`patrimonio`: del monument

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Tema 01
Patrimonio arquitectónico: aproximación al presente de los ‘monumentos’
Fig 01: Campo de Concentración y Exterminio de Auschwitz-Birkenau (Polonia, 1940-1945), hoy
‘museo’ y ‘monumento’ declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979
“Todas las construcciones de alguna importancia,
al margen de su función o su valor,
devienen monumentos: históricos y artísticos.”
L. Fernández Galiano, 2014
ÍNDICE 01
1.- Del concepto de ‘patrimonio’: del monumento al bien de interés cultural
1.1.- Conocimiento, memoria y patrimonio: algunas reflexiones previas
1.2.- Del concepto de patrimonio como bien al de monumento como identidad
1.3.- Ampliación de los márgenes del patrimonio: los BICs
2.- Los valores, pasados y presentes, de los monumentos
2.1.- Aproximación a los valores histórico-artísticos
2.2.- Monumentos y los valores del ‘patrimonio nacional’
3.- Los valores rememorativos (VR) o del pasado
3.1.- Valor de antigüedad (VRA)
3.2.- Valor histórico (VRH)
3.3.- Valor intencionado (VRI)
4.- Los valores de contemporaneidad (VC) o del presente
4.1.- Necesidades y tipos de valores de contemporaneidad
4.2.- Valor instrumental práctico o valor de uso (VCU)
4.3.- Valor artístico (VCA)
4.3.1.- El valor de novedad (VCAN)
4.3.2.- El valor artístico relativo (VCAR)
5.- Monumentos y valores: catálogos, guías e inventarios
5.1.- Resumen de valores y otros valores
5.2.- Inventarios, guías y catálogos
5.3.- Bibliografía y fuentes
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1.- Del concepto de ‘patrimonio’: del monumento al bien de interés cultural
“…Individuos y sociedades solo pueden preservar y desarrollar su identidad
en la continuidad del tiempo y la memoria.”
François CHOAY, 1992
1.1.- Conocimiento, memoria y patrimonio: algunas reflexiones previas
No es fácil explicar porqué los humanos nos encontramos aquí, pero parece evidente
que algo desde dentro nos empuja a asegurar la continuidad de la especie, aunque
entre nuestros comportamientos hayan algunos que siembran nuestra destrucción.
Para garantizar la supervivencia requerimos respuestas ante las muchas preguntas.
Aprendemos, en parte, por necesidad y miedo (muerte), y también por amor y placer
(vida). Desde los orígenes del hombre, la mirada horizontal que escudriñaba el mundo
a ras de suelo, buscaba soluciones a sus cuestiones (quién, qué, cómo, dónde). Pero,
cuando no se encontraban datos sobre la tierra, la mirada se volvía vertical (como los
cazadores orantes del Pla de Petrarcos, ca. 8.000aC) y se dirigía el cielo, cuyos
mensajes eran difíciles de interpretar convirtiendo en verdades los misterios
transcendentes para la existencia humana, explicaciones invisibles para lo visible.
De un modo muy sintético, la mirada horizontal –de rastreo– que barre la tierra, de
búsqueda consciente, representa el conocimiento objetivo, está guiado por el
pensamiento racional y evoca el tiempo lineal que va del pasado al presente sin
posibilidad de retorno. Por contra, la mirada vertical –de evasión– que busca el cielo,
de indagación inconsciente, representa el conocimiento subjetivo, está guiado por
el pensamiento emocional y evoca el tiempo circular de los astros y las estaciones
que se repite periódicamente. Para obtener respuestas (cómo actuar para sobrevivir
ante situaciones adversas o cómo disfrutar en ciertas situaciones) nos nutrimos de las
experiencias. Pero para almacenar las vivencias y acumular estos conocimientos (y
poderlos transmitir después a los descendientes) contamos con el mecanismo de la
memoria que los fija en el cerebro. Una memoria, cuyos mecanismos, desconocemos.
Sin memoria no tendríamos garantía de futuro, no recordaríamos ni haríamos valer lo
aprendido. La memoria acumula la suma de nuestras experiencias en forma de
recuerdos: todos proceden del pasado. Y sin lenguaje no podríamos legar nada de
ello a las generaciones venideras. Los hombres transmiten sus saberes a sus
congeneres y dejan sus huellas sobre la faz de la tierra (algunas de sus obras llegan a
verse desde el espacio: ciudades en la noche o la Gran Muralla china). Ambas
cuestiones –conocimientos y obras– tienen que ver con nuestra trascendencia, con
aquello que, en palabras de Mendes da Rocha, se inicia con carácter previo a nuestra
existencia y va más allá de nuestra presencia, que viene de antes y perdura después.
Aquello que transmitimos lo hacemos en herencia, porque lo consideramos útil y
necesario, lo apreciamos como ‘nuestro’ (en propiedad) y con ello nos identificamos:
tanto los conocimientos –intangibles– como las obras –tangibles–. El sumatorio de
ambos constituye nuestro legado (o patrimonio), sea individual o colectivo.
Para las disciplinas (‘ciencias’) de la ciudad, la arquitectura y la ingeniería civil, con
solo citar el vocablo ‘patrimonio’ ya acuden a nuestra mente imágenes y conceptos
de un imaginario común y compartido. Términos como legado, herencia, historia,
tradición, memoria, monumento, arte, cultura, conservación, restauración… Parece
evidente que, en nuestro ámbito, pronunciar dicha palabra convoca, necesariamente,
al patrimonio arquitectónico y, por extensión, también al urbano y al de la ingeniería,
sin que coincidan, necesariamente, con el patrimonio edificado; su diferencia está en
los valores depositados en cada uno. El patrimonio arquitectónico sería aquella
parte del construido que es portador de una serie de valores (no económicos) que los
humanos consideramos importantes para nuestra memoria e identidad.
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1.2.- Del concepto de patrimonio como bien al de ‘monumento’ como identidad
Para comenzar a adentrarnos en las teorías de proyectación e intervención en el
patrimonio arquitectónico, quizás convenga hacer una primera aproximación al
concepto de patrimonio, palabra antigua vinculada en sus orígenes a estructuras
familiares (patrimonio y matrimonio), económicas y jurídicas (Choay 2007: 7). Así, por
ejemplo, la primera acepción del diccionario de la RAE es la de «Hacienda que
alguien ha heredado de sus ascendientes». Esta definición ya contiene dos aspectos
de interés:
1º), hacienda: bien vinculado a la tierra con las actividades y construcciones
que contiene, como tal posee un valor y
2º) heredado de sus ascendientes: ligado a la herencia que se transmite de
una generación a otra, acción que transcurre en el tiempo.
En estas descripciones se unen cuatro términos clave: bien, valor, herencia y tiempo.
El carácter nómada de su significado en la actualidad (ídem), con sus implicaciones
culturales y medioambientales, en parte deriva de su amplio sentido según el cual
patrimonio constituye el conjunto de bienes materiales e inmateriales que un
individuo, o colectivo de ellos, ha reunido y que tiene valor para su existencia. Aunque
resulte obvio, los conocimientos que los primeros hombres obtenían de la experiencia
(como la caza, la agricultura, la ganadería…) se transmitían oralmente (lo que requería
de una gran memoria), como también se hacía con ciertos rituales o tradiciones, cada
uno de los cuales constituía una parte inmaterial del patrimonio; todos ellos tenían un
gran valor y se legaban en herencia. Y así, continuando con la aproximación al
patrimonio, y a los efectos de nuestro interés, los bienes materiales pueden ser
muebles o inmuebles. Bien mueble es aquel que es móvil y trasladable, como una
vasija, un pergamino, un cuadro o una escultura. Mientras que bien inmueble es aquel
que queda anclado al suelo, es inmóvil y no trasladable, como un terreno, una
infraestructura, una casa o un edificio. En consecuencia, si patrimonio es el conjunto
de bienes materiales e inmateriales, el patrimonio edificado resultaría el sumatorio de
bienes inmuebles construidos, sean urbanos o rurales, se encuentren reunidos en las
ciudades o dispersos por el territorio.
Sin embargo, no nos suele interesar todo el patrimonio edificado, sino aquel que
consideramos patrimonio arquitectónico, aquel que identificamos con un término
algo gastado, con monumento. De un modo inmediato, aunque simple, identificamos el
patrimonio arquitectónico con la arquitectura monumental. Pero ¿qué consideramos
monumento? Según Alois Riegl por tal “se entiende una obra realizada por la mano
humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales
siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras” (Riegl:
23). Esta definición es bastante sugerente porque introduce dos aspectos no citados:
1º) mantener hechos vivos y presentes constituye la emoción del recuerdo y
2º) lo que se transmite a las generaciones venideras constituye la memoria.
Un monumento es aquella obra del hombre (artificial) que fija el acontecimiento para
su recuerdo en el tiempo. Esta obra puede tener la forma de documento u objeto (bien
mueble) o la forma arquitectónica o de la ingeniería (bien inmueble). No todos los
monumentos son ‘arquitectónicos’. De hecho, desde la definición dada de monumento,
el mismo Riegl distingue dos tipos: el monumento escrito (pe: una novela, El Quijote)
y el monumento artístico (pe: una pintura, Guernica). Pero es muy frecuente la unión
de ambos tipos (pe: un arco de triunfo romano, con inscripciones), por lo que estos
monumentos (referidos a la colectividad, con implicación pública), hechos a propósito
para mantener viva la memoria, se denominan intencionados y los más primitivos
corren en paralelo al surgimiento de las civilizaciones (urbanas). A modo de ejemplo,
tan monumentos son la Columna de Trajano en Roma (114dC) como la Torre de la
Libertad en Nueva York (2005-14): uno a las hazañas épicas y heroicas y otro a los
acontecimientos trágicos y vergonzosos.
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La mayoría de los monumentos que reconocemos como tales lo son por sus valores
históricos y artísticos (m.h.a.: monumento histórico-artístico) que, en gran parte,
fueron ejecutados sin la intención de perpetuar hechos colectivos o hazañas
individuales en la memoria de las gentes. Muchas de estas obras se levantaron con
fines bastante utilitarios (pe: cualquier templo –para orar– o cualquier teatro –para
representar espectáculos–). Para hablar, pues, de monumentos históricos o artísticos,
habría que referir el valor histórico y el valor artístico ¿qué son?, ¿son lo mismo?, ¿en
qué se diferencian? Asunto sobre el que volveremos. En cualquiera de los supuestos,
los monumentos (intencionados o portadores de valores histórico-artísticos),
especialmente los ‘arquitectónicos’, los reconocemos como nuestros, como elementos
fundamentales de nuestro pasado y, por tanto, de nuestra memoria: son constitutivos
de nuestra identidad. Si nos referimos a hechos comunitarios (una plaza, una iglesia,
un castillo o un molino lo son en cuanto a su construcción y puede que propiedad),
cualquiera de estos monumentos forma parte de la memoria colectiva y construye
nuestra identidad común. El monumento, pues, deviene en identidad de pueblos y
sociedades. Difícilmente recordamos lo que somos; quizás somos lo que recordamos.
Un caso singular y aparte lo constituyen los cementerios. Estas ciudades de los
muertos (segregadas en Occidente de las ciudades de los vivos desde finales del siglo
XVIII en una batalla ganada por los principios higiénicos y médicos frente a las
creencias religiosas y tradicionales) están conformadas por tumbas y panteones cuyas
lápidas con inscripciones rinden tributo al cadáver de un ser querido (público o no). El
arquitecto Adolf Loos afirmaba en 1909 que las únicas arquitecturas que se deben
considerar ‘arte’ son los monumentos y las tumbas, porque ninguna de ellas tiene
más función que:
1) la de perpetuar la memoria de un acontecimiento o
2) la de fijar el recuerdo de las personas.
