdida; inmediatamente le preguntamos a qué distancia estábamos del pueblo
más cercano. No teníamos salida. El pueblo más cercano estaba a cinco
horas en camión. Nos indicó, además, que por esa zona ya no transitaba
nadie, ni a pie, ni a caballo, ni en carro. Estaba totalmente abandonada.
En aquellos instantes se me venía a la cabeza la experiencia que tenían
los instructores para montar las fases. Sabían que por más hábiles que
sean los alumnos, el destino estaba consumado. Esa ruta no tenía salida
ni final. No había caminos alternos. Lo único que nos restaba era esperar y mantenernos atentos respecto a nuestros captores. Improvisamos
una base de patrulla móvil y procedimos, tensos, a dormir.
–¡Mi Comando, mi Comando! -me decía el Cabo Macías asustado y en susurros al oído.
–Habla buddy, ¿qué pasa? -le repliqué casi al instante y lleno de
ansias.
–Acabo de ver a un tipo con pasamontañas, cargaba mangueras.
-jadeaba nervioso.
Pasaron unos segundos y comenzaron las detonaciones en serie.
Sentimos dolor, mucho dolor en nuestras espaldas mientras, boca
abajo, nuestros captores nos amarraban las manos con nuestras propias camisetas.
–¡Tenderse cerdos, tenderse! -eran los gritos que se confundían
con el eco de los palazos, puñetes y patadas.
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Edwin Ortega
Estaba preparado para el ablandamiento pero nunca creí que el
cuerpo iba a acalambrarse tan rápidamente. El dolor apenas era perceptible en partes puntuales del cuerpo. El camión nueve catorce
Mercedes Benz estaba a unos treinta metros de nuestra posición.
Nos hicieron tomar de las manos y en saltos de sapito llegamos a
ellos. –¡Mándalos, mándalos, píntales el número en la espalda! -decía el
verdugo que se encontraba en el balde del camión. Entre dos instructores tomaban a cada comando y lo lanzaban al balde. Para esa época no
era problema, pues, cada comando no pesaba más de ciento cincuenta
libras. Estábamos flacos, muy flacos, producto del duro entrenamiento.
Nos tenían vendados los ojos. Había un verdugo que cada vez que
“acariciaba” a los comandos, nos sacaba casi chispas de la espalda.
Nunca supimos qué era lo que cargaba, realmente, en sus manos
el sargento Juez, pero hacía mucho daño. Cuando nos quitaron las
vendas, arrodillados, abrimos los ojos. El espectáculo era sobrecogedor. Tal como alguien alguna vez nos lo describió, era todo un parque
de diversiones. El único ruido que escuchábamos al momento era del
generador. Eran las ocho de la noche. Nos dieron nuevamente la
orden de bajar la mirada.
–¡Cerdos, muy pronto tendrán el honor de conocer al gran Jefe,
mientras tanto vista al suelo! ¡Son prisioneros de guerra, perdedores!
-decía una voz ronca en los altos parlantes.
Lo único que sentíamos en esos instantes era que detrás de nosotros estaban no menos de cuatro verdugos. Cargaban en sus manos
palos y mangueras. Después del ablandamiento no hubo más castigo
físico para los prisioneros.
–¡Camarada Charro, ubique a todos los prisioneros en dos filas.
Es hora de hacerles conocer quién manda aquí y cuáles son ahora las
reglas que tendrán que seguir, con el único fin de mantenerse vivos,
vivos, vivos! -sentenciaba el Comandante, Mariscal de Campo.
Nos hicieron levantar la mirada. Había más de diez verdugos, todos con las insignias del grupo rebelde al que representaban. Llevaban cubiertos sus cabezas con pasamontañas. Unos se habían dejado
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Hacia Tierra Firme
crecer la barba, otros los bigotes. Todos estaban armados, unos con
revólveres, otros con fusiles Kalashnikov AK-47.
Los comandos designados para montar el cautiverio se habían
esmerado hasta en los últimos detalles. El candado, el guadalito, la
cruz, la chanchera, los tronos, la pateca, el asado, la lisa y las jaulas
estaban esperando a los comandos prisioneros de guerra. Mientras
unos pasaban los “jueguitos” otros esperaban mojados en las jaulas.
El acceso a cada jaula era casi imposible. El primer interrogatorio fue
con el segundo Comandante del cautiverio. Quizá eran las cuatro de
la mañana. No teníamos noción del tiempo pero los gallos siempre
nos daban indicios que la madrugada estaba llegando a su fin.
No cesaba la presión sicológica. Mientras trataban de sacar información a cada prisionero, el micrófono lo ponían cerca de su boca
para que escuchemos sus gritos en todo el campo. A más de tenernos
fatigados y adoloridos por los “juegos” nos tenían con los nervios de
punta debido al dolor compartido de los comandos interrogados. El
“enemigo” quería información a como de lugar. Nosotros estábamos
conscientes de que todo este montaje era parte de nuestra formación;
bien o mal, esto pronto acabaría y quedaría en nuestras memorias
como parte de un entrenamiento especial. A pesar de este optimismo
autoimpuesto, las horas pasaban lentas. La falta de un reloj hacía
que el tiempo sea casi imperceptible.
Nos estábamos ahogando en un mar de desesperanza y también
de dolor.
–Nombre, número de identificación militar, ¿grado? -replicaba con
energía y poca paciencia el segundo Comandante del campamento.
–Luis, 1706360845 -daba apenas mi nombre y mi número de
cédula.
Era la única información que podíamos dar en caso de caer
prisioneros.
–Nombre, número de identificación militar, ¿grado?, además usted tiene cara de puerco fino -preguntaba impaciente y casi concluyendo que mi apariencia era la de un oficial.
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Edwin Ortega
Nuevamente respondía, casi como grabadora, la misma
información.
El castigo no se hacía esperar. Eran tres verdugos alrededor de
mí. El dolor se esparcía por todo el cuerpo. Los pequeños pedazos
de madera que ejercían presión entre mis dedos me hacían ver que
mi mano era un pedazo de carne y piel, nada más que eso. Perdía la
sensación de mis dedos. La misma suerte corría el resto de comandos. Su férrea voluntad impedía que los verdugos cumplan su cometido. Nadie había dado información las primeras veinticuatro horas.
Seguíamos empapados. Los verdugos pusieron un poco de arroz en
el suelo. Nos soltaron como hienas hambrientas detrás de su presa.
Si quedó un grano en el suelo sería por descuido de alguien que se
le cayó a última hora de las comisuras. Literalmente hablando, nos
moríamos del hambre.
Tenían en su poder grabaciones de mensajes de aliento de nuestros seres queridos. Se dieron el gusto de hacer un cautiverio casi tan
real como el que utilizan los grupos rebeldes y terroristas en algunos
países. Todo el tiempo trataban de atacar nuestra sique. Sabían que
cualquier dolor que pudieran hacer al cuerpo sería pasajero; más las
cicatrices que dejaran en nuestras mentes serían las más dolorosas.
Aún así, ningún comando cedía en los interrogatorios. El ambiente
era tétrico y tenso, apenas había un foco sobre las jaulas. El sonido
grabado por el suboficial Director de la Banda Blanca marcaba el
compás de nuestro encierro.
–¡Prisioneros de guerra, colabora, colabora!
–¡Si quieres comer, colabora!
–¡Si quieres tomar agua, colabora!
Eran las frases que se habían grabado en nuestras memorias. Su
eco retumbaba día y noche, hora tras hora, minuto tras minuto.
Mientras cargábamos los maderos, la cruz o limpiábamos el monte
del campamento éramos controlados por dos verdugos. Su deber era
la seguridad y mantenernos remojados con una manguera. El resto
estaba en los “juegos” con los alumnos que aún faltaban pasar.
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Hacia Tierra Firme
–¡Así no se mata un comando! -vociferaba un prisionero desde
algún lado del cautiverio.
La voz desgarradora venía de la pateca. El cautivo estaba amarrado de pies y manos; mediante una polea lo sumergían en un tanque
de cincuenta y cinco galones lleno de agua. Apenas dejaban que
tome un bocado de aire para nuevamente sumergirlo. Los verdugos eran expertos en la maniobra. Sabían exactamente cuánto tiempo un comando era capaz de resistir bajo el agua, amarrado y bajo
condiciones de extremo cansancio y estrés. Nos sacaban a respirar
cuando nos desvanecíamos. El cuerpo aún aguantaba. Después nos
daríamos cuenta de que las veinte semanas precedentes de curso sirvieron para fortalecernos física y espiritualmente. Los “juegos” eran
pasados con mucho dolor, el sufrimiento era visible en nuestro semblante; mas ninguno era capaz de renunciar o de dar información al
enemigo. El llanto era normal. Las lágrimas eran parte de nuestro
desahogo interior. Tratábamos que nadie nos vea llorando, empero,
entre los comandos nos conocíamos tan bien, que con sólo observar
a un camarada nos dábamos cuenta qué sentimiento lo embargaba.
La mayoría de veces reíamos, el buen humor nos daba fuerzas. En
otras, simplemente dábamos rienda suelta a nuestro ser imperfecto y
tratábamos de arreglar el mundo dentro de la patrulla, con el buddy9
o en la bóveda silenciosa de uno mismo: el alma. Más temprano que
tarde “el infiltrado” se haría presente. Previo a la captura, dentro de
los lineamientos impartidos, nos indicaron que cuando “el infiltrado” esté en medio de los comandos, como uno más de nosotros, ése
será el momento oportuno para la fuga.
Él nos indicará por qué flanco del campamento procederemos al
escape y en qué momento. En efecto, debía ser las cinco de la mañana cuando, de entre las cabezas peladas y raspadas se apreciaba
una cabeza con cabello. Sin embargo, estaba con un uniforme deshilachado y roto como el nuestro. Como jefe de patrulla no lo reconocía. Cuando me acerqué lo suficiente supe quien era, “el Cholo”,
9. Camarada, amigo cercano, confidente, compañero leal y colaborador.
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así llamaban al cocinero del curso. Era un ex Infante de Marina que
nos acompañó durante todo el curso como cocinero y ayudante del
ranchero.
–Vea Jefe, la pica está en ese lado -me decía casi al oído.
–Pero Cholo, cómo vamos a escapar, no te das cuenta que el campo está cercado de púas y concertinas por todos los flancos. -le repuse
con cierto escepticismo.
El montaje del escape estaba fríamente calculado. Los instructores del curso simularían la patrulla especial que vendría al rescate. Al
mismo tiempo los verdugos comenzaban a desmontar el campamento, mientras aún permanecíamos en las jaulas.
–Mi Comando, dígale al resto que a la primera detonación, salgan corriendo por ese lado. El dedo del cholo señalaba una pica que
durante las treinta y seis horas de cautiverio nadie la había visto.
El trémulo piso señaló el inicio de nuestra “libertad”. La explosión
y las salvas nos despertaron del letargo, aburrimiento y sufrimiento
en el que nos encontrábamos. Los verdugos comenzaron a caer al
piso “muertos”. Ni siquiera pudimos darles las gracias por habernos
acogido en su cautiverio y habernos brindado su hospitalidad. La
patrulla de rescate, liderada por el Jefe de Curso, nos guiaba por la
pica. Comenzábamos la fase de Escape.
Una larga marcha con uniformes rotos, botas podridas, equipo
individual, mochila y fusil nos esperaba. De acuerdo a la orden fragmentaria recibida; la misión: llegar a un punto donde nos esperarían
“los helicópteros” para ser evacuados a áreas amigas. Avanzamos
desde las seis de la mañana hasta las quince horas. A nuestro paso
pudimos llenar las cantimploras en dos riachuelos. Con agua fresca
continuamos hacia el objetivo final. Llegamos al punto de evacuación. No lo podíamos creer. El Jefe de Curso tenía lista la caravana
para dirigirnos a la base Naval San Eduardo; ni siquiera esperó que
llegue el último comando, para proceder con el embarque.
–Comandos ustedes entenderán, estamos con el tiempo en contra.
El Comandante del Cuerpo de Infantería de Marina desea conver-
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Hacia Tierra Firme
sar con ustedes y me ha llamado personalmente para que arribemos
a la base lo más pronto posible.
No sabíamos lo que faltaba. Habíamos pasado tantas cosas en estas veintiún semanas que ya ni nos importaba lo que vendría. Mientras íbamos mal olientes, adoloridos, con sueño y uniformes rotos,
pensábamos que el objetivo de la fase que habíamos pasado estaba
más que cumplido.
En tiempos de conflicto o de guerra lo último que a un comando
le podría suceder es caer prisionero; trataría de evadir al enemigo
pase lo que pase y si el destino dispondría lo contrario, sabría que al
“infierno” sería sometido. Estábamos conscientes, en cuerpo y alma,
que lo que vendría sería infinitamente superior a lo montado en el
entrenamiento.
La guerra psicológica en el curso de comandos era el pan de
cada día: ataques del enemigo, pérdidas de armamento y de la insignia del curso (el banderín), cambios frecuentes de plan, “bajas” de
comandos, mensajes falsos, órdenes de patrulla que creíamos imposibles de cumplir, caminatas no planificadas, prácticas frecuentes
de defensa personal (box), remojos inesperados, etc. Éstos eran los
ingredientes que hacían de este curso un entrenamiento diferente,
cosas que no todos comprendían, cuestiones que muchas veces carecían de razón pero que apuntaban siempre a un fin.
El mismo hecho que un oficial se desprenda de su rango por
tanto tiempo y se subordine a tripulantes instructores, que en la
jerarquía normal son personal menos antiguo, implicaba un esfuerzo enorme. No había otra alternativa, no se concebía otra en
la formación de comandos, pues, al momento de emplearse dentro de una patrulla, todos eran iguales; lo único que variaba: las
funciones dentro de ella. Quien comandaba una patrulla tendría
que dar el primer paso en la toma de decisiones, dar el ejemplo
en cada una de las actividades. La pasión de ser Comandante de
un grupo de Fuerzas Especiales, sea grande o sea pequeño, radica
en el significado que engloba su formación y liderazgo. Las ha-
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Edwin Ortega
bilidades y tácticas requerían tiempo y dedicación. Los alumnos
sabían que luego de obtener sus siete letras empezaba recién su
vida como comandos. Habían dado ya el primer paso, el más difícil pero esencial.
Los batallones de Infantería de Marina “Guayaquil” y “San
Eduardo” habían formado una entrada monumental; formaban
dos columnas desde el gate de ingreso principal hasta el Cuerpo de
Guardia. Impecables, armados y pintados la cara. Todos llevaban su
parche con las siete letras “comandos” en sus hombros izquierdos. El
Jefe de Curso dio la orden de que nos bajemos de los camiones. El
Comandante de la Infantería de Marina, y el resto de oficiales nos
esperaban. Sus rostros mostraban el orgullo y alegría por tener más
comandos en sus filas.
Los veinte y un comandos avanzábamos junto con los oficiales,
suboficiales y tripulantes por la avenida. Nos iban estrechando las
manos al andar, mientras todos, al unísono, cantábamos “Paquisha”
y la “Canción de los Comandos” melodías entonadas por nuestra
Banda Blanca.
–Felicitaciones comandos, muy bien, estamos orgullosos de vuestro esfuerzo -eran las voces que rondaban nuestros oídos. Las palmadas en la espalda y el estrechón de manos a la altura del corazón
indicaban que el curso había finalizado. Este especial recibimiento
terminó en la Planchada. Una caja de cervezas heladas esperaba
nuestro cuerpo sediento, doliente y cansado.
–Comando 0110, disponga que el curso tome una cerveza y se
prepare para el brindis.
Ni bien levantamos las botellas, más de cincuenta comandos levantaron sus fusiles. Al primer bocado comenzaron las andanadas de
salvas. Dos comandos nos rodeaban con gases de humo, naranja y
negro, colores de la Infantería de Marina. Era un espectáculo difícil
de describir, de esos que se viven pocos en la vida. Las lágrimas co10. Número asignado dentro del Curso, en orden ascendente, para los alumnos, por antigüedades y
grados.
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menzaron a rodar por nuestras mejillas y nuestros corazones a latir
henchidos de gozo.
Culminar el Curso de Comandos significó una experiencia trascendente en nuestras vidas. Quizá por el esfuerzo entregado o quizá
por los valores militares que aprendimos bajo la lupa de la práctica y
que fueron puestos a prueba en sumo grado. Logramos darnos cuenta que un soldado no tiene límites en el cumplimiento de su misión,
que la Patria también podía ser amada preparándonos bajo las más
duras exigencias y que, sobre todo, las Fuerzas Especiales se habían
convertido en la fuente inagotable del elitismo militar.
–¡Salud!, comandos. ¡Salud!, que las inclemencias que acaban de
vivir en este período de paz, signifique para el Ecuador menos sangre
vertida en los futuros conflictos o guerras.
El Comandante de la Infantería de Marina bajó su cerveza, hizo
una venia a los presentes y se retiró. Quedaba en el ambiente el
sabor a gloria; sin embargo, teníamos apenas dos semanas de descanso, pues nos habían incluido en los grupos de Navidad y Año
Nuevo. Además, pertenecíamos al orgánico del Batallón de Fuerzas Especiales “Jaramijó”. Aquella misma tarde, luego de entregar
todo el equipo y armamento en los pañoles, recibimos los sobres de
presentación.
¡Acababa de cumplirse un sueño… pronto comenzaría otro!
