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sumario
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ANo II // Nro. 3 // Setiembre - Octubre, 2014.
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NARRATIVA
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>> Carolina Lubrano (Buenos Aires) / «Alcantarilla» /
«El ojete de Munch» [5]
>> Mariana Travacio (Rosario, Argentina) / «Certeza de lo Inmóvil»
>> Bruno Ribeiro (Brasil) / «Avenida 7»
>> Guillermo Marín (Buenos Aires) / «Selfie»
>> Milagros Sefair (Buenos Aires) / «El héroe suicida»
>> Lucía Domíniguez (Montevideo) / «Decisione, momentos, errores»
>> Álvaro Calafat (Montevideo) / «El ídolo de Sagitario»
>> Paulina Juszko (Buenos Aires) / «De chorros, atracos y otras yerbas
(menos marihuana)»
>> Iván Pan (Canelones) / «Fuego en lo de Don Alfonso»
>> Federico Girón (Buenos Aires) / «Polenta con Nueces» [24] «
>> Juan Andrés Acosta (Uruguay) / «El Oso»
>> Nahuel Sánchez (Buenos Aires) / «El jean le aprieta la feresa...»
[6]
[10 ]
[ 11 ]
[ 12 ]
[ 13 ]
[ 15 ]
[ 18 ]
[ 19 ]
[ 23 ]
[ 26 ]
[ 28 ]
ENSAYO
[ 29 ]
>> Carlos Daniel Tellechea (Montevideo) / «La defensa contra las ofensas
de la vida»
>> Mathías Iguiniz (Canelones) / «El Aleph»
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[ 32 ]
POESIA
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[ 36 ]
[ 37 ]
[ 38 ]
[ 39 ]
[ 40 ]
[ 41 ]
[ 42 ]
[ 43 ]
[ 44 ]
[ 47 ]
[ 49 ]
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literatosis
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María Rosa Chamorro (Sucre) / [Obra Selectas]
Anabel Schinca (Montevideo) / «Terapias y Espejos...»
Liliana Savoia (Rosario, Argentina) / «El hocico del sol»
Lucía Borsani García (Paysandú) / «Huir»
Pablo Gungolo (Buenos Aires) / «Mudanza»
María Cecilia Lagos (s/d) / «No hay cielo»
Claudia López (Pereira) / «Paisajes Blancos»
Perla H. (Buenos Aires) / «Sobre algunas cosas»
Claudio Cornejo Silva (Santiago) / «Laberintos»
Enrique Marchand Díaz (Chile) / «Pétrea»
Sergio Martínez (México) / «Síndrome»
+ BALURDO [ 51 ]
+ WALTER KOZA [ 52 ] >> «Truco Gallo»
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[Arte: Tapa] >> Jaime Trías Romanow / [Diseño:] ... Alguien de Literatosis. [Diagramación:]
... Alguien de Literatosis (presumiblemente, el mismo que antes).
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Editorial
Rumbbb... Trrraprrrr rrach... chaz /serpentínica u del bizcochero /
engirafada al tímpano.
La literatura puede ser otra forma de salto al vacío sin tiempo ni lugar: una fuga, una anomalía o un refugio. Jaque.
No, mentira. Todo este párrafo es mentira.
Veamos: la literatura es el resultado del intento imaginativo de jugar al dios enano que gobierna sus criaturas. No,
tampoco es así. Jaque. Creo que esto también es mentira. La literatura podría más ser una especie de religión o delirio
colectivo, según se vea… pero todo esto dicho así, en subjuntivo…
[es difícil buscar estabilidades]
En todo caso, la literatura es una mentira (esto sabemos que es verdad, pero no voy a llegar más de ahí con una
frase tan cursi… y jaque). Y al mismo modo es una mentira que toca lo real con intención de dominarlo (toca la
verdad?).
Barajar y dar de nuevo: la realidad = otra gran mentira. Jaque.
Realidad punto y seguido verdad (con mayúscula de nuevo) punto «literatura» (todo con mayúsculas y destacado)
punto y aparte atrapados entre la forma normativa rigurosa de una sintaxis que nos obliga a pensar en sus mismos
términos y peinarnos y «buen día que tal» y todo se escribe en ese orden y de ese modo y por qué mierda se tiene que
hacer todo así? habría que escribir tachando como decía Levrero punto y seguido ir al mismo tiempo de estar volviendo coma escribir y borrar en un mismo acto punto y seguido jaque punto y parte en blanco o en negro
borrarrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr
Rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
O oo o o o tal vez la anomalía del loco. «¿Hola, qué tal?» y entonces me guardo mis locuras para el onanismo del
papel. Jaque.
Mentira. Salidas. Emergencia. Literatura. Locura.
«He ahí el gran secreto: EL PENSAMIENTO SE FORMA EN LA BOCA. Me sigo pareciendo muy simpático»
[ 2 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Alcantarilla
CAROLINA LUBRANO
Carolina Lubrano (Buenos Aires). En algún lugar del tiempo
y el espacio...
¿En dónde habían quedado sus lecturas de
Simone de Beauvoir y de toda la caterva de feministas
filosóficas que había leído en su vida y que habían constituido su supuesto ser? ¿En dónde quedaba toda esa
reivindicación femenina en cada cagada a palos que, en
nombre del amor, recibía sistemáticamente? Todos esos
cándidos ideales de colegiala, esos sueños púberes a la
larga, habían quedado relegados, encolumnados como
procelosos penitentes detrás de una pija. Y ni siquiera de
la mejor pija, ni siquiera una verga masculina y poderosa,
que valiera la pena, que la cogiera hasta hacerla reventar
en un orgasmo brutal que la hiciera olvidarse,finalmente,
del feminismo, de la literatura, de los trompazos y de la
gran puta que lo parió.
-…¡había habido tantas…tantas en mi vida …y
quedarme con la más inútil, la más ínfima, la más maricona
de todas! ¡Hasta para eso sos boluda, nena, hasta para
elegir pija!– se dijo en una muestra de patético monólogo
interior.
Tantos libros, tanta universidad, tantos sueños de
grandeza y de trascendencia personal para terminar atendiendo pelotudos en un call center piojoso de 9 a 18. Y
después las trompadas, las palizas y las puteadas cuando la guita no alcanzaba o aguijoneaban los putos celos.
-…¡vos sí qué te das la gran vida, nena, no te privás
de nada, te coge mal, te caga a palos, te forrea, te vive…
flor de boluda resultaste! – irónicamente se sonrió. Las
grandes expectativas de una vida magistral, la intachable e inexorable liaison a la crPme de la crPme de
intelectualidad más pura. La cuna de oro: mamá y papá
aplaudiendo cada logro de la nena, apostando fuerte a la
prodigiosa niñita. Y sin embargo, sin embargo ahí estaba, mediocre y chata. Molida a golpes, con el culo roto de
tanto rompérselo para conseguir el puto y mísero billete.
Con el culo roto de cada vez que «EL ARTISTA» llegaba
en pedo al departamento después de buscar la inspiración en cualquier putero. ¿Y los sueños? ¿En dónde quedaron? ¿En medio de estas prima donnas de teatrito de
barrio de un call center berreta? ¿en medio de esta hoguera de las vanidades de papel maché?
- «El hombre es responsable de lo que es». ¿Y?,
¿entonces?. Sí, tenés razón Jean Paul, yo soy la responsable de que la mierda me llegue al cuello. Y si la existencia precede a la esencia, y uno es siendo ¿Quién carajos
soy?. Nihilismo pasivo: murió mi «dios». Mi
pulsión de vida yace en un monumental mausoleo de mármol blanco en el Cementerio de
la Recoleta, con rositas rococó rosadas atadas con primoroso moño blanco. El dolor ante
la nada, el dolor ante el vacío. Cruzar la línea
(¿cruzar la línea? ¿qué línea? ¿la de la merca?) para convertirse en un ser mejor. ¿Mutar
en una soberbia mariposa de colores y libre y
soberana remontar vuelo?. No, gracias, prefiero una botella de whisky, una caja grande de
barbitúricos y pasarme por la argolla la barba
del Nietzsche y la gorra nazi del otro pelotudo.
El ruido de la bocina del subte al salir de la
estación la trajo nuevamente de la farragosa
tierra de sus pensamientos.
Y así,
autocompadeciéndose, victimizándose, culpándose como una Magdalena de pesebre viviente, rasgándose las fariseas vestiduras llegó a
Carlos Pellegrini, 2 estaciones más lejos de
donde
habitualmente,
diariamente,
cotidianamente, día tras día, tras día, tras día
de los últimos 5 años bajaba para remontar
Sarmiento con paso cansino hasta que llegar
a su cubicular noria, tapizada de alfombra azul.
Una chinche dorada sostenía la foto de Sartre
y de Simone de Beauvoir haciendo su fracaso
aún más ominoso.
- La recalcada concha de mi hermanamusitó entre dientes- y se calzó los auriculares
para empezar la faena de escuchar
pelotudeces.
« Señor, danos hoy la mierda nuestra de cada
día y perdona nuestras ofensas contra el sistema como también nosotros perdonamos que
el sistema nos coja sin vaselina»
Ese día laboral fue caótico, absurdo, agobiante. Ese día fue EL día, el punto de inflexión
en el que los acontecimientos, las dudas, el
vaho inmundo de la humanidad misma hace
necesario, impone el volantazo, el respirar profundo y saltar al vacío sin pensar en la red, el
paracaídas o mierda el cráneo contra el piso.
El departamento estaba a oscuras, sólo la
luz del televisor alumbraba una figura humana
que tumbado en la cama fumaba.
Literatosis.com
- [3]
-¿Alguna puta vez, en algún puto momento de tu re puta vida, vas a levantar ese
culo maricón de la cama y vas salir a laburar,
forro vividor? ¡Estoy harta de vos, de tu arte,
de tus drogas, de tus cuernos, de toda tu mierda que lo impregna todo! ¡Estoy harta de ser la
burra de carga, la forra que le pone el ojete a la
situación! ¡El agua nos llega al cuello, pelotudo, y lo único q te preocupa es tu puta merca,
tu puto whisky y tus putas putas!...y todo eso
sale de este ojete que se levanta a las 5 de la
mañana para dejarse forrear y que el señor
pueda seguir creando arte… ¡genio
incomprendido!
Sin decir nada, la miraba descargarse, tragaba saliva, apretaba los puños. Internamente sentía como la sangre corría a borbotones por sus
venas. El último pase de merca potenciaba una
ira que le endurecía las mandíbulas y lo
anestesiaba emocionalmente. Se levantó,
semidesnudo, sin sacarse el cigarrillo de la boca
mientras ella seguía gritando, insultando,
pateando.
-Metete tus pinceles en el orto, de a uno,
hijo de puta, a ver si así te gusta más, puto
reprimido!
Con un sólo ademán la agarro de los pelos y
la arrastró hasta el baño, los gritos de ella resonaban en todo el departamento en un estertoreo
acorde de terror y de odio. Sin medir las consecuencias le había abierto la puerta a todo el santo
panteón de demonios del virulento Olimpo de la
virulenta psiquis de él. Sin querer había metido
el más punzante de los dedos, el más cargado
de vinagre en la llaga abierta de su ego herido.
Alejandro, Alejo, el genio incomprendido, caminó - impasible e inmutable a sus ruegos, a sus
amenazas, a su miedo pavoroso- y de un solo
golpe, seco, la estrelló como una muñeca de trapo contra el botiquín. Su cara dio contra el espejo. Los vidrios y la sangre volaron en una explosión brillante y carmesí. Gloriosa. Gotas rojas,
pedazos de espejo y lágrimas negras pavimentaron el blanco níveo del mármol del baño creando la más estética obra de arte. Un Pollock sangriento, un Basquiat feroz… ¿El sufrimiento del
Romanticismo?.
Sentada en el medio de ese caos, con la cabeza entre sus rodillas, lloraba en silencio, sin la
esperanza, ni el sentido, ni la ilusión de ser escuchada. La sangre caía por sus piernas blancas y huesudas creando un delicado encaje de
líneas escarlata. El la miraba desde la cama,
fumando. Recorrió con la vista sus rulos negros,
sus ojos almendrados color café, su cuerpo blanco, blanquísimo manchado de pecas. -Sin dudas que es bella - pensó y automáticamente tuvo
una fortísima erección. Lascivo, caliente, con la
verga llena de leche, caminó hacia ella,
tironeándola de un brazo la arrastró por el departamento y la revoleó al medio de la cama.
Ella estaba entregada, sabía lo que se venía y
que cualquier intento de resistencia lo único que
lograría sería prolongar el ultraje. Alejo se abrió
la bragueta, sacó su pija minúscula y la penetró
con violencia. -Menos mal que la tiene de juguete – pensó – duele menos… El gemía, jadeaba,
se sacudía como un ridículo poseso, próximo al orgasmo.
Ella cerraba los ojos y apretaba las mandíbulas esperando
el desenlace. Acabó por fin, y en medio de un victorioso
grito le encajó un cachetazo en plena cara sangrante. Sacó
la verga, se la sacudió ostentosamente y enfiló silbando
para el baño. María, inmóvil en la cama, cerrando los ojos,
apretando las mandíbulas. A mitad de camino Alejo se dio
media vuelta, la miró por un instante y saltó sobre la cama.
Se abrió de nuevo el cierre del pantalón y la apuntó con su
ínfimo calibre 22 de minúscula virilidad, con una risotada
mordaz, berreta, de villano de comic de segunda empezó a
mearla. De punta a punta, sacudiéndose la pija, bailando
como un pendejo que imita la danza de los indios. Se reía y
la meaba. La meaba y se reía. Mientras tanto, yacente, silente, paciente esa muñeca rota de carne hueso esperaba.
En algún impreciso momento ¿minutos? ¿horas? ¿segundos? Alejo terminó de mear (de mearla), la miró, le dio una
patada a la altura de las costillas y se bajó de la cama. Se
vistió, la miró una vez más, la besó desde la lejanía de la
locura y se fue.
María, la golpeada, María la lastimada, María la violada, María la meada seguía en la cama y aunque había
escuchado cerrarse la puerta tras él aún no se atrevía a
abrir los ojos. Silencio. Absoluto, aterrador y profundo silencio. Sólo se oía el rítmico tic tac del reloj acompasando
su propio latido. Respiró profundo y dándose valor se
levantó. Había dejado de sangrar. Como pudo juntó las
sábanas, algunos restos del espejo y limpió las manchas
de su propia sangre, los residuos de su propia humillación. -¿Qué mierda es la felicidad?- se preguntó -… o
para qué mierda es la felicidad? Da igual, si al fin y al
cabo la realidad es la misma mierda. Vivir ¿para qué?
¿con que motivo?¿Por qué es tan difícil mantenerse a
flote? ¿Por qué querer terminar con todo y no poder? ¿De
esto se trata? ¿De un eterno retorno a la ruina?-.
Ya de madrugada cuando Alejo llegó borracho, o drogado, o las dos cosas, María dormía el pesado sueño de los
somníferos mezclados con ansiolíticos y alcohol, como pudo
se tumbó al lado de la mujer y se durmió. El vapor infame
del whisky barato, el tufo inmundo del fracaso y la mediocridad la despertaron. Fláccido y peludo el abdomen de él
bajaba y subía al ritmo de los pensamientos de ella que,
como olas de un mar revuelto después de la tormenta acercan a la costa todo un revoltijo de desechos, podredumbres y sueños muertos. ¿Acaso era ese su príncipe azul?
¿Esa caricatura de hombre, ese bufón petulante?. Sigilosa
se levantó de la cama y encendió un cigarrillo. El instante
de luz del encendedor la enfrentó sin dilaciones con su reflejo en el pedazo que quedaba del espejo. Se vio a sí misma, con sus cicatrices y su cara hinchada por los golpes,
con los propios ojos de su más íntimo ser, se miró sin reparos y entendió lo que hasta ese momento no había entendido: Alejo, el mitómano, Alejo el cocainómano, Alejo el narcisista irreductible, Alejo el violento, Alejo el gran amor de su
vida. La vida una vez más la ponía contra las cuerdas, la
desafiaba. Supo que si no levantaba la guardia su propio
destino terminaría fagocitándosela.
La noche siguiente a la paliza ella no quiso dormir. Se
recostó al lado de él mientras pensaba en la pelota desinflada de sus ilusiones de antaño. Los grandes planes: los
maravillosos, los brillantes, los llenos de brío. El mundo a
sus pies, al alcance de su mano dispuesto a brindarse
entero según su capricho. Su vida, estratégicamente planeada: el título, el doctorado, la aprobación de lo más
granado y selecto de la intelectualidad. Pero. Pero, lo
conoció a él con su mundo de alcohol, de drogas y de
desenfreno. Con su mundo de de arte y de genio. El mun-
[ 4 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
do de Alejandro pasó a ser su mundo, la búsqueda de él
su propia búsqueda personal de completud. Su violencia,
su mierda y su maltrato, también. Sin embargo, ya era
tiempo. Su tiempo. El tiempo de volverse a ver como quien
se mira al espejo después de años y años en coma. Volverse a ver con los ojos hacia adentro, reconocerse con
las cuencas vacías. Uno es uno con sus despojos, con
sus heridas sangrantes y con sus pequeñas ilusiones pinchadas que miran desde lejos babeando como lelos.
Miró a su alrededor, tratando de retener en su retina la
imagen, la escena del cuarto. Su mirada se detuvo en
cada uno de los objetos, rozó con las yemas de los dedos
los lomos de algunos de los libros de la biblioteca, aquellos que alguna vez significaron tanto entre ellos y hoy
eran nada más que pulpa de madera seca, tinta vieja y
cuero ajado. Miró los pinceles, los lienzos, su cuerpo desnudo retratado hasta el hartazgo por él. Respiró hondo,
profundo, aprehendiendo en sus pulmones el perfume del
cuarto. El vaho del antro, de sudor de amantes, de humo
de cigarrillo, de sangre derramada. El olor del desgarro.
Una vez lo miró y recordó las mentiras, las promesas. La
vehemente e incontenible violencia. Recordó el amor. Pero
ya era tiempo y el destino no espera. Dobló prolijamente
cada uno de los recuerdos y los guardó en la caja más
inaccesible de su inconsciente.
Ya era tiempo de parir a la criatura desde el fondo de las
tripas. Ya era tiempo de parirse. De vomitar al monstruo en
plena cara, de dejar al feto azulino que arrastrándose entre
sangre, bilis y carne muerta llegue hasta el umbral del no
destino. Verse el adentro, mirarse la cicatriz con la sangre
coagulada y la pus brotando del tajo. Reconocerse humano, con sus pasiones más insensatas y banales, con sus
ganas de mear en lo mejor de la mamada, con el sinsentido
de la existencia ilusoria, con el espanto de la finitud y el
deseo pelotudo de la gloria. Con la metáfora ingenua de la
trascendencia en un baño roñoso de Constitución mientras
todos se cagan y se cogen, se cogen y se cagan. El espanto, la sinrazón, la estupidez.
Caminó una vez por la habitación, desnuda, en carne
viva. No le importaba pisar los restos del espejo roto que
se clavaban en sus pies, ya no sentía su cuerpo, algo se
había encendido en su interior que la inmunizaba. Ya no
dolían los golpes de ayer, tampoco los moretones y las
cicatrices de hoy. Afuera reinaba la oscuridad más absoluta, la oscuridad que antecede al amanecer.
Es ahora, ya es tiempo. Se vistió, juntó maquinalmente tres o cuatro cosas en una bolsa de supermerca-
do, lo miró por última vez y lo besó apenas rozando sus labios, sin despertarlo. Caminó hacia la puerta y salió. Sin más.
A esa hora Rivadavia era un desierto,
sólo los crotos envueltos en cartones durmiendo su vino rancio, y las putas viejas, las de descarte, tratando de salvar la noche. - ¿Y ahora
qué? Y ahora a vivir, a seguir adelante…-. La
sensación de libertad quemaba en su interior a
la vez que un miedo atroz al devenir la invadía
hasta la deseperación. Apretó el paso sin saber
por qué y caminó, sin rumbo fijo por Callao. Los
últimos fríos de agosto se hacían sentir, metió la
mano en el bolsillo y tanteó, por accidente, la
llave del departamento de Alejo. La miró un segundo y se abstrajo en cada uno de los muchos
recuerdos que como disparos cegadores
gatillaban en su mente. La apretó en su puño
con fuerza, con la convicción y la serenidad de
que esa sería la última vez que ese pedazo de
metal rozara la piel de sus manos. Volvió a mirarla, una vez más, y con el primer rayo de sol
que empezaba a atisbar su claridad macilenta
por sobre los edificios del centro, abrió suavemente el puño y dejó caer la llave en una alcantarilla de Callao y Corrientes . Los nubarrones
negros amenazaban con descargar su ira sobre
la ciudad que empezaba a despertarse, lagañosa
y despeinada. Otra vez el terror paralizante. Otra
vez el terror de cruzar la línea. Otra vez el terror
de no tener destino.
Cuando él se despertó, algunas horas después, la buscó tanteando el otro lado de la cama.
Pero ya era tarde, ella ya no estaba. Algo, internamente le dijo que aquella mujer que por tantos años había sido suya ya no existía. Inútil sería cualquier búsqueda, ella, María, su María se
había desvanecido como el aire. Sin levantarse
de la cama, recorrió el cuarto con la mirada deteniéndose en cada uno de los objetos en donde María, como pistas de un juego de acertijos,
había dejado pequeños restos de su propia mirada. Supo que no había retorno y se aferró como
un náufrago a esos efímeros y últimos destellos
de ella. Lloró. Lloraron. Separados por kilómetros de distancia, nuevamente era el dolor aquello
que los unía.
El ojete de Munch
-¿Así que no sos puto, vos?- y de súbito le entierra un
furioso dedo de uña roja en el orto.
Él gime, se estremece y ella sigue con su minuciosa
labor de romperle definitiva y completamente el ojete, el
ano, el esfínter. Le chupa los huevos, la verga con fruición – lúbricos labios de sonrisa perversa- mientras el dedo
de uña roja entra y sale de la oscura caverna mierdosa,
-¿Así que te gusta romper culos? – otro dedo, otra uña
roja, como la sangre, como el cielo de ese bochornoso
atardecer de enero, entra decidido y feroz a la contienda.
El orto se abre, la pija se erecta, él grita el grito. Munch.
El espanto, el placer, el dolor. El espanto, el placer, el
dolor de reconocer el goce reprimido. El espanto, el placer, el dolor de saberse uno mismo con el culo roto, la pija
dura y una mueca de felicidad en la boca.
Ella sigue ex (tasiada) y ex (sitada) con su
mecánica faena. Le da y le da duro al tubo anal
cada vez más felizmente dilatado
-¿Así que te gusta wasquear ojetes? – una
dentellada animal se clava en el cachete izquierdo del femenino culo que él entrega como
ofrenda profana.
Otra vez el grito. Otra vez el estremecimiento. Otra vez Munch. Revolcarse, regodearse en
la perversidad, en el espasmo. Ser siendo
(¿siendo puto?). Ser ahí, ahí entre sábanas
roñosas y ortos aullantes.
Dedos, dientes, uñas, pijas, ortos. El paroxismo y finalmente la eyaculación inacabable. La
respiración boqueando como pez medio muerto
en el fárrago de la laguna lechosa.
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- [5]
Certeza de lo Inmovil
´
MARIANA TRAVACIO
PARTE I
Aplasté un mosquito contra la pared de mi
estudio. Era un mosquito grande. Quedó estampado contra la pintura grisácea. No quedaron
rastros de sangre. Sólo su esqueleto
bidimensional, reseco. Está ahí hace veinte
meses. No se descompone. Sigo viendo cuatro
patas y dos alas. Calculo que las dos patas que
me faltan, las que no logro ver, deben haber
quedado aplastadas debajo de su abdomen. Le
pedí especialmente a Luisa que no lo tocara.
Luisa es muy puntillosa y me lo hubiera quitado
enseguida. Le pedí que lo dejara porque necesito algún referente, algo inmóvil, un punto de
concentración. El resto de mi vida no me deja
en paz, se descompone, se volatiliza, se desordena. El mosquito me devuelve certeza. La vida
se degrada en un agitarse de vientos y de sombras, ese menearse constante de todo, ese devenir al vacío. No lo tolero. Martina se fue porque le pedí que se fuera. Ya no la soportaba:
era puro movimiento. Se despertaba y me carcomía los segundos, las sábanas, el aire, la taza
de café. Un día le dije que ya no podía, que por
favor me dejara. No me dijo nada: metió su ropa
en un bolso y desapareció. Eso me hizo mucho
bien al principio. Después me di cuenta de que
no era Martina. Era el viento, o era Luisa, o era
algo empecinado en tocarme las cosas. Yo con
mi necesidad de sosiego y los objetos obstinados en convulsionarse o desaparecer. Entonces le pedí a Luisa que limpiara, porque no era
cuestión de vivir en la mugre, pero que no moviera las cosas de lugar. La entrené en eso de
levantar un cuaderno, pasar el trapo debajo y
volver a apoyarlo en su lugar. La entrené en eso
de observar con detenimiento la posición de
cada objeto, de cada elemento: ella estaba autorizada a sacar, exclusivamente, las partículas
de polvo, sea del piso o de los estantes, de la
mesa o del escritorio. Sólo partículas de polvo.
Me costó que entendiera que no estaba autorizada a remover los restos de jabón de la jabonera. Que tampoco debía cambiar toallas ni
zarandear sábanas ni barrer las hojas del otoño. Logré, a medias, que me dejara la taza del
desayuno en el exacto lugar donde yo la había
apoyado, que me dejara los pantalones tirados
sobre el piso, donde yo los había dejado caer,
que dejara mis papeles intactos, que me dejara
asumir que no era otro que el viento el que había tocado las hojas muertas en el jardín. Pero
le tuve que decir este tema del mosquito, porque lo que nunca logré es que Luisa no me tocara las manchas en la pared. Luisa repasaba
la casa, lo poco que yo le dejaba tocar, y entre
sus prohibiciones no se encontraba este asunto de las paredes. Un día hice una marca en los
Mariana Travacio (Rosario, 1967). Desarrollo el cargo de docente de la Cátedra de Psicología Forense en la Facultad de Psicología (UBA) y ha publicado diversos trabajos en su órbita profesional. En el orden literario, obtuvo los siguientes reconocimientos: Noviembre 2012: Primera mención en Premio Nacional de
Cuento y Poesía Adolfo Bioy Casares con el libro de cuentos
“Hendijas”. Noviembre 2012: Finalista en Concurso Literario Internacional Angel Ganivet, Helsinki, con el cuento “A media voz”.
Diciembre 2012: Finalista en Premio Juan Rulfo, Paris, con el
cuento “A media voz”. Enero 2013: Finalista en Concurso Caza
de Letras, Universidad Autónoma de México, con el libro de cuentos “Ausencias”. Abril 2013: Finalista en Concurso de Narrativa
Eugenio Cambaceres de la Biblioteca Nacional, Buenos Aires,
con el libro de cuentos “Perpetua Disolución”. En Literatosis! ha
colabnorado en el Nro. 2 con su relato «Entre Gardenias».
azulejos del baño: dibujé una cruz, una cruz de restos de
jabón mientras me bañaba, una cruz opaca sobre los azulejos brillantes: una cruz de grasa seca, así se veía. Y cuando
regresé a casa ese día, fui a constatar mi cruz y ya no estaba. Concluí que Luisa me tocaba las paredes: abolía sus
marcas, las volvía dinámicas, les quitaba certeza. Entonces
me reuní con Luisa, al día siguiente, y le expliqué. Ella no
alcanzó a comprenderlo. Yo me di cuenta porque empecé a
hacer trazos por toda la casa. Dibujaba un círculo a lápiz en
la puerta blanca del baño, o dibujaba un monigote en la pared celeste de mi cuarto, o un asterisco en el marco de la
puerta de entrada y Luisa, invariablemente, me sacaba todas y cada una de las marcas. Eso inauguró una etapa bélica entre Luisa y yo. Por eso tuve que reunirme con ella tan
especialmente en ocasión del mosquito. Se lo mostré con
toda dedicación. Le hice notar que sólo se veían cuatro patas y dos alas. Le hice advertir que las otras dos patas debían estar bajo su cuerpo. Le expliqué con todo detenimiento
que ese mosquito me pertenecía y que era indispensable
que no me lo quitara. Luisa ese día lloró. Nunca supe por
qué. No fue un llanto declarado, manifiesto. Fue contenido,
como tragándoselo, pero las lágrimas le caían despacio,
sobre sus surcos de vieja, sobre sus labios marchitos. Yo no
dije nada, pero casi lloro con ella. Supongo que ella lloraba
por algún recuerdo de mis miedos infantiles, de ella acurrucándome en su regazo inequívoco de entonces. Yo, en cambio, hubiese llorado de odio, o de desmoronamiento. En cualquier caso, no me era destinado romper el vínculo con Luisa, porque hubiese sido resignar alguna clase de identidad,
incierta tal vez, pobre, pero identidad al fin. Eso no estaba
en mi horizonte, de modo que admití que había un límite:
acepté que mis paredes no me darían ninguna certeza. Dejé
de mirarlas: ya no me pertenecían. Y así anduve hasta que
pasó lo del mosquito. Podía aceptar que me quitara los
asteriscos, que me borrara las cruces, los círculos, los monigotes, pero no podía permitir que me sacara ese mosquito. Un poco por sus lágrimas y un poco porque no lo tocó
me di cuenta de que esa comunicación entre Luisa y yo había resultado efectiva. El mosquito sigue allí y a mí me hace
tremendamente feliz verlo todos los días, y todas las mañanas, y todas las noches, cuando vengo a mi estudio a escribir, o a leer, y lo veo estático, en el mismo sitio, inconmovible. El mosquito me devolvió, además, otra certeza: que Luisa
[ 6 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
podía escucharme. Que Luisa entendía. No como Martina,
que no escuchaba, que no entendía. A Luisa yo le importaba. Eso fue reconfortante en esa etapa. Una etapa corta,
porque duró unos seis meses, pero apacible. Martina ya no
estaba para alterarme con sus exigencias, con su presencia, con su agitar el aire y remover objetos y sacudir palabras y pretender respuestas y Luisa se mostraba de lo más
amable, caminando como furtiva, dándome el placer del silencio y de lo incólume. Logró arrancarme unas cuantas
sonrisas e, incluso, alguna que otra palabra y hasta acepté,
en tres ocasiones durante esa etapa, que me trajera un café
al estudio, que es como decir, que tocara mi taza, y mi café,
con el riesgo de que no dejara todo en su lugar. Luisa era
muy cuidadosa en esos días y dejaba las cosas siempre en
la posición correcta. Yo estaba extasiado, y agradecido, y
consideré que podía prolongar mi vida largamente en esa
situación. No podía pedir mucho más. Dadas las circunstancias, había logrado muchísimas certezas. Casi nada se
movía por sí mismo, casi nadie me hablaba sin que yo lo
buscara y el mosquito seguía allí.
Yo no recuerdo exactamente cuándo empezó a ocurrir,
pero sí recuerdo que fueron varias noches consecutivas.
Yo estaba en mi estudio, era tarde, prácticamente de madrugada, nadie a mi alrededor, un clima ventoso, eso sí,
porque estábamos en primavera, y en primavera el viento
se obstina, y empezó a ocurrir algo curioso: la puerta de mi
estudio, por mucho que yo la cerrara, volvía a abrirse. Empecé a tener la idea de que el viento la abría. Entonces yo
me paraba y la volvía a cerrar. La primera vez que esto
ocurrió, la cerré tres veces y las tres veces se volvió a abrir.
