una salvación para todos - Repositorio Institucional - Pontificia

UNA SALVACIÓN PARA TODOS:
Hacia una comprensión pan-ecuménica de la salvación
Juan David Montoya Castro
Pontificia Universidad Javeriana
Facultad de Teología
Carrera de Teología
Bogotá, D. C.
Noviembre del 2009
UNA SALVACIÓN PARA TODOS:
Hacia una comprensión pan-ecuménica de la salvación
Juan David Montoya Castro
Monografía para optar al título de Teólogo
Director de monografía:
Luis Felipe Navarrete S. J.
Pontificia Universidad Javeriana
Facultad de Teología
Carrera de Teología
Bogotá, D. C.
Noviembre del 2009
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NOTA DE ACEPTACIÓN
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Firma del Presidente del Jurado
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Firma del Jurado
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Firma del Jurado
Bogotá, D. C., Noviembre del 2009
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DEDICATORIA
A mi hijo,
con el anhelo de que puedas ver el rostro de Dios donde quiera que se manifieste
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. MARCO EPISTEMOLÓGICO
1.1. Una necesidad teológica nacida de un momento histórico
1.2. El problema epistemológico nacido de la investigación antropológica
1.3. Excurso sobre el paradigma otro y la postcolonialidad
1.4. El cambio metodológico nacido del cambio epistemológico
1.5. Excurso sobre la etnografía como método subjetivista del conocimiento
1.6. El aporte del interés emancipatorio a la presente investigación
2. ENFOQUES DEL ESTUDIO DE LAS RELIGIONES DEL MUNDO DESDE EL OCCIDENTE
CRISTIANO
2.1. Exclusivismo o Eclesiocentrismo
2.2. Pluralismo o Teocentrismo
2.3. Puntos de desencuentro entre Occidente y Oriente
2.4. Inclusivismo o Cristocentrismo
3. SOTERIOLOGÍA CRISTIANA PARA EL DIALOGO ENTRE LAS RELIGIONES
3.1. En La Tradición Ecuménica
3.1.1. La doctrina de la reconciliación en Ireneo
3.1.2. La doctrina de la reconciliación en Orígenes
3.1.3. La doctrina de la reconciliación en Anselmo
3.1.4. La doctrina de la reconciliación en Abelardo
3.1.5. En suma
5
3.2. En La Tradición Ortodoxa
3.2.1. La doctrina soteriológica de la Téosis
3.2.2. En suma
3.3. En La Tradición Católica
3.3.1. El concilio de Trento
Sobre el pecado original
Sobre la justificación
Sobre los sacramentos
En suma
3.3.2. El concilio Vaticano II
Sobre la relación de la Iglesia con las otras iglesias y con las otras religiones
Sobre la función de la Virgen María y de la Iglesia
En suma
3.3.3. La declaración Dominus Iesus
3.4. En La Tradición Protestante
3.4.1. Solus Christus
3.4.2. Sola Gratia
3.4.3. Solo Verbo
3.4.4. Sola Fide
3.4.5. En suma
3.5. Sobre la Unicidad de la Fe Cristiana
3.5.1. Síntesis cristológica: Jesucristo como plenitud de la revelación
3.5.2. Síntesis soteriológica: Jesucristo como lugar de salvación por excelencia
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4. PROPUESTA PARA UNA COMPRENSIÓN PAN-ECUMÉNICA DE LA SALVACIÓN
4.1. Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi
4.2. Sobre los Sacramentos como Repraesentatio
4.3. Sobre el Concepto de la Gracia
4.4. Sobre el Sacerdocio Universal de todos los Creyentes
4.5. Las Vías de Salvación como Campo Semántico en las Religiones del Mundo
4.6. Una Reflexión Final acerca del Sentido de la Evangelización
5. CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
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SIGLAS Y ABREVIATURAS
Versiones de la Biblia utilizadas:
BJ
Biblia de Jerusalén
BP
Biblia del Peregrino
DHH
Dios Habla Hoy
RV95
Reina Valera 1995
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INTRODUCCIÓN
“Se entiende por trabajo monográfico el escrito que tiene la particularidad de versar
sobre un tema único, bien delimitado y preciso, de manera rigurosa y profunda, producto de una investigación bibliográfica y teórica”. Así se describe en el documento de
nuestra Facultad una de las dos modalidades de trabajos de grado propuestas como
requisito para finalizar el plan de formación profesional en Teología. Tal es pues, la intención del presente trabajo monográfico.
El tema sobre el cual versa el presente estudio pertenece al apartado de teología sistemática denominado soteriología. Y que he titulado: “Una Salvación para Todos: hacia
una comprensión pan-ecuménica1 de la salvación”.
El primer capítulo inicia nuestra exposición con una reflexión epistemológica en la
cual mostramos la necesidad de asumir una perspectiva subjetivista del conocimiento,
que legitime el reconocimiento y aceptación de la heterogeneidad. El segundo capítulo
sigue nuestra discusión debatiendo las tres perspectivas desde las cuales la teología
cristiana se ha acercado al estudio de las otras cosmovisiones religiosas, argumentando
por qué creemos que sólo la perspectiva inclusivista está en capacidad de construir una
teología de las religiones de carácter plenamente cristiano. No obstante, asumir una
postura inclusivista no implica, de entrada, subsumir lo otro y diferente bajo la propia
perspectiva. Asumir una postura inclusivista implica, más bien, comprender a fondo los
propios presupuestos para reconocer cómo estos influyen en nuestra comprensión del
otro, y así tratar de depurar los propios postulados de actitudes excluyentes. Por eso, el
tercer capítulo expone, a manera de panorama general, los diferentes conceptos teológicos que giran en torno a la cuestión soteriológica en las tres grandes tradiciones de la
1
Aunque el término ecumenismo se ha utilizado para referirse a la comunión entre las distintas tradiciones cristianas, sin embargo, vale la pena rescatar el término en su significado original según el cual la
ecumene (oikoumene) se refiere al “mundo habitado en el que coexisten diversos pueblos, con diversidad de lenguas, culturas y religiones”, tal y como se usa en Lc 2, 1 y Hc 11, 28 para referirse al mundo entero. Así pues, el uso que hago del término en el presente estudio significa sencillamente todo-el-mundo
(pan-oikoumene), en el sentido de todas las religiones del mundo y no solamente de las diversas tradiciones cristianas.
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cristiandad: la ortodoxa, la católica y la protestante, con el propósito de reconocer las
propias precomprensiones que podrían orientar un diálogo inter-religioso respetuoso
de la verdad y bondad contenida en lo otro y diferente. El cuarto y último capítulo recoge lo discutido hasta el momento para proponer un concepto pan-ecuménico de la
salvación que, sin negar la propia identidad cristiana, posibilite la comprensión del plan
salvífico de Dios para toda la humanidad desde una óptica que acepte la validez de los
distintos sistemas de creencias de las religiones del mundo.
Cabe resaltar desde ya, que la presente investigación bibliográfica y teórica es más
una propuesta de diálogo intra-religioso que, sin embargo, también tiene como horizonte promover el diálogo inter-religioso. En este sentido, este trabajo da el primer paso, a mi juicio necesario, pero no único ni suficiente, para un auténtico diálogo interreligioso.
El tema escogido de la salvación responde a un simple interés personal, pero también podría haberse escogido otras temáticas como la revelación y las sagradas escrituras2, el concepto de encarnación divina3, las esperanzas escatológicas4, entre otros.
Creo que en el futuro, una teología de las religiones del mundo, sea de carácter plenamente cristiano o no, deberá abordar éstas y otras temáticas teológicas.
La cuestión que queremos resolver puede formularse así: cómo asumir un acercamiento a las distintas religiones del mundo que, al mismo tiempo que reconozca la validez de los distintos sistemas de creencias y prácticas religiosas, sin embargo, tampoco
niegue la propia identidad cristiana. Pues, por una parte, el pluralismo religioso legitima los sistemas de creencias y prácticas de las religiones del mundo, negando la pretensión de verdad y universalidad de la fe cristiana; y, por otra parte, el exclusivismo
judeocristiano afirma su pretensión de verdad y universalidad, invalidando la legitimi2
Tema que aborda los interesante libros de Javier Melloni titulados: El Uno en lo Múltiple (2003) y
Vislumbres de lo Real: (2007). Así como el libro de Harold Coward (editor) titulado Los Escritos Sagrados
en las Religiones del Mundo (2000).
3
Tal y como ha sido tratado por Geoffrey Parrinder en su libro Avatar y Encarnación (1970). Y por
Raimon Panikkar en su libro El Cristo Desconocido del Hinduismo (1970).
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Como en el libro de Pierre Antoine Bernheim y Guy Stavrides titulado Paraíso, Paraíso (1991).
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dad de los sistemas de creencias y prácticas de las demás religiones del mundo.
Esta cuestión es un problema que necesita resolverse pues, en nuestra actual época
de multiculturalismo, ya no se puede negar ni la existencia ni la validez de otras cosmovisiones religiosas distintas a la propia. Pero, por la misma defensa al multiculturalismo,
tampoco podemos negar nuestra propia existencia y validez como cristianos. Esto conlleva un dilema, ya que el carácter propio de la identidad cristiana implica, necesariamente, la proclamación de la universalidad y plenitud de la salvación otorgada por Dios
en la obra y persona de Jesucristo. Tal universalidad y plenitud de la obra salvífica de
Jesucristo, aparentemente negaría la legítima validez de los sistemas de creencias y
prácticas de las otras religiones del mundo diferentes a la cristiana, pues nos encontramos ante pretensiones de verdad aparentemente opuestas. Por una parte, el kerigma cristiano proclama que en Jesús son salvos todos los seres humanos y, por otra parte, las religiones del mundo asumen que sus propias propuestas de fe son verdaderos
caminos de salvación. Qué necesidad, entonces, tendrían las religiones del mundo de
reconocer en Jesucristo al salvador de toda la humanidad. Acaso, ¿reconociéndolo no
estarían negando su propia validez como vías de salvación? O acaso, proclamando la
universalidad y plenitud de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo, ¿no estarían los
cristianos negando la validez de las otras religiones del mundo como auténticos caminos de salvación?
La presente investigación argumentará que sí es posible asumir la pretensión cristiana sobre la universalidad y plenitud de la salvación ofrecida en Jesucristo, al mismo
tiempo que se asume la validez de las otras religiones del mundo como legítimos caminos de salvación.
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1. MARCO EPISTEMOLÓGICO
1.1. Una necesidad teológica nacida de un momento histórico
El siglo XXI es un tiempo histórico en el que estamos más cerca del cosmopolitismo
kantiano que cuando el filósofo de la ilustración lo concibió.5 Globalización, mundialización y planetarización son términos que remiten a un mismo campo semántico, aún a
pesar de sus matices diferenciales en materia económica, política y cultural; tal campo
semántico bien podría definirse con la frase de moda: “la aldea global planetaria”.
También a nivel intelectual estamos ante un cambio epistemológico de importancia
con la aparición del denominado postmodernismo. Pues bien, más allá de una merecida discusión acerca de la contribución de la postmodernidad al así titulado proyecto inacabado de la modernidad, sin embargo, el pluralismo de saberes, versiones de vida
buena, cosmovisiones religiosas, entre otros, es un hecho ineludible que ya no tiene
vuelta atrás, gracias al reconocimiento de esos otros saberes promovido por los estudios culturales derivados de la disciplina antropológica. Ya el célebre libro El Pensamiento Salvaje (1962) del antropólogo Claude Levi-Strauss, mostró claramente cómo el
pensamiento de los pueblos indígenas, denominado pensamiento primitivo en el siglo
XIX, posee una lógica interna que merece ser comprendida y que de ninguna manera es
menos verdadera que la lógica aristotélica.
Conviene aclarar que, a pesar de usar el término “postmodernismo” para referirme
en forma general a los cambios de paradigmas actuales, sin embargo, mi perspectiva
epistemológica no es postmoderna sino que me adhiero a los defensores de una “segunda modernidad” en la cual se reconcilia razón y tradición como elementos constitutivos del saber humano (la denominada “teoría crítica de la sociedad” con sus repre5
“Como se ha avanzado tanto en el establecimiento de una comunidad (más o menos estrecha) entre
los pueblos de la tierra que la violación del derecho en un punto de la tierra repercute en todos los demás, la idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantástica ni extravagante, sino
que completa el código no escrito del derecho político y del derecho de gentes en un derecho público de
la humanidad, siendo un complemento de la paz perpetua, al constituirse en condición para una continua aproximación a ella” (I. Kant, Sobre la Paz Perpetua, segunda sección, tercer artículo, último párrafo).
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sentantes de la Escuela de Frankfurt apuntaría a tal dirección -Horkheimer, Adorno,
Marcuse, Habermas, entre otros). Al decir, conciliar razón y tradición, me refiero a la
aceptación del valor de la tradición (entendida como la asunción de los propios presupuestos subjetivos –históricos y culturales- e intereses políticos) en la crítica de una
razón pura y objetiva de carácter meramente instrumental y estratégica, hacia el reconocimiento de una racionalidad intersubjetiva de carácter comunicativo con intereses
liberadores.
Mi distanciamiento de una perspectiva postmoderna se debe a las posiciones relativistas en que caen algunos postulados postmodernos a los que no me adhiero, pues
considero que a pesar de que la razón no sea suficiente, sin embargo, sí es necesaria en
la construcción del saber. Una definición del relativismo conceptual que me parece
muy ilustrativa es la realizada por el filósofo Pablo Quintanilla en su artículo Interpretando al Otro: comunicación, racionalidad y relativismo (2005):
La primera pregunta que habría que formular es qué es el relativismo conceptual. Éste
podría definirse como la tesis según la cual hay en principio una diversidad de esquemas
conceptuales con los que describimos y categorizamos la realidad, sin que existan criterios
objetivos para establecer cuál de estos esquemas es el correcto, o si alguno lo es. Una
manera alternativa de formular el relativismo es diciendo que no hay criterios objetivos
para determinar el valor de verdad de nuestras creencias o el valor moral de nuestras
acciones (p. 29).
