Catalogo Pintura Parlamento_Catalogos

Figuración
extremeña
en la colección del Parlamento
PALACIO DE CAMARENA
C/ General Ezponda, 9, Cáceres
junio 2015
PARLAMENTO DE EXTREMADURA
Presidente
Fernando J. Manzano Pedrera
Vicepresidenta primera
Consuelo de Fátima Rodríguez Píriz
Vicepresidente segundo
Juan Ramón Ferreira Díaz
Secretario primero
Alejandro Nogales Hernández
Secretaria segunda
Ana Belén Fernández González
Letrado mayor y secretario general
Francisco Javier Ciriero Soleto
Catálogo:
© Introducción y textos críticos: Moisés Bazán de Huerta
© Juan Barjola, Eduardo Naranjo, VEGAP, Badajoz, 2015
Edita: Parlamento de Extremadura
© de esta edición:
Parlamento de Extremadura
Departamento de Publicaciones
[email protected]
www.asambleaex.es
Plaza de San Juan de Dios, s/n
06800 Mérida
Coordinación del catálogo y exposición: Pilar Mayoral Rosas
Diseño y maquetación: Juan José Pedrosa González
Fotografía de la obra: Boni Sánchez
Montaje: Antonio Delgado Humanes
ISBN: 978-84-96757-63-9
Depósito legal:
Imprime:
Impreso en España
El Parlamento de Extremadura y el Ateneo de Cáceres desean
hacer constar su agradecimiento a Moisés Bazán de Huerta por
su colaboración desinteresada en este catálogo.
PRESENTACIÓN
El Parlamento de Extremadura es la institución regional que representa en mayor medida la esencia
del pueblo extremeño, al albergar la voluntad de todos y cada uno de sus ciudadanos.
De este carácter representativo de la Cámara regional nace la necesidad de establecer una estrecha
relación con la sociedad y con todas aquellas instituciones, organismos y asociaciones que de ella emergen.
Una proyección social que las sucesivas presidencias de esta Cámara han asumido y que tiene entre
sus principales objetivos el mantener una intensa actividad cultural basada en el fomento, la difusión y la
promoción artística.
Como consecuencia de esta actividad, el Parlamento se ha situado entre las principales instituciones
culturales de Extremadura y su patrimonio artístico es un testigo de la evolución del arte en nuestra
región.
Para esta exposición, a propuesta del Ateneo de Cáceres, el Parlamento de Extremadura ha cedido
parte de su fondo pictórico, que pertenece a todos los extremeños, para organizar una muestra protagonizada por los principales referentes de la figuración extremeña.
Hablamos de artistas de la talla de Eugenio Hermoso, Covarsí, Barjola, Narbón, Pedraja, Cañamero,
Vega Ossorio o Naranjo, que pertenecen a diferentes generaciones y lenguajes artísticos y cuya maestría
les ha llevado a obtener reconocimiento a nivel nacional e internacional.
Comparten, eso sí, el hecho de haber nacido en Extremadura o haber trabajado en la región, así como
el ser máximos exponentes de las corrientes artísticas de su época. Son nombres ilustres y consagrados, un
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elenco de artistas plásticos de indudable calidad cuyas obras cedemos temporalmente al Ateneo de
Cáceres, siendo conscientes de su buen hacer como institución catalizadora de una importantísima actividad
política, económica y artística.
Fernando Jesús
MANZANO PEDRERA
Presidente del Parlamento de Extremadura
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FIGURACIÓN EXTREMEÑA EN LA COLECCIÓN
DEL PARLAMENTO
Moisés
BAZÁN DE HUERTA
Universidad de Extremadura
El Parlamento de Extremadura atesora una importante colección de obras de arte, gestada en diversos
momentos de la institución. Corre en paralelo a las adquisiciones realizadas por el gobierno autonómico y
las diputaciones provinciales, además de los museos creados al efecto.
La transición democrática generó a nivel nacional una vertiginosa carrera por dotar a las capitales de
centros avanzados de arte contemporáneo, en una rivalidad que venía con frecuencia avalada por arquitectos “de firma” y a veces más orientada a una operación propagandística que a un discurso consecuente
y viable. Fue loable en cualquier caso que las entidades políticas modernizaran sus criterios de actuación y
se abrieran a propuestas que durante muchos años habían permanecido flagrantemente ignoradas. El proceso, insólito en la historia española, generó algunas pautas miméticas, donde las firmas entonces reivindicadas se repetían una y otra vez, pero también contribuyó a la recuperación de artistas locales en la búsqueda de una cierta identidad cultural.
En ese marco, es el papel de las máximas instituciones como el Gobierno de Extremadura y en concreto el Parlamento el que nos interesa ahora. Desde mediados de los años ochenta la Asamblea de
Extremadura fue adquiriendo obras de arte, en principio de figuras consagradas de los siglos XIX y XX, con
especial atención al movimiento regionalista. Ello dio paso en los noventa, a través de un consejo asesor, a
artistas vivos con trayectoria reconocida en el panorama local, nacional o internacional, a los que se organizaron exposiciones monográficas, con cuidados catálogos y que conllevaban la adquisición de obra. Tras
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una etapa menos activa, en 1998 se abrió una convocatoria para decorar el nuevo edificio que produjo
una considerable ampliación de fondos, aunque menos selectiva y más heterogénea. En fechas más próximas, las adquisiciones realizadas en Foro Sur y certámenes propios como la Bienal Extremeña de Artes
Plásticas han contribuido a actualizar dicho conjunto.