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Hacia Tierra Firme
Hombres Rana, la élite de la élite
S
entíamos el espasmo impetuoso de la brisa salina. Pero nada
como referirse a la satisfacción de bucear o aprender a ejecutar una incursión anfibia como locas aventuras. Sentíamos las
piernas desvanecerse luego del trote de más de quince kilómetros
diarios en el malecón de Salinas, Mar Bravo, la Base Naval, Chocolatera y parajes de la península de Santa Elena. Era muy temprano
aún, nos dirigíamos al suculento desayuno militar, café negro, guineo, huevo duro y un “fresco” parecido al agua con colorante. Para
un alumno del curso de Hombres Rana el alimento no satisfacía sino
la cuarta parte de vitaminas, carbohidratos y calorías que el cuerpo
demandaba. Sin mayores cálculos, en un día de gimnasia anfibia,
trote, instrucción de buceo, indiferente de cual fuere, natación táctica
y muchas veces instrucción nocturna, cada alumno consumía más
calorías de lo acostumbrado. Esto implicaba que aquel que no tenía
en stock su “repertorio alimenticio y vitamínico”, a corto plazo, estaría destinado al fracaso, a enfermedades, limitaciones de moral y
motivación. El debilitamiento progresivo minaba el estado físico sin
permitir que se cumplan los estándares que exigía el curso.
La primera fase en Guayaquil, en la Base Naval de San Eduardo, abarcaba seis semanas. Desde el primer día los alumnos eran
probados hasta su extremo; se trataba de la ceremonia de entrega
de aletas, pues, al igual que la entrega de mochilas en el de Co-
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mandos y de cascos en Paracaidismo, se convertía en el día que
arrancaba el curso. De ahí que los alumnos tendrían que invertir, a
tiempo completo, todo su potencial para alcanzar el anhelado pulpo, símbolo que representaba a los buzos de guerra de la Armada
del Ecuador.
Nuestra promoción, la XXXI, cincuenta y siete aspirantes, definió el total de alumnos que recibimos aletas el primer día. Era un
febrero de invierno, el ambiente era húmedo y excesivamente pluvioso, sudábamos copiosamente, vestíamos camiseta blanca con el
número que identificaba a cada alumno, marcado a la altura de la
tetilla izquierda. El mío era el 06, mis compañeros jocosamente me
llamarían a lo largo de todo el curso “cero sexo”.
Cada uno de los alumnos debía ser consciente de sus fortalezas
y debilidades; comenzar a nadar con aletas era como aprender a
caminar. El dolor intenso en las pantorrillas, los empeines pelados
y la falta de tiempo para recuperación hacía del entrenamiento una
experiencia complicada. Por las mañanas la gimnasia anfibia nos
daba el buenos días, duraba una hora, aproximadamente, y comprendía: largas repeticiones de “polichinelas”, ejercicios para pecho
y abdominales. Los alumnos que no realizaban correctamente como
lo hacía el monitor, eran enviados a remojarse al bulu bulu, una pequeña acequia que para febrero estaba llena de agua de tono verdoso
por la cantidad de pasto que se acumulaba durante el verano. Los
alumnos regresaban motivados para no fallar en la gimnasia; cada
remojo significaba agua hasta en los lugares más íntimos del cuerpo,
el lodo dentro de las botas impedía correr con solvencia. Conforme
avanzaban las semanas las repeticiones aumentaban, la gimnasia se
tornaba eterna; los instructores hostigaban hasta despecharnos, poco
a poco, se iban quedando los mejores.
Para suerte nuestra, el sol para esa época no aparecía sino hasta
después del rancho; esto significaba que, definitivamente, quedásemos extenuados pero con energías para la instrucción en la piscina
por la tarde. Los trotes eran largos, muy largos, salíamos de la base
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Hacia Tierra Firme
Naval San Eduardo por la avenida Barcelona y por la calle 17; haciendo el recorrido conocido como la “vuelta de los perros”, llamado
así porque, en cada cuadra que pasábamos, no menos de un canino
y muchos sin dueño, nos ladraba o perseguía al pelotón.
Era el segundo curso de combate, estábamos la X Promoción del
Básico de Infantes de Marina enlistada y con ganas de triunfar. Diego, Alexis, Milton y yo dábamos cuenta de que lo que recibimos de
preparación física, psicológica y moral a cargo del Teniente Soria,
realmente, nos sirvió, y de mucho. Tratamos de ser no sólo los primeros, sino siempre guiando al resto del grupo para ser los mejores.
Diego y yo vivíamos en el mismo camarote, teníamos una mini
farmacia dentro de él, desde vitamina b, hierro, polvo hidratante
hasta multi vitamínicos. Las noches dormíamos abrigados, sudando
y con mentol en el pecho, esto permitía despertarnos con pulmones
despejados y llenos de vitalidad, principalmente, para afrontar los
trotes y las jornadas largas de natación que teníamos por las tardes,
inclusive, hasta en las noches. Muchas veces, y a escondidas de los
instructores, llevábamos guineo y chocolate en barra para tener calorías de reserva. Cada dos días nos inyectábamos analgésicos para
paliar los distintos malestares que se presentaban en el cuerpo, desde
dolores en el coxis, empeines, pantorrillas, rodillas e inclusive de cuello debido a las nataciones tácticas estilo side stroke. Diego, místico y
aventurero, de carácter apacible pero decidido me decía:
–Luis, amigo mío, es hora de competir quien es quien en el agua.
Con justa razón atesoraba esa seguridad, ya que, en la Escuela Naval, fue miembro del equipo de natación y de triatlón.
–Diegazo, me encantaría competir contigo, pero tú sabes que este
curso no es competencia, es de perseverancia, de cuidarse mucho y
por qué no decirlo, de tener algo de suerte. -Más tranquilo que nunca Diego asentía.
–Mmmm, está bien dejemos las competencias para la media maratón y la última natación táctica larga que es la de siete millas entre
las radas de Salinas y Ballenita.
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Edwin Ortega
No tuve otra opción que asentir. No se trataba de una simple invitación, sino de la sana lucha por ser mejores y romper marcas entre
camaradas Infantes de Marina.
Habíamos pasado ya la primera semana, estábamos muy motivados, no era para menos, de cincuenta y siete aspirantes apenas
quedábamos treinta y tres, unos patojos, otros agripados, otros con
la moral1 tambaleante; en fin, seguíamos en plena lid. En estas situaciones de estrés, lo mejor fue considerar que al final de cada día ya
éramos ganadores. Cada día era uno menos, siempre recordaba el
lema de los ranas “el día más fácil fue ayer”, y no porque el día de
mañana sería insalvable; más bien, porque el día de mañana sería
duro pero no imposible para un alumno del curso de Hombres Rana
de la Infantería de Marina del Ecuador.
Cuando terminaba cada jornada estábamos conscientes de que
nuestra capacidad se incrementaba, que habíamos ganado mayores
habilidades, que cualquier obstáculo por duro que fuere sería superado. Esta fue la mentalidad que nos acompañó a lo largo del curso;
en especial a quienes lo culminamos con pasión, éxito y sin problemas graves de salud.
El Jefe de Curso, Teniente de Fragata Newman Bastidas, se caracterizaba por ser muy amable. Tenía a flor de piel ese don de
gentes propio de un caballero de mar; la mayor parte del tiempo
trataba de apoyar a los alumnos con un pan o guineo más, durante
el refrigerio de media tarde. Era muy buen instructor, aunque controlar a los instructores en la ejecución de castigos no siempre fue
tarea fácil, especialmente en la “hellweek” o semana del infierno;
donde el ambiente mismo facilitaba ciertas exageraciones. Como
buenos soldados acudíamos a nuestra mejor amiga: la discreción
y a tomar la mejor decisión en estos casos: no pasa nada y seguir
adelante.
1. Palabra que en la jerga militar significa espíritu de lucha, afán de éxito, superación de obstáculos, no
abandonar ni el alma ni el cuerpo, tener anhelo de triunfo.
138
Hacia Tierra Firme
Habíamos casi logrado las habilidades acuáticas que demandaba
el curso en la fase de pulmón. Apnea2 horizontal de 50 metros, apnea estática de 2 minutos 30 segundos, recogida, colocada y achique
de visor amarrado pies y manos, natación de 200 metros amarrado
pies y manos, estaciones submarinas. Habían pasado cinco semanas,
quedaban solo dos pruebas, las más fuertes para muchos: flotación
con botella doble y la prueba de salvataje.
En los primeros días de la sexta semana recibimos instrucción de
salvataje, consistía en la forma de ingresar en aguas poco profundas
y profundas; a más de los procedimientos a seguir para rescatar víctimas inconscientes, semiconscientes y desesperadas en el agua. Lo
duro de esta prueba era quien simulaba de víctima desesperada, se
trataba del instructor más pesado y con conocimiento de técnicas en
“tiburonear”3.
Este procedimiento facilitaba remolcarlo a través de fuertes movimientos de las piernas hacia la orilla más cercana, siempre, manteniéndolo a flote y evitando que se reincorpore, desesperadamente, a
hundir a quien lo socorre.
Éste era el trabajo de los instructores, tratar de evitar que el alumno
ejecute con facilidad la prueba, era la lucha desigual con ellos, ellos
cargaban aletas y cinturón de pesos, nosotros apenas malla de baño,
pero éramos conscientes que de eso se trataba un curso de Fuerzas Especiales, de probar al alumno, principalmente, en condiciones adversas. El Jefe de Curso, previamente, nos había enseñado al respecto.
–Comandos, ha llegado uno de los momentos más duros de este
entrenamiento, serán apenas unos segundos en los que ustedes sen2. Apnea indica la resistencia que tienen los pulmones sin más demanda de aire que la que tienen al
momento dentro de ellos. Se la mide en distancia, tiempo o Vo2, que es una prueba que se realiza
con equipos médicos y con muestras de sangre.
3. Cuando se desea hacer sentir la experiencia de ahogo bajo el agua a los alumnos, existían técnicas
en la Infantería de Marina. Esto se lo hacía en mínimas proporciones con el fin de observar en el
alumno su tranquilidad y autocontrol bajo el agua. En raras ocasiones tales como en la prueba de
salvataje del curso de Hombres Rana, en el Campo de Prisioneros del curso de Comandos se utilizaba para desarrollar el carácter del alumno y su reacción a situaciones extremas de falta de aire bajo
el agua.
139
Edwin Ortega
tirán lo que jamás en sus vidas lo han sentido, es necesario -casi con
pena a pesar de su frialdad para expresar sus ideas –que se preparen
psicológicamente para “el tiburón”, tendremos todas las medidas de
seguridad a fin de que aquellos que no lo resistan sean inmediatamente asistidos en el filo de la piscina. -Con nostalgia y un toque
de orgullo finalizaba su alocución. –Todos, absolutamente todos;
quienes tenemos el honor de haber logrado el pulpo en nuestros pechos y corazones hemos vivido estas experiencias; y ustedes tienen
que pasarlo, que de seguro con ese ímpetu y verraquera4 demostrados a lo largo de estas seis primeras semanas sé que lo sabrán hacer.
En el ambiente se respiró un aire de motivación pero a la vez de
tensa calma. Comenzaron a llamar a los alumnos de tres en tres. Muy
confiado y sereno el 12, que era el tripulante que más había demostrado habilidad y empeño en el agua, hasta el momento, nos decía:
–Tranquilos muchachos, apenas serán segundos, cierto es que
tendremos el pesado instructor sobre nosotros, pero nuestra fortaleza
mental y física sabrán resistirlo, “¡vamo ahí!” compañeros.
El cabo Nixon, tenía ese don de sonreír y mantener la calma aún
en las más duras condiciones, realmente sus palabras eran llenas de
fuerza, comenzábamos a contagiarnos de esa seguridad para lograr
el autocontrol que se necesita bajo el agua. Estábamos sentados dentro de los infernillos (duchas), apenas oíamos los gritos de nuestros
compañeros que rescataban a la víctima desesperada.
–¡Tranquilo!, ¡no se preocupe, tranquilo! yo le voy a rescatar, tranquilícese mi Comando -decía aún con calma el alumno al instructor.
A paso seguido el instructor desapareció de la superficie, esto suponía que la “víctima” se estaba ahogando. Inmediatamente el alumno, cansado, había nadado para llegar hacia él, se hundió, ninguno
de los dos aparecía, eran apenas sus sombras que, con el reflejo del
agua cristalina de la piscina de la Base Naval San Eduardo, las que
4. En la jerga militar muchas veces se utilizan términos propios de cada Fuerza y de cada país. Verraquera frecuentemente es utilizado por las Fuerzas Militares Colombianas al tratar de expresar garra,
valentía, constancia en la ejecución de las tareas militares, especialmente aquellas de esfuerzo físico
militar
140
Hacia Tierra Firme
se apreciaban. No obstante, a los pocos segundos sacó la cabeza el
instructor, era su tarea jugar con el alumno, no dejarse hacer el procedimiento de rescate, exigirlo al máximo de sus límites.
Acto seguido el alumno, exhausto, sacó su cabeza –Mi Comando ahí voy, yo lo voy a rescatar -decía con lánguida actuación, pues
éramos evaluados y debíamos rescatarlo soportando “el tiburón” y
posteriormente remolcarlo hasta el filo de la piscina donde terminaba la prueba. El instructor nuevamente desapareció, el alumno evidentemente insistía en ejecutar el procedimiento, también se hundió.
Aquél emergió, con sus piernas hizo un candado sobre el cuello del
alumno, forzándolo con su peso hacia el fondo de la piscina, tornándose imposible resistencia alguna.
–Solicito calcule el tiempo mi Teniente -indicaba con la mirada fija
en la cabeza del alumno, como si esperara una reacción mayor, que era
improbable debido a la ausencia total de energías, para muchos de nosotros era mejor alcanzar la última bocanada y mantenernos consientes con el poco aire que requería nuestro cuerpo para no desmayar.
–¡Mi Comando por favor no más! -era el grito desesperado que se
escuchó en el apenas segundo de tiempo que el instructor permitía
que el alumno saliera a respirar; mas esto fue simplemente alargar el
sufrimiento. La mayoría de alumnos no llegaban ni a la segunda de
estas hundidas; su organismo extenuado y carente de aire obligaba
a colapsar. –¡Sáquelo ya Caicedo! -fue la orden tajante del Jefe de
Curso. El alumno había perdido la conciencia, inmediatamente lo
llevaron al filo de la piscina y le proporcionaron oxígeno puro. Él se
encontraba casi morado, temblando y tieso, quizá también renuente
por el nerviosismo de la prueba, adquiría su coloración habitual, comenzando a respirar normalmente. La reacción ante el oxígeno era
casi inmediata. –Mi Teniente, listo el comando, puede continuar con
la prueba -señalaba el Sargento Pantera mientras tomaba el pulso
del alumno en su muñeca izquierda.
–Vamos Comando, haga su último esfuerzo, todo pasa, termine
de llevar al instructor al otro extremo de la piscina. Falta lo último,
141
Edwin Ortega
nada más -recalcaba inspirando confianza. –¡Caicedo permítale al
alumno que ejecute el procedimiento, vamos con el siguiente! -ordenaba firme el Teniente.
–Tranquilo, siga los procedimientos para rescatar a la víctima, no
force la situación -replicaba el instructor golpeando con sus manos
el agua, agua que saltaba como chorro directo a los ojos y boca del
alumno.
–¡Resista!, ¡yo lo voy a salvar! -suspiraba con ausencia de fuerzas
el comando.
Fue prácticamente el fin de la prueba para el alumno. Se acercó
al sargento, quien había probado al alumno hasta sus límites, siguió
los pasos que le habían enseñado los primeros días de la semana y lo
remolcó hacia el otro extremo de la piscina.
–Así se hace 08, ya pasó. Después de la flotación con botella doble puede alistar maletas para Salinas -indicaba el sargento de Curso, suboficial Valazueta, con la alegría de saber que uno más de sus
alumnos había culminado la prueba de salvataje.
Mientras tanto, los alumnos que habían pasado al “tiburón” tenían derecho a un lugar bajo sombra y a utilizar su toalla para recostarse en el suelo. La mayoría estábamos acalambrados, era una
sensación difícil de describir, especialmente el dolor en los pulmones
y en las piernas; debido al sobreesfuerzo, todo por evitar perder
la conciencia bajo la sensación terrible del ahogo. Comenzamos a
hidratarnos, los instructores nos proveyeron del refrigerio y nos estrecharon las manos en señal de victoria. Éramos en total veinte y
siete alumnos que casi nos habíamos ganado el pasaporte para comenzar la semana del infierno en el Destacamento de Barandúa de
la Infantería de Marina, quedaba pendiente la flotación con botella
doble y banco de aire.
Pasado el medio día las barras esperaban a los alumnos, teníamos
que completar cada semana una barra más; es decir, comenzando
la semana primera con diez, terminaríamos la semana veinte con
treinta. Aquellos que no completaban las barras, eran enviados a
142
Hacia Tierra Firme
remojarse al bulu bulu, lo que significaba departir los alimentos del
rancho con ingredientes tales como el mal olor, lodo y sudor; mas
no importaba, el estómago de un alumno en un curso de combate
requería satisfacerse de comida.
Todo era parte del curso. La mañana pasaba sin mayores sobresaltos luego de la gimnasia anfibia o UDT5. Las clases, eran nuestro
receso, los alumnos ponían mayor énfasis en física de buceo y tablas
de descompresión, quizá porque se requería un poco de esfuerzo en
el campo de las matemáticas; empero los “ceros”, los oficiales, reforzaban la teoría de aquellos que tenían vacíos de carácter académico.
Era casi imposible mantenerse despierto en clase. Sobre el pupitre
de los comandos se disponía de una cantimplora llena de agua con
suero oral para una buena hidratación, especialmente para lo que se
venía por la tarde, instrucción en la piscina.
–A ver 06 a ¿quien le dedica el salto de la tarde? -indicaba el Sargento Moreamo sentado al filo de la piscina.
–A un día más que está llegando al fin de la mejor instrucción
de buceo del mundo -replicaba, con el aliento aún en la boca del
estómago.