La crítica al relativismo conceptual en que caen algunos autores postmodernos la ha
llevado a cabo el filósofo Donald Davidson en libros como Essays on Actions and Events
(1980) y Inquiries into Truth and Interpretation (1984), por medio de conceptos como el
“principio de caridad” definido por él como: “En nuestra necesidad de hacerlo inteligible [refiriéndose al hablante] intentaremos una teoría que lo encuentre consistente, un
creyente de verdades y un amante del bien (todo bajo nuestros propios criterios, es innecesario decirlo)” (Davidson, 1980, p. 222). Es decir, que la comprensión del otro requiere por parte de los interlocutores reconocerse como sujetos racionales en quienes
existe una articulación consistente entre sus creencias, deseos y acciones, que son
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asumidas como verdaderas por tales interlocutores y que guían su búsqueda del bien al
cual ellos tienden al actuar. En palabras más sencillas, que tanto la verdad como el bien
pertenecen a las intenciones de cada uno de los hablantes e interlocutores; de lo contrario, el diálogo no sería posible.
Estamos pues, ante un momento histórico de posibilidad de comprensión del otro
que nuestros antecesores no tuvieron. De lo cual nace una gran responsabilidad: la necesidad de comprender el sentido de las creencias y costumbres de aquellos que llamamos “el otro”. Esta necesidad de comprensión del otro no es sólo una tarea políticamente relevante, sino también teológicamente necesaria. Es una tarea que no sólo
incumbe a las ciencias sociales, sino también a la teología cristiana y, tal vez, con mayor
razón. Pues la teología cristiana asume, por el mismo carácter universalista del kerigma, que es necesario comunicar el mensaje salvífico a todos los pueblos del mundo.
Por nuestra parte, es decir, como teólogos, tenemos entonces el deber y la necesidad
de acercarnos a las creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo de manera mucho más inclusivista y pluralista que el antiguo exclusivismo teológico de algunos
de nuestros antecesores. Sólo así estaremos en capacidad de re-significar el mensaje
cristiano a las formas de pensamiento de los pueblos del mundo, posibilitando en el
otro una genuina comprensión de la fe que confesamos.
1.2. El problema epistemológico nacido de la investigación antropológica
Una pregunta resulta de nuestro interés de comprensión del otro: ¿es posible tal
comprensión? El trabajo de investigación de la etnografía ha demostrado que existe
una distancia conceptual enorme entre nuestra manera occidental de explicación de la
realidad y el modo no occidental de comprensión de la existencia. Por eso, aquello que
“nosotros” decimos acerca del “otro”, resulta ser muy distinto de aquello que los
“otros” dicen acerca de “sí mismos”. Es decir, la comprensión del otro resulta cuestionada por un sesgo subjetivista imposible de superar. Al respecto, resulta ilustrativo el
siguiente texto del antropólogo Clifford Geertz en su libro El Antropólogo como Autor
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(1988):
Tanto el mundo que los antropólogos en su mayor parte estudian, que un día fue llamado primitivo, tribal, tradicional o folk, y que ahora recibe el nombre de emergente, en
vías de desarrollo, periférico o sumergido, como aquel a partir del cual en su mayor parte
lo estudian, la academia, han cambiado no poco desde los tiempos de Dimdim y Dick el
“Sucio”, por un lado, y la Columbia Research in Contemporary Cultures, por otro. El fin del
colonialismo alteró radicalmente la naturaleza de las relaciones sociales entre los que preguntan y miran y aquellos que son preguntados y mirados. El declinar de la fe en el hecho
bruto, los procedimientos holistas y el conocimiento descontextualizado en las ciencias
humanas y en los estudios académicos en general, alteró no menos radicalmente las ideas
de preguntadores y observadores sobre lo que pretendían hacer (p. 141-142).
… En verdad, el derecho mismo a escribir -a escribir etnografía- parece estar hoy en peligro. La entrada de los pueblos en otro tiempo colonizados o marginados (portando sus
propias máscaras, recitando sus propios textos) en la escena global de la economía, de la
alta política internacional y de la cultura mundial ha hecho que la pretensión del antropólogo de convertirse en tribuna de los marginados, representante de los invisibles, valedor
de los tergiversados, resulte cada vez más difícil de sostener (p. 143).
… Todo esto resulta tanto más funesto, y provoca llamadas de alarma y crisis, cuanto
que al mismo tiempo que los fundamentos morales de la etnografía se han visto conmovidos por la descolonización en lo que al “Estar Allí” respecta, sus fundamentos epistemológicos se han visto conmovidos por una general pérdida de fe en las historias aceptadas sobre la naturaleza de la representación, etnográfica o no, en lo que hace al “Estar Aquí”.
Confrontados en la Academia por la repentina explosión de prefijos polémicos (neo-, post, meta-, anti-) y subversivos títulos (Tras la Virtud, Contra el Método, Más Allá de la Creencia), los antropólogos se han visto obligados a añadir a su preocupación reciente sobre si
es “honrado” lo que están haciendo (¿quiénes somos nosotros para describirlos a ellos?),
la de si es “posible” hacerlo (¿puede cantarse en Francia una canción de amor etíope?),
con la que están aún menos preparados para pechar. Saber cómo se sabe no es una cuestión que estén acostumbrados a plantearse más allá de sus términos prácticos, empíricos:
¿qué pruebas se tienen?, ¿cómo se recogieron?, ¿qué muestran? Saber cómo se vinculan
las palabras con el mundo, los textos con la experiencia, las obras con las vidas, no es cosa
que estén acostumbrados a plantearse en absoluto (p. 145).
Tal es la cuestión y debate sobre la imposibilidad de una absoluta objetividad, des15
vinculada de cualquier sesgo subjetivo, en todo trabajo de investigación científica en
ciencias sociales. Para profundizar en este debate cabe remitirse a los estudios sobre
sociología del conocimiento que nos han aportado mucho en la comprensión de las
condiciones socio-culturales de la construcción del saber (desde el postulado sobre la
“revolución científica” de Thomas Kuhn hasta la propuesta sobre el “programa fuerte”
de David Bloor).6 Y también cabe remitirse a los denominados intelectuales postcoloniales quienes nos invitan a dejar de mirar al otro desde nosotros mismos para comenzar a mirarnos a nosotros mismos desde el otro (como Dipesh Chakrabarty en la
India, Boaventura de Sousa Santos en Portugal y Enrique Dussel en América Latina, entre otros).7 Estos nuevos paradigmas del conocimiento propuestos por las ciencias sociales tienen como objetivo la relativización del modo de conocer occidental moderno y
la subsiguiente apertura a nuevos modos de conocer ya no universales ni absolutos, sino situados histórica y culturalmente. Se trata, entonces, de asumir una actitud más
abierta y dialogal entre los distintos saberes del mundo, que posibilite aprendizajes y
reformas de doble vía, o sea, encuentros motivados por actitudes de plena empatía entre los interlocutores.
Los debates y discusiones sobre los nuevos paradigmas del conocimiento son necesarios antes de introducirnos en nuestra propia temática de investigación. Pues nuestro
propio enfoque epistemológico condicionará nuestra comprensión del sentido de las
creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo. Pero tal debate y discusión
merece todo un trabajo de investigación, que trataría de vincular el discurso de los
nuevos paradigmas del conocimiento con la construcción de un honesto y sincero discurso teológico adecuado para nuestros tiempos.
Por mi parte, me remito, simplemente, a admitir y acoger las nuevas perspectivas
6
Ver: La Estructura de las Revoluciones Científicas (1962) de T. S. Kuhn, y Conocimiento e Imaginario
Social (1976) de D. Bloor.
7
Ver: El Humanismo en la Era de la Globalización (2003) y Al Margen de Europa (2008) de Dipesh
Chakrabarty. Crítica de la Razón Indolente (2003), La Caída del Angelus Novus (2003) y El Milenio Huérfano (2005) de Boaventura De Sousa Santos. Filosofía de la Liberación (1977) y Ética de la Liberación en la
Edad de la Globalización y de la Exclusión (1998) de Enrique Dussel, y Ética del Discurso; Ética de la Liberación (2005) de E. Dussel y K. O. Apel.
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subjetivistas del conocimiento, como las promovidas por la sociología del conocimiento
y los intelectuales post-coloniales, para mi discusión teológica sobre la comprensión de
las creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo. En otras palabras, asumo
una perspectiva subjetivista del conocimiento, según la cual sólo puedo comprender al
otro desde mi propia posición histórica y cultural (sociología del conocimiento), no para
legitimar mi propia actuación histórica y cultural (colonialismo), sino para permitirme
re-significar mi propia comprensión histórica y cultural (post-colonialismo). En palabras
más sencillas, me interesa comprender las creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo, para re-significar mis propias creencias y prácticas religiosas, reconociendo que mi comprensión del “otro” está determinada por mi propio contexto histórico y cultural y que, por lo tanto, tal comprensión podría resultar muy distante de la
autocomprensión que el “otro” realice de sus propias creencias y prácticas. En términos
teológicos, trataré de comprender desde mi propia perspectiva cristiana y occidental,
los sistemas de creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo, para promover mi propia conversión, y no la conversión del “otro”, hacia caminos de convivencia
más acordes con mi propio llamado y vocación de tolerancia y aceptación de la diferencia.
Conviene aclarar que a pesar de referirme a la comprensión de las prácticas y creencias de las religiones del mundo como mi campo de estudio, resulta evidente que sería
imposible estudiar todas las prácticas y creencias de las religiones del mundo. Por tal
motivo, he escogido como tema central de mi estudio la comprensión del concepto de
salvación. Reconociendo que al asumir tal temática como centro de interés de mi estudio estoy actuando como teólogo cristiano, pues el mismo término “salvación” remite a
una comprensión cristiana. No pretendo, entonces, realizar un estudio comparado de
las religiones, según el cual estudiaría los referentes teológicos de las diferentes religiones del mundo que remiten al concepto cristiano de salvación, sino que pretendo
estudiar el propio concepto de salvación cristiano en su desarrollo histórico y dogmático con el propósito de reflexionar acerca de los significados soteriológicos más via17
bles para un fecundo diálogo inter-religioso.
Por lo cual, o sea, debido a que mi perspectiva epistemológica es “subjetivista”, entonces, mi pretensión real es estudiar los conceptos de salvación asumidos por el cristianismo a lo largo de su historia, e identificar aquellos elementos inmersos en toda la
rica y diversa tradición que ha tematizado la experiencia de la salvación, que resulten
más aptos en la construcción de un fecundo diálogo inter-religioso. En otras palabras,
me interesa conocer el desarrollo dogmático de la soteriología cristiana, para comprender cuál concepto de salvación serviría mejor como “puente” para el diálogo interreligioso. Asumo, pues, de antemano, que existen ciertas comprensiones del término
salvación que no facilitan el diálogo inter-religioso. Premisa que espero quedará demostrada a medida que avancemos en nuestro estudio. Por lo que se hace necesaria la
comprensión del término salvación desde una perspectiva, que sin dejar de ser plenamente cristiana, también sea facilitadora de un diálogo inter-religioso respetuoso de la
diferencia.
1.3. Excurso sobre el paradigma otro y la postcolonialidad
Para precisar un poco más las implicaciones de una perspectiva “subjetivista” del conocimiento postulada por la propuesta postcolonialista, invito a leer el siguiente excurso
basado en el capítulo titulado “Sobre el Paradigma Otro y la Postcolonialidad” (p. 19-58),
del libro Historias Locales, Diseños Globales (2000) de Walter Mignolo:
Desde el siglo XVI Europa se caracterizó por su actitud colonialista. Tanto España con
sus colonias en América Latina, como Inglaterra con sus colonias en Asia, así como Francia
y Alemania con sus colonias en África, y ahora Estados Unidos con su imperialismo mundial; son el testimonio evidente de que occidente moderno es la historia de la dominación,
pues modernidad se homologa conceptualmente con colonización tanto intelectual como
económica y política. Que Europa y ahora Estados Unidos, ha tratado de “convertir” al
otro comenzando con las misiones de evangelización, continuando con la apropiación del
saber filosófico y científico y llegando hoy día con la globalización económica; son hechos
históricos imposibles de debatir. No hay duda tampoco de que el otro no occidental, es
decir, India, China, Islam y los pueblos indígenas, poseían y poseen aún saberes denominados “populares” que abarcan todas las dimensiones de la vida. Tales saberes y legitimi18
dades e identidades transculturales comenzaron a hacerse visibles en occidente desde el
siglo XIX, pero desde la “perspectiva” moderna por medio de historiadores, lingüistas, antropólogos y otros eruditos. De lo que se trata ahora, no es de mirar al otro desde la óptica nuestra, sino de mirarnos a nosotros mismos desde la visión del otro. Tal es la propuesta del denominado “paradigma otro”.
Tal paradigma comenzó con el concepto de “postcolonialidad” con trabajos de autores
como Sousa Santos en Portugal, Dipesh Chakrabarty en la India, y aún Enrique Dussel en
América latina. Éstos intelectuales postcoloniales proponen el proyecto de la diversidad
como universalidad, o sea, de la aceptación universal de la diversidad. Se trata de hablar
de las “historias locales” y de esperanzas “utopísticas” (en términos de Wallerstein), para
“abrir” la historia a futuros distintos a los propuestos por la modernidad occidental y sus
tesis teleológicas o finalistas al estilo hegeliano y marxista. En otras palabras, se trata de
visibilizar a los eternos invisibles y de hacer oír la voz de los eternos silenciados, no para
incluirlos en nuestro mundo sino para aceptar su existencia en otro mundo distinto al
nuestro. Es decir, estamos hablando de la “planetarización” intercultural que no homologa
al otro sino que le reconoce su posibilidad de existir como diferente.