Opté por dejarla entreabierta. La segunda noche pasó algo
parecido y me inquieté un poco más. Me empecinaba en
cerrarla, pero ella se abría. Acabé dando dos o tres portazos que resquebrajaron el marco de la puerta. Al cabo, la
puerta quedó abierta, pero apoyada contra el marco, y ya
no volvió a molestar. Me fui a dormir algo excitado. Después vino una noche de vientos continuos y quise asumir
que la puerta se abriría, por fuerza. Opté por cerrarla con
cuidado cuando entré a mi estudio, a leer un rato, antes de
acostarme. Me cercioré de que el pestillo se hubiera incrustado en el hueco. Tironeé del picaporte y comprobé que
estaba debidamente cerrada. No obstante, al cabo de una
media hora, la puerta se abrió. La cerré, como siempre,
pero enseguida volvió a abrirse. Esta vez se abrió lo suficiente como para que pasara un cuerpo; se abrió como si
alguien la abriera. Eso pensé en un primer momento, pero
enseguida lo descarté, por irracional. Así que me incorporé
nuevamente y volví a cerrarla, tranquilo. Cinco minutos más
tarde, apenas me había enfrascado en el capítulo dos de la
novela, la puerta volvió a abrirse. Decidí quedarme inmóvil,
observándola. Enseguida se cerró por sí misma. Es lógico
pensar que el viento que la abre puede volver a cerrarla,
pero me llamó la atención que lo hiciera suavemente, yo
esperaba un prtazo de viento, un cerrarse brusco, intempestivo, y en cambio fue tan suave. Quise volver a concentrarme, quise convencerme: es el viento; el que remueve
mis hojas de otoño anda jugando con mi puerta en primavera. Ya no pude leer. Esa noche tampoco pude conciliar el
sueño. A la mañana siguiente Luisa me encontró sentado,
en pijama, en ayunas, en la cocina. Noté que trató de disimular la sorpresa y me saludó naturalmente. Yo la miré fijo,
como buscando que me preguntara qué hacía yo ahí, a esa
hora, en pijama, pero ella permaneció muda. Terminé por
pedirle que me hiciera un café, este pedido también debe
haberla extrañado porque era completamente inusual. Mientras ella ponía la pava en la hornalla, de espaldas a mí,
empecé a hablarle: La puerta se abre, le dije. Ella permaneció en silencio, concentrada en abrir la alacena para bus-
car la taza o el cajón para sacar la cucharita. La
puerta de mi estudio se abre de noche, le dije.
Yo la cierro, pero ella se abre. Luisa me miró,
como buscando saber más, pero sin decidirse a
preguntar. Volvió a darme la espalda, mientras
controlaba que el agua no hirviera, hundiendo
sus ojos en la profundidad de la pava, como si
su acero lustroso pudiera hacer algo más que
reflejar su propia congoja. Nos quedamos los dos
en silencio hasta que me acercó la taza de café.
Me aferré firmemente al plato y, sin soltarlo, levanté mis ojos hasta encontrar los suyos. Cuando estuve seguro de que me miraba, le dije: Tengo miedo. Entonces Luisa quiso abrazarme. No
lo permití. Me dio vergüenza: ya no era un niño,
no podía consentirlo. Hundí mis ojos en el fondo
oscuro de la taza. Ella permaneció de pie, frente
a mí, inmóvil. Podría decirse que ese día desayunamos juntos. La presencia de Luisa me devolvió cierta paz, porque apenas terminé mi café
me sentí relajado. Le anuncié que me iba a acostar, quería descansar un poco. Le pedí que me
despertara antes de irse. Logré dormir profundamente, como si fuera de noche y nada inquietara mi sueño. Cuando Luisa vino a despertarme fue como si me sacara de una noche eterna,
de una noche muy cerrada, perfecta. Maldije que
me despertara, pero yo mismo se lo había pedido. Ofreció quedarse conmigo esa noche. ¿Quiere que me quede?, escuché al otro lado de la
puerta, como amortiguado por la distancia y por
el sueño. Que no, le dije, que no era necesario.
No tardé mucho en arrepentirme, no hubiera estado de más que alguien testificara lo que el viento hacía con mi puerta. Bajé corriendo a buscarla, pero ya se había ido. La luz del día volvía
inverosímil la sola idea de pedirle a una anciana
que se quedara con un hombre adulto para protegerlo del viento en la noche, pero aún así me
acerqué hasta la puerta, la abrí y salí a buscarla. No debe estar lejos, pensé. Ya en la vereda
sentí la incomodidad de la brisa sobre mi rostro.
Me quedé en la puerta de casa, mirando a un
lado y a otro, tratando de adivinarla bajo los árboles, entre las miradas ajenas, pero sólo veía
brazos en movimiento, y también piernas, en ese
compás irrefrenable, una y otra, una después
de otra, y las hojas de los árboles, frenéticas,
irritantes. Y palomas, en un sube y baja infernal,
de la rama al asfalto, una y otra vez, inquietas,
molestas. Y perros también. Siguiendo al amo,
sardónicos, la lengua afuera. Debí volver a casa
de inmediato, pero di la vuelta a la manzana,
como si en ese caminar fuera a tropezarme con
Luisa, y a decirle que sí, que cómo no, que se
quedara conmigo. A medida que avanzaba todo
se movía más y más, como con saña. Con saña
la anciana que arrastraba el changuito de las
compras, con saña el perro que levantaba la pierna para orinar, con saña los automovilistas que
aceleraban frente al semáforo, con saña las bocinas y los gorriones y las piernas y los ojos y
los adoquines. Todo inestable. Corrí a casa, urgido, molesto, como si me escapara de eso que
se hace hélice y empieza a girar y ya no para,
succiona, deglute, vuelve polvo, rompe todo, lo
estalla. Sé que no debo salir. En casa me siento
a salvo, conozco la ubicación exacta de cada
Literatosis.com
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objeto y podría prepararme un café con los ojos
vendados, si quisiera. Mi casa me devuelve una
certidumbre que se parece bastante a la felicidad. No debo salir. Eso mismo le dije a Luisa al
día siguiente: Ya no saldré, Luisa. Me miró tranquila, como si hubiese sabido que eso era perfectamente posible. Para mí no era una situación nueva; de hecho, prefería quedarme en
casa. Esta decisión más bien me calmaba, me
quitaba tensiones, esa incertidumbre de salir y
nunca saber qué puede pasar ahí afuera.
Habré tenido unos dos o tres meses de felicidad completa, con Luisa cuidándome más que
nunca y todo bajo control dentro de casa. Sólo
Martina llamó un día. Atendió Luisa y le dijo que
yo no estaba. No sé qué querría de mí, ya se
había llevado todo y nunca más llamó. A veces
sentía un poco de pena, porque Martina había
sido buena conmigo, el único problema es que
se movía demasiado. A veces la extraño.
Hace cuatro semanas empezó a pasar una
cosa curiosa. Fue una mañana. Yo estaba solo
en casa, Luisa aún no llegaba. Su ausencia me
causaba inquietud. Ella era muy puntual y nunca faltaba. Empecé a caminar, para calmarme
un poco. Caminaba de la cocina al comedor, del
comedor al baño, del baño a la cocina y volvía a
empezar. Yo estaba solo, no había razones para
oír pasos. Pero se oían pasos, claramente, como
si alguien me estuviera siguiendo. Eran repercusiones idénticas a las producidas por mis zapatos pero con un retardo, a cada paso que yo
daba, aparecía un eco que lo replicaba. El ruido
venía de atrás, como si alguien estuviese siguiéndome a unos pocos centímetros de mí.
Cuando oí los primeros pasos, me di vuelta
instintivamente; tan pronto lo hice, me reí de mi
desatino. Era obvio que no tenía sentido darme
vuelta pues estaba solo, dentro de mi hogar, sin
extraños a mi alrededor. Esa mañana los ecos
eran intermitentes. Tres pasos míos, tres pasos
detrás. Dos pasos, ningún eco. Otros cinco pasos y el repiqueteo molesto a mis espaldas. No
eran pasos estables, no seguían una lógica, aparecían y desaparecían a su antojo. Yo en general caminaba poco, así que pensé que podía ser
efecto de alguna función acústica que tuviera la
planta baja de mi casa y que yo, hasta entonces, no lo hubiese notado. Por otra parte, yo no
solía caminar calzado dentro de la casa, más
bien prefería las medias, que son más silenciosas. Ese día me había puesto los zapatos porque la mañana estaba fresca, tal vez yo tuviera
un poco de fiebre y eso me hacía sentir más frío.
Había tenido pesadillas a la noche y las cosas
se ponían mal otra vez. Me convencí de que los
ecos eran fruto de la acústica del living y del
hecho de que yo me hubiera puesto a caminar
con los zapatos, con cierta inquietud por la demora de Luisa, lo que probablemente hiciera que
mis pasos sonaran más fuertes. El problema fue
que este asunto empezó a repetirse con cierta
frecuencia. Y se daba tanto en la planta baja
como en el estudio. Decidí dejar de usar zapatos. Un día le dije a Luisa: Ya no usaré zapatos.
Los ínfimos movimientos de las cosas, inevitables, empezaban a molestarme. Ya no era que
me inquietara que Luisa dejara el jarrito de la leche con el
asa a la izquierda en vez de dejarlo con el asa a la derecha.
Me empezó a incomodar el movimiento voluntario de las
cosas. Un día le dije a Luisa: las cosas se mueven. Ella me
miró extrañada y yo me ocupé de aclararle que ella, por
supuesto, no tenía nada que ver. Que las cosas simplemente se movían, algunas veces por acción del viento, otras
veces por efecto de alguna fuerza que las corría a una posición aledaña primero y más distante después, pero que
ella se quedara tranquila porque yo sabía que no era su
culpa. En el fondo yo me sentía inquieto, pero me pareció
justo calmarla porque vi en sus ojos que ella se preocupaba por estas cosas tanto como yo.
Hubo una mañana en que Luisa se portó verdaderamente mal conmigo. Llegó tarde y dejó marcas de barro en la
cocina. Esas marcas eran unas figuras incómodas. No quise herirla. Veía las marcas y me mantenía en silencio, absorto, viéndolas. Cuánto me incomodaban. Qué esfuerzo
hice por no decir nada. No sé si es que ella estaba un poco
molesta porque yo había dejado de usar mis zapatos. Tal
vez eso la incomodara por alguna razón que no se me hacía evidente. Pero su humor había cambiado y ella empezaba a dejar algunas cosas fuera de lugar. Un día colgó el
pantalón que yo había dejado sobre la cama. Otro día puso
azúcar en mi salero. Yo me di cuenta porque esa noche
quise ponerle sal a la sopa, que estaba un poco insulsa, y
cuando fui a probarla, tenía un gusto rancio, entonces me
di cuenta de que era la mezcla de sal y azúcar lo que le
daba ese gusto. Yo le dije: Luisa, no vuelva a poner azúcar
en mi salero.
PARTE II
Un día mi hermana llegó a casa desencajada. Le pregunté qué le pasaba, pero nunca fue mujer de grandes palabras, sólo me dijo algo de un mosquito. Creo que ése fue
el día que el hombre la tuvo sentada como dos horas hablándole de un mosquito. Mi hermana le tenía aprecio al
hombre. Alguna vez me dio a entender que la confundía
con una nodriza que él había tenido en la infancia, una señora que se habrá llamado Luisa, supongo. Al principio mi
hermana intentaba explicarle que ella se llamaba Josefa,
Josefa Castillo, le decía, para remarcarle que ella no era
esa Luisa que él recordaba. Pero él insistía con una entereza que la hizo recular. Un día llegó del trabajo y me dijo:
No hay caso, me sigue llamando Luisa. Ya no lo voy a corregir, el nombre no es feo y me lo dice con una confianza
de niño que me desarma. Así era mi hermana y más de una
vez ella me confesó que le gustaba el tono con que él le
decía Luisa. Era como una cadencia, algo en la voz de él
que a ella la hacía sentir bien, como cuando uno está en
familia, algo de la intimidad que le llegaba en ese tono y
que, creo, hizo que Josefa trabajara todos esos años para
él. No sé si fue esta circunstancia con los nombres, con eso
medio íntimo que generaron entre ellos, lo cierto es que mi
hermana lo quería; no me lo decía abiertamente, pero se
notaba, porque me hablaba de él con cierta ternura, como
perdonándole todo, como comprendiéndolo. Mi hermana
no solía hacerse problema por las cosas. Más bien se tomaba todo a broma. Yo le llamaba la atención porque soy
más desconfiada. De entrada nomás, cuando pasó este
asunto del nombre, me acuerdo que yo le dije que eso a mí
no me gustaba para nada. Pero a ella no parecía importarle. No era una mujer insistente: una vez que algo le cerraba
ya no volvía a molestarla. Yo creo que ése fue su error. No
prestar atención, dejarse llevar por ese tono de confianza,
por esa familiaridad que tanto la atraía. Pero claro, visto
desde hoy, yo debí hacer algo, no conformarme con esa
[ 8 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
voz que todo lo contaba de soslayo. Cómo engañan los
tonos. Me doy cuenta ahora. Es que yo le decía que estaba
trabajando en casa de un loco, pero ella se reía tanto, con
tantas ganas, le parecía todo tan tierno, se conmovía tanto
con sus rarezas, que se dejó estar. Que era bueno, me
decía. O que era como un niño. Que no me preocupara.
Que ella no estaría con él si fuera peligroso. Todo eso me
decía cuando yo le remarcaba alguna cosa que no me gustaba. Es cierto que había cuestiones estables, como ese
asunto de llamarla Luisa o eso de obligarla a quitar las partículas de polvo, así le decía él a la tierra, partículas de
polvo que había que quitar sin mover los objetos de lugar.
Porque él tenía toda una fijación con el tema de los objetos.
Básicamente, por lo que me decía Josefa, él necesitaba
que las cosas tuvieran un lugar determinado, un espacio
donde alojarse, y lo importante era, precisamente, que ese
espacio fuera inamovible. Por ejemplo: el lugar de la taza
era el lugar de la taza. Él tenía sólo una taza y decía que
era para evitar el desorden. Tenía una sola cucharita para
el café, un solo plato, un solo tenedor, un cuchillo, una fuente,
una almohada, un par de zapatos, un pijama, todo de a
uno, para no confundirse.
El hombre le decía a mi hermana que a veces extrañaba
a su novia, Martina, que por suerte se había ido porque le
tocaba todo. Mi hermana nunca supo de ella, ni de fotos
que él conservara. Es probable que Martina no fuera más
que un recuerdo desvencijado. Sí vino preocupada una
noche diciéndome que el señor tenía un problema con la
puerta de su estudio, que aparentemente se abría. Una
mañana lo encontró en la cocina, mal dormido, como un
niño asustado, diciéndole que tenía miedo. Ella le ofreció
acompañarlo esa noche, pero él no aceptó. Después vino
el asunto ése de los pasos, parece que él oía pasos por la
casa, como ecos me decía mi hermana. Ese día la noté
asustada. Ecos, me repetía. Y yo no sabía bien qué decirle
pero insistí con mi idea de que el hombre desvariaba. Y
después vino una etapa complicada, que mi hermana trataba de disimular, pero a mí ya no me gustaba nada. En primer lugar, porque mi hermana ya me hablaba demasiado
seguido del señor, había demasiadas complicaciones, como
más cercanas en el tiempo, como si se volvieran más asiduas. O eran los pasos, o era la puerta del estudio, o era el
asunto de que el viento le movía los objetos, o si no era el
viento era otra cosa, pero fue una etapa diferente, yo la
notaba cambiada, como si hubiera pasado de esa confianza cómoda, de esa sensación familiar, a una sensación de
cierto extrañamiento, como si hubiera un resto que ella no
terminaba de entender. A veces lo encontraba en su estudio, un poco absorto, como ido y repitiendo: Me llamo Juan
Pedro, Juan por mi abuelo y Pedro por mi tío, Juan Pedro,
repetía siempre, Juan Pedro, y así estaba horas, solo, reproduciendo su nombre. Al cabo bajaba y le pedía un café
o sólo la miraba y no le decía nada mientras abría las alacenas para constatar que las cosas siguieran en su lugar.
Una vez que había revisado todas las alacenas y todos los
cajones suspiraba profundo y le decía a Josefa: Muy bien,
Luisa, qué bueno que sólo quitaras las partículas de polvo.
Después desaparecía, se encerraba en su cuarto y contaba en voz alta. Mi hermana se conmovía muchísimo: me
decía que lo oía contar, uno, dos, tres, en voz alta, cuatro,
cinco, seis, llegaba a varios millones, pasaba horas contando nadas, o vacíos.
El problema quedó en evidencia el día que mi hermana
llegó a casa llorando. Ese día me tuvo que escuchar, porque le dije de todo. Llegó llorando y no me quería contar.
Se quedaba callada. Le grité. Le dije que si no me contaba
lo que había pasado, dejaba de ser su hermana y me iba
para siempre. Que si ella no confiaba en mí, entonces que
se quedara sola, con ese delirio que la hacía llorar sin contarme nada. Tanto le grité, tanto le dije,
que al final se secó los ojos y me dijo que el
hombre andaba pegando los objetos a los muebles. Que la había mandado a comprar pegamentos, toda clase de pegamentos, muchos pegamentos. Y empezó, sistemáticamente, a adherir las cosas a las superficies. Ella llegó un día
con el arsenal que él le había encargado el día
anterior. Estaba atenta porque no tenía idea de
qué clase de reparaciones él quería efectuar.
Había muchas cosas rotas, tanto objeto en desuso, que ella creyó que él verdaderamente se
disponía a repararlos. Pero tan pronto le entregó los pegamentos, él se puso manos a la obra
frente a sus narices. Empezó por pegar la taza a
la alacena que le estaba destinada, siguió con
la azucarera, el platito, luego los cubiertos adentro del cajón, el jarrito de la leche adentro de la
heladera, el velador a la mesa de luz, las sábanas al colchón, las macetas al piso, la pava a la
hornalla, el cajón a los rieles, la ropa a las perchas, los libros a los estantes, el teléfono a la
cómoda, los papeles al escritorio y así siguió,
todo el día. Mientras ella estuvo él llegó a adherir una cantidad enorme de objetos a sus lugares. Usaba un pegamento específico para cada
cosa. Hasta donde me dijo, porque a lo mejor se
guardó algo, llegó llorando porque lo veía muy
mal y no sabía cómo ayudarlo.
Al día siguiente mi hermana no volvió del trabajo. Eran las ocho de la noche y no volvía.
Ella siempre llegaba a eso de las seis. Entonces la empecé a llamar al celular, pero no atendía. Estaba apagado. Pensé que se lo habían
robado y me preocupé. A eso de las nueve fui
a la comisaría a denunciar lo que estaba pasando. No tuve problemas en explicar todo con
lujo de detalles, de hecho, me hizo mucho bien
contar que mi hermana trabajaba para un loco
que la obligaba a hacer cosas descabelladas y
que ella, por cariño, o por pudor, no decía nada.
Al principio no me hicieron mucho caso. Me
pareció que dudaban de lo que les decía y en
un momento hasta tuve el presentimiento de
que me iban a tomar por loca a mí. Pero insistí.
Y al final les pedí que, al menos, verificaran si
mi hermana estaba en su trabajo. Me subieron
a un patrullero y me llevaron hasta la seccional
que correspondía al domicilio del hombre éste.
A las cinco de la mañana entramos a la casa.
Lo que encontramos es difícil de describir. Mi
hermana estaba adherida a la silla de la cocina.
Tenía los labios pegados, las manos, dedo por
dedo, adheridas a la mesa, la silla adherida al
piso, los tobillos adheridos entre sí, con pegamento y vendas que llegaban hasta las rodillas,
las muñecas adheridas a la mesa y vendadas
con pegamento una con la otra y ambas con la
mesa y con la espalda en una venda que le cubría todo el cuerpo, como si mi hermana fuese
una entidad momificada. Le había puesto pegamento en las fosas nasales. Mi hermana no tenía resquicio por donde respirar.
Cuando la policía subió al cuarto, encontró
al hombre adherido a la pared. Tenía el rostro
inmóvil, pero sus ojos azules, desorbitados,
todavía parpadeaban.
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- [9]
Avenida 7
BRUNO RIBEIRO
Quando Luís Fontes caminha até a Avenida
7, ele não imagina que estou o esperando com
uma faca em mãos. Fontes nunca olhou para
os lados, ele é o perfeito exemplo do homem
desligado. Meus olhos não param de piscar.
Mão tremendo. Cabo da faca ensopado de suor.
Não sei como descrever Fontes, creio que a
melhor palavra seria fantasma. Aquele pedaço
do passado que transformamos em
invisibilidade, afastamento, murmúrio. Estou
tensa, sinto um nojo concreto tomar conta da
minha língua. Só de pensar que ele se aproxima fico com vontade de vomitar. Fecho meu
casaco de couro, tiro o salto alto, e aguardo
Luís Fontes. Ele vai chegar. De hoje não passa.
Consigo escutar seus passos sorrateiros. Ele
sempre caminha até a Avenida 7, acende um
cigarro de palha, não olha para os lados e
aguarda o tempo voltar a respirar. Ele nunca
dobra a esquina. Ele nunca dobra a esquina
em que me encontro. Ele nunca dobra a esquina em que a morte estará o esperando. Há anos
Luís Fontes escapa das minhas mãos. Anos
que nem valem à pena contar nos dedos. Lá
está ele, no começo da Avenida 7. Acende o
cigarro, ajeita o paletó mofado e fica parado.
Depois de alguns minutos seu corpo exausto
começa a se movimentar. Um transe invade
meus ossos. Aperto o cabo da faca. Fontes
volta a ficar parado. Os postes amarelados da
Avenida 7 criam uma silhueta embaralhada
com sua postura sóbria e rígida. Ele fica petrificado por alguns minutos. Eu abandono minha
respiração. Não há vento na Avenida 7. Não
há nada. Só nós dois. Fontes apaga o resto do
seu cigarro no asfalto e continua caminhando
até a esquina. Sinto vontade de urinar, tamanha
a tensão que toma conta do meu organismo.
Ele está próximo de dobrar a esquina. Estou a
centímetros dele. Luís Fontes se espanta com
alguma coisa. Um vento, uma mosca, um ar
errado, uma estrela mal nascida. Ele abaixa a
cabeça, um sorriso mal desenhado aparece em
seu rosto, e ele dá meia volta. Deixo meu corpo
frustrado se arrastar pelas paredes grafitadas
da madrugada, deslizo até alcançar o piso
imundo de panfletos e secreções. Luís Fontes
se vai, retornando como se não houvesse
respiração, fumando como se não tivesse
pulmões, e observando como se não houvesse
vida. Ele voltará. As lembranças sempre voltam.
Seguro a raiva, amanhã é um novo dia. Sempre
é. Amanhã ele não fugirá. Amanhã, Luís Fontes
caminhará até a Avenida 7, e ele não imaginará que eu estarei o esperando com uma faca
em mãos.
(Trad. Mariana Travacio)
Cuando Luis Fuentes camina hasta la avenida 7, no se
imagina que lo estoy esperando con un cuchillo en las
manos. Fuentes nunca miró para sus costados, es el perfecto ejemplo del hombre despreocupado. Mis ojos no
dejan de parpadear. La mano temblorosa. El mango del
cuchillo empapado de transpiración. No sé cómo describir a Fuentes, creo que le convendría la palabra fantasma. Ese pedazo de pasado que convertimos en
invisibilidad, lejanía, murmullo. Estoy tensa, siento un asco
concreto al tomar posesión de mi lengua. La sola idea de
que se aproxima me da náuseas. Cierro mi campera de
cuero, me saco los zapatos de taco, y lo espero. Ya va a
llegar. Hoy lo agarro. Escucho sus pasos sigilosos. Él siempre camina hasta la avenida 7, enciende un cigarrillo de
paja, no mira a sus costados y espera el momento de
volver a respirar. Nunca dobla en la esquina. Nunca dobla en la esquina donde estoy. Nunca dobla en la esquina
donde la muerte lo está esperando. Hace años que Luis
Fuentes se me escapa. Son tantos años que no alcanzan
los dedos de las manos para contarlos. Ahí está, donde
empieza la avenida 7. Enciende su cigarrillo, se arregla el
abrigo gastado y se queda de pie. Después de algunos
minutos, su cuerpo exhausto empieza a moverse. Un agobio invade mis huesos. Aprieto el mango del cuchillo. Fuentes se vuelve a quedar inmóvil. Los postes ambarinos de
la avenida 7 crean una silueta revuelta en su postura sobria, rígida. Queda petrificado por unos minutos. Abandono mi respiración. No hay viento en la avenida 7. No hay
nada. Sólo nosotros. Fuentes apaga su cigarrillo en el
asfalto y continúa caminando hasta la esquina. Siento
ganas de orinar, tal es la tensión que me domina. Fuentes se acerca a la esquina. Estoy a centímetros de él.
Luis Fuentes se espanta con algo. Un viento, una mosca,
un aire equivocado, una estrella mal nacida. Baja la cabeza, una sonrisa mal dibujada aparece en su rostro, y da
media vuelta. Dejo que mi cuerpo frustrado se arrastre
por las paredes grafitadas de la madrugada, me deslizo
hasta alcanzar el piso inmundo de panfletos y secreciones.
Luis Fuentes se va, volviendo como si no hubiese respiración, fumando como si no tuviese pulmones y observando como si no hubiese vida. Ya volverá. Los recuerdos siempre vuelven. Aguanto la rabia, mañana será un
nuevo día. Siempre hay un nuevo día. Mañana no se escapará. Mañana Luis Fuentes caminará hasta la avenida
7 y ni se imaginará que lo estaré esperando con un cuchillo en las manos.
literatosis
[ 10 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Selfie
GUILLERMO MARÍN
Guillermo Flavio Marín (Buenos Aires, 1968). Periodista con
participación en Infobae.
Te harás una idea de lo mucho que recibe:
por eso está siempre preñada y no hace más que parir.
Primo Levi, Lilít y otros relatos
Clic, Clic, Clic; la cámara se lleva a su cerebro de cilicio
la imagen de Tamara, al toallón azul que envuelve su cabeza porque hoy no es sensual, piensa, andar mostrando
la melena: esa crispada rojiza que provocaba ayes en los
muertos; a su boca: una promesa de todas las cosas; a
sus ojos: dos hendijas amarillas en donde aletean sus
secretos.
Clic, clic y la cámara que hace clic y el cuerpo de Tamara
se inclina –altivo- hacia atrás, y ella espera a que el ojo
de la máquina, como la helada embocadura de un revólver la erotice, le devuelva el calor extraviado de las noches del Empire: a esa piel sudorosa que se derretía por
las llamaradas de luces vaporosas; en ese teatro de Buenos Aires en donde Tamara despierta cada noche preguntándose la misma pregunta: ¿cuánto resiste un mito?
El último clic y Tamara que sale de un camarín de paredes de alquitrán, de las costras de nicotina que cercan las
lámparas, que sale de esa habitación exhausta del Empire
al blanco absoluto de un pasillo errado; que camina por
donde caminó –altiva- ungida de purpurina roja, las pestañas como cactus negros, los pechos inflamados, aceitosos; las piernas sin fin. Por esos revoltijos camina Tamara,
y piensa que el frío es la muerte que te tose en la cara,
piensa, y eso no, a mí no. ¿A ella no?, que jugó con su
sonrisa glacial en cada noche como si fueran polvo de todas las noches que ahora son una: una mujer seducida por
los hilos de la noche. Todo esto podría pensar Tamara mientras camina y se ondula entre las trampas del alcohol.
Imágenes sueltas en su blog; algunos vivas, un insulto
qué vieja puta. Nada más. Eso es todo. Lo que pareciese
un par de frases mutiladas, inofensivas, acaban de demolerla como un cataclismo nocturno. Porque lo que duele
no es lo de vieja puta; duele que no la nombren por su
nombre de hembra buena. Aunque lo que punza sin estribo es su corazón de siglos que retumba, que golpea con
pánico desbocado.
Afuera las nubes han formado en el cielo un gran cerebro. Amanecerá pronto. Dos copas de vino. Mejor dormir.
Se supone que Tamara Fox dormirá hasta tarde. Apenas
despierte abrirá su blog mientras espera los últimos crac
de la cafetera. Tal vez, luego de atender asuntos ordinarios se vea –incontables veces se ha visto- en el canal de
las películas que miran las señoras mientras sus maridos
cabecean en la mesa, blandiendo una siesta de retiro. Y
por fin se escudriñe en La mujer del médico –blanco y
negro; ella, 23: pelirroja, hermosa, infiel; él, 46: alto, robusto, alcohólico, atormentado, jugador- y vuelva a quedarse dormida con imágenes calientes en su memoria: la
cabaña del pescador marplatense que la ama como una
bestia emboscada de principio del mundo sobre un ca-
mastro arruinado. También es posible que antes del anochecer alguien le telefonee. Pero
es sólo una posibilidad. Lo que sucederá cuando Tamara despierte tendrá que ver con un
deseo antiguo, algo que ostentan las mujeres
sencillas cuando se aprestan a observar a las
abejas mientras le quitan el polen a los estambres. O soñarse una reina díscola, errante, o
acaso una Eva con su fruta devorada y su Adán
echado a los abismos.
Nada más. Eso es todo.
Déjenme decir un par de cosas sobre él, el
que actuó de pescador. Cuando el actor llegó a
Buenos Aires, dos meses después de haber rodado junto a la Fox La mujer del médico, todas
las revistas y diarios lo sacaron en tapa. La estampa del hombrón de perfil de acero era como
la de un dromedario forzando una tormenta. Hay
una foto fechada el 19 de enero de 1963 en la
que se supone que Muriel tiene sexo con Tamara
Fox en el balcón de un edificio de Palermo. Pero
no es seguro. El pelo abundante de una mujer y
los hombros ateridos de un hombre, es lo único
que se ve en la foto de ese semanario con olor a
vainilla. De todos modos, los amoríos de la Fox
con Muriel eran tan evidentes como la forma
estúpida que terminaron. Se decía que nunca
se llevaron bien en la cama. ¿Qué más? Hay
noticias sueltas que hablan de un embarazo secreto de la Fox. Pero tampoco hay evidencias:
ella luce en todos los retratos su panza plana
debajo de un suéter de cachemir, un pantalón
de franela adherido a las piernas y sobre la frente
amplia y despejada sus anteojos oscuros y voluptuosos de carey. Como la Gadner está magistralmente descalza. En uno de esos diarios
ocres aparece la crónica del robo en Estambul.
En pocas palabras se podría decir que poco
antes del comienzo de los ensayos, unos ladrones, simulando trabajar para una bombonería se
metieron en su cuarto de hotel: tenían la llave.
Tamara estaba en la cama cuando entraron.
Cerca de una cómoda había una valija repleta
de dólares y una caja con alhajas y diamantes
del tamaño de una nuez. Cuando la actriz vio a
los hombres, arrojó por la ventana el maletín con
el dinero y guardó las llaves entre su ropa. Los
ladrones no lo notaron. Sólo tomaron las joyas,
ataron a las Fox a los barrotes de la cama y huyeron por la puerta de la entrada del hotel. Esa
misma tarde la actriz dijo a la prensa turca: «Hubiese preferido que me violen antes de que me
roben las joyas». Sin embargo, la historia termina así: tanto las joyas como el maletín con el
dinero aparecieron una semana después en su
cuarto junto a dos ramos de rosas rojas.
Nada más. Eso es todo.
Suena la campana del teléfono. Alguien desde temprano está llamando, pero Tamara está
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en su sueño y no alcanza a despertarse. En el
sueño –recurrente- están esos chicos desnudos con la soga al cuello que golpean las puertas del camarín. Los ha visto. Sin embargo,
Tamara que pregunta con insistencia «¿Quién
es?». Y cuando abre apenas la puerta –primero gira las llaves con las dos manos lo suficiente para que su ojo que late –siempre late- logre
ver quién está del otro lado-, ve lo que ve en
esos sueños: la oscuridad y la bolsa de basura
en la puerta del camarín. Y eso la aterra. Cuando despierta de la siesta se zambulle en la ducha, con el íntimo deseo de calcinar los recuerdos de ese sueño que sueña quién sabe desde cuándo.