Era el pan de cada día el salto de la plataforma de diez metros
de altura en la piscina de la Base Naval Norte. Llegaron a dolernos tanto las plantas de los pies que optábamos por colocarnos los
escarpines de buceo para saltar. Era el último día en la Base Naval
Norte, qué emoción, pero también estábamos ansiosos por terminar
la famosa prueba de flotación con botella doble que consistía en colocarnos sobre las espaldas la botella doble repleta de aire comprimido y el cinturón de pesos con cuatro pastillas de plomo. En el agua,
debíamos comenzar a mover las piernas, de tal forma que, el cuerpo
5. UDT son las siglas de Under Demolition Team. Equipo de Demolición submarina, es aquel que
ejecuta operaciones especiales bajo el agua en las Fuerzas Especiales de la Marina Estadounidense.
sus miembros realizan el curso de NAVY SEALS en Coronado California con una duración de 30
semanas. El curso de Hombres rana del Ecuador en su mayor parte ha obtenido doctrina y entrenamiento de los SEALS y de otros cursos de demolición submarina y buceo de Armadas como Italia y
Alemania, gracias a la participación de oficiales IM que realizaron dichos cursos exitosamente y que
retornaron a la implementación en nuestra Armada de lo aprendido.
143
Edwin Ortega
flote con la cabeza sobre la superficie, sin hundirse. Para asegurar
que se ejecute bien la prueba, el alumno debía tener levantados los
brazos con la señal de OK. Para nosotros, esto complicaba aún más
el ejercicio ya que las piernas con su fuerte movimiento, permitían
que el cuerpo se mantuviese a flote. Con el cansancio y la conciencia de reflejos incitaba a bajar las manos para moverlas al ritmo de
las extremidades inferiores. Debíamos estar a flote no menos de tres
minutos. En la primera ronda, pasamos la prueba cinco alumnos,
para la segunda éramos doce. Los cinco restantes, a los que darían
una tercera oportunidad se les tomaría la prueba en Salinas, ya en la
siguiente fase.
Siendo ésta la sexta semana, habíamos culminado casi todas las
pruebas, apenas quedaba alistar el equipo para comenzar la séptima
en Barandúa, la tan esperada “Hellweek” o semana del infierno a
la que encararían veinte y siete alumnos que ya se veían diferentes.
Habíamos fortalecido nuestra mente y cuerpo durante seis semanas,
pero faltaba más, mucho más y bajo esta perspectiva siempre manteníamos nuestra humildad como soldados Infantes de Marina ansiosos por aprender a amar a nuestra Patria en nuestro singular estilo:
entrenándonos para la guerra. Luchar cinco días con sus respectivas
noches en contra del cansancio, sueño, fatiga y dolor fueron duras
tareas obligadas a superar en la semana del infierno.
Las andanadas de las ametralladoras comenzaron a retumbar el
domingo por la noche. Nuestra carpa vibraba, comenzamos a formar. Las potentes mangueras soltaron con violencia las breves descargas de agua helada.
–¡Apanado, tenderse, apanado, tenderse! –indicaba un instructor
con el megáfono en sus manos. Los pitos, granadas de humo y salvas
seguían haciendo su trabajo. Había comenzado la semana tan esperada. Las disposiciones habían sido previamente establecidas. Debíamos mantenernos con las misma tenida, inclusive los interiores,
hasta el viernes por la tarde. Los “ojos de gato” debían ser visibles
a fin de facilitar la localización de alumnos perdidos o que hayan
144
Hacia Tierra Firme
caído dormidos. Siempre colocados el chaleco salvavidas, botas bien
amarradas y jockey atado al uniforme. Estábamos prohibidos de ir a
los entrepuentes, salvo a los baños para las necesidades básicas. Una
semana llena de ejercicios en la playa, entrada y salida de botes, defensa personal y gimnasia anfibia esperaban por nosotros. Hasta el
martes por la mañana, el estado físico y de ánimo de los alumnos se
mantenía inquebrantable. Muchos, en vez de hablar, bostezábamos.
Las comidas diarias de tres se habían incrementado a cuatro. Esto
permitía que el frío y el sueño sean combatidos en gran parte por las
calorías que brindaban los alimentos.
Punta Barandúa se caracterizaba por tener un clima templado
donde soplaba una tenue brisa en las mañanas y por la noche solían presentarse los vientos con mayor fuerza. A partir del segundo
trimestre el agua comenzaba a enfriarse levemente lo que hacía que
los alumnos sufrieran más durante el buceo y nataciones tácticas. La
temperatura del agua fue un ingrediente más para probar la fortaleza física y mental de los alumnos.
Las madrugadas se destinaban al mantenimiento de los botes,
pues, luego de las entradas y salidas en el día, debíamos, nuevamente volver a inflarlos y adujarlos completamente. Dependiendo del
instructor, hacíamos fogatas para mantenernos calientes. Siempre
estábamos mojados y llenos de arena. Cuando se detectaba que los
alumnos se aburrían o se quedaban dormidos, el remojo era mandatorio. La rompiente de las olas fue el mejor lugar para el efecto.
Formábamos una sola fila en donde nos agarrábamos fuertemente
con los brazos, primero para no soltarnos debido al movimiento del
mar por efecto de los vientos y la marea; y, segundo, para tratar de
“robarle” un poco de calor corporal a los compañeros adjuntos. Pasábamos horas enteras en estas jornadas. Titiritar al hablar se había
convertido en algo normal y frecuente entre nosotros.
En las mañanas los instructores montaban juegos en la arena en
donde competíamos entre los grupos que habían sido formados.
Luego venía el trote habitual y la entrada y salida de botes. Los alum-
145
Edwin Ortega
nos ganadores tenían como premio el anhelado minuto de sueño.
Era lo mejor que nos podía suceder en esas instancias, a pesar de que
a partir de la mitad de semana, caminábamos dormidos, aún con los
ojos abiertos.
La gimnasia con maderos y los ejercicios con los botes sobre nuestras cabezas nos desgastaban aún más. No todos teníamos la misma estatura, lo que dificultaba cargar aquel peso por igual. Para el
jueves, las alucinaciones se habían hecho presentes entre nosotros.
Muchos veían cosas extrañas a lo lejos, en el mar o en el camino
hacia el Destacamento mientras llevábamos los botes. Lo más difícil
en aquellos momentos fue sacarle energías al cuerpo cuya mente, inclusive, se debilitaba visiblemente. No dormir y seguir forzándole al
organismo con la misma intensidad, hacía de esta prueba, una de las
más duras dentro del entrenamiento de soldados de élite. El desafío
era a todo nivel. Las últimas horas parecieron eternas. Estábamos
con los uniformes lascados por el mismo roce con la arena, los botes,
remos y el agua salina. Nuestros pies y manos habían sufrido la consecuencia de cinco días mojados.
El viernes por la mañana fue el último desayuno de la semana
del infierno. Faltaba poco tiempo para dar por superada a la prueba extrema. Nos parecía increíble pensar que pasamos tantos días
sin dormir, sin soñar; el hecho de haber unido el día con la noche
nos incitó ver que el ser humano podía llegar a desafiar y cruzar sus
propios límites. Y así lo hicimos. En efecto, habíamos terminado la
séptima semana, vendrían otras en que cada una tendría su grado
de dificultad.
Ahora, en forma definitiva, comenzábamos el buceo con botella
doble. La fase de habilidades prueba que la moral del alumno había culminado satisfactoriamente. Se diseñaron poligonales bajo el
agua para determinar cuánto duraba cada alumno con su botella.
También era posible corregir la deriva que hacíamos en el aleteo y
todos estos ejercicios eran de día y de noche. Aprendimos a ejecutar
los diferentes métodos de rescate y de búsqueda bajo el agua. Pero
146
Hacia Tierra Firme
antes de continuar con las técnicas en el buceo con aire, debíamos
perfeccionar nuestra natación táctica.
Los aletazos debían ser violentos. Las piernas de los alumnos se
parecían a las aspas de las hélices. Iban de lado a lado, sacaban espuma cual choque del mar con la playa. Las millas nadadas habían
dado el resultado esperado. Habíamos incrementado la habilidad de
avanzar en el mar. Las nataciones cada vez eran más largas. La meta
era completar las siete millas, que eran medidas desde el muelle de la
Base Naval de Salinas hasta la rompiente en Ballenita.
–Ya parece cero seis, ahora sí me da la impresión que completará
la travesía en menos de seis horas -decía el “virado” Jiménez, sargento instructor, a sus alumnos una vez culminadas las cinco millas hasta
Santa Rosa. En efecto, el comentario era con la dedicatoria del caso,
las nataciones de dos y tres millas fueron un desastre para mi buddy
Nixon y para mí.
Nos convertimos en poco tiempo en unos “peces remolque”. A
parte del chaleco de compensación, las aletas, cinturón de pesos,
traje neopreno y máscara visor llevábamos la “caramelera”, un
frasco grande que, a más de tener boyantes, llevaba en su interior
una linterna impermeable, agua dulce y barras de chocolate para
las nataciones demasiado extensas. La eslinga era de seis metros e
iba amarrada a cualquiera de los integrantes de la pareja de buzos.
Nixon iba a mi lado nadando en paralelo, asegurado con una línea
de vida de dos metros, lo suficiente para que ambos tengamos soltura y comodidad en el avance. Esta maniobra era de suma importancia, ya que, en la madrugada abundaban los pesqueros en la rada.
Evitaban chocarnos, al ver las tenues luces de nuestra “caramelera”;
y, por el trabajo de supervisión, control y seguridad ejercitados por
los instructores desde los botes de goma. Nunca tuvimos desgracias
que lamentar.
Estábamos convencidos que “el tiburón” se había quedado en
Guayaquil, no obstante, en la fase de mar, el Plan de Curso demandaba otra prueba eliminatoria. Era la apnea vertical o “tiburón”.
147
Edwin Ortega
–Qué fue 01, mande al siguiente alumno al agua -con tono insistente replicaba el sargento Palma. Estaba como supervisor de la
maniobra en superficie y era el encargado de dar el “sal” a los alumnos para que comiencen su descenso vertical de los veinte metros, requisito para pasar la prueba. Se requería mucho entrenamiento. De
hecho habíamos completado días atrás los diecisiete metros. El mar,
en ocasiones, se mostraba manso, cálido y cristalino; en otras, como
el día de la prueba final, estaba torrentoso, frío y con sus aguas muy
oscuras. Los instructores habían buscado el sitio ideal para montar la
maniobra; sin embargo, las aguas estaban con la misma tonalidad en
toda la rada. Quizá debido a la época del año.
Fue mi turno, el cuarto, para la prueba. Entretanto, habían subido con éxito dos de los tres compañeros. Uno no bajó más allá de los
diecisiete metros. Estaba muy asustado.
–Sentía que me reventaban los pulmones -decía el alumno doce
más uno, mientras echaba sangre por su nariz. La sinusitis le había
perseguido a lo largo del curso. El doctor le recomendó que no diese
la apnea vertical, mas por continuar en el curso indicó que estaba
recuperado y procedió como nosotros a rendirla en aquel jueves frío.
Ahora su salud estaba más delicada.
–¡Es su turno cero sexo!!! -indicó levantando la voz el instructor y
extendiendo su mano para que retire el pedazo de madera que sería
incrustado en el corazón del tiburón.
–¡Siempre listo mi Comando! -indicaba aparentando seguridad y
tratando de olvidar el espectáculo dantesco que, minutos antes, nos
había dado el comando doce más uno.
Me ubiqué junto al instructor. Tenía una idea clara de cómo
iba a llegar a los veinte metros. Pase lo que pase debía “matar” al
tiburón.
Aseguré mi máscara, hice la señal de “todo bien”, inhalé con mi
boca casi toda la atmósfera y me apresté a realizar el descenso. Los
primeros metros fueron un tanto agitados hasta adoptar una posición
completamente vertical por la compensación que se debía hacer in-
148
Hacia Tierra Firme
suflando aire por la nariz para evitar que se pegue la máscara. Insuflaba e insuflaba. Evitaba que colapsen mis tímpanos, no dejaba que
el dolor me gane. La línea de vida estaba debidamente marcada cada
cinco metros, además, había un instructor aferrado por seguridad
cada siete. Mientras avanzaba, el agua cambiaba de tonalidad, más
oscura y más fría. El aire que tomé en la superficie debía permanecer
en mi cuerpo los veinte de bajada y los veinte de subida. No había
otra alternativa que dosificar las insuflaciones al visor. Alcancé a divisar la señal de los diez metros. Comenzaba a temblar de frío, pero no
me importaba. El entrenamiento estaba dedicado para mantener el
control en el descenso; todo el tiempo evitando que la máscara se pegue a la cara y alivianando la presión que la profundidad comenzaba
a ejercer sobre los tímpanos. Había un dolor, más era controlable. La
mente estaba en blanco y con el objetivo de alcanzar al tiburón que
el Jefe de Curso lo tenía en sus manos.
Quince metros. Los instructores estaban forrados con el traje
neopreno por el frío que había en esas profundidades. Todo comenzaba a enrarecer, el aire en mi cuerpo se combustionaba en anhídrido carbónico; sin embargo, seguía circulando en mi interior, no lo
dejaba ir, pues lo necesitaba como a nada más en este mundo, en mi
mundo, en los instantes de desafío que yo mismo me había planteado
para ser diferente, para vivir algo especial.
Seguía descendiendo, ahora más lento pero con las ansias de
que pronto llegaría a los veinte. No podía insuflar más aire a mi
visor, se estaba pegando, mis pulmones ya no reaccionaban. Me
di cuenta que ya no tenía aire que valga para mí. Estaba llegando
a los veinte metros, alcancé a divisar el cinturón de pesos amarillo
que cargaba mi Teniente. Estaba alegre pero a punto de desvanecerme. Lo poco que recuerdo de esos instantes fue que alcancé
a poner la estaca de madera en uno de los huecos que tenía el
madero en donde estaba dibujado nuestro “tiburón”. Lo “maté”
decía en ese mundo del silencio, mientras yo también comenzaba
a perder la conciencia.
149
Edwin Ortega
El cambio de posición para el ascenso me hizo ver la luz. Era
el sol que anhelaba ser alcanzado. Había soltado todo el aire, esto
se daba a menor profundidad. Los pulmones comenzaron a reaccionar, ya no se los sentía duros. La máscara se desprendía por
inercia sin necesidad de insuflar aire. Todo volvía a la normalidad.
Las piernas hacían su último esfuerzo al aletear violentamente por
alcanzar la superficie. De pronto se acabó la oscuridad. Todo se
tornó más claro, estaba a menos de cinco metros de la vida, de ese
alimento para el ser humano: el aire. Cuando salí, mis compañeros
quedaron impactados al constatar como, desesperadamente inhalé todo el aire con un solo bocado. Simplemente anhelaba seguir
viviendo.
Dieciocho de veintiún alumnos logramos “matar” al tiburón, llegando a la conclusión de que Dios no diseñó al ser humano para
las profundidades, sin embargo Él sí nos había dado la voluntad, la
perseverancia y el tesón para lograrlo.
Era la semana veinte. Perfeccionamos el manejo del equipo de
circuito cerrado LARV6, el uso de la brújula y del profundímetro
militar. Además, nos alistábamos a ejecutar las últimas misiones de
ataque a buque, levantamiento de playa y golpes de mano con incursión desde el mar.
Llegamos a conocer la rada de Salinas como la palma de la mano.
Con mar bravo o calmo incursionábamos intrépidamente. Las operaciones eran planificadas bajo toda condición de misión, enemigo,
tiempo y terreno. El manejo de explosivos fue en donde hicimos
mayor hincapié. Cebábamos e impermeabilizábamos las cargas
en tierra. Casi todas detonaban. Nos costó muchas madrugadas y
misiones repetidas para entender en donde debíamos ser acuciosos y
recabar profesionalismo en todo momento.
Culminar el Curso de Hombres Rana representó recibir entrenamiento especial, las pruebas que se exigían parecían, en un principio,
imposibles. Muchos no lograban superarlas sin haberlo intentado.
6. Equipo de circuito cerrado y que es utilizado por los buzos de combate para operaciones especiales.
150
Hacia Tierra Firme
Habíamos sido entrenados para ejecutar ataques a buque, rescates,
raids7 en cabezas de playa, buceo con equipos de circuito abierto,
cerrado, etcétera.
El Hombre Rana era la mejor arma que disponía la Fuerza para
incursiones anfibias; no obstante, nos faltaba un gran camino por recorrer. El entrenamiento en guerra especial aún estaba incompleto,
por lo que nos tomaríamos un merecido descanso para iniciar otros
cursos de combate.
La fe, decisión y autoestima determinaron que esos veintiún
alumnos hayan alcanzado ese hermoso pulpo dorado; símbolo del
soldado élite de las profundidades de Neptuno.
7. Golpes de mano.
151
152
Hacia Tierra Firme
Paracaidismo Militar y Salto Libre…
Desafiando a la Gravedad
S
altar al firmamento no solo implicaba habilidad y arrojo, era
mucho más, era desafiarse a uno mismo. Una forma de dar
gracias a Dios por la vida y por los días como soldado Infante
de Marina entrenado. El Paracaidismo Militar tenía marcadas diferencias con el salto libre deportivo.
Primero, el sistema de apertura estaba diseñado a través de una
banda estática que desprendía el cordón de ruptura ubicado en la
bolsa de despliegue de la cúpula. Es decir, el peso del soldado, la
velocidad relativa de éste a la salida de la aeronave, más la inercia en
sí, determinaban que, en cuatro o cinco segundos, el paracaidista se
encuentre bajo cúpula.
–¡Comandos nunca se olviden de los cinco pasos para un buen salto! -nos decía, imbuido de euforia, el sargento Joselito mientras hacía
el briefing previo a cada salto. Por más experimentado que fuese un
paracaidista militar, aquello es imprescindible para evitar fatalidades.