Lo que uniría la diversidad de tales discursos variopintos es su experiencia histórica de
sumisión colonialista. Sería la hora (el kairos de los teólogos que es el tiempo de Dios, a diferencia de Cronos como simple tiempo humano) de escuchar los discursos de los pobladores de América Latina, Asia, África y aún Europa del sur. Y si el carácter de la modernidad colonial fue la dominación, el distintivo del nuevo discurso sería la emancipación. Lo
que no suena a simple discurso “populista” pues es verdad que la mística India, la sabiduría China, el orden social Islámico y la integración con la naturaleza de los grupos tribales,
es un ejemplo histórico de pueblos que supieron asumir una concepción del conocimiento
como contemplación y no como apropiación.
Esta nueva visión se caracteriza por su carácter dialógico que reconoce la geopolítica
del conocimiento. Se trata de una apuesta por los pensamientos fronterizos de los pueblos
marginales que bien pueden ser denominados los “des-heredados de la tierra”. De ahí su
carácter crítico y utopista. Es la des-colonización intelectual que posibilite la completa descolonización tanto política como económica que aún no ha llegado a su término. Es la
crítica, renuncia y aún negación de las ideologías dominantes del cristianismo, del conservadurismo, del liberalismo y del socialismo pues son ideologías de la exclusión de la diferencia enmascaradas en una supuesta inclusión del otro que no es más que una conver-
19
8
sión del otro. La distinción de ambos discursos es que, mientras para unos la diferencia
del otro es una invitación a vencerla (modernidad occidental), para los otros la diferencia
del otro es simplemente el reconocimiento del derecho del otro a ser diferente (postcolonialidad).
Por todo esto se puede hablar de un “cosmopolitismo crítico” pues se trata de la descolonización del saber para posibilitar proyectos globales diversos, pues no hay una globalización sino muchas, es decir, muchas y variadas maneras de buscar la paz, la felicidad, la
justicia y la equidad, y no sólo la occidental moderna.
1.4. El cambio metodológico nacido del cambio epistemológico
En la actualidad el acercamiento a las religiones del mundo es bien diferente de lo
acontecido en el siglo XIX. Hemos transitado de un modo objetivista a un modo subjetivista. Los grandes eruditos europeos y norteamericanos del pasado le apostaron a la
realización de investigaciones imparciales de carácter racionalista. Los actuales estudios sobre la religión, tanto de ambientes eurocéntricos (Europa y Estados Unidos),
como de ambientes postcoloniales (África, Asia y América Latina), son más de carácter
“personalista”. Es decir, se reconoce el hecho de que los estudios sobre las religiones
del mundo son investigaciones acerca de “personas” humanas (población de estudio)
realizadas por “personas” humanas (sujetos investigadores), lo que implica el carácter
de diálogo en tales estudios. No se trata, entonces, como en el pasado, de que el erudito académico analice los datos exóticos de pueblos con mentalidad primitiva; sino de
que “personas” con intereses religiosos se encuentran con otras “personas” de intereses religiosos distintos, para establecer un diálogo de mutua comprensión. Tal es la
propuesta metodológica que propone el estudioso de religiones comparadas Wilfred
Cantwell Smith en su artículo titulado La Religión Comparada: ¿a dónde y por qué?,
quien afirma:
8
En conversación con Luis Felipe Navarrete, sacerdote jesuita, recibí al respecto la siguiente reflexión: “Aquí cabría, no obstante, un interrogante que busca precisar o matizar: ¿qué es aquello que el
cristianismo mismo debe criticar, renunciar y negar? ¿Se referirá al conjunto de creencias y cosmovisiones que constituyen la fe cristiana? ¿Aludirá más bien a los intereses totalizadores e imperialistas que alguna vez caracterizaron la llamada ‘cristiandad’?”.
20
Cuando, tanto el escritor como aquello sobre lo cual escribe se tornan personales, lo
mismo ocurre con la relación existente entre ambos. Como dijimos, la posición actual es la
de un encuentro. Cuando se encuentran personas o comunidades humanas, surge una necesidad de comunicación. Por lo tanto, lo que fue una descripción está en proceso de convertirse en un diálogo (1965, p. 72).
En términos lingüísticos, se trata del paso del uso del pronombre personal “ellos”, al
uso del pronombre personal “nosotros”. Antes, un investigador con pretensiones de
imparcialidad y sesgos racionalistas, trataba de analizar las creencias y prácticas de
“ellos”. Ahora, un estudioso que reconoce los condicionamientos subjetivos de su situación, intenta establecer un diálogo con las personas que poseen sistemas de creencias y prácticas distintas a las propias, con el propósito de que tal diálogo enriquezca su
propia condición, y así poder referirse en sus estudios al “nosotros”, o sea, a ese nuevo
“yo” que derivó como resultado del encuentro con un “tú”. Como se verá más adelante, la presente investigación apenas alcanza el primer paso, o sea, reconocer los condicionamientos subjetivos de mi propia situación, como cristiano occidental que soy;
pues el segundo paso, o sea, establecer un diálogo inter-religioso que enriquezca mi
propia condición, será un paso que espero dar en mi camino de construcción teológica
posterior.
Afirmamos, entonces, que el diálogo inter-religioso requiere necesariamente, como
condición de inicio, un diálogo intra-religioso que es, precisamente, lo que me propongo en el presente estudio. Pues solamente, después de asumir en la propia confesión
religiosa un mundo de ideas respetuosas del mundo de ideas del otro, es cuando estamos en condiciones de comenzar un encuentro verdaderamente dialogal.
1.5. Excurso sobre la etnografía como método subjetivista del conocimiento
Cabe resaltar la función propia de la etnografía, como ejemplo del significado de una
construcción subjetivista del conocimiento, para ilustrar la diferencia entre los modos objetivistas de producción del conocimiento utilizados por las ciencias naturales (como la astronomía, la física, la química, la biología, entre otras), y los modos subjetivistas de construcción del saber usados por las ciencias sociales (como la historia, la sociología, la antro21
pología, entre otras).
Refiriéndose al papel de la etnografía, el antropólogo Clifford Geertz en su libro El Antropólogo como Autor (1988) escribe:
Su tarea sigue siendo demostrar, o más exactamente demostrar de nuevo, en diferentes momentos y con diferentes medios, que la descripción del modo en que otros viven,
que no se presenta ni como cuentos sobre cosas que nunca ocurrieron, ni como informes
sobre fenómenos medibles producidos por fuerzas calculables, aún puede inducir a la
convicción. Los modos mitopoyéticos de discurso (La Divina Comedia, Caperucita Roja), al
igual que los modos objetivistas (El Origen de las Especies, El Calendario Zaragozano) tienen una adecuación específica a sus propios fines (p. 151).
Y refiriéndose a los fines de la etnografía afirma:
El objetivo inmediato que se impone (al menos eso me parece a mí) no es ni la construcción de una especie de cultura-esperanto, la cultura de los aeropuertos y los moteles,
ni la invención de una vasta tecnología de la administración de lo humano. Es más bien la
ampliación de posibilidades del discurso inteligible entre gentes tan distintas entre sí en lo
que hace a intereses, perspectivas, riqueza y poder; pero integradas en un mundo donde,
sumidos en una interminable red de conexiones, resulta cada vez más difícil no acabar
tropezándose (p. 157).
Así pues, ya que la etnografía debe olvidar sus pretensiones cientifistas, entonces, no
se trata ya de realizar descripciones medibles de hechos calculables, con fines estratégicos
o instrumentales de producción tecnológica; sino de construir comprensiones interculturales entre distintos mundos de intereses, o sea, de promover el diálogo entre las
grandes sociedades que componen nuestro planeta; que a mi parecer pueden dividirse en
cinco: la Occidental euro-americana (juntamente con Oceanía), la India del subcontinente
asiático, la China del denominado lejano oriente, el Islam del cercano y medio oriente, y
los pueblos indígenas o culturas tribales repartidas en todo el globo terráqueo.
9
Del mismo modo, entonces, para nosotros como teólogos, el propósito de nuestra
comprensión de las creencias y prácticas religiosas del otro, no es ni la intención misionera
de nuestros antecesores con pretensiones colonialistas, ni el anhelo cientifista de acumulación del saber con propósitos de dominación; sino la preocupación sincera de lograr una
9
A propósito de la anterior descripción geográfica, resulta interesante notar cómo el continente africano no es determinado por un mundo cultural específico, pues en sus tierras tenemos representantes
de tres de las grandes sociedades: occidentales como en Sudáfrica, musulmanes como en toda la zona
del Magreb al norte de África, e indígenas repartidos en toda África.
22
adecuada comprensión del otro, que nos permita acceder a las mito-lógicas de esas creencias y prácticas religiosas diversas a las nuestras, con el fin de ampliar la posibilidad de un
diálogo razonable entre todas las religiones del mundo.
En términos más directos, nuestro propósito no es ni convertir ni dominar al creyente
de un sistema de creencias y prácticas distintas a las nuestras, sino promover y facilitar
nuestra propia adecuación al acercamiento y comprensión del otro para contribuir al reconocimiento, tolerancia y aceptación de la diferencia. A esto me refiero con la frase “mi
propia conversión” usada arriba; se trata de una conversión en la actitud propia para el
encuentro con los otros sistemas de creencias y prácticas religiosas. Mi intuición es que la
autocomprensión que el cristianismo tenga de sí mismo, y en concreto de lo que significa
la salvación ofrecida de modo efectivo y operante en Jesucristo, determina tal cambio de
actitud.
Creo conveniente introducir en este lugar el problema de la construcción del conocimiento desde la “teoría de la acción comunicativa” del filósofo Jürgen Habermas; con
el propósito de argumentar la necesidad de un diálogo con intereses emancipatorios,
diferenciándolos de intereses de tipo técnico-instrumental o solamente histórico. Es
decir, no se trata de conocer al otro por el simple interés de explicar su comportamiento o de comprender el sentido de sus acciones, sino que debemos ir más allá entrando
en diálogo con el otro por el interés de una emancipación mutua. Quiero así mostrar
cómo a todo diálogo se entra con presupuestos subjetivos que no implican, necesariamente, intereses instrumentales ni estratégicos, sino también comunicativos, es decir,
que las premisas subjetivistas no deben llevar a proposiciones de imposición ideológica
sino a propuestas liberadoras. Además, considero que toda reflexión sobre el marco
epistemológico y metodológico que anima cualquier debate, debe hacer explícitos los
intereses que motivan tal debate.
1.6. El aporte del interés emancipatorio a la presente investigación
Jürgen Habermas debate contra el positivismo en un escrito de 1965 titulado Conocimiento e Interés, ampliado tres años más tarde en un libro con el mismo nombre. En
torno al debate sobre la reducción objetivadora del conocimiento realizada por el posi23
tivismo, para Habermas es importante la rehabilitación de la subjetividad realizada por
Gadamer en Verdad y Método (1960) al recuperar la “tradición” y el “prejuicio” como
elementos constitutivos del conocer. Pero no comparte la solución ofrecida por la hermenéutica filosófica que, según Habermas, deja al hombre inmerso en una tradición de
la que no puede escapar, desconociendo la capacidad autorreflexiva que sí puede
emanciparse de condicionamientos histórico-ideológicos. Habermas cree que la recuperación de la autoridad y la tradición realizada por la hermenéutica filosófica posibilita
el reconocimiento de los propios prejuicios pero niega la posibilidad de salir del círculo
hermenéutico del cual sí sería posible escaparse mediante la tematización de los intereses extracognitivos de la construcción del conocimiento inherentes al mismo.
Pero si reconocemos que el círculo hermenéutico no es un círculo vicioso (como
otros), entonces, los participantes no serían los mismos luego de haber recorrido el
camino hermenéutico. Por lo que tendríamos que matizar la crítica de Habermas. De
todas maneras, lo que está en discusión es la posibilidad de expandir las fronteras e incluso tomar distancia de la propia tradición histórica y cultural a la que se pertenece. Y,
entonces, deberíamos hablar, más bien, de niveles de ruptura con la tradición, pues un
rompimiento total y completo con la propia tradición creo que ni el mismo Habermas
lo propondría. Así pues, deberíamos reconocer lo que los historiadores denominan con
los términos continuidad y discontinuidad. Es decir, que en todo proceso histórico y
cultural se dan mecanismos de continuidad (seguimiento de lo dado) y de discontinuidad (rompimiento con lo dado).
El contexto del debate es la comprensión de la manera en que la teoría del conocimiento se transformó en teoría de la ciencia cayendo bajo los supuestos positivistas objetivantes de la metodización del saber. Habermas cree necesario que el discurso filosófico recupere una comprensión del conocimiento más amplio que el postulado objetivante de la ciencia moderna. De ahí, la importancia de la rehabilitación de la subjetividad al modo del reconocimiento de los propios prejuicios en Gadamer o al modo del
reconocimiento del interés extracognitivo en Habermas.
24
Para Habermas tres son los intereses que distinguen tres tipos de conocimientos distintos: el interés técnico-instrumental de las ciencias empírico-analíticas, el interés
práctico de las ciencias histórico-hermenéuticas y el interés emancipatorio de las ciencias sociales críticas. Así concuerda con Gadamer en que el interés del conocimiento
hermenéutico es práctico pues busca asegurar la comunicación o entendimiento entre
las personas con la tradición y con otros sujetos; tal y como sucede con la hermenéutica bíblica y la hermenéutica jurídica para quienes la interpretación del texto está remitida a su aplicación ya sea pastoral o legal. Habermas (1968) escribe al respecto:
La comprensión hermenéutica se dirige por su estructura misma a garantizar, dentro
de las tradiciones culturales, una posible auto comprensión orientadora de la acción de
individuos y grupos, y una comprensión recíproca entre individuos y grupos, con tradiciones culturales distintas… De este modo, se elimina el peligro de una ruptura de la comunicación en ambas direcciones: tanto en la vertical de la biografía individual y de la tradición
colectiva a la que se pertenece como en la horizontal de la mediación entre tradiciones de
diversos individuos, grupos y culturas diferentes (p. 182-183).