Así pues, los camposantos son las ciudades contra el olvido porque se materializan
con las arquitecturas de la memoria de las gentes (cualquier profanación de tumbas
se siente como un atentado a la memoria de los vivos). En tanto que obras privadas (a
la memoria de individuos de las distintas familias) no asumirían el rol de monumentos,
pero, transcurrido el tiempo, y como tantas obras humanas, devienen en patrimonio
arquitectónico por erigirse en memoria de una sociedad en un tiempo pasado común.
1.3.- Ampliación de los márgenes del patrimonio: los BICs
Volviendo sobre el concepto dado a los monumentos (fijar acontecimientos en la
memoria, intencionadamente o no), este se mantiene como tal hasta superada la II
Guerra Mundial. Es en el entorno de la década de los 60, cuando esta definición se
amplía a un espectro mayor que el circunscrito a obras concretas. Por un lado,
comienza a valorarse la arquitectura popular, sin firma ni apellidos, anónima. Por
otro lado, se consolida la preocupación por los barrios, por las entidades urbanas de
mayor dimensión y escala que la obra aislada, emergiendo el patrimonio urbano en
su conjunto (incluyendo los jardines). Además, el catálogo monumental histórico se
amplía con arquitecturas que hasta el siglo XIX no habían existido: la arquitectura
industrial y la propiamente moderna, ambas construidas con menos intención de
perdurar que las anteriores.
No extraña, pues, en este nuevo contexto, que el término monumento históricoartístico (asentado a lo largo del s. XIX), en singular, se quedase pequeño para esta
ampliación del significado y que se optase por el de patrimonio arquitectónico, ya
fuese artístico, histórico, popular, urbano, industrial, moderno o con otros calificativos
que atendiesen a su diversa idiosincrasia. El patrimonio, pues, incorporaba valores
procedentes de la ciudad, de la sociedad y de la técnica, ampliando el espectro de la
antigüedad del pasado y de la especificidad artística del objeto de autor hasta los
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conjuntos anónimos, dando el salto de lo particular a lo colectivo, de lo individual a lo
comunitario, de la civilización a la cultura. La Conferencia General de la Unesco, en
1972, define ‘patrimonio’ desde el concepto de ‘monumento histórico’ y afirma que son
patrimonio universal los monumentos, conjuntos edificados, yacimientos
arqueológicos o conjuntos que presentan “un valor universal excepcional desde el
punto de vista de la historia del arte o de la ciencia” (Choay 2007: 191), exportando
a las demás culturas la universalidad del sistema de pensamiento y de valores
occidentales. La Unesco fija la obligación de: 1) identificar, 2) proteger, 3) consevar, 4)
rehabilitar y 5) transmitir a las generaciones futuras el patrimonio cultural.
Con anterioridad, y en paralelo a este fenómeno de ampliación y diversificación,
algunos países deciden proteger sus parajes naturales (inicialmente en USA), por las
amenazas a su supervivencia: paisajes, medio ambiente y naturaleza entran a formar
parte de un patrimonio natural, de elementos y lugares no hechos por los hombres
que comienzan a considerarse monumentos. Se trataría de los monumentos de la
naturaleza, a los cuales se les aplica la definición vista: perpetúan la memoria del lugar
en sus habitantes (donde destaca la singularidad geológica o biológica). Esta
extensión de los márgenes del contenido también alcanza a otras actividades
humanas no tangibles como las tradiciones, las fiestas, los bailes, los cantos y otras
manifestaciones de la vida (en cuya valoración la Antropología y la Etnografía juegan
un papel determinante). De aquí que el término monumento se quedase demasiado
corto y escaso. El patrimonio no solo estaba constituido por monumentos históricoartísticos, sino por un amplio conjunto de bienes, y no solo materiales (muebles e
inmuebles), sino que también incorporaba otros inmateriales que conformaban la
cultura de gentes, pueblos, regiones, países y naciones. El patrimonio pasaría a
apellidarse cultural y natural, o más sintéticamente: cultural, porque este término
incluye –además de lo hecho artificialmente–, la tierra, el lugar, el medio ambiente y el
paisaje moldeado o no por el hombre. La Unesco, desde hace un par de décadas, ha
creado la categoría de paisaje cultural donde coinciden sobre un patrimonio natural,
medioambiental o rural, obras del patrimonio cultural inmaterial (tradiciones) con obras
del patrimonio material (Luengo 2012). Este podría ser el caso de Elche que ya cuenta
con dos patrimonios de la Humanidad, uno inmaterial (El Misteri) y otro material rural
(El Palmeral); si se consiguiesen entrelazar a través de su patrimonio urbano (el propio
casco histórico y el diseminado por los viejos huertos de palmeras, hoy parques) y su
patrimonio arquitectónico (elementos singulares del patrimonio urbano y del rural como
la basílica de La Asunción, el palacio de Altamira, La Calahorra, los baños árabes, el
convento de la Merced, los palacios señoriales, el ayuntamiento, las torres y las casas
de campo, entre otros) se generaría el paisaje cultural de Elche (ídem: 339).
Desde mediados de los años 70, el término monumento ha ido siendo sustituido por el
vocablo de bien cultural; más concretamente, en nuestra legislación (a semejanza de
otras europeas), se usa: bien de interés cultural (B.I.C.). La Ley española del
Patrimonio Cultural de 1985 y las autonómicas posteriores consagran este término y
abandonan el concepto de monumento histórico –más estrictamente vinculado al arte
y a la arquitectura– por este otro concepto más amplio que abarca el conjunto de las
obras, actividades y manifestaciones de las sociedades e, incluso, las obras de la
propia naturaleza, en su estado más original o en parte intervenidas por la acción del
hombre a lo largo del tiempo, definiendo paisajes más o menos antropomorfizados.
BICs que son inmateriales o materiales, muebles o inmuebles, con sus diversas
categorías. En nuestro caso, y para nuestros conocimientos de la teorías de
intervención sobre el patrimonio, nos centramos en los BICs que constituyen el
patrimonio arquitectónico y urbano, extendido a los jardines y yacimientos
arqueológicos, todos ellos inmuebles, entendiendo que, a su vez, pueden integrarse o
formar parte de un patrimonio cultural de mayor envergadura, sea artificial (urbano) o
rural-natural (paisaje).
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Procede una reflexión en torno a este salto cualitativo del concepto de monumento que
va de la obra al conjunto y de la singularidad artística a la pluralidad cultural,
abarcando lo tangible y lo intangible, lo artificial y lo natural. El término Cultura (que
procede de ‘cultivar’, es decir: ‘poner en producción la tierra’ o ‘poner en cultivo algo’ y,
por tanto, cultivo, crianza y cuidado) es un vocablo cuyo significado es hoy muy
amplio y supera el ámbito de los conocimientos de los eruditos y de los especialistas
para englobar el conjunto de las manifestaciones de la humanidad que la caracterizan
como tal. De aquí esta evolución desde el término de monumento histórico-artístico
(mha) hasta el de bien de interés cultural (bic), ensanchando sus ámbitos de interés y
protección (de monumento a patrimonio monumental y de aquí a patrimonio cultural).
Este proceso de consagración del monumento, que arranca en Occidente en el XVIII,
se impregna, a lo largo del siglo XX, por los puntos de vista de otras culturas. Si bien,
en un principio, la visión hegemónica del monumento como hecho histórico-artístico ha
partido de Europa hasta el punto de imponerse en todas las latitudes, esta concepción
europea se ha ido ampliando desde las aportaciones de la multiculturalidad (ni Europa
ni Occidente son el centro de gravedad del mundo) para entender el patrimonio de la
humanidad como el conjunto de las obras que mantienen viva la memoria de los
pueblos y que deseamos preservar para legar en herencia a las generaciones
venideras, tanto por sus valores memoriales como por constituir nuestras señas de
identidad, materiales e inmateriales. No obstante, en nuestra materia, nos ceñiremos
a los patrimonios arquitectónico, urbano y de la ingeniería (y sus restos arqueológicos)
que son los que nos atañen más de cerca, procurando no desgajarlos de los
patrimonios inmateriales a los que puedan dar soporte o quedar vinculados.
El culto a los monumentos, pues, es una actitud moderna según Aloïs Riegl: el culto
al pasado –que tiene sus ‘razones’– se conforma a finales del siglo XVIII, en plena
Ilustración. En el contexto de la revolución francesa se consolida la idea del valor de
la instrucción pública que los monumentos (artísticos y arquitectónicos, patrimonio
nacional, propiedad del Estado) pueden jugar en la construcción de la memoria y
conciencia cívicas. Patrimonio arquitectónico y museos (contenedores de objetos y
piezas de arte) pasan a convertirse en los nuevos tabernáculos de la cultura, una
cultura cívica (de las ciudades, de las civilizaciones, de la humanidad) que no está
exenta de cierto carácter de religiosidad (hay un ‘culto’). Como si la Cultura se
hubiese erigido en diosa –razonada y expuesta cronológicamente o por temas (arte,
tradición, pasado y paisaje) – y, con su nuevo credo de reverencia al pasado, viniera a
sustituir las verdades reveladas por los dioses de las religiones. Inevitablemente, los
valores depositados en estos lugares, en estas arquitecturas y en estos rituales
culturales que los consideramos patrimonio, dota a estos conjuntos (materiales e
inmateriales) de un poderoso atractivo que convoca a usuarios habituales y a
visitantes ocasionales. El patrimonio cultural, en todos sus niveles, tiene aparejada la
industria del turismo cultural –que deriva, en demasiados casos, hacia un turismo
de masas–, con sus ventajas de creación de riqueza y con sus inconvenientes de los
riesgos que dicha industria genera en lugares, sitios y actividades que constituyen
bienes de interés cultural o paisajes culturales: la de impedir su evolución, la de su
explotación ancestral y la del su disfrute por sus artífices. El patrimonio genera sus
sendas de peregrinación –a iniciados y no iniciados–, acarrea beneficios, pero
también tiene aparejadas sus hipotecas que derivan de una industria de masas sobre
un producto creado, inicialmente, para un público usuario mucho más restringido en
cantidad (número de visitantes) y calidad (grado de participación). El turismo cultural,
como industria, puede degenerar la autenticidad del propio patrimonio al desvincularlo
de sus auténticos creadores y convertirlo en espectáculo mediático, aparte de perder
en materialidad real para diluirse en la virtualidad de montajes audiovisuales,
lumínicos, reconstrucciones o recreaciones que, en una gran cantidad, disuelven la
veracidad en aras de la publicidad, la propaganda y el efecto especular.
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2.- Los valores, pasados y presentes, de los monumentos
“No hay más que dos grandes conquistadores del olvido de los hombres: la poesía y
la arquitectura (…). Podemos vivir sin ella (sin arquitectura), pero no podemos sin
ella recordar.”
John RUSKIN, 1849
2.1.- Aproximación a los valores histórico-artísticos
Según Aloïs Riegl hay tres tipos de monumentos (referidos a las obras humanas) que
perpetúan acontecimientos públicos en la memoria de la sociedad. Estos son los
monumentos Intencionados, Histórico-Artísticos y No intencionados. En esta
clasificación cada uno de estos grupos está incluido en el siguiente: los intencionados
también son histórico-artísticos y estos últimos son no intencionados. Representados
en la teoría de conjuntos, el grupo de los intencionados quedaría integrado en el de los
históricos y en el de los artísticos (conjuntos que, de modo intuitivo, se aproximan) y
todos ellos quedan englobados en el conjunto de los no intencionados. Obviamente,
los monumentos los consideramos como tales porque son portadores de una serie de
valores. En concreto, y de modo inmediato, son portadores de los valores
intencionados, históricos-artísticos y no intencionados, correlativamente. A los
efectos de profundizar en estos valores, conviene dar unas pinceladas sobre sus
significados e implicaciones. Y así entendemos por Valor Intencionado cuando la
obra fue concebida con la clara intención de hacer perdurar un hecho, suceso o
acontecimiento en la memoria de las gentes, volviéndolo presente. Sin embargo, la
definición de valor histórico y la definición de valor artístico (referidos al pasado),
aparentemente, presentan diferencias y distancias. Para hablar, pues, de monumentos
históricos o artísticos, habría que referir estos valores: ¿qué son?, ¿son lo mismo?