Ha pasado suficiente tiempo como para valorar el relevante papel que la colección tiene en el panorama artístico extremeño. El proceso de catalogación y estudio crítico elaborado entre 1997 y 1998 por
un grupo de historiadores del arte, entre los que me encontraba, no se vio finalmente plasmado en una
publicación definitiva, que aún hoy sigue siendo necesaria. Pero en esa dirección hay que destacar las
experiencias dirigidas y comisariadas por la catedrática María del Mar Lozano Bartolozzi, plasmadas en
los catálogos de las exposiciones itinerantes Arte en Democracia (2005) y El pulso del arte contemporáneo
(2008), en las que tuve oportunidad de participar junto a Javier Cano Ramos; y más recientemente en la
inteligente revisión Encuentro y diálogo. Colecciones de artes visuales del Parlamento y del Gobierno de
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Extremadura (2013), que ha posibilitado el resituar algunas de las tendencias y temáticas dominantes en
la colección.
Una nueva iniciativa, aunque limitada, se suma a estos precedentes, tras el convenio suscrito por el
Parlamento de Extremadura para difundir sus fondos artísticos en sucesivas exposiciones en el Palacio de
Camarena de Cáceres. Se cumple con ello el deseo de otorgar visibilidad a un patrimonio en gran medida
desconocido por el público. El proyecto permite además reutilizar un espacio céntrico y accesible, que cuenta con una trayectoria expositiva prolongada, aunque no se haya desarrollado con regularidad. La sede del
Colegio de Arquitectos comparte desde 2014 espacio con el Ateneo de Cáceres, y este hecho ha intensificado la actividad cultural del centro, buscando una mayor conexión con el ciudadano.
Fruto de este acuerdo fue una primera muestra que ese mismo año dio a conocer parte de los fondos
fotográficos de la colección del Parlamento, acompañada por un catálogo con textos de Francisco Manuel
Sánchez Lomba. En ella pudieron verse obras de once creadores que a través de distintos formatos, técnicas y
planteamientos, revelaban las amplias posibilidades de un ámbito tan rico y multiforme como el fotográfico.
Son ahora la pintura y el grabado los protagonistas de la muestra. En la selección de piezas realizada
por el Parlamento se ha apostado por tendencias figurativas, condicionadas además por factores de disponibilidad y adecuación al espacio utilizable. Faltan por tanto algunas de las propuestas actuales más innovadoras, y también la presencia femenina, que serán objeto previsiblemente de próximas convocatorias.
Con todo, podemos percibir en dicha selección rasgos identificativos que nos van a permitir organizar un
cierto hilo discursivo. Los autores son todos extremeños o muy estrechamente vinculados con la región, y
encarnan diversas formas de concebir esa presencia figurativa, adaptada a determinadas épocas, movimientos, géneros o técnicas artísticas.
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EL REGIONALISMO. HERMOSO Y COVARSÍ
El Regionalismo es el marco que agrupa a los dos pintores que abren cronológica y estilísticamente la
muestra. El espíritu de la Generación del 98 late en el origen de este fenómeno. La pérdida de las colonias
conllevó una revisión de la historia de España y una mirada hacia el interior, recuperando nuestras señas
de identidad en una doble dirección. Una más pesimista, que no oculta lo marginal y las tradiciones más
rancias ancladas en el pasado (Solana encarnaría su vertiente más expresiva); junto a otra que explota los
tópicos folcloristas y el costumbrismo rural y laboral (Zuloaga, los Zubiaurre o incluso el personal simbolismo
de Romero de Torres).
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En Extremadura, Eugenio Hermoso (Fregenal de la Sierra, 1883-Madrid, 1963) representó la versión
más genuina de este movimiento, con el que alcanzó proyección nacional, refrendada por la Primera
Medalla en la Exposición Nacional de 1917 y la Medalla de Honor obtenida en 1948. Su pintura ofrece
un mundo rural idílico, poblado por muchachas orondas y sonrientes, ajenas a las duras condiciones reales
que vivía el campo extremeño. En un principio son personajes arquetípicos, aunque a veces se apoyen en
el retrato, pero evolucionarán con el tiempo hacia una factura algo más libre. Aun así, Hermoso encarna la
vertiente más académica y tradicional de nuestra pintura (bien reflejada en su autobiografía, escrita bajo el
seudónimo Francisco Teodoro de Nertóbriga), sólo rota por algunas incursiones simbolistas y su sorprendente serie Nertóbriga, en la que se permitió dar rienda suelta, con modos expresivos, a un componente
más irónico y caricaturesco.