Retomando a Freud en contra de Dilthey, Habermas postula que el intérprete no
siempre está en condición de reconocer su propia historia de vida pues mucho de los
contenidos biográficos están, no sólo olvidados y abiertos a la posibilidad del recuerdo,
sino reprimidos y cerrados a tal posibilidad rememorativa. El reconocimiento de la propia historia necesitará, entonces, un factor objetivante: el terapeuta. La clave interpretativa le viene al consultante de algo exterior pues, al acto de ocultamiento que le
prohíbe al consultante un conocimiento pleno de sus propios prejuicios no puede escaparse el sujeto por sí mismo. De ahí parte la crítica a la hermenéutica filosófica de Gadamer. Habermas ve en la propuesta de Gadamer acerca de la autoridad del saber
hermenéutico tradicional la exclusión de procesos de explicación-objetivación y, por
eso, critica tal limitación hermenéutica que atrapa al sujeto en su propia tradición
histórico-cultural. Habermas desea poner de relieve que la autorreflexión crítica del paciente posibilitada por la clave interpretativa recibida del terapeuta, es capaz de permitir el escape del control ideologizante en que los contenidos ocultos han mantenido al
25
sujeto. En palabras de Ferraris (1988):
Pero, sobre todo, que el lenguaje de la tradición resulte inadecuado para comprender
formas de comunicación sistemáticamente distorsionadas, y que para ello se necesite una
teoría de la competencia comunicativa, significa, una vez más, que no todo está ya dado
en la tradición. Gadamer, en sustancia, pone como ya actual, o conseguible en todo caso
mediante una anamnesis historiográfica, lo que en realidad se afirma como ideal regulativo o como objetivo último de un camino de emancipación, esto es, la posibilidad de una
comunicación sin límites ni constricciones; e imputa los eventuales fracasos del “diálogo
que somos” a la constitutiva finitud humana, hipostasiando en el plano antropológico y
ontológico, es decir, en último término, naturalizando una condición histórica superable
mediante una reflexión emancipatoria (p. 373-374).
Por todo esto, para Habermas es importante que las ciencias sociales retomen una
autonomía propia que les independice de toda filosofía, tanto de la ilustrada como de
la hermenéutica. Esto es lo que se propone en su libro La Lógica de las Ciencias Sociales
publicado en 1967. Para Habermas, asumir como canon de las ciencias del espíritu a la
filología, tal y como lo hace la tradición humanística, es renunciar a la condición moderna pues el filólogo para comprender los productos más elevados de una civilización
desconocida renuncia a toda objetividad y en papel de subordinación trata de comprender la realidad de esa otra cultura a la que no pertenece.
Es, a esta subordinación a la tradición implícita en unas ciencias del espíritu inspiradas en la filología a la que Habermas se opone. Habermas cree que sí es posible rescatar un nivel de objetividad en las ciencias sociales ya que la cientificidad de las ciencias
sociales estaría en la capacidad de reconocer el interés que actúa en el proceso cognoscitivo. Reconocer que el interés que subyace a las ciencias sociales críticas es la
emancipación permite rescatar el valor objetivante de las relaciones intersubjetivas
pues, tanto el que trata de conocer como el que es conocido es objetivado o invitado a
salir de su propia subjetividad por la interacción con el otro. La propia historia de tradición y los propios prejuicios pueden ser reconocidos conscientemente si el diálogo se
realiza bajo el interés emancipatorio, escapándose así a un tipo vicioso de la circularidad del comprender hermenéutico. Ahora bien, se trata de que los participantes en el
26
diálogo reconozcan el interés emancipatorio de su interacción pues, de lo contrario, si
sólo van en busca de un interés histórico-hermenéutico de comprensión de sentido,
entonces, no alcanzarían a distanciarse en forma crítica de la pre-comprensión.
El modelo utilizado por Habermas (1967) es tomado del psicoanálisis pues:
De ahí que también el psicoanálisis defina el papel del terapeuta en el diálogo con el
paciente como el de un participante reflexivo. La transferencia y contra-transferencia son
mecanismos que no se desechan como fuente de error de la base experimental clínica, sino que se deducen de la propia teoría como elementos constitutivos de la terapia: los
fenómenos de transferencia quedan bajo control por ser sistemáticamente generados e
interpretados. La situación de diálogo no queda asimilada mediante expedientes restrictivos al modelo, aparentemente más fiable, de la observación controlada; antes bien, la teoría se refiere a condiciones de la intersubjetividad de la experiencia, que resultan de la
propia comunicación (p. 177).
Nótese la importancia del participante reflexivo que ubica al sujeto conocedor en un
rango distinto y jerárquicamente superior del sujeto conocido. Esta primacía del investigador por sobre los sujetos estudiados es algo que no pasa en los estudios de historia
y filología, pero que sí ocurre en los estudios de etnología, sociología o psicoanálisis. El
papel del experto cambia la relación de intersubjetividad en el diálogo.10 Para Gadamer
la subordinación del filólogo e historiador a la autoridad de la tradición está legitimada,
pues sus contenidos de investigación se refieren a una Welt-literatur y a una Weltgeschichte, lo que no es el caso del antropólogo, sociólogo y psicoanalista para quien el
acercamiento a sus contenidos de investigación no está condicionado o ineludiblemente circunscrito por lo que hasta el momento se ha concebido como historia. Es decir,
para Gadamer toda tradición conlleva autoridad, así como todo diálogo es significativo.
Pero para Habermas existen condiciones tanto de una verdadera tradición como de un
10
Aquí nos enfrentamos a un problema en nuestro interés de diálogo inter-religioso. Pues no podemos postular que ninguno de los dos interlocutores sea un “experto”, ya que el diálogo debe darse horizontalmente; pero sí podemos asumir que cada uno de los dos interlocutores es para el otro un “objetivador” que posibilita el reconocimiento consciente de los prejuicios inconscientes, facilitando así la superación de los condicionamientos históricos y culturales que oprimen al otro en sus propios sesgos ideologizantes. Nótese, entonces, que asumimos como “objetividad” lo que es, simplemente, una función de la
inter-subjetividad.
27
verdadero diálogo. No todo pasado sería tradición y no toda acción sería acción comunicativa o diálogo. Esto es lo que Habermas (1981) tematiza en Teoría de la Acción Comunicativa al postular un modelo de comprensión basado en las ciencias sociales. En
palabras de Ferraris (1988):
Hay algo de cierto, indudablemente, en el contraponer a la visión gadameriana del
“diálogo que somos” la imagen del discurso como un ideal a realizar, pero que viene presupuesto en todos nuestros actos comunicativos reales. Gadamer no tiene en cuenta que
la buena voluntad de entenderse en el coloquio podría ser también voluntad de potencia,
o sofística, cuyo aspecto agonístico y energético prevalece sobre el comunicativo (p. 379).
Habermas propone, entonces, el acto crítico de autorreflexión con interés emancipatorio como más determinante y característico para la constitución de la identidad de
las ciencias sociales, que el acto hermenéutico de comprensión del sentido con interés
práctico.
Nos propone Habermas, entonces, que en disciplinas como las ciencias sociales es
posible un interés emancipatorio. Entendido éste, como el propósito de liberar de condicionamientos ideologizantes la conciencia humana. Es decir, como la capacidad de
trascender los límites históricos y culturales para liberarse de los contenidos deshumanizadores de la historia humana y las tradiciones.
Relacionando la propuesta de Habermas con nuestro propósito investigativo, podríamos afirmar lo siguiente. Primero, que la recuperación de la subjetividad en la construcción del conocimiento no sólo es posible sino legítima y necesaria. Segundo, que
esta recuperación pasa por el reconocimiento del valor de las propias tradiciones históricas y culturales (en nuestro caso religiosa). Tercero, que la aceptación, no obstante,
de la propia tradición, no implica, sin embargo, la imposibilidad de trascender los límites impuestos por la misma. Cuarto, que la autoreflexión crítica posibilita el escape de
los contenidos ideologizantes de la tradición. Quinto, que tal autoreflexión crítica necesita de un interlocutor que invite a salir de la propia subjetividad. Sexto, que los participantes de todo diálogo al reconocer un interés mutuo de emancipación y no, simplemente, un interés hermenéutico de comprensión de sentidos, posibilitan la toma de
28
distancia crítica de sus propias preconcepciones.
Todo lo cual, traducido en términos teológicos nos da lo siguiente. Primero, que la
entrada en el diálogo inter-religioso no implica la pérdida de nuestra propia identidad
religiosa. Segundo, que el interés de todo “verdadero” diálogo no puede reducirse,
simplemente, a comprensiones de sentidos de las creencias y prácticas del otro; sino
que debe abarcar también el interés de una “mutua conversión” hacia contenidos liberadores de promoción del ser humano. Tercero, que tal interés de mutua conversión
posibilita el escape de las limitaciones “deshumanizantes” de la propia tradición.
Lo cual justifica perfectamente nuestra opción epistemológica de asumir una perspectiva subjetivista del conocimiento, es decir, desde nuestra propia posición como
teólogos cristianos. Además de validar plenamente nuestra opción epistemológica de
apostarle al interés emancipatorio de liberación de nuestras precomprensiones, facilitando nuestra conversión hacia niveles actitudinales de mayor tolerancia y empatía con
el creyente de otra religión. Pero sin negar nuestras propias pretensiones de verdad y,
por lo tanto, asumiendo que nuestros interlocutores estarían abiertos a un diálogo con
intereses emancipatorios, que podría derivar en procesos de “conversión de doble vía”.
Pues creemos, como cristianos que somos, que en Jesús, a quien la comunidad cristiana
primitiva hasta nuestros días ha confesado como el Cristo, Dios nos ha otorgado un don
salvífico de provecho para todos los seres humanos. “Conversión” que no implicaría
una renuncia a la propia tradición religiosa a la que se pertenece por condiciones históricas y culturales determinadas; sino una ruptura de esos contenidos tradicionales deshumanizantes y, por consiguiente, una vinculación con contenidos tradicionales humanizadores provengan de la tradición que provengan. Como bien dice el evangelio de
Juan, al respecto de buscar y encontrar a Dios más allá de nuestros referentes tradicionales, cuando en palabras del evangelista leemos:
Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que
conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella)
en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así
29
quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4, 21-24 BJ).
A continuación paso a describir las tres perspectivas utilizadas por la teología cristiana durante su desarrollo histórico para acercarse a las diversas religiones del mundo. Y
mostraré que sólo el inclusivismo estaría en capacidad de asumir una visión subjetivista
del conocimiento. Pues, de una parte, el exclusivismo se muestra plenamente objetivista y, de otra parte, el pluralismo con su perspectiva relativista cae en postulados epistemológicos objetivistas. Paradoja que se explicará en detalle más adelante, pero que
de momento puede entenderse por el simple hecho de que al postular la “equivalencia
epistémica” de cualquier pensamiento religioso se está, al mismo tiempo, negando la
diferencia y, por lo tanto, se cae en la presunción objetivista de querer conocer al otro
desde lo propio. Ya que, nadie negará que una perspectiva relativista es particular del
modo de conocer occidental postmoderno. Pues, para todos los pueblos del mundo su
propia cosmovisión es la más verdadera y adecuada a la realidad. Tal etnocentrismo es
característica básica de cualquier sociedad tradicional. Así que, por respeto a la diferencia se debería reconocer la pretensión de verdad de cada religión, lo cual no puede
hacerse desde una perspectiva relativista.
30
2. ENFOQUES DEL ESTUDIO DE LAS RELIGIONES DEL MUNDO
DESDE EL OCCIDENTE CRISTIANO
En la historia sobre el estudio de las religiones del mundo desde una óptica cristiana
existen tres perspectivas distintas de acercamiento a la cuestión: el exclusivismo, el inclusivismo y el pluralismo. A continuación describiré el enfoque de cada una de ellas.
Para lo cual me serviré del estudio realizado por el teólogo brasilero Faustino Texeira
publicado en 2005 bajo el título Teología de las Religiones: una visión panorámica.
2.1. Exclusivismo o Eclesiocentrismo
La histórica frase Extra Ecclesiam Nulla Salus (fuera de la Iglesia no hay salvación) ha
sido el lema de la perspectiva exclusivista. Los defensores de esta tesis sostienen que la
salvación está remitida a los instrumentos salvíficos administrados por la Iglesia. Según
Teixeira (2005) conviene aclarar que, históricamente hablando, la frase fue utilizada
por los Padres de la Iglesia en el sentido de prevenir a los creyentes contra aquellos que
se habían separado de la Iglesia, o sea, contra los herejes y cismáticos. Luego, cuando el
Imperio Romano se convirtió al cristianismo, la frase se utilizó contra judíos y paganos.
Pero en ambos casos el sentido de la frase era apologético y no contenía un carácter de
condenación contra las otras religiones del mundo. El contexto en que se defendía tal
aseveración, era el de la conversión del incrédulo a la fe en Cristo y la Iglesia. Nunca se
pensó tal cuestión con relación a la negación de la posibilidad salvífica de las grandes
religiones del mundo. Esta perspectiva fue oficialmente asumida en el Concilio de Florencia en 1442, en el cual se afirma:
Ninguno de los que viven fuera de la Iglesia Católica, no sólo los paganos, sino también
los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán obtener la vida eterna. Todos acabarán en
el fuego eterno, “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), si no se incorporan a
esta misma Iglesia antes del fin de su vida (Denzinger, n. 1351).