El valor histórico –según Riegl– es el más amplio de ambos. Denominamos ‘histórico’
a todo lo que ha existido alguna vez, aunque también se lo aplicamos a lo que es
antiguo o a aquello que ya no es del presente (a pesar de la percepción de la rapidez
del tiempo o de los cambios bruscos). La idea de que algo ha existido (y ya no puede
volver a existir) la vinculamos con el hecho de que este algo constituye un eslabón de
una cadena de acontecimientos en la que, por nuestro punto de vista de la supuesta
lógica histórica (positivista, leyes de causa-efecto), todos y cada uno de los sucesos
pretéritos se consideran imprescindibles. Por lo tanto, cualquier vestigio o noticia del
pasado humano puede reclamar su dosis de valor histórico. Mientras, el valor
artístico es algo más difícil de concretar frente a la sencilla evidencia de lo histórico.
Al margen de las definiciones de qué entendemos por Arte (tampoco antes hemos
definido Historia), y dado que es imposible mantener en pie todos los hechos del
pasado (ya que las ciudades y las arquitecturas serían fósiles, no se habrían
transformado), nos interesamos por aquellos testimonios que “parecen representar
etapas especialmente destacadas en el curso evolutivo de una determinada rama de
la actividad humana” (Riegl 1903: 24). Es decir: son obras o acontecimientos bastante
representativos de una época o constituyen puntos de inflexión en las trayectorias
de la cultura y del arte (pe: Madmoiseles d’Avignon de Picasso, 1907).
Es obvio que todo monumento artístico es histórico. Pero, según Riegl, también lo es a
la inversa: todo monumento histórico también es artístico. Todos los monumentos
serían, pues, histórico-artísticos en lógica equivalencia. Esta afirmación que tendría
sus detractores (y los tiene con argumentaciones de peso cuando conviene a los
intereses de muy diversos tipos), no es del todo relevante en el caso del patrimonio
arquitectónico, aunque las fronteras entre lo artístico y lo histórico puedan parecer
distintas. Como decía Laurence Durrell en su Carrusel Siciliano (1977), en arquitectura
lo histórico es un valor en sí, al margen de lo artístico. Posición que aún decantaría
John Ruskin más del lado de la Historia: “La mayor gloria de un edificio no depende,
en efecto, ni de su piedra ni de su oro. Su gloria está en la edad” (Ruskin 1849: 217).
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A pesar de que apreciamos más inmediatamente el valor histórico, “el monumento se
nos presenta como un eslabón imprescindible en la cadena evolutiva de la historia del
arte” (Riegl 1903: 25); nada sobra. Obviamente, hay que entender estas afirmaciones
dentro del devenir histórico de una cultura. La historia de la arquitectura, por ejemplo,
suele explicarse como un discurrir cronológico que no siempre transcurre en un
sentido creciente o ascendente (de superación en un mismo sentido), sino que acusa
discontinuidades, giros y cambios, además de solapes. Por lo tanto, la distinción entre
monumentos artísticos e históricos no es del todo exacta. Si representásemos de
nuevo estos grupos en la teoría de conjuntos tendríamos un conjunto pequeño donde
estarían los monumentos intencionados, el cual se encontraría dentro de un
conjunto mayor conformado por los monumentos artísticos que, a su vez, quedaría
englobado por otro aún mayor, en principio, de los monumentos históricos. Pero,
como hemos señalado, estos dos últimos grupos se identifican y, además, toda esta
producción estaría dentro del conjunto de las obras de los hombres no intencionadas
para ser monumentos (que no se hicieron parar perpetuar la memoria), sino con otros
fines más inmediatos o utilitarios.
En resumen, estos tres círculos de grupos de monumentos, de menor a mayor, serían
los: 1) intencionados, 2) históricos y artísticos y 3) no intencionados (antiguos). Todos
ellos comparten valores rememorativos que proceden del pasado. Para seguir con
facilidad a Riegl hay que situarlo en su contexto: la cultura de finales del XIX, el siglo
de la Historia, cuando todavía no ha irrumpido la arquitectura moderna (rupturista y
con fecha de caducidad) y donde la arquitectura ha sido construida con una vocación
de permanencia (y de cierta eternidad). El monumento (por extensión, la
arquitectura), pues, perpetúa la memoria, intencionadamente o no. De hecho,
cualquier construcción utilitaria del pasado (un hospital, un cuartel, una cárcel, etc.)
¿se proyectaron y construyeron con la intención der ser monumentos en el futuro? No.
Servían a una necesidad, pero, ahora, desde nuestra actual perspectiva cultural, los
consideramos testimonios y documentos de la historia y no deseamos que se
derriben, desaparezcan y pasen al olvido. Su intencionalidad monumental no está en
su génesis, sino proyectada desde nuestro presente, con otra sensibilidad distinta al
momento de su ejecución.
Sin embargo, la realidad es que, en una mayoría de ocasiones, al contemplar diversas
obras arquitectónicas (artísticas), todas ellas ya portadoras de valores históricos,
valoramos más unas que otras, consideramos ‘superiores’ o ‘mejores’ unas que las
otras. En este juicio estético aparente –e inicialmente subjetivo– ponemos por
delante obras más recientes que otras más antiguas. Por ejemplo ¿qué nos gusta más
(si bien esta expresión, el gusto, no es la más adecuada para este discurso sin
introducir matices, pero puede servir): la torre de la Illeta (s. XVI, El Campello) o la Ville
Savoie (s. XX, Le Corbusier)? ¿Cuál de estas dos obras la consideramos más valiosa
o importante para la arquitectura? O en otro orden ¿qué escogemos como más
sugerente, una vajilla del s. XVII de Limoges, recargada de ribetes dorados sobre
azules cobalto y cientos de figuras y dibujos, o un conjunto de vasos campaniformes
de 4000 años aC, con decoraciones geométricas y zigzagueantes? En el primer caso,
es muy probable que, por nuestra formación, nos decantemos por situar la obra de Le
Corbusier (s. XX) por delante de la torre vigía (s. XVI), anteponiendo su valor de
contemporaneidad a su valor histórico, a su edad. En el segundo caso, es posible
que, por su proximidad a nuestra actual sensibilidad (kunstwollen, voluntad de forma,
de arte) respecto del arte como una actividad más conceptual y abstracta, demos más
importancia a las piezas de cerámica más antiguas frente a las más recientes o
modernas. Lógicamente, hay muchos más aspectos que se consideran en la emisión
del juicio estético o en la preferencia, como el hecho de que son obras de las que
existen más ejemplares –caso de las atalayas defensivas o de las vajillas barrocas– y,
por lo tanto, su carácter de piezas únicas y raras –en su género– las revaloriza.
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Parece que existe algo más que el valor histórico-artístico en las obras de arte
antiguas (monumentos), sin excepción, que nos hace resituarlas en una cierta escala
de valores de actualidad. Aloïs Riegl se preguntaba: “¿Es este ‘valor artístico’ un
valor objetivamente dado en el pasado como el valor histórico, de tal modo que
constituye una parte esencial del concepto de monumento, independiente de lo
rememorativo? ¿O se trata de un valor subjetivo, inventado por el sujeto moderno
que lo contempla, lo crea y lo cambia a su placer…?” (ídem: 26). Este valor
¿pertenece al pasado o lo lanzamos desde nuestra condición presente? En estos
casos de apreciación de algo más antiguo sobre obras más recientes ¿es que el
pasado tiembla de reflejos del futuro, como apuntaba André Breton para señalar al
objeto artístico? ¿O es desde cada futuro que se proyecta este fulgor hacia ciertos
objetos del pasado? Es difícil encontrar una única respuesta ya que ambas situaciones
se dan y son posibles: que el germen artístico esté en la obra del pasado o que, sin
estar contenido en ella y por la sensibilidad del momento presente, creamos descubrir
ese brillo de anticipación que, en realidad, trasladamos desde nuestro tiempo. Se trata
de un proceso interactivo que varía con cada época, de aquí que Aloïs Riegl
concluya que los valores artísticos pertenecen a la actualidad, al margen de los
valores históricos. Y es en esta actitud de veneración del pasado, aunque en cada
tiempo se valoren más unas obras que otras, donde radica la esencia de la actitud
moderna puesto que los valores artísticos (en cantidad y calidad) son relativos y
dependen del sentir de cada sociedad y tiempo al mirar hacia atrás y valorar el legado
recibido. Los monumentos, pues, presentan valores artísticos que residen en el
pasado y valores artísticos que se proyectan desde el presente, de aquí que Riegl
considere a los del pasado: históricos y a los del presente: relativos, variables con
cada contexto, y por ello concluya: “no hay ningún valor artístico absoluto, sino
simplemente un valor relativo, moderno” (ídem: 27).
2.2.- Monumentos y los valores del ‘patrimonio nacional’
El término ‘monumento’ deriva del latín monumentum. El diccionario de la RAE da
varias definiciones. Las cuatro primeras son:
1) Obra pública y patente, como una estatua, una inscripción o un sepulcro,
puesta en memoria de una acción heroica u otra cosa singular.
2) Construcción que posee valor artístico, arqueológico, histórico, etc.
3) Objeto o documento de utilidad para la historia, o para la averiguación de
cualquier hecho.
4) Obra científica, artística o literaria, que se hace memorable por su mérito
excepcional.
Todas estas definiciones apuntan a que se trata de un bien que, en las dos primeras,
es exclusivamente inmueble. No deja de ser significativo que la serie de billetes del
euro recoja en una cara los diferentes estilos arquitectónicos que han compartido los
pueblos de Europa (romano, románico, gótico, renacentista, historicista, hierro y alta
tecnología) y en la otra se impriman sus homólogas obras de infraestructura (en
concreto: puentes, los cuales unen dos orillas); bienes inmuebles y patrimonio se
identifican en los billetes (aunque haya más significados: las de la cultura, el arte y la
técnica compartida en la historia y en las que nos identificamos). El propio dinero,
desde sus orígenes, acuña en el anverso un busto o una figura y en el reverso un valor
(una cantidad), aunque las monedas no son monumentos propiamente, sino valores
de referencia para el comercio.