Tamara despierta. La cafetera hace sus fintas
ruidosas y se apaga. Humea el café amargo
dentro del escaparate de vidrio. Enseguida
toma una ducha. El damasco que pela con vientos de diva resolverán las intermitencias del
hambre. Luego acomoda su cama apenas revuelta. Tamara piensa que ese desliz se debe
a que sus carnes no ostentan la firmeza de
aquéllos muslos de animal, de sus caderas
amplias y redondas que desguazaban la seda
de las faldas. Nada parece quedar de su cintu-
ra tenue, de su metro setenta y siete, de su sonrisa mineral, de sus pechos de girasol. Tal vez por esto se diga a sí
misma que no hay mucho tiempo, que al menos una hora
le tomará acicalarse.
Tamara frota en su cara una crema hasta dejarla suave, algo tersa, con el brillo opaco de la luna. Las pestañas
postizas en cada uno de sus párpados son erizos
encrispados. El rush -sanguíneo -con la viscosidad de la
miel le aviva el rostro, a pesar de sus ojos del color de la
fiebre. Por último su bata blanca, perfecta, nítida y el
toallón azul que le envuelve la cabeza como una boa
muerta, le imprimen aires de esclava de califas.
Ya estoy, dice, mientras le palpita un párpado. Luego la
cámara hace clic y detrás de un flash se lleva al sumidero digital la estatua de la mujer. Ahora Tamara Fox se afloja la bata. Sus senos parecen secos. El pecho afilado y
oblicuo está salpicado de lunares terrosos que se amontonan a medida que sus hombros –huesudos -también se
exponen para el hielo de otra foto. Pero esta vez no hay
flashes. Por un momento pareció que Tamara se iba a
poner a cantar una canción que habla de ángeles y de
niños robados, pero enseguida su desnudez –acaso despojada para siempre -atestigüe una contradicción
mitológica; una absurda falla en el mito, mucho después
de que su última siesta la arrope virgen.
´
El heroe
Suicida
MILAGROS SEFAIR
Usted sabe que yo nunca llego tarde al trabajo.
Sí, lo sé, tiene que haber sucedido algo grave para que llegue a esta hora.
Sí, se lo aseguro ¡Gravísimo! Todavía estoy
temblando.
Bueno, cuénteme así se tranquiliza. Le pido
que sea breve. Necesito que llame al banco a
ver si tengo que cubrir...
Le cuento, interrumpe ella y comienza a relatar lo ocurrido desbarrancando cataratas
verborrágicas.
El timbre sonó a las 7 con mucha insistencia. Yo me encontraba en la ducha y no pretendía salir envuelta en una toalla a atender a quién
sabe quién. Así que me dije ¡Que esperen! Y
me vestí lo más rápido que me fue posible.
Encima se me rompió la sandalia apenas me
la puse.
Sea breve por favor...
Sí, perdón.... Salí al jardín. Detrás de las rejas se asomaba una pareja de desconocidos.
¿Mormones? ¿Testigos de Jehová? No… Somos los padres de Gonzalito, gritaron antes de
que llegue a abrirles. ¿Está mi hijo, aquí? No...
¿Y su hijo?, ayer sé que estuvieron juntos...
¡Se los veía desesperados!
¿A quiénes?
A los padres. Los hice pasar y mientras atravesaban el jardín se disculpaban por la hora
Milagros Sefair. (Buenos Aires, 1962). Estudió Letras en Universidad de Buenos Aires. Trabajó en periodismo 1990 a 1994
Diario Bariloche y Visto Bueno. Coordinó Talleres Literatura
Bariloche Argentina y Salamanca Lima Perú, 2000 se desempeñó como guionista de cine junto a productor Willy Praváz Leslie,
2003 Los locos de la Terraza, adaptación a teatro director Juan
Vitalli. Títulos publicados en Argentina Palabras al Natural- 2010Ed. 5ta Generación. Un Ser Un universo 2011-Ed. RAS- Bordeando Abismos 2012-Ed. RAS Títulos publicados en otros países: En antologías Como verdes Guitarras y en revistas Tortuga
Ecuestre y Los Poetas del Asfalto- Lima Perú. 2013. Y ahora qué
(novela) Editorial Cartonera- Ecuador, Garantía sin Códigos 2da
edición en Los Poetas del 5, Venezuela. Puesta en escena de
adaptación a teatro de un cuento infantil de su autoría Ramona
Díaz y los duendes que este año será publicado por Altazor Editores Perú- Premios 1990 Argentina para Italia SADE ( Sociedad Argentina de Escritores), 2011- Biblioteca San Isidro y SADE.
Trabajos terminados a editarse «La Línea que divide», novela
sobre narcotráfico en Latinoamérica. «Los expropiados» novela
histórica sobre expropiaciones de tierras y niños en Latinoamérica.
En ejecución: «El precio de la fama», novela. Actualmente se
desempeña como directora y coeditora de la Revista Literaria La
City- Lima Perú.
tan temprana. «No es molestia a veces yo también me
quedo preocupada. Estos adolescentes.... Mi hijo aún
duerme pero lo despierto... Momentito.... Se quedaron con
las caras petrificadas en el living. Quietitos cual estatuas.
No querían té, ni café, ni mate, solo indagar al mío por el
paradero del suyo. El reloj dio la hora de salir para el trabajo, pero eso ya no era importante.
[ 12 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
¿Usted me entiende? Esos padres estaban desesperados...
El jefe consulta el reloj. El saldo del banco es una astilla atravesando su sien. Que si entraron los cheques, que
si no entraron los cheques. Habrá que depositar igual.
Mi hijo bajó las escaleras en 10 con los ojos hinchados
por el sueño y la almohada enredada en los rulos. Estaba
más pálido que ese pobre matrimonio pero no por el susto sino por una máscara de almidón que tapaba por completo su rostro. Tratamiento anti acné ¿Que si estuve con
él? Sí… ¿Y te dijo algo? Estaba mal porque la chica la
dejó… Esa chirusa no le conviene, agregó la madre. Me
dio un papel, me dijo que lo lea cuando me levante. Lo
tengo en el bolsillo del pantalón. Voy a buscarlo....
Subió las escaleras borracho aún por la somnolencia.
Los progenitores con la mirada clavada en los escalones que se perdían en el techo. «¿Mate?», «No». «¿Cafecito?». «No». «¿Un té?». «Tampoco». Santiago bajó con
un papel arrugado. Mientras lo desdoblaba se refregó los
ojos. Bostezó y esta vez fui yo quien miré la hora. Con
disimulo. Hacía 15 ya que debería haber salido para el
trabajo. ¡Tanto preámbulo para leer la notita!
Santiago empezó a leer:
«Para cuando leas esta carta yo ya no estaré aquí...»
Las miradas de los padres se habían vuelto cuchillas cuando mi hijo levantó la vista y los miró ¡Continúa! Le gritaron
y él continuó.
«Dile a mis amigos cuanto los amo. A vos en especial,
te dejo mi guitarra. A Francisco le dejo mi montgomery,
que tanto le gusta, a mi hermano...»
¡¿Se va a suicidar?! ¡No sigas! Grité. Los padres desarmados al borde del llanto. Yo, la sangre fría para contrarrestar a esos pobres en shock... «¡Hay que buscarlo!»
«¡Ahora!» «¿Dónde?» «¿Cómo?» «Él tenía anoche un
celular.» «Él no tiene celular». Agrega la madre para
luego…»Es el mío, yo no lo encontraba anoche», «¿se lo
llevó?». A bueno, pensé yo. Un suicida para qué quiere
un celular. Pero no dije nada. Tal vez para mandar un
mensaje a la chica antes de la estocada final. Puede ser...
El jefe asiente ya no piensa en la proyección financiera
sino en el chico y la carta suicida. Tamborilea los dedos
sobre la boca, pensativo. Usando su razonamiento capitalista da en el clavo ¿Y el pibe tenía dinero?
Buena pregunta Ingeniero, lo cierto es que
cuando la madre se pega una escapada a la
casa a verificar si en realidad el teléfono estaba o no, decide sacar del cajón algo de dinero
para emergencias. Verifica donde había guardado 2000 con el resumen de la tarjeta de crédito. Nada. Así el supuesto suicida se había
llevado un cuantioso botín ¿a su lecho de muerte?... Tal vez un festín y se le pase la depre,
con 2000 se pueden hacer muchas cosas hasta comprar una novia nueva....
Eso pensaba yo mientras corría a la casa del
vecino que tenía un aparatito conectado a la
policía y podía rastrear paraderos de celulares. Así, don Rubén dijo «calma» mientras se
peinaba los bigotes con la mano izquierda y
activó su radio magneto fon. Cuatro caras de
piedra. La mía, la del par de pobres gentes y la
de mi Santiago enmascarado aún con el almidón anti acné. Compás de espera, los corazones se advertían al ritmo de tambores.
El jefe vuelve a consultar la hora y dice ¿Para
qué se va a suicidar? Con toda esa plata que
la disfrute primero.
El informe del aparatejo daba que la señal
del celular apagado provenía de Mar del Plata.
¡Ah se fue a la playa…! ¡Qué vivo el muerto!
«¡Ya ve!», Dice el jefe pero ella pensó romántica en Alfonsina Storni, la poeta que eligió
para suicidarse la misma ciudad balnearia.
Pensó mal porque el Ingeniero tenía razón.
A los tres días el chico se comunicó e indicó
fecha y horario de regreso para que vayan a
buscarlo a la terminal. Fueron todos. Padres,
madres, tías, amigos. Cuando bajó del ómnibus no era un pícaro bribón que robó a su madre el dinero y celular. La carta suicida, el testamento y el eventual suicidio que no concretó
lo habían mutado en héroe. ¡El muy vivo estaba vivo!
A ver si nos entendemos, señorita, déjese ya
de cuentos que hay que cubrir el banco o su
héroe me va a tener que prestar otros 2000.
Decisiones, momentos, errores
LUCÍA DOMÍNGUEZ
Lucía Domínguez (Montevideo, 1993). Estudiante de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, UdelaR. Ha escrito de
manera no profesional como búsqueda de un espacio de expresión propio. Amante de la literatura y futura periodista.-
Se preguntaba si estaría muerto. Nunca había imaginado que se sentiría así, pero después de todo uno
nunca sabe lo que se siente al estar muerto. Todo lo que
veía era un gran escenario. El telón estaba bajo, como si
recién hubiera terminado una gran obra… o como si aún
no hubiera comenzado. Sentía que estaba flotando, el aire
entraba a sus pulmones tan imperceptiblemente como si
en verdad no estuviera respirando... tal vez no lo estaba,
no estaba seguro si se respiraba en el estado en el que
se encontraba. Le parecía tener sus ojos cerrados, pero
aun así veía ese telón bajo. Era irónico, toda su vida había estado destinado a estar arriba de un escenario, pero
siempre le había huido a ese destino como
quien huye de la muerte, y justamente ahora,
tan cerca de esta, todo lo que veía era un escenario. Secretamente su anhelo más grande
había sido estar detrás del telón, y cuando este
subiera ser aclamado por un público que valorase su arte, pero no había podido ser, no había tenido las agallas para que fuera. Perdido
en esas reflexiones lejanas estaba, cuando de
pronto el telón empezó a subir. Su vida empezó a transcurrir, representada por unos malos
actores... malos porque no eran él, y porque le
recordaban lo que no había sido él. Cada momento de su vida le parecía extraño, distante,
como si hubiera sido hace tanto, o como si
nunca hubiera sido.
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Derramó una lágrima, al parecer aun
podía llorar. La lágrima se transformó en un
burbuja, que se elevó, y mientras lo hacía le
mostró imágenes de un futuro que nunca iba a
suceder. Sin previo aviso la burbuja explotó,
recordándole que era todo lo que nunca iba a
ver de su futuro, no tenía futuro. Empezó a
nadar, no estaba muy seguro sobre en que
estaba nadando, no era agua, pero tampoco
aire. Miró a su alrededor y vio que estaba sobre una nube. No era una nube como las que
eran descritas en los cuentos para niños, no
era de algodón, pero tampoco le parecía que
fuera como las que aparecían en los libros de
ciencias naturales. Ni siquiera sabía con seguridad que eso fuera una nube, pero sentía que
era una nube, y después de todo, en casos así,
es lo único que importa. Estar allí le hizo rememorar todos aquellos instantes en que tampoco había importado de donde venía lo que
sentía, sino que el simple sentimiento lo había
llenado por completo. Instantes que sin importar cuanto duraran, parecían eternos... hasta
que acababan. La nube se desvaneció y lo arrojó a un lago. Primero pensó que era uno normal, uno como cualquier otro que hubiera visto
antes, luego se dio cuenta que aunque era de
agua, era agua producto de muchas lágrimas.
Se sintió triste, vinieron a él todos los momentos de su vida en los que había llorado. No eran
muchos, pero eran intensos. Cuando lloraba
era porque dolía. Otra vez derramó una lágrima, pero esta vez al convertirse en burbuja no
le mostró el futuro, sino que lo envolvió y lo
sacó del lago. Empezó a llover, una lluvia de
esas finitas, que no molesta, sino que refresca
el alma. Siempre le había gustado la lluvia, sus
mejores momentos los había pasado bajo la
lluvia. Recordó aquel amor de tormenta, por
demás tormentoso, que había tenido su apogeo bajo la lluvia. No derramó una lágrima en
esta ocasión, por lo contrario sonrió. Al sonreír
un brillo nuevo apareció en sus ojos, y así como
apareció salió de ellos y subió al cielo. En el
cielo se transformó en estrella. Él la miró, la
miró y volvió a sonreír. La lluvia lo había alegrado, al punto de olvidar que probablemente
estaba muerto. Su mente vagaba por los senderos del recuerdo, añorando con una mezcla
de melancolía y alivio aquel amor que la lluvia
había amparado. Le aliviaba saber que la lluvia había sido
la única testigo, y que para el sol nada había sucedido.
De no ser así las cosas hubieran sido diferentes, y no
pensaría en eso con melancolía, ni siquiera lo añoraría.
Había dejado muchos amores inconclusos, pero no le
molestaba, al contrario, ahora que seguramente estaba
muerto iba a poder entretenerse pensando finales para
cada historia. Los finales nunca habían sido su fuerte,
ninguno le convencía, si no les sobraba algo, les faltaba
otra cosa… por eso dejaba todo inconcluso.
Al pensar el asunto del tiempo libre a causa de la
muerte, necesariamente la recordó. Al recordarla se dio
cuenta que en realidad no sabía porque pensaba que
estaba muerto, no sabía que era lo que había depositado
esa duda en él. No era una persona que dudara de las
cosas, al contrario, tomaba una postura e iba adelante.
Esta vez le costaba decidirse, y a decir verdad, no importaba mucho lo que él decidiera… después de todo, estaba muerto… tal vez. Se dejó llevar, en algún momento
alguien tendría que avisarle que estaba muerto, no lo podían dejar a la deriva todo el tiempo. Aunque quien sabe
si ahí existía el tiempo.
Todavía no podía abrir los ojos, no comprendía
como era que entonces podía ver. No era que importara,
podía ver y punto, conocer la razón no iba a cambiar nada.
Siempre en su vida le había buscado una razón a todo, si
no había razón simplemente se rehusaba a entenderlo.
Quizás por eso no entendía si estaba muerto, porque no
recordaba las razones. Así que pensó. Trató de pensar
en que había pasado antes, pero no notaba nada importante, tendría que haber prestado más atención a la representación de aquellos malos actores.
Empezó a sentirse incómodo. Tratar de pensar en
los minutos antes de su supuesta muerte lo hacía sentir
así. Minutos, horas, días, años, ahora nada de eso tenía
sentido. No importaba lo que había hecho un día, no importaba cuanto había demorado en hacer algo, ahora,
viéndolo desde donde él veía todo, lo que importaba era
lo que había vivido y lo que no, lo que había sentido y lo
que no, pero no determinado día, determinado año, sino
en su vida como lo que había sido… vida. Ahora se preguntaba si en verdad había sido vida, ahora entendía lo
que significaba esa palabra de cuatro letras que tantas
veces había pronunciado, escrito o simplemente pensado. Tantas veces había corrido detrás del tiempo, y ahora
sentía que al hacerlo solo había hecho eso, gastar tiempo. Ni siquiera quería tener más tiempo ahora. Siempre
creyó que al morir lo que iba a pedir sería eso; pero ahora, muerto o no, con los errores cometidos en su vida apareciendo claramente plasmados en el lienzo, no quería
tiempo, no quería volver ni cambiar nada. Las cosas que
había hecho las había hecho por algo, lo que había sentido en su momento era lo que necesitaba sentir para llegar a este momento y no lamentar estar muerto, sino por
el contrario, alegrarse de haber estado vivo. Fue ahí cuando simplemente abrió los ojos y lo entendió….
[ 14 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
El ´
idolo de Sagitario
ÁLVARO CALAFAT
– Dice Gómez que la culpa es del ídolo.
Nos reímos seguros de que es joda, y también porque
junto a Martínez, quien siempre lo defiende a muerte,
Gómez está bien lejos, en la sala del reactor de fusión
con el grupo de técnicos que llegaron de la Tierra para
revisar toda la nave. Pero las manos que agita el capitán
dicen que va en serio, y entonces nos cuenta de la entrevista privada solicitada por Gómez justo antes de irnos a
hibernar, su conclusión sin pruebas ni argumentos manifestada de manera casi indiferente, como si fuera obvio,
pero repitiéndose una y otra vez, aunque de diferentes
formas, si el capitán lo miraba buscándole la punta a la
broma. Sólo Acevedo ríe ahora, mientras el resto nos enderezamos en las poltronas alrededor de la pequeña mesa
de la sala de recreación. No parecen cosas del capitán
dejar la historia en el aire, sin comentarios, encogiendo
los hombros y sirviéndose otro poco del licor de arroz que
subimos de contrabando en Delta Pavonis.
Ahora entendemos por qué Gómez, allá en Sagitario,
consideraba inútil, aunque sin explicarse, todo aquello que
hacíamos para corregir el rumbo, participando con desgana en la revisión de los sistemas y divertido en las pruebas psicológicas realizadas por la doctora y Acevedo a
Caronte, el computador de a bordo. Ariadna y yo buscábamos en vano una repentina tormenta estelar o la explosión de una supernova, y Gómez apenas si decidió
sacudirse esa extraña indolencia cuando volvimos a prestarle atención a la radiactividad emitida por el ídolo, interés prontamente devenido en una irreconocible decepción al nosotros concluir que era demasiado débil para
causar tanto desbarajuste. Al final, cuando decididos a
pasar a manual como último recurso, Gómez se hizo definitivamente a un lado y aprovechó la situación para jugar ajedrez con Caronte, una de las pocas funciones que
le dejamos habilitadas, y para preparar la porquería de
café que sólo él y Martínez son capaces de beber. Estoy
convencido, aunque todavía se niegue a confesarlo, que
fue él el gracioso que programó ese antiquísimo film de
ciencia ficción cuando nos dimos por vencidos y quisimos distraernos un rato antes de irnos a dormir, ése en el
cual el computador de la nave se vuelve loco y asesina a
casi toda la tripulación.
En todo caso, el capitán tiene razón: a estas alturas,
echarle la culpa al ídolo resulta tan sensato como echársela a un chorro de rayos gamma, a una confabulación
de números primos o a un espíritu burlón jugando con los
controles. Sólo tenemos preguntas para lo que sucede;
no sabemos por qué en Sagitario comenzamos a acelerar en dirección a la Tierra y no de regreso a GJ784, ni por
qué se apagaron Caronte y el reactor ni bien conseguimos nuestra órbita alrededor de la Luna, quedando en
funcionamiento sólo los sistemas indispensables para la
supervivencia. En fin, no hay manera de mover la nave, y
el desconcierto en los rostros de los técnicos de la compañía que ahora cruzan la sala hacia los ionizadores de
hidrógeno es absoluto y hasta gracioso. Martínez, notoriamente orgullosa de estar al frente de la inspección, se
acerca para informarle al capitán que la cadena de sucesos ha sido imposible de simular en el superordenador
Álvaro Calafat (Montevideo, 1963). Doctor en química, Profesor titular de la Universidad Nacional Experimental de Táchira, Venezuela. Finalista del I Premio «Palabra Sobre Palabra», de relato breve, con
su obra «Counterpunch». El mismo relato formó parte de su libro «El Viaje». Asimismo, ha obtenido también diversas menciones y premios en el género narrativo y lírico.
de la estación internacional. Poco después,
Gómez atraviesa el salón con un andar perezoso, silbando una canción sobre astronautas
que fue popular mil años atrás. Cuando pasa
junto al capitán – ahora que sabemos lo que él
asegura–, le sorprendemos una mueca y un
movimiento de su cabeza con los cuales reafirma que está en lo cierto.
– A propósito del ídolo…– dice el capitán,
montándole una sonrisa al lento pasar de
Gómez.
Lo encontramos en GJ783, el final de nuestra ruta, mientras buscábamos rastros de una
colonia que en el centro de operaciones de Altar nos enteramos había enviado un reporte de
emergencia un par de años atrás. En un informe detallado, mostraban tornados y terremotos al parecer repentinos que amenazaban las
estructuras de las cúpulas y los sistemas de
vida. No había pánico en aquel mensaje, acaso si un tono de aprensión, un por si acaso y a
ver si están atentos. Pero no es trabajo de la
compañía, la cual respondió sólo para asegurar las labores en las minas automatizadas de
gas; no es trabajo nuestro, entonces, pero ya
que andaríamos por allí mucho antes que a la
base llegara un segundo mensaje de la colonia – o que arribara desde la Tierra una nave
para su evacuación si el reporte inicial se les
antojara de extinción inminente–, bueno, era
cosa de echar un vistazo y darles una mano si
la situación no rebasaba los recursos disponibles. Recién en Delta Pavonis recibimos novedades, ya más preocupantes porque la colonia
se había visto en la necesidad de apretujarse
un poco cuando dos cúpulas habían quedado
a la miseria luego de un terremoto cuyas imágenes helaban la sangre. Pero llegando a las
minas de kamacita en GJ784, en el viaje de
ida, entendimos que no había transmitido mensajes en más de diez años. Así son las comunicaciones en el espacio: no sirven para nada;
o para decir chau, adiós, nos jodimos, cambio
y fuera; para avisar que te vas a dormir mientras llega el rescate que organiza la compañía
para recuperar nave y carga, porque, la verdad, nosotros importamos poco.
Al teniente, a Acevedo y a mí nos mandaron
al planeta a pasear en el Rover luego de darle
la vuelta por tercera vez y no hallar nada. Era
Literatosis.com
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inaudito: ni siquiera vestigios de las minas y de
sus excavadoras, de los depósitos siempre llenos a la espera de los cargueros. Arrasado el
planeta en los casi diecinueve años que duró
nuestro viaje, devastada la colonia y
desintegrados sus restos en los poco más de
treinta años transcurridos sobre esa roca ahora sin señales de vida. Esperábamos conseguir trozos de aleaciones, una caja negra, pedazos de tortas de silicio de los generadores
eléctricos; en cambio, persiguiendo el foco de
una repentina anomalía en la radiactividad natural, aparecida justo después de una formidable tormenta de arena durante la cual tuvimos
que calmar a Acevedo con un par de sopapos,
nos topamos con el ídolo. Una figura humana
representada con lo justo pero con un riguroso
sentido de las proporciones, erguida y con las
piernas marcadas por un breve surco, la cabeza alzada con orgullo, la nariz señalada apenas y los brazos cruzados sobre el pecho. Un
hombre o un dios hermoso, casi blanco, imponiendo obediencia con sus escasos cuarenta
centímetros y desde su expresión extraordinariamente grave para un rostro sin ojos ni cejas
ni boca. Sostiene Ariadna que el ídolo no tiene
por qué haber estado en manos de los colonos, y, por lo tanto, puede ser el hallazgo arqueológico más importante de la humanidad.
La idea ya es popular entre nosotros porque
sugiere el montón de plata que puede valer.
Eso es el ídolo: un montón de dinero en el
mercado negro o de parte de un coleccionista
privado. La estatuilla, sin embargo, pertenece
por contrato a la compañía, a no ser que decidamos dejarla fuera del inventario. Lamentablemente, dice el capitán, extendiendo el brazo y levantando bien su vaso para que lo observemos, no se trata de cajas de licor de arroz
o rarísima ropa de puro algodón por las cuales
los jefes miran para otro lado. De allí su resistencia a meterse en un negocio donde ponga
en juego su pensión cuando le queda poco para
completar un tercer viaje y ya anda acariciando los setenta años. La mayoría de nosotros,
porque recién hemos terminado una primera
misión, quisiéramos arriesgarnos, pero tal vez
no a costa del capitán y de Gómez, y hasta de
la doctora, los veteranos. El único que piensa
diferente es Acevedo, retorciéndose en su
asiento con una mirada detrás de la cual se
advierte una grosera maquinación. Seguro fue
él quien registró los camarotes de Ariadna y
mío; o quizás fue el teniente, porque habla poco
y jamás se le borra la sonrisa del rostro. Eso
es el ídolo para casi todos: una oportunidad
para la avaricia oculta en un cajón forrado en
plomo a buen resguardo.
Tampoco para Gómez pasó inadvertido, aunque ahora es necesario creer que sus motivos
fueron otros. Ariadna y yo, a veces, también
hemos querido verlo con otros ojos. Buscando
con Caronte en los archivos, antes que en Sagitario comenzaran los problemas, encontramos estatuillas semejantes en las Cícladas con
cinco o seis mil años de antigüedad, primeras
maravillas de una cultura floreciente devastada por bárbaros pueblos del mar. No recuerdo
de qué manera hizo Caronte la relación cuando empezó
a mostrarnos mitos mayas y aztecas, tibetanos y
guaraníes, que terminaron esculpidos y pintados en dioses destructores de soles, de mundos y gente, en busca
de la creación perfecta. Nos gustó un cuento de un tal
Cortázar que consiguió Caronte, seguro que por casualidad, en el cual, de la comunión de sus personajes con él,
un ídolo de una época despiadada se aprovecha de los
odios provocados por un triángulo amoroso para exigir un
sacrificio y aplacar de esa manera su sed de sangre. Un
ídolo que responde a nuestros más oscuros pensamientos y actúa en consecuencia, recuerdo que dijo Ariadna, y
yo un poco extrañado porque las tesis poéticas casi siempre son mías. Como a Ariadna, me fascina la idea de una
civilización similar a la nuestra, tan cerca de nosotros, quizás devastada por las mismas razones que hicieron desaparecer a la colonia. Tal vez alcanzó un grado de desarrollo tal como para estar ella en nuestros orígenes. Era
cosa de regresar, hurgar y encontrar, decía Ariadna, mientras escondíamos el ídolo con la complicidad del capitán
y del propio Gómez. Ahora, sin embargo, le propongo a
Ariadna una historia con un desenlace brutal para que
encaje la firme opinión de Gómez. Ella se ríe porque le
adjudicamos a la estatuilla un propósito y negamos lo más
probable, que lo sucedido sea consecuencia de una serie
de eventos caóticos. Podríamos haber ido a parar a cualquier otra parte, dice, tan segura, y yo, de todas maneras,
ya estaba decidido a no dormir sabiendo que, de tener
razón, las consecuencias son quizás liberadoras pero
espantosas.
Así que vago por la nave solitaria y en silencio, aun
cuando sé que deseo ir hacia el mirador de estribor para
observar la Tierra casi con nostalgia, el anillo que la rodea, tan lleno de luces y gente, los cientos de ascensores
gravitatorios que apenas logro distinguir. Ninguno de nosotros pensó en regresar jamás. Es un serio problema, a
veces demasiado doloroso. La abandoné con dieciséis
años, dejando atrás a una hermana menor que, a mi regreso, tiene ochenta y tres, es decir, casi cuarenta años
más que yo. Tiene una hija nacida diecisiete años después de mi partida y resulta que la he conocido
cincuentona, ocho años mayor que yo. Nadie que escoge
este trabajo deja esposa e hijos atrás, porque sabe que
los encontrará muertos, muertos también los amigos y
los padres. Yo debo agradecer el haber encontrado a los
míos vivos, los dos ya más que centenarios. Por eso nos
preparan y nos envían a las estrellas todavía adolescentes. Nuestra vida – si se puede llamar vida a hibernar la
mayor parte del tiempo– se reduce a los límites de la nave
y con suerte en ella nos enamoramos de un colega científico, de un ingeniero mecánico, y el pasar del tiempo se
hace más llevadero. Pero la mayoría no tiene esa fortuna
y entonces espera el retiro luego de dos expediciones –
un promedio de tres décadas en el reloj de a bordo– y,
con todo el salario ahorrado y cincuenta años, elige un
planeta agradable y a la mano donde pasar otro medio
siglo. A Ariadna le gusta una colonia de GJ674, la doctora
compró hace décadas una granja de pejerreyes en un
mundo acuático de Gamma Pavonis; el capitán dice que
pondrá un bar en Altaír.
Además, regresar a la Tierra para qué, si la mayoría
decide soportar esta larga suerte de inexistencia con la
secreta intención de huir de ese mundo superpoblado y
lleno de venenos y de hambre, de guerras codiciosas y
violencia gratuita, de egoísmo y anhelos sórdidos.
– Con todo– dice Gómez, apareciendo de pronto y apoyándose en la baranda junto a mí–, es un espectáculo
maravilloso.
[ 16 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Lo miro despacio, buscándole un gesto de ironía o de
lástima. No es un secreto que Gómez la odia, a la humanidad toda, maldita por milenios en la Tierra o cuando
llegue a Andrómeda, poblando Marte o un satélite de un
planeta en la constelación de El Pastor. Aquí estamos
nosotros, viajando por el espacio para continuar satisfaciendo con energía, agua y minerales el insensato deseo
de unos pocos por esclavizar a la mayoría, recorriendo
las estrellas cercanas luego de siglos saqueando la Luna,
el cinturón de asteroides, cada rincón del sistema solar.
Por algo Gómez ha preferido cumplir ochenta y cuatro
años, casi cuatro misiones, subido a una nave donde la
fraternidad es necesaria entre aquellos que desean sobrevivir, la cual pronto se hace costumbre o se convierte
en sinceros afectos. Pero allá afuera, dice, la misma gente, las miserias de siempre, y uno sabe que es de los que
esperan con paciencia el asteroide o la siempre esquivada guerra nuclear que nos extinga, de aquellos que sonríen casi con ternura ante los que aguardan por el regreso de un dios, un golpe de suerte o un avance tecnológico que enderece el camino. Sonríe casi sin proponérselo,
y entonces aprovecho para contarle lo que creo saber del
ídolo.
– No sé cómo me reconoció después de casi treinta
años– empieza diciendo Gómez, luego de haberme escuchado sin apartar la mirada de la Tierra–. Quizás porque es uno de esos tipos que se retiran para quedarse en
una estación espacial haciendo cualquier cosa; de esos
que precisan estar cerca de las estrellas, de ese ir y venir
de naves y de recuerdos, evocando viejos rostros y nombres mientras comparten historias de mundos de tres soles que impresionan tanto a los novatos. Nos topamos
mientras liquidábamos en Delta Pavonis el asunto del licor y me invitó una cerveza trapista hecha con una receta
del siglo diecisiete. Ese sí es un negocio, le dije al capitán. Y es verdad: esa cerveza sería capaz de forrarnos en
un solo viaje.