–¡Recuerden siempre: cuando el Jefe de salto comience a mandarlos al vacío: una buena entrada a la puerta de la aeronave y una adecuada salida al recibir el sal!, un conteo sereno de los cuatro segundos mientras dure el proceso de apertura, un sosegado y minucioso
chequeo de la cúpula para observar el correcto trabajo de cuerdas y
153
Edwin Ortega
cúpula; y finalmente, un excelente aterrizaje sin obviar jamás que su
caída deberá ser sobre los cinco puntos de contacto. La conducción,
mientras dure la caída, como soldados entrenados, deberá ser lo más
prolija e intuitiva posibles, llamando siempre a su sentido común y
experiencia. No habrá cabida para errores, camaradas. La oportuna
asistencia del mestro de salto, hacía que cada salto militar se tornase
diferente, era un reto más.
Ser paracaidista de Infantería de Marina representa más que un
honor, un compromiso. Se convertía en la puerta de entrada a la
apasionante vida de las Fuerzas Especiales. El curso duraba cuatro
semanas. En la base Naval San Eduardo se aprendía lo básico que
un alumno debía conocer: conocimiento y recogida de material, reconocimiento de zona de salto, reacción ante emergencias, procedimientos en la aeronave, etcétera. A pesar de todas las enseñanzas
recibidas, el curso se caracterizaba por ser intensivo y forzado. Eran
apenas pocos días en los que el Infante de Marina dejaba de ser soldado raso para comulgar con el infinito en cada salto.
Los ejercicios eran diferentes. Iban desde los nocturnos hasta los
armados y equipados, sobre zonas de agua o tierra. El entrenamiento permitía ejecutar operaciones transportadas de este tipo sin condición de espacio y tiempo. Comenzábamos a sentirnos útiles para
cualquier misión que fuéremos asignados. Sin embargo, teníamos
claro que el paracaidismo, al igual que las largas nataciones tácticas
o las interminables marchas de aproximación, simplemente, constituían un medio de infiltración. Este entrenamiento élite debía ser
complementado con capacitación en agua y en tierra; y, aquello se
conseguía, únicamente, aprobando los cursos de Hombres Rana y
de Comandos.
Como rezaba la Oración del Paracaidista…
Dame Dios mío lo que te resta,
dame lo que nadie te pide.
No te pido el reposo, ni la tranquilidad.
154
Hacia Tierra Firme
Ni la del alma, ni la del cuerpo.
No te pido la riqueza, ni el éxito, ni la salud.
Tantos te piden eso Dios mío,
que ya no debes tenerlo.
Dame Dios mío lo que te queda.
Dame lo que otros no quieren.
Quiero la inseguridad y la inquietud.
Quiero la tormenta y la lucha.
Dámelo, Dios mío, definitivamente.
Que yo esté seguro de tenerlo siempre,
porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo.
Dame Dios mío lo que te resta.
Dame lo que otros no quieren.
Pero dame también el coraje, la fuerza y la fe1.
Fueron consignas que se impregnaron en lo más profundo de los
alumnos desde el primer momento que pisamos la base de Paracaidistas en San Eduardo. La bienvenida a la instrucción con el casco
verde de antaño, pintado con un tono brilloso impecable para que,
desde lejos, se notase que había vida dentro de la base, nos hacía ver
que se abrían las puertas al fascinante mundo de las Fuerzas Especiales, que la vida militar tenía una amplia gama de actividades y que,
sobretodo, tenían algo en común: el sacrificio y la gloria.
El equipo principal iba en la parte baja de la espalda. Su empacamiento tenía que ser perfecto a fin de que en la caída, en la apertura
o bajo cúpula, no se den malos funcionamientos y de darse, cómo
proceder adecuadamente. En pocas palabras, nuestra vida dependía,
en gran parte, del trabajo profesional de nuestros reempaquetadores2 y del acucioso seguimiento de los procedimientos aprendidos.
Nos habían capacitado para caer sobre el agua, evitar líneas de alta
1. Oración del Paracaidista.
2. Personal de la Infantería de Marina que tiene como función empacar las cúpulas dentro de la bolsa
de despliegue principal y mantener actualizado el empacamiento del equipo de reserva. Además,
velan por el mantenimiento general del material de paracaidismo.
155
Edwin Ortega
tensión y choques entre paracaidistas. Teníamos claro cuándo halar
del aro de tiro del paracaídas de reserva, el que iba a la altura del
estómago y, aquel era nuestra segunda y última opción para llegar
salvos a tierra.
Disfrutar del cielo azul con esos puntos negros en su caída intrépida, en principio un tanto desordenada, instaba a pensar que
“aquellos puntos negros” demandan no sólo adrenalina, sino también de vocación a la libertad. Eran los saltadores libres de la Infantería de Marina. Estaban más vivos que nunca. Eran entes corpóreos
que sudaban, que disfrutaban en mágica armonía, desafiando a la
muerte y a la gravedad. Bajaban, caían y, en el momento menos
esperado, hacían apertura de su paracaídas. De pronto, repentinamente, paraban, el silencio se hacía presente, se acababa el ruido
del viento y las turbinas. Venía la paz, aquella que armoniza con el
viento, con la vida.
Ahora, bajo cúpula, la aproximación al punto de impacto. Quizá éste haya sido el momento más crítico, el que conlleva la mayor
concentración del paracaidista, “jugar” con la altura, velocidad del
viento y obstáculos.
Cuando los intrépidos eran llamados a ejecutar saltos de demostración, el riesgo aumentaba. La gente que ovaciona al paracaidista
es testigo de su caída en áreas pequeñas y llenas de obstáculos; superarlos y llegar a tierra seguros era su nueva misión. Muchas veces, la
ansiedad nos invadía en los saltos, empero el deleite de volar no tenía
parangón.
–Pero comando a usted ni se le ocurra que va a poder volar -decía
el instructor Pérez, dando a entender que el alumno no podría estabilizarse en su caída libre. No eran palabras lanzadas al viento. El
salto libre demandaba habilidad para adaptarse ergonómicamente
al aire, al espacio sideral. Desde el relajamiento hasta la confianza en
sí mismo eran imprescindibles para volar.
Las barrenas hacían que el paracaidista gire a gran velocidad y,
sumada a la de la caída, impedían que adopte una correcta posición.
156
Hacia Tierra Firme
Este fenómeno, muy común en los principiantes, era determinante
para que muchos alumnos entren en pánico y renuncien subir a la
aeronave para saltar. Otros, definitivamente, intentaban, pero, no lo
lograban; y, por no cumplir con las normas de seguridad y estándares eran separados del curso. Como paracaidistas antiguos en su
afán de ganar posición, no solo perderían altura, sino, además, no
podrían ejecutar trabajos relativos ni formaciones, necesarias para el
futuro perfeccionamiento del paracaidista.
Saltar a quince mil pies permitía un tiempo aproximado de caída
libre de cuarenta segundos. La salida del avión era importante para
adoptar la mejor posición, sea para trabajo relativo o para niveles en
parejas. El altímetro se convertía en el elemento vital del paracaidista. Su chequeo antes, durante y después del salto permitía concientizar que estábamos realizando operaciones de alto riesgo.
El Comandante Julián tomaba el mando de los paracaidistas. Habíamos sido, para ese momento, pasados revista por los Jefes de Salto. Estábamos a punto en la equipada, altímetro, Cypress3 encendido
y entendimiento claro del briefing dado por el Maestro de salto.
Sobre el suelo hacíamos los últimos ejercicios para enfatizar adecuadamente y, dependiendo de las órdenes, podríamos trabajar en nivel
de parejas o ejecutar formaciones en estrellas de tres paracaidistas. Se
requería un acucioso briefing en la forma de salir del fuselaje, el orden
de apertura de las cúpulas, lado para los giros en caída como bajo cúpula, zona de tráfico y altitud para enfrentar al viento en el aterrizaje.
Ya en la aeronave y ubicados dentro del fuselaje, desde la cola
hasta la nariz, en orden de salto, Julián, con voz potente y señales de
mano daba las órdenes a los comandos: –¡Chequeo de altímetros,
verificar en cero! -estábamos a punto del despegue con el avión en
movimiento. Ya en el aire, comenzamos a arengarnos.
3. AAD: Automatic Activation Device. Dispositivo electrónico digital y de seguridad que se acciona a
determinada altitud, permitiendo el desprendimiento automático del principal y activando al paracaídas de reserva. Trabaja en función de altura y estabilidad en la caída del paracaidista. Usado
mandatoriamente por todos los paracaidistas estilo libre. Cypress, al igual que Argus y Vigil son
marcas fabricantes y comerciales.
157
Edwin Ortega
–¡Qué viva los paracaidistas!
–¿Quiénes son los mejores paracaidistas del mundo? -replicaba
Julián procurando que sus camaradas disfruten de la aventura.
–¡Los Infantes de Marina de la Armada del Ecuador! -replicábamos convencidos de lo que estábamos por ejecutar.
Las avivadas iban y venían, entretanto el avión alcanzaba los tres
mil pies. Julián nos hacía la señal con su mano derecha indicando el
número tres a la vez que señalaba el altímetro para que verifiquemos
que los altímetros marcasen los tres mil pies. El mismo procedimiento se lo haría hasta llegar hasta los doce mil pies que, para esa mañana, sería la altitud de nuestro salto.
El nerviosismo y la expectativa eran normales. Una sensación diferente a medida que la aeronave seguía ascendiendo. Unos decidían
mirar el hermoso cielo azul por las ventanas, mientras que otros se
concentraban cerrando los ojos esperando el “puede ir”.
Los pilotos navales conocían casi a la perfección las maniobras aerotransportadas con los Infantes de Marina. Su sentido del humor y profesional entrega, hacían de estas jornadas las más requeridas y anheladas
entre nosotros. Departíamos juntos el despegue hacia un mundo diferente y la caída en medio de un vacío que no todos conocían. La comunicación que los maestros y Jefes de Salto mantenían con los pilotos y tripulación era excelente. La luz verde, indicaba que estábamos sobre la zona
de salto, permitía al Jefe de salto comenzar a mandar. Julián comenzó a
ordenar que los paracaidistas avancen a la rampa para que cada uno, de
acuerdo a lo practicado en tierra, ejecute el salto al vacío.
El colchón de aire comenzó a recibirnos. El vértigo quizá se lo hubiera sentido en una plataforma inmóvil pero el movimiento relativo
del avión hacía que se desvaneciera en el espacio. Apenas leves movimientos, por presencia del viento y debido a la inercia, sentíamos
en nuestro cuerpo. Adoptar la posición básica era la primera tarea,
luego vendrían los ejercicios planificados.
Cuán contentos nos sentíamos al ver como las bellas cúpulas se
iban inflando a los tres mil pies, cuán alegres al ver a nuestros ca-
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Hacia Tierra Firme
maradas buscando el punto de aterrizaje. Si todos saltábamos, Dios
permitiría en su infinita misericordia, que lleguemos todos a tierra,
sanos y salvos. Fuimos entrenados para las emergencias; más, sin embargo, el anhelo del comando sería no llegar a tan difícil prueba;
pero si se presentara, que se presente.
En tierra, una vez más, dábamos gracias a Dios por habernos
permitido disfrutar de un salto más, diferente y atrevido.
159
VII
Autoridad Marítima:
Vivencias en San Lorenzo
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162
Hacia Tierra Firme
E
n San Lorenzo del Pailón no paraba de llover. El nivel de
pluviosidad era elevado para los primeros meses del año. San
Lorenzo y sus comunidades, provincia de Esmeraldas y su
sector noroeste, cuántos paisajes, cuánta cultura ante nuestra mirada
atónita. No sólo el sentimiento de servir en la frontera Patria, sino
el hecho de estar inmerso entre comunidades, donde llegaba con
dificultad la ayuda gubernamental, motivaban nuestra presencia y el
anhelo de mejores días para con ellas.
La primera impresión, la suspensión destrozada de mi camioneta, se había dañado a la entrada del pueblo. El pavimento flamante
de la carretera construida por Andrade Gutiérrez daba un súbito
cambio al ingreso a San Lorenzo, con un camino de segundo orden,
parecía haber sido diseñado intencionalmente para evitar que se
ingrese a la ciudad.
Mi deber era hacerme cargo de la Capitanía de Puerto, relevar al
Teniente Pedro Holguín. Cuando me hice presente ante el personal,
aún se respiraba un aire de rareza por mi presencia. Pensaba, para
mí… quizá sea la diferencia de personalidad entre el Capitán de Puerto saliente
y el entrante… al final de cuentas todos trabajábamos para la misma
Institución persiguiendo el mismo objetivo: servir a la Patria.
La Capitanía parecía más un pase administrativo que operativo,
estaba lleno de oportunidades para un oficial joven y sin experiencia.
Lanzarse al mundo de las leyes, al manejo de la población, a presidir
gremios y el mismo hecho de representar a la Autoridad Marítima,
implicaba responsabilidad y acuciosidad en el manejo de los bienes
163
Edwin Ortega
del Estado y en las relaciones con los ciudadanos. “No se necesita
de una medalla para actuar con honor”, fue la frase de despedida
del Capitán de Puerto saliente. Palabras que englobaban la razón
de ser de un marino, fueron expresadas y sentidas. Las decía en forma oportuna, pues, las tareas que ejecutaba la Capitanía siempre
se veían dificultadas por los tentáculos externos de la corrupción, y
era deber de quienes la representaban mostrar su integridad a toda
prueba, en toda ocasión; no se podían cometer errores que atentasen
contra los principios universales de la honestidad, dignidad y honor.
Limones, pequeña comunidad a pocas millas de San Lorenzo, era
un islote en medio de los brazos entrantes de mar. Eloy Alfaro era su
nombre de registro como cantón. Tenía las calles adoquinadas y su
población se caracterizaba por ser amable, de pasión por la pesca y
celosa de sus tierras. Las zonas especiales de manejo abundaban en
esta zona, cuyo ente regulador era la Reserva Ecológica Manglares
Cayapas Mataje, REMACAM.
Los habitantes de limones eran fervientes creyentes, la imagen y
fe redentora de San Martín de Porres hacía de sus fiestas su mayor
espectáculo. Los botes, “potros” y gabarras se vestían de gala con los
mejores atuendos. Representaciones de San Lorenzo, Borbón, Progreso, Limones y la Tola desfilaban a bordo de sus elegantes galeones. En la gabarra más grande, la Isla Puná, se embarcaba todo el
clérigo zonal junto con la imagen del santo y religioso homenajeado.
Su fe y unción católica demostraban que en las zonas más pobres de
la Patria había creencias y anhelo de paz.
El cantón Eloy Alfaro tenía bajo su jurisdicción muchas parroquias y recintos como: Borbón, la Tola, la Tolita, las Peñas o el Rompido. Estas dos últimas localidades fueron ampliamente desarrolladas, en especial el área turística. El rol que jugó la Capitanía fue de
suma importancia, al facilitar a los pobladores su ubicación dentro
de la zona de playas y bahías con negocios que fomenten el turismo.
Fue una labor conjunta de la Dirección de la Marina Mercante y el
Instituto Oceanográfico de la Armada.
164
Hacia Tierra Firme
La tarea fue emprendida, reuniones con la comunidad y sus dirigentes, poco a poco iba tomando forma. Comenzaron los primeros
bohíos a construirse. Se determinó a qué distancia del área urbana
sería factible su ubicación, el resto para áreas verdes y parqueaderos. La labor más complicada estaba ya sobre ruedas, y era el
reconocimiento hacia la Autoridad Marítima y su competencia en
ese sector de la Patria. No siempre la población aceptaba la presencia de la Autoridad Marítima, más aún cuando habían sido los
gestores de sus propias normas y reglas, la mayoría de carácter consuetudinario, pero a final de cuentas, arbitrarias. La concesión de
playas y bahías en las Peñas, en un inicio era una utopía, mas con
trabajo y dedicación se convertiría en una realidad. Ahora los turistas del sector norte central del país no tendrían que establecer
largos periplos para visitar balnearios en sus vacaciones; tenían a la
mano un paisaje único en su naturaleza, donde se entremezclaban
los manglares con la espuma salobre de las olas: Las Peñas.
Era un hermoso balneario rodeado por un aluvión de casi doscientos metros de ancho por diez kilómetros de largo. Comenzaba
en la Cueva del Amor, al sur, y terminaba en la comunidad de El
Rompido, al norte. Sus playas de arena miel con pigmentaciones
negruzcas debían su particular tonalidad a los estuarios marinos y a
los manglares de la región. Le surcaba un mar tibio y verde azulado,
donde un sin número de aves vivían el impetuoso venir y devenir de
los días esmeraldeños.
La Tola era la parroquia más importante de todo este sector durante los años previos a la década de los ochenta. Debido a la falta
de infraestructura vial, toda la mercancía que debía salir para San
Lorenzo y sus alrededores llegaba y salía por este pequeño puerto. A
partir de la construcción y mejoramiento de la vía Esmeraldas-San
Lorenzo, esta parroquia se vio afectada y paulatinamente su economía se vino abajo. Tan solo quedaba, como parte de la zona protegida, el paso obligado para quienes deseaban acceder, por vía fluvial,
al resto de poblaciones aledañas.
165
Edwin Ortega
Por las noches parecía un pueblo fantasma, con bares y cabarets
repletos de pueblerinos locales y de colombianos que estaban de paso
por nuestro país. Las patrullas frecuentes que ejecutaba el Batallón
de Infantes de Marina “San Lorenzo” daba algo de tranquilidad a
la población; sin embargo, en su ausencia, el ambiente se tornaba
inseguro y a veces peligroso.
La Tolita se encontraba a veinte minutos en bote a motor, era una
de las parroquias más antiguas de nuestro país. Su historia data de
hace miles de años, una de las poblaciones que albergó a los primeros
habitantes de lo que hoy es nuestro país El Ecuador. En la Tolita se
podían observar aún los vestigios arqueológicos de esta cultura. Lamentablemente y a pesar de su alto valor cultural, esta comunidad
seguía siendo un sector olvidado de nuestra nación; era una comunidad pobre, apenas cuatros o cinco familias que carecían de los servicios básicos; motivo de sobra para extinguirse casi por completo el
turismo. Todas las piezas arqueológicas casi habían desaparecido, su
robo masivo dejó en inanición cultural a este maravilloso sitio.