Monumento deriva del latín monere que significa “avisar, recordar”, es decir: aquello
que interpela a la memoria. La naturaleza afectiva de su vocación es esencial: no se
trata de transmitir una información neutra, sino de suscitar con la emoción, una
memoria viva (Choay 2007: 12). En este sentido, monumento denomina todo artefacto
edificado por una comunidad de individuos para recordar a otras generaciones
(venideras) determinados eventos (ídem). Un corazón de tiza pintado en la pared o
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grabado sobre la corteza de un árbol registra un acontecimiento privado (que también
deseamos recordar y por mucho tiempo). La especificidad del monumento consiste en
su modo de acción sobre la memoria, “para que el recuerdo del pasado haga vibrar el
diapasón del presente” (ídem). “El monumento es una defensa contra los
traumatismos de la existencia, un dispositivo de seguridad. El monumento asegura, da
confianza, tranquiliza al conjurar el ser del tiempo. Garante de los orígenes, el
monumento calma la inquietud que genera la incertidumbre de los comienzos” (ídem:
13) ya que intenta apaciguar la angustia de la muerte y de la aniquilación; es un
eslabón de continuidad (antes y después de nosotros). Sin embargo, “los monumentos
están continuamente expuestos a los ultrajes del tiempo” (ídem: 19): conjuran el
tiempo y son aniquilados por él, toman gran parte de su valor por ser testigos del
mismo, pero son engullidos por las lentas e inapreciables acciones del titán Cronos
hasta hacerlos desaparecer. Podríamos preguntarnos: ¿cuándo una obra deja de ser
nueva?, ¿cuándo pasa a ser vieja y cuándo ruina? Las respuestas transitan por una
frontera dúctil y maleable en la que el tiempo –su cantidad– juega a favor del
elemento: su supervivencia lo erige en una de las pocas voces que perduran de un
pasado cada vez más lejano y, por ello, convoca la memoria más ancestral, más
original y primitiva: hace patente, de algún modo, el sentido de la trascendencia. A
veces, el tiempo, con su inexorable paso, hace que objetos u obras hechas sin
intención de perdurar se conviertan, por sus vestigios, en testigos de excepción de
épocas pasadas y, en su condición de especie en vías de extinción, se erijan como
piezas raras y, como documentos del pasado, en integrantes del patrimonio cultural.
La escasez hace aumentar el valor histórico.
Esta manera que tiene el monumento de relacionarse con el tiempo vivido y con la
memoria –su función antropológica– constituye su esencia. El monumento, pues, se
asemeja fuertemente a un universal de cultura: parece estar presente en todas las
sociedades, posean o no escritura (ídem: 13). Por ello, el papel del monumento, en su
sentido original (valor rememorativo de la memoria de ciertos hechos) ha perdido su
importancia de forma progresiva en las sociedades occidentales: nuevos valores
(antropológicos, etnográficos, tradicionales, paisajísticos, medioambientales…) han
venido a sustituir u ocupar el lugar que inicialmente abarcaba casi en su totalidad el
valor de memorial (antigüedad, arqueológico, histórico-artístico, etc.). Por lo tanto, si
los monumentos son aquellas obras hechas por los hombres que perpetúan la
memoria y mantienen vivos ciertos acontecimientos, intencionadamente o no, es lógico
que contengan valores rememorativos que hacen presentes momentos del pasado.
Hablamos de ellos en plural porque estos valores que actualizan el pasado lo son de
distintas clases, siendo todos pretéritos. Aunque hay otros valores a los que nos
referiremos en su momento.
No vamos a rastrear la evolución de los valores de los monumentos –que se le
suponen– sino que vamos a desmenuzar el alcance de los más significativos de ellos.
Conviene señalar que los valores de los monumentos (BICs del patrimonio inmueble)
no han sido siempre los mismos a lo largo de la historia. Un momento clave de la
fijación de valores se sitúa a finales del s. XVIII, en plena revolución francesa, cuyas
autoridades, a través del Comité d’Instruction Publique, detectaron cuatro valores
iniciales que se enumeraron en orden decreciente. Estos valores, que quedaban
referidos a monumentos históricos (construidos a lo largo de la historia) sin distinción
de épocas (de más antiguos a más recientes, en mejor estado o en ruina), son:
1º) el valor nacional, o valor de formación cívica, que es el relativo a las obras
por su importancia en la formación de la nación francesa (y que constituían
su patrimonio nacional que se legaría en herencia), era el fundamental, ya
que justificaba la necesidad del inventario y la clasificación de dicho
patrimonio (mueble e inmueble) e inspiraba las medidas de conservación,
Supeditado a este valor principal, aparecían los otros, aunque no eran tan relevantes.
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2º) el valor cognitivo, relativo en tanto que los monumentos históricos eran
“testigos irreprochables de la historia” (ídem: 99), que servía tanto para
construir las diferentes historias para la investigación intelectual de los
profesionales como por su labor pedagógica para el civismo de la población:
ayudando a dotar de memoria histórica a los ciudadanos –o ¿debiéramos
hablar de fijar intencionadamente?; esta cuestión no es baladí: piénsese en los
‘atentados’ de ciertos grupos al patrimonio artístico donde se reproducen
imágenes (Afganistán, Irak, Sioria…) que supone un borrado del pasado, una
negación de los acontecimientos pretéritos y, al fin y al cabo, supone dotar a
sus acólitos de una determinada historia que selecciona y borra lo demás–.
3º) el valor económico, relativo tanto al propio valor como pieza (conjunción
de recursos materiales, técnicos y humanos, así como sus posibles usos
prácticos) como el relativo a la capacidad de generar ingresos por turismo
cultural por su potencialidad para atraer visitantes extranjeros (algo que sólo se
daba en grandes números en Italia en esos momentos) y
4º) el valor artístico, relativo a las características intrínsecas del objeto, a sus
condiciones de ‘belleza’, difícilmente evaluable, pero ya intuible. Piénsese que
es en estas décadas cuando se forjan las disciplinas de la Historia del Arte y de
la Estética, de aquí la posición última y su imprecisión (ídem: 98-100).
Sería en el siglo siguiente, en el XIX, donde se desarrollarían investigaciones
emulando los métodos científicos y se codificaría la historia del arte que, al margen de
sus complejidades, con su periodización, sigue vigente y válida operativamente. Y este
es el punto de arranque de Alois Riegl que plantea, como historiador, una
interpretación de la conservación de los monumentos en base a una teoría de valores
de los monumentos; monumentos históricos obviamente. Según el historiador
austriaco hay básicamente dos tipos de valores: los rememorativos (o del pasado)
y los contemporáneos (o del presente).
3.- Los valores rememorativos (VR) o del pasado
Siguiendo el esquema planteado por Aloïs Riegl, y atendiendo a los tres niveles o
conjuntos de los monumentos, el de mayor cantidad de ellos (los no intencionados), el
de tamaño intermedio por cifras (los histórico-artísticos) y el menor en casos (los
intencionados), este mismo autor establece tres tipos de valores rememorativos. Estos
tres valores son el de antigüedad, el histórico y el intencionado. Vamos a definirlos
y desmenuzarlos en detalle para comprender su alcance y sus exigencias desde el
punto de vista de la conservación de los monumentos y sus implicaciones en los casos
de restauración e intervención.
Fig.: Representación de los valores de los monumentos de A. Riegl en la teoría de conjuntos
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3.1.- Valor de antigüedad (VRA)
“…el valor de antigüedad pretende constituir el logro final de la ciencia para
todos, hacer aprovechable para el sentimiento lo que sutilmente ha
discurrido el entendimiento.”
Aloïs RIEGL, 1903: 55
“El valor de antigüedad de un monumento se descubre a primera vista por su
apariencia no moderna” (Riegl 1903: 49), es decir: por la apariencia de pertenecer a
otra época, de no ser actual. “El valor de antigüedad aspira a obrar sobre las grandes
masas” (ídem) porque apela al sentimiento de añoranza del tiempo que no ha de
volver. “La oposición al presente (…) se manifiesta en una imperfección, en una
carencia de carácter cerrado, en una tendencia a la erosión de forma y color”, características que nada tienen que ver –en general– con las obras nuevas, a las cuales
solemos exigir el carácter de obra cerrada, completa. Es decir, el valor de antigüedad
se hace evidente en el paso del tiempo. De hecho, cualquier asomo de vejez en algo
recién hecho es tildado de falsificación (‘falso antiguo’ que diría Adolf Loos: hacer
pasar por viejo algo recién hecho). Esta es la razón por la que no hacemos ruinas
(salvo para falsificarlas, como proponía el arquitecto John Vanbrugh a una cliente suya
en una carta en 1709) y por la que “los síntomas de ruina en lo que acaba de surgir no
producen una impresión sugerente, sino deprimente” (ídem: 50), ya que indica que las
obras están mal hechas, que no están acabadas o que no están bien ejecutadas.
Debe puntualizarse que sobre toda obra, una vez concluida, comienza la actividad
destructora de los agentes naturales (sean de orden químico, físico o mecánico) que
tienden a descomponer la obra hasta reintegrarla a la propia naturaleza. Más tarde o
más temprano, los sillares serán arena, los ladrillos polvo de arcilla, la madera astillas
o virutas y el hierro se descompondrá en capas de óxido. El valor de antigüedad, pues,
reside precisamente “en la clara perceptibilidad de estas huellas” (ídem), las huellas
del tiempo en los deterioros de la forma que quedan a la vista. Este valor se pone de
manifiesto de modo patente mediante efectos prolongados y lentos más que por
acciones violentas (en el caso de un terremoto o de una guerra, las construcciones
agrietadas o las ruinas lo serían de edificios rotos –arruinados–, que no tienen por qué
ser antiguos). No son iguales los deterioros por el paso del tiempo que los daños
acecidos de modo brusco.
Según Riegl, la norma estética fundamental en la que se basa el valor de antigüedad
dice que: “de la mano humana exigimos la creación de obras cerradas (…); por el
contrario, de la acción de la naturaleza en el tiempo exigimos la destrucción de lo
cerrado como símbolo de extinción” (ídem: 51). Algo que complace al hombre
moderno es la contemplación con claridad de los efectos del “ciclo natural de
creación y destrucción” (ídem). “Toda obra humana es concebida así como un
organismo natural en cuya evolución nadie debe intervenir” (ídem) y que ha de gozar
de su propio ciclo vital en libertad; si bien, las obras no son seres vivos. Al respecto, y
a lo sumo, lo que el hombre puede hacer es preservar la obra de una muerte
prematura y prolongar su longevidad, apostando por el valor de antigüedad (¿qué se
hace con las ruinas arqueológicas? entre otras cosas: proteger, conservar,
consolidar… es decir: prolongar su vida). Se confiere a la humanidad el mismo
derecho que a la capacidad de la naturaleza: la de crear y la de destruir, cada una con
sus propias leyes. Desde esta óptica, si defendemos el valor de antigüedad, el hombre
no debería interrumpir la acción de la naturaleza: no debería ni restaurar ni intervenir.
Ahora bien, “si desde el punto de vista del valor de antigüedad lo que causa efecto
estético en el monumento son los signos del deterioro”, cualquier intento de conservar
un monumento va en contra de estos intereses, porque a mayor edad corresponde,
proporcionalmente, mayor valor de antigüedad. Es decir que, atendiendo a este
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criterio, “en la medida de las posibilidades humanas, tampoco se ha de sustraer al
monumento del efecto desintegrador de las fuerzas naturales, siempre y cuando este
se realice con mansa y ordenada continuidad” (ídem: 52). Es decir, lo que se ha de
impedir es la acción discrecional de los humanos. Es lógico: “El culto al valor de
antigüedad condena (…) toda destrucción violenta del monumento causada por la
mano humana como una sacrílega intromisión en la actividad erosionadora de las
leyes naturales” (ídem: 53). Pero también rechaza, en principio, toda actividad de
restauración: “El culto al valor de antigüedad actúa en contra de la conservación del
monumento” permitiendo el desgaste que acontece lentamente (ídem).
En el caso de las ruinas (que evocan el esplendor de un tiempo pasado) parece que
estas resultan más pictóricas (más emotivas, por el efecto desvastador del tiempo, si
bien este no es el único agente destructor) cuantos más elementos sucumben a la
erosión, pero, de hecho, la intensidad del paso del tiempo –para quien las contempla–
se concentra en lo que queda en pie que aún es reconocible y que, en consecuencia,
tiene la capacidad de evocar lo que pudo ser en otro tiempo (pe: el templo de
Poseidón en Cabo Sunión, s.V aC, Ática-Grecia, insinúan el santuario que ya no es).