Treinta años atrás, en Beta Hydris, el tipo le había mostrado un holograma del ídolo porque a Gómez lo entusiasmaron con lo del contrabando desde que estaba en
los cursos de entrenamiento, y ni bien le asignaron una
ruta fue rápido haciendo contactos confiables. Los compañeros lo habían puesto al tanto y el tipo se empeñó en
compartir camarote con Gómez durante esa situación rarísima en que dos naves coinciden en una base intermedia y todos apretados como en una ratonera. Ellos habían llegado con víveres para una pequeña colonia recién establecida y la nave de Gómez con máquinas y piezas para comenzar la explotación de torianita cerca del
polo. Al final no hicieron negocios porque el ídolo era otra
cosa, asuntos de arte y ciencia en las cuales Gómez nunca quiso meterse, quizás porque no aprendió por falta de
interés o porque era mercancía muy rara y, por lo tanto,
llena de apuros.
Ellos lo habían encontrado como hallamos nosotros al
nuestro, recorriendo la región donde suponían estaba la
colonia, ya que, orbitando, de ella no habían conseguido
rastros. De esa gente Gómez se acordaba muy bien debido a que su nave los había trasladado hasta allí en el
viaje de ida. Gente ignorante y codiciosa, recordaba, aventureros embaucados por la compañía en uno de esos experimentos que de cuando en cuando se saca de la man-
ga para disminuir costos; mujeres y niños, pobres, arrastrados por un montón de idiotas a ese planeta de mierda
con promesas de riquezas en menos de una generación.
A Gómez no le pareció extraño que murieran o se mataran en tan poco tiempo, y el tipo encogió los hombros y
volvió a la carga con planes e irresistibles propuestas como
para que Gómez diera marcha atrás y aceptara encargarse de vender el ídolo.
En Delta Pavonis, Gómez necesitó tiempo y exprimir
bastante la memoria, pero todo fue regresando poco a
poco, cerveza tras cerveza. Al final, el tipo quiso contarle
lo sucedido en Beta Hydris al momento de ellos partir. Y
es increíble lo que Gómez repite porque atropellan de pronto los mismos acontecimientos que nos tocó vivir: la nave
que toma un destino diferente y de manera inexplicable,
los intentos inútiles por recuperar el rumbo, esa manera
de irse a dormir, derrotados y aturdidos, para despertar,
años después, dándole vueltas a un planeta con el reactor sin funcionar y la computadora de a bordo en completo silencio. Una, dos semanas revisando los sistemas sin
encontrar el desperfecto, sin ideas para al menos aventurar lo que sucedía. Y de pronto, sin esperarlo, todo volvía
a funcionar, la nave en perfectas condiciones poco después que el ídolo pudo ser vendido y fue trasladado al
planeta. Sí, sí, dice la cabeza de Gómez, moviéndose de
arriba abajo, y yo con la boca abierta por tanta sorpresa.
Y aquí viene lo mejor, continúa, volteando para mirarme
por primera vez en todo este rato:
– Donde nosotros encontramos al ídolo, en GJ783 de
Sagitario; justamente a ese planeta habían ido a parar.
Quiero correr donde Ariadna para que sepa que tengo
razón, para que acepte al ídolo vivo y dispuesto a cumplir
con su misión. Sin embargo, necesito una última respuesta, tal vez para redondear la historia y confirmar aquello
que de pronto quiso dejar de ser duda.
– ¿Y por qué no insistió con el capitán? ¿Por qué no
contarle esta historia?– le pregunto, y el rostro de Gómez
es luz en los ojos y en la sonrisa.
– Qué se yo. De pronto me pareció lindo lo que iba a
suceder, y no quise que nadie se viera obligado a evitarlo.
Y así como empezó ha terminado. Gómez lo presentía
y no sé por qué esperó tanto, tal vez debido a testarudos
instantes llenos de escrúpulos. Hace veinticuatro horas
que funciona el reactor de fusión y todos los sistemas; y
Caronte, consciente del tiempo que ha estado desconectado, nos exige, indignado, una explicación. Acevedo también, y demanda, además, a las puteadas, que se persiga a Gómez y se recupere el ídolo; pero el capitán, hombre de palabra aun sin entender nada, se niega a notificarlo a la compañía hasta hablar conmigo a solas en su
camarote. Martínez lleva un día entero llorando desconsolada; yo trato de animarla con un par de mentiras bondadosas, pues ella no comprendería el anhelo que Gómez
ha querido satisfacer, el propósito que ha creído descubrir para el final de sus días.
Nos han dado permiso para regresar a nuestra ruta. De
GJ674, en Altar, hasta GJ784, porque aquel antiguo destino, en GJ783, es un planeta muerto que tardará tiempo
en ser explotado otra vez. Muerta también está la Tierra,
dentro de poco arena y tormentas con un ídolo enterrado
y a la espera. Ariadna y yo, en el mirador de estribor, la
observamos con algo de pena, tal como ya no volverá a
ser jamás, por última vez.
Literatosis.com
- [ 17 ]
De chorros, atracos y otras yerbas -menos marihuanaPAULINA JUSZKO
Peripecia primeraa
Una octogenaria acaba de cobrar su beneficio jubilatorio en un banco de la localidad suburbana de Elisaville. 650 pesos. Contempla
amorosamente los billetes de cien nuevecitos,
los pliega con cuidado, los envuelve en el talón del cheque e introduce el rollito en su corpiño (1) que, junto con las ligas, constituye una
de las cajas fuertes más inexpugnables de la
femenina especie. El billete de cinco lo pone
en el monedero.
Mientras camina hacia su domicilio tararea
La Cuca que lo tiró (2) de la Pantera Pocho,
concentrando todos sus pensamientos en el
ministro de Economía. Luego pasa a una actitud más positiva, solazándose con la idea de
que al fin podrá comprarse el remedio para el
reuma..
Es la una, verano, calles y jardines están
desiertos debido a la canícula y al ejercicio del
diario yantar. Una solitaria transeúnte se acerca a nuestra jubilada preguntándole la hora.
Esta última (la jubilada, no la hora) no desconfía por tratarse de una congénere vestida correctamente y que se dirige a ella con buenos
modales.Se detiene para decirle que no lleva
reloj (porque al que tenía se lo robaron una vez
que viajó en tren a Hudson City, a lo de unos
parientes, y ya no pudo comprarse ni siquiera
uno de ésos de diez pesos; pero estos detalles
no le interesarán seguramente a su
interlocutora), sin embargo salió del banco a la
una menos cinco, así que debe ser la una y
cinco. La otra la escucha cortésmente y después le dice:
Dame la plata, abuela. Si no hacés escándalo, no te va a pasar nada. En aquel auto
hay dos tipos y uno te está apuntando con un
revólver.
Efectivamente, un Renault blanco
acaba de estacionar a pocos metros. La atracada (que podrá ser vieja, pero no come vidrio
molido) le tiende temblando su monedero, con
la dulce esperanza de salvar los 600 que anidan entre sus fláccidos pechos.
No, querida, dame lo que te pusiste en
el corpiño. – insiste la atracadora con una sonrisa irónica.
Entretanto uno de sus cómplices ha bajado
del coche y se acerca con la mano y algo más
en el bolsillo de la campera. Una vez que el
botín está en poder de su compañera, el quía
sugiere, lleno de solicitud:
Devolvele el talón del cheque, así la
abuela no tiene problemas cuando vaya al
médico de la obra social.
Se suben al auto y chau: si me has visto,
te recomiendo que no te acuerdes.
Paulina Juszko (Buenos Aires, s/d). Actualmente reside en
Villa Elisa. Publicó dos poemarios: Poemas del Yo dios y Chant
posmoderne; tres novelas: Te quiero solamente pa bailar la
cumbia, Esplendores y miserias de Villa Teo y El año del bicho
bolita; un ensayo: El humor de las argentinas; una obra de carácter testimonial: Vivir en Villa Elisa (declarada de interés cultural por la Municipalidad de La Plata). Su obra figura en varias
antologías y revistas literarias. Entre sus inéditos se cuentan
tres novelas en las que abunda la sátira sociopolítica, el humor
negro y el grotesco, una novela policial y otras obras decididamente humorísticas; un libro de poemas; dos piezas de teatro;
etc. Ha dado numerosas conferencias sobre temas relacionados con la literatura y participado como panelista en diversos
encuentros de escritores, nacionales e internacionales. Colabora con artículos en la prensa regional. Fue columnista en programas radiales. Ha sido traducida al italiano y al ruso. Recibió
una Mención (1997) y el 3er premio de novela del Fondo Nacional de las Artes(1998), el premio Virtud (Fundación Principios,
Min. Desarrollo Social –2006) y la distinción Mujer Destacada
de Villa Elisa (8 de marzo/2009, Delegación Municipal). En 2010
fue coordinadora y ponente de las Primeras Jornadas Argentinas «Literatura y Humor» - Complejo Bibliotecario Municipal de
La Plata – Palacio López Merino, 2 y 3 de diciembre. Invitada
por la Dción. de Cultura de la municipalidad de La Plata a participar en la Feria del Libro Platense con las charlas «La lectura
enamorada» y «Poesía y humor» (Pasaje «Dardo Rocha», mayo/
2013)
Peripecia segunda
Compungida, cariacontecida, llorosa y gimoteante, la
cuitada pasiva se apersona en la comisaría a fin de hacer
la denuncia, pese a las amenazas – siempre corteses –
de los asaltantes: - Te aconsejamos que no hagas la denuncia, abuela. Si vas a la policía, sos boleta. Y no queremos hacerte daño.
Es la primera vez en su vida que pisa una seccional
y no se imaginaba que estaría tan concurrida. La de la
mesa de entrada le explica que cayó en mal momento: un
sobrino del Jefe de Policía, detenido por una patota al
volver de madrugada de un boliche bailable, fue golpeado y dejado en ... como el Supremo lo echó al mundo, en
la avenida y 16; se sospechaba que los autores del hecho eran homosesuales drogaditos, por lo cual se había
practicado una razzia entre el elemento gay de la zona y
se los estaba interrogando.
- Tendrá que esperar su
turno, señora.
Nuestra protagonista se resigna a la amansadora
entre la pintoresca concurrencia – en esto de la resignación le sobra entrenamiento. Uno de los raritos (para ella
son invertidos o maricas, aunque ahora les digan trolos)
le cede su lugar en el banco del hall. El de al lado, que
luce una melena afro y las uñas de manos y pies esmaltadas, le pregunta qué le pasó.
Ya no hay seguridad en las calles, ni siquiera en
Elisaville. – comenta – Y todos los muertos nos los cargan a nosotros, ¿le parece bien, abuela? No porque seamos putos nos van a echar la culpa de todo lo que pasa,
es una injusticia.
Doña X. no sabe qué contestar, sonríe con una
vacilante sonrisa de compromiso. Pobre vieja, demasia-
[ 18 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
do en un día: primero el asalto y ahora este cónclave de
gays. Pasan los minutos.
Ya hace dos horas que
espera, muerta de hambre y de sueño (se perdió su siestita) cuando la hacen pasar a una oficina donde un uniformado, con cara no se sabe bien si de aburrido o de cansado, está sentado detrás de una máquina de escribir.
Como no la invita a sentarse – los chorros y los maricas
eran más educados – la víctima, paradita, declara que el
hecho tuvo lugar el 1º de diciembre en la esquina de 14 y
38, a las 13 aproximadamente.¿Puede describir a los
asaltantes? Perfectamente, ella será vieja, pero muy observadora. La mujer de unos treinta años, estatura mediana, delgada, pelo castaño oscuro, ojos marrones, nariz respingada, boca más bien grande y un lunar en la
mejilla, en la derecha, le parece; vestía una pollera blanca y una camisa de seda floreada, sandalias y bolso negros. El hombre que bajó del auto era más o menos de la
misma edad, alto, flaco, morocho, la nariz como quebrada; no tuvo tiempo de fijarse en el color de los ojos, pero
debían ser comunes, pardos, porque de lo contrario le
habrían llamado la atención, tenía un vaquero gastado,
una campera de la misma tela y remera negra. Ambos se
expresaban bien, sin gritar, con una voz agradable. Ah,
otra cosa, él llevaba una alianza en la mano izquierda. Al
otro no lo pudo ver puesto que se quedó en el coche, era
el que manejaba. El auto, sí, un Renault blanco, no sabría decir qué modelo, de eso ella no entiende nada y no
pudo verle la chapa porque estacionaron a unos cuantos
metros y después se fueron a toda velocidad.
¿Los van a buscar, oficial?
En este momento no disponemos de móvil, abuela. Además si nos pondríamos a buscar a todos los
asaltantes, no nos alcanzaría ni el triple de los móviles
que contamos. ¿Sabe las denuncias que hay por día?
Agradezca de que no le robaron los documentos, por lo
menos, y de que no la lastimaron como a otros,
como al chico de anoche, sin ir más lejos. Lea
y firme aquí, por favor.
¿Entonces no vale la pena molestarse
en hacer la denuncia? – musita la anciana,
intimidada por el tono perentorio del representante de la ley y el orden.
Al contrario, - le contestan severamente – hay obligación de hacerla y además es
completamente gratuito, no se paga como para
otros trámites. Por ahi, quién le dice, los agarramos infargantis cometiendo un nuevo delito
y, como ya está la denuncia, les hacemos confesar lo suyo. Cualquier cosa, le avisamos.
Doña X. abandona la comisaría en un
estado de perplejidad vecino de la estupefacción. Por el momento sólo puede pensar en las
faltas de ortografía de la copia que firmó (en
sus tiempos fue maestra): naris, ceda,
zandalias, meguilia, haliansa... ¡un horror! Y tiene la extraña sensación de haber escapado por
un pelo de que la metieran presa a ella. Luego
vendrán las lágrimas, el rechinar y crujir de dientes, cuando se dé cuenta cabal de que dispone de cinco pesos para afrontar el mes y de
que no hay Chapulín Colorado que pueda ayudarla.
-----(1) En itálicas los argentinismos y barbarismos propios de la lengua popular.
(2) Canción con doble sentido del repertorio de un cantante popular.Eufemismo por la
expresión insultante La puta que lo parió.
Fuego en lo de Don Alfonso
IVÁN PAN
Iván Pan (Montevideo, 1964). De profesión, Matemático registrado en la ANII.
Miguel opina que debemos beber vino tinto cuando
sentimos que el día está acabado. Siempre pensé que
Miguel era una gaviota humana, pero nunca tuve una sensación tan nítida de haber escuchado una verdad absoluta como aquella vez que decidió compartir con nosotros
su ridícula filosofía de botiquín.
Desde que tengo quince años lo veo al Cholo, como
le dicen sus compinches de borrachera, chocarse con la
columna del alumbrado que lo espera inamovible, a metro y medio de la puerta del boliche de Don Alfonso. Su
esposa, Doña Elvira, se marchitó de tanto verlo deambular sin ton ni son entre las barras de los bares de Santa
Lucía, para luego abandonarlo definitivamente en una
noche lluviosa del invierno de 1985, le escuchamos confesar en repetidas ocasiones.
Cuando la lluvia se aburrió de golpear con tristeza en
los ventanales del barrio, lavando las viejas persianas
oscurecidas por el traqueteo imparable del tiempo, el invierno se decidió a partir. No tengo recuerdos de otro tan
lluvioso; casi que nos lleva el río en uno de sus avances,
que tanto nos angustiaron durante esos tres
meses interminables. No mi amigo, no se equivoque. No fue el invierno de 1985 y sí el de
una década y poco después, en 1998, si mal
no recuerdo.
Miguel había muerto el día que entró la primavera. La primera botella de vino blanco que
descorchábamos desde la navidad y no pude
dejar de proponer un brindis por él. Sabía que
el Cholo no hubiera aprobado el color del trago que íbamos a deglutir en su honor, pero teníamos la absoluta necesidad de olvidar aquellas noches heladas que nos aproximaron, tal
vez en demasía, pero que también introdujeron en nuestra relación una cierta competición
acompañada de indiferencia a lo que el otro
pudiera sentir.
Cuando llegamos al final de la botella me
pareció que era hora de pensar en la discusión
de la noche anterior, después que Sonia nos
preguntó por qué no nos dábamos un tiro en la
cabeza y nos dejábamos de joder con esa es-
Literatosis.com
- [ 19 ]
tupidez de la «Naranja Mecánica». Al principio
no quisimos darle pelota, pero luego nos enfrascamos en una charla sin fin al respecto de
lo inútil que era dedicarse a conversar de forma inconsecuente sobre la idiotez de la mayoría de los humanos.
Nos detuvimos en cada acción desde el
comienzo de la velada; en cada comentario
previo de esta reverenda nava que, sabíamos
de sobra, no aspiraba a otra cosa que chuparle la pija al primer macho que se le presentara.
Jamás debimos haberle permitido participar de
nuestras reuniones secretas; allí sí que se hablaba de cosas serias. Nada de drogarse al
pedo en medio a delicados discursos adolescentes. Queríamos dejar una huella en el mundo, sin más ni menos.
Se estuvo de acuerdo con la parte principal de mis argumentos y decidimos por unanimidad que debíamos aplicarle una sanción
ejemplar; como para que no se le fuera a ocurrir, a algún otro de los papanatas que nos
idolatraban, el hacerse los sabetodos y sentirse con derecho a agredirnos de esa forma.
Agresión ésta, no menos falsa que injusta.
El plan era muy simple y fácil de llevar a
cabo. Iríamos a contratar un matoncito callejero, de esos que se encuentran fácilmente a
la salida de los bailes, al que le incumbiríamos
la bella tarea de violarla. Nada más tierno que
obligarle, brutalmente, a hacer lo que más deseaba.
Jaime conocía al Mota chico, un personaje
capaz de cualquier cosa por un papel de merca. El Mota tenía dos hermanos que sabían muy
bien hacer trabajitos de delincuentes y que
siempre estaban dispuestos a enfrentar pequeñas odiseas de crimen por algún dividendo.
Pensamos que un poco de relax no les iba a
venir mal.
Le estudiamos todos los movimientos. A
que horas salía de su casa para ir a la clase de
yoga, a que horas volvía de la casa del novio,
cuanto tiempo ponía para recorrer la distancia
de su casa hasta el trabajo, todo. Le dimos las
coordenadas al mayor de los Mota y nos dedicamos a esperar que el día y la hora señalados nos recibieran con plena satisfacción de
que estábamos cumpliendo con nuestro destino.
El reloj marcaba las seis de la tarde en
punto cuando recibí el mensaje. Supuse que
sería alguna ridiculez de las de siempre, pero
no. Era el tatequieto total, la sospechada confirmación de que todo lo que soñamos no fue
más que una imagen retorcida de nuestra inocente percepción de lo que nos rodea. No me
pareció oportuno llamar a Jaime y los otros para
vomitarles de una sola vez una revelación de
aquel tenor. No es que tuviera pretensiones de
sabiondo y esas cosas; que pensara que tenía
una estructura sicológica mejor constituida
como para entender y digerir más calmamente
una noticia desgastante como aquella. Lo que
pasaba era que Jaime y los demás nunca supieron encarar la realidad de la misma forma
que yo; nunca aprendieron a manejar las
incumbencias con que el destino nos cerraba el paso.
Estaba seguro de que intentarían escabullirse en fantasías superfluas y dejarían pasar esta bella oportunidad
de transformarse en alguien o algo provisto de algún tipo
de interés.
No reconocí el número de celular. El texto era significativo: a las 10 de la noche en lo de Don Alfonso. Gracias
por el brindis; a título de firma: La violación.
La estupidez era tan clara que no cabía la menor duda.
Alguien estaba jugándonos una broma insensata, en principio sin ningún tipo de segundas intenciones, pero mezclando cosas que no se podían mezclar. Cómo era posible que alguien estuviera al tanto de esas dos ocurrencias, aparte de nosotros mismos. Había algo de inexplicable y a la vez bizarro en todo aquello. Al mismo tiempo
me causaba espanto y placer. Cómo era posible que alguna persona ajena al clan estuviera al tanto de nuestro
apego a la borrachez de Miguel, para mandarnos un mensaje tan lapidario. Al principio se me ocurrió que el pelotudo de Jaime hubiera abierto la boca más de lo que debía,
pero luego de unos instantes de reflexión descarté la hipótesis, pues conocía lo suficiente a aquel imbécil como
para saber que su miedo desmedido le impediría realizar
una barbaridad de ese tamaño. Evidentemente no podía
contar con él, por lo menos en lo inmediato, para
desvendar la maraña que se había instalado en mi cabeza.
En ambos lados del espejo me afeité sin esmero. Mi
imagen objetó un pequeño corte en la comisura de sus
labios y traté de quitarle importancia olvidando por completo el mensaje que había recibido. Evacuó su asqueroso orín en mi pileta y me dio la espalda sin remordimientos. Sentí repugnancia de mí y decidí tomar una ducha.
La roseta arrojó una lluvia repentina que golpeó sin fuerza la cerámica marrón, rebotando contra el suelo. Al entrar en el cono de agua pulverizada alcancé todavía a
sentir el cambio de temperatura del fluido resbalando sobre mi piel. Enrollado en la toalla fui a tirarme sobre la
cama.
Cuando desperté ya eran las nueve y media de la
noche. Eludí el estupor del sueño encendiendo un cigarro y entré en un par de tubos de tela vaquera gastada.
Calcé una camisa a cuadros, dos championes y una chaqueta fina. Me peiné como para una fiesta de maricones
y salí al encuentro de la noche primaveral, armado de un
segundo pucho recién prendido. Enfilé el rumbo en dirección al boliche. Caminé lento por Francia hasta Mitre y
doblé por ésta para arriba mientras el tabaco encendido
se consumía entre mis dedos. Di una última chupada al
cigarro y lo eché al piso usando este gesto como acelerador del paso.
Cuando estaba a dos cuadras del bar me encaró un
transeúnte que no pude distinguir claramente, aunque sí
pude percibir que me miraba, balbuceando alguna cosa
que no conseguí descifrar. Los ojos del tipejo eran mucho
más nítidos que el resto de sus facciones; rojizos y brillantes al mismo tiempo. Me ojeó de refilón y creí por un
instante haberme mostrado los dientes, como si fuera un
perro callejero que esconde su hueso de quien quiera que
se le acerque. No lo distinguía como un ser humano; más
parecía un extraterrestre que un simple mortal. Me dio
pánico cuando se entre paró, pero seguí a paso firme y
de repente se incendió como un fósforo incandescente,
tornándose una antorcha humana. Miré para todos los
lados con aire de quien quiere ayudar a apagar un incendio. No insistí mucho en mi desconcierto y volviendo al
mundo real aligeré el paso de forma a dejar que el conde-
[ 20 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
nado fuera consumido por las llamas. Sin cuestionarme
mucho sobre lo que había ocurrido empecé a trotar lentamente, pero con ganas de correr despavorido, a fin de
salir disparando de las inmediaciones lo antes posible.
Al aproximarme del bar, por la acera de en frente,
capté su tenue agitación y a través de los ventanales
reconocí a Miguel, arrecostado a la barra, como de costumbre. Conversaba con Don Anselmo que le servía una
copa del otro lado del mostrador. No quise entender lo
que estaba viendo y crucé la calle sin pensar en las consecuencias de encontrarme con el Cholo en plena etapa
de putrefacción. Abrí la puerta.
Una humareda densa me impregnó de inseguridad
ante lo que, presentí, iría a descubrir en los próximos minutos. Intenté fijar la vista en la dirección del lugar ocupado por el difunto, pero el magnetismo invertido del miedo
me impidió dirigir la atención sobre el objetivo principal y
no atiné a otra cosa que mirar mis botas recién lustradas
avanzando, despreocupadas de la turbulencia que ocurría en el resto del cuerpo; recordé entonces que había
calzado un par de All Stars negros y esto me dejó bastante confuso. Cuando alcancé el comienzo de la barra me
detuve con un movimiento brusco y enderecé el mentón
al mismo tiempo que la cabeza giró mecánicamente para
el lado de la caja, que en ese preciso instante recibía los
manotazos del pibe que la trabajaba. Sentí que el aire
estaba pesado y traté de respirar pausada y profundamente a fin de relajar mis abdominales tensos. Ramona
se me acercó del otro lado de la tabla de lapacho, contaminada por una colección de manchas, testigo de litros y
litros de bebida derramados a los largo de los últimos 20
años. La barra del bar de Don Alfonso.
Don Alfonso era un viejo gallego que llegó al Uruguay
a mediados de los sesenta; se dice que era franquista,
contraponiéndose a las mil y una hazañas que nos contó,
justificando su confesada colaboración con la Resistencia. Con el Cholo tejieron una rara complicidad que los
fue haciendo compañeros de todo tipo de pequeña discusión de mamados que pudiera pintar en la noche; casi
una amistad. Siempre tenían algún secreto que se jactaban de haber adquirido en las propias fuentes de la acción discutida; secreto que compartían y guardarían hasta el fin de sus días. Cuando Don Alfonso entendía que
Miguel había bebido lo suficiente, se congelaban los pedidos públicamente y el otro no emitía la más mínima reclamación. Se levantaba con la dificultad propia del hombre que excedió ampliamente los límites de su capacidad
de digerir el alcohol que tenía en el estómago, enrollaba
un último tabaco, que acomodaba encima de su oreja
derecha y salía a paso lento luego de despedirse de Don
Alfonso y saludar a los parroquianos con un cansado
movimiento de cabeza.
- Hola Juan, me recibió Ramona.
- Hola.
- ¿Qué te sirvo?
- Un medio y medio ¡Dale sin miedo a la caña!
Ramona cargaba el mejor par de tetas de Santa Lucía. Siempre te atendía con una sonrisa espectacular que
te dejaba boquiabierto aunque estuvieras regresando de
una sesión sado-masoquista. Pero en aquel momento,
por primera vez, no me importó en lo más mínimo si traía
puesto el sutién rojo o el amarillo. Sólo sentía necesidad
de hacer un fondo blanco.
- Sabés una cosa, mejor mandá una grapa con limón,
le dije, como intentando saborear la inutilidad
de una reacción suya. Hoy parece que la cosa
viene medio complicada.
- ¿Que pasó? Andás con cara de quien está
medio desconcertado.
- ¿Vos no observaste nada extraño?
- No ¿Pero a vos qué te pasa?
Entonces me animé y dirigí la vista hacia la
derecha, buscando primeramente los zapatos
gastados de Miguel, que catalogué ahora con
más precisión que nunca. Después comencé
a recorrer los detalles del cuerpo, corroborando inexorablemente que se trataba de la acostumbrada vestimenta del hombre que había
dejado de existir hacía apenas 10 días y que
de forma inefable confirmaron sus patillas descuidadas y el peinado fuera de moda que completaba sorprendentemente lo inexplicable. Me
volví instantáneamente para clavarle los ojos a
Ramona que me miraba con aire de no entender nada de lo que estaba pasando.
-Miguel. Dije sin poder articular una sola palabra más que pudiera explicar mi consternación.
-Marchó. Que se le va a hacer. Le daba mucho al trago, que querés. El cuerpo llega a un
punto que no aguanta. Además tenía sesenta
largos, sino había llegado a los setenta. Ojalá
yo pueda llagar hasta ahí con tanta salud. Es
difícil encontrar a alguien que no se cuide a
ese punto y que viva tanto.
Sentí que la conversación no iba a ser fácil. La encaré de contrapunto y le escupí un
montón de pelotudeces que no le iban a permitir escaparse por la tangente en la próxima
pregunta. Le comenté incluso lo que había oído
sobre la extrema sequía que proyectaban los
meteorólogos y según la cual hasta los muertos descuidados irían a deshidratarse. No pareció entender lo que le estaba anticipando y
sin dejar de ser gentil me encaró cambiando
de rumbo la charla.
- Al final, ¿qué te sirvo?... Ah, sí, una grapa
con limón. Tu hermano me comentó que estabas con ganas de cambiar de laburo, me dijo
su espalda mientras sus manos atendían a mi
pedido.
- Ché, cómo corren las noticias por acá, te
enterás vos antes que yo.
- ¿Entonces no es así?
- Bueno, más o menos...si te gusta la podés
ver así.
- Tu grapa con limón, me dijo su boca ocultando la bonita dentadura.
- Gracias. Y al final, lo de Miguel...
- Ché, dale con Miguel y Miguel. Tenés una
fijación con el fiambre. No te desayunaste todavía.
- ¿No me desayuné de qué? Balbucié para
mis adentros y me mandé la grapa de un saque. Ni la sentí. Decidí que estaba sólo en la
historia y me dirigí en la dirección del Cholo. Al
principio me deslicé como si tuviera miedo de
interrumpirlo. Sin mirar el perfil de su rostro me
Literatosis.com
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acerqué titubeante y entonces entendí que era
ahora o nunca. Levanté la vista en el momento
que, después de aspirar y contener la respiración, me detuve a medio metro del sujeto.
-¿Hola, en qué andás?, le pregunté al Cholo, asqueado de mi estupidez. Te hacía,
bueno...vos sabés.
- ¡Opa! Aquí, como me ve joven amigo ¿Qué
es lo que yo sé?
- y bueno...pará ché, no te hagas el que estás vivo, dejate de joder.
- ¿Y vos qué tomaste? Yo también quiero,
dijo expirando con una risada.
Comencé a sentirme un poco raro, mariado.
Algo así como que estaba pasado de bebida
aunque apenas había comenzado a chupar. No
estaba entendiendo que mierda estaba ocurriendo. Me pareció que Miguel se reía de mí.
No quise encararlo muy de frente porque sabía que estaba muerto; todavía no dudaba de
mi cordura. Igual pensé que lo mejor era no
insistir en esa charla absurda. Era evidente que
nadie podía interrumpirnos para decirme que
en verdad estaba soñando y que no valía la
pena preocuparme demasiado, que dentro de
algunos segundos me iba a dar cuenta solito.
Lo juné medio de reojo, ya con aire de que no
quería compartir mi noche ni un segundo más
con un cadáver nauseabundo y deprimente
como él. Antes de poder alejarme
desentendiéndome de la situación, Miguel me
sujetó del brazo derecho y sacudiéndome con
fuerza me dijo: vos sabés muy bien que estamos todos en el mismo barco. Demoré apenas un instante en escapar de la presión que
hacía sobre mi antebrazo y me solté con un
sacudón rápido, más influenciado por el asco
que por la insolencia del difunto. Me alejé de la
barra como quien va para el baño. No caminé
cinco pasos que oigo que me llaman del rincón
más oscuro del lugar, en la dirección en que
me dirijo. Era Pedro, un conocido del barrio,
sentado en una silla solitaria, que gesticulaba
con cierta algarabía. Su rostro era más de quien
quiere contar un gran secreto que de advertir a
alguien que un muerto anda vivito y coleando,
lo que me desanimó.
- Che parece que violaron a la Sonia, me dijo
con movimientos su nariz.
- ¿De dónde sacaste esa historia? La vi andando por ahí hoy de mañana.
- Fue hace unas horas. La loca está remal.
Según Fernanda, que fue quien la encontró tirada en la cuneta, al lado del molino, la tipa
estaba alucinando completamente. Un bajón.
Dice que la violó Miguel. Aquel viejo borrachín,
te acordás, él que estaba siempre aquí. Vos
charlabas con él de vez en cuando.
- ¿Miguel?¿Qué Miguel? Me hice el gil.
- El veterano, amigo de Don Anselmo. Vos y
él cerraron el bar un millón de veces, no podés
decirme que no te acordás del viejo.
- Ah, sí. El Miguel, claro que sé quien es, le
dije fingiendo que acababa de darme cuenta
de quién estaba hablando. Pero que delirio ¿Y
la llevaron para dónde?
- Para COMECA. Pobre Sonia.
No quise saber más nada de la historia. Esta gente
estaba completamente loca. Lo único que me importaba
era distanciarme lo más posible de todo ese entorno que
parecía aislarme del resto e incluirme es su anormalidad.