Con el descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 se posibilitó una nueva comprensión del acto salvífico con respecto a otros pueblos. Una visión más abierta se fue des31
arrollando por parte de Dominicos y Jesuitas que defendían la “fe implícita” de aquellos
pueblos que nunca habían escuchado el evangelio. El principal defensor de la salvación
de aquellos que no están dentro de la Iglesia fue el Jesuita Juan De Lugo, profesor del
Colegio Romano, quien abiertamente defendió la posibilidad de salvación para judíos,
musulmanes y heréticos, cuando están inspirados por una fe sincera en Dios y por ello
capacitados para auténtica conversión, fundamento de la salvación.
El siguiente texto muestra la argumentación del Jesuita Juan De Lugo, el cual cito en
extenso:
Aquellos que no creen con la fe católica pueden dividirse en diversas categorías. Hay
algunos que, aunque no creen todos los dogmas de la religión católica, reconocen al único
Dios verdadero; estos son los turcos y todos los musulmanes, así como los judíos. Otros
reconocen al Dios trino y a Cristo, como hacen la mayoría de los herejes… Ahora bien, si
esas gentes están excusadas del pecado de infidelidad por ignorancia invencible, pueden
salvarse. En cuanto a aquellos que están en ignorancia invencible sobre algunos artículos
de fe pero creen otros, no son formalmente herejes, sino que tienen fe sobrenatural por la
que creen artículos verdaderos, y sobre esta base pueden realizar actos de contrición perfecta, por los que pueden ser justificados y salvados. Lo mismo hay que decir de los judíos,
si hay algunos que estén invenciblemente equivocados sobre la religión cristiana; porque
aún así pueden tener una fe sobrenatural verdadera en Dios, y en otros artículos basados
en la Escritura que ellos aceptan, y así, con esta fe pueden tener contrición, por la cual
pueden ser justificados y salvados, con tal de que la fe explícita en Cristo no se requiera
con necesidad de medios, como será explicado después. Por último, si algunos turcos o
musulmanes estuvieran en un error invencible sobre Cristo y su divinidad, no hay razón
por la que no pudieran tener una fe sobrenatural verdadera sobre Dios como el que recompensa sobrenaturalmente, dado que su fe en Dios no está basada en argumentos deducidos de la creación natural, sino que tienen su fe de la tradición, y esta tradición deriva
de la Iglesia de los fieles, y ha sido transmitida aunque está mezclada con errores de su
secta. Dado que tienen relativamente suficientes motivos para la fe en las doctrinas verdaderas, no se ve por qué no podrían tener una fe sobrenatural en ellas, dado que en
otros aspectos no son culpables de pecar contra la fe. En consecuencia, con la fe que tienen, pueden llegar a un acto de perfecta contrición (De Virtute Fidei Divinae, disputatio
12, n. 50-51; citado por Sullivan, 1999, p. 116).
32
En el período postridentino la Iglesia defendió su identidad visible como “sociedad
perfecta y desigual”, según la cual era necesario creer en la misma fe, comulgar en los
mismos sacramentos y ser dirigidos por los legítimos pastores sucesores de Pedro.
Así, la perspectiva exclusivista se mantuvo hasta el Concilio Vaticano II, el cual en sus
contenidos temáticos muestra la apertura de la Iglesia hacia el potencial salvífico de las
grandes religiones del mundo. Aunque cabe decir que tal apertura no nace con el Concilio Vaticano II, sino que recoge una posición oficial de la Iglesia descrita por el Papa
Pio IX con el término “ignorancia invencible”, afirmando que todos aquellos que:
Ignoran invenciblemente nuestra santísima religión y que observan diligentemente la
ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todo el mundo, que
estén dispuestos a obedecer a Dios, llevando una vida honesta y recta, pueden conseguir
la vida eterna con ayuda de la luz y la gracia divina (Denzinger, n. 2866).
La ignorancia invencible se entiende como no ser culpables de estar fuera de la Iglesia católica. Es decir, como no ser responsables de la falta de pertenencia a la misma.
Lo cual no aplica a aquellos que por rebeldía se mantienen alejados de la Iglesia.
2.2. Pluralismo o Teocentrismo
La perspectiva del pluralismo parte del reconocimiento de todas las religiones del
mundo como auténticos “caminos de salvación”. Sus principales defensores son Paul
Tillich, Hans Küng, Raimon Panikkar, John Hick y Paul Knitter, entre otros.11 Para estos
teólogos es necesaria, en el mundo multicultural de la actualidad, la aceptación de la
pluralidad de cosmovisiones religiosas en igualdad de condiciones. Esta perspectiva le
apuesta a la propuesta antropológica del relativismo cultural que implica la validez de
toda experiencia religiosa y que deriva en la premisa filosófica de la renuncia a toda
pretensión de verdad absoluta por parte de cualquier religión.
Para los teólogos del pluralismo religioso un verdadero diálogo inter-religioso sólo es
11
A continuación cito algunas de las obras representativas de éstos autores denominados pluralistas.
Paul Tillich, Le Christianisme et les Religions, Paris: Aubier, 1968. Hans Küng, Ser Cristiano, Madrid: Trotta, 1996. Raimon Panikkar, Diálogo Inter-religioso, Madrid: Darel-Nymla, 1992. John Hick, La Metáfora de
Dios Encarnado. Quito: Abya Yala, 1993. Paul Knitter, Nessun Altro Nome?, Brescia: Queriniana, 1991.
33
posible si se renuncia a imponer la visión cristiana de la fe a tal diálogo. Es decir, no se
puede dialogar con los otros, que son diferentes a nosotros mismos, si imponemos en
tal diálogo nuestros propios principios y fundamentos conceptuales. Por eso, consideran los teólogos pluralistas que cuando los teólogos inclusivistas parten de su propia
concepción salvífica, inspirada en la acción de Dios en Jesucristo, están de antemano y
sin respeto por el mundo conceptual del otro, imponiendo sus propios patrones de validez y legitimidad al aparente diálogo. En el siguiente apartado se mostrará cómo la
propuesta inclusivista responde a ésta crítica.
Cabe preguntarse al respecto si acaso una “nivelación epistémica” es posible. Es decir, ¿acaso la sinceridad y apertura a todo verdadero diálogo obliga a la renuncia de los
propios contextos y pretensiones de validez? Creo que el anhelo de la horizontalidad
en el diálogo se refiere más bien a una actitud de apertura a la comprensión de la diferencia y, no tanto, a la renuncia de la propia diferencia. Por eso, sería necesario que los
teólogos del pluralismo religioso diferenciaran entre la imposición de la propia cosmovisión religiosa -lo que evidentemente debe rechazarse- y la comunicación y defensa de
la validez de la creencia religiosa propia. Por lo que, me parece, que la teología cristiana
no tendría otra manera de introducirse en el diálogo inter-religioso sino desde su propia cosmovisión; optando, eso sí, por una actitud abierta de comprensión de la lógica
del otro.
Para los pluralistas tal diálogo es aparente pues una auténtica comunicación debería
ir siempre en doble vía, o sea, con la posibilidad de salir transformado de dicha conversación. Cuando alguno de los dos interlocutores de un diálogo entra al mismo sin actitud de escucha, cesa la posibilidad de comunicación. En otras palabras, el diálogo verdadero sólo se da entre interlocutores horizontales que, por un acto de confianza, le
apuestan a la buena voluntad del otro, buscando que la verdad salga de entre la conversación pero sin importar de qué parte de la mesa venga. Lo cual es uno de los postulados del pluralismo que aun el inclusivismo asume. La diferencia parece estar en el interés que se pone sobre cuál de las dos partes debería salir más transformada del diá34
logo: el cristiano (pluralismo) o el otro (inclusivismo). De lo cual considero que por el
respeto de la pretensión de verdad con que todo interlocutor entra al diálogo es, entonces, entendible que cada interlocutor vaya más persuadido de sus propias premisas
y espere, por lo tanto, que el otro salga más transformado; lo que, a mi parecer, no implica una actitud de intolerancia ni autoritarismo, sino, simplemente, una actitud de autoestima por la propia tradición a la que se pertenece.
Por eso, para el pluralismo, una teología que asume un orden jerárquico de las fes
impide un verdadero diálogo inter-religioso, imposibilitando así la construcción de una
verdadera teología de las religiones del mundo. Pero de nuevo nos preguntamos si acaso es posible, y aún deseable, nivelar las cosmovisiones de todas las religiones del
mundo. No sería eso, precisamente, ¿negar la diferencia que tanto defiende el pluralismo mismo? Considero que el reconocimiento de la pretensión de verdad de cada una
de las religiones del mundo es un componente necesario en todo verdadero diálogo inter-religioso; lo cual no debería llevar, eso sí, a la imposición coercitiva de mi pretensión sobre la de los demás, sino a una defensa comunicativa de la misma que pueda dar
razón de la esperanza que nos anima, como dice el apóstol: “Estén siempre preparados
a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen, pero
háganlo con humildad y respeto” (1 Pedro 3, 15b-16a DHH). No con el propósito de
“convertir” al otro sino con la intención de “mostrarme” al otro. En términos teológicos, diríamos que las intenciones apologéticas no son, necesaria ni primordialmente,
proselitistas, sino apologías, o sea, “defensas de la propia fe” pero no “ataques o imposiciones a las otras fes”.
Esta actitud pluralista asume una premisa de objetividad e imparcialidad que bien
puede ser puesta en discusión. Pues, luego de cien años de historia de filosofía de las
ciencias, resulta sospechoso defender la objetividad de las ciencias naturales cuando de
estudios en ciencias sociales se trata. Por lo tanto, debido a que estamos hablando de
estudios socio-culturales como la religión, no cabe esperar tal objetividad y las críticas a
la subjetividad del investigador resultan sin fundamento. Más bien, cabe reconocer que
35
en todo diálogo los participantes llegan con sus propios intereses y sesgos. Lo que no
impide que el diálogo sea honesto y sincero, pues se espera de los interlocutores capacidad de apertura a la diferencia.
Desde la perspectiva pluralista es necesaria una revisión a fondo de los presupuestos
cristológicos de la fe cristiana. Se propone un cambio de paradigma que asuma un firme teocentrismo en contra del ferviente cristocentrismo y estrecho eclesiocentrismo
de la historia de la cristiandad. Tal cambio de visión que ubicaría a Dios y no a Jesucristo en el centro de la fe cristiana, permitiría un acercamiento más respetuoso a las
grandes religiones del mundo, en las cuales también se debería colocar a Dios en el
centro, siendo tal “teología”, en sentido estricto, el punto de encuentro entre todas las
fes del mundo. Pero objetemos de una vez, que tal teocentrismo es, simplemente, una
negación de la diferencia, pues para religiones como el budismo y el jainismo indio, la
figura de Dios no es el centro de la fe, ya que no son religiones “personalistas” sino “ateístas”. Resultando, entonces, que los pluralistas terminan siendo inclusivistas, pero
no ya alrededor del término “Cristo” sino del término “Dios”, como si todas las religiones del mundo entendieran por tal término un mismo campo semántico, lo cual es falso.
Anotemos al respecto, que la revisión del cristocentrismo propuesta por el pluralismo es una tarea de la teología cristiana que, por su fidelidad al propio Jesucristo, debería reconocer que en el centro de la predicación de Jesús está, precisamente, el reino
de Dios. No se niega que ya en la historia del cristianismo primitivo, como las comunidades paulinas, el mensajero se volvió el mensaje. Pero también debemos reconocer
que el mensaje central del evangelio de Jesucristo es la asunción de Dios como Padre,
tal y como demostró el teólogo Joachim Jeremias en su conferencia dictada en 1963
con el título “Abba”, en la cual escribe:
“Abba, Padre querido”, con esta sencilla fórmula la iglesia primitiva recogió el núcleo
de la fe en Dios que era la de Jesús…. Si las comunidades de la nueva alianza han recogido
en sus oraciones éste término extranjero, es que tenían una conciencia muy aguda de todo lo que se les daba en aquel grito: Abba. Decirlo siguiendo en ello a Jesús era un privile36
gio que cumplía de antemano su promesa: “Seré un Padre para vosotros y vosotros para
mí hijos e hijas” (2 Cor 6, 18, cita libre de 2 Sam 7, 14) (1976, p. 72-73).
Tal reconocimiento de que el mensaje central de Jesús es plenamente teocéntrico o
reinocéntrico, no implica de ninguna manera que el mismo Jesús no haya pretendido
ser el lugar de actuación por excelencia de ese Dios que en su propia persona inaugura
el Reino. Por esto, la pretensión de unicidad (en el sentido de único o uno) no puede
ser descartada de todo mensaje auténticamente cristiano. Más adelante realizaré la
discusión acerca del sentido de la pretensión cristiana de unicidad, respondiendo así a
la crítica pluralista que niega la actuación por excelencia de Dios en Jesús. Por este motivo, considero que a partir de una sana exégesis neotestamentaria el pretendido giro
copernicano, de Cristo a Dios o al Reino, resulta ser un tanto artificial o incluso ilegítimo. Es decir, si queremos permanecer fieles al mensaje de los evangelios, resulta irrenunciable el reconocimiento de la conciencia mesiánica de Jesús que se asume a sí
mismo como el lugar por excelencia de la actuación de Dios en el mundo. Tal y como
afirma el teólogo protestante Joachim Jeremías en su Teología del Nuevo Testamento
(1971) al escribir:
Por consiguiente, no es posible limitar la predicación de Jesús al anuncio de la “basileia”. Si él mismo tenía conciencia de ser quien nos trae la salvación, ello significa que el
testimonio acerca de sí mismo era parte integrante de la buena nueva anunciada por él (p.
296).