A pocas millas, en medio de los Majagual, los manglares más altos
del mundo, estaba Olmedo, pequeño recinto en donde permanecía
una cabaña construida con ayuda de la Embajada del Japón que
daba la bienvenida a los turistas y en donde se podía requerir toda la
información respecto al mangle. Mandatorio resultaba hacer conocer al turista y al ciudadano local que, poco a poco, nos estábamos
convirtiendo en depredadores del manglar, que estábamos eliminando a la naturaleza, preciado elemento para la vida. Los mensajes
estaban destinados, en especial, para los camaroneros que sin respeto
por el ecosistema, habían talado gran parte de lo que conformaba la
reserva de la zona norte del país.
Palma real, población que constituía el hito más nórdico en la
zona fronteriza colombo-ecuatoriana en el canal de Bolívar, frecuentemente, sus habitantes daban cuenta de que personas “desconocidas” ingresaban a sus caseríos para abastecerse de víveres y agua.
Iban de civil y con armamento escondido en sus botes. En algu-
166
Hacia Tierra Firme
nas ocasiones se trató de verificar dicha información; sin embargo,
más había encubridores que informantes. Mucho tiempo después,
las Fuerzas del Orden comprobarían tales versiones. Se trataba de
personas al margen de la ley del hermano país del norte que venían
al Ecuador evadiendo a las autoridades colombianas.
Fuimos testigos, al menos, el personal que sirvió en la frontera en
aquellos días, de las operaciones militares que se ejecutaban con el
fin de resguardar nuestras fronteras, en especial, de elementos delincuentes foráneos y de grupos irregulares; no obstante, la ciudadanía
de los recintos se limitaba en darnos información válida y certera.
Tenía miedo a represalias y al sicariato. La mayoría de pobladores
era indocumentado, gran parte pertenecía al conjunto flotante, que
iba y venía de las localidades colombianas. Un censo en estas localidades era casi tarea imposible.
Las operaciones psicológicas sobre la población civil se convirtieron en la mejor arma, aún cuando las acciones cívicas estaban a la
vista de todos. La relación con la población mejoró sustancialmente
y los resultados no tardaron en llegar. La Capitanía de Puerto trabajó
durante todo el año mancomunadamente con el Batallón de Infantería de Marina “San Lorenzo”. Su Comandante, un caballero a carta
cabal, demostró ser un conocedor profundo, no sólo del área sino
más bien de los problemas sociales que aquejaban a toda la zona.
Más que un derroche de energía en patrullajes fluviales y terrestres,
se trató de concientizar a la población que, la delincuencia, el cultivo
indebido de estupefacientes y el apoyo a grupos al margen de la ley,
lo único que les traería sería sufrimiento y muerte.
Los aguajes habían golpeado las comunidades de la Barca y el Cauchal, en especial la palizada que baja desde aguas arriba del Cayapas,
Borbón y Santiago. El plan de contingencia se activó muchas veces
a lo largo del año. La asistencia de la Armada a estas comunidades
olvidadas fue vital. El mar y las lluvias habían castigado sin cesar.
Las frecuentes visitas a los retenes fueron importantes para mantener la disciplina del personal, nuestro bienestar radicaba en la bue-
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Edwin Ortega
na comunicación y en el diálogo empático de unos con otros. Había
un Capitán de Puerto que quería sobre todo basar su comando en la
sinergia, no era su éxito o fracaso, era el de todo su personal.
El trabajo en la frontera y con la familia lejos determinaba la
adopción de ciertas acciones para que los tripulantes se mantengan
motivados y concentrados en la labor encomendada. Las salidas al
Puerto Principal eran más frecuentes, se buscaban comisiones en los
Grandes repartos por dos razones: que el personal esté en contacto
con los suyos y tratar de mantener una logística efectiva de la Unidad. Se rotó sus cargos y comisiones especiales para liberarlos del
estrés, a fin de que lleguen a conocer los problemas de los distintos
departamentos de la Capitanía.
La Dirección de la Marina Mercante, órgano superior de las Capitanías, a través de sus planes, comenzó a dotar de un mejor equipamiento a las unidades. Los retenes subordinados comenzaron a
mejorar su apariencia y el servicio al usuario incrementó en eficiencia y calidad. La labor de las Capitanías también se centraba en
contrarrestar la piratería, era una lucha sin tregua. Las denuncias
llegaban con retraso; en particular, cuando de robo de motores, embarcaciones y material para la faena de pesca se trataba. La búsqueda se complicaba debido a que el área, a través de la gran cantidad
de canales y entradas de mar, facilitaba el encubrimiento tanto de
piratas como de la mercancía.
Haber servido como parte de la Autoridad Marítima implicó responsabilidad y sacrificio. La experiencia administrativa y operativa
determinó un mejor entendimiento de la labor que la Armada realiza en regiones tan lejanas de la Patria. En efecto, el resultado de haber compartido con la comunidad del norte de Esmeraldas no tuvo
precio, el intercambio intercultural y conocer a fondo su realidad fue
el puntal que me hizo entender que la Marina tenía muchas áreas en
las que podía y debía trabajar por los más necesitados. Fue un año
enriquecedor, lleno de gratas e inolvidables vivencias.
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VIII
La Práctica Diaria del Ser Militar
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170
Hacia Tierra Firme
L
a gama de actividades que realizaban los oficiales de mi promoción era inmensa. Dependía de la especialidad que cada
uno tenía y en gran parte de la satisfacción que sentíamos en
el fiel cumplimiento del deber.
Los oficiales de superficie eran expertos conductores de sus unidades, desde maniobras en cubierta hasta la operatividad en las salas
de máquinas; estaban entrenados en el control de incendios y de
averías. Su accionar diario compelía una planificación y ejecución
férrea de las operaciones navales. Eran excelentes navegantes y convencidos conocedores de nuestra soberanía marítima.
Mis camaradas submarinistas, pacientes y valientes hombres de
las profundidades, amaban su entorno. Eran cabales conocedores de
todo su submarino. Gonzalo Guerra, compañero y amigo, orgulloso
me decía:
–Luis, la existencia abajo es fascinante. Sin embargo la armonía
de la unidad, su éxito en el cumplimiento de las misiones y por
encima de esto, la vida misma de todos sus tripulantes está en el
profesionalismo que imprimimos cada uno de nosotros. No hay cabida para errores. Tenía razón, los submarinistas se caracterizaban
por ser unidos, “todos para uno y uno para todos”, la convivencia
extrema en las duras jornadas les hacía conscientes de su mutua
dependencia.
Los pilotos navales tenían una especial singularidad. No solo debían lidiar con su aeronave en las alturas; el mar era el eterno testigo
en las operaciones. Douglas, uno de mis mejores amigos y mi “bu-
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Edwin Ortega
ddy” en los años en la Escuela Naval, recordaba lleno de alegría sus
primeros años como marino piloto:
–Cuando realicé mi primer vuelo solo, no lo podía creer, estar en
una aeronave a más de diez mil pies de altura representaba despegar
del común quehacer y lanzarte en una nueva aventura. Observar el
mundo desde el cielo y saber que podías llegar lejos, muy lejos; implicaba agradecer a Dios porque te tenía vivo y podías ver a tu país bajo
otra perspectiva: desde el eterno firmamento. Continuaba, mientras
lucía su ala dorada incrustada en el borde superior izquierdo de su
overol de vuelo.
–En la mar, el apontamiento del helicóptero en las pequeñas cubiertas de los buques, mientras surcan su ruta, se convierte en una
maniobra peligrosa y excitante. El cabeceo y balanceo del buque
hace que sea una de las maniobras más riesgosas en la mar.
La pasión con que Douglas conversaba sus vivencias me hacía
pensar en el profesionalismo que caracterizaba a nuestros pilotos navales, en la fe que ponían en sus delicadas tareas y el arte que representaba liderar una aeronave de la Fuerza Naval.
Mientras tanto, tres oficiales habíamos escogido la especialidad de
Infantería de Marina. En un inicio teníamos presente una que otra
idea de lo que hacían estos intrépidos marinos, pero desconocíamos
lo específico. La vaga idea había sido representada por las pocas visitas profesionales a la Base Naval San Eduardo o por el impacto que
representaba el Instructor Militar en la carrera del Guardiamarina.
La ansiedad nos invadía a veces, cuando sabíamos que al escoger
esta sacrificada especialidad, tendríamos que someternos al entrenamiento fuerte y riguroso, característico en las tropas especiales.
Los dos años que servimos en la Escuadra Naval nos valió para ser
oficiales comunicantes y navegantes de las unidades; pero estábamos
ajenos a la preparación de los Infantes de Marina.
No lográbamos entender por qué aquel entrenamiento no comenzó durante los años de Guardiamarina. Hubiéramos aprovechado
tiempo valioso de nuestra juventud para inmediatamente, como Al-
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Hacia Tierra Firme
féreces, servir en los batallones. De todas maneras, el sistema estaba
establecido; además, confiábamos plenamente en las sabias decisiones de nuestro Mando. El valor agregado que como Infantes de Marina tendríamos a futuro, sería el hecho de haber logrado primero
ser, incuestionablemente, oficiales de abordo.
El conservar el estado físico desde que salimos de la Escuela Naval, a bordo o no, fue una de las metas constantes como Oficiales de
Marina; trotábamos, nadábamos; nos inscribíamos en las competencias atléticas que se organizaban; es decir, habíamos sido consecuentes de que tarde o temprano íbamos a ser llamados a la Escuela de
Infantería de Marina, al Curso Básico de Oficiales.
La vida dentro de la Infantería de Marina, una vez culminados los
cursos de operaciones especiales, tomaría un rumbo diferente. Como
Tenientes de Fragata nos fueron asignadas tareas de comandantes
de pelotón de jefes departamentales. Este dualismo complicaba aún
más nuestras labores, pero a pesar de ello, el cumplimiento del deber
se tornaba más interesante.
Conducir una patrulla de combate, ejecutar saltos a gran altitud
con equipo operacional o participar en incursiones anfibias, fueron
parte de las tareas, reales o de entrenamiento, que ejecutábamos en
las unidades operativas. Supervisar y ejecutar la limpieza del casco
de un buque, patrullajes anti delincuenciales, dar seguridad a los repartos, rescatar damnificados o dictar la instrucción militar estudiantil formaban parte de las labores que realizábamos en beneficio de
la sociedad.
Cada año nos invadía la incertidumbre por saber sobre nuestro
pase. El servicio de un Oficial de Marina estaba enmarcado a lo
largo del litoral, Galápagos y la Capital de la República, a más de las
comisiones de estudio y especiales que se desarrollaban tanto en el
país como en el extranjero.
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Hacia Tierra Firme
Adiestramiento Militar
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as salidas al terreno o períodos de entrenamiento era el lapso
en el que el Infante de Marina ponía en práctica lo aprendido durante sus distintos niveles de formación, eran pocos
días que, dependiendo de las tareas establecidas para las unidades
subordinadas, demandaban, tanto del oficial como del tripulante,
profesionalismo militar, aquello que se pondría en ejecución cuando
la situación lo ameritase, en crisis, conflicto o la misma guerra.
Los entrenamientos se establecían para actuar como fuerzas defensivas, disuasivas u ofensivas. Conforme el mundo iba cambiando,
las amenazas se habían incrementado; inclusive, habían adoptado
otros niveles de violencia. Lo ocurrido el once de septiembre del 2001
abrió los ojos al mundo, el enemigo podía presentarse de diferentes
maneras, soslayando condición y norma, despreciando estratagemas
y con magnánimas pretensiones. De esta forma, en la Infantería de
Marina, el entrenamiento era una herramienta vital para garantizar,
por encima de cualquier atisbo, la supervivencia misma. Por esta
razón, la gran mayoría de Infantes de Marina optamos por la superación profesional, por el mayor esfuerzo, limitándonos, en muchos
aspectos, a la realización de cursos que complementarían nuestra
especialidad.
Cuando Teniente de Fragata, orgulloso de haber culminado mi
entrenamiento profesional en las distintas áreas que ofrece la In-
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Edwin Ortega
fantería de Marina, me acerqué a mi Comandante para solicitarle
me permita seguir el entrenamiento en Fuerzas Especiales, pero no
como alumno, sino como Comandante de Pelotón o de una Compañía disminuida, muy perspicazmente me respondió:
–Pero Teniente, usted apenas está empezando, es mejor que
conozca los batallones de la Infantería de Marina y luego decida
que hacer de su destino. –Mi Comandante, considero el momento
adecuado para dar todo mi potencial en el Batallón de Operaciones
Especiales “Jaramijó”.
–La verdad, muchacho, ya había pensado en que su presencia en
tan importante Batallón sería muy útil, usted aprenderá de los comandos antiguos, aprenderá a conocer las fortalezas y debilidades de la tropa y sobretodo aprenderá a conocerse a sí mismo; para lo cual, cuando
entrene a su tropa, usted deberá estar a la cabeza y primero, siempre
guiando y liderando a su personal, deberá esforzarse en todos los aspectos, siempre tratando de ser íntegro y solvente en su proceder.
El Comandante, al observar mi mirada firme, llena de ansiedad,
extendió su mano con el sobre de presentación.
–Ahora es su responsabilidad, comando, piense en las muchas expectativas, no en las que tiene la Fuerza ni el reparto en usted, sino
en las que usted tiene en la vida militar, ahora que ha sido trasbordado a la unidad élite de la Infantería de Marina, tendrá que plasmar
todos sus conocimientos. Deberá ser generoso y comenzar una nueva
etapa en su vida: entrenarse a cabalidad y ¿por qué no?, la de emplearse cuando la Patria así lo disponga. Nuevamente lo felicito, que
nunca decaiga su mística, entienda a su gente, pero también sea duro
cuando haya que serlo, especialmente, a la hora de entrenar.
¡Buen viento y buena mar Infante de Marina!
Fueron las palabras de alguien que había pasado por todo aquello y para quien lo más importante, quizá lo único, era mantener
vivos los valores intrínsecos del Infante de Marina, más allá de la
misma logística, más allá de nosotros mismos y de nuestros intereses
personales.
176
Hacia Tierra Firme
Mientras tanto, no dejaba de alegrarme, casi lagrimeaba, mi boca
requería humedecerse para agradecer, estaba tan contento pero a la
vez vehemente por saber de qué se trataba todo esto, que encerraban
aquellas palabras: “piense en las muchas expectativas, no en las que
tiene la Fuerza ni el reparto en usted, sino en las que usted tiene de
la vida militar”… quizá las lograría entender después. –Gracias mi
Comando, permiso me retiro y sabré cumplir a cabalidad la labor
encomendada. Fue lo único que se me vino a la cabeza, momentos
de tanto apremio que entrelazan sentimientos encontrados.
–Recuerde que mientras más sudor derrame en la paz menos sangre derramará en la guerra. -Fue el último mensaje frontal y directo
de mi Comandante, y de hecho fue el que más caló en mi alma y,
sobretodo, en mi carrera militar.
Salí de su oficina con la cuadrada fuerte, estrepitosa, propia de
momentos de hidalguía y de sabor a milicia. Me era imposible dejar
el gozo de lado, mi pecho henchido y con el corazón latiendo fuerte;
me dirigí a la cantina, me serví, entre reflexión y alegría, un rico café
negro con humitas. Poco después, todo volvería a la normalidad.
El desafío que me embargaba era el de encontrarme con todos los
comandos de la Infantería de Marina, el pelotón de hombres rana
y los paracaidistas saltadores operacionales. El Comandante de la
Infantería de Marina sabía lo que conllevaba a un oficial joven ir al
Batallón de Operaciones Especiales, pues, el primer trasbordo luego
de haber culminado su entrenamiento, era este glorioso Batallón.
Para esa época tenía una doble cabina, una mazda 2600. Era una
ruda camioneta, en ella transportaba a dos mastines napolitanos y a
mi Yamaha supertenere 750 cc. El día que salí, rumbo al pequeño
puerto pesquero de Jaramijó, estaba tan entusiasmado que olvidé
asegurar a mis perros y a la moto, un lío se armó en plena Panamericana hacia la provincia de Manabí. La moto que se balanceaba
en el filo de la camioneta, Negra la mastín mamá correteando las
gallinas en un caserío y sheena, la perra pequeña, en la mitad de la
vía, esperando pasar a mejor vida. De lo que a cualquier conductor
177
Edwin Ortega
en condiciones normales le tomaría de tres a cuatro horas y media,
este viaje me tomó casi cinco.
La motivación era todo, mi familia en Guayaquil, en espera de
que la Marina me proveyera del respectivo alojamiento. Los primeros
días los ocuparía en observar mis nuevas funciones y el grado de
entrenamiento en que se encontraban el personal de Infantes de Marina asignados a ese Batallón. Era indispensable ambientarse, sobre
todo, psicológicamente.
Arribé sin novedad, al fin y al cabo, cansado, sucio pero con vida.
la ciudadela Arcadia quedaba a unos cuatro kilómetros de la base,
nadie podía quedarse del régimen de transporte, así que, inmediatamente, como Infante de Marina, me puse la tenida de deportes
y pasé a la formación. Una vez que los comandantes de compañía
dieron parte procedí a presentarme al Comandante.
–¡Teniente, media vuelt!
El giro fue furtivo, quizá por dar una imagen fuerte y soberbia
más la cuadrada no muy dura. Me consideraba acucioso en lo que
respecta al porte militar, haber vestido uniforme y calzado botas desde los doce años, no me permitía dejar de lado ese sano orgullo que
me invadía. El simple hecho de vestir una tenida de soldado, en especial el camuflado, me hacía responsable de una trayectoria, comprometiéndome más con las tradiciones del antaño.