La obra que lo representa en esta exposición sigue su línea más identificativa. Se inspira en una leyenda frexnense, que narra el amor imposible de dos jóvenes, a cuya relación se oponen los padres de ella.
Mientras el campesino esperaba a la muchacha junto a una fuente, fue asesinado y ella al encontrarlo, rota
de dolor, moriría poco después. Sus padres, arrepentidos, acordarían enterrarlos juntos en las cercanías del
lugar, naciendo de su tumba un almendro. Una fuente en la localidad preserva aún hoy la evocación de tan
conmovedor relato.
Sin embargo, nada de esos dramáticos sucesos se percibe en la versión del pintor, que se limita a mostrar a los protagonistas carentes de toda acción. Los cuadros de hecho fueron pintados y enmarcados de
forma autónoma, y así fueron adquiridos por la Asamblea, aunque posteriormente se montaran como un
díptico que comparte un gran marco común con un listón vertical separador en el centro. Esta situación
explica que su percepción actual resulte singular y parezca fruto de refecciones, por cuanto la continuidad
entre los lienzos sólo se aplica en la mitad superior, mientras la zona central se corta de manera brusca en
la propia fuente. De esta forma, la pareja muestra una cierta independencia en su tratamiento y de hecho
no existe comunicación entre ambos. Posan de forma elegante y pausada, como haciendo un alto en sus
labores para mostrarse al espectador. Son jóvenes hermosos y recatados, buen exponente de esa evocación
arcádica, ausente del más mínimo carácter reivindicativo. Técnicamente es una obra de impecable factura,
con dibujo minucioso y una pincelada que otorga corporeidad a las figuras por medio del sombreado, dentro de una gama cromática de cálidas armonías, donde las gradaciones de rojo integran distintas zonas
entre los colores de la tierra.
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Eugenio Hermoso (1883-1963). “María con el cántaro” y “Campesino Miguel”. 1921.
Óleo sobre lienzo. 185 x 100 cm cada uno.
Adquiridos en 1993. Restaurados.
Junto a Eugenio Hermoso, Adelardo Covarsí (Badajoz, 1885-1951) representa la esencia del movimiento regionalista. Aunque se formó en Madrid, su vinculación con Extremadura es plena y continuada
desde su asentamiento en Badajoz, donde ejerció como docente y gestor cultural, militando activamente en
la protección del patrimonio artístico. Obtuvo con ello una posición relevante en los círculos decisorios de
la actividad cultural extremeña, en relación directa con la alta burguesía y la aristocracia rural que constituyeron su principal clientela.
Es Covarsí un pintor realista, de buena formación, enriquecida por los viajes y fiel a modos tradicionales. Sus temas se orientan hacia el costumbrismo, el paisaje y las escenas cinegéticas, con un lenguaje
plástico sobrio y viril que complementa el tono más afable de la pintura de Hermoso. La influencia de su
padre, experimentado montero, hizo nacer muy pronto en Covarsí la afición por el mundo de la caza. El
tema define de hecho lo más significativo de su pintura: aparece en los cuadros de amplias llanuras, donde
los diminutos cazadores y animales se integran armoniosamente con el paisaje; pero también en los grupos
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que descansan en primer plano, como en su obra “El montero de Alpotreque”, que obtuvo Primera Medalla
en la Exposición Nacional de 1948.
“El guarda del coto” se inscribe en esta segunda opción, decantándose ya hacia el género del retrato, al dar protagonismo a un único personaje que posa solemne ante el pintor. Su imponente imagen
podría equipararse en una singular trilogía al cuadro “El Señó Feliciano” (1907), de Eugenio Hermoso,
y el mucho más realista “Jornalero” que José Pérez Jiménez pintara el mismo año en Segura de León.
Como en ellos, la figura, de tamaño natural, ocupa todo el lienzo, y el marco, muy estrecho, se adapta
a su posición erguida. Adquiere así una presencia monumental, que sólo deja entrever aspectos parciales
del paisaje de fondo en tonos violáceos. Es un tipo de carácter, con un físico recio y una mirada franca,
fija en el espectador. Su proximidad permite apreciar los detalles de su atuendo, cuidados al máximo,
como es habitual en el autor. Lleva un sombrero de ala ancha en una mano y en la otra una escopeta;
cartuchera, cuchillo, unas botas altas de cuero y una capa de cuadros dispuesta airosamente. Con su
vigoroso empaque y sencilla honradez, la imagen aparece como prototipo de una Extremadura rural,
que el artista realza con oficio verista y minuciosa factura, y que le valdría el primer premio en la
Exposición Internacional de Panamá en 1916. Este cuadro abrió la política de adquisiciones artísticas de
la Asamblea de Extremadura.
Adelardo Covarsí es un pintor fascinado por el paisaje; sabe apreciarlo, sentirlo y describirlo, tanto
por escrito (remito a los emotivos textos de su libro Italia. Impresiones de viaje por un pintor) como plásticamente, hasta el punto de convertirse en tema casi obsesivo, recreado en múltiples versiones. De un vibrante impresionismo en sus primeras obras, acentuado en su viaje a Italia, evoluciona hacia un realismo que
parte de la visión efectiva para elevarla con prisma personal. Sus impresiones, captadas primero en apuntes
y pequeños cuadros abocetados, son luego completadas en el estudio, pero sin perder inmediatez y capacidad evocadora.