Los pluralistas deberían reconocer que no podemos negar a ningún interlocutor la
pretensión de verdad con que se acerca al diálogo, pues nadie hablaría de algo que no
considere verdadero, sino que, precisamente, porque considera que sus posturas y actuaciones son válidas, y por ello, verdaderas o rectas, es que entra en diálogo con aquél
a quien quiere hacer partícipe de esa su verdad, para lo cual acepta también su intención retórica de querer persuadir al interlocutor con quien entra en diálogo. Ahora
bien, tal intención retórica de querer persuadir al otro de mi pretensión de verdad implica un interés de “conversión” del otro a mi mundo de verdad. De ahí, que todo diálogo inter-religioso pase a ser un diálogo “político” de confrontación de intereses y
37
apuestas personales. Pero así como el interlocutor es consciente de su pretensión, si
quiere entrar en un verdadero proceso comunicativo no manipulador sino liberador,
entonces debe asumir los mismos derechos para su interlocutor, a saber, que ella o él
también están persuadidos de su verdad y que quieren invitarnos a participar de tal
verdad.
La posición pluralista ocasionó, como era de esperarse, la crítica de los teólogos inclusivistas para quienes semejante cambio de paradigma implicaría la pérdida de la
propia identidad cristiana. En palabras de Jacques Dupuis leemos: “El precio que tiene
que pagar la fe cristiana tradicional en el misterio de la persona y la obra de Jesucristo
es, como se puede ver, considerable” (1989, p. 149).
El precio al que se refiere Dupuis se remite a la propuesta del teólogo presbiteriano
John Hick quien, en su libro La Metáfora de Dios Encarnado publicado en 1993 (recensión y ampliación de la obra publicada en 1977), propone realizar una distinción en la
doctrina de la encarnación de Dios en Jesucristo, entre su interpretación mítica y su interpretación metafórica. Al respecto Hick escribe:
En el caso de la metáfora de la encarnación divina, lo que ha sobrevivido, hecho carne,
encarnado en la vida de Jesús puede ser indicado en por lo menos tres formas, cada una
de las cuales es un aspecto del hecho de que Jesús era un ser humano excepcionalmente
abierto y que correspondía plenamente a la presencia divina: 1) Mientras que Jesús hacía
la voluntad de Dios, Dios actuaba a través de él en la tierra y en este sentido se “encarnaba” en la vida de Jesús; 2) Mientras Jesús hacía la voluntad de Dios, “encarnaba” el ideal
de la vida humana vivida en apertura y respuesta a Dios; 3) Mientras Jesús vivía una vida
de autodonación de amor, o ágape, “encarnaba” un amor que es el reflejo finito del amor
infinito de Dios. La verdad o lo apropiado de la metáfora depende de que sea literalmente
verdadero que Jesús vivió en respuesta obediente a la presencia divina, y que vivió una vida de amor desinteresado (p. 148).
… El mito de Dios encarnado es la historia del Hijo pre-existente divino, descendiendo
a la vida humana, muriendo por satisfacer los pecados del mundo -revelando con ello la
naturaleza divina- y regresando a la vida eterna de la Trinidad (p. 149).
… La diferencia esencial, entonces, entre hablar de la divina encarnación de manera
literal o de manera metafórica es que, mientras que la primera (por lo menos en inten38
ción) puede ser explicada como una hipótesis física o psicológica o metafísica (o una
mezcla de éstas), la segunda no puede ser traducida sin destruir su carácter metafórico.
Mi tesis sobre la doctrina cristiana de la encarnación es que la hipótesis literal no ha encontrado hasta ahora una explicación aceptable. Todos los posibles contenidos que han
sugerido han sido rechazados como equivocados o, en el lenguaje tradicional eclesiástico,
como heréticos. Sin embargo, la herejía básica ha sido siempre tratar una metáfora religiosa como una metafísica literal. Pero, por otro lado, como metáfora religiosa o mito, la
idea de la encarnación comunica algo de capital importancia sobre Jesús, algo que forma
las bases que distinguen a la experiencia cristiana y su fe (p. 149-150).
Hick propone que la interpretación mítica, que asume literalmente como verdad
histórica lo que es una confesión de fe cristológica, debiera, más bien, interpretarse
metafóricamente; el punto de quiebre hacia un verdadero pluralismo inter-religioso. Y,
al menos, es verdad que una interpretación metafórica de la encarnación ubicaría más
de cerca los debates teológicos entre judíos, cristianos y musulmanes. Es decir, una interpretación metafórica de la cristología sería más fácilmente aceptada tanto por el Judaísmo como por el Islam. Pero es de prever que tal cambio de paradigma sea motivo
de discusión y debate para la Iglesia. Conviene, entonces, profundizar a qué se refiere
la pérdida a nivel cristológico que según Dupuis supone la tesis pluralista, lo cual requiere un comentario cristológico que desviaría un poco nuestra discusión presente.
Cabe decir, simplemente, que nos enfrentamos a la vieja problemática teológica entre
“cristologías ascendentes” y “cristologías descendentes”, o la vieja polémica de la teología alemana entre el “Cristo de la fe” y el “Jesús histórico”.
A lo largo de su historia la teología cristiana ha tenido que debatir estas cuestiones
cristológicas desde muchos bandos; siempre se trata de lo mismo: la dificultad radical
de conciliar “los dos rostros de Jesucristo” (el humano y el divino). Ahora de nuevo
vuelve la antigua polémica acerca de la realidad de la persona de Jesús, que en términos de Hick me atrevo a parafrasear de la siguiente manera: “Cuando hablamos de
Jesús de Nazaret, ¿estamos ante un hombre en quien el mito se hizo historia pues en
realidad es el Hijo de Dios (concepción mítica)? O, por el contrario, ¿estamos ante un
hombre a quien la historia mitificó pero que en realidad es un hijo de Dios (concepción
39
metafórica)?”. Wolfhart Pannenberg, teólogo protestante, comentando las tesis pluralistas en su artículo titulado Pluralismo Religioso y Pretensiones de Verdad Enfrentadas
(1990), describe la imposibilidad de separar, en la misma predicación de Jesús, los contenidos reinocéntricos de los contenidos propiamente cristocéntricos, pues:
De hecho, el énfasis de Jesús en la presencia anticipatoria del Reino de Dios en su propia actividad (Lc 11, 20), implicaba a su persona de un modo que, esencialmente, se recoge en lo que más tarde fue explicado en lenguaje encarnatorio y mediante títulos como el
de Hijo de Dios. Pero, entonces, la unicidad atribuida a Jesús por la teología encarnatoria
de la Iglesia era ya característica de su propio mensaje escatológico y actividad. Dado que
el inminente futuro de Dios se estaba haciendo presente en él, no hay lugar para otros enfoques de la salvación además de él. Aquellos que relegan la pretensión de unicidad a la
“deificación” de Jesús en la interpretación cristiana más reciente, no toman en serio la finalidad escatológica reclamada por el propio Jesús (p. 176-177)
Digamos al respecto, que la propuesta de Hick asume de la filosofía moderna kantiana la distinción entre realidad ontológica o noúmeno y verdad epistemológica o
fenómeno. Pero para la filosofía antigua no hay distinción entre verdad conocida y realidad encontrada. Pues sólo puede ser verdad aquello que corresponde con la realidad.
Es decir, para el pensamiento premoderno, ya sea griego, medieval, islámico, chino, indio y tribal, la verdad es una cuestión de correspondencia con la realidad, y no una
simple cuestión de adecuación con la razón como en la filosofía moderna. Por eso, resulta discutible distinguir entre “confesión de fe” y “realidad histórica”, tal y como
asume Hick, pues nuestros textos sagrados pertenecen a una mentalidad premoderna
para la cual no hay distinción entre fe e historia, pues la fe sólo puede ser tal en condiciones históricas.
La propuesta de desmitificación que propone Hick al dogma cristiano de la encarnación, no sólo resulta ofensivo a una auténtica teología cristiana, sino que, muy al contrario de la expectativa del autor, obstaculizaría un verdadero diálogo inter-religioso,
pues toda religión asume un discurso mítico de la realidad. No es pues, desmitificando
como quisieran los racionalistas, sino re-significando el sentido del mito, como se puede lograr un acercamiento verdadero entre todas las fes del mundo. Pues tal y como
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escribe Michel De Certeau en su libro La Escritura de la Historia (1994), la función del
mito y la función de la historia son homólogas (lo cual comentaremos en el apartado
3.3.3). Que el mito tiene una función especial en todo discurso religioso es asumido por
el mismo Hick. Cabe, entonces, interpretar que para Hick el problema no radica en la
existencia per se del mito, sino en su interpretación literal. Quisiera pues Hick, que todo
mito se interpretara metafóricamente, pues escribe:
Es importante notar, en este punto, que la metáfora puede fácilmente desarrollarse en
un mito en el sentido de un poderoso conjunto de ideas, normalmente en forma de narración, que no es literalmente verdadero pero que puede ser cierto en un sentido práctico
que tiende a evocar una actitud disposicional apropiada al sujeto en cuestión. Un mito, así
definido, es una metáfora extendida. Las metáforas operan para provocar un cambio en
nuestra forma de ver algo y por lo tanto nuestra relación con ello; y los mitos, como metáforas multi-dimensionales, hacen esto de una forma más abarcadora y de mayor alcance…. La realidad histórica era en cada caso más compleja y ambigua, pero los mitos tienen,
sin embargo, su grado, quizás un grado alto, de validez y veracidad (1993, p. 149).
Afirma Hick que la historia narrada en los evangelios sobre Jesucristo no es “literalmente verdadera”, sino que posee un sentido práctico al evocar una actitud disposicional. Lo que a mi criterio es parcialmente cierto, sin que esto implique que tal sentido
disposicional sea “todo” lo que tenemos en los evangelios. Es decir, no creo que al
afirmar el carácter pedagógico de la revelación tengamos que asumir que el contenido
de la misma se agota en ello. Pues estaríamos perdiendo el fundamento histórico de la
revelación, cayendo en una especie de docetismo atenuado. No niego el “carácter mítico” de los relatos del evangelio, pero esto no conlleva a asumir que el sentido de los
evangelios se agota en su “función existencial”, ya que la misma transformación de vida
que propone el kerigma posee una base cierta y verdadera, fundada ontológicamente
en “algo” que en realidad y verdad sucedió. En otras palabras, aunque es cierto que
proclamar la “resurrección” de Jesucristo es un postulado mítico que remite a una
comprensión escatológica judía, sin embargo, no podemos asumir que la “resurrección” de Jesucristo sea, simplemente, un “acontecer hermenéutico” de la primitiva comunidad cristiana. Como cristianos creemos que tal “interpretación hermenéutica” de
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la primitiva comunidad cristiana, se fundamente en “algo” que ocurrió real y verdaderamente. De lo contrario, no habría manera de diferenciar una simple creencia religiosa
de la real y verdadera actuación de Dios en la historia de la humanidad. Otra cosa bien
distinta es, que no podamos tampoco afirmar de manera exacta y completa qué significa eso de que el muerto en la cruz, ahora vive.
Para los pluralistas, la Iglesia dio un primer paso de apertura al distinguir entre iglesia de Cristo y reino de Dios, abriendo así la brecha por la cual se pudo superar el exclusivismo eclesiocéntrico. Pero el siguiente paso que permita superar el inclusivismo cristocéntrico por el pluralismo teocéntrico no ha sido dado aún por la Iglesia. Se espera,
entonces, que sean los teólogos mismos, quienes por sus trabajos de investigación, establezcan los nuevos horizontes para un verdadero diálogo inter-religioso.
Un aliado por excelencia del pluralismo religioso sería la exégesis bíblica. Es de notar
que el mensaje central de Jesús fue el reinado de Dios y no la iglesia, o sea, la centralidad de Dios el Padre y no del Cristo o Hijo. Por esto, la teología liberal de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX pudo afirmar que: “Jesús predicó el Reino, y lo que sobrevino fue la Iglesia”, y asimismo “El mensajero se convirtió en mensaje”; dando a entender con estas afirmaciones que el mensaje central de Jesús fue plenamente teocéntrico, y que el subsiguiente cristocentrismo es una elaboración posterior de la primitiva
comunidad cristiana. Lo que en palabras de R. Bultmann leemos:
La fe cristiana comienza a existir en el momento en el que existe un kerigma, es decir,
un kerigma que anuncia a Jesucristo como la acción salvífica escatológica de Dios. Este kerigma es en realidad Jesucristo el Crucificado y Resucitado. Esto comenzó a suceder por
primera vez en el kerigma de la primitiva comunidad, no ya en la predicación del Jesús
histórico, aún cuando la comunidad haya introducido en la relación sobre la predicación
de Jesús, con frecuencia, motivos de su propio kerigma (1958, p. 40).
La afirmación de Bultmann nace en un contexto teológico en el cual se acepta la distinción entre el Cristo de la fe y el Jesús histórico. Cuestión aceptada por Hick pero con
diferentes implicaciones. Para Bultmann la imposibilidad de recuperar al Jesús histórico
hace inevitable asumir al Cristo de la fe o kerigma de la primitiva comunidad cristiana
42
como lo únicamente necesario y suficiente para la fe. Para Hick, por el contrario, sí es
posible recuperar al Jesús histórico y, por consiguiente, esto le lleva a rechazar al Cristo
de la fe (el mítico Hijo de Dios) por ser una creencia no relevante para la fe cristiana.
Conviene aclarar que en el Nuevo Testamento encontramos no una sino muchas
teologías. Por eso, no es fácil definir si en realidad Jesús no tuvo la intención de construir un “rebaño” alrededor suyo. El teólogo protestante Joachim Jeremias en su Teología del Nuevo Testamento (1971), ha mostrado al respecto que bien puede afirmarse
que Jesús sí quiso constituir alrededor suyo la Familia Dei. Y por eso, la distinción entre
reino de Dios e iglesia de Cristo es debatible. Está en juego al respecto si hubo o no
continuidad entre el mensaje de Jesús y el mensaje de Pablo. Leamos las palabras de
Joachim Jeremias al respecto (cito el texto sin enunciar los pasajes bíblicos):
Pues bien, Jesús está hablando constantemente, con multitud de imágenes, de un
nuevo pueblo de Dios, de un nuevo pueblo congregado por él…. Jesús habla del nuevo
pueblo de Dios, refiriéndose a él bajo la imagen de un rebaño: un rebaño al que el pastor
libra de la calamidad de la dispersión, un rebaño que él va congregando. Jesús habla del
nuevo pueblo de Dios, refiriéndose a él bajo la imagen de los invitados a las bodas, de la
plantación de Dios, de la red de pescar. Los pertenecientes al nuevo pueblo de Dios son el
edificio de Dios o la ciudad de Dios, que está cimentada sobre el monte Sión, y cuya luz
puede verse desde lejos. Ellos son los miembros de la nueva alianza, en quienes se cumple
la promesa de la alianza de que Dios es su maestro (p. 200).