–¡Batallón atención firm! Buenos días señores tripulantes. Ante
vosotros se encuentra un joven oficial que ha sido honrado con su
trasbordo a este reparto, exhorto subordinación y colaboración en
las tareas a él encomendadas y estoy completamente seguro de la reciprocidad para con vosotros -decía la voz potente del Comandante
irradiando liderazgo a su Batallón.
Yo me mantenía firmes y con la mirada altiva. Mientras hablaba
mi nuevo Comandante no habrían pasado sino menos de dos minutos, sin embargo para mí fue una eternidad, no salía del asombro,
pues, la última vez que presencié las palabras de bienvenida a un
reparto militar y más aún delante de la tropa en formación general,
178
Hacia Tierra Firme
fue en la Fragata Morán Valverde, a la que serví en mi primer año
como Alférez de Fragata. Todo el personal de tripulación, desde el
último marinero hasta el primer suboficial tenía al menos dos cursos
en Fuerzas Especiales, cosa que me motivaba, y a la vez me intrigaba
sobremanera; en especial, cuando me preguntaba cómo se manejaban entre ellos, qué les motivaba, si realmente me obedecerían por
mi grado o por mi ejemplo, etcétera. Pensaba, desde ya, cómo iba a
llegar a mi “gente”, de qué forma lograría dar buenos resultados con
mi Compañía 212, tenía las ganas, había sido muchas veces alumno,
pero no me había probado aún como líder o instructor de un grupo
élite de Fuerzas Especiales. Ganar el respeto de los comandos, hombres rana, paracaidistas, saltadores libres operacionales, implicaba
mucho más que tener cursos e inclusive ganas de hacer bien las cosas;
el poder calar en una unidad de este tipo conllevaba mucho sacrificio, constancia, comprensión y entendimiento del personal, traducido en trabajo diario, desinteresado. Sabía que con fe, más temprano
que tarde, el entrenamiento daría sus frutos, no en las evaluaciones al
Batallón por el mando superior, sino más bien durante su empleo en
combate. –Solicito se digne, mi Comandante, indicarme mi nueva
función, preguntaba con más impaciencia que inquietud.
–Teniente, para empezar, en este reparto todos somos camaradas y amigos, cuando usted desee referirse a un más antiguo, igual
o menos antiguo, debe hacerlo con el término “comando”, son las
siete letras que inspiran, motivan, hacen actuar… nunca lo olvide…
inspiran, motivan y hacen actuar.
Estaba impresionado, creía que toda la mística, ímpetu y orgullo
militar eran de boca para afuera, que el aspecto escolástico de la
formación de un soldado quedaba en los cursos, en las escuelas básicas de formación, que mientras más se ascendía en el grado menos
importaban tales o cuales valores, que para muchos los hábitos de un
buen Infante de Marina se volvían meras trivialidades.
La impresión no era para menos, mi Comandante era un hombre
espigado, de mirada altiva, con grandes ojos negros que contrastaban
179
Edwin Ortega
con su blanca tez. Su cabello corto, hacía juego con su boina negra
y su impecable quepí, su nariz aguileña y sus no pocas patas de gallo
que hacían ver a un soldado con experiencia. A su imagen de líder
nato se sumaba la forma como llevaba su uniforme, almidonado y
casi nuevo, bolsillos vacíos que parecían cosidos en sus bordes y puntas, los dobleces de la chaqueta a cuatro dedos y a la perfección; sus
botas de jungla charoladas hasta los tacos con su caña verde siempre
limpia; es decir, a más de mostrar un talante pulcro y muchas veces
austero, proyectaba ser un soldado confiable y solvente.
Fue el momento de la primera instrucción, el Batallón, formado
por compañías y éstas, a la vez, por pelotones. Como Jefe de la División de Doctrina y Entrenamiento debía recibir parte al inicio de la
instrucción. En aquella mañana soleada y fresca, propia de las hermosas playas de Jaramijó, el parte no daba más de ochenta comandos en formación; el poco personal trató de formar por pelotones, ni
así lograban completar la mínima organización requerida para una
operación. A pesar de esto, trabajamos mucho en la conducción de
grupos pequeños. Se logró mantenerlos organizados por escuadras
de combate; es decir, una mínima unidad donde nunca faltarían los
elementos de asalto, apoyo y seguridad.
La brisa y el paso efímero de las gaviotas en tan bellas playas atestiguaban uno de los tantos adiestramientos que participábamos convencidos en aquellos dos cortos años. Para ello, se escogía al personal
con más experiencia en cursos básicos de combate. Las estaciones
debían estar listas y siempre un suboficial como jefe de seguridad
de la instrucción. La primera tenía que impartir un recorderis de
conocimientos de nudos y anclajes, básica para incursiones anfibias,
paso de obstáculos y seguridad en el transporte de cualquier material
para operaciones especiales. Para la segunda estación, la de mayor
cuidado, se utilizarían explosivos, los comandos que debían dictar la
instrucción debían ser los de mayor experiencia, preferible en curso
de Zapadores, ellos debían tener la máxima acuciosidad en el manejo del material. En esta estación el personal velaba, al máximo,
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Hacia Tierra Firme
por las medidas de seguridad. El sargento Posso era el responsable.
Siempre se mostraba sereno y seguro en la manipulación del C4 o
del TNT; solía llevar dentro de su bolso verde o morral, el pequeño
climper, cinta adhesiva, encendedor y navaja, útiles para cebar, adecuadamente, las cargas explosivas. Decía con profunda serenidad:
–Compañeros, nunca mezclen los detonadores con los explosivos
antes de cebarlos, cerciórense de observar bien la leyenda indicativa
en cada explosivo; además, asegurarse si éstos son accionados por
presión o, en su defecto, quitando el seguro y activando la espoleta.
Las instrucciones que el Sargento daba eran muy válidas para la
ocasión, pues, días antes un comando había perdido casi toda su
mano debido a la confusión en la lectura de las leyendas que contenían los explosivos.
Las estaciones seguían preparándose para actualizar a los Infantes de Marina que recién habían sido trasbordados al Batallón. Había una muy interesante, mi preferida, la de salvataje y sembrado
de hombres rana. Era interesante porque el bote, a veinte nudos, teniendo como motorista el Sargento Mora, motivaba a subirse para
secretar adrenalina.
El ejercicio consistía en colocar a cada comando en las bandas
del bote de goma, los que debían darse un fuerte impulso, girar por
inercia en el aire y caer a esa velocidad, en el agua, evitando el golpe
tanto con el fusil como con el bote. Todo dependía del buen impulso
y del arrojo mostrado por cada comando. Era una de las instrucciones en que más se hacía incapié, pues, de ser necesaria, se la emplearía en caso de un desembarco anfibio o toma de un objetivo cercano
en la playa.
–¡Listos sal!, -saltaba la primera pareja,
–¡Listos sal! -y saltaba la segunda, y así sucesivamente. Era un ejercicio coordinado supervisado directamente por el Comando loco.
Se impartieron muchas, pero muchas instrucciones, todas eran
registradas en el bitácora de Entrenamientos. Éramos más que un
equipo, sin temor a equivocarme, amigos, y, por qué no, hermanos,
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Edwin Ortega
dispuestos a dar hasta nuestras propias vidas en el campo de batalla.
Oficiales y tripulantes éramos los dedos de la mano, el puño llegaba
a simbolizar lo que nuestros predecesores y nosotros hoy lo habíamos
atesorado; valores militares en su más profunda expresión, mística,
orgullo y pasión por el fiel cumplimiento del deber. Todos éramos
soldados.
De la misma forma con que un gran amor se gesta con detalles,
paciencia y tiempo, la cohesión que existió en un grupo de Fuerzas
Especiales, sea como se llame: patrulla, célula, team, equipo de combate, escuadra, etc.; se basaba en largas jornadas de entrenamiento,
en participar de actividades cuyo principal matiz era el riesgo y la
adrenalina; en llevar a espaldas el mismo peso tanto el Comandante
como el último marinero, en substraerse de bajas pasiones como la
insana competencia, la envidia, el chisme, la deslealtad y peor el deshonor; en fomentar el espíritu de cuerpo, en liderar y ser liderado.
Fue un dar generoso, hasta el último aliento, siendo valiente, paciente, agresivo según el caso y demostrando transparencia en todos los
actos castrenses: con ejemplo que busca el bienestar de los menos
antiguos, sean éstos oficiales o tripulantes.
No fue sencillo alcanzar las metas planteadas, el sistema del batallón nos absorbió y recibimos ejemplo. El batallón fue mejor, todos
colaboramos con su engrandecimiento. Todos éramos comandos
pertenecientes al Batallón de Operaciones Especiales “Jaramijó”.
182
IX
El Complejo Camino del
Oficial de Marina
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Hacia Tierra Firme
La Sana Competencia...
M
e emocionaba saber que los oficiales de mi promoción habíamos sido designados para estudiar una carrera afín a
la naval. Éramos jóvenes ávidos por aprender. Muchos ya
estaban casados, sin embargo, la Marina había dispuesto que se den
todas las facilidades para poder asistir a clases. Estábamos en el tercer año de Tenientes de Fragata. Todos habían logrado especializarse en alguna de las ramas que ofrecía la Marina. De los diecinueve,
tres Infantes de Marina, cuatro pilotos navales, dos submarinistas,
nueve de superficie y un oceanógrafo, que seguía en el exterior perfeccionándose. Fue una decisión que nos benefició a todos. Los que
seguíamos en repartos fronterizos o embarcados en unidades operativas podíamos seguir los cursos a distancia. El único requisito, culminar con la carrera hasta el llamado al Curso básico de Comando
en la Academia de Guerra Naval, requisito de ascenso a Capitán de
Corbeta. En otras palabras, cada uno de nosotros tenía hasta nueve
años para obtener el nuevo título.
La gama de carreras era variada, no hubo barrera alguna. La
Marina sabía que contar con militares convencidos y preparados, a
la par de cualquier profesional, le permitía ventajas exponenciales.
Las carreras alternas eran accesibles. El requisito sin equanom era
asistir a las clases presenciales por lo menos dos fines de semana al
mes. Había flexibilidad para que alcanzáremos la meta. Mientras
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Edwin Ortega
recibíamos esta buena nueva, venían a mi mente las palabras de
Pancho Torres… trataba de reflexionar con equilibrio y ecuanimidad. ¿Por qué él había sido perjudicado?, ¿por qué ahora toda una
promoción resultaba beneficiada? Quizá el sistema que seguía nuestra Institución era el adecuado o quienes lo conformábamos éramos
los que lo hacíamos imperfecto y, a veces, lleno de falencias?, quizá
lo que vivió Pancho fue obra del destino y aquella beca no fue para
él pese a que se la mereciera? Habían pasado más de cuatro años
desde su partida, ahora vivíamos otros tiempos y estábamos rompiendo viejos paradigmas.
Estas disposiciones, más que un privilegio era el justo reconocimiento a la labor realizada, los primeros años, en las unidades operativas de la Armada. Había sido reconocida la entrega de sangre,
sudor y aliento. Fue la apología a la justicia y equidad. Dentro de los
dos primeros grados en la Marina, mucho de nuestro tiempo fue destinado a la capacitación y perfeccionamiento que, en franca armonía
con el servicio en las unidades de guerra, dábamos cuenta del afán
de superación y responsabilidad militar.
A diferencia de la suerte que corrió Pancho Torres, nosotros fuimos vistos como un “todo” dentro de las filas militares. Las oportunidades de preparación estaban a disposición de la promoción entera.
Paulatinamente y de acuerdo a cómo se presentaban las becas, los
“Corsarios” recibían disposiciones. Dentro de nuestras especialidades, en particular como Infantes de Marina, seríamos entrenados en
operaciones que abarcaban tierra, mar y aire. Los cursos en el exterior llevaban implícita la satisfacción de representar al país y dejar
en alto su nombre.
Haber cantado las letras del Himno Nacional e izado el Pabellón
por lo alto nos daba un orgullo especial. El sudor derramado en tierras lejanas significó también hacer Patria, demostrar que el Ecuador
tenía soldados a toda prueba, con profunda vocación militar y con
una base de conocimientos sólida, no desdeñable por ninguna fuerza
militar extranjera. Éste era el principal sentimiento que nos motiva-
186
Hacia Tierra Firme
ba como marinos probos a luchar codo a codo en cualquier latitud a
la que fuésemos enviados.
Independientemente del curso de combate, las opciones de conocer nuevas técnicas militares e implementarlas, generosamente, en la
Fuerza era uno de los principales objetivos. A pesar de que, en doce
o veinte semanas de arduo adiestramiento, el instinto de aprendizaje se veía limitado por el sueño, obteníamos fuerzas para captar
los conocimientos en forma no convencional, más pragmática, para
posteriormente recordarlos en el país bajo condiciones normales y
plasmarlos en los diferentes cursos de combate que eran auspiciados
por la Escuela de Infantería de Marina. No fue tarea fácil, ni siquiera
era una orden militar, era el espíritu noble sediento por compartir los
conocimientos y desarrollar un ambiente cosmopolita en cada entorno. Sabíamos que el mundo de la milicia tenía horizontes inexplorados y era nuestro deber, paulatinamente, alcanzar esa verdad en base
a un planificado entrenamiento con la implementación de nuevas
técnicas que en ultramar habían dado resultados en combate.
Tratar de adaptar algo nuevo en el esquema viejo requería mucho tacto y constante práctica en las horas de instrucción. Desde
la dicción hasta el empleo de tácticas implicaban la ruptura de paradigmas, especialmente al conducir una unidad de combate, sea
grande o pequeña. Muchos no querían asumir este reto, mas se lo
debía emprender, pues, era necesario ser coherente con lo que quería
la Institución de cada soldado y además, el sentimiento de gratitud
que nos embargaba al ser considerados representantes de la Armada
ante otras Fuerzas foráneas.
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Hacia Tierra Firme
Último grado como Oficiales Subalternos:
Tenientes de Navío
E
l tiempo había transcurrido tan vertiginosamente que todo se
había tornado muy disímil en el tercero y último grado como
oficiales subalternos: Tenientes de Navío. Nos mirábamos al
espejo, nuestro semblante era diferente, unos con algunos kilos de
más y otros mostrando un talante que expresaba varias jornadas
bajo el sol en las unidades operativas de la Marina. Independientemente de cuál haya sido nuestra labor, teníamos sobre nuestros
hombros dos barras doradas de catorce milímetros que se traducían
en una sola palabra: responsabilidad. El potencial y experiencia que
había crecido en nosotros debía ser revertida en productividad y
efectividad a nuestra Fuerza.
La tripulación nos veía diferente. Las expectativas de los superiores
se veían incrementadas. No era para menos, la Armada había invertido muchos recursos. No sólo en el campo académico, sino, más bien,
en el militar. Los cursos daban cuenta de nuestra preparación y del
enorme interés por engrandecer, cada vez más a la Marina. Nuestros
superiores, ahora, nos tomaban en cuenta dentro de la planificación.
La gran gama de responsabilidades nos instaba, inclusive, a perfeccionarnos en horas no laborables, unos en la parte técnica y otros
en la parte administrativa. La inclemencia con que el mundo se venía hacia nosotros determinaba que sigamos en la lucha diaria por
engrandecer a la Institución que nos vio nacer y que ahora nos veía
crecer. La globalización estaba inmersa en todas las sociedades, in-
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Edwin Ortega
clusive en las de carácter militar como las Fuerzas Armadas. Nuestro deber: estar a la par de cualquier otra, tanto tecnológica como
operacionalmente.
Muchos oficiales y tripulantes, debido a las circunstancias, colaboraban en aspectos logístico-administrativos, dando fluidez al
sistema y gestión a la labor. La planificación tomaba vida gracias a
ellos. Con otros, se mantenía el alto grado de alistamiento de las unidades operativas; sea navegando en superficie, inmersos en las profundidades submarinas, sobrevolando nuestro territorio o patrullando la frontera en operaciones conjuntas. Su intrépida labor permitía
que nuestra integridad y soberanía se mantenga incólume.
No todos disfrutaban de la abnegada labor. Pues, alejarse de los
seres queridos era el mayor sacrificio para cumplir con la delicada
misión. Pero el sistema estaba diseñado para que el aspecto familiar
prime a fin de mantener el bienestar del personal, oficiales y tripulantes. En efecto, las calamidades personales y situaciones de índole
familiar determinaban que, a veces, ciertos militares se acostumbrasen a estar en la Capital o el Puerto Principal, en detrimento de
aquellos que, desinteresadamente, cumplían los trasbordos lejanos
y sin objeción.
El servicio militar que para muchos se traducía en carrera de honor, para otros se había convertido en el statu quo costumbrista que
no anhelaban otra cosa que beneficios personales a costa de cualquier precio. En éstos, los valores se habían fundido en lineamientos
tenues cumplidos de vez en cuando, quizá para conseguir sus objetivos basados en fríos cálculos o para mantenerse seguros en el trasbordo de su conveniencia. Su mística, era ahora cúmulo de intereses
fraguados al son del perfecto conocimiento de un sistema que, a la
postre, les permitiría llegar más lejos de lo inimaginable. Su concepción de la carrera militar se basaba en que la Armada debía darles
toda la preparación académica disponible, pese a que no devengasen
el tiempo que permanecieron tanto en el exterior como en las instituciones educativas.
190
Hacia Tierra Firme
Mientras tanto, los otros, eran los soldados altruístas; quienes se
habían capacitado por sus propios medios y cuya vida se reflejaba
en un servicio desinteresado a tiempo completo. Habían sacrificado su cómodo status, se encontraban más convencidos que nunca,
profundamente motivados y esperanzados en el futuro prometedor
que tanto anhelaba la Institución Armada y la Patria. Su concepto
de honor abarcaba no solo vestir con dignidad el sagrado uniforme,
sino ejercer un trabajo real y profundo en la unidad a la que fuesen asignados. Su noble corazón jamás les permitiría contemplar a
la Fuerza como una empresa de réditos. Atesoraban poder sentirse
conductores de sus tropas con la satisfacción de ser testigos y partícipes del crecimiento técnico y militar de su Fuerza. Se regocijaban
con el simple hecho del deber cumplido, mientras que los otros, pocos, ansiaban más y más.