Pero todo tiene un límite: cuando se pierde el efecto extensivo desaparece también el
intensivo: “Un simple montón informe de piedras no es suficiente para brindar al que lo
contempla un valor de antigüedad; por lo menos ha de quedar aún una huella clara de
la forma original de la antigua obra humana” (ídem: 53). Algo distinto sucede en las
culturas orientales que buscaban muchas de sus piezas del jardín por su singular
forma, forma que había sido esculpida por las acciones de la naturaleza a lo largo del
tiempo; aún así habrá un momento en que dicha ‘pieza natural’ se desintegre
(Baldeweg 2014). Cuando nada queda, cuando el resto es materia sin forma (un
montón de piedras) “ya solo representa un muerto fragmento informe de la madre
naturaleza sin huellas de creación viva” (ídem: 54); léase: nada resta de la creación
hecha con las manos.
Consecuencia: así pues, “el culto al valor de antigüedad opera para su propia
destrucción” (ídem), cuanto más se prima, más se desgastan y más se destruyen las
obras con el paso del tiempo, en un proceso de lenta descomposición. Sin embargo,
todo lo que hoy es nuevo y se presenta en su cerrada integridad, con el paulatino
transcurrir se convertirá en una obra cargada de grandes dosis de antigüedad. Por lo
tanto, desde el punto de vista de este valor, se trata “de mostrar eternamente el ciclo
de creación y destrucción, de génesis y extinción” (ídem).
El valor de antigüedad aventaja a todos los demás valores rememorativos (históricos o
intencionados) porque se dirige a todas las personas, sin excepción de credo o
formación: la vejez y la proximidad del fin conmueve a los humanos por simpatía,
por mor de aquello que se ha perdido y que se consideraba esplendoroso. Por eso,
para Riegl, el valor de antigüedad está por delante de todos los valores rememorativos
ya que pueden apreciarlo todos los seres humanos, cultos e incultos, entendidos en
arte o legos en la materia (ídem: 55). Esta ventaja del valor de antigüedad lo destaca
de un modo muy claro frente al valor histórico, que descansa en una base disciplinar y
solo puede apreciarse por medio de la reflexión intelectual. El valor de antigüedad va
directo al corazón a través de los sentidos, sin más mediadores. “Esta pretensión de
validez general es también la que lleva a los partidarios del valor de antigüedad a
manifestarse de un modo arrogante e intransigente” (ídem: 56), ya que “el valor de
antigüedad gana cada día más adeptos” (ídem). Independientemente, y en cualquier
caso, “Una moderna conservación de monumentos habrá de contar, pues, con él (el
valor de antigüedad), y además en primera línea”. Aunque también se habrá de
examinar la legitimidad de otros valores –rememorativos o de contemporaneidad–
para sopesar cuál o cuáles deben prevalecer simultáneamente.
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3.2.- Valor histórico (VRH)
“La toma de distancia ante los edificios del pasado requiere un largo
aprendizaje, exige un tiempo que el saber no puede comprimir y que es
necesario a fin de que el respeto sustituya a la familiaridad.”
François CHOAY, 1992
“El valor histórico de un monumento reside en que representa una etapa
determinada (…) en la evolución de alguno de los campos creativos de la
humanidad” (Riegl 1903: 57), es un documento. No nos interesan las marcas del
tiempo “sino su génesis en otro tiempo como obra humana” (ídem). El valor histórico
de un monumento será tanto mayor cuanto menor sea la alteración sufrida en su
estado inicial. Es obvio: consideramos más auténtica una obra del pasado cuantas
menos modificaciones (sean o no justificadas) haya sufrido a lo largo de su existencia.
“Los deterioros parciales son para el valor histórico un factor accesorio molesto y
desagradable” (ídem), por lo que deberían ser eliminados por todos los medios.
Aloïs Riegl distingue tres subtipos de valor histórico: el cultural, el artístico y el
cronístico (donde podríamos añadir el arquitectónico). Cada uno de estos adjetivos
refuerza la vertiente del valor histórico en un sentido concreto. El valor cultural está
presente cuando la obra contribuye a definir la cultura característica de una época. El
valor artístico es mayor cuando la obra es representante ejemplar de un modo
específico de hacer y entender el arte (que se puede particularizar para la
arquitectura). Y el valor cronístico resulta evidente cuando el monumento lo que
aporta son datos sobre los hechos y aconteceres. Para cualquiera de estos, en tanto
que valores históricos, “el monumento original es por principio intocable” (ídem: 58)
porque de lo que se trata es “de mantener un documento lo menos falsificado posible
para que la investigación histórico-artística lo pueda completar en un futuro” (ídem). De
aquí se deduce que los monumentos han de conservarse lo más intactos para la
posterioridad: permitir la acción del tiempo supondría borrar evidencias del
conocimiento del pasado.
Ya podemos intuir la importancia que este planteamiento tiene para la conservación de
las obras: los desgastes heredados no pueden evitarse, pero los que se puedan
producir en un futuro deben impedirse “de modo categórico, porque todo deterioro
adicional dificulta la labor científica de restituir la obra humana originaria en su estado
de génesis” (ídem). El valor histórico, pues, postula la acción de la mano humana para
detener los efectos del tiempo. Los intereses del valor de antigüedad y los del valor
histórico están enfrentados: uno quiere dejar que el tiempo culmine el ciclo de la
naturaleza mientras que el otro desea frenarlo para legar el bien en perfecto estado a
las generaciones venideras. Apostar por el valor histórico implica hacer lo posible para
que los monumentos no envejezcan, vivan en un presente continuo. ‘No actuar’ (‘No
restaurarás’) frente a ‘Actuar a toda costa’ (‘Restaurarás por encima de todas las
cosas’), este sería el dilema. Conviene apuntar que mientras el valor de antigüedad
apela al sentimiento y pretende erigirse en universal, el valor histórico apela a la
razón y depende de cierta base de saberes, aunque este valor siga siendo fuente de
placer estético para un amplio espectro social, mayor entre las clases cultivadas
porque aprecian más al tener una formación específica. Por ello “el valor histórico (…)
nunca podrá ganar directamente a las masas” (ídem: 61) porque depende de los
conocimientos que se tengan del periodo y del monumento concretos.
No obstante, los conflictos de intereses entre los valores de antigüedad e histórico
que se dan en la conservación de monumentos son menos frecuentes de lo que
pudiera pensarse. A efectos prácticos “en todos los casos en que el valor histórico
(‘documental’) del monumento sea irrelevante, predominará con tanta o mayor pujanza
y exclusividad su valor de antigüedad” (ídem). Los problemas se dan en los límites.
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Por ejemplo, “cuando el monumento está a punto de sucumbir debido a un prematuro
deterioro producido por las fuerzas naturales” es el momento en el que se requiere de
la intervención humana y surgen las contradicciones porque, a veces, para mantener
con estabilidad una obra hay que modificarla o introducirle elementos ajenos a la
misma. Por otro lado, resulta evidente que el estropicio repentino resulta desagradable
a los ojos de los humanos, haya sido producido por la naturaleza (seísmo) o por el
propio hombre (guerra) (ídem: 63), pero estos casos son extremos y, como tales,
tienen soluciones extremas (frente a la amnesia, la reconstrucción). Otra cuestión
sería la acción humana que desgasta la obra, la cual, vista de cerca, puede parecer
violenta y desagradable, pero contemplada a cierta distancia “se siente tan natural y
necesaria como la de la naturaleza” (ídem) de la que forma parte. La intervención del
hombre, en muchos casos, y para el valor de antigüedad, supone “el mal menor frente
a la mayor agresividad de la naturaleza” (ídem: 64). El uso y disfrute de la
arquitectura la desgasta y estropea, pero la dota de sentido y vida, y toda vida
consume su propia materia.
Mientras el valor de antigüedad aboga por el lento discurrir de la erosión del tiempo, el
valor histórico apuesta por la conservación más fidedigna del documento. Las
intervenciones puntuales que evitan el colapso, para el valor de antigüedad, no son
más que introducir un simple retraso en lo inevitable. Y así, en la conservación de
monumentos hay que evitar la confrontación de ambos valores ya que, cuando se
enfrentan entre sí, parece la oposición entre un principio radical y otro conservador. El
valor histórico representa lo conservador, pues pretende que todo se mantenga en su
estado actual Frente a él, el valor de antigüedad pretende dejar hacer al tiempo. Sin
embargo, la conservación eterna –sin que en la obra operen modificaciones– no es
posible en absoluto.
Veamos el ejemplo que nos propone Riegl. Si en una vieja torre se quitan algunas
piedras agrietadas y se sustituyen por unas nuevas, el valor histórico de la torre no
sufrirá pérdidas dignas de mención. Por el contrario, esta mínima restauración puede
resultar extraordinariamente perturbadora para el valor de antigüedad, especialmente
si se destaca y diferencia lo nuevo introducido de lo vetusto de las fábricas. ¿Procede
suprimir la pátina del tiempo de un viejo campanario aunque sus incrustaciones de
detritus lo estén dañando y haciendo avanzar su deterioro? Para el valor histórico: sí,
para el de antigüedad: no. “Por último, hemos de constatar que el culto al valor
histórico, si bien solo concede un valor documental total al estado original de un
monumento, admite también un valor limitado de la copia, en el caso de que el
original (el documento) se haya perdido de modo irrecuperable” (ídem: 65). El
conflicto se da con el valor de antigüedad “cuando la copia se presente no como una
especie de aparato auxiliar para la investigación científica, sino como sustituto
equivalente al original” (ídem: 63). Estos serían los casos, aunque de muy diversa
índole, de la reconstrucción del Campanille de la basílica de San Marcos en Venecia,
erigido dov'era e com'era, en 1903-12, por colapso del mismo, y la llevada a cabo en
1980-86 del Pabellón de Alemania en la Exposición Universal de Barcelona de 1929,
original de Mies van der Rohe desmontado en 1930.
3.3.- Valor rememorativo intencionado (VRI)
“Frente al valor de antigüedad, que valora el pasado exclusivamente por sí mismo,”
(la edad y sus síntomas externos), el valor histórico tiende a entresacar del pasado
un monumento y a presentarlo ante nuestra vista como si perteneciera al presente
(es decir: de modo que para él no transcurra el tiempo). Pero ya existe un valor que
reconoce este fin: fijar desde un principio el acontecimiento en la memoria, que
responde a la intención de los hombres y a la razón primera del monumento. Se trata
del valor rememorativo intencionado que “tiene desde el principio (…) el firme
propósito de (…) no permitir que ese momento se convierta nunca en pasado, de que
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se mantenga siempre presente y vivo en la conciencia de la posteridad” (ídem: 67).
Este valor constituye un “tránsito hacia los valores de contemporaneidad”. Una larga
lista de ejemplos ilustraría este valor por lo que respecta a los monumentos históricos:
el Ara Pacis (13-9aC) o la Columna Aureliana (176-192), en Roma, y por lo que
respecta a los monumentos modernos: la Estatua de la Libertad (1886), el Centro de la
Paz de Hiroshima (1949-56) de Kenzo Tange o el monumento a las Víctimas del 11-M
(2004-07) en Madrid (cuyo concurso ganó el equipo FAM). Una idea que conviene
apuntar es el cambio de sensibilidad que se ha operado a lo largo del siglo XX por lo
que respecta a los monumentos intencionados: mientras tradicionalmente estos se han
dedicado a la memoria de las hazañas épicas y a las gestas individuales, en la actualidad se conmemoran los hechos catastróficos naturales y más aun los que perpetúan
las conductas atroces de la Humanidad, como las guerras, y las vergüenzas de la
violencia, casi todos ellos protagonizados por colectivos de víctimas o afectados, como
los campos de concentración y exterminio convertidos en museos y monumentos de la
barbarie (pe: Campo de Auschwitz-Birkenau cerca de Cracovia, Polonia).