La luz crepuscular surge en la obra de Covarsí en fecha temprana, y le sirvió, con “Atalayando”, para
obtener una Mención Honorífica en la Exposición Nacional de 1906. Desde entonces reaparece con frecuencia, y es que la hora del atardecer, casi nocturno, emana unas tonalidades malvas, rojizas y anaranjadas que resultan especialmente atractivas. El pintor asocia en “Crepúsculo” este efecto lumínico a una
composición sencilla, en la que un grupo de árboles recorta su silueta ante el ocaso. Nota singular es la
presencia de un listón vertical de madera que oculta la unión de dos lienzos, pues en realidad se trata un
díptico, aunque el resultado se muestre en continuidad. Este recurso parece simular un ventanal abierto al
paisaje. El cuadro va aparejado en la colección del Parlamento a otro de similar factura bajo el título
“Fantasía”, una evocación de tintes románticos y tonos fríos que se despliega en planos degradados afrontando nuevos retos lumínicos.
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Adelardo Covarsí (1885-1951). “El guarda del coto”. 1914.
Óleo sobre lienzo. 173 x 80 cm. Adquirido en 1985. Restaurado.
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Adelardo Covarsí (1885-1951). “Crepúsculo”. Años 20.
Óleo sobre lienzo. 110 x 96 cm. Adquirido en 1990.
LA FIGURACIÓN EXPRESIONISTA. BARJOLA Y
NARBÓN
La alternativa a la figuración realista y tradicional la ponen los dos próximos pintores, que destacan
en nuestro panorama por la modernidad y solidez de su lenguaje plástico. Ambos, desde una óptica muy
personal, encarnan una neofiguración expresionista, con una mirada menos complaciente hacia el entorno
que les rodea. Juan Barjola (Torre de Miguel Sesmero, 1919-Madrid, 2004), en concreto, desdeñaría su
aprendizaje en Badajoz con Adelardo Covarsí, buscando en Madrid nuevas oportunidades para afianzarse
como artista. A la enseñanza académica impuso una sensibilidad más libre, que nunca permaneció ajena
a los aspectos más duros y marginales de la sociedad.
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El cuadro “La tribuna” lo inscribe de lleno en el realismo social contestatario propio de los años sesenta, encarnado también por pintores como Genovés, Canogar, Ibarrola o desde otra óptica el Equipo
Crónica. Su estilo directo y rotundo, sin ambages, corre paralelo a los niños de suburbio, las escenas de
guetos y los violentos paredones con asesinatos policiales que identifican su pintura en el cambio de década.
Aquí la escenografía es menos elocuente, más austera, pero la contundencia de los protagonistas, entre
incómodos colores complementarios, refleja con igual dureza la imagen del político frío e impasible, sustentado por militares de gafas negras en inequívoca alusión a las dictaduras represoras y la violencia institucionalizada.
En su estilo posterior se perciben huellas de la autonomía cromática del Fauvismo, la fragmentación
cubista, las secuelas surrealistas de Arshile Gorky o Matta y las distorsiones de Francis Bacon; pero lejos de
ser un deudor de influencias, Barjola consiguió urdir con esos mimbres un lenguaje plástico personal e
inconfundible. Lo plasmó en cuadros con resonancias del mundo rural, de su infancia con pájaros y perros
abandonados; personajes y retratos apócrifos de extraña apariencia; dramáticas crucifixiones de índole
picassiana; o impactantes tauromaquias, abigarradas y violentas.
El cuadro de 1986 “Matadero” es una de las diversas versiones sobre el tema ampliadas en los
noventa. Refleja esa visión alternativa y trágica; una realidad brutal, con el caballo desangrándose en
primer plano ante una escenografía extraña, apenas sugerida. Un cromatismo estridente y ácido (otras
veces se circunscribe al blanco y negro) alterna la cabeza figurativa con otras zonas menos legibles,
transformadas en manchas informales. Toda una denuncia de la crueldad humana expresada con fuerza
desgarradora.
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Juan Barjola (1919-2004). “La tribuna”. 1967.
Óleo sobre lienzo. 110 x 85 cm. Adquirido en 1993.
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Juan Barjola (1919-2004). “Matadero”. 1986.
Óleo sobre lienzo. 162 x 130 cm. Adquirido en 1993.