Percibí que estaba temblando y que no conseguía tranquilizarme como para no llamar la atención. No pude darme cuenta de ello cabalmente hasta que, sin querer, en
un mirar automático recorriendo la longitud del bar, mis
ojos encontraron el rostro de Ramona. No podré jamas
olvidar aquellas pupilas imprecisas, heladas y sin vida que
me fijaban con una homogeneidad que me dejó petrificado. Creí entender todo. Por lo menos todo lo necesario
para saber que mis momentos de lucidez habían acabado. Que la sensación de sentirme un ser humano había
encontrado una barrera infranqueable que la neutralizó
en el primer contacto. Nunca más sería posible estar libre
de aquellas figuras sin vida. De aquel universo paralelo
que rodeaba la unicidad imaginaria de mi pequeño mundo, contaminándola, desde que mi percepción se iba
haciendo más sutil. Comprendí que nuestro brindis con
vino blanco no dejó de ser otra cosa que un mísero ritual
apocalíptico. Una ceremonia que perpetraba un cierto
equilibro entre lo real y lo mórbidamente irreal. Pero había algo que todavía no estaba claro, gracias a mi estúpida ceguera; algo que sólo iba a entender después que
decidiera salir de ese extraño lugar que antes me fuera
tan familiar y que ahora dejaba de serlo abruptamente;
algo que luego ganaría mi destino para siempre. Después
de llegar junto a la puerta e intentar abrirla sin suceso. De
intentar girar el picaporte una y otra vez. Tratar de gritar
que me sacaran de allí, de ese futuro singular que me
estaba esperando para tragarme, aniquilando mi cordura
de un sopetón.
No había terminado de fatigarme con la esperanza
de desatorar la cerradura de la puerta del bar cuando la
voz del locutor de radio irrumpió en el ambiente, haciendo eco en mi cabeza. El aparato parecía haberse encendido solo. El locutor del noticiero anunciaba una masacre
en un café de la ciudad de Santa Lucía: violación y asesinato de varias personas terminando en aparente suicidio. Un conocido rapiñero apodado de Mota luego de violar a una joven en el parque de la ciudad y ser descubierto por vecinos del lugar, salió corriendo y fue perdido de
vista. Una hora después irrumpió en un bar conocido como
el bar de Don Alfonso, dónde rindió a las personas en el
interior del recinto con un revólver calibre 32. El dueño
del bar, de 68 años, trató de reducirlo utilizando un arma
y fue muerto de un tiro en la cabeza por el violador que
luego de la acción mató a una joven que atendía detrás
de la barra, de 19 años, con dos balas en el pecho, un
joven de 20 años que trabajaba en la caja registradora
del establecimiento, con un tiro en el cuello y dos de los
tres parroquianos que allí se encontraban, ambos con disparos a quema ropa en el rostro. En el momento que el
matador disparaba contra estos últimos el tercer cliente
pudo escapar ileso. Después del asesinato múltiple y por
causas todavía no esclarecidas por los especialistas de
homicidios, el bar fue incendiado usando un bidón de
gasolina. Inexplicablemente el delincuente murió quemado dentro del recinto. La puerta estaba cerrada desde
dentro pero la llave no ha sido encontrada por los agentes de la policía técnica de Canelones que acudieron al
lugar conjuntamente con el cuerpo de Bomberos de la
capital canaria. El único sobreviviente del homicidio múltiple que avaló la ciudad es un señor de 65 años, conocido por el apodo de «El Cholo», quien conversó con nuestro corresponsal en Canelones y cuyo relato divulgamos
a continuación... .
[ 22 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Polenta con Nueces
FEDERICO GIRÓN
Federico Girón (Buenos Aires, 1963). Realizó estudios interrumpidos en las carreras de Periodismo y Letras en la UNLZ. En
2001 publica «Hay una loca allá arriba» del cual fueron premiados cuatro cuentos en certámenes literarios.
En el 2004 concluye el libro «Fiebre» y un año después realiza una revisión del material con la ayuda del escritor Santiago
Kovadloff.
En el 2008 publica «Fiebre» (cuentos, Editorial Alcion).
En el 2009 es finalista con su novela «La bestia no se mancha» en el IV Premio Ciudad Ducal de Loeches de Novela de
España.
En 2010 es publicado en una antología por obtener el cuarto
premio de cuento en el XVI concurso nacional Leopoldo Marechal
(Argentina).
En 2012 publica las novelas «La bestia no se mancha» y
«Manzanas podridas en el fondo de casa» (Hayunaloca ediciones)
Ah publica en revistas y gacetas culturales.
En 2014 fue finalista seleccionado del CONCURSO DE RELATOS FANTER FILM FESTIVAL (España) y del PREMIO DE
RELATO ANTONIO DI BENEDETTO (Argentina). En la actualidad corrige el material para su nuevo libro de cuentos.
Hoy al anochecer fui a cenar con el gordo, mi amigo de
toda la vida. Quedé en llamarlo luego de una despedida
confusa y vacilante, porque atiné a abrazarlo y él, como
nunca antes había hecho, me tomó una de las manos,
atesorándola entre las suyas; dos palmas tibias y húmedas que me dieron escozor. Sea
la respuesta que sea llamame y
combinamos para vernos, no seas
boludo, me dijo y sin largarme la
mano continuó, sos mi hermano,
entendé que esto no es importante en lo más mínimo y ni por asomo quiero que empañe nuestra
amistad, al menos el tiempo que
nos queda como amigos, bromeó.
¡Ah!, y acordate que en diez días
me voy a Europa, agregó justo
antes de darnos al fin el interrumpido abrazo. Un abrazo en el que,
al menos yo, sentí que nos
distendíamos lentamente; pienso
que duró unos instantes más que
los pronunciados en otros encuentros, segundos tan importantes como imperceptibles, insignificantes, luego pensé, para el mundo o para el mozo que nos atendía siempre y que nos observaba impávido, a la espera de acomodar la mesa y tomar la propina tras nuestra partida.
Casi al final de la comida, luego de que habláramos
con naturalidad de los temas acostumbrados, el gordo
me comunicó que le habían diagnosticado un cáncer terminal. Hasta un segundo antes todo había acontecido
como en otras reuniones. Nada en la charla, en sus gestos, me hizo sospechar algo. Bromeó al respecto como
era de esperar, acorde a su humor negro; lo hice yo también pero solo luego de unos cuantos minutos de profundo estupor. Tres meses, cuatro, seis, quizá menos, quizá
más, dijo, y me sirvió vino en la copa sin dejar de mirarme
y ridiculizó mi gesto. La misma cara que debo haber puesto
yo cuando el hijo de puta del médico me contó la buena
nueva, dijo. ¿Sabés lo que te quiero, no? preguntó súbi-
tamente mirándome a los ojos; tragué en seco
y arrugué la nariz para distraer el llanto. Bebí
un generoso sorbo de vino tinto.
Me confesó que no se lo había dicho a nadie, ni a su esposa ni a sus hijos. Veré con el
tiempo, cuando ya no pueda ocultarlo. A la
Negra le resultó raro lo de Europa cuando le
propuse un viajecito de placer, pero sabés como
son las minas con los viajes…se copan y listo,
el gordo quiere gastar guita, que gaste, para
qué preguntar.
Estuve pensando en todo lo que me gustaría hacer antes de quedar postrado y con morfina, me contó. Es raro, pero no se me ocurrió
nada grandilocuente y me sorprendí al principio, porque claro, porqué no desear manejar
una Ferrari, hacer un viaje galáctico, no sé, probar ácido o cogerme a Uma Thurman… Sonreí
con desgano. Nada che, continuó, pero en seguida me tranquilicé y me dije que al menos
era coherente, sino hice nada disparatado o
fuera de lo común en cuarenta y cinco años,
¿por qué voy a hacerlo ahora?... ¿o no? Asentí
incrédulo, allí, cuando la charla ya me resultaba lisérgica aún sin saber lo que todavía me
esperaba.
Yo dije una tontería
como que no se rindiera
o algo parecido, que seguro había chances de
revertir… Interrumpiéndome dijo, yo sé que es
así, no hay error, conozco mi cuerpo. No me animé a contradecirlo y tampoco tenía moral suficiente para hacerlo; se lo oía
resuelto y su semblante
casi estoico me perturbaba.
Por suerte en lo económico dejo todo en orden, agregó, nada de
deudas y hasta unos interesantes ahorros... con
viajar unos días con mi familia y estar cerca de
los amigos va ser suficiente para irme en paz.
Si pudiera, eso sí, dijo el gordo sin siquiera
hacer una pausa, me gustaría acostarme con
un hombre. Es algo que me intriga, agregó contundente. Sonreí con una mueca fallida que no
fue imitada por mi amigo.
Cuando llegué a casa mi esposa bañaba a
nuestra hija. ¡Hola, llegaste justo!, exclamó
cuando me asomé al baño y saludé. Te toca
secar a la niña, dijo sin voltearse mientras enjuagaba su cabello. Lejos de lo que había pensado en el viaje de regreso, no dudé un segundo en no contarle a mi mujer sobre la enfermedad del gordo, y menos narrarle que me había
propuesto, ¿cómo decirlo?, manifestado su
curiosidad, su deseo de acostarse con un tipo
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y más precisamente conmigo. Te juro que no
jodo, quizá esté loco, la situación en el fondo
tampoco es importante… curiosidad, fantasía,
no sé, me supera, che, había dicho el gordo en
un momento al ver mi cara ya no sonriente,
surcada por la incredulidad. Te digo la verdad,
me animé porque en un momento pensé,
contalo, boludo, si total te vas a morir…Todos
nos vamos a morir, dije y me oí tan displicente
que sentí miedo. Por eso, me dio la razón. Luego quedamos en silencio durante un momento. Pensé en mi hija y en mi mujer. Ahora me
avergüenzo, no tendría que habértelo dicho, se
lamentó, pensé que no te lo iba contar. Está
bien, está perfecto, soy tu amigo y valoro que
me cuentes, fue lo primero que se me ocurrió
decir.
Ya en pantuflas, aún preocupado, mientras
secaba como un autómata el pelo de mi hijita
frente al espejo, pensaba una y otra vez en el
asunto. La imagen de un cuarto de hotel y la
grotesca desnudez de dos hombres a punto
de unirse en un abrazo me acechaba. El gordo, yo y un encuentro ¿amigable? Amoroso.
Mi hija rezongó, ¡ay, quema! La besé. Ya casi
está seco, y después a dormir, dije. Hubo contacto visual, nos miramos fijamente frente al
espejo mientras yo batía su castaña melena
para distribuir parejo el viento caliente del secador. De pronto, viendo la escena, recordé una
propaganda de shampoo en la que aparece un
estilista prestigioso, maduro y maricón, secándole el pelo a su modelo fetiche. Sonreímos
los dos, por motivos distintos, pero igualmente
cómplices de una genética emocional compartida. Un niño no prejuzga. Un niño no juzga,
pensé.
Hace un rato le conté un cuento a mi hija
antes de dormirse. El cuento del bosque, el de
siempre, con muchos personajes, improvisado y sin embargo obvio, construido generalmente de vestigios de clásicos infantiles. Pero
en el cuento de esta noche hablé de polenta
con nueces.
Me costaba concentrarme, cada tanto ale-
targaba el relato dispersándome con recuerdos, pensando en mi amigo, nuestras familias, hasta detenerme a
veces por completo. El reclamo justo de mi hija me introducía otra vez en la historia… Eso mismo, amor, el gorrión Facundo se había golpeado en una de las alas al
caer de un árbol, y claro, sí, estaba muy triste. Pobrecito.
Sí, le dolía al costado… Unas vacaciones inolvidables en
el norte, lágrimas etílicas una navidad, una cena con el
gordo y su mujer en un restaurant carísimo, mi esposa
que se cae camino al toilette, nos cagamos de risa una
hora… Sí, amor, es lo que te digo, no iba a poder volar
por un tiempo y el gorrión Facundo, eh… su amiga la tortuga Wendolina, entonces, lo invitó a comer y… a cenar,
eso, para levantarle el ánimo, viste… Un hotel con vista al
mar el verano pasado, un ataúd grande, sus hijos jugando con los míos en un parque o en la calesita de la plaza,
un ataúd grande… ¿Y qué le preparó, papá? Ah sí, algo
rico, le preparó polenta con nueces, dije sin vacilar, con la
espontaneidad del que sugiere una comida tradicional y
como si un instante antes no hubiera tenido en la punta
de la lengua la frase «gordo y la reputa madre que te
pario» ¿Y le gustó al gorrión Facundo la polenta con nueces? Era su comida preferida, contesté, la tortuga sabía
el gusto de Facundo, por eso la preparó, era su amigo y
los amigos saben todo... Hice una pausa, hubo silencio.
Intuí una nueva pregunta. Mates bien amargos un domingo viendo carreras, esperando el anaranjado de las brasas para tirar la carne y las achuras, pesca en un arroyo
fumando de modo compulsivo unos apestosos cigarrillos
negros… ¿Y Wendolina qué comió? Lo mismo, dije resuelto. ¡Las tortugas no comen polenta con nueces!, dijo
mi nena sonriendo aunque con cierta preocupación, ¡comen lechuga, papá! Bueno, pasa que… comencé una incipiente explicación, pasa que… la tortuga, eso, Wendolina
era tan amiga del gorrión... viste que Facundo estaba triste por el golpe que se había dado al caer del árbol mientras volaba, entonces, aunque a la tortuga no le gustara
la polenta con nueces, ella, Wendolina, lo quería tanto,
tanto, pero tanto a su amigo, que lo acompañó en la cena.
Ah, claro, dijo satisfecha, se la oía cansada. Con tal de
verlo feliz comió con Facundo, juntos y eso los puso felices, polenta con nueces, ¿entendés?... sentí que su abrazo perdía firmeza, la mano liviana en el pecho y su respiración tibia contra mi cuello. Ya dormía. Envidié la limpieza del sueño en el que navegaba.
Tres PuÑaladas
Yo estaba allí por lo de siempre, escapando,
huyendo del insomnio, de mis noches en blanco en que si no escribía sentía culpa, y si lo
hacía verificaba en cada párrafo, frase o hasta
palabra que mi trabajo era inmensamente mediocre. Emborracharme en un bar podía resultar un plan formidable antes que padecer sobrio la frustración y el odio.
Eran más de la una de la mañana cando
ese tipo se sentó a mi mesa, sin siquiera pedir
permiso y luego, sin hablar incluso por un buen
rato. Ni siquiera lo había visto entrar. Yo para
entonces iba por mi tercer whisky, quizá cuarto, delicioso ya para mi paladar, y no inmundo
como suelen ser los primeros tragos de la bebida blanca de cuarta categoría. Apenas si me
dirigió una mirada evasiva; traía un ramo de flores en la
mano que apoyó sobre la mesa mojando un poco el mantel. Luego, tomándose la frente, dijo algo así como no lo
puedo creer. No me pareció oírlo borracho, aunque en mi
estado no era garantía de nada, y si bien en un principio
me vi tentado de preguntarle si se sentía bien, porque su
gesto estaba inundado de angustia, reprimí el cortés impulso.
Eran las doce de la noche cuando decide matar a su
esposa, enunció como recitando y sin dirigirme la mirada.
Así comenzaba el cuento que leía esta noche, agregó luego de notar mi gesto interrogante. Un cuento de un libro
que compré hace unos días…en el cuento un tipo, un tipo
como usted, como yo, una noche, mientras lee un libro plácidamente en la cama, toma la decisión de matar a su mujer. Sí, así de concreto, el tipo lo vive como una realidad
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incuestionable, no hay vacilaciones morales, sólo sabe que
va a hacerlo, ni siquiera, mientras lee y cavila entre párrafos el asesinato que va a cometer, dirige una mirada piadosa a la esposa que duerme y ronca desprevenida a su lado…
Lo interrumpí y bromeé acotando que, me suena familiar la
historia, quién no lo ha deseado alguna vez no puede llamarse esposo. Tres puñaladas, dijo sin siquiera esbozar
una mínima mueca por mi reciente ironía, el tipo supo, como
una revelación, que iban ser tres puntazos, certeros. No se
lo cuestiona un segundo, se levanta de la cama y camina
por el pasillo que comunica con el living y la cocina, siente
la suavidad de la alfombra verde oliva en sus pies descalzos, continuó relatándome con tono monocorde, como en
un estado hipnótico. En la cocina bebe un vaso de agua
lleno, con avidez, tiene mucha sed. Toma el cuchillo y comienza a desandar el camino recorrido. En el pasillo, se
detiene frente a un espejo de gruesos marcos de madera
rústica y sonríe al ver su rostro. Levanta el cuchillo hasta la
atura de su rostro y lo mueve hasta ver un destello en el
cristal que lo refleja. Luego, con sigilo, empuja la puerta de
su cuarto con la punta del dedo gordo de su pie derecho,
suavemente. Allí el tipo hizo una pausa abrupta y me sorprendió, no por la historia sino por las lágrimas que caían
por sus mejillas. Yo a esa altura temblaba, agregó, no pude
continuar la lectura… ¡era de mí del que estaba hablando
el relato!, estaba aterrado, ¿puede creer una cosa semejante? Su mano temblorosa barrió las lágrimas de su cara.
Volvió a esconderla bajo la mesa. Tal vez porque iba por mi
quinto whisky, dejé escapar, a pesar de la cara de sufrimiento del intruso, una breve risa nasal; este tipo está loco,
pensé. Disculpe caballero, dije intentando modular pausadamente, porque hacía un buen rato que no hablaba y sentía las cuerdas vocales empastadas, no comprendo. ¿Cómo
que no entiende?, dijo haciendo aparecer sus dos manos
de debajo de la mesa para empujar con desprecio el ramo
de flores al piso, luego las apoyó abiertas sobre el mantel.
Lo vi fijar su vista en ellas. Yo también leía en la cama,
como el tipo, y mi esposa dormía a mi lado… Me puse serio, le hablaba a las manos con profunda angustia. Tuve
miedo, continuó, ¿ve mis manos?... no me animé a mirar el
costado donde dormía mi esposa, sólo me detuve a oír el
sonido del dormitorio y el silencio absoluto me horrorizó, no
la oía respirar… me levanté rápido para huir, caminé descalzo por el del pasillo y no sé por qué me detuve en el
espejo para mirarme. No me reconocí. En la mesa de la
cocina, desordenados, vi unos cuchillos… Hizo una pausa
abrupta y levantó su rostro para mirarme, tenía los ojos llenos de lágrimas. Escapé, ¿sabe?, huí desesperado de mi
propia casa… dijo con los puños ahora cerrados. Inesperadamente levantó una pierna hasta apoyarla arriba de la
mesa. Estaba descalzo y pude ver un corte, una herida
sangrante en la planta de su pie. Huí como un cobarde de
mi casa sin saber si debía asistir a mi esposa, si la había
lastimado... Le dije que se tranquilizara y con un ademán le
indiqué que bajara el pie de la mesa. Tres puñaladas, dijo,
lo leí en el cuento… todavía siento la resistencia de la carne al hundir el filo… Volvió a tomarse la cara con las dos
manos. Lloriqueó un poco en voz alta. No, quédese tranquilo, nada de eso pasó, dije con torpe dicción, soy escritor
y sé de lo que hablo, olvídese… sí, no me mire así, soy
escritor y también tenemos malos días como cualquiera,
por ejemplo hoy me llamaron de la editorial para decirme
que me iban a devolver los libros distribuidos hace un año;
¿lo puede creer?, casi me dijeron que me los metiera en el
culo, todos y cada uno… bueno, no todos, fíjese qué curioso, uno se había vendido, uno sólo nomás… Hice una pausa para luego agregar: la decadencia no es tal si no cuenta
con alguna ironía. Tu libro es bueno, pero debe estar maldi-
to, me dijo cuando lo insulté a mi agente… El
tipo me miraba en silencio. ¿Para qué voy a seguir escribiendo si nadie quiere leer mi trabajo?,
ni mi esposa, ella detesta lo que hago… en fin…
hoy, como otras veces, no podía concentrarme
en nada y me fui a la cama temprano, pero ni
una buena lectura apaciguaba mi rabia y entonces salí a despejarme… a lo que voy, amigo, es
que… es que cuando uno escribe recrea la realidad y las casualidades son más comunes de lo
que usted cree, vaya tranquilo, su mujer está roncando como un oso o preocupada porque usted
se fue sin avisar. La ficción es papel, tinta y coincidencias, y sobre todo… usted no mató a nadie, en todo caso lo hizo el personaje del cuento, o de un modo indirecto el escritor que leía
esta noche, dije y volví a reírme nasalmente. Se
lo aseguro, vaya tranquilo, es muy tarde y se va
a enfermar así… ¿cómo carajo se le ocurrió salir descalzo?
Sentí las miradas del bar sobre nosotros
cuando salimos. Mañana va a llover, afirmé
mirando el cielo, aproveche para invitar a su
esposa al cine. No me contestó, nos saludamos y cada uno partió en direcciones opuestas.
Caminé a casa con paso zigzagueante; volví
a sentir pena por el tipo al repasar su relato y
de pronto sentí el germen de algo que me entusiasmó. Apuré el andar todo lo que pude, no
quería perder las frases iniciáticas de un prometedor relato.
Tres puñaladas, dije en voz alta, y supe el
título mientras intentaba embocar las llaves en
la cerradura.
Al tantear la tecla de las luces tiré al piso
un florero. Temí que el estallido despertara a
mi mujer, pero por suerte me equivoqué. Levanté con cuidado el ramo de flores y lo apoyé
en el modular de la salida; había muchos vidrios esparcidos. Fui a la cocina en busca de
un trapo. Al salir miré un instante los vidrios y
el agua derramada; decidí postergar la limpieza para comenzar a escribir el cuento que ardía en mi cabeza. Me senté frente al ordenador.
La historia fluyó de manera sorprendente,
como si la hubiera vivido o escrito antes, pensé asombrado mientras levantaba alguno de
los trozos de vidrio más grandes y los ponía
sobre el modular. Extendí el trapo sobre el charco y abandoné la tarea, todavía estaba un poco
borracho, no tenía nada de sueño pero estaba
exhausto. Fui hasta la cocina y llené un vaso
de agua que bebí con desesperación, pensé
que quizá podría leer un poco para conciliar el
sueño. Caminé por el pasillo en dirección al
dormitorio. Sentí la tibieza de la alfombra peluda acariciando con suavidad las plantas de mis
pies descalzos; una sensación de extrañeza me
detuvo. Recordé el final del cuento que acababa de escribir, hasta que un destello en el espejo me distrajo. Me observé y sonreí con soberbia, tres puñaladas, dije susurrando, es un
cuento maldito. Empujé la puerta con el dedo
gordo de mi pie derecho y vi a mi esposa en la
cama tapada hasta la cabeza.
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- [ 25 ]
El oso
JUAN ANDRÉS ACOSTA
I
La voz del locutor interrumpió un bolero.
«Vecinos del Cerrito de la Victoria dicen haber visto un gran oso gris deambulando
por las calles del barrio. Como se trata de un
animal peligroso, se ruega a los habitantes de
la zona tomar precauciones. En minutos ampliaremos. Y prosiguiendo con nuestro programa continuamos con el gran éxi…».
Villamor miró el reloj de pared afirmado sobre una de las columnas del centenario edificio, y puso en off la perilla del radio grabador.
Las agujas marcaban las cinco en punto. Desde que lo dejaron fuera del reparto de las nuevas computadoras, se había prometido no quedarse ni un solo minuto más allá de la hora de
salida.
Esa tarde tampoco fue la excepción. Liberó los formularios a medio llenar que estaban prisioneros en su máquina de escribir y
los dejó descansando en un cajón hasta el día
siguiente. Mientras descolgaba el saco del perchero, escupía un desganado «hasta mañana»,
respondido en idénticos términos por algunos
funcionarios que aún permanecían tecleando
frente a sus computadoras.
Como cada tarde, caminó el largo pasillo
hasta el habitáculo de las tarjetas mientras era
observado detrás de los mostradores por hombres de corbata desajustada y mujeres con
maquillajes en agonía. Identificó la cartulina con
su 455 que lo perseguía desde siempre y la
hundió hasta la mitad en la ranura de un reloj
con forma de buzón. Luego que el TRAC del
reloj imprimiera su hora de salida sobre la tarjeta, la depositó en su lugar y se despidió del
avejentado guardia de seguridad con las mismas palabras dirigidas segundos antes a sus
compañeros. Todo eso sin dejar de pensar en
el oso.
En la calle lo abrazó el calor de un verano
que se había prolongado más de la cuenta.
Lamentó no haber arreglado su walkman para
sintonizar alguna radio que le brindara más
detalles para descartar un posible rumor y creer
definitivamente en la existencia de aquel animal que comenzaba a desplazar sus preocupaciones cotidianas. En su trayecto rumbo a la
parada, un cielo ennegrecido comenzó a lanzar los primeros gotones. Apuró el paso. Caminaba preguntándose qué sucedería si al bajarse del ómnibus lo estaba esperando el oso,
ahí, agazapado detrás de alguna esquina. Esa
imagen le produjo escalofríos. Entonces se
detuvo a mitad de cuadra y comenzó un rápido
repaso de sus contactos del celular, con la fir-
Juan Andrés Acosta (s/d) .
me decisión de llamar a alguien. Uno a uno los fue descartando, desde Abelardo a Tía Elvira: algunos no le contestarían, otros siempre tienen mensaje de voz, a otros
les debía dinero y al resto prefería perderlos a encontrarlos. Casi enseguida, dos gotas gruesas cayeron sobre la
pantalla. Puteó. Miró el celular con rabia mientras lo limpiaba con los dedos y se arrepintió de no haber comprado uno con radio. Volvió a putear y lo guardó en el bolsillo. Finalmente decidió continuar su camino de todos los
días, rumbo a la parada.
El techo de Mercedes y Convención era insuficiente para
resguardar tanta gente de la lluvia, que ahora se había
convertido en chaparrón. Acomodando su respetable abdomen, consiguió amontonarse con el resto para evitar
mojarse y de paso escuchar algún comentario acerca del
oso. Pero las charlas resultaron ser las mismas de siempre: el sol, la lluvia, el frío, el calor, los problemas con el
jefe, la odisea de llegar a fin de mes, dramas conyugales,
las notas de los hijos o el novio de la más grande. Del oso
nadie hablaba.
II
Cuando llegó el oxidado 169, la lluvia era más intensa
aún y la acompañaba una brisa fresca proveniente desde
la rambla. La escasa cabellera de Villamor parecía una
peluca de alambre. El interior del ómnibus, cargado de
rostros cansados, despedía un fuerte olor a humedad.
Todas las ventanillas estaban cerradas. Se respiraba un
vaho insoportable. Al ver un asiento vacío, Villamor se
abalanzó sobre él, como si se tratase de un oasis en el
desierto. A su lado, había una muchacha con un par de
audífonos calzados en sus oídos.
La muchacha miraba hacia fuera, con los ojos puestos
en el agua cayendo a borbotones. A lo mejor está escuchando la noticia del oso, pensó Villamor y comenzó a
arrimar de a poco su oreja derecha al audífono izquierdo
de la muchacha. Pero el dolorido motor del ómnibus y las
nerviosas bocinas, sumado al golpeteo incesante de la
lluvia sobre el techo, daban por tierra con sus intenciones. Apenas pudo percibir palabras difusas. Entonces
continuó arrimando la oreja con escaso disimulo mientras su compañera de asiento, percatándose de sus movimientos, lo miraba de reojo. La desventura quiso que
cuando comenzaba a captar algunas palabras más o
menos claras, un giro inoportuno del ómnibus al doblar
en Rondeau hizo que ambas mejillas se rozaran; una con
barba escasa y puntiaguda y otra suave y transparente.
La muchacha se levantó molesta, y tras pedir permiso,
decidió viajar parada junto al ejército de sujetos que colgaban de los travesaños del ómnibus. Todos fijaron los
ojos en Villamor, que haciéndose el desentendido se ha-
[ 26 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
bía movido contra la ventanilla y miraba hacia fuera deseando desaparecer de aquel sitio. Sintió calor. Por la frente le bajaban gotas de transpiración. Sentía sobre él todas las miradas de los pasajeros. Imaginó miradas de
asco, de odio, de repugnancia. Igual seguía pensando en
el oso. No podía apartar la mente de aquel animal. A medida que el ómnibus se acercaba al Cerrito de la Victoria,
su inquietud aumentaba. Y no sabía cómo controlarla.
Sudaba más y más.
Minutos después, en el asiento que la muchacha había
dejado vació, se sentó una mujer con un niño pequeño
sobre su falda. El niño estaba envuelto en un impermeable amarillo. En sus manos sostenía un oso de trapo gris.
Villamor lo observaba. Lo miraba con temor. Era un juguete peludo y viejo. Al ver que lo miraba, el niño arremetió con el oso lanzándole un feroz grrrr y acercando el
animal hasta sus narices. Villamor se sobresaltó. El niño
volvió al ataque y le lanzó otro grrrr. Finalmente prefirió
volver a mirar por la ventanilla hacia fuera. Continuaba
transpirando. Pero el niño insistía: grrr, grrrrrrrrr mientras
frotaba el oso sobre la camisa húmeda de Villamor ignorando los retos de su madre. Portate bien, dejá tranquilo
al señor, vas a ver cuando le cuente a tu padre, pero todo
era inútil.
Minutos más tarde, la mujer y el niño se bajaron. Las
manos de Villamor temblaban, todo su cuerpo temblaba.
Sentía que aquello había sido un simulacro de lo que pronto le sucedería.
A esa altura, el ómnibus ya transitaba por General Flores, y como sucedía siempre, comenzaba a aliviar su carga. La lluvia ya no era tan fuerte.
III
Había transcurrido más de la mitad del viaje sin noticias del animal. Unas cuadras más delante de donde se
bajaron la mujer y el niño, subió una mujer gorda, de vestido a lunares, con algunos años más que Villamor y se
sentó a su lado. Agitada a más no poder, señal de haber
alcanzado el ómnibus a duras penas, intentó acomodarse en el asiento. A pesar de llevar paraguas, tenía la ropa
empapada. La manga izquierda del saco de Villamor se
humedeció aún más. Pese a su molestia, la miró con una
sonrisa casi desesperada sin otra intención que la de saber si contaba con noticias frescas. «¿La corrió el oso?»
le preguntó con una leve e incómoda sonrisa. La gorda
mujer, adivinando una broma de mal gusto, estudió su
rostro y dio vuelta la cara sin pronunciar palabra alguna.
Sabiéndose protagonista de otro papelón, Villamor se
atrincheró de nuevo contra la ventanilla pegando su cara
contra el vidrio. Tenía el rostro rojo, las manos y los pies
inquietos, mientras las gotas de sudor seguían transitando por su cuerpo. Prometió no averiguar más nada del
oso. Que sea lo que dios quiera. Pensó en lo inevitable
del destino, en que por más que uno haga los esfuerzos
supremos por evitarlo, nunca escapará a él.
Segundos más tarde, la gorda mujer, se cambió a otro
asiento que había quedado libre. Mientras tanto, el ómnibus se continuaba vaciando.
A falta de tres paradas, su tensión era mayúscula.
Agudizó el oído para escuchar la sirena de los policías,
los bomberos o lo que fuera. Pero nada iba más allá de
algún bocinazo aislado. La gente que veía a través de la
ventanilla caminaba tranquila, como si nadie compartiera
su angustia, como si nadie supiera nada del oso.
Cuando el vehículo comenzó a repechar el Cerrito de
la Victoria, sus piernas temblaban. Debía descender en
la próxima. En la parada de todos los días, en
aquella en que lo había hecho durante veinte
años, donde siempre bajaba sin temores, respirando la tranquilidad del barrio, saludando a
los vecinos que a esa hora tomaban mate en
las puertas de sus casas. Miró a su alrededor,
como implorando que alguno de los escasos
pasajeros se bajara con él. También miró a la
mujer gorda, que estaba un asiento más atrás.
Esta eludió su mirada. Todos permanecieron
en sus lugares.