Conviene señalar que “mientras el valor de antigüedad se basa exclusivamente en la
destrucción, y el valor histórico pretende detener la destrucción (…), el valor
rememorativo intencionado aspira de un modo rotundo a la inmortalidad” (ídem), al
eterno presente, al permanente estado de génesis. Las fuerzas destructoras de la
naturaleza (o cualquieras otras acciones –guerra, olvido, hombre…–) “han de ser (…)
combatidas celosamente y sus efectos han de paralizarse una y otra vez” (ídem). “El
postulado fundamental de los monumentos intencionados es, pues, la restauración”,
una restauración continua y continuada en el tiempo para evitar que los monumentos
sean víctimas de los estragos de la erosión y del devenir. “En esta categoría de
momumentos, el conflicto con el valor de antigüedad está dado desde el principio y
de modo permanente” (ídem: 68), no tiene solución. Para los monumentos
intencionados el tiempo no pasa, todo está como el primer día de su inauguración y,
por ello, “El valor de antigüedad es por naturaleza enemigo mortal del valor
rememorativo intencionado” (ídem). No obstante, los conflictos reales en el momento
de restaurar no son demasiados ya que “el número de los monumentos ‘intencionados’
es relativamente pequeño frente a la gran masa de los no intencionados” (ídem) y
porque este tipo de monumentos, por su naturaleza, y salvo cambios bruscos en una
sociedad, se les mantiene en un estado que apenas acusan el paso del tiempo ya que
la restauración supone un proceso de mantenimiento renovado periódicamente.
A modo de resumen, conviene recordar que el valor de antigüedad (VRA) se refiere al
esplendor del tiempo pasado, el valor histórico (VRH) intenta rescatar para el
presente y el valor intencionado concibe las obras para el futuro. Si representamos
estos valores en la teoría de conjuntos obtendríamos un esquema similar al que ya
hemos visto para los monumentos: el valor de antigüedad (VRA) vendría a coincidir
con el de los monumentos no intencionados, el valor histórico (VRH) se superpondría
a al de los monumentos histórico-artísticos (mha) y el valor intencionado (VRI) se
identificaría con el conjunto de los monumentos con idéntico fin.
4.- Los valores de contemporaneidad (VC) o del presente
“Quizás sería exacto decir que los tiempos son tres: presente del pasado,
presente del presente y presente del futuro. Estas tres clases de tiempos
existen de algún modo en el espíritu… el presente del pasado es la
memoria, el presente del presente es la contemplación, el presente del
futuro es la espera.”
San Agustín, s. XII
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4.1.- Necesidades humanas y tipos de valores de contemporaneidad
Siguiendo con el discurso de Aloïs Riegl, el valor de contemporaneidad de un
monumento se basa en la capacidad que tienen ciertas obras del pasado para
satisfacer las necesidades materiales y espirituales de los hombres del mismo
modo que las cubren las nuevas creaciones (Riegl 1903: 71). Los monumentos, por
una parte, siguen siendo útiles (materiales) y, por otra parte, todavía atienden
aspiraciones intangibles (espirituales) de los hombres. Siendo antiguos, siguen siendo
válidos casi como si fueran nuevos. Así pues, “desde el punto de vista del valor de
contemporaneidad, se tenderá (…) a no considerar el monumento” en tanto que
testigo del pasado, “sino como una obra contemporánea recién creada, y a exigir por
tanto también del monumento (viejo) la apariencia externa de toda obra humana
(nueva) en estado de génesis, es decir, la impresión de algo perfectamente cerrado y
no afectado por las destructoras influencias de la naturaleza” (ídem) o cualesquiera
otras como las acciones del hombre en su desidia o abandono.
El valor de contemporaneidad puede surgir, como ya hemos dicho, de la satisfacción
de necesidades tangibles o intangibles. En el primer caso hablamos del valor
instrumental práctico o valor de uso y en el segundo caso hablamos de valor
artístico. Mientras el primer valor se refiere a su función y uso actuales, el segundo
presenta dos niveles diferentes. Aquí cabe distinguir entre el valor de novedad, que
reside en el carácter cerrado de una obra recién creada (obra nueva) y el valor
artístico relativo que se basa en la coincidencia o divergencia de las formas y
mensajes del viejo monumento respecto del gusto artístico contemporáneo (ídem: 72).
El valor de novedad evalúa el estado de deterioro en el presente mientras que el valor
relativo examina los lazos y puentes de resonancia con el pasado, los cuales pueden
ser positivos o negativos.
4.2.- Valor de uso (VCU)
El valor de uso o valor instrumental práctico (de funcionalidad) sería aquel que reside
en las buenas condiciones de disfrute del monumento en la actualidad. Cualquier
edificio antiguo que hoy se utiliza con un fin práctico (sea el originario u otro distinto)
presenta un valor instrumental si se mantiene en un estado tal que no peligra la
seguridad de sus usuarios. Al valor instrumental le es indiferente el tratamiento de
restauración que se le dé al monumento con tal de que no se afecte al cumplimiento
de sus fines. Este valor práctico no hace concesiones al valor de antigüedad: el
envejecimiento que se produzca no debe mermar las condiciones resistentes y de uso.
Numerosos monumentos poseen la capacidad de ser utilizados de modo práctico. En
realidad, existen muy pocas arquitecturas históricas o monumentales que no tengan
un fin práctico, que no estén en uso, lo que evidencia la doble dimensión de la
arquitectura: testigo del pasado y objeto del presente. En palabras de F. Choay, los
monumentos presentan un doble estatus: son dispensadores “de saber y de placer”
(Choay 2007:194). Los monumentos no solo juegan papeles memoriales, sino que
cumplen con objetivos prácticos en la actualidad: se usan y disfrutan cubriendo
necesidades como si de obras nuevas se tratara, por lo que su transformación en
piezas de contemplación (museos de sí mismos) y su sustitución por obras más
modernas carece de sentido en la mayoría de los casos. No nos planteamos la
posibilidad de cambiar todos los monumentos por obras nuevas porque resulta casi
inviable, salvo en casos aislados en los que siempre se podría recurrir al
procedimiento de sustitución, el cual no puede erigirse en un principio universal (pe:
este sería el caso de la Basílica del Vaticano que, resultando pequeña para sus
rituales y feligreses, se decidió sustituir por una nueva de mayores dimensiones al
iniciarse el siglo XVI).
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No obstante, planteemos una hipótesis. Supongamos que se pudieran construir
edificios nuevos equivalentes a los monumentos y dejásemos envejecer a los
históricos, vacíos y sin uso ¿Estaríamos atendiendo al valor de antigüedad como
normalmente lo percibimos? La respuesta sería negativa (Riegl 1903: 75), porque el
abandono de un edificio hace que sobre él actúen de modo más rápido las fuerzas de
la naturaleza ya que la acción del hombre (con el uso) es parte de las mismas (pe: en
una iglesia, el desgaste del suelo, el humo de las velas, los roces y golpes, etc.) y, en
parte, detiene la acción del tiempo gracias al mantenimiento continuo. La ausencia
repentina de uso en un edificio –la muerte en vida– nos provoca una impresión
desagradable similar a la de la destrucción violenta (ídem): edificios vacíos,
deshabitados, abandonados, cadáveres sin hálito.
Del mismo modo que distinguimos entre obras más antiguas y obras más recientes,
“seguiremos diferenciando también, con mayor o menor precisión, entre obras
utilizables y no utilizables” (ídem: 76). “Desde el punto de vista del valor de
antigüedad (…), sólo podemos contemplar y disfrutar de un modo puro las obras
inutilizables, mientras que ante las que están en perfecto estado de uso nos sentimos
(…) molestos sino desarrollan el valor de contemporaneidad”, por lo que exigimos la
validez del uso instrumental, su funcionalidad. Sin embargo, muchos monumentos
históricos han dejado de ser utilizados de modo práctico y ya sólo son museos de sí
mismos (pe: la antigua iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, también Gran
Mezquita de Estambul). Los posibles conflictos entre el valor de antigüedad y el valor
instrumental en caso de restauración se da “en aquellos monumentos que se
encuentran en la línea divisoria que separa los utilizables de los no utilizables” (ídem:
77), como en las ruinas arqueológicas; mientras que los desencuentros entre el valor
histórico y el valor contemporáneo casi siempre se resuelven del lado de mantener en
uso el monumento (ídem). Es muy importante el valor instrumental en los monumentos
para su uso, disfrute y garantía de longevidad para su legado. Sin embargo, algunas
obras de puesta al día (de adaptación a las exigencias actuales como pueden ser de
accesibilidad, confort interior, instalaciones contraincendios, equipos telemáticos, etc.)
entran en conflicto con partes de la obra que son depositarias de valores del pasado
que exigen soluciones de compromiso adaptadas a la actualidad.
4.3.- Valor artístico (VCA)
Dentro de los valores de contemporaneidad aparece el valor artístico, desvinculado de
razones de índole práctica y que se relaciona con motivaciones estéticas. “Todo
monumento posee para nosotros un valor artístico (…) si responde a las exigencias
de la moderna voluntad de arte (Kunstwollen)” (Riegl 1903: 79). Estas exigencias
son de dos clases. La primera exigencia es la que se acusa por las características de
obra cerrada, completa. En otras palabras: “toda obra nueva posee, en virtud de esta
novedad, un valor artístico que se puede denominar valor artístico elemental o
sencillamente valor artístico de novedad” (ídem), el de la obra nueva. La segunda
exigencia vincula el valor artístico contemporáneo con los periodos artísticos
anteriores y se manifiesta en lo que distancia o aproxima el presente del pasado
(las coincidencias o divergencias entre las concepciones estéticas del momento de la
creación del monumento y las posiciones actuales) y “se refiere a la naturaleza
específica del monumento en cuanto a su concepción” (ídem). En cada periodo, las
ideas artísticas son las propias que caracterizan y definen ese momento. A la relación
entre estas ideas y las presentes la denominamos valor artístico relativo “puesto que
por su contenido no representa nada objetivo, de validez permanente, sino que está
sometido a un continuo cambio” (ídem). El valor artístico relativo (contemporáneo)
varía con cada tiempo y sociedad al reflexionar y evaluar cualquier monumento del
pasado en función de la proximidad o vecindad entre los planteamientos y
concepciones artísticas de un periodo y otro. Los juicios resultan, pues, relativos.
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4.3.1.- El valor de novedad (VCAN)
Dado que todos los monumentos, por su antigüedad, acusan el desgaste de la
erosión, difícilmente pueden alcanzar la totalidad del valor de novedad en lo que
respecta a la forma cerrada (acabada o perfecta) de la obra (Riegl 2008: 80). En
general, las obras de arte (los monumentos) suelen presentarse envejecidas y, por
tanto, poco ajustadas a la voluntad del arte moderno que espera obras recién
terminadas, nuevas. La consecuencia de este planteamiento es inmediata: si un
monumento muestra síntomas de vejez, pero coincide con la voluntad de arte actual,
deseamos liberarlo de esos rastros de ancianidad para que presente un acabado
perfecto, no solo quitarle la pátina del tiempo, sino también suprimirle añadidos y
devolverlo a su estado primigenio (caso de las piezas del movimiento moderno que
han devenido icónicas culturalmente). Es evidente que “El valor de novedad se opone
frontalmente al culto al valor de antigüedad” (ídem) ya que es su adversario.