Cada día nos instábamos a luchar contra nuestras propias debilidades. Queríamos dar a conocer lo que hacíamos, mas nos atacaban propagandas que, en muchos casos, trataban de desprestigiar
nuestra labor. Críticas que venían, inclusive, desde las más altas esferas de la sociedad civil. Esto determinó que comenzáramos abrir
las puertas de nuestras unidades y mostrarnos tales como somos y
obramos. Era nuestro turno para una difusión objetiva. Informar a
todos y cada uno de los compatriotas de nuestras actividades. No podíamos seguir impávidos ante la avalancha, muchas veces invisible,
de las diatribas insanas, cargadas de ignorancia sobre la real labor
del soldado ecuatoriano. La imagen institucional transparentaba los
eventos. No éramos la institución de los secretos ni nada que se parezca. Sólo aquella información que atentase contra la seguridad de
nosotros mismos o la del Estado era calificada. Sin embargo y a pesar del afán que todos conozcan a la Marina de Guerra, seguíamos a
veces en medio de la maraña intransigente cuando se negaban a ver
lo que la mayoría veía: una noble Institución al servicio de la Patria.
No sólo aquella era la lucha diaria, habrían otras que se librarían
puertas adentro.
191
Edwin Ortega
Siempre fuimos disciplinados jerárquicamente. La frase de “observar siempre de la visera para abajo” tratábamos de seguirla al pie de la letra. Sin embargo, habían hechos que, por simple sinergia o simpatía,
nos afectaban. Sacábamos nuestras propias conclusiones, pero con
una peculiaridad, eran unipersonales. No podíamos ser deliberantes
y menos aún apegarnos a alguna filosofía particular. Los principios
militares eran tan verdaderos y únicos que nuestra lealtad desinteresada era con aquellos, los que nos enrumbaban por el sendero del
diario vivir castrense. La objetividad debía prevalecer sobre todas las
afinidades emocionales o intereses personales.
La disciplina era la base y sustento de la Fuerza. Para capear
cualquier injusticia teníamos normas que delineaban el proceder en
toda instancia. Muchas veces el camino era tortuoso, lo que motivaba a que, cuando se seguía el órgano regular, el menos antiguo
pierda la esperanza de hacer prevalecer sus derechos; más aún,
cuando su reclamo estaba apegado a la verdad. La lucha por ésta no
implicaba garantías de triunfo, pero más valía seguir con el honor
de haber agotado hasta el último de los recursos de la normativa
vigente antes que seguir inertes en medio de un sistema de justicia,
virtualmente obsoleto.
Los oficiales que cumplíamos tareas operativas teníamos doble trabajo: mantener la gestión administrativa del departamento
y liderar la comisión que se nos fuere asignada en el campo. Este
dualismo, ser oficial operacional y administrativo a la vez, traía sus
consecuencias.
Ya como oficiales Jefes de Departamento y/o Comandantes de
Compañía las responsabilidades comenzaban a fluir. Las actividades
diarias y la relación con el personal eran parte del sinnúmero de vivencias de la cotidianidad. Estas relaciones, como en toda empresa,
sufrían alteraciones. No podían ser iguales y menos ideales. Como
Institución militar, nuestro comportamiento era guiado por normas
y reglamentos. En efecto, apegarnos a ellos no siempre era la mejor
solución. Para muchos era la vía más corta y efectiva; para otros,
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Hacia Tierra Firme
“mandar el hacha” generaría mayores problemas, especialmente
cuando existían inconsistencias de liderazgo y falta de conocimiento
del propio entorno de trabajo.
La disciplina era uno de los valores más conservados y cuidados
dentro de nuestras filas. “El prescindir de ella llevaría a extremos insondables y nunca antes conocidos” decía la vieja filosofía militar. Su juicio
actual conllevaba a que todos hagamos conciencia de su capital importancia, de otro modo vendría la incontenible anarquía militar en
la que primaría el libre albedrío de los superiores y el abuso de los
subordinados.
Venían a mi mente las palabras del viejo marino de la biblioteca…
“Jóvenes oficiales, no permitáis que la noble Marina caiga en la encrucijada de
la inercia militar, valores militares casi obsoletos que nadie seguirá; en donde la
única solución será ir a las raíces, observar lo que realmente está ocurriendo en las
escuelas de formación, tanto de oficiales como de tripulantes. No podemos llegar
a la absurda conclusión de que el simple cumplimiento del deber, muchas veces en
forma mediocre, nos garantice seguir en buen rumbo la carrera; sin embargo, éste
“facilismo” que se yergue y que ojalá nunca llegue, será arma de doble filo. Los
comportamientos de deshonestidad, deslealtad, inclusive, la falta de honor deberán
ser castigados bajo el máximo rigor. Nunca podréis permitir que los roles de Fuerzas Armadas sean direccionados a otros objetivos y matizados con la innegable
participación de los tentáculos de la política. Si esto llegase a ocurrir, creedme, la
motivación de la “guerra” se convertirá en una utopía, y los marinos existiremos
sí, pero bajo un abismal cambio de concepción”.
Lo seguía recordando, como vívido episodio “…El hecho que la
mayoría de vosotros estéis dedicados en un gran porcentaje a aspectos administrativos no podrá ir nunca en detrimento de vuestra razón de ser: estar preparados
para una futura confrontación. Efectivamente, podéis enmarcaros en las actividades de tiempo de paz; esto es optimizar la logística, el personal, inteligencia y
comunicaciones de la fuerza; a más, sin duda alguna, de las tareas propias que coadyuvan al engrandecimiento de la Patria como las de propender al desarrollo nacional;
empero, requeriréis de un equilibrio entre lo que debéis hacer y para lo que debéis estar
entrenados…”.
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Edwin Ortega
La esperanza estaba latente, los valores que profesábamos, puertas adentro, debían ser el eje de nuestro actuar. Al menos tratábamos
de que así fuese. El servicio de guardia era nuestro deber cada cierto
período de tiempo. Dependía de las órdenes dadas por el Comandante y del número de oficiales que disponía cada Unidad. Velar por
el cumplimiento del régimen diario y por la seguridad del reparto
implicaba una gran responsabilidad. El Oficial de Guardia, tanto a
bordo como en tierra, hacía las veces del Comandante de la Unidad
en su ausencia. Por más grande o pequeño que fuese un Reparto Naval las obligaciones estaban a la orden del día. Todas las actividades
funcionan amparadas en un régimen. Muy bien cabía la palabra que
siempre nos recordábamos al asumir la guardia: “Honor”.
A bordo, durante las navegaciones, ser Oficial de Guardia implicaba una responsabilidad mayor. Mientras la guardia franca descansaba, quienes estaban al servicio tenían una gama de actividades.
Cada marino profesional en su área, sea el puente de gobierno, en
máquinas, en control de averías, en el centro de información de combate, etc. Como rezaba la frase con que nacimos en la Escuela Naval
“cualquier debilidad humana podrá arrastraros al deshonor”. No podíamos
cometer errores que vulneren la seguridad tanto del personal como
del material. Había ejercicios en donde los zafarranchos determinaban el porcentaje de guardia en el buque, no obstante, en la mayoría
de ejercicios, el cien por cien del personal era empleado.
Mientras tanto, en el cumplimiento de misiones de Infantería
de Marina, la patrulla o pelotón se convertía en un todo en el que
el Comandante ejercía control de su movimiento. La doctrina no
daba para que se designe un Oficial de Guardia, pues, en el avance,
avanzábamos todos; en otras palabras, no teníamos relevo y la guardia la hacíamos todos. De acuerdo al Plan de Patrulla o en la planificación interna de cada unidad subordinada se preveían puntos
de descanso o puntos de reorganización en ruta donde era posible
descansar de acuerdo al plan. Sin embargo, cuando se establecían
posiciones defensivas o puntos de control, era potestad del oficial
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Hacia Tierra Firme
o tripulante más antiguo disponer del porcentaje del personal para
la guardia en base al nivel de seguridad existente y a los factores
propios que afectaban, en particular, a cada Unidad. Las misiones
que ejecutaban los pilotos eran largas y riesgosas. Sobrevolar el mar
territorial demandaba de ellos paciencia, profesionalismo y arrojo.
La subordinación al comando de una unidad, grupo o Fuerza de Tarea, hacía que estén siempre prestos al cumplimiento de las órdenes
emanadas por los superiores. De ahí el trabajo coordinado en franca
armonía con las unidades de Infantería de Marina en tierra y las
unidades de superficie en la mar.
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196
Hacia Tierra Firme
Más allá de la Justicia
N
o todos los días eran iguales; a pesar de vestir el mismo uniforme cada uno era un mundo diferente, las expectativas y
anhelos variaban, inclusive, entre las promociones. Las políticas que establecía el Mando eran diferentes de período en período
y por ende las alternativas al perfeccionamiento.
Lenín, mi compañero de especialidad y un año menos antiguo,
molesto y visiblemente estresado comentaba:
–Luis, quiero estudiar, es cierto que la Marina ha gestionado mi
Ingeniería Naval con la Politécnica, ya pasé parte de mi tiempo en
las corbetas devengando. Sabes, amigo, estoy convencido de que por
más brillante que haya sido mi obtención del título y mi trabajo en
la Escuadra Naval, existe algo más, algo que esta fuera de mí, de mi
círculo intrínseco de valores y que va hacia a uno nuevo y el cual
jamás lo he sondeado. Luis, te hablo de la “grupos”. Dicen que es
necesario formar parte de ellos para que tu capacidad se catapulte.
Ergo, más allá de un concepto consuetudinario, es la realidad que se
vivía dentro de las instituciones. Recuerda que antes nos inspirábamos en el transparente proceder de nuestros superiores; hoy muchos
han optado, llegar primero al círculo de influencia y ver si, a través
del agrado personal, obtener resultados.
Yo anotaba:
–Inclusive hay libros que lo recomiendan.
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Edwin Ortega
Lenín insistía:
–Pero cuán peligroso es este actuar dentro de una Institución en
donde priman los reglamentos, las normas; estamos apoyados en un
sistema de competencias que debería ser sana en base, específicamente, de méritos y libros de vida objetivamente llevados.
–La respuesta es muy compleja camarada -acotaba, más aún
cuando la relación dentro de Fuerzas Armadas es símil a la de
una familia: lenín, un tanto más introspectivo continuaba en tono
exhortante:
–Las equivocaciones que un oficial pueda tener en una Unidad,
de hecho le repercutirán en la gestión a lo largo de las otras, principalmente en las relacionadas a su especialidad. Todo es sinergia hoy
en día, de eso no hay duda Luis.
Nuestro diálogo más se había supeditado a verter conceptos filosóficos que a encontrar una real solución al problema subyacente en
Lenín. Por mi parte yo me había limitado a escucharlo, sus palabras
estaban tan cargadas de emoción y a la vez de sufrimiento y juicios
de valor. Estaba dolido con el sistema, sentía que su esfuerzo no era
retribuido, que lo de él iba más allá de ser un oficial común, el anhelaba prepararse más y más, y cómo lo conocía desde que teníamos
doce años, sabía que si la Armada lo seguía becando en sus estudios,
era una inversión en terreno fértil. Él siempre quiso participar en una
Marina más moderna, quizá no tanto dentro del aspecto operativo
como era el caso de otros, sino más bien dedicando su capacidad a
la innovación, a darle todo su potencial intelectual y evitarle, al igual
que mucho otros ingenieros con vocación, el derroche de millones
de dólares en mano de obra y cerebros extranjeros. Lenín era de
ellos, de los convencidos en su ciencia y que la Armada se merecía
oficiales altamente capacitados que se motivaren en servir en lo operativo y en lo técnico, oficiales que conocieran el trabajo de campo y
que fueran vivo ejemplo para sus subordinados. Sin embargo, tenía
razón, estaba sufriendo los “desafectos”, propios en cualquier medio
de trabajo.
198
Hacia Tierra Firme
–Luis lo único que quiero que sepas es que estoy buscando otros
horizontes fuera de la Institución, yo no sirvo para esto, yo creía que
en la Marina había justicia.
A lo que repliqué abrumado pero decidido:
–Hermano, claro que la hay, tenle fe, somos parte de ella, hemos colaborado con su engrandecimiento, no te rindas. Los hombres somos pasajeros, la Marina es eterna, es cuestión de tiempo.
Más temprano que tarde constatarás como nuevos líderes verán en
ti un potencial, cierto es que tendremos que afinar un poco nuestra
habilidad en relaciones humanas, no hay duda de ello; sin embargo
es mucho más cierto lo que tú has gestado, tu capacidad, tu título, tu
dedicación en las corbetas, sigue adelante, solo un poco de paciencia
y observarás como vendrán a ti alternativas nuevas y positivas. Tú
lo puedes hacer; empero, jamás debemos perder la fe en nosotros
mismos, la Fuerza está aquí dentro. -ponía levemente mi mano a la
altura de su corazón.
–Recuerda lo que aprendimos cuando cadetes, a los doce años de
edad: “No te sientas vencido ni aún vencido, no te sientas esclavo ni aún esclavo,
trémulo de pavor piénsate bravo, y arremete feroz ya mal herido. Ten el tesón del
clavo enmohecido que aún viejo y ruin vuelve a ser un clavo, y no la cobarde intrepidez del pavo que amaina su plumaje al menor ruido. Procede como Dios que
nunca llora o como Lucifer que nunca reza o como el robledal en cuya grandeza
necesita de agua y no la implora, aunque muerde y vocifere vengadora ya rodando
por el polvo su cabeza”1
Lenín me observaba muy fijamente, era yo, su amigo, quien le
estaba hablando, no tenía otra alternativa que escucharme.
–Luis tengo que irme, el deber me espera, estoy impactado, no
creí que luego de tantas cosas que te han sucedido sigas como el primer día que vestimos uniforme, vocacional y místicamente maduro,
fuerte, convencido; si la vida es sinergia, compañero te agradezco, he
recibido de ti un mensaje muy claro: soy militar por pasión y convic1. Frase que utilizamos en las filas militares para motivarnos y no decaer en cualquier actividad emprendida: ALMA FUERTE.
199
Edwin Ortega
ción, soy la Marina y la Marina está en mí. Gracias. Nos dimos un
fuerte estrechón de manos y la típica palmada en la espalda con la
que un amigo le dice al otro: prohibido renunciar, el éxito está ya en
cada uno de nosotros.
Estábamos conscientes que el término justicia era más una quimera que una realidad; que hasta las instituciones de mayor credibilidad como la Marina podían sufrir quebrantos y atentados hasta en
sus principios más sagrados. La justicia era eterna y universal, fuimos
nosotros quienes a lo largo del tiempo y de acuerdo a las circunstancias, voluntaria o involuntariamente, comenzamos a resquebrajarla. El diario proceder incluía una noble y sincera retroalimentación
para tratar de no volver a cometer errores pasados, especialmente
aquellos que causaban daños colaterales.
Las amonestaciones verbales eran normales en un medio tan rígido como el militar. Pocos años antes la disciplina se enmarcaba, sino
en el fiel cumplimiento del reglamento, en la prusiana formalidad
de la inflexible manera de exigir a los subordinados el ejecútese de
las actividades estipuladas. Nuevamente traíamos a colación aquellas
tardes de biblioteca, cuando Alféreces de Fragata, el veterano Comandante “nos instaba:
...Muchachos, ¿han pensado como adaptarse a los nuevos cambios?, si verdaderamente estarían cambiando las cosas para bien, ¿como saberlo?, -¿quizá a
través de décadas de experimentación y retomando la historia se podrían entender
y rectificar los errores del presente? Las llamadas de atención que existan en vuestras unidades deberán ser razonables y justas, buscad, sobretodo, las habilidades
y potencial de vuestros subordinados. Deberá haber un real mea culpa que halle
pronto la génesis del problema. Por mi parte, este viejo hoy, llegó a entender que
la vida militar estaba cambiando, que el ¡atención firm! de hace pocos años ya
no era el mismo del ahora, que la mano a la visera, símbolo de cortesía militar
y de energía, ya no era más que un simple formalismo y que su ejecución evitaba
una tibia sanción. Que el estruendo de una dura cuadrada tres pasos al frente del
superior era reemplazado por el acercamiento casi de igualdad de rangos, tanto
entre oficiales y tropa, unos con otros y viceversa. Era una confrontación casi dia-
200
Hacia Tierra Firme
ria de tradiciones militares, más las tradiciones se estaban tornando en historia
sin retorno...”
Siempre fue duro en sus aseveraciones. En varias ocasiones demandaba de nosotros deducir conceptos que aún no se vertían en
nuestras mentes y menos aún hechos ante nuestros ojos. Las vivencias aún no habían sido experimentadas. Sin embargo, tratábamos
de entenderlos para, a partir de una reflexión meditada, proyectarnos a la praxis de los valores militares en la cotidianidad.
Sosegados quedábamos tras cada uno de sus sortilegios, el mensaje sería que, pase lo que pase, no perderíamos las formalidades,
cueste lo que cueste nos esforzaríamos en no perder lo escolástico de
lo aprendido.
Carlos, amigo y colega de armas me decía con aires de estoicismo:
–Luis, en el fondo estoy convencido que podrán mantenerse los
valores militares, que la mística militar no morirá; no obstante, esto
implica irse en contra de ciertas costumbres, hoy cómodas, enquistadas en el sistema militar. Será un trabajo minucioso, comenzando
desde la exigencia a uno mismo. El efecto multiplicador de su influencia llegará al resto de soldados de mi entorno. A final de cuentas
la milicia es eterna. Agregué a sus palabras: –Carlos, será un trabajo
de hormiga, pero alguien tendrá que hacerlo.