IV
Se bajó, como siempre, luego de pasar la
Plaza del Ejército. Las gotas que caían eran
como chispazos inofensivos y los nubarrones
se iban dispersando. Todo eso era el indicio
que en breve ya no llovería más.
La soledad era inmensa. Inició la caminata
de las tres cuadras que hay entre su casa y la
parada. El silencio del barrio era total. Sólo se
escuchaban sus pisadas esquivando los charcos y cayendo en las trampas de barro que le
tendían las baldosas flojas. Se preguntaba qué
chance tendría de sobrevivir si se topaba con
el oso. Ninguna. Absolutamente ninguna, era
la respuesta automática. De a ratos miraba
hacia atrás, no fuera que el oso lo atacara por
la espalda. Luego dejó de hacerlo. Prefería que
la muerte lo tomara desprevenido antes que
verla aproximarse. Después de caminar una
cuadra, y al darse cuenta que ni el perro gruñón del taller mecánico le salió al cruce como
todos los días, y que ni siquiera el propio taller
estaba abierto, el espanto se terminó de apoderar de Villamor. Decidió acelerar el paso.
Sentía el oso cerca. Casi lo olfateaba. Miró a
su alrededor y todo igual: callado y vacío. Pero
eso ya no importaba. Daba igual. Cuando vio
la puerta de su casa, apenas le faltaba una
cuadra. Temblaba cada vez más. Todo su cuerpo se sacudía. Sentía la camisa empapada.
Comenzó a trotar y a medida que avanzaba,
su velocidad era mayor. El último tramo lo hizo
corriendo a más no poder, mientras sacaba la
llave del bolsillo del pantalón. Hacía mucho que
no corría. El corazón parecía salírsele por la
boca. La respiración era agitada y dificultosa.
Imaginaba lo injusto que sería si lo atrapaba
justo antes de llegar. Sintió al oso tras él, pero
no miró atrás. Siguió corriendo casi sin aire.
Con la ropa pegajosa, sudando a más no poder, corría más y más rápido.
La llave calzó de entrada en la cerradura. Dos
vueltas hacia la derecha y la puerta se abrió.
Una vez adentro, la aseguró con todas las trancas posibles. Empapado, se dejó caer en el sofá
y una brisa refrescante lo cubrió. Miró hacia el
ventanal que daba al patio. La cortina flameaba
como una bandera. Se reprochó el olvido de
cerrarlo antes de irse. Luego comprobó que el
olvido no fue tal. Los vidrios del ventanal estaban rotos y la reja que reforzaba la lucha contra los asaltantes había sido destruida. Enseguida corrió en dirección a la maceta dónde se
escondían sus escasos ahorros. Aliviado al ver
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que se encontraban allí, revisó el resto de la
casa. Nada indicaba que alguien hubiera entrado. Volvió a registrarla una vez más porque
sentía que faltaba algo. Los murales con paisajes y poemas con moralejas estaban intactos al igual que el televisor y el video. El jarrón
que su ex había olvidado llevarse descansaba
en un estante junto con dos flores marchitas
en su interior. En la cocina tampoco faltaba
nada. Todo estaba igual. El plato de la cena
del día anterior aparecía hundido en el fondo
de la pileta llena de agua turbia. A su lado también se ahogaba la tasa de café del desayuno.
Sin embargo, en aquella casa sentía un vacío.
Se volvió a recostar en el sofá y miró a su alrededor; desde la mancha de humedad en uno de los ángulos del living hasta la cortina flameando. Villamor se inquietó al
pensar que por allí podría entrar el oso. «¡El oso!», dijo
sobresaltado, y bajó su mirada hacia a la alfombra. El
enorme animal gris que allí estaba dibujado había desaparecido. La alfombra había perdido la expresión y parecía un gran trapo descolorido sobre el piso.
Salió a la calle y miró en ambas direcciones. Todo permanecía desolado. Volvió a entrar y se colocó una chaqueta. Llevando tan sólo un paraguas, echó a andar por
la calle Guenoas hacia el oeste en busca del oso, para
regresarlo a su alfombra.
El jean le aprieta la fresa
NAHUEL SÁNCHEZ
Cecilia era una asidua ricotera. Odiaba la
milonga, x encima de cualquier otra problemática personal o social, dado que muchos de sus
amigos estaban hasta las tetas con la nieve.
Estaba obsesionada con las letras del Indio y
su recurrencia constante a la papuza. Me decía: «¿ves? `No quiero que me digas nada si
es tan duro vivir como un duro´. El chabón sabe
que la frula es lo peor, x eso no quiere saber
nada». Su tema preferido era «Mi perro dinamita». «Con el hocico afiebrado o no, recuperando palitos, corriendo a lo bobo», dice la canción. Y ella pensaba que se trataba de un perro rebelde. No obstante, de un rebelde sin
causa. Un perro merquero que no tenía motivos para rebelarse y era incomprendido x su
estupidez.
Cuando llegaba del laburo (yo «trabajaba»
en casa), ponía el tema que dice: «vamos negrita, bailá hasta el fin» y me sacaba a bailar.
Era cosa casi rutinaria.
Hasta que un día comenzó a prestar seria
atención a las facciones de su vocalista preferido: a lo chupado que estaban los pómulos y a
cómo se iba poniendo cada vez más delgado
conforme pasaban los años. Su conclusión fue
inminente: el Indio Solari consumía cocaína.
Pensaba que era la máxima auto-traición x parte
de un tipo que, según ella, cantaba siempre en
contra de aquella droga tan nociva.
Motivo x el cual, decidió asesinarlo. Al principio, pensé que me estaba jodiendo. Pero a
medida que su ira iba creciendo en proporciones descomunales, también aumentaba su
Nahuel Sánchez (Buenos Aires). Entre los textos más
literatósicos. Para la barra que pedía más de este mostro que ya
participó en el número uno...
deseo x concretar aquel acto. x lo tanto, comencé a creerle seriamente y a preocuparme seriamente. Eventualmente, dejé de prestarle atención.
Cuando el Indio tocó en Tandil, fuimos a verlo. Cecilia
estaba muy reservada ese día. No intercambiaba palabras con ningún ricotero de la fila de cara al recital. Su
ceño permanecía fruncido. Su indignación quedaba a la
vista a leguas de distancia. Una vez comenzado el concierto, me pidió que le hiciera pata para hacer un slam.
Eso hice. Al llegar al otro lado de las vallas, sacó una
piedra, que sólo God sabe de dónde había salido, y se la
arrojó al Indio. Su cara se cortó y tuvieron que parar el
show.
Esa noche Cecilia fue en cana y nunca más volvió a
escuchar a Los Redondos.
[ 28 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Defensa contra Ofensas de la vida
CARLOS TELLECHEA
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Vallejo
¿Qué tienen en común el tango Mi noche triste, la narrativa onettiana, los aporreados personajes de Rulfo y
los habitantes del sertão de Vidas Secas? ¿Cómo se cruzan con los poéticos anhelos de Sor Juana o la desastrosa existencia de Horacio Quiroga, la fantasía del sacrificio en Mistral y las rosas ad hoc de Huidobro?
No hace mucho estaba releyendo algunos textos que
han formado parte del enorme caudal en que nadé (y nótese que digo «nadé» y no «floté») durante años para
convertirme en profesor. Como nos dijo una vez un
conocidísimo docente del Instituto de Profesores
«Artigas», nunca podremos dejar de estudiar. Y no he
dejado de hacerlo. En realidad lo que dijo fue: «cuando
se reciben deben ponerse a estudiar», algo que es más
duro.
Mientras releía encontré un texto que en su momento
me pareció muy interesante. Si lo hubiera hallado ahora
tal vez lo juzgara un poco inocente, algo que su misma
autora hizo treinta años después de escribirlo. Aunque
sigo reconociendo que… ¡basta de digresiones! Es el libro Contra la interpretación, de Susan Sontag. Un compendio de ensayos que tratan sobre cine, teatro, arte en
general, y claro, sobre literatura. Mi impresión inmediata
fue que jamás podría llegar a poseer tanta cultura como
la autora. Me refiero simplemente a «saber tanto», y paladear de esa manera el conocimiento. Sontag allí proponía, si mal no recuerdo, una «erótica del arte».
Ya vuelvo (…)1
Estoy de vuelta. ¡Cuánto polvo! Abro, soplo, busco.
Sacudo. ¡Encuentro! Dice al final del capítulo homónimo:
«…En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte…» Algo que me resultó y me resulta una maravilla. «Una erótica del arte». ¡Prodigio! Estoy completamente de acuerdo con una erótica del arte.
Aunque no sepa exactamente qué pueda ser.
Y como va quedando largo el exordio («…D’Artagnan
se aburría soberanamente, al igual que el cura. ¡Ved qué
exordio! –exclamó el jesuita. -–Exordium –repitió el cura,
para decir algo…») vamos al punto. Los que me conocen
saben que si no cito a Los tres mosqueteros al menos
una vez al día, a la noche despierto sobresaltado y con
sueños de duelos a florete. El punto es que allí mismo, en
el libro de Sontag, encontré una cita del diario de Cesare
Pavese (El oficio de vivir), que humildemente me gustaría
transformar aquí en objeto de discusión. Cito a Sontag
que a su vez cita a Pavese, y mi texto se transforma en La
familia de Felipe IV:
«…en un apunte del diario, correspondiente al año 1938,
tenemos la siguiente, destacable, sucesión de pensamientos, Pavese escribe: «La literatura es una defensa contra
Carlos Daniel Tellechea (Montevideo, 1977). Es
profesor de Literatura egresado del Instituto de Profesores «Artigas», y ejerce su labor docente en Educación Media. Ha participado en Congresos de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay y
Cursos de Verano en el Instituto de Profesores
«Artigas».
las ofensas de la vida. Le dice a la vida: ‘Tú no
me engañas: sé cómo te comportas, te sigo y
preveo tus movimientos, gozo viendo cómo procedes, y robo tu secreto complicándote en ingeniosas construcciones que detienen tu fluir’.
Aparte de este juego, la otra defensa contra
las cosas es el silencio, en el cual se incuba
nuestro relámpago. Pero es necesario que nos
lo impongamos nosotros, no permitir que se nos
imponga. Ni siquiera por la muerte…»…»
(Sontag, 2005: 75)
Vale apuntar que, consecuentemente, Pavese
eligió imponerse el silencio del suicidio.
El fragmento se encuentra en el ensayo/capítulo titulado «El artista como sufridor ejemplar». Sí. Muy romántico todo. La cita de Sontag
de Pavese sigue, y continúa siendo igual de
genial, igual de profunda, igual de iluminadora.
Pero solamente con este grupito de enunciados (esta «destacable sucesión de pensamientos») recuerdo que pensé que Pavese había
dado con algo importante. Ya entonces estaba
atento a cualquier enunciado con la forma «literatura es X».
Una feliz coincidencia
Tiempo después alguien me hizo llegar el
discurso de ingreso a la Academia Nacional
de Letras que pronunciara el profesor Ricardo
Pallares en el año 2000. Fue una feliz coincidencia y otra buena oportunidad para maravillarme. Yo conocía al profesor Pallares solamente por referencias. Todas positivas, todas llenas de nostalgia y de emocionada (y emocionante) evocación. Cosa que se comprende perfectamente cuando uno lee el discurso. Lo digo
sin ninguna ironía y abandonando mi estilacho
juguetón por un momento (siempre que nombre al profesor Pallares lo haré con absoluto
respeto).
Quisiera detenerme en un fragmento de dicho discurso. Algo que para muchos pudo haber pasado inadvertido porque desconocían el
pasaje de Pavese. Cito al profesor:
«…Leí no recuerdo dónde, la afirmación de
un escritor contemporáneo según la cual «la
literatura es la defensa contra las ofensas que
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nos causa la vida». Esta especie de romanticismo adolescente es bastante ajeno a cuanto
deseamos afirmar esta noche.
La literatura es una constructora de vida,
no un mero paliativo compensatorio de las supuestas ofensas que ella hace a los hombres.
Por otra parte, la vida no es equivalente a la
realidad sino más bien a lo que los sujetos hacemos en ella y con ella…»
(Pallares, 2000: 71)
Sigo considerando acertado el fragmento de
Pavese, pero reconozco que la crítica de
Pallares es también, a su modo, inobjetable.
Algo más del discurso, para no dejarlo simplemente en eso. Recomiendo ampliamente su
lectura completa.
«…A través de la literatura se aprende rápidamente que el concepto de hombre tiene
mucho de metáfora de su realidad y que esa
realidad se espeja en la conciencia mediante
el lenguaje. Si el lenguaje es vehículo figural,
enseguida se plantea el asunto de la validez
de lo espejado en relación a lo que espeja, que
es de lo que verdaderamente se trata. También
se plantea el asunto de qué hay o qué se instala en la brecha entre lo real y lo espejado…»
(Ibídem)
Me arriesgo a que me lluevan tomates porque me gustan todas las citas, pero debo decir
que contiene el eje del problema del que deseo hablar. Presentado así nomás, como al
pasar. La literatura como espejo, el concepto
de hombre (de ser humano) como metáfora, el
«espejarse» en el lenguaje. Hay allí varias
cositas lindas. Es posible que cuando nos reflejemos como especie en el arte no aceptemos cualquier imagen, porque alguna podría
hacernos pensar en una claudicación.
La gran divergencia planteada en las profundidades del discurso de Pallares con respecto
a lo que señalara Pavese, resulta en la opción
entre creer que la vida es algo aparte de nosotros o algo que realmente vamos construyendo. Para el italiano, que concibe a la vida como
algo que nos pasa (¡que nos pasa por arriba!),
que nos ofende, y que «se comporta» de determinada manera (nótese la prosopopeya
como mecanismo argumentativo), la literatura
tiene un profundo sentido testimonial,
transmimético, que deja constancia de una realidad inobjetable: la vida es terriblemente cruel
y sus procederes pueden ser retenidos en el
discurso literario por el ofendido (o uno de sus
representantes de oficio: el escritor). Tal vez
como una advertencia a las futuras víctimas.
Tal vez simplemente como una señal del pasaje del ser humano por la vida. O peor: de la
vida por el ser humano.
Lo que resulta inaceptable para el profesor
Pallares. Sobre todo porque encierra un sentimiento de derrota que no está acorde con su
profundo vitalismo, su comprensible y
compartible confianza en el ser humano. Para
él la vida, como dice en la primera cita, es lo
que los sujetos hacemos en ella y con ella. Lo que implica
también, y creo que es importante destacarlo, quitarle esa
función «defensiva» a la literatura, que tan mal parece
irle.
La propuesta
En el espacio que queda pretendo confrontar una selección algo arbitraria de textos de autores latinoamericanos, con esta tesis de la literatura como defensa contra
las ofensas de la vida. Argumentando brevemente en algún caso.
«Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida…»
Comienza así el tango Mi noche triste, música de Castriota
con letra de Contursi. Inmediatamente se nos presenta
algo estrictamente íntimo y tremendamente colectivo en
el sentir del «yo lírico». Una intimidad colectiva. Tal vez
exista diferencia entre cómo logre entenderlo un hombre,
y un hombre que ha sufrido, y una mujer (y una mujer que
ha sufrido, agreguemos). Esta pieza (una de las mejores
en su género, a mi juicio) abunda en detalles acerca de
cómo siente un hombre la ausencia de su «percanta». No
hay datos del abandono en sí; pero los objetos, los rastros, «hablan» de una manera desgarradora: la guitarra
en el ropero (el instrumento mudo, encerrado, la alegría
que se fue con ella), la lámpara que no quiere funcionar
(que no quiere alumbrar la noche triste), todo es personificación y proyección. Ella, dando muestras de esa belleza infantil, correspondiente, claro está, a un modelo construido desde una masculinidad «paternalista», adornaba
con unos moñitos «todos del mismo color», unos enigmáticos frasquitos del bulín del arrabalero solo. El espejo
está empañado y, en fin, parece arrinconarnos el sentimiento de desolación, en los recuerdos y en las cosas
(como los muros de Quevedo). Se superponen pasado y
presente, y, por muy machote que sea el malevo, no puede cerrar la puerta porque prefiere conservar la ilusión
del regreso de la percanta («…porque dejándola abiertaaa,
me hago ilusión que volvééés…»). Ternurita.
Ser valiente no es lo mismo que «se macho». Pero reconozcámosle al menos que hoy en día dormir con la
puerta abierta es por lo menos arriesgado. Yo no lo haría,
ni lo recomiendo.
Muy bien. Volvamos brevemente a Pavese: ¿ingeniosa
construcción? Sin dudas. ¿Existe «el robo del secreto a
la vida»? Bueno… «robos», «secretos», «defensas»,
«ofensas»… Yo creo que existe el testimonio profundo de
un momento, de una intuición de algo que no se puede
negar como humano. Es el dolor de la pérdida y de una
pérdida muy difícil de digerir. Tal vez de la traición amorosa («traición en el amor», mejor). Que todos los seres
humanos estemos en condiciones de comprenderlo es
otro asunto. Los no-traicionados o no-abandonados, no
sé. Que sepamos, sepamos, que estas cosas ocurren…
puede ser demasiado pedir. Que el artista deba pretender una empatía que no es fácil de construir desde otras
circunstancias vitales (me imagino a una muchacha que
ha abandonado pero nunca ha sido abandonada, pensando «y bueno, así son las cosas; seguramente no supiste cómo tratar a tu ‘percanta’…, loser») es muy claro.
Por otro lado, pensar que esa angustia representada por
el «yo lírico» es parte de una situación en la que el sujeto
se coloca deliberadamente; la que se fue como algo que
el hombre necesita como excusa para sufrir, podría ser
un modo paradójicamente menos encantado (o menos
romántico) de ver las cosas, tal vez más justo para con la
mujer, pero que en definitiva compatibiliza mejor con la
visión del profesor Pallares. Hacemos eso en y con la
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vida. Nos hacemos sufridores.
No sé por qué, pero de pronto se me vino a la cabeza
Lacan y un estadio. Y un espejo.
Creo que Juan Carlos Onetti ha construido, mientras
construía su narrativa, un monumento a la intimidad colectiva y a la defensa contra las ofensas de la vida. Cuando recuerdo La vida breve, veo inmediatamente a Brausen
defendiéndose de la vida a través de la fabulación; defendiéndose de la tragedia de Gertrudis, defendiéndose de
su apartamento lúgubre, de su trabajo lamentable. Fantasía que terminará en la construcción de Santa María,
intraficción, profundidad imaginaria. La realidad poco o
nada heroica de Onetti (véase cómo la idea de la defensa
funciona tanto para los autores como para sus personajes) encuentra en ese héroe anti-heroico (si se me permite el oxímoron) su contrapeso. Onetti periodista marchoso, Onetti peleado con su realidad (apunta Ángel Rama:
«…En Onetti, como en otros escritores de la época, la
quiebra de las ideologías es más grave porque establece
un vacío absoluto para las motivaciones de la conducta…»), con su país de origen; Onetti exiliado en una cama
de Madrid y sin maquinita de afeitar a mano. Onetti, en
definitiva, Eladio Linacero, esperando por Ana María en
la cama de hojas, en la cabaña o choza de El pozo. Onetti
profundamente romántico. ¿Quién podría poner en duda
que toda su literatura respalda lo que ha dicho Pavese?
Quisiera citar tan solo un fragmento de la archiconocida
nouvelle del treinta y nueve(lle) colocando signos de exclamación entre corchetes en proporción directa con el
placer que experimento mientras lo leo:
«…Cecilia era una muchacha, tenía trajes con flores de
primavera [!], unos guantes diminutos y usaba pañuelos
de telas transparentes que llevaban dibujos de niños bordados en las esquinas [!!]. Como un hijo el amor había
salido de nosotros [!!!]. Lo alimentábamos, pero él tenía
su vida aparte. Era mejor que ella, mucho mejor que yo
[!!!!]. ¿Cómo querer compararse con aquel sentimiento,
aquella atmósfera que, a la media hora de salir de casa
me obligaba a volver, desesperado, para asegurarme de
que ella no había muerto en mi ausencia [!!!!!]? Y Cecilia,
que puede distinguir los diversos tipos de carne de vaca y
discutir seriamente con el carnicero cuando la engaña [!!!!],
¿tiene algo que ver con aquello que la hacía viajar en el
ferrocarril con lentes oscuros, todos los días, poco tiempo
antes de que nos casáramos, «porque nadie debía ver
los ojos que me habían visto desnudo» [!!!!!!]?...» (Onetti,
1994: 21)
Lamentablemente algunos han elegido quedarse solamente con las expresiones de desprecio hacia la mujer o
con las anti-comunistas. Yo creo que supo ver en la intimidad de los seres humanos cosas horribles, pero porque había visto también las otras y las amaba. Su literatura es muy útil. Y no hay que tenerle miedo al término. Útil
porque si, con la idea de Pavese, nos defiende de la vida,
lo hace para dejar constancia de las reiteraciones, de los
suplicios eternos de Sísifo, la roca empecinada o el ave
estúpida que sólo puede roernos el hígado una y otra y
otra vez. ¡Jueeera bicho! Pues bien. El significado profundo de «la defensa ante las ofensas de la vida» se encuentra claramente en exponer los círculos en los que
entramos siempre, los errores que reiteradamente cometemos: aquel, que se dejó «amurar» por la percanta, sabiendo que lo más seguro era el dolor (¿se acuerda el
lector de El infierno tan temido?), y aquel otro, que creyó
que Ceci no era Cecilia, y que le iban a entender sus chifladuras de antes de dormir (Ester, Cordes).
El gesto defensivo no tiene por qué ser íntimo en el sentido vulgar del término o siquiera
esconderse demasiado. Basta con que uno lea
los cuentos de El llano en llamas de Rulfo para
encontrar las llagas del paso de la vida por los
sujetos. Y del vapuleo de la vida a los seres
humanos. DE TODOS NOSOTROS, ¿EH? NO
DISIMULE. Algunas veces podemos modificar
la vida, pero cuando no: ¿qué pasa? Tomemos
por ejemplo aquella tierra yerma, inservible, de
Nos han dado la tierra. Ante ella, los campesinos ni siquiera pueden hablar («…–Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura.
No creemos que el arado se entierre en esa
como cantera que es la tierra del Llano. Habría
que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aún así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. –Eso manifiéstenlo por escrito…»). ¡Por escrito! ¡Genial
Rulfo, genial! El calor los va dispersando y solamente una gallinita que asoma la cabeza
desde el gabán de Esteban es precario vestigio de vida, pequeña esperanza escondida.
Recuerdo algo similar también en Vidas Secas
de Graciliano Ramos («…Baileia despertó al
sentir el cambio de aire y la crepitación de la
charamusca y se retiró prudentemente, temerosa de chamuscarse el pelo; se quedó observando, deslumbrada, las estrellitas rojas que
se apagaban antes de tocar el suelo. Aprobó
con un movimiento de cola ese fenómeno y
quiso expresar su admiración a la dueña. Se
acercó a ella a saltos cortos, jadeando, irguiéndose sobre las patas traseras, imitando a la
gente. Pero doña Vitória no quería saber de
zalamerías. –¡Fuera! Le dio un puntapié y la
perra se alejó humillada y con sentimientos rebeldes…»). Claro que esa intimidad refiere a
lo esencial de las situaciones: lo esencial de la
pérdida, lo esencial de la ilusión evanescente
de la Cecilia-asesina-de-Ceci (a-Ceci-na) y también a lo esencial de los hombres del Llano que
apenas si hablan (mucho menos escriben para
quejarse), y lo esencial de la perrita entre seres embrutecidos, último bastión de la ternura,
más humana que los humanos; maravilla poética en el fuego y la reacción de la perrita, maravilla poética (ahora de signo inverso) en la
patada de doña Vitória.
Lector: si vas a leer Vidas secas mejor no te
encariñes con Baileia.
Está claro que el problema sigue siendo qué
hay entre la realidad y el espejo, como dijo el
profesor Pallares.
Cuando Pedro Juan Guitiérrez en uno de sus
relatos (titulado con la sutileza que lo caracteriza «Aplastado por la mierda») nos participa
una conversación que mantuvo en su universo
semi-ficticio con un personaje llamado
Supermán, y aparece esto:
«…–¿Ya no te gustan las revistas,
Supermán? [Se refiere a revistas pornográficas.] Quédate con ellas, te las regalo.
–No, hijo, no. ¿Ya para qué?… Mira.
Se levantó una pequeña manta que le cubría los muñones. Ya no tenía pinga ni huevos.
Todo estaba amputado junto con sus extremi-
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dades inferiores. Todo cercenado hasta los
mismos huesos de la cadera. Ya no quedaba
nada. Una manguerita de goma salía del sitio
donde estuvo la pinga y dejaba caer una gota
continua de orina en una bolsa plástica que llevaba atada a la cintura.
–¿Qué le pasó?
–Azúcar alta. Se fueron gangrenando las dos
piernas…» (Gutiérrez, 1998: 63)
Es evidente que no se trata de un chistecito.
Se trata de la vida. Se trata de defenderse de
algún modo de la brutalidad a la que nos expone. Se trata de rechazar vehementemente la
vanidad, la estupidez, de parir gráficamente la
castración (pongámosle, conociendo a
Gutiérrez) del régimen cubano. (¿Parir la castración?) Se trata de muchas cosas. Se trata
del superhombre (Supermán) convertido en un
pedazo de hombre, en «lo que ha quedado»; y
al final, se trata de la decadencia y de la vulnerabilidad.
En mayor o menor medida, de forma más o
menos explícita, los autores que cité, y los que
nombré al inicio aunque no pude abordar detenidamente, apoyan la afirmación de Pavese.
¡Cuánto podríamos decir de los ensueños
escapistas del Novecientos! ¡Cuánto de la necesidad de crear otro universo en la poesía de
Huidobro! ¡Cuánto del famoso consejo de Celia a la rosa!
¡Cuánto, en fin, de Horacio Quiroga, sufriendo la crueldad de la vida, dejándola estampada para siempre en el
papel! ¡De Herrera y Reissig y sus viajes retóricos! ¡De
Felisberto Hernández y su riquísima amistad con lo inerte! No sé si hay algún escritor que no multiplique la idea
de la defensa. Y cuanto más se multiplica (estoy convencido de que los ejemplos podrían seguir apareciendo indefinidamente) más parecería confirmarse la opinión de
Pavese, por muy dolorosa que parezca.
(Notas)
1
Es mentira. Lo tengo en un PDF.
* Gutiérrez, Pedro Juan (1998): Trilogía sucia de La Habana
. Barcelona: Anagrama.
* Onetti, Juan Carlos (1994): El pozo. Montevideo: Arca. Primera publicación: 1939. Con estudio crítico de Ángel Rama.
* Pallares, Ricardo (2000): Discurso de ingreso a la Academia
Nacional de Letras, pronunciado por el autor, en la sede del Museo Pedagógico, el 21 de junio de 2000, con el título «Literatura,
enseñanza y acción». En Conversación. Revista de Reflexión y
Experiencia Educativa. Sin otros datos. Disponible también en:
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/pallares_ricardo/
literatura_y_futuro.htm
* Ramos, Graciliano (2004): Vidas secas. Montevideo: Banda
Oriental.
* Rulfo, Juan (2007): Pedro Páramo. El Llano en llamas.
Buenos Aires: Planeta.
* Sontag, Susan (2005): Contra la interpretación. Buenos Aires: Alfaguara. Título original: Against Interpretation (1961).
El Aleph
MATHÍAS IGUINIZ
Comenzaremos apuntando que el relato «El
Aleph», de Jorge Luis Borges (Buenos Aires,
24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio
de 1986), tiene una doble condición; esto es,
por un lado, de crítica al espíritu sistemático o,
en este caso, al sistema-lengua; del otro, de
paradójica exaltación del lenguaje. Y decimos
«paradójica» porque es en la demostración de
sus limitaciones que termina por revelarse su
potencialidad, en la fijación escritural de una
tensión que deviene expresión estética. En términos de filosofía, Borges sospecha un límite,
su proximidad, y al hacerlo cuestiona una manera de ordenar el mundo; pero, por otra parte,
en este sobrevenir logra su conquista como
escritor: un relato logrado.
Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general sostiene que «lengua y escritura son dos sistemas de signos distintos; la
única razón de ser del segundo es la de representar al primero.» (1945: 51) Pero resulta que
a veces los modos de experiencia del artista
no encuentran parangón con ninguno de los
sistemas de signos mencionados. Tal es el caso
de «El Aleph», que enseña las marcas de una
encrucijada
lingüística
e,
incluso,
paradigmática; porque el escritor, por su condición de tal, no puede sino plegarse a la hegemonía de los grafismos, a la letra en tanto
Mathías Iguiniz (Canelones, 1988). Egresado del Instituto
de Profesores Artigas, se desempeña como profesor de Literatura en Enseñanza Secundaria. Ha participado en distintos eventos y jornadas académicas. Algunos de sus trabajos han sido
publicados en suplementos culturales, periódicos y sitios de
Internet (Tiempo de Crítica, La Página Literaria, Letras-Uruguay,
H enciclopedia), así como también en distintos blogs. Actualmente lleva adelante una columna literaria (La Palabra Soslayada) en Portal La Fuente, donde se ocupa predominantemente de la producción literaria de su localidad. Dos estudios de su
autoría se publicaron en Libro segundo de las estampas, del
escritor canario Guillermo Degiovanangelo.
molde expresivo de la modernidad. No hay manera de
encontrar, pues, el significante capaz de cifrar todos los
significados posibles, lo que conduce inexorablemente a
la «desesperación de escritor».
Borges-escritor vuelve la mirada sobre sí mismo, desnudando (meta)narrativamente el poderío de un relato que
también se desborda sobre sí mismo. Todo se resuelve
en un juego de espejos: un yo-escritor que escribe para
decir que no puede escribir, mientras que la imagen en el
papel le devuelve un relato logrado que trasluce, a través
de estas mismas tensiones, lo que el escritor quiere decir. Aquí el trabajo del narrador sí está en la narración.
(No se expresa lo mismo en uno de los pasajes del cuento en cuestión: «Comprendí que el trabajo del poeta no
estaba en la poesía; estaba en la invención de razones
[ 32 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
para que la poesía fuera admirable.» (2005: 201)
En el presente trabajo se posará la atención en lo que
entendemos es el pseudo-núcleo gravitacional del texto,
esto es, el episodio en que Borges-protagonista ve el
Aleph; este último opera, a lo sumo, como foco luminoso
de fascinación del lector. No es a través del Aleph que
Borges establece la proximidad más significativa del relato, sino mediante Beatriz, figura fundamental del artefacto estético. Como expresa la crítica argentina Beatriz Sarlo,
la obra del escritor en cuestión no reclama un lector crédulo. La escritura revela las marcas de lecturas potenciales: una lineal a la que conduce la propia arquitectura técnico-estilística, otra por los costados a la que conducen
los pliegues que modula el relato.
Comenzaremos por trazar el «mapa literario» del relato, para que luego, sí, el propio abordaje nos conduzca a
la figura de Beatriz como línea transversal. No obstante,
vale establecer un reparo previo: el relato en cuestión es
pasible de infinitos estudios, por lo que en el presente no
pretendemos, ni por asomo, agotar su nivel significacional.
(Los epígrafes apócrifos, por ejemplo, son pasibles de un
estudio minucioso y por demás interesante, mas debemos ser selectivos si no se quiere caer en la mirada superficial). Así es que, estudiaremos la construcción de los
personajes y su relación «dialéctica», el episodio del Aleph
en tanto pseudo-foco de la narración, los procedimientos
de metaescritura y metanarrativa, y la figura de Beatriz
como el núcleo auténtico/marginal del relato.
II
La narración se va desplazando hacia el Aleph a través
de una marcada primera persona; lo dicho no es un dato
menor, ya que supone una primera decisión técnica que
prepara, si se quiere, el episodio de la visión,
argumentalmente1 central. En otras palabras: solo en primera persona, desde dentro mismo de la diégesis, el efecto de simultaneidad en continua pugna con el encadenamiento que impone el sistema-lengua se muestra en toda
su extensión.