… La imagen favorita de Jesús, para significar el nuevo pueblo de Dios, es la comparación de la comunidad de salvación con la escatológica “familia Dei”. Esta familia escatológica debe sustituir a la familia terrena, a la cual Jesús mismo y los discípulos que le acompañaban tuvieron que renunciar…. La “familia Dei” se manifiesta principalmente en la comunión de mesa, comunión que es una anticipación del banquete de salvación en el tiempo de la consumación. En otro pasaje Jesús amplia el marco de la familia de Dios, sobrepasando el círculo de sus adeptos: todos los que padecen necesidad, todos los oprimidos y
abandonados: a todos ellos Jesús los llama sus hermanos…. y los incluye por tanto en la
“familia Dei”. No cabe duda: Jesús está hablando constantemente, con las más diversas
imágenes, de la congregación del pueblo de Dios, de esa congregación que él está llevando a cabo (p. 201).
43
De todas maneras, o sea, más allá del propio desarrollo del dogma cristiano, los pluralistas deberían reconocer que el diálogo inter-religioso no implica la renuncia a ninguna creencia por parte de los interlocutores, sino la debida argumentación de las
mismas.
Es pues, aparentemente, la posición del pluralismo de tinte más histórico que
dogmático. Y digo aparentemente pues se asume una comprensión de la historia muy
literal como el “acontecer de hechos sucedidos en el pasado”. Sin embargo, gracias a la
filosofía hermenéutica, hoy día sabemos que “no existen hechos, sino sólo interpretaciones”. Es decir, que precisamente lo histórico es lo interpretado y que así lo “ocurrido” o “suceso” en cuestión es, por sobre todo, una interpretación que desde el presente se hace de lo pasado. Es decir, la historia con la que contamos no es la “recuperación
de hechos pasados” sino la “re-creación de hechos pasados” de los que nos apropiamos
con intereses presentes.12 Al respecto, comentando el ensayo de Charles Taylor titulado Understanding and Ethnocentricity (Comprensión y Etnocentricidad) publicado en
1981, el filósofo C. B. Gutiérrez escribe:
La nueva concepción interpretativa se opone tanto al modelo de la ciencia natural como a un modelo que podríamos llamar historista, que exige explicar toda cultura o sociedad en sus propios términos, con lo cual toda versión que una cultura tenga de sí misma
resulta inmejorable e incorregible. La nueva concepción, es lo que queremos destacar, interrelaciona el comprender otra cultura con la auto-comprensión de quien la comprende;
ella tiene el mérito de poder explicar cómo es que el comprender otras sociedades nos
arranca del etnocentrismo y cambia la comprensión que tenemos de nosotros mismos,
mientras que al contrario “no podemos comprender otra sociedad hasta que no nos
hayamos comprendido mejor a nosotros mismos” (2002, p. 242).
El debate cristológico propuesto por Hick en ambientes anglo ya se había dado en
ambientes germanos al menos una centuria antes desde Harnack hasta Bultmann. Tal y
como afirma W. Pannenberg (1990) al escribir:
12
Para profundizar en esta cuestión remitimos al apartado “el principio de la historia efectual”, en el
numeral 4 del capítulo 9 del primer volumen del libro Verdad y Método de H. G. Gadamer (1975), al
hablar sobre la fusión de horizontes.
44
En este punto la propuesta de Hick del pluralismo religioso como una opción de la teología cristiana está estrechamente relacionada con su implicación en el debate de The
Myth of God Incarnate (Cristo-sin-mito). Aunque no es posible en este contexto comentar
ese debate extensamente, puedo decir que estoy de acuerdo con Hick en su observación
de que este debate trajo “el azote de la crítica histórica” a las discusiones británicas sobre
cristología. En Alemania esto se había realizado mucho antes, y el modo en que los defensores de la idea de que el lenguaje encarnatorio era “mítico” oponían ese lenguaje al Jesús
histórico, recuerda mucho a un lector alemán la vieja teología liberal de Harnack y otros
que, claramente, han opuesto Pablo a Jesús para optar por la propia fe de Jesús en el Padre sólo en contraste con la fe de Pablo en el Hijo. La búsqueda del hilo conductor que, no
obstante, lleva de Jesús a la proclamación apostólica de Cristo, aún no ha ido examinada
por los defensores de la concepción Cristo-sin-mito. Pero esta es la cuestión que ocupó la
discusión exegética y teológica desde Bultmann (p. 176-177).
Y debido a que la teología alemana, tanto protestante como católica, ya ha resuelto
la cuestión acerca de ese dilema ontológico que asume la concretización histórica del
Absoluto; pues tal es la cuestión de la encarnación del Logos expresada en lenguaje filosófico, entonces, nos conviene escuchar la solución a la que se ha llegado al menos
hace media centuria. Del pensamiento del teólogo católico de origen alemán, Karl Rahner, hemos aprendido que: se trata de reconocer, no sólo que no existen dos historias
humanas, una salvífica y otra humana, sino además que, precisamente, la acción salvífica de Dios es mediada históricamente. De ahí, que los cristianos confesamos que Dios
ha actuado por excelencia en la persona de Jesucristo para la salvación de la humanidad.
Pero es, justamente, tal posición epistemológica que asume la historia humana como la mediación necesaria de la manifestación salvífica de Dios, lo que podría ser motivo de crítica contra los teólogos del pluralismo religioso. Pues una visión histórica del
acontecer de Dios, es una perspectiva netamente monoteísta de las religiones reveladas; cuestión que no es compartida por las religiones místicas de la India, ni por las religiones éticas de la China, ni muchísimo menos por las religiones chamánicas de los
grupos tribales.
45
En otras palabras, partir de un Dios manifestado en la historia de la humanidad (y no
sólo en Jesucristo), aunque posibilita una cosmovisión universal y pluralista, es ya de
por sí, una cosmovisión referida a las religiones hijas de Abraham. Para el budismo, por
ejemplo, no tiene nada de significativa la historicidad de Gautama el Buddha, sino la
ejemplaridad de sus dichos y sus hechos sean históricos o mitológicos. Tal y como escribe Ananda Coomaraswamy en su libro Buddha y el Evangelio del Budismo (1964):
Aunque es fácil extraer de los libros budistas un núcleo tal de hechos reales como el
esbozado más arriba, los materiales para una biografía más detallada del Buddha, vastos
como son, no pueden ser considerados históricos en el sentido científico de la palabra. Sin
embargo, mucho más importante que la crónica es la expresión de todo lo que los hechos,
tal como se los entendía, significaban para quienes ellos constituían una inspiración viva; y
precisamente esta expresión de lo que significaba la vida del Buddha para los budistas, o
bauddhas, como se llaman con más propiedad los seguidores de Gautama, es lo que encontramos en las vidas legendarias, tales como el Lalitavistara (p. 16).
De igual manera, para el hinduismo el carácter histórico de Krishna no es lo verdaderamente relevante: “Los intérpretes hindúes no atribuyen a la historicidad o no historicidad de Krishna ninguna relevancia especial por lo que respecta a su significado soteriológico. Que la historia de Krishna sea interpretada como acontecimiento histórico,
como leyenda o como mito, no tiene ninguna consecuencia para su valor salvífico” (Dupuis, 1997, p. 446). Dupuis cita al pensador hinduista Sri Aurobindo quien asevera lo
mismo al escribir:
La vida de Rama y Krishna pertenecen al pasado prehistórico que se ha transmitido
sólo en la poesía y la leyenda, e incluso pueden ser consideradas como mitos: pero es totalmente irrelevante si las consideramos como mitos o como hechos históricos, porque su
verdad y su valor permanentes consisten en su persistencia como forma, presencia e influencia espirituales en la conciencia interior de la raza y de la vida del alma humana
(1997, p. 446).
En suma, el debate seguirá abierto ya que aún no está bien demarcado el camino a
recorrer.
46
2.3. Puntos de desencuentro entre Occidente y Oriente
Tal como lo vimos al final del apartado anterior, las posturas pluralistas asumen ciertos presupuestos bajo los cuales pretenden comprender todas las religiones. Pero, como lo advertí en el Marco Epistemológico, un cierto tipo de “subjetivismo” resulta inevitable en todo acercamiento al otro. Me parece, en todo caso, que los defensores del
pluralismo no son conscientes de la proyección que ellos mismos efectúan, aún cuando
quieran ir en contra de ella. Por este motivo, una sana aproximación a otras religiones,
y más si están arraigadas en tradiciones distintas a la occidental, debería hacer explícitas las diferencias. Cabe citar en este momento, entonces, el artículo del estudioso en
religiones comparadas Ernst Benz titulado Sobre la Comprensión de las Religiones No
Cristianas, en el cual el autor describe la dificultad que existe en comprender con nuestros moldes occidentales las religiones de Oriente. Al respecto escribe:
A medida que comprendía la esencia de una religión no cristiana, inmediatamente se
me revelaba cada vez con mayor claridad en qué medida y con cuánta profundidad nuestra actitud occidental, nuestra reacción intelectual, emocional y volitiva hacia otras religiones, es influida por nuestra herencia europea y cristiana. Una de las reglas básicas del
estudio fenomenológico de las religiones es evitar juzgar otras creencias con criterios propios. Sin embargo, varias veces me sorprendió la dificultad que supone observar esta regla
en la práctica. Nuestro pensamiento científico crítico, nuestra experiencia total de la vida,
nuestras reacciones emocionales y volitivas están fuertemente moldeadas por nuestros
específicos presupuestos cristianos y por los modos de pensamiento y de vida occidentales (1965, p. 153-154).
Por lo tanto, una comprensión objetiva del otro, como anhelan los pluralistas, no es
posible; pues solo es viable una comprensión subjetiva del otro.
A continuación el autor describe tres puntos básicos de diferencia entre las religiones de Oriente y las religiones hijas de Abraham. Por la importancia de los mismos, paso a enumerarlos:
1. La noción personalista del Dios de Abraham versus la noción “a-teísta” del budismo y
el jainismo indio.
2. La noción monoteísta de las religiones hijas de Abraham versus la noción politeísta
47
del hinduismo indio y el sintoísmo japonés.
3. La noción de discontinuidad esencial entre Creador y creación de las religiones hijas
de Abraham versus la noción de unidad e identidad del Ser en las religiones de China e
India.
Las anteriores divergencias fundamentales implican una concepción de la espiritualidad con diferencias significativas entre las religiones hijas de Abraham y las religiones
de Oriente.
Por esto mismo, no asumo la posición pluralista según la cual todas las religiones del
mundo implican un mismo tipo de horizonte hacia lo trascendente, aunque con diferencias conceptuales y rituales nacidas de momentos históricos y condiciones culturales diversas. Asumo, por el contrario, que cada una de las religiones del mundo posee
horizontes de trascendencia propios, que implican diferencias conceptuales y rituales
nacidas, no solamente de situaciones históricas y culturales diversas, sino de comprensiones, intereses y acercamientos a lo divino muy dispares entre sí. En otras palabras,
no homologo las religiones del mundo como simples estrategias distintas de un mismo
propósito; más bien, reconozco la diferencia esencial de cada una de las religiones del
mundo tanto en fines como en medios.
Esto me ubica dentro del enfoque inclusivista, entre las perspectivas existentes en la
actualidad sobre el estudio de las religiones del mundo, en ámbitos académicos de la
teología cristiana contemporánea.
2.4. Inclusivismo o Cristocentrismo
Según esta perspectiva la salvación es posible para quienes pertenecen a las grandes
religiones del mundo en tanto la salvación obrada por Jesucristo es universal. Aunque
no solamente la salvación obrada por Jesucristo se extendería a los creyentes de otras
religiones, sino también abarcaría a los no creyentes. Así pues se reconoce el carácter
de “cristianos anónimos” a todos aquellos que caminan según el sendero inaugurado
por Jesucristo (Karl Rahner) sean o no creyentes. Entre los defensores de esta tesis en48
contramos a los teólogos Jean Daniélou, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y
otros.13 Pero cabe resaltar que no necesariamente las propuestas de todos los autores
inclusivistas son idénticas, pues existen diferencias entre ellos, aunque comparten el
hecho de interpretar la fe cristiana como la religión que recapitula a todas las otras religiones del mundo.
Se asume el valor pedagógico de las grandes religiones del mundo como preparatorias para la llegada del evangelio. Según esta tesis, el cristianismo acaba y realiza lo que
en las otras religiones son verdades imperfectas. El fundamento conceptual es la distinción entre religiones naturales y religiones reveladas (Judaísmo, Cristianismo e Islam).
Se asume que sólo en Jesucristo se hace plenamente manifiesto el poder salvífico de
Dios para la humanidad. De ahí, que se denomine a esta perspectiva como cristocéntrica. Las religiones del mundo se describen, en el Concilio Vaticano II, como simples caminos de “praeparatio evangelica” (Lumen Gentium 16), remitiendo el valor salvífico
de las grandes religiones del mundo a la salvación efectuada por Jesucristo. Desde esta
perspectiva “el cristianismo asume y lleva a su realización plena (finalización) todos los
elementos positivos presentes en las demás tradiciones religiosas” (Teixeira, 2005, p.
47).