Sus conclusiones fueron valientes y oportunas. Su ser, simplemente, irradiaba ese espíritu que se había forjado desde la Escuela Naval
y que hasta esos días se mantenía inmutable.
201
X
Proyección Militar
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204
Hacia Tierra Firme
E
l mundo, a ritmo incesante, no da tregua en su dialéctica,
hace que nosotros mismos estemos obligados a vislumbrar
nuevos horizontes en la carrera de las armas. Este reto tenemos que asumirlo y proyectarnos institucional y profesionalmente,
inclusive, más allá de nuestros límites nacionales; hacia otros mares a
fin de cumplir con la filosofía solidaria plurinacional asumida por la
política internacional de nuestro Estado.
Misiones de paz implicaba más que eso: el servicio al prójimo,
independientemente que esté o no dentro de nuestros límites. Es
una oportunidad para entender, a través de otras culturas la vida
humana, que otro ni nos hubiéramos imaginado: conocernos a través de los demás, del conflicto, de la fraternidad, de la coparticipación. Hoy por hoy, el servicio militar no sólo se enmarca en el
contexto de nuestras fronteras. Pronto el concepto de “contingente”
o de “observadores militares” vendría a nosotros de manera imprevista. Nuestra labor se encamina al cumplimiento de las tareas que
la Fuerza nos asigna. Sin embargo, Naciones Unidas abre caminos,
a través de convenios con cada país miembro, a los militares que
quisieran servir más allá de sus fronteras. Durante doce meses fui
destacado junto con un oficial de la Fuerza Aérea a servir en la
república de Liberia, África Central Oeste, en calidad de observadores militares.
Las expectativas iban más allá. El curso de misiones de paz que
imparte el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas le capacita
al observador militar o al peacekeeper para cumplir con solvencia
205
Edwin Ortega
las futuras actividades en misión. No obstante, la mayor motivación
radicaba en conocer y participar de las operaciones de ultramar que
ejecuta Naciones Unidas en varios países del mundo. Liberia, un país
pequeño de aproximadamente de 111370 Km2 y con tres millones
y medio de habitantes, durante los últimos años se vio afectada por
dos largas guerras civiles que dieron inicio en 1989 y terminaron
en 2003. A partir de este año Naciones Unidas, representada por el
Consejo de seguridad, decide apoyar la aplicación del acuerdo de
cesación del fuego y el proceso de paz.
Básicamente, el esfuerzo principal estaba encaminado a proteger
la población civil, apoyar la asistencia humanitaria y, en materia de
derechos humanos, apoyar la reforma de los cuerpos de seguridad
nacionales, incluidos el adiestramiento de la policía civil y la constitución de un nuevo cuerpo militar reestructurado.
La expectativa de viajar al continente africano me hacía reflexionar sobre un país donde más del noventa por ciento de sus habitantes
son de raza negra, con una gama de culturas y etnias visiblemente
diversas. En efecto, muchos países mantenían sus tradiciones ancestrales evitando la despersonalización cultural a manos de la modernidad. Paralelamente, Naciones Unidas se encontraba ejerciendo
operaciones de mantenimiento de paz en otras ocho naciones africanas. La misión representaba un honor de servicio solidario por parte
de los ecuatorianos destacados en ultramar. Quedaba abierta la duda
de qué realidad estaban enfrentando los países africanos emergentes en el decurrir de este nuevo siglo y cómo llegar a determinar la
esencia misma de la labor que ejecutaban los militares en misiones
de paz.
Desde el cielo podíamos apreciar cómo se iba pintando una gran
naturaleza verde que, contrastaba con, los líquidos espejos de los
ríos, lagos y pantanos generosos, esparcidos por doquier. Liberia se
caracteriza por ser un país nutrido de recursos naturales. Sus selvas
vírgenes son matizadas por las inmensas vertientes de agua producto
de la alta pluviosidad.
206
Hacia Tierra Firme
Los diamantes, el caucho y el oro eran los recursos más explotados.
El gobierno liberiano, después de haber sufrido la catástrofe de las
guerras, fue sancionado por las Naciones Unidas y todas sus exportaciones se vieron afectadas. Las grandes compañías extranjeras aún
mantenían la hegemonía, especialmente, en áreas como el caucho y
los diamantes, ahora legalizados, en su producción y exportación.
La vida en las áreas urbanas no distaba mucho en parecerse a las
rurales. La falta casi total de servicios e infraestructura básica impedía un crecimiento sostenido de la sociedad. Enfermedades como la
tifoidea, diarrea y malaria eran comunes en todas las edades. Las paredes de las casas, edificios, inclusive iglesias, daban testimonio de los
horrores de la guerra. Los orificios, ofensas de la munición utilizada
en contra de la población civil, los calibres diseminados por doquier,
hogares que en la desesperación de evitar ser saqueados habían colocado concertinas en volúmenes exorbitantes sobre sus muros. Todas las puertas parecían fortalezas, habían sido construidas de hierro
reforzado y todas las ventanas eran de madera, era rara la casa que
disponía de vidrio hacia los exteriores. La palabra color había sido
olvidada de entre sus habitantes, no había estructura alguna, salvo
la empresa de caucho Firestone y la Coca Cola que permanecían intactas en medio del caos y conservaban aún los colores del marketing
impregnados sobre muros y paredes.
Siendo observadores militares de las Naciones Unidas estábamos
obligados a cambiar la munición por la palabra diálogo, la fuerza por
la concertación y la paz, hermosa experiencia. En buen romance, de
soldados entrenados para el fragor de la batalla nos convertíamos en
mediadores de la paz. Las patrullas de combate se transformaban
en largas jornadas, movilizadas en vehículos cuatro por cuatro o a
bordo de los helicópteros ucranianos, dispuestos a llegar a los lugares
más recónditos a fin de obtener información de lo que estaba ocurriendo en el área de nuestra responsabilidad. El factor idioma ya
no era una mera herramienta de intercambio cultural, era el arma
vital del observador militar. En Liberia el idioma oficial era el inglés
207
Edwin Ortega
liberiano y aquello que parecía inentendible, era tan solo la manera
peculiar de pronunciar las palabras por parte de los liberianos. Nos
debíamos hacer a su dialecto.
Ganarnos el afecto de quienes habían sufrido años atrás el embate de las guerras intestinas era parte de nuestro trabajo. Los ajenos
a aquella sociedad tan especial éramos nosotros y por ende, teníamos que hacer una metamorfosis cultural y social, sin perder de vista
nuestras raíces, durante el tiempo establecido para desempeñar con
eficiencia el trabajo como observadores militares.
En las patrullas aéreas sobrevolábamos los distintos condados de
Liberia. Muchos sectores eran ajenos a la modernidad, solamente la
capital, Monrovia, apenas se veía influenciada por los signos propios
de la globalización mundial. Desde el aire se divisaban comunas que
vivían aún en la era agrícola. Sus casas de adobe y techo de paja daban la impresión de que lo más importante era sobrevivir cada día;
lo hacían a través de la caza, de los cultivos en sus granjas, criando
animales domésticos y la pesca. Era infaltable en su “chop chop1” la
cassava o yuca. Los sobrevuelos, a más de dar un panorama general
de los recursos naturales de Liberia y modo de vida de sus habitantes, especialmente, en las zonas rurales; daba a notar cuan hermoso
era este país. La fauna y la flora se mantenían casi vírgenes, en su
gran mayoría endógenos. Las copas de los árboles, cedros gigantes,
se convertían en testigos silenciosos al paso de los implacables MI24 y MI-8, fabricados en la antigua Unión Soviética y que, según
nuestros camaradas pilotos, habían operado en la campaña llevada
a cabo por los rusos en Afganistán. Cada vuelo se convertía en una
aventura diferente. El cuadro meteorológico en esta zona africana se
caracteriza por ser inestable, por lo que, en más de una ocasión, tuvimos que quedarnos en tierra, ya sea en los pueblos o en alguna zona
inhóspita, debido a la falta de visibilidad. También se divisaban las
dos autopistas de primer orden, al menos alguna vez lo fueron. Estas
comunicaban a Monrovia con los pueblos grandes de Ganta, Gbarn1. Modo en que los liberianos llamaban a los alimentos.
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Hacia Tierra Firme
ga, Tubmanburg, y Roberts, donde se encontraba el aeropuerto internacional. El resto de caminos eran de segundo y tercer orden que,
durante gran parte del año, pasaban destruidos e inoperables debido
a la época invernal.
Durante las entrevistas lográbamos palpar la realidad de los liberianos. El trauma sufrido durante la guerra había dejado graves
secuelas, especialmente a nivel psicológico. Su proceder muchas
veces aparentemente normal, enmascarado por una simulada sonrisa, tarde o temprano se desvanecía, develando el verdadero status
que imperante: la agresividad. En ocasiones, su innato comportamiento hacía que nuestra labor se torne más difícil, pero no menos
interesante.
Las ONG (Organizaciones no gubernamentales) y algunos departamentos de Naciones Unidas como UNDP (Programa para el
Desarrollo por las Naciones Unidas) y la Cruz roja llevaban sobre sus
hombros la gravitante tarea de orientar a la juventud y niñez liberiana a mejores días. Gran cantidad de programas eran emprendidos
en pro de un horizonte más humanizado para este hermoso país que
había sido casi destruido por las guerras civiles y por la corrupción
político-militar.
El proceso de desarme DDRR fue uno de los más importantes y
laboriosos. Llegó a feliz término cuando más de cien mil ex-combatientes se acogieron al plan de desarme, desmovilización, rehabilitación y reintegración.
La deforestación era mínima, especialmente en zonas en donde
se suponía no había diamantes ni oro. Un gran porcentaje del país
estaba destinado a los cultivos de caucho. Las transnacionales aprovechaban pactos comerciales de antaño para mantenerse activamente dentro de Liberia y seguir exportando sus recursos naturales
a países desarrollados.
Solamente desde un punto de vista geopolítico se podía, quizá,
llegar a entender parte del problema que afectaba a Liberia, entendiendo de por sí que la palabra “Estado” funcionaba a medias y que
209
Edwin Ortega
la mayor parte de la riqueza se iba a ultramar o se repartía entre pocos, especialmente entre las familias que detentaban el poder político
del momento.
En los pueblos aún se consideraba, como la máxima autoridad,
al hombre de mayor experiencia y muchas veces el que tenía mayor
edad. Lo llamaban el Clan Chief y era la autoridad que resolvía los
problemas legales, políticos y sociales de su jurisdicción.
La falta de patrullajes por parte de las autoridades policiales LNP
(Liberian National Police) hacía que en la mayoría de casos, por no
ser todos, se tome la justicia por propias manos. Las masivas campañas que Naciones Unidas y las ONG realizaban en contra de cualquier tipo de violencia intra-familiar y del abuso a la mujer habían
dado resultados positivos. No obstante, de ser el caso, los castigos que
la misma sociedad liberiana imponía a sus infractores contemplaban
desde el confinamiento del acusado hasta la flagelación de la mano o
escisión del miembro viril, dependiendo del delito cometido.
Por tradición se practicaban las ceremonias de antaño que daban a las nuevas púberes el status de señoritas, listas, en cualquier
momento, para casarse. Entre estos rituales, no en pocas ocasiones,
la mujer era mutilada su clítoris, particularmente por la creencia de
que a través de esta práctica se limitaría los embarazos ostensiblemente y el control de natalidad sería mucho más efectivo. Sin embargo, el panorama presentaba otra versión, mujeres menores de edad
(dieciocho años) embarazadas, lo que se traducía en la mayor tasa de
natalidad dentro de los paises africanos.
Durante los morning briefing cada oficial daba cuenta de las actividades y de las patrullas ejecutadas el día anterior. Eran momentos
en que el team leader2 establecía las políticas que se llevarían a cabo
en su comando. La gran gama de nacionalidades en los oficiales hacía aun más interesante el trabajo en común. En los primeros meses
todo parecía un mundo extraño, pero con la práctica diaria y las
relaciones interpersonales todo se iba facilitando.
2. Comandante de un destacamento de observadores militares (team site).
210
Hacia Tierra Firme
–Capitán, coménteme ¿dónde se encuentra ubicado Ecuador? -señalaba el oficial de Bangladesh mientras colocaba su mano sobre el
mapa.
–En cambio yo sí sé donde queda su país, mi Mayor -reponía con
un sentimiento de extrañez al darme cuenta de que misiones de paz
era la plataforma ideal para llegar a conocer más de cada nación. El
Ecuador en aquellos días tenía observadores militares prestando servicios en tres países y una compañía de ingenieros como contingente
militar en uno; mientras que Bangladesh, un pequeño país asiático,
participaba en operaciones de mantenimiento de paz en más de diez
misiones a lo largo de tres continentes.
En la sala de operaciones, los observadores militares de mi team,
de más de dieciséis nacionalidades, le declarábamos la guerra al idioma y cada uno quería comunicarse con sus seres queridos a la distancia en su lengua natal, sea como fuese, la intención era escuchar
a esposas, padres e hijos.
Por internet, celular o por línea telefónica, que no siempre proveía Naciones Unidas se pronunciaba el chino, el bangla, el urdu,
el ruso, el ucraniano, el rumano, el serbio, el francés, el nigeriano,
el checo, el polaco, el español, el guaraní, el malasio, el etíope, el
árabe, el ghanés, el inglés africano, el coreano; es decir, se escuchaba
una variedad de idiomas y dialectos que, esta bable de solidaridad,
terminaba por enriquecernos culturalmente unos y otros. Una vez
culminadas las patrullas debíamos llenar la base de datos, cuya información era de suma importancia para el Cuartel General que se
encontraba en la capital Monrovia. Naciones Unidas encaminaba
su esfuerzo a diferentes pilares con el fin de tener un cuadro actualizado de lo que realmente ocurría en el país. Entre otros: recursos e
infraestructura, capacitación de la juventud, facilidades educativas,
actividades de salud y desarrollo, ex combatientes, recursos naturales
y agricultura.
Haber conocido nuevos ejércitos y nuevas culturas e ignorados horizontes, hizo de nuestra estadía la motivación diaria para seguir ade-
211
Edwin Ortega
lante y sobretodo la fe y esperanza del pronto reencuentro. Sin el apoyo en la sapiencia y fe Divinas todo hubiera sido misión imposible.
Estos meses en la vida de un observador militar significaron años
en la vida de nuestras familias. Quizá fue algo irrecuperable, pero
el esfuerzo mancomunado de esposa, familia e hijos fue el mutuo
soporte que logró palear la lejanía y los momentos no vividos. El
Ecuador fue generoso al enviar observadores militares a lugares tan
agrestes y lejanos. Fuimos conscientes de este desafío; sin embargo,
se lo supo capear con la formación militar y el afán ilimitado de servicio a la Patria y humanidad.
Así, de a poco, se va forjando la biografía de un velero hacia
tierra firme.
212
Hacia Tierra Firme
Epílogo
F
recuentemente pensamos que la carrera de las armas, ya sea
como oficial de la Fuerza Terrestre, Naval o Aérea, implica un
ascenso social. Nos preocupamos constantemente de, no pocas
ocasiones, realizar cálculos fríos de lo que vendrá en el futuro inmediato o lejano. Tratamos de “mover las fichas” del juego a nuestra
manera. No obstante, el tiempo pasa y muchas de nuestras energías
se van almacenando para algo que quizá nunca llegue o que, por una
u otra causa, se vea truncado. Por ello, me he permitido escribir este
libro, con el único fin de mantener viva esa llama cuya flama llegó
a su máximo esplendor cuando obtuvimos nuestro primer rango. Es
cierto que esa llama va sufriendo el efecto de fuertes ventarrones y
quizá en muchos casos se logre extinguir. En efecto y dentro del contexto, mi intención es, a través de vivencias personales y ajenas, dar a
conocer que sí se puede mantener viva esa llama, y más aún alimentarla y avivarla con la única fórmula de éxito: el servicio diario y desinteresado basado en una vida militar plena de virtudes y mística.
El entorno de la milicia posibilita que conforme vayamos avanzando en los grados jerárquicos adoptemos una serie de comportamientos, muchos, producto de la madurez emocional y militar; otros,
como medio para alcanzar las metas individualmente planteadas.
Sin embargo, éste progresismo debe balancearse con los objetivos
planteados en nuestros primeros pasos, jamás perdiendo de vista que
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Edwin Ortega
el honor de ser soldado implica un todo en el complejo axioma que
ser militar es sinónimo de deber patrio.
Finalmente quiero no a manera de mensaje, sino más bien de
reflexión, dar a conocer estas palabras que han sido mi o nuestro baluarte en el diario vestir del uniforme y que fueron entrañablemente
aprendidas en la gloriosa Escuela Superior Naval “Cmdte. Rafael
Morán Valverde”:
“El buque de guerra es un claustro heroico, no entréis en esa religión sino os
sentís con la vocación sublime, pues mientras seáis allí depositarios de la bandera
de la Patria, cualquier debilidad humana podrá arrastraros al deshonor”.
214
Índice
Palabras Iniciales ___________________________________
9
I.
II.
Un Recuerdo Necesario, Doloroso y Aleccionador __
Formación Básica Militar _____________________
11
27
III.
Navegante _________________________________
71
IV.
V.
Tradiciones Navales, Historia y Legado __________
Atentados al Sistema _________________________
87
95
VI.
Fuerzas Especiales Filosofía Profesional __________ 109
VII.
VIII.
IX.
Autoridad Marítima__________________________ 161
La Práctica Diaria del Ser Militar _______________ 169
El Complejo Camino del Oficial de Marina _______ 183
X. Proyección Militar ___________________________ 203
Epílogo __________________________________________ 213
215