Más atenuada que Barjola en su violencia, aunque igualmente personal, la neofiguración expresionista de Juan José Narbón (San Lorenzo de El Escorial, 1927-Cáceres, 2005) se alza con voz propia en la
renovación del panorama artístico extremeño. También Narbón pasó por la Academia de San Fernando en
los años 50, aunque diversos trabajos relegaron durante un tiempo la pintura a una actividad paralela, que
le sirvió como válvula de escape. Con todo, el arte fue afianzándose en su trayectoria, y un viaje por Europa
en los años 60 le abre nuevas perspectivas antes de fijar su residencia en Cáceres. La dedicación a la docencia en un centro oficial fue la oportuna salida que permitió dar continuidad a su pasión creativa, y el reconocimiento a su incansable labor llegó con la adquisición de sus fondos por Caja Extremadura para la
creación en 2001 de un museo monográfico en Malpartida de Cáceres que, desafortunadamente, no está
manteniendo su necesaria proyección pública.
En una prolongada búsqueda de identidad, Narbón pasó por el realismo, la geometrización, el expresionismo abstracto y las propuestas conceptuales, encontrando su lenguaje más singular en una personalí-
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sima visión del mundo rural extremeño. Miles de dibujos dan fe de su voluntad experimental, con altas dosis
de automatismo, enlazando con líneas de puntos y fluidos un corpus de figuras y animales de inspiración
surreal. Su contacto con Vostell y otros artistas de la vanguardia abrieron además sus miras hacia nuevos
soportes, dando paso a bandejas y cajas oscuras, con duro grafismo, que integran los más diversos personajes y objetos en sugerentes simbiosis. Una labor que tuvo continuidad al incorporar la arpillera o el DM
para ceñirse a una monocromía de ocres y marrones, enraizados con la tierra, que en sus últimas series
cedió paso a recreaciones espaciales más abiertas y líricas.
La Extremadura que muestra Narbón integra en los años setenta una especial fusión de la naturaleza
(canchos, encinas, chumberas) con los animales (en especial los burros) y los recios campesinos, mimetizados con el entorno hasta el punto de que sus miembros se suman y confunden. Gamas cálidas entre firmes
contornos albergan texturas empastadas y vibrantes, por medio de puntos y trazos de una gran expresividad. También los títulos en algunas fases recuperarán términos y expresiones propias de la región, afirmando su vocación localista.
“Aguadoras”, de 1971, responde a una primera fase en la que Narbón está afirmando su lenguaje
pictórico. Menos preocupado por la proporción verista que por el efecto global, el color ocre dominante se
enriquece con múltiples matices, y se expresa a partir de pinceladas amplias, de grafismo nervioso e inconcluso, que apuntan más que delimitan. En este caso el entorno apenas se adivina entre las manchas informales, pero no se hace necesario para afirmar la cotidianeidad rotunda de estas gentes del campo.
El segundo cuadro forma parte de su serie “Cabezas”, desarrollada en las décadas de los setenta y
ochenta, y una de las más afortunadas del prolífico autor. Se muestra tanto en dibujos a rotulador como en
óleos densos, parejos al que nos ocupa. Su reiteración es casi obsesiva, pero se despliega con una insospechada variedad de recursos formales. En uno y otro medio, la distorsión de los rostros se combina con
boinas y tocados que parecen expandirse con vida propia; pero también con la inclusión de animales (aves,
peces, burros), camuflados entre los rasgos y las marcadas arrugas. Los potentes cuellos, configurados a
partir de curvas y contracurvas, aportan reciedumbre a estas imponentes figuras en que lo gestual se impone
a lo objetivo.
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Juan José Narbón (1927-2005). “Aguadoras”. 1971.
Óleo sobre lienzo. 100 x 81 cm. Adquirido en 1997.
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Juan José Narbón (1927-2005). “Cabeza de campesino extremeño”. 1978.
Óleo sobre lienzo. 50 x 65 cm. Adquirido en 1997.
TRANSITAR POR EL PAISAJE. PEDRAJA Y CAÑAMERO
El afianzamiento del paisaje como tema de estudio ha llevado a enriquecer en las últimas décadas las
perspectivas desde las que puede enfocarse. Desde la geografía, la ingeniería o la literatura se aportan nuevas visiones, y los propios historiadores del arte están abordando el tema desde ópticas más globales, introduciendo conceptos como el de paisaje cultural.
Con todo, sin salirnos de los parámetros plásticos y formalistas, cabe citar que el paisaje es uno de
los géneros más frecuentados por la plástica extremeña y constituye una parcela propia, a la que pueden
adscribirse algunas de las firmas ya citadas, pues Hermoso, Covarsí, Barjola o Narbón, incursionaron de
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forma habitual en este campo. Otros regionalistas, como Juan Caldera o ya con posterioridad Victoriano
Martínez Terrón o Juan Tena, dieron continuidad al tema en su vertiente más acostumbrada. Pero tampoco
los representantes de la vanguardia inicial (Timoteo Pérez Rubio, Isaías Gómez) lo obviaron, aunque su
máximo representante sea Godofredo Ortega Muñoz, quien encarna su visión más moderna y esencialista
con un amplio reconocimiento nacional. Los dos artistas que ahora nos ocupan se adentran en el paisaje
con esa mirada nueva, que incorpora ecos de las vanguardias y una gran libertad de acción, sin excluir las
posibilidades del género como vehículo identitario.