Dado que el valor de novedad se manifiesta en la perfección de lo recién acabado,
esta es la razón por la cual este valor ha sido el valor artístico de las grandes masas
(que admiran el esplendor de lo nuevo), mientras que el valor artístico relativo solo
es accesible a los que tienen formación y cultura estética (ídem: 80-81). Esta actitud
se corresponde con una concepción milenaria “según la cual corresponde a la
juventud una superioridad incuestionable frente a la vejez” (ídem: 81). Sensación que
tiene raíces profundas, ya que la juventud se identifica con salud y vigor, potencia y
energía, frente a la vejez que se identifica con enfermedad y decadencia, a pesar de
la sabiduría y la experiencia, algo que los propios seres vivos manifiestan y mantienen
en sus relaciones sociales: admiración y respeto por ambos extremos –juventud y
senectud– por razones distintas: corazón –fuerza– frente a cabeza –razón–. Fue la
conjunción de los valores de novedad con los valores históricos la que guió la mayoría
de los procesos de intervención en los monumentos en el siglo XIX (la corriente de
Viollet-le-Duc): restauraciones a un origen idealizado para suprimir los síntomas de
ancianidad y devolver a las obras el carácter de obra cerrada, algo que a principios del
siglo XX se puso en cuestión abriendo los caminos para los criterios de la
restauración científica: lo histórico sería histórico, pero lo que faltaba sería nuevo sin
ser falso histórico, sin repetir las formas, sino expresándose con los lenguajes actuales
para establecer un contraste entre los distintos tiempos de intervención.
Este conflicto aparentemente insalvable, “de un lado vemos la valoración de lo viejo
por sí mismo, que condena toda renovación de lo vetusto” y, de otro lado, “la
valoración de lo nuevo por sí mismo, que pretende eliminar todas las huellas de la
vejez como algo desagradable y de mal gusto” (ídem: 82) se supera cuando comienza
a entenderse la obra como un documento histórico en las partes que son antiguas,
no así en las que aparentemente faltan. Este debate se hace más evidente en los
monumentos que no responden a una forma inicial, sino que han sufrido cambios o
ampliaciones (ídem: 85), hecho más que frecuente. Porque ¿a qué estado, época o
estilo habría que devolver el monumento para que presentara el carácter de novedad?
El enfrentamiento entre los partidarios de lo antiguo (no intervenir) o los partidarios de
lo histórico (unidad de estilo) frente a los defensores de la novedad (restauración a
origen) habría de encontrar una salida. De aquí que entre el valor de antigüedad (dejar
pasar el tiempo) y el valor de novedad (el tiempo es presente) se revalorice el valor
histórico como la bisagra que permite el diálogo entre ambos valores extremos:
destacar lo histórico (lo característico de una época, no inventado) frente a los
nuevos añadidos que han de ser contemporáneos. Esta controversia es la base del
restauro scientifico o restauración moderna impulsada por los italianos Camilo Boito
(1836-1914) y Gustavo Giovannoni (1873-1947) cuyas enseñanzas se plasmarían en
la primera Carta del Restauro, la Carta de Atenas de 1931. Desde principios del siglo
XX se consolida la restauración de monumentos como una disciplina científica que
investiga y crea sus métodos de intervención en función de cada caso.
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4.3.2.- El valor artístico relativo (VCAR)
“El valor artístico relativo se basa en la posibilidad de que obras de generaciones
anteriores puedan ser apreciadas no solo como testimonios de la superación de la
naturaleza creadora del hombre, sino también con respecto a su propia y específica
concepción” (Riegl 2008: 91); apreciadas por su forma al margen del tiempo. Para el
valor artístico relativo no cuentan ni la antigüedad ni su representatividad histórica,
sino que se aprecian aquellos rasgos coincidentes o que se apoximan a nuestro
actual entendimiento del arte ya que vibran (o no) en nuestra misma frecuencia (por
lo que nos interesan especialmente). Esto se entiende sencillamente a la luz de los
aconteceres históricos. Por ejemplo: las obras arquitectónicas de la antigüedad clásica
fueron admiradas en el renacimiento, las medievales se revalorizaron en el
romanticismo y en los eclecticismos del siglo XIX, las griegas serían referentes en el
neoclasicismo y este sería fuente de inspiración para la tendenza italiana del siglo XX.
Esta coincidencia en la aparente voluntad de arte hace que, a menudo, valoremos
tanto o más obras de arte surgidas hace muchos siglos por delante de otras actuales
(ídem: 91). Inevitablemente, “valoramos doblemente aquellos (monumentos) con los
que sintonizamos” (ídem: 93) tanto por la sanción estética (coincidencia) como por la
identidad donde nos reconocemos en el pasado (memoria).
Ahora bien, somos conscientes de que los artífices de estas obras pretéritas, al
crearlas, estuvieron guiados por una voluntad de arte específica de su época y distinta
de la nuestra (ídem: 93). Los artistas eran hijos de su momento y reflejaron en sus
trabajos el sentir de su sociedad y de su cultura. Que unas obras hayan sido valoradas
más o menos en su tiempo o hayan sido mejor o peor consideradas con posterioridad,
pone de manifiesto que no podemos reivindicar para nosotros (y, por extensión, para
cualquier otra generación) “el papel de jueces más justos” de lo que fueron los críticos
contemporáneos de los artífices (ídem: 92). Dado que aceptamos como ‘moderno’ el
culto a los monumentos del pasado (y del presente), ello implica la tesis de que los
valores artísticos son relativos y dependen de la ‘voluntad de arte’ de cada época;
una voluntad de arte en un sentido doble y complementario: la voluntad al ‘hacer
presente’ y la voluntad de ‘valorar el pasado’. De aquí que este valor artístico
presente dos acepciones en cada momento del ahora: una negativa y otra positiva.
Entendemos el valor artístico en su acepción negativa cuando el monumento en
cuestión no coincide con nuestro actual entendimiento de arte, lo que produce un
rechazo ante un supuesto ‘desagrado’ que podría conducirnos a exigir su eliminación.
No obstante, dado que sabemos del valor relativo de nuestras pulsiones en cada
tiempo, aceptamos estos monumentos como representantes de un determinado
momento artístico del pasado, piezas valiosas para entender la evolución humana, por
lo que se les considera y respeta. Sirva de ejemplo que en la actualidad, las obras del
barroco (siglos XVII-XVIII), por sus excesos formalistas (horror vacui), se ven más
como agonía y opresión que como virtuosismo y exuberancia, de modo que no
sintonizan enteramente con nuestra sensibilidad, más austera y depurada.
Por otro lado, entendemos el valor artístico en su acepción positiva cuando la obra
pretérita coincide con nuestros intereses contemporáneos aunque solo lo sea en parte.
Esta voluntad de arte se evidencia en que “a menudo valoramos obras de arte
surgidas hace muchos siglos de un modo superior a las contemporáneas” (ídem: 91).
Aunque estas obras son distintas de las actuales en su proceso de creación,
presentan ciertos rasgos (sobre todo formales) que las acercan a nuestro entender de
arte; es decir: nos atraen y seducen porque se nos presentan como eslabones
anteriores en el tiempo de las obras que ahora nos interesan y, por tanto, vibran en
nuestra misma frecuencia porque parece que anticipasen el futuro.
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5.- Monumentos y valores: inventarios, guías y catálogos
Alcanzado este momento quizás convenga realizar un resumen de todos los valores
expuestos de los que son portadores los monumentos (histórico artísticos) o bienes de
interés cultural (de tipo inmueble) para, a continuación, traer a colación otros valores
(de índole económica) y la aplicación práctica de los valores vistos en los catálogos de
bienes protegidos del planeamiento municipal
5.1.- Resumen de valores y otros valores
De un modo muy elemental resumimos los valores de los monumentos (VM)
enumerados por Aloïs Riegl para los monumentos y que resultan:
-VR (valores Rememorativos o del PASADO)
1.- VRA: valor de antigüedad (el paso del tiempo: lo viejo y la ruina)
2.- VRH: valor histórico (cultural, artístico, cronístico)
3.- VRI: valor monumental intencionado
-VC (valores Contemporáneos o del PRESENTE)
1.- VCI: valor de uso (o valor instrumental práctico)
2.- VCA: valor artístico (en relación a nuestra voluntad de arte: kunstwollen)
2a.- de novedad (VCAN: elemental de obra cerrada, completa, perfecta)
2b.- relativo (VCAR: sentidos: negativo -respeto, positivo –vibración-)
Esta escala de valores, según F. Choay, es la que hay que tener en cuenta en relación
a los problemas que se plantean a la hora de intervenir en un monumento y qué
valores han de ser los que se primen en una actuación arquitectónica, “Riegl muestra
(…) que estos conflictos no son irresolubles y que, en realidad, dependen de compromisos, negociables en cada caso particular en función del estado del monumento y del
contexto social y cultural en el que se encuentra” (Choay, 144). Por lo tanto “funda una
concepción no dogmática y relativista del monumento histórico, en armonía con el
relativismo que él ha introducido en los estudios del arte” (144). Pero es más, Riegl
insinúa que “en la sociedad en transición en la que vive, el valor de antigüedad tiende
a investir el espacio social tradicionalmente ocupado por la religión” ya que “ese es el
sentido que toma el término “culto” del título de su obra” (Choay 2007: 144). Esta
afirmación tiene toda su lógica: el ‘arte’ (que, en parte, no se puede ver), concentrado
en los monumentos que proceden del pasado (portadores de valores rememorativos),
está desplazando a la religión, y los espacios y lugares para el arte (arquitecturas y
museos) son el equivalente a las arquitecturas para el culto al más allá, solo que ahora
cargados de sentimientos de emoción y añoranza del pasado o de vibración
contemporánea. Se sustituye un culto por otro, o una religión por otra, quizás, con más
datos históricos que se someten a revisión y nuevas interpretaciones, pero que crea
sus propias sendas de peregrinación hacia lugares sagrados que lo son, tanto o más,
en función del espectro social interesado en dichas piezas o lugares: culto o popular.
Ahora bien, la escala y niveles que plantea Riegl lo son para los valores históricos
(pasado) y artísticos (presente), es decir, sociales de los monumentos (y, por
extensión, de todo el patrimonio arquitectónico). Si nos preguntásemos acerca del
‘valor’ o ‘precio’ de un inmueble patrimonial (¿cuánto vale la arquitectura?)
recalaríamos en los territorios de lo crematístico y lo económico: en el mercado
inmobiliario que habría que a tener en cuenta. En este caso, y sin pretender agotar el
tema, abordaríamos tres niveles: el valor de reposición (o valor material), el valor de
localización (o situación) y el valor de expectativa (o de futuro), los cuales llegan a
superponerse. El valor (precio) de reposición sería el coste de volver a ejecutar la
obra, es decir: el sumatorio de los precios de los medios materiales y humanos (así
como de los costes indirectos y de otros gastos) necesarios para su restitución (coste
objetivo para un momento dado). De hecho, esta es la cifra de referencia que se utiliza
para la declaración de ruina de un inmueble: si al calcular su valor (con la depreciación
por antigüedad o vejez), este resulta menor del 50% de su valor de reposición, se
declara la ruina del inmueble.
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Sin embargo, todos sabemos que, por ejemplo, una misma vivienda de igual superficie
y de idénticas calidades de acabados no vale lo mismo, sino que sus precios están en
función de su situación en la trama de la ciudad. Aparece, pues, un segundo valor (que
se adhiere a cualquier valor de reposición de un inmueble) que resulta de repercutir el
valor del suelo, el cual depende de la ubicación en la ciudad del solar y del inmueble.
Dependiendo del barrio, plaza, calle y de los servicios, transportes y calidad ambiental,
unas repercusiones serán mayores que otras. No vale lo mismo un inmueble
recayente sobre un paseo céntrico bien comunicado que uno similar ubicado en un
barrio degradado y apartado de la misma ciudad. Por último, también viviendas
similares localizadas en una misma calle, incluso medianeras, pueden presentar
precios muy distintos: una situada en un edificio de tres plantas y otra situada en un
edificio de ocho plantas, en función de la calificación urbanística que otorgue el plan
general. O el valor puede variar en función de las noticias que se conozcan de los
sucesos futuros que se avecinan y que pueden revalorizar una zona o degradarla. En
este tercer caso referiremos el valor de Expectativa o futuro y que actúa sobre
cualquier bien. No obstante, conviene recordar que, si bien este tipo de valores (más
bien precios) deben tenerse presentes en el momento de incluir elementos
patrimoniales en los Catálogos de Bienes Protegidos, en ningún caso representan los
valores culturales o sociales del patrimonio arquitectónico. Hoy en día, el abanico de
valores de los monumentos se ha ampliado para incluir otros valores como el
etnográfico, el medioambiental, el ecológico o el paisajístico, entre otros.