Por otra parte, el trayecto hacia el Aleph está atravesado por la relación «dialéctica» Carlos Argentino-Borges;
siendo muchas las apreciaciones que este último hace
por ejemplo con motivo del oficio de poeta de aquel. Lo
cierto es que estos deslizamientos terminan por constituirse en una censura más amplia de índole teórica y
metacrítica. Porque si bien Carlos Argentino solo existe
en el cuento de Borges, también responde a un prototipo
de literato que deposita excesivas expectativas en el aspecto ornamental, sin tocar órbitas superiores. Por otra
parte, podemos leer en el apellido del personaje una dura
crítica a cierta tradición literaria, cuyo trayecto apunta directamente al seno del campo literario nacional.
En estas apreciaciones acerca del oficio de escritor,
Borges deja traslucir sus propias inquietudes literarias de
índole estéticas: el autor es un fervoroso defensor del uso
de un lenguaje sencillo (¿celebración de la condición oral
primordial de la literatura?). Y por esto Carlos Argentino;
esto es, como la construcción dialéctica de la imagenautor contra la que Borges se propone arremeter. De aquel
expresa: «Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del
poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo.»
(2005: 204)
En una entrevista concedida al periodista
español Soler Serrano, Borges hace referencia a esta concepción suya de la composición
literaria, expresándose en los mismos términos:
Cuando yo escribo, lo hago urgido por una
necesidad íntima (…) pienso en expresar lo que
quiero decir, y trato de hacerlo del modo más
sencillo posible (…) Es un error suponer que
todas las palabras del diccionario pueden usarse (…) Por ejemplo, en el diccionario usted ve
como sinónimo la palabra azulado, azulino,
azuloso, y creo que dice azulenco también; la
verdad es que no son sinónimos. La palabra
azulado puede usarse, es una palabra común
que el lector acepta; en cambio si pongo
azuloso o si pongo azulino, no, son palabras
que miran en dirección contraria (…) La única
palabra que debe usarse es azulado, que es
una palabra común que se desliza con las otras.
Si pongo azulino, por ejemplo, es una palabra
decorativa, es como si pusiera de pronto una
mancha azul en la página.
El cuento se constituye, pues, en espejo textual de la voz autoral, en su representación simbólica. El autor se autoconstruye en función de
la imagen que tiene de sí y, por qué no, de la
que el lector tiene de él. La operación tiene lugar en el siguiente pasaje: «Beatriz, Beatriz
Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida,
Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy
Borges» (p. 208). Borges mata a «Borges» al
hacerlo vivir en su relato, o, mejor, reconfigura
la imagen-autor que le otorga la modernidad;
la individualidad del yo termina por disgregarse de forma problemática en la urdimbre del
texto. Por esta razón, y como bien advierte
Roland Barthes en su ya clásico trabajo «La
muerte del autor», llamaremos al Borges de «El
Aleph» Borges-sujeto, a diferencia del Borgespersona que toma el lápiz y escribe: «No sé
cuál de los dos escribe esta página.» («Borges
y yo»; 2006: 34)
Más allá de estas cuestiones, lo cierto es que
«el mundo de la literatura» está encerrado en
«El Aleph». Borges-sujeto entabla un vínculo
complejo con Carlos Argentino que casi parece una parodia del campo intelectual de la época. (Y por qué no actual también). El primero
se encuentra en el compromiso de prologar un
libro hacia el que no tiene mayor afición, mas
no por esto se niega; así lo expresa el personaje: «el hombre iba a pedirme que prologara
su pedantesco fárrago» (2005: 204).2
El relato se mueve en una oposición permanente entre la imagen pretérita e inmaculada
de Beatriz y la degradación del campo intelectual, personificada en Argentino. Lo dicho se
puede ver en el siguiente pasaje: «A partir del
viernes a primera hora, empezó a inquietarme
el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz
de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de
las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri «(2005: 205).
El mapa literario se empieza a dibujar en función de esta lógica de confrontaciones: Beatriz
como lo absoluto/Carlos Argentino como poe-
Literatosis.com
- [ 33 ]
ta-metonimia de todo un campo que se mueve
en el nivel de la superficie. Y en el medio
Borges, oscilante entre el artífice y el personaje.
III
A continuación nos detendremos en el episodio del Aleph. No obstante, este debe ser visto a la luz del lugar que ocupa la imagen de
Beatriz en la obra. Es que, al final del relato se
establece una proximidad que pone a uno y
otro en una relación de simetría. El Aleph de
Borges-sujeto es, en cierta medida, Beatriz.
Dicho deslinde está justificado por la propia
mirada de lectores que reclama el autor, y que
encarna él mismo cuando las circunstancias lo
ponen del otro lado, esto es, en la condición
de enfrentarse al texto de otro.
Beatriz Sarlo destaca cierta disposición por
parte de Borges al momento de «leer» el canto
XXXI de la Divina Comedia, donde Dante obtiene la bienaventuranza:
Borges piensa que esa sonrisa de Beatriz,
ese detalle único de la despedida, es el impulso de la Divina Comedia. Sabe que ése es un
«hecho humildísimo» si se lo mide en relación
con todos los asombrosos portentos que Beatriz acaba de mostrarle a Dante. Sin embargo,
Borges fija su lectura en esa sonrisa, un detalle casi invisible en la inmensidad de las esferas (…) Éste es un modo de la lectura: leer por
los costados y por los pliegues. (2007: 211)
La arquitectura de «El Aleph» parece reclamar la misma actitud por parte del lector, es
decir, es importante que no nos dejemos impresionar por la descripción del Aleph; o sí, pero
sin que por eso agotemos allí el nivel
significacional del relato. Por lo demás, la propia voz narrativa revela la artimaña: «yo creo
que el Aleph de la calle Garay era un falso
Aleph» (2005: 214) Intentaremos leer, pues,
cierta «sonrisa de Beatriz» en «El Aleph».
La primera mención al Aleph, es introducida
por Carlos Argentino en una llamada que realiza al protagonista con motivo del derrumbe de
la casa de sus padres –»¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la
calle Garay!» (2005: 206)-; luego, estilo indirecto mediante, se nos dice: «(…) dijo que para
terminar el poema le era indispensable la casa,
pues en un ángulo del sótano había un Aleph.
Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del
espacio que contiene todos los puntos.» (2005:
206)
Un elemento más que complejiza la reciprocidad Borges-Argentino: este último le revela
su «tesoro» pese al recelo subrepticio que
ambos personajes se tienen. (Lo dicho responde a los indicios que da el propio texto: el coñac que regala Borges a Carlos Argentino es,
en boca de este último, «seudo coñac»; por citar solo un
ejemplo). Evidentemente Borges no plantea la relación
en términos maniqueístas, su operativa es mucho más
difusa, e, incluso, de a ratos el lector queda marginado,
ya que no le son dadas algunas claves interpretativas para
entender; detrás está la deliberación del autor textual que
conoce la potencia de la sugerencia.
Tras un giro interruptor cuasi dantesco –»Entonces vi
el Aleph»-, Borges se acerca sucesivamente a la visión:
«Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza,
aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un
alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a
los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?» (2005: 209). Y más adelante: «Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo,
porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.»
(2005 210)
Los pasajes citados funcionan a modo de aplazamiento del episodio central del argumento, lo que trabaja la
intriga en el lector, que quiere saber cómo el autor resolverá el desafío que él mismo se ha impuesto. En definitiva, se está frente a una situación limítrofe del lenguaje;
en este sentido es oportuno citar nuevamente a Saussure:
«(…) en el discurso, las palabras contraen entre sí, en
virtud de su encadenamiento, relaciones fundadas en el
carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de
pronunciar dos elementos a la vez» (1945: 147). En efecto, la oposición se da entre lo absoluto y lo parcial, lo simultáneo y lo lineal.
La imposibilidad de cualquier sistema es abordada aquí
de manera directa, no hay manera de ordenar un discurso que dé cuenta de los modos de experiencia, caóticos e
inefables. Beatriz Sarlo lo expresa en estos términos:
«Como el desorden subsiste, percudiendo los sistemas
más complejos, Borges toma el camino de la paradoja
para desordenar los principios clasificatorios ya que ellos
son, en última instancia, un fracaso.» (2007: 209). Borges
revela en el pasaje citado más arriba una marcada conciencia metadiscursiva y metanarrativa, lo que deja en
evidencia un rasgo que Hugo Achugar señala como propio de las vanguardias narrativas hispanoamericanas.3
El deseo de simultaneidad toma forma en la anáfora
del verbo «vi», que además de aportar a la lectura desde
un punto de vista rítmico, introduce la tensión escritural
de querer envolver con lenguaje una realidad que se
muestra, a las claras, inaprensible. Las imágenes yuxtapuestas, por su parte, presentan ribetes vanguardistas,
ya que parecen ser el resultado de una compleja operación de transducción de un código transtextual. Hay también cierto efecto de automatismo que, no obstante, sabemos no es tal: el escritor está enumerando deliberadamente una experiencia absoluta –»el problema central es
irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito» (2005: 210).
Sobre el final de la enumeración asoman referencias
explícitas a Beatriz, que poco a poco empiezan a confrontarla con el Aleph:
Vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había
dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en
[ 34 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente
había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura
sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la
muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos (…) vi tu cara,
y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese
objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible
universo. (2005: 211-212)
Si, como dice Borges en sus Nueve ensayos dantescos,
«Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó
con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo
tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar su encuentro.», ¿acaso no podemos
interpretar en la misma clave propuesta por el autor su
propio relato «El Aleph»? Si no es así, ¿no se puede leer
al menos un guiño? ¿Y una re-escritura? Solo algunas de
las preguntas que habilita la lectura del relato que nos
convoca.
El Dolce Stil Nuovo es una escuela que se caracteriza
por las composiciones de alabanza a la dama, cuya figura alcanza un grado máximo de idealización; de aquí que
su contemplación se pueda parangonar con una forma
de experiencia absoluta. Así lo expresa Dante en uno de
sus poemas: «De los ojos de mi dama procede/Tan noble
luz que cuando aparece/se ven cosas que nadie contaría/por lo elevadas y porque son nuevas». Borges osa
contarlas, y para hacerlo echa mano al Aleph que se constituye en eje argumental. El motivo de Beatriz queda desplazado a los márgenes del cuento: al principio y al final;
y a los eventuales deslizamientos de su figura en sutiles
intercalaciones por parte del protagonista. Hay algo periférico y central, lateral y universal en su esencia.
En cierta forma «El Aleph» es una alabanza cuasi
dantesca a la figura de la amada ausente, o, mejor, es la
alabanza borgeana a la figura de la amada ausente. Porque como bien expresa Sarlo «el nombre de algunos pocos escritores de este siglo ha dado origen a un adjetivo
que los identifica y también designa más que su propia
obra» (2007: 206); uno de estos adjetivos es, naturalmente, «borgeano», lo que revela la originalidad alcanzada
por el autor. La algebraica arquitectura del relato deja una
rendija a la lectura marginal, al cruce inesperado que lleva a la pregunta acerca de la (des)localización de Beatriz
en «El Aleph». Más aún si tenemos en cuenta que el mismo narrador intradiegético que expresa en un momento
arribar al centro de su relato, se desdice u oscila más
adelante en estos términos: «(…) yo creo que hay (o que
hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay
era un falso Aleph.» (2005: 214)
Una primera aproximación al cuento, delata cierta señalización que conduce al episodio del Aleph como motivo central o, mejor, como foco luminoso, no obstante esto
no es sino una astucia del autor dirigida al lector proclive
a la fascinación verbal. Por debajo aquel trabaja un sentido otro por el que tiende puentes y establece conexiones
implícitas que, si bien remiten -intertexto mediante- a universos ficcionales paralelos, terminan por colmarse de
sentido y completarse en sí mismos en la propia realización concreta. Porque Borges, en su afán de universalidad, reescribe tradiciones literarias alejadas, inscribiéndolas en la lógica de su proyecto y de su escritura, al
mismo tiempo, parodia la propia tradición de su época. El
entramado textual termina por enseñar un espacio de
encuentros donde se fijan tensiones
metanarrativas y se articulan proximidades estéticas inesperadas. Al final, todo deviene una
gran celebración del valor estético de la palabra.
(Notas)
1
No debemos perder de vista que, como bien
advierte Sarlo, en el núcleo de una ficción siempre hay algo oculto: Borges entiende que «el
argumento de un relato debe ser perfecto; la
narración de este argumento, en cambio, no
puede poner en primer plano esa perfección
casi «mecánica»» (p. 210).
2
En su trabajo «Prólogo de prólogos»,
Borges reflexiona de manera crítica en torno a
la forma-prólogo. Allí expresa: «El prólogo, en
la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables,
que la lectura incrédula acepta como convenciones del género.» Y más adelante: «El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una
forma subalterna del brindis; es una especie
lateral de la crítica.»
3
Otro rasgo que Achugar atribuye a las vanguardias narrativas –y que se ve de forma clara en nuestro relato–, tiene que ver con el manejo del humor por parte del autor; y no cualquier humor, sino como una de las manifestaciones de la desacralización de lo literario; así
lo expresa: «Hay, sin lugar a dudas, una
relativización del carácter sagrado de la literatura (…), pero no existe una irrisión del Arte,
así con mayúscula.» (1996: 32)
Bibliografía
Achugar, Hugo (1996): «El museo de la vanguardia: para una antología de la narrativa vanguardista hispanoamericana», en Hugo Verani
(ed.), Narrativa vanguardista hispanoamericana, México D.F.: UNAM.
Borges, Jorge Luis (2005): El Aleph. Buenos
Aires: Emecé Editores.
— (1982): Nueve ensayos dantescos. Madrid: Espasa-Calpe.
— (2006): Páginas escogidas. La Habana:
Fondo Editorial Casa de las Américas.
— (1980): Entrevista de Joaquín Soler Serrano. A fondo. Radiotelevisión Española. Madrid. 26 Mayo. Televisión.
Sarlo, Beatriz (2007): Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires: Siglo XXI.
Saussure, Ferdinand (1945): Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.
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- [ 35 ]
Poemas de Amor y de Deseo
MARÍA ROSA CHAMORRO
EL AMOR
Ahí va una pareja,
Ella sonríe y estira sus piernas hacia al mar,
Él rema y rema
Y mira su cintura
Adornada de estrellas.
Ahí va el amor, dice el poeta,
Lejano,
Anónimo,
Silencioso
(entre ola y ola)
En el mar...
María Rosa Chamorro (Sucre, 1985). Escribe poemas desde
sus años escolares. Entre 2009 y 2012 publicó en Facebook una
página titulada «Poesía Erótica». Tiene estudios de Ciencia Política y de Lingüística en la Universidad Nacional de Colombia,
de Derecho en la Universidad de La Sabana y de Licenciatura en
Lengua Castellana en la Universidad Distrital de Bogotá. Actualmente forma parte de la Asociación de Escritores del Magdalena
– Colombia. Tiene una novela inédita titulada «Bajo la Sombra
del Guacarí» y un libro de poesía inédito titulado «De amor y de
Deseo, de Dolor y de Esperanza».
DESEO
RUEGO
Estoy sola, excitada,
Un denso viento roza mis mejillas
En el aire flota tu olor,
Olor que se evapora
En silenciosa noche
De espejismos y dulzura.
Transpiro de calor,
Huelo a mí misma.
Duerme en mi cintura,
Saborea mis caderas.
Olor que rebasa el alma,
Que siente la piel negra
Como estruja sus cadenas.
Olor que palpita en la sangre
Hecha de arena.
Sensaciones extrañas, deliciosas,
Reducen mis pupilas
Olor, olor, que humedece mi carne
Tan tibia, tan buena.
¡Oh! ¡No te vayas!
No te vayas
Como siempre lo haces
Cuando el viento
Golpea la tarde
GOCE
Abraza la noche su lirio de sedas,
Atrás, en una habitación,
Se desnuda el viento.
Abajo de mi cintura
Escondido en la selva de mi pubis
Palpita mi otro corazón.
Ya no estás...
Has partido como pájaro errante...
Será un placer seguirte imaginando
ORGASMO
Desembocas en mí
Y todos los ríos de tu alma
Fluyen con sus peces
Hay pájaros que juegan en el aire,
Se torna verde el amor
En un bosque
De gemidos y palabras
Suaves son las manos del silencio,
Ojos tus espejos, y más espejos
Reflejan mi cuerpo.
En el cielo de tus ojos
Alumbra el sol
Y en mis ojos
Se asoma el fuego.
Danza tu respiración por mi piel,
Deslizas tus besos.
Es tu paisaje ardiendo
En mis adentros.
Aguas más abajo
La luna se baña en fuego.
[ 36 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
FUGITIVO
SOLEDAD
Siento mi pubis arder bajo tus manos,
Esas manos llenas de huellas
Que al entrar en mí
Las dejan...
Me siento fría mientras la bruma corre descalza,
Llega el deseo envuelto en sábanas
Camina la aurora seduciendo
La música de mis entrañas.
Esas manos llenas de heridas
Que al entrar en mí
Las cierran.
Entra la soledad, callada,
Dueña de sus propios dueños
Palpan sus manos lo que no conocen los cielos…
Entra, pretenciosa habitante de los cuerpos ajenos…
Esas manos,
Manos viajeras
Que hoy me tocan
Y vuelan...
EVOCACIÓN
Nada viene a mí cuando la soledad avanza
Y tu amor perdido entre las aguas
Navega con el viento que pasa y danza
EL ADIÓS
Cuando se desgaste el amor
Y todo sea polvo en tus besos
Te veré partir como pájaro
Que estrena su vuelo
Se asoman todas las noches a mi ventana,
Son tus ojos y la luna trasnochada
Es ese recuerdo que duele
Y llora lágrimas cansadas
Y yo, callada,
Con mis ojos al cielo…
Agitaré mi nostalgia
Al viento,
Para que se vaya…
Con mis sábanas, con tu olor y tu sexo
Nada viene a mí…nada,
En esta vida sin pausa,
En este caminar sin tregua
Van las olas
Y tus besos
Agitando nostalgias
PALABRAS
Al mirarme desnudas tus palabras,
Caminan hacia mi cuerpo
Lentas, solitarias,
Llenas de ti,
De tu silencio
Terapias y Espejos
ANABEL SCHINCA
Grafiti treinta y cuatro
Anabel Schinca (Montevideo, 1972). Me formo como profesora de Literatura y trabajo en Enseñanza Secundaria como docente y bibliotecaria. Escribo además de poesía, cuentos breves
y sainetes.
Embrujo
El clímax del violín la volvió fuego.
La sacó del ensueño, la llevó a la espesura.
El rojo trance que derrite el hielo,
volvió a la luna roja, y lo convirtió todo,
en sangre y fiebre, en vida en estertores
y en notas de un violín,
endemoniado.
Los muertos que me habitan,
ya no caben...
Yo en ellas
Las indias, las esclavas; las putas y las brujas,
las pobres, las leprosas; las casadas,
las mártires, las vírgenes; las novias, las dejadas,
las violentadas en todos los aspectos,
las que aún no nacieron,
las víctimas de machos asesinos y estériles,
las que no han elegido a sus maridos,
las vejadas y presas; las que no tienen clítoris,
las que lo tienen todo pero no tienen nada,
las gitanas, las ancianas y niñas,
las dóminas y damas; las dignas, las indignas.
Todas esas mujeres me reclaman.
Literatosis.com
- [ 37 ]
Otros cuentos
El lobo, la serpiente,
el bosque, el sapo.
La bruja, el gato negro,
la manzana
y los frutos prohibidos con su árbol.
El espejo, lo oscuro,
la espesura,
la poción y el gigante,
todos ellos,
deberían ser de una vez,
reivindicados.
Niña novia
Camina de la mano de un gigante.
Tiene apenas seis años,
seis cumplidos.
La llevan al altar.
Viene de blanco.
Conocerá el dolor,
si sobrevive.
Grafiti nueve
Sólo por hoy.
Solamente por hoy:
andá a la mierda.
Grafiti cuatro
No sirvo para mártir, está claro.
La muerte
La carne que se comen los gusanos,
está henchida en hedor,
en nauseabundo flujo.
El fluido asqueroso la desborda,
llena la tierra, besa las raíces.
Prueba fehaciente de que la idea del polvo,
es tan sólo, metáfora poética.
Desaparecido
Ni la cal ni la fosa, ni el edificio encima,
ni el silencio cobarde,
podrán con la tenacidad de tu osamenta.
Y entonces,
emergerá gigante tu figura,
volverán los harapos a tu cuerpo,
nacerá tu sonrisa sepultada,
te erguirás en dos pies sanos y fuertes,
y se hará toda luz,
tu sombra sepia.
Regresión
Segura estoy que allá, en otra vida,
he muerto calcinada en una hoguera.
Donde hay fuego me busco,
en brasa viva, me quemo
y puedo oler cómo se queman
mi piel que se derrite, mis dos manos,
mis senos y mis pies y mis caderas,
mis omóplatos, mi sexo, mi cintura,
mi vientre, mis tobillos y mis venas.
Segura estoy también que mi cabeza,
se quemará a lo último,
para darme, tan sólo para darme,
los dos últimos gritos de mi boca:
el primero de amor; otro de guerra.
Grafiti treinta
Por mí se va también,
a la ciudad del llanto.
El hocico del sol
LILIANA SAVOIA
El corazón golpea con lentitud,
cada ritmo
cruza la nuca que se carboniza,
desde el dolor y la impotencia.
El despertar se funde en alucinaciones,
espero,
espero.
Espero que el hocico del sol se filtre
por las rendijas de la ventana.
Un silencio aturde la liturgia de la madrugada
que supura insomnios.
La pulsión de atrapar ese instante efímero
es tan poderosa como inalcanzable
………………………………………….
Liliana Savoia (Rosario, 1953). Liliana Savoia, nace en Rosario, en 1953, lugar donde radica y desarrolla su obra. Ha recibido
numerosos premios nacionales e internacionales en el campo
la Literatura y las Bellas Artes. Participa en Antologías del país y
el exterior. Ha publicado: «Rozando el alma» Poesías- Argentina- 2008; «Sueños sin despertares- Micro - relatos –Argentina2009; «Masticables» Poesías- Argentina-2010; «Antígeno» Poesías – Argentina-2011; «Al Sur del Alma» Novela – Estados
Uninidos-2011; «Aproximación a la obra de Cortázar»- EnsayoArgentina- 2011; «Recuerdos fragmentados» Relatos –España
2012; «Hilvanes de cemento» Poesía- España -2012; «Parir una
agonía» Relatos encadenados – España – 2012; «Detrás del
terraplén»-Novela-Argentina-2013; «El río y los rostros»
Microrrelatos- Argentina-2014, entre otros textos y
reconocimiendos imposibles de detallar...
Dios se acercó a sorber
algunas gotas de rocío,
se asustó al confirmar lo humano que se sintió al hacerlo.
[ 38 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Huir
LUCÍA BORSANI GARCÍA
Lucía Borsani García (Paysandú, 1971). Actualmente ejerciendo la profesión de nutricionista. Comienza en el año 2004 a
realizar recitales poético-musicales donde difunde su obra poética y participa como miembro propulsor del festival de poesía
popular Sueñapalabra durante diez años.
Antologías: Versos plurales (2004), Sueñapalabra (2006),
Octubre azul (2007), Versoñadores (2008), Antología de poetas
sanduceros (2008), Príncipes del Talión (2009).
Premios y publicaciones: Como ganadora del primer y tercer premio (poesía) en concursos internacionales integra Voces
hispanohablantes en el mundo y Escritores hispanoamericanos
en el mundo (2005), Argentina.
Como autor seleccionado, en Relato corto y poesía: Las lagunas-Ars creatio (2006-2007), España; Al filo del gozo (2008),
México.
2013: Tercer premio en narrativa en español, modalidad carta,
Concurso de Biblioteca Fimba y Umbrales Ediciones (Grecia).
2013: Autor seleccionado para la antología del I Concurso de
Microrrelato de Vivelibro Editorial (España).
2013: Autor seleccionado para la antología del II Concurso de
Microrrelatos de temática libre Pluma, tinta y papel (España).
2013: Autor seleccionado en el IV Premio de Nanorrelato del
Taller de Escritores (España).
2014: Primer premio en poesía, en el Concurso organizado
por el restaurant y bar literario El dinosaurio todavía estaba ahí
(España).
2014: Autor seleccionado en el Concurso de Cartas Breves de
Letras con Arte, para integrar su antología Cartas (España).
2014: Autor seleccionado en el I Concurso de microrrelato La
primavera, la sangre altera , de Diversidad Literaria para integrar
antología del mismo nombre. (España).
Libros editados : Loca por la luna (2006) y Vestida para salir
(2010).
Huye el verso
entre los afilados recursos
de la hoja en blanco
ha venido sin ganas
de quedarse serio
ha traído la risa de las musas
entre palabras
da vueltas carnero en unos segundos
y amenaza un desnudo
tapa de poesía
escandalosamente
huye de la estrofa del poema
hasta del género literario
huye de la imprenta, del premio
del aplauso
quiere ser
quiere por fin conocer
la esencia el átomo
la luz primera
la simple cuestión.
Literatosis.com
- [ 39 ]
Mudanza
PABLO GUNGOLO
Pablo Gungolo (Buenos Aires, 1980). En 2011
publicó Polaroid (Editorial La Parte Maldita) y desde
el 2012 es parte y escribe reseñas en una revista
virtual de danza, Segunda: cuadernos de danza (http:/
/cuadernosdedanza.com.ar/).
el presente es todo el humo que soltaste:
la cabeza apoyada en mi hombro
y el suspiro final; te paso un mate
lo tomás lavado, me mirás y sonreís
te miro sonrío, por el retrovisor amanece
es una manera de creer en los días.
llevás las piernas al pecho como una nena
descalza, tus pies juegan en la felpa
del asiento; te vuelvo a ver acurrucada
frente al mar pasabas arena
de mano en mano, hermosa
no te lo digo pero acaricio tu nuca
pienso en tu nuca, a eso
reduzco el universo, y preguntás
en qué estás pensando?
la ventanilla y el viento, su ruido
nos convence de la velocidad
un tema de rock de nuestra época
cantamos a gritos pelados.
el auto avanza y la ruta
nos encuentra nómades
inmóviles, lejos
y en nosotros la casa
más intangible de todas.
[ 40 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
No hay Cielo
MARÍA CECILIA LAGOS
María Cecilia Lagos. Hija de Susana y Sirio. Madre de Idea.
«Porque ese cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!»
(Uno de los Argensola)
No hay cielo (ni es azul), sólo somos muertos mirando nuestra propia lápida, nuestra propia
lástima, nuestra propia nada... gris, borrosa, desgastada, ajada de lágrimas, silenciada,
ahogada en el olor de los crisantemos marchitos,
secos como nuestro llanto de tierra, ni siquiera barro; polvo gélido y negro...
Ni siquiera la esperanza del milagro del soplo a la arcilla o del aliento al golem.
Monstruoso estado de quietud...
Sin tiempo en la memoria de la bruma, en la mentira que nos burla, muertos.
Exiliados en nuestras propias cenizas, prisioneros en la inercia del vacío, atenazados al
abismo, torturados en el olvido de los lagartos.
(El gesto del espanto...)
Ojos que se desprenden de la carne ante el horror,
vacíos que sangran imágenes desde una memoria pútrida, prohibida,
escondida detrás de las gemas que gimen gorriones y paren peces que nos lloran, en el agua
ácida de las metástasis de los hipotálamos.
Dejos de piel (todos nos dejan, siempre...),
cabellos enmarañados...
carne mustia, muda...
(Muertos...)
Flotan las almas también muertas, abrazadas y desintegradas por el viento caliente,
hasta caer al centro de la nada.
Literatosis.com
- [ 41 ]
Paisajes Blancos
CLAUDIA LÓPEZ
I
Empalidece mis noches
con sepulcral escultura
un terciopelo envinado
concede a mi voz un deseo póstumo:
encontrar el rostro de sal en niebla de agua
escondido entre tez blanda.
Solemne vertiente de tinieblas
espumas de aura
vidrios penetran el rostro
dolorosos son tus pies en viento celeste
pregonando espejismos nocturnos.
Adentro te miras y los ojos mueren
adentro te miras y tu cuerpo
es mucho más
que una melodía silenciosa.
II
Desfigura el rostro blanco espectro de ensueño
vierte sustancias dolorosas de hierro y barro
al sueño nocturno que desvanece una témpera de luz
y encuentra a los labios dormidos
que descansan en hilos rojizos
sobre unas manos de lirio impuro.
Es como un augurio de figuras móviles
bailan delirantes al humo que atraviesa mi noche
donde existe un vacío con sombra de viento
y mis ojos de cristal
olvidan al nido oscuro que crece en mis manos
aclamando lirios y unos labios que besen mis ojos.
III
Retumba el rostro amado
como un espejo y seda de polvo
despliega un lago de sol
acalla el canto enlutado
empavona el rostro con vapor
grita y consuela a la melodía imperiosa de atardecer.
Nadie escucha la batalla
duerme ilusionada
al canto de voz dolorosa
silencia la sonrisa
y adentro
el aire es una bruma
que resplandece al rostro del amado.
Claudia López (Pereira, 1985). Residente desde el año 2006
en Bogotá-Colombia. Estudiante de IX semestre de Pedagogía
Musical y VII semestre de Creación Literaria en la Universidad
Central. Corista de la Sociedad Coral Santa Cecilia. Ha participado en diversos montajes corales con la Orquesta Filarmónica
de Bogotá y en los festivales América Cantat 7 y Bogotá es
Beethoven con la Sydney North Chamber Orchestra y la Orquesta
Sinfónica Nacional de Hungría (2013). Ha escrito tres poemarios:
«Una voz y dos colores: Rosa y Negro» (2011), «Alcatraz» (2012)
y «Los augurios de los cuerpos nocturnos» (2013) así como otros
relatos y ensayos. Su poema «Tristeza Iluminada» fue seleccionado como finalista en el II Concurso Especial de Poesía de La
Cesta de las Palabras en España y fue publicado en la «Antología del Corazón» como también en la Revista Hojas Universitarias del Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad Central. Escribió el texto literario para el concierto didáctico
«El carnaval de los animales» de Camille Saint-Saëns y gestionó y desarrolló la realización del Primer Festival de Música ¡Vive
Festival! en la Universidad Central (2013). Fue aceptada por la
Universidad Nacional del Litoral en Santa Fe - Argentina para
realizar un semestre de intercambio académico en la Facultad
de Humanidades y Ciencias y en el Instituto Superior de Música
(2014).
IV
Anuncio mi salida después del canto del silencio
sumerjo tus manos entre una piel desgastada
parecida a sedas empapadas de horas húmedas
cuando mi respiración pulsó el delirio de lucidez.
Mi sonrisa oscurece mientras tus ojos recobran la tristeza
entre una ráfaga de perfumes
que abandonan la rivera
y ventila nuestro tiempo embriagado.
Somos dos cuerpos ilusorios
llevamos un cántaro azulado
con el pulso de la lluvia
para distraer las cenizas del paisaje blanco
y recostar el recuerdo de nuestro sueño
mientras desvisto mi entrada sin luz
a las cavidades de mi cuerpo callado.
[ 42 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
Sobre algunas cosas
PERLA H.
Perla H. (Buenos Aires, 1954). Soy psicóloga-psicoanalista
de profesión. Tengo un cuadernillo de poemas publicados» Del
Abismo Diario», que fue premio de la Soc. de Escritores de la
Pcia. Cuentos publicados en medios locales de Argentina y Quito, Ecuador, y en Antología de Cuentistas Platenses. Primer Premio en Poesía de La Lupa Cultural, de la ciudad de Buenos Aires. Finalista Libróptica, poesía. Finalista y Publicación Asociación Judicial Bonaerense, poesía. Tres novelas aún inéditas.