La formación de Francisco Pedraja (Madrid, 1927) se desenvuelve entre Badajoz, Madrid y Sevilla,
donde se doctora en Historia del Arte con una Tesis sobre la pintura pacense en el siglo XIX. Su dilatada
labor docente en la Universidad de Extremadura corre paralela desde los años ochenta a la dirección
del Museo de Bellas Artes de Badajoz, que ejerció hasta 1996 y otras actividades como académico y
promotor cultural. Su dedicación a la pintura es temprana, y los primeros éxitos llegan en los años 50,
con presencia en certámenes regionales y las Bienales Hispanoamericanas de Madrid y La Habana en
1951 y 1953. Desde ese último año expuso en Madrid, y reiteradamente en Badajoz, donde cuenta con
un público fiel, que ha sabido valorar sus aportaciones al paisaje. También a finales de los 50 se inició
su amplia faceta como muralista, convirtiéndose, junto a Julián Pérez Muñoz, en uno de los principales
representantes de este medio en Extremadura, culminando su recorrido mural con “El mito de Occidente”.
Una antológica organizada por el Museo de Badajoz en 2007 refrendó su trayectoria con una extensa
recopilación de 115 obras.
El paisaje domina en su producción de caballete, con unas pautas siempre innovadoras. Evoluciona
desde un impresionismo con toques fauves, plasmado en sus trabajos iniciales y sus vistas urbanas francesas
de 1957, hacia unos parámetros más próximos a los planteamientos de la Escuela de Madrid. Tras alguna
incursión episódica en el arte abstracto, la serie Suburbios, que marca la transición a los 60, muestra algunos cuadros de raíz solanesca y otros definidos por entornos desolados y valientes contrastes lumínicos. Esta
línea se prolonga y renueva desde entonces, con una factura muy libre y un progresivo espíritu de síntesis,
que en ocasiones reduce las referencias espaciales a meras franjas de color y abre los cielos y tierras a las
más osadas especulaciones cromáticas. Esa tendencia enmarca el cuadro “La raya verde. Tierras de la
Serena”. Su factura poco empastada y con zonas de reserva recuerda las calidades de inmediatez propias
de la acuarela, con una amplia gama que evoluciona de tonos cálidos a fríos en el horizonte, mientras trata
el celaje con imaginativa libertad.
“La soledad que grita” se inscribe también en estas coordenadas, y aunque se fecha en un periodo
avanzado, temáticamente parece regresar a los temas suburbiales de fines de los 50, con alto contenido
social. La huella del hombre sobre el paisaje aparece aquí marcada por la soledad, la ruina y el abandono.
El dibujo es perceptible, pero cede ante las manchas de color, que en algunos tramos dejan ver la base del
lienzo; la pincelada es nerviosa y expresiva en las arquitecturas, y más larga y fluida en los cielos, dominados por extrañas tonalidades naranjas, azules y violáceas.
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Francisco Pedraja Muñoz (1927): “La raya verde. Tierras de La Serena”. 1989.
Óleo sobre lienzo, 65 x 92 cm. Donación del autor en 1992.
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Francisco Pedraja Muñoz (1927): “La soledad que grita”. 1991.
Óleo sobre lienzo, 81 x 100 cm. Adquirido en 1992.
Cierra esta somera revisión del paisaje extremeño el pintor Antonio Gallego Cañamero (Don
Benito, 1936-2013). Formado académicamente en Madrid, y con periodos vitales en París y la capital
española, además de distintos viajes, acabó asentándose en su localidad, donde ejerció como docente y pintor en una prolongada trayectoria. Precisamente, las importantes exposiciones celebradas a
fines de los años noventa en Don Benito dieron un buen testimonio de su evolución como artista. Como
en el caso de Pedraja, su periplo se vio también refrendado por una muestra antológica en el Museo
de Badajoz en 2008 y una retrospectiva organizada por el propio Parlamento extremeño poco antes
de morir.
Cañamero ha tratado bodegones e interiores con diverso grado de realidad y vistas urbanas de
entornos suburbiales. También en los años ochenta se permitió plasmar vivencias internas con cierto
componente surreal. Tan personales como aquellas son sus incursiones a partir de los años sesenta y
setenta en el mundo de la tauromaquia, donde consigue aportar novedades a un tema con una extensa
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tradición plástica. Esteticistas a veces, duros otras tantas, sus cuadros de lidia articulan ante fondos neutros unas potentes y forzadas figuras en primer plano, resueltas en ocres y amarillos con texturas que
traman urdimbres lineales y nerviosas de minuciosa y expresiva factura.
Pero el paisaje extremeño es el hilo conductor que mejor lo define. Sus primeras obras inciden más
en los detalles realistas, aunque los ecos del postimpresionismo, conocidos directamente en su etapa
parisina, también se detectan en su producción. Pero su obra evolucionó, abriendo posibilidades en
paralelo a los postulados de la Escuela de Madrid, y desde allí transita hacia un mayor esencialismo y
luminosidad, articulando amplios espacios vacíos que bordean la abstracción y según las épocas muestran distinta densidad matérica. Contemplación, emoción y vivencia se fusionan en estas obras con las
que alcanza su madurez conceptual y plástica.