Ahora bien, esta misma perspectiva cristocéntrica tiene otro sentido en autores como Karl Rahner, A. Röper, H. R. Schlette, R. Panikkar, G. Thils y otros. Para ellos, la presencia del Espíritu de Cristo estuvo ya presente desde el principio, inspirando y promoviendo valores salvíficos en todas las búsquedas espirituales de la humanidad, aún antes de la encarnación del Logos en Jesús de Nazaret, pues es dogma de la Iglesia la creencia en la pre-existencia del Verbo encarnado.
Así por ejemplo, R. Panikkar en su libro titulado El Cristo Desconocido del Hinduismo
publicado en 1970, muestra cómo en la figura de Ishvara todo creyente del hinduismo
13
A continuación cito algunas de las obras representativas de éstos autores denominados inclusivistas. Jean Daniélou, Sobre o Mistério da História, Sao Paulo: Herder, 1964; Il Misterio della Salvezza delle
Nazioni, Brescia: Morcelliana, 1966. Henri De Lubac, Paradoja y Misterio de la Iglesia, Salamanca: Sígueme, 1967. Hans Urs von Balthasar, Cordula Ovverosia il Caso Serio, Brescia: Queriniana, 1969; Incontrare
Cristo, Casale Monferrato: Piemme, 1992.
49
está adorando al mismo Cristo que nosotros los cristianos adoramos en la figura histórica de Jesús:
En lo que sigue, no pretendo criticar a la filosofía india o atribuirle lo que no dice, y
tampoco pretendo hacer violencia a la teología cristiana. Pero no puedo renunciar a la
convicción tranquila y humilde de que no sólo nos enfrentamos a una de las intuiciones
más profundas de la sabiduría india, sino también a una intuición análoga, presente por lo
menos en un aspecto del dogma cristiano de la Trinidad. El dogma de la Trinidad se presenta como la respuesta inesperada a la inevitable cuestión del mediador entre lo Uno y lo
Múltiple, entre lo Absoluto y lo Relativo, entre Brahman y el Mundo. Creo que, en último
análisis, este problema vedántico atañe también a otras culturas. El Amr del Corán, el Logos de Plotino, el Tathagata del budismo, responden a una misma necesidad, que es la de
encontrar un vínculo ontológico entre estos dos polos opuestos y aparentemente irreductibles que son lo Absoluto y lo Relativo (p. 150).
… Seguir desarrollando estas ideas de forma exhaustiva requeriría todo un comentario
(bhasya). Finalmente, concluiremos con una última observación: Eso de lo cual procede este Mundo, a lo cual regresa y por lo cual se sostiene, eso es Ishvara, el Cristo (p. 161).
De otra parte, la tesis fundamental de Karl Rahner, que le permite ver la presencia
salvífica del Cristo en todas las religiones del mundo, es su premisa de base que concibe la historia salvífica como coextensiva a la historia de la humanidad. Es decir, para
Rahner no puede separarse la historia de salvación de la historia humana y, por esto
mismo, no hay dos historias, una salvífica y otra humana, sino que, como escribe Rahner en su Curso Fundamental de la Fe: “La historia de la salvación abraza igualmente la
historia aparentemente profana de la humanidad, realizándose igualmente allí donde la
acción salvífica no está formulada de manera expresamente religiosa” (citado por
Teixeira, 2005, p. 48).
Pero existen críticas a tal perspectiva inclusivista, pues sigue manteniendo la supremacía de la fe cristiana sobre las otras fes del mundo. Los críticos de la perspectiva inclusivista afirman que el cristocentrismo de los inclusivistas es una manera encubierta
de obligar al no creyente a asumirse como cristiano; así el teólogo Hans Küng en su libro Ser Cristiano (1977) habla del “truco metódico” mediante el cual se quiere obligar a
50
los que son distintos a ser miembros de la Iglesia. Por eso no aceptan la denominación
de “cristianos anónimos” de Karl Rahner.
El principal defensor en la actualidad del inclusivismo cristocéntrico, Jacques Dupuis,
sin embargo, afirma que: “sigue siendo posible un cristocentrismo inclusivo y abierto,
que representa, sin duda, el único camino abierto para una teología cristiana de las religiones verdaderamente digna de este nombre” (1989, p. 149).
De mi parte, y debido a mi condición de teólogo, he preferido asumir como enfoque
teórico el inclusivismo teológico de carácter cristiano. Pero reconociendo, por mi profesión de antropólogo, las virtudes del enfoque pluralista, sin negar los vacíos conceptuales que aún mantiene el pluralismo teológico.
De todas maneras, lo que sí dejo en claro es que mi posición epistemológica no es
objetivista sino subjetivista, lo que resulta más congruente con el inclusivismo teológico. Pues, paradójicamente, el pluralismo con su opción relativista, homologa en un
horizonte común los diversos fines de las religiones del mundo al no reconocer la diferencia esencial que existe en cada una de las mismas con respecto al fin último. El intento pluralista de legitimar todos los sistemas de creencias y prácticas, niega, sin darse
cuenta, la misma diferencia que pretende defender. Por eso, si quiero seguir defendiendo el reconocimiento de la diferencia, entonces, debo asumir que las religiones del
mundo no son un mismo camino de salvación, sino propuestas de trascendencia con
horizontes o fines diversos.
Un ejemplo de lo dicho con anterioridad lo encontramos en la comprensión misma
de la fe como camino de salvación (religiones hijas de Abraham). No es posible asumir
que las demás religiones del mundo también interpretan su fe como vías de salvación,
pues muchas de ellas se perciben más bien como vías sapienciales (religiones de la China), caminos místicos (religiones de la India) o senderos chamánicos (religiones indígenas). Más aún, no en todas las religiones del mundo tenemos un mismo referente de
trascendencia o reconocimiento de la divinidad. Para las religiones místicas de la India
(hinduismo, budismo y jainismo) el acceso a la divinidad pasa por el despertar del fun51
damento último del ser en las estructuras psicológicas de lo humano, en el cual lo divino se manifiesta como ese Yo profundo en cada ser humano que es Uno en su identidad con el Todo. Para las religiones éticas de la China (taoísmo y confucionismo) el acceso a la divinidad pasa por el vínculo con el entorno tanto social como ambiental o
cósmico, en el cual lo divino se manifiesta como respeto y adecuación a la Ley que gobierna y estructura el orden cósmico. En las religiones históricas monoteístas (judaísmo, cristianismo e islamismo) el acceso a la divinidad pasa por el reconocimiento de la
actuación de Dios en la historia del pueblo elegido, en el cual lo divino se manifiesta
como la “presencia” misma de Dios en su pueblo Israel, su Hijo Jesucristo o su libro el
Corán. Por último, en las religiones chamánicas de los grupos tribales (indígenas de todo el planeta) el acceso a la divinidad pasa por la comunión con las fuerzas de la naturaleza, en la cual la divinidad se manifiesta como energía y poder que anima el cosmos.
Así pues, el respeto por las diferentes cosmovisiones religiosas del planeta pasa por
una perspectiva inclusivista que sin negar la identidad de la propia fe, también acepta
los valores de verdad y bondad que encuentra en los sistemas de creencias y prácticas
religiosas distintas a la propia. Esta apuesta inclusivista no es sólo una petición de principio a la teología cristiana, sino también a todos los sistemas religiosos del mundo. Se
pide, pues, que las religiones del mundo sean permeables a los valores de verdad y
bondad de los creyentes de otras religiones, sin que tal disposición de apertura implique negar la propia identidad de fe. No se busca, entonces, con el diálogo interreligioso, socavar los fundamentos mismos de las fes del mundo, pues se asume que los
mismos son buenos y verdaderos según el “principio de caridad” postulado por D. Davidson, sino alimentar los procesos de cambio al interior de las dinámicas históricas y
culturales de cada religión. O sea, no pretendemos convertir a nuestra religión al creyente de otra fe, sino colaborar en un mutuo y recíproco intercambio de experiencias,
ideas y costumbres que ilumine la común fe de todos los creyentes hacia horizontes de
espiritualidad más humanizadores.
Pues, como bien afirma A. Torres Queiruga (2005): “un encuentro con la manifesta52
ción de Dios en las otras religiones constituye una llamada a corregir defectos propios y
a descubrir las nuevas riquezas que, presentes en las demás, la inevitable estrechez de
la propia tradición no le permitía ver” (p. 110).
53
3. SOTERIOLOGÍA CRISTIANA PARA EL DIALOGO ENTRE LAS RELIGIONES
A continuación describo el desarrollo histórico de la comprensión de la doctrina de
la salvación en las grandes tradiciones cristianas. Cabe decir, como preludio, que el desarrollo dogmático de la doctrina de la salvación se ha realizado no como problemática
independiente sino como componente de otros grandes apartados de la teología
dogmática: a saber, la cristología, la antropología, la eclesiología y la escatología.
3.1. En La Tradición Ecuménica
Por respeto a la común tradición en que se insertan las tres grandes iglesias cristianas, hemos asumido que el primer milenio de historia de la cristiandad es legado
común tanto para católicos, como para ortodoxos y protestantes. Ejemplo de lo cual es
el período denominado patrístico pues, evidentemente, tanto católicos, como ortodoxos y protestantes reconocen en los Padres de la Iglesia una herencia común.
Así pues, describimos a continuación los principales conceptos que sobre la doctrina
de la reconciliación hubo en los primeros siglos del cristianismo. Expliquemos que,
aunque es verdad que el concepto de salvación no se reduce a los juicios formulados
sobre el concepto de reconciliación, sin embargo, y debido a que el dogma soteriológico fue construyéndose históricamente, entonces, sí es cierto que en los primeros siglos
de la fe cristiana los contenidos salvíficos se remitían principalmente a la idea de la reconciliación; pues aún las propuestas soteriológicas no se referían tanto a cuestiones
escatológicas ni eclesiológicas, como sí a cuestiones antropológicas y cristológicas (ni
qué decir, que tampoco habían aparecido, en el horizonte de la discusión teológica, los
asuntos meramente pneumatológicos con referencia directa a la vida cristiana que son
preocupación de nuestros días).
Hablar sobre la doctrina de la reconciliación en el marco de un estudio sobre la salvación muestra la manera en que están relacionadas la cristología y la soteriología. Resulta cada vez más cierto, para la teología actual, que no se puede separar la compren54
sión de la persona de Jesús de la comprensión de su obra. Por lo cual, hablar de cristología remite necesariamente a hablar de soteriología. El interrogante que resulta es:
¿cuál discurso es derivado del otro?, es decir, ¿conviene derivar la cristología de la soteriología? o, más bien, ¿es adecuado derivar la soteriología de la cristología? La respuesta a tal cuestión necesitaría todo un tratado expositivo que, por el momento, no
podemos realizar. Nosotros creemos más favorable asumir que la soteriología es una
función de la cristología, es decir, que la doctrina de la salvación deriva de la doctrina
que habla acerca de qué significa confesar que Jesús es el Cristo.
Pues bien, en la confesión cristiana que proclama a Jesús como el Cristo, es de suma
importancia el significado salvífico que se atribuye a su muerte en la cruz. Por eso, al
hablar de la comprensión que los cristianos del primer milenio tuvieron acerca del significado de la muerte de Jesús en la cruz, estamos al mismo tiempo accediendo a la
comprensión que hubo en aquella época del sentido de la salvación. Conviene mencionar el hecho de que la muerte en cruz de Jesús se consideró evento de salvación como
resultado de la experiencia directa que los discípulos tuvieron de la resurrección14 del
crucificado. En tal sentido, la muerte de Jesús no fue interpretada como cualquier otra
muerte, o sea, la interpretación de la muerte en cruz de Jesús de Nazaret se alimenta
de la comprensión post pascual de la Iglesia. Porque Dios resucitó a Jesús de entre los
muertos es que, ahora, la Iglesia confiesa la muerte en cruz de Jesús con sentido salvífico.
3.1.1. La doctrina de la reconciliación en Ireneo
Para Ireneo (130-202), la comunión con Dios perdida por la desobediencia cometida
por Adán en el árbol del Edén, fue restaurada por la obediencia de Jesús en el árbol del
calvario. Pues: “En efecto, así como por la desobediencia de un hombre, todos fueron
14
Hablar de “resurrección” remite a una comprensión monoteísta de la salvación escatológica prometida por Dios. Podríamos hablar, más bien, de “las apariciones del viviente”. Así evitaríamos todo sesgo judeocristiano de una realidad que bien podría ser asumida por creyentes de otras fes, pues también
en las creencias de las demás religiones del mundo se ha dado el caso de que los muertos manifiestan su
carácter de “vivientes”.
55
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno todos serán constituidos
justos” (Rom 5, 19 BJ). Ireneo enseña que en Jesús se recuperó lo que en Adán se había
perdido, atribuyendo a la función del Verbo encarnado el papel de recapitular, o sea,
de restablecer la condición original del ser humano cuando fue creado por Dios. Ireneo
entiende que es Dios quien necesita ser reconciliado, pues fue ofendido por la desobediencia de Adán. Pero no en el sentido de un sacrificio expiatorio que necesita aplacar
la ira de un Dios iracundo, sino simplemente, en el sentido de un Padre enojado por la
desobediencia de su hijo, que está dispuesto a restablecer la comunión tan pronto como vea la menor prueba de obediencia en su hijo. Pues bien, la encarnación del Verbo
y su muerte en la cruz fue la prueba de obediencia que el Padre aceptó, restituyéndose
así la comunión perdida.
Así leemos en el famoso escrito de Ireneo titulado Contra las Herejías15 (Adversus
Haereses):
… Pero no pediría cuentas de esto si no debiese también salvarlo y si el Señor, para recapitular todas las cosas, no se hubiese hecho él mismo carne y sangre según la antigua
creación, para salvar en sí en el fin lo que al principio se había perdido en Adán (V, 14, 1).
Y no sólo de las maneras que hemos dicho el Señor reveló al Padre y a sí mismo