5.2.- Inventarios, guías y catálogos
El lugar donde se hacen valer los ‘valores del patrimonio’ es en los inventarios, guías y
catálogos de bienes protegidos (CBP), especialmente en estos últimos que es el
documento de planeamiento municipal donde, en cierto sentido, se materializan estos
valores culturales y sociales que decidimos conservar para las generaciones
venideras. Los Catálogos (que son un instrumento legal de compromiso y protección)
se presentan con una Fichas para cada obra a proteger y conservar donde se
registran (individualmente): 1) los valores por las que se consideran y 2) el nivel de
protección (integral o parcial), donde se suele especificar: a) los elementos
fundamentales a conservar, b) las posibilidades de intervención (límites) y c) los usos
compatibles con el bien en cuestión. De algún modo, cada generación construye su
pasado eligiendo las obras a preservar. Esta tarea que, en principio, se plantea
como sencilla por lo que respecta a las obras que podríamos identificar como
arquitecturas históricas, no resulta tan evidente cuando se trata de arquitecturas
modernas. Aunque los movimientos proteccionistas del patrimonio arquitectónico y
urbano se forjaron a lo largo del siglo XIX, el interés por la protección de la arquitectura
moderna del siglo XX no es algo que surja en paralelo con ella. Los autores de esta
arquitectura estaban muy ocupados en hacer valer sus propuestas. Una arquitectura
moderna que tenía en su ‘gén-esis’ la condición de obsolescencia, padecía el
síndrome ‘pabellón de Paxton’: de seis meses a seis lustros de vida útil. La
arquitectura duraba menos que la vida de sus constructores y este era un nuevo
leitmotiv que sí afectaba al concepto de patrimonio. El interés por salvaguardar las
obras modernas comienza a aflorar en los medios intelectuales cuando se constata
que muchas de las ejemplares o han desaparecido o presentan un avanzado estado
de deterioro e incluso ruina.
Procedía proteger para lo que se hace necesario, antes que nada, conocer la
arquitectura moderna. Porque si no se conoce no se puede valorar en su justa medida.
Por lo tanto, si en nuestra actual cultura posmoderna se considera relevante la
conservación del legado moderno, resulta extremadamente valiosa la información de
la producción realizada. La mejor protección se inicia con un extenso y amplio
conocimiento de aquello que se ha habitado. Dado que lo que se pretende proteger es
algo que existe, la primera labor de todo equipo de investigación es descubrir aquellas
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obras que siguen en pie y en qué estado se encuentran. Por lo tanto, el primero de los
trabajos que se ha de acometer para decidir qué puede ser protegido es inventariar –al
máximo posible– el patrimonio arquitectónico moderno. Debe, pues, elaborarse un
listado exhaustivo. El inventario es siempre de los ‘objetos’ o ‘cosas’ que existen.
Inventario es una palabra sugerente que alude a ‘colección de inventos’, una extraña
colección. Sin embargo, el diccionario lo define como el “asiento de los bienes y
demás cosas pertenecientes a una persona o comunidad, hecho con orden y
precisión”. E invento viene definido como “acción y efecto de inventar”, lo cual no es
otra cosa (ni más ni menos) que “hallar o descubrir algo nuevo o desconocido”. Las
tres acepciones unidas casi definen el objeto de nuestro primer trabajo: realizar el
inventario del patrimonio de la arquitectura moderna. Inventario como la colección
exhaustiva de obras descubiertas que constituyen los bienes de una comunidad y las
huellas de su cultura.
Todo inventario, o listado de bienes, requiere de una investigación de archivo,
hemeroteca y biblioteca, que sólo es un punto de partida. Dado que en lo publicado
no está todo, se requiere la confirmación de los hechos: el trabajo de campo (ambas
son fases paralelas y simultáneas). No hay que olvidar que la arquitectura moderna ha
contribuido a mejorar, sensiblemente, las condiciones de trabajo, hábitat, formación
y esparcimiento de las personas y ha pretendido ayudar a disminuir las diferencias
‘sociales’ entre los ciudadanos. Se trata de una arquitectura fundamentalmente
urbana redefiniendo la ciudad Por ello, se impone reconocer los territorios por
aproximaciones. La investigación se realiza a partir de los vaciados de los medios
impresos que esbozan los primeros mapas de trabajo. La visita a los artefactos en su
‘sitio’ es imprescindible para verificar aquellos valores culturales, históricos, artísticos y
arquitectónicos que permanecen. La realidad física debe contrastarse con los
documentos de archivo porque la realidad prevalece sobre ‘los textos’. De este modo
se genera una cadena de investigación que se retroalimenta dando lugar a nuevos
conocimientos porque se verifican los datos de partida y se incorporan hechos que
eran desconocidos hasta la fecha. Conviene señalar que los restos de los vaciados (de
archivos), que no constituyan hechos arquitectónicos o urbanos, generan un inventario
“b”. Este es otro inventario patrimonial también de bienes: el de los documentos, el
patrimonio gráfico.
El fin de los inventarios es el de suministrar listados lo más completos posibles del
patrimonio que sirvan de base a la ulterior fase de la valoración para su catalogación.
Solo con un conocimiento pormenorizado de la obra se dispondrá de los datos
suficientes para, primero, apreciar individualmente y, segundo, valorar en el panorama
coetáneo como pasos previos a la selección. No hay protección posible que sea
respetuosa con el pasado si no parte de un riguroso inventariado. Los inventarios son
la base de las guías y de los catálogos. Las guías de arquitectura moderna son un
producto más de nuestro contexto cultural posmoderno y es inevitable cierta
intencionalidad turística en toda guía. Sin embargo, las guías no son inventarios, son
un instrumento más sintético e intencionado. Según el diccionario derivan del verbo
‘guiar’ y son “aquello que dirige o encamina”. En medio de la confusa topografía trazan
una vía, un itinerario que conduce a algún lugar. Las guías pues, tienen mucho de
geográfico, sea en el espacio o en el tiempo. Constituyen una selección del ‘inventario’
que deviene en hitos para surcar un territorio, ya que nos acompañan a la vez que nos
descubren dirigiendo la atención.
Las guías, como su significado etimológico indica, se elaboran con el fin de conducir
intencionadamente la mirada y el conocimiento. Es decir: se conciben “como un
mapa: un nuevo dibujo orientativo para explorar y reformular un determinado paisaje
físico y cultural” (Gausa 2001). Se ha de estar atento a las particularidades de los
acontecimientos que han desencadenado los hechos arquitectónicos y urbanos que
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singularizan la geografía estudiada. Algunos autores (Gausa 2001) refieren estas
especificidades temáticas como ‘momentos’ (hechos en el tiempo) y ‘paisajes’
(escenarios urbanos). Inventarios –entendidos como vaciados rigurosos contrastados
con la realidad– y guías –ejecutadas con una cierta intencionalidad que construyen
nuevos paisajes culturales con los que entender nuestro patrimonio– son las bases de
los catálogos de protección. Pero la catalogación supone un nuevo salto
dimensional. En cierto modo podríamos considerar que los inventarios presentan dos
dimensiones: las de las superficies donde se documentan. Siguiendo este
razonamiento, las guías presentan ya tres dimensiones: las del espacio urbano. Y los
catálogos de protección del patrimonio suponen un compromiso de conservación más
allá del momento presente, por lo que la dimensión tiempo adquiere su verdadero
significado.
Catálogos, según el diccionario, son la “relación ordenada en la que se incluyen o
describen de forma individual libros, documentos, personas, objetos, etc., que están
relacionados entre sí”. Procede del latín y significaba “lista, registro”. En tanto que
lista o listado, cualquier catálogo emparenta con inventario. En tanto que relación
ordenada, puede llegar a describir un itinerario, una guía en cierto modo. Pero un
catálogo es más que una lista de bienes (muebles o inmuebles) ordenados. Todo
catálogo tiene asociado un fin utilitario ya que constituye un registro. Los inventarios
requieren de un conocimiento profundo y de un reconocimiento in situ. No existe
una auténtica guía sin un trabajo previo de inventariado y un trabajo de campo de
confirmación. El catálogo es un trabajo a posteriori que carece de una sólida estructura
de sostén sino se apoya en un exhaustivo inventario. Por lo tanto, parece que el orden
de los trabajos encaminados a la “protección” comience por el inventario (extenso y
amplio) del cual se extraen guías (direccionales) de las que, por último, se sintetiza
una determinada selección en los catálogos. Este proceso, que tiene su origen en la
Ilustración (s. XVIII) y se consolida con el positivismo científico (s. XIX), supone un
modo de conocimiento que implica los siguientes pasos: 1º descubrir y valorar; 2º
inventariar y clasificar ordenadamente; 3º estudiar y conocer de manera sistemática
y 4º proteger de acuerdo con el contexto (Choay 2007). A este proceso, si decidimos
conservar y trasmitir a las próximas generaciones, hemos de sumar un 5º) intervenir
la obra en función de la protección fijada. El fin último de los inventarios, de las guías y
de los catálogos, es la de mantener viva la memoria de nuestra cultura, de hacer
presente nuestro pasado rescatando las obras con las que nos identificamos y que
decidimos conservar. Cómo conservarlas o ponerlas de nuevo en uso es una cuestión
que se adentra por otros caminos: los de los criterios de intervención que en cada
época son un reflejo de su propia cultura y que nos ocupará en el tema siguiente.
Resulta interesante cuando esta acción de inventariado, selección y catalogación se
realiza en lugares con una cultura muy distinta de la occidental en donde procede
adaptar este método de investigación (de barrido y clasificación) a las condiciones
propias de los valores de aquella sociedad, sin imposición de nuestros valores.
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1516CA6_Composición Arquitectónica 6_Arquitectura_EPS-UA_A.MartínezMedina – [email protected]
5.3.- Bibliografía básica y fuentes
A continuación se referencia una bibliografía básica y en negrita los libros más usados:
-Calduch, J., 2002, Memoria y Tiempo, Club Universitario, Alicante
-Carta de Cracovia, 2000, rev. Cuadernos del Patrimonio, nº 5
-Choay, F., 2007 [1992], Alegoría del patrimonio, Gustavo Gili, Barcelona
-Gausa, M.; Cervelló, M.; Pla, M., 2001, BCN, Barcelona: Guía de Arquitectura Moderna, ed.
Actar, Barcelona
-González-Varas, I., 2008 [1999], Conservación de Bienes Culturales. Teoría, historia,
principios y normas, ed. Cátedra, Madrid
-González Varas, I., 2015, Patrimonio cultural. Conceptos, debates y problemas, Cátedra,
Madrid
-Luengo, A.; Rössler, M., 2012, Paisajes Culturales del Patrimonio Mundial, ed. Ayuntamiento
de Elche, Alicante
-Martínez-Medina, A.; Gutiérrez Mozo, M.E., 2014, “"Herramientas para la protección de la
arquitectura moderna: inventarios, guías y catálogos", en Rubio Medina, L.; Ponce
Herrero, G. (eds.), Escenarios, Imaginarios y gestión del patrimonio, ed. UAMXochimilco y UA, Alicante
-Riegl, A., 2008 [1903], El culto moderno a los monumentos: caracteres y origen,
Machado Libros, Madrid
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