Aunque no renuncia a la pincelada corta y las reverberaciones tonales, la importancia de la construcción espacial va ganando peso en estos paisajes sin presencia humana, que se alejan de la narratividad del Regionalismo. A diferencia de Covarsí, Cañamero prefiere elevar la línea del horizonte para
que la tierra tenga mayor protagonismo que el cielo. Ello le permite desplegar en profundidad esas composiciones guiadas por los surcos hacia un punto de fuga único, o bien ordenar el espacio mediante
franjas horizontales o diagonales, ricas en texturas. Y es que aunque el artista haya escogido un encuadre concreto, el espectador tiene la sensación de que a su lado podría haber surgido otro con igual
interés, o que las insondables llanuras podrían prolongarse indefinidamente.
Si bien están próximos cronológicamente, los dos cuadros seleccionados muestran palpables diferencias en su concepción y tratamiento. No sólo en la más intensa atención al pormenor de su “Invierno
en el Jerte”, que forma parte de todo un ciclo pictórico dedicado a esta zona extremeña, sino en el contraste estacional que suponen ambas propuestas. Así, en el extremo de los tonos fríos con que resuelve
su primera obra, “Serena. Paisaje en amarillo” encarna mejor esa luminosidad monocromática de
encendidos amarillos que refleja el estío extremeño y aparece con frecuencia en su producción, aunque
ahora se muestre bajo un cielo grisáceo; es aquí donde se detecta su juego con los límites de la abstracción, y el deseo de superar el instante para cobrar intemporalidad y trascendencia.
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Antonio Cañamero (1936-2013). “Invierno en el Jerte”. 1992.
100 x 124 cm. Adquirido en 1998.
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Antonio Cañamero (1936-2013). “Serena. Paisaje en amarillo”. 1995.
100 x 124 cm. Adquirido en 1998.
RECUPERAR EL BODEGÓN. VEGA OSSORIO
Si el paisaje ha estado muy presente en la plástica extremeña contemporánea, no cabe desdeñar la
pervivencia, aunque menor, de otros géneros tradicionales, como la naturaleza muerta. Heredera de una
amplia tradición iconográfica, que tuvo sus momentos culminantes en la cultura barroca (sus principales protagonistas extremeños fueron Francisco de Zurbarán y Juan Fernández “El Labrador”), ha mantenido en el
tiempo una cierta vigencia, si bien despojada en gran medida de sus connotaciones simbólicas y morales.
Se ha visto así sostenida por una clientela burguesa que la asume en el ámbito privado por su carácter
decorativo, y ha tenido en Extremadura genuinos representantes, como Felipe Checa, quien abasteció con
sus bodegones y flores la demanda pacense en la segunda mitad del XIX. Artistas presentes en esta muestra,
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u otros como Nicolás Megías, José Rebollo, Godofredo Ortega Muñoz, Bonifacio Lázaro, Julián Pérez
Muñoz, Jaime de Jaraíz, Manuel Santiago Morato o Enrique Jiménez Carrero, han realizado también,
desde distintas posturas, aproximaciones al tema.
Aportar novedades a un género como el bodegón, donde el espacio y los elementos a combinar son
limitados, no es tarea fácil, y a ello ha querido contribuir el emeritense José Vega Ossorio (Mérida, 1945).
Personifica una nueva generación, la de artistas nacidos a mediados de los años cuarenta y que siguen hoy
activos tras una dilatada trayectoria. Puede preciarse Vega Ossorio de haber encontrado una fórmula de
éxito, bien recibida por el público y reconocida en nuestro ámbito por la amplia retrospectiva organizada
por la Asamblea de Extremadura en 1995. Aquella se articulaba en cinco bloques que agrupan el núcleo
de su actividad: el paisaje, el bodegón, los temas taurinos, la figuración humana y las pequeñas aves. Su
fidelidad a estos temas la ponía de manifiesto en 2005 su última exposición en Cáceres, donde se apreciaba
la reiteración de los mismos asuntos con diferentes gamas cromáticas, en un intento por exprimir al máximo
las posibilidades de las texturas y el color.
Es en los ochenta cuando se configura su estilo distintivo, caracterizado por cierta compartimentación
geométrica ambiental, el uso de la espátula, las veladuras y una luz que aísla los objetos. “Interior con ala-
cena”, fechado en 1995, formó parte de la citada exposición y se adquirió en ese marco, junto a su “Interior
mediterráneo”. De las diversas opciones barajadas por el artista, ofrece una de las más efectivas, al disponer un fondo oscuro ante el que, mediante una iluminación artificial, los objetos cobran una apariencia casi
ilusoria, como sostenidos por la luz. Claroscurismo que en este caso no incluye el foco lumínico en la representación, aunque su direccionalidad se haga indudable. El equilibrio y la elegancia dominan el cuadro,
cuyas grandes dimensiones invitan a penetrar en un espacio donde la huella humana está al tiempo presente y ausente.
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José Vega Ossorio (1945). “Interior con alacena”. 1993.