PENITENCIA
SOBRE LOS SEXOS
Hacerte y deshacerte
según el paso de mis angustias:
Si existes
tengo miedo a tu castigo
por escribir estas letras.
Si no existes
ya sería un castigo
escribirte
sin que estés.
TU PIEL
Cómo hacer para olvidarme de tu piel
cómo hacer para no pensarla.
Cómo hacer para no desearla
Ay cómo hacer, dime cómo,
para no necesitar tu cuerpo.
Si mi cuerpo estaba lleno de olvido.
Si estaba tan sediento
y ha despertado sólo
porque el mar te trajo
Despacito
Oscuro
Con olor a mar
Con olor a tierra
Con sabor de agua
que trae frescura
a la fiebre de mi pensamiento.
Tengo miedo
Dios
Te tengo miedo
¡Qué castigo!
ORIGEN
Cuando fuiste muchos.
Cuando todos fueron uno solo.
Cuando las necesidades de los hombres,
Sus desvalimientos,
los hicieron sentir niños.
Cuando la muerte
se convirtió en certeza.
En ese tiempo
Cuando
no alcanzó la humanidad.
Creciste
sin pausa
enhebrando la historia
tejiendo sueños.
Ilusiones
De vida eterna.
Literatosis.com
- [ 43 ]
DIFERENCIAS
COMIENZO
Aquí estoy.
Por qué, de qué,
Te ofrezco
Tal vez
cada centímetro de mi piel
Quizá
para darte el placer que
No sé
me darás
¿Por qué no puedo tener tu mano sobre mi piel
recorriendo cada
si ha recorrido tantos menos tiempos?
centímetro de mi piel.
¿Por qué no?
¿De qué?
De qué avergonzarme si el espejo de mi cara
refleja tantas muchas cicatrices que el tuyo no refleja.
Tal vez
Quien piense en los dolores piense que éste es uno adelantado.
Quizá
Quien analice razones diga que esto tiene su razón en el origen.
No sé
Ay no sé
Ay ay no sé.
Y no saber me empuja a la culpa oscura pulpa.
Como si acaso el deseo se fuera arrugando como la piel.
Como si el deseo sólo fuera propiedad de la tersura.
Laberintos
CLAUDIO CORNEJO SILVA
P
A
R
t
A
D
n
o
a
ñ
O en la cima de una m
a
conectando las miles de venas que
articulan mi cuerpo con las millones de
venas
que articulan el cuerpo del mundo
hundiéndome en la inmensidad de tu
cuerpo
nadando en el infinito borde escarpado
de la
tierra inclinando mi cuerpo
Claudio Cornejo Silva (Santiago, 1988). Joven poeta chileno, además de intento de futbolista, intento de lector, músico
intruso en Maestro Nonato y proyecto de historiador en la Universidad de Chile. Comienza su trabajo escritural a los 15 años
mientras estudiaba la enseñanza media en el colegio Nazaret de
la Florida. Nunca ha participado en ningún taller literario, negándose al mundo académico y fifí de la literatura nacional, aprendiendo constantemente de sus amigos, familiares y gentes que
entran y salen de su vida. Toma como sus referentes literarios
más directos a los poetas Nicanor Parra, Claudio Bertoni, Mauricio
Redolés, Rodrigo Lira, Pablo de Rokha y Violeta Parra y como
indirectos a todos los demás. Entre 2007- 2008 confecciona hasta
ahora su único trabajo publicado, el poemario Tres poemas con
acompañamiento, el que además fue premiado con una mención honrosa en el Premio Municipal Juegos literarios Gabriela
Mistral, por la Municipalidad de Santiago el año 2008. La difusión y publicación de este trabajo se hizo solamente por internet
y redes sociales. Hasta la fecha Claudio Cornejo Silva ha participado en un sinfín de concursos literarios, obteniendo sólo algunas, pero interesantes distinciones: Concurso Circuit La Florida,
3er lugar categoría poesía escolar (2006), Juegos Literarios
Gabriela Mistral de la Ilustre Municipalidad de Santiago, Mención Honrosa categoría poesía juvenil (2008), 18º Concurso Literario «Escritores para Chile 2009» organizado por el Centro Cultural La Barraca de La Florida, 1er lugar categoría poesía adulto
(2009), 19º Concurso Literario «Escritores para Chile 2010» organizado por el Centro Cultural La Barraca de La Florida, 3er
lugar categoría poesía adulto (2010) y 1er Concurso Cuentos
Cortos Pulentos organizado por el Periódico La Pulenta, 1er lugar (Diciembre 2011). El año 2013 publica el ensayo El Arte de
los Miserables en la Revista Lindes- Estudios de Sociales del
Arte y de la Cultura, n° 7 noviembre de 2013 (ISSN 1853- 5798).
[ 44 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
para
tocar
mis
pequeños
pies
y desde ahí saltar
acantilado
a
b
a
j
o
para alcanzar el mar Azul
y ser parte al fin del mundo vivo, vivito, vividor
vívido y viviente en la creciente luna blanca amarillenta
de queso que se come a destajos nuestras miradas impávidas
que la acarician
como acaricia la madre a sus polluelos friolentos
mojados
empapados
de la pobreza que persigue como la peste negra,
como las parcas, como dios que no se va ni siquiera cuando
ha matado al ser más querido
que corría buscando la salida al círculo
ingente
ingrato
intratable
del dolor que surge como la leche que se
sube
cual mercurio que revienta el termómetro del
calor corporal que calienta la pieza
la cama
la cuna
la casa
Literatosis.com
- [ 45 ]
calienta hasta reventar los cuerpos que acompañan
el fervor de las multitudes que engañadas siguen chocando contra
el muro de la desesperanza
esperanzada
entronizada
entrometida
curada de espanto y de enfermedades varias
mareadas multitudes que jadean de tanto caminar
la sobrevivencia
del ser buscador de la trascendencia al pan amasado
terremoto y
papas cocidas
que paran las ollas y forman el alimento esencial del pueblo
que fortificado trabaja cabeza gacha cuidando la prole y el metro
cuadrado hogareño
casero
familiar
matriarcal
es la madre casa la que nos alberga en su útero en su entraña
y nos riega
c
l d
o
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n
u
c
s
l
h
u e
c
e
de arrumacos y agasajos tiernos de madre selva
de madre tierra
de madre carne
de madre hueso
de madre alma
y espíritu que aparece como la luz al final del camino
[ 46 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
como la salida al final del laberinto del Minotauro.
Yo soy Teseo y tú Ariadna, pero esta vez no me das un o
v
i
l
l
o
d
e
h
i
l
o,
sino que salimos juntos a recorrer el laberinto descabezando minotauros.
´
Petrea
ENRIQUE MARCHAND DÍAZ
Enrique Marchand Díaz (Chile, 1960). Profesor de Castellano con una larga y reconocida trayectoria en lengua artística
PÉTREA I
Entre todas las sólidas
gotas terrestres
lágrimas de lava enfriadas
por la lenta noche del mundo
mínimas y colosales durezas
que crecen como cálculos
en las entrañas de la tierra
y que emergen voluptuosas
de los abiertos ombligos geográficos
de las bocas que aúllan al cielo
de los polvorientos senos del paisaje
y que derraman su fluido
como roja leche hirviendo
para incendiar las superficies
con su ardor inevitable
estás tú
mi piedra preciosa
mi piedra viva
Literatosis.com
- [ 47 ]
mi piedra angular
mi piedra de tope
mi primera piedra
mi piedra lapidaria
chiquita, inquieta
de nunca repetidas formas
desnuda y amada
como aquella misteriosa
e inequívoca piedra
que nos echamos al bolsillo
para llevarla apretada
en nuestra mano caliente
para tenerla con nosotros
para dejarla en un lugar visible
y admirarla
o en un invisible lugar
solo para saber que está ahí
acompañando con su muda belleza
nuestro viaje por el día
y con su cálida textura
nuestras fugas por la noche.
Tú
perfectamente irregular
como la forma rebelde
de esa otra piedra
que nos enamora en su extrañeza
y que nos trae un no sé qué de misterio
un qué sé yo de imposible.
Tú
mi pequeño vestigio de big-bang
mi imperceptible mudez de piedra
mi más minúsculo grano de universo
mi más fina arena de desierto.
Tú
mi piedra volcánica
mi filosofal piedra
ojitos de obsidiana
dedos de nácar
corazón de diamante
labios de amatista
sangre de lava.
Tú
la piedra en el zapato de mi memoria
la persistente partícula en mi ojo
la roca que rompe los paisajes
el indomable guijarro de montaña
piedra de pirámide
de andamio primitivo
de imposible mampostería.
Tú
y las tibias arenas de tu caricia
la pétrea furia de tu abrazo
el fogoso pedernal de tu delirio
la piedra-imán de tus labios
la pulida piedra de tu lengua
la piedra fundida de tu sexo
el petrificado pezón de tu deseo
la piedra plana de tu espalda
en la que quiero adormecerme
la húmeda y cóncava piedra
en que beberé todo tu amor
el agua de pozo que manará
de la piedra-tacita de tu ombligo
la inexplicable leche del goce
que llorará tu piedra horadada
por mi súplica.
Tú
piedra de muerte
piedra de vida
piedra toda
todas las piedras
única piedra
piedra mía
todas mis piedras.
[ 48 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
´
Sindrome
SERGIO MARTÍNEZ
1
¿Cómo fue que nos despojaron de la lengua vociferante
para dejarnos solo con la queja
del rechinar de los huesos?
¿Cómo fue que perdimos las manos?
¿En qué momento los ojos?
¿Cuándo el cerebro?
La piel nos cuelga del alma como un disfraz viejo.
Más viva está la piedra
que nos hace astillas.
2
Extraviados, con el tacto herido,
nos ocultamos temblorosos
en el humo de la noche.
Marionetas de una pesadilla,
no creemos estar en ella.
Una copa de miseria es la rutina,
una vasija de lágrimas, una gota de sangre, sucia,
que lentamente resbala
de una cabeza maniatada.
¿Recuerdas el torso de aquel muerto,
traspasado por las balas,
en el centro de una calma enrarecida,
turbia?
¿Recuerdas el carbón de los inocentes,
la lengua túmida de los vencidos,
el luto artificioso de los culpables?
Continuaremos, furtivos,
sobre esta plancha de cadáveres.
A cada paso más ciegos
y fantasmales.
3
Vocera de noticias desdichadas,
maldecida y veraz clarividente
de profecías terribles, ignoradas;
Casandra, que la esfera de tu mente
ilumine estas tierras gangrenadas.
Pitonisa rebelde, desoída,
declara el vaticinio ineluctable;
surge de aquella sangre mal perdida
para gritar a sordos la inefable
tragedia de una raza envanecida.
«¿Quién solicita mis consejos tales
que por desagradables en la fiesta
los incrédulos no oyen las fatales
Literatosis.com
- [ 49 ]
intrigas maquinadas en la cesta
de la criatura obesa de los males?
«Yo, aborrecida, siempre advertiré:
los enemigos ávidos de Ilión
destruirán la mansión que lloraré,
venidos codiciosos sin razón
al tesoro que nunca más tendré.
«Saldrán del bajo hueco en podredumbre
de la bestia infectada y vengadora,
y sobre la aterrada muchedumbre
caerán, en procesión desoladora,
hasta dejar
los templos en la herrumbre.
¡Ay, Alberto!
¿Acaso muerdes la orilla
con los dientes que arruinaste
en el cuello de tus víctimas?
¿Te aferras con esas manos carcomidas
que a traiciones dedicadas
nunca servirían a detener
el hundimiento de tu alma?
Dime, ¿cuál es tu treta
para que al año, una misa y una anécdota
devuelvan limpia tu efigie
desde un mar de llanto y lodo?
«De esta nación qué puedo yo decir:
una cabeza atada, encapuchada,
vacilante de tanta culpa oír,
que pronto rueda, frágil y sangrada,
sin oportunidad de transigir.
Declara pronto tu secreto…
«Una serpiente vuelta a su enemiga,
el águila gloriosa que la apresa;
el reptil coge a ésta cual mendiga
y la somete, hendida, en la maleza.
El veneno acabó, secó la miga».
Oh, Alberto.
Oráculo, escuchado es tu mensaje;
es lamentable el cuadro tenebroso,
atroz, la conclusión del peritaje;
confirmo la desgracia del coloso:
los ladrones, maniobran el viraje.
Yo he visto la columna pesarosa
de mis hermanos, mudos y alienados,
arrastrando sus pasos a la fosa
donde sus nombres yacen olvidados;
abajo, es el destino cualquier cosa.
Oh, Casandra, entregada tu lectura
vuelve al rastro quemado de tus muertos…
yo iré contigo, asido a tu bravura,
ambos vociferando entre los yertos
una lista de crímenes madura.
4
Encerrados en un cajón mullido, los infelices muertos,
entre esas ruinas hechas esponja,
cuentan los disparates de su historia
mientras chupan, morbosos,
su índice descarnado.
De sus cuencas, ojos de tiniebla,
se derrama la noche de sus años,
y en restos de piltrafa
se deslizan hacia la puerta
de una celda sin plazos.
En la noche desolada, no atrevo el sueño:
figuro, que mi alma evade el regreso, y que despierto,
olvidado, por siempre, en la sepultura.
5
En la roja entraña de la tormenta
las nubes congregan su furor
en audiencia de duros presagios.
El hombre justo se revuelve
bajo una sombra
de infinito pesar.
Es terrible el hundimiento a sus pies,
las hondas heridas del suelo que venera,
el vientre lacerado de su estirpe.
Es el dominio de la muerte
que lo reclama en cajas
de resignado silencio.
Profusas lágrimas de arcilla
moldearon debajo de él
un pedestal de fango.
La traición de sus hermanos
lo confinó en esta soledad
de quejas sin lengua,
de protestas sin rostro.
Vencido, execrado,
atrevió el paso en la cólera,
y la obscura venganza
creció en sus adentros.
En la algidez de la tormenta
se revela, atroz,
su infausto designio.
[ 50 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
´ estas
´ pensando?
¿En que
BALURDO
Balurdo (S/d). Balurdo es balurdo... algo así como en Uruguay «Kesman es Kesman» y todo así. Para esta vez, nos envió
estos textos literatósicos.
¿En qué estás pensando?
La última vez que me preguntaron esto me tomaron por sorpresa, fue una máquina, en realidad un texto
en una computadora, en realidad una pregunta de una
red social que recién abría para insertarme en el mundo
real. Bien, entonces escribí lo que realmente pensaba:
«Pienso en que mañana me voy a levantar, a quitarme todas las prendas y a ponerme una bata de baño. Luego me lavaría las teclas, fumaría un cigarro y tomaría la
mochila antes de salir al trabajo. Me imagino que el recorrido de tres cuadras, desde mi casa a la parada del ómnibus,
va a resultar interesante: los vecinos me mirarían sorprendidos y quizá alguno se acercaría a avisarme que estoy en
bata y zapatos. Iría caminando rápidamente e ignoraría toda
alerta o referencia. Seguramente al momento de subir al
micro el guarda me llamaría la atención, pero nos conocemos de viajar todos los días, le explicaría que en el liceo
para ese día hay una actividad teatral y que se me antojó ir
ya vestido para el evento. Le mentiría si me cuestionara
por las demás prendas, simularía tener una remera y una
bermuda bajo la bata. Caminaría por el pasillo ante la incredulidad de algunos, la indiferencia de otros, la risa de varios. Igual lo importante es llegar al liceo sin sobresaltos.
Me bajaría en un sitio distinto al habitual, una parada que
da a la calle lateral poco transitada. Allí me quedaría en el
galpón de la barraca vieja hasta escuchar el timbre de entrada a la distancia. Lo haría en quinto año, en los cursos
anteriores el choque emocional podría causar daños irreparables, con los de quince y dieciséis años el shock
traumático sería menos, como decirlo, invalidante. Demoraría un poco la entrada para que todos ya estuvieran en
sus respectivos salones. Entonces correría, subiría las escaleras, ignorando todo, esquivando a todos. Llegaría a la
puerta del salón, y allí entraría solemnemente saludando,
tranquilo, parsimonioso. Cerraría la puerta ante la mirada
atónita de los estudiantes, y en ese instante dejaría caer la
bata compartiendo toda mi desnudez. Caminaría lentamente
hasta el escritorio y tomaría asiento para pasar la lista. Para
ese entonces, las sonrisas iniciales de la mayoría se habrían transformado en un horror gélido ante lo anormal e
inesperado, ante la viva imagen de la demencia y la perversión, el podrido quiebre de lo controlable. Seguramente ya
alguien se estaría retirando trastabillando, repugnado, a
buchonear el hecho…seguramente varios, mejor dicho,
varias, pues seguro las niñas que no estén petrificadas por
la crisis serán las que saldrán a los gritos a denunciar el
horror. Así, mediante la intervención de las autoridades
liceales, saldré del salón y seré conducido por los policías
a la seccional. Ya entonces, espero, esté en los periódicos
y en todas las redes. Omitiré lo burocrático, pronto quedaré
en libertad argumentando descuido de mi medicación psiquiátrica y etcétera. Si todo sale bien, seré una celebridad
nacional y, mejor aún, global. Y será entonces cuando me
inviten de los programas de los medios y aproveche para
lucir mi inteligencia e idiotez, y si todo va óptimo,
entraré en la farándula enriqueciendo mis bolsillos para poder dejar por fin la miserable locura
docente»
Esto pensaba, y aunque lo sueñe en la
vigilia desplegando una sonrisa, no he podido
hacerlo y, seguramente, no lo haga. No sé, seré
un tonto cobarde.
JIM CARREY, NUESTRO SALVADOR.
La atmósfera estaba enrarecida, respirábamos miedo.
Cuando las entré y tranqué la puerta con
doble pasador, ellas se acomodaron temblorosas, las tres, en el sillón. Estaban muy juntas,
apretaditas, como dándose calor una a otra.
Yo sabía que sus miradas lacrimosas me
suplicaban amparo. Por un momento, ver a
esas tres ovejitas sentadas en mi sillón, indefensas, me perturbó a tal punto que pensé en
hacerles daño, esquilarlas, verlas en toda su
desnudez e intimidad, frente a mi, humano,
poderoso, fálico. Cerré los ojos y ahuyenté mi
pensamiento, los ladridos del perro en el fondo
se hacían cada vez más agudos, temí por él.
Fui hasta la puerta del fondo, respiré hondo,
la entreabrí y lo llamé: ¡Panceta! ¡Panceta!
¡Entrá pa acá Panceta! Como un rayo entró en
la cocina, moviendo la cola agradecido. Cerré
de golpe y pasé la tranca, hasta le puse el candado, endurecido por el desuso. Panceta no
sabe vivir en la casa, por eso fue pasar y enfiló
al tarro de la basura a hurgar en su contenido.
¡Salí de ahí perro! Y arrancó para el baño, orinó.
Cuestión de segundos le llevó dar con las
ovejas en el living, ellas se aterraron aún más
mientras Panceta olfateaba enardecido los
culitos ocultos en el lanaje. ¡Pero salí de ahí
Panceta, dejá esas bichas, perro de mierda!
Sonaron las celosías empujadas contra el
vidrio por ese soplido sibilante. Corrí hacia la
ventana, bajé persianas, corrí cortinas. Me detuve a escuchar. Las ovejitas se sacudían convulsionadas por el terror, Panceta
mordisqueaba un zapato, lo dejé. Afuera los
lobos nos rodeaban, soplando, aullando, soplando, golpeando ahora, puertas y ventanas.
Contemplé, también horrorizado, el panorama. Después, hice todo lo que tenía que hacer: prendí la tele, subí el volumen y nos reímos muchísimo con la trilogía especial de Jim
Carrey que pasaban esa noche en el canal de
cine.
Al despertar, abrimos la casa a la luz, y aquí,
otra vez, no ha pasado nada.
Literatosis.com
- [ 51 ]
Truco Gallo
WALTER KOZA
Acaba de terminar la cena y se dispone a
lavar los platos. Agarra uno, le pasa una esponja con detergente, le quita la grasa, lo enjuaga y lo deja en un costado. Los hijos juegan
a las cartas.
—Dale, cortá.
—No, tiene que cortar Germán.
—Es lo mismo, boludo, esta mano la jugamos nosotros dos contra él.
—Era sin flor, ¿no?
—¿Otra vez preguntando esa pelotudez?
—Sí, sin flor. El truco gallo es sin flor.
—¿A vos quién te dijo que el truco gallo no
se puede jugar con flor?
—Papi.
—Claro, a él no le gustaba jugar con flor.
—A mí no me gusta el truco gallo, tendríamos que haber elegido otra cosa.
—Podríamos haber hecho una básica.
—Yo no sé jugar a la básica.
—Es una boludez, es como la escoba de quince pero se cantan tantos.
—Otro día me enseñan, hoy tenemos que seguir con esto. Somos tres y la cosa no da más
que para un truco de gallo.
—No sé, un chinchón, una escoba de quince.
Hasta la casita robada está más buena que el
truco gallo.
—¿Y un tute? El tute cabrero está bueno.
—El tute no termina más. Se hace largo y yo
no me puedo quedar hasta muy tarde. Inés se
pone densa cuando caigo tarde.
—Ayer la vi a mi cuñada.
—No me dijo nada, la boluda.
—Es que no me vio, yo pasaba con el auto,
volvía de dejar a Mónica en lo de la hermana.
— Ah sí, Inés tuvo terapia ayer y creo que el
consultorio del analista queda por ahí.
— ¿Todavía te creés el verso de la terapia?
— Mirá, verá al psicólogo o se encamará con
alguno, lo importante es que vuelve más relajada y hasta el día siguiente no rompe las pelotas.
Termina de enjuagar los platos y sigue con los
cubiertos. Escucha lo que dijo uno de sus hijos y
esboza una sonrisa. Está un poco triste, pero
solo un poco.
— Capaz que se encama con el psicólogo y
hace doblete. El relax de la catarsis, el relax de
un polvo.
— No creo, los psicólogos no cogen. Se la pasan hablando de coger, pero no cogen.
— Pasa que lo de ellos es el sexo oral. Envido.
— No te creas, yo tengo un compañero que
hizo la secundaria conmigo y terminó estudiando psicología, que me contó que se anduvo
pirovando a una paciente.
— Te habrá hecho el verso, vos te creés todo
lo que te dicen.
— Esas cosas uno no las cuenta, es secreto
profesional. ¿»Envido», dijiste?
— Sí, envido.
— Pasa que me lo contó en una reunión que
Walter Koza (Rosario, 1976). Doctor en Humanidades y Artes
con mención en Lingüística, egresado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Ha trabajado como árbitro de fútbol, docente de Lengua y Literatura en el
nivel medio, como corrector editorial y como guionista de historietas y redactor de cuentos infantiles para distintos medios argentinos. Actualmente es profesor asociado en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile). Ha sido editor de las
revistas de historietas Martin Iron (Ediciones Pingüino, Rosario)
y Pamela (Llanto de Mudo, Córdoba), en las que también ha
participado como guionista... por más dato, ofició de relato de
apertura en Literatosis! nro2. ;)
tuvimos los ex compañeros. Había chupado como una esponja y se le soltó la lengua.
— No pelotudo, tenés que cantar los tantos.
— Uh, qué bolas. No me di cuenta. Veintiocho.
Una copa se cae al piso y se rompe. Los chicos interrumpen el juego y uno de ellos grita si pasó algo. La madre le
dice que no, que está todo en orden, que no se preocupe y
que sigan jugando.
— Qué tramposo que era papá, ¿se acuerdan?
— Viejo mulero, qué no me voy acordar. Te decía «enviudo» en vez de «envido» y caías como un perejil.
— Viejo tramposo.
— Mama, ¿está listo el café?
—Sí, ahora se los traigo, esperen a que termine con los
platos.
— Che, ¿y estaba buena la mina que se cogía tu amigo
el psicólogo? Son buenas las de ustedes.
— No me acuerdo muy bien. Ya te dije que él estaba
mamado y yo, más o menos. Pero creo que me dijo que sí,
que estaba buena. Además era una mina casada.
— Esa es la transferencia que a mí me gusta.
— No hay nada como entrarle a una casada.
— O a una maestra.
— ¿Otra vez vas a romper las pelotas con eso? Truco.
— Es que las maestras, y sobre todo si son casadas, son
las que mejor chupan la pija. Puedo da fe.
El horno es lo más pesado. Duda si ponérselo a limpiar o
si no es mejor dejárselo a la chica que la ayuda con la limpieza. Trata de hacer memoria y acordarse de la última vez
que cocinó junto con su esposo. No lo logra y no puede
evitar que una lágrima se le escape del ojo izquierdo y resbale por la mejilla.
— Quiero re truco.
— No, no voy.
— Vamos, que esta es mía.
— No te agrandés.
— Qué me voy a agrandar, si es la primera que te gano,
culorroto.
— Le digo al pelotudo de tu hermano que no se agrande.
Que se deje de andar haciendo estupideces.
— ¿Qué se mandó?
— ¿No lo oís? Se estuvo cogiendo a la maestra del hijo.
— ¿A la maestra del Adrián?
— No, a la de Juani. Una medio gordita, pero con unas
tetas bárbaras. Bueno, che, qué te la das de moralista, vos.
Como si no tuvieras tus agachadas.
— Sí, pero las mías son discretas. Repartí.
— Las reuniones de padres y maestros son un embole,
hay que condimentarlas con algo.
Finalmente se decide a limpiar el horno. Revuelve en el
sector de los productos de limpieza y encuentra el Odex.
Calcula que esto le va a llevar un buen rato, pero no le
importa. En realidad, le viene bien, si termina cansada, en
una de esas, tiene suerte y se duerme enseguida.
— Se acuerdan de la vez que Evaristo Monti dijo que
[ 52 ] - Literatosis! | Año II. Nº 3, Septiembre / Octubre 2014, Montevideo.
todas las maestras eran unas malcogidas. Envido.
— Sí, cómo no me voy a acordar. Se fue al carajo. Hará
cosa de veinte años que lo habrá dicho. En el programa
que tenía a la tarde en LT3. Se armó un quilombo de la
concha de la lora. La gente lo llamaba indignada.
— Yo, la verdad, no sé cómo no le dieron el Pulitzer a
ese hombre, dijo una de las verdades más grandes del
universo. No quiero.
— Es un viejo gorila, ese. Truco.
— Andá, todos los que no piensan como vos son gorilas.
Bien que lo votaste cuando era candidato del Turco.
— Otra de las que se mandaba el viejo era decir «turco»
en vez de «truco».
— Quiero. Pero por lo menos yo no lo voté al vasco atorrante ese que nos mandó a la B.
— Dejame de joder con los radicales.
La mujer los escucha discutir y sabe que se van a terminar
peleando. Deja el horno, se lava las manos y sirve tres pocillos de café. Acto seguido, los pone en una bandeja y lo lleva
al living.
—Chicos, saben que no me gusta que discutan acá de
política. Tómense el café.
— Perdoná, mami. Envido.
— Vieja, ¿te queda edulcorante? Quiero.
—Ahora te traigo.
—Vos sos un campeón. Morfaste como lima nueva y ahora te preocupás por el edulcorante.
— Inés me acostumbró, con eso de la dieta. Ahora no sé,
pero, te digo, al azúcar le encuentro sabor metálico. ¿Dijiste
«quiero»? Veinticinco.
— Son buenas.
— Termina siendo adictiva esa mierda. Che, ¿cómo vamos?
— Dejame ver. Al final, este puto de mierda se la pasó
llorando y ya nos alcanza. Él lleva cuatro buenas y nosotros,
cinco.
— A la mierda, vamos parejo.
—Acá te dejo el Chuker, hijo. Chicos, yo me voy a la cama.
Estoy cansada, así que no se queden hasta muy tarde.
— Andá, má. Nosotros liquidamos esto en un rato.
La mujer asiente con la cabeza, pero, en lugar de ir al dormitorio, regresa a la cocina, se acaba de acordar que aún no
terminó de lavar el horno. Ya sin tanta dedicación termina
pasando un paño absorbente. Nota unas pequeñas capas
de mugre en unas de las esquinas y las limpia. La cocina no
quedó brillante, igual ella está satisfecha. Sale y, ahora sí, se
dirige a su cuarto.
— Repartí, dale.
— Me cayó pesada la cena. Envido.
— También, con lo que le diste al diente. Envido.
— Pasa que lo extraño mucho al viejo. Es una manera de
sentirlo cerca.
— Y sí, no queda otra. Real envido.
— Yo también lo extraño. Hoy, cuando mordí el primer bocado, casi se me pianta una lágrima. Quiero.
— Menos mal que te pudiste aguantar, si no la vieja se iba
a poner a llorar también. Treinta y dos.
— Treinta y dos. Puta madre, él es mano, nos gana.
— Por suerte, mami es fuerte y la está llevando bien. Truco.
Ya en el dormitorio, saca sus ropas con pulcritud y las acomoda en la silla que está a los pies de la cama. Mira la foto
de su marido en un portarretrato y la besa.
— Mañana viene la tía Elsa a pasar el fin de semana con
ella. Quiero retruco.
— Hoy hace una semana que nos empezamos a morfar al
viejo.
— Y sí, después del velorio y el papeleo, me lo dieron el
viernes pasado.
— Perdoná que te lo vuelva a preguntar. ¿Vos
estás seguro de que no sufrió?
— Te digo que no, hombre. Le inyecté morfina.
— Para mí, nos apuramos, qué querés que te
diga.
— No digas boludeces, era el momento justo.
Acordate que mamá también es grande y no va
a poder aguantarse tres como nosotros toda la
vida.
Se pone el camisón y reza un Padre Nuestro,
más por costumbre que por verdadera fe.
— Hoy la vieja se pasó, esa pierna con papas
estaba una delicia. No me vengan a correr, quiero
vale cuatro.
— Se nos agrandó, miralo. Para el lunes, le
dije a la vieja que pique la carne que queda, todavía se le puede sacar bastante del cogote, que
la pique bien y que se haga unas empanadas
salteñas.
— Pero sin papas, a mí no me gustan las empanadas con papas.
— Cantó el vale cuatro, también, con la calentura que carga. Hace tres meses ya que se peleó con la putita esa que tenía y se viene matando a pajas.
— Se van a cagar los dos, viejos chotos,
pitocortos y cornudos. Reitero: quiero va-le-cuatro.
— Y le tenemos que dar. ¿Vos cómo la ves?
— Yo no tengo nada, pero con lo mentiroso
que es este hijo de puta, seguro que tampoco
tiene una mierda.
— Quiero, entonces.
Finalmente se acuesta y apaga la luz del velador, pero no se duerme. Por contrario se queda
atenta, esperando.
— Jueguen.
— No, la puta que te parió, no. No nos podés
ganar con un siete falso.
— Así las cosas, hermanito. Esta noche me
toca a mí.
— Y sí, lo justo es lo justo. ¿Te quedás toda la
noche?
— Creería que sí, los chicos este fin de semana se fueron a sus pagos y no se armó nada
para salir.
— Estamos. ¿Tenés forros?
— Sí, traje. Me vine preparado, qué te pensás.
— Bueno, andá nomás, antes de que se duerma. Tratala con cuidado a la vieja, mirá que ya
tiene sus años.
— Descuiden, la voy a tratar bien.
— Eso sí, dejala conforme. Hay que honrar al
viejo.
— Hay que honrar al viejo.
El hermano menor se queda y los otros dos
salen a la calle.
— ¿Vos querés que te alcance con el auto?
— Dale, si me hacés esa gauchada, me viene
bárbaro. Así me acuesto temprano. Mañana me
toca hacer guardia.
— Uh, qué garrón.
— Sí, en el Centenario, pero después tengo
franco dos viernes seguidos.
—Ustedes, los médicos, sí que la ganan fácil.
—Andá a cagar.
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