Óleo sobre lienzo. 180 x 200 cm. Adquirido en 1995.
EPÍLOGO ALTERNATIVO. ENTRE EL REALISMO Y
EL SURREALISMO. EDUARDO NARANJO
Eduardo Naranjo (Monesterio, 1944) cierra la muestra de forma independiente, por ser inclasificable
en los bloques previos y porque su propuesta concreta se enmarca ahora en la obra gráfica.
Con una gran proyección nacional e internacional, se encuentra entre los más destacados representantes del realismo pictórico español. Realismo que adquiere matices cambiantes y complejos, como la propia entidad de sus cuadros gestados en los años setenta, los más sugerentes en el ámbito temático. Vemos
en ellos alusiones al mundo rural, las tradiciones y una singular recreación de lo cotidiano, a veces incluso
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comprometida. Pero a todo ello se impone una reflexión sobre el tiempo y el recuerdo, en una intrincada
trama de realidades superpuestas, no exenta de evocaciones oníricas. Su virtuosismo técnico permite que
dichas capas se muestren ante el espectador con la misma intensidad, dando lugar a mundos inquietantes,
en los que los protagonistas conviven con presencias fantasmales y objetos extrañamente animados.
La incursión en el lenguaje plenamente surrealista se produce en la obra que ahora nos ocupa. En la
trayectoria de Eduardo Naranjo destacan dos grandes series de obra gráfica: “La Creación” (1983-1985)
y “Poeta en Nueva York”, a las que cabe sumar en 2008 un nuevo ciclo dedicado a la tauromaquia. La
traslación plástica del poemario de Federico García Lorca le llevó más de cinco años, entre 1986 y 1991,
a instancias de la editorial Hispánica de Bibliofilia. Consta de 13 grabados, incluyendo la portada, y se
hizo un doble tiraje de 250 ejemplares numerados más una suite con 99, presentados en una cuidada caja
de metacrilato. Las planchas originales se conservan en la Calcografía Nacional, mientras una de las suites
y los 29 dibujos preparatorios los atesora desde 1998 el MEIAC de Badajoz. Con este motivo el Museo
publicó entonces un catálogo con diversos estudios sobre esta iniciativa, valorable por su calidad como una
de las más relevantes de la gráfica española contemporánea.
La Asamblea adquirió en 2005 una serie completa con los 13 grabados. Pero no pertenece a las dos
tiradas descritas. Es una edición singular, una de las cinco (en negro o sepia) que se reservó el autor y que
prescindían del color que domina en el resto de ejemplares. En la edición comercial cada uno de los grabados se realizó con varias planchas, adaptadas para reproducir los colores fríos y cálidos, y complementar
así la plancha matriz que contiene el motivo dibujado. La colección del Parlamento está obtenida precisamente a partir de esas planchas base, de ahí su carácter monocromo, y por eso en ellas se puede apreciar,
sin intermediación, el trabajo directo del artista. Los dos ejemplos seleccionados para esta exposición se
corresponden con los primeros concluidos, que en la tirada en color fueron impresos por el prestigioso
estampador Dietrich Mann. En ellos se combinan las técnicas de aguatinta y punta seca, añadiendo en el
segundo caso la manera negra para obtener las zonas iluminadas.
Aunque los versos lorquianos contienen un sorprendente y evocador caudal de imágenes, Naranjo no
pretende una reproducción mimética de las mismas; interpreta a Lorca con predisposición anímica e imbuido
por su espíritu, pero desde sus propias sensaciones plásticas. Hay pues un lógico trasfondo, del que por
momentos asoman detalles descriptivos, pero el impulso creativo del artista se desarrolla con entera libertad.
En “Fábula y rueda de los tres amigos” asistimos así a todo un despliegue visual, impactante por su
carga surrealista y su innegable solvencia técnica. Los tres amigos, helados, quemados, enterrados, momi-
ficados… yacen desnudos sobre la tierra. La dureza del poema se traduce no sólo en la figura doliente que
centra la imagen, sino en la presencia de la muerte y los extraños seres animales e híbridos que pueblan
un espacio irreal, que alterna la luz y las tinieblas.
Con una visión lumínica más uniforme resuelve Naranjo el “Poema doble del lago Eden”, uno de los
más afortunados de la serie. Restos óseos y en descomposición sirven de germen para esos perros marinos
que se alzan amenazantes desde la orilla, encadenándose y diluyéndose hacia la ingrávida pareja que
sueña en el lecho, allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.
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Eduardo Naranjo (1944). “Poeta en Nueva York. Fábula y rueda de los tres amigos”.
1987. Aguatinta y punta seca. 67 x 80 cm (papel) / 36,5 x 43,5 cm (huella).
Numerado 4/5. Serie adquirida en 2005.
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Eduardo Naranjo (1944). “Poeta en Nueva York. Poema doble del Lago Eden”. 1987.
Aguatinta, punta seca y manera negra. 80 x 67 cm (papel) / 51 x 42 cm (huella).
Numerado 4/5. Serie adquirida en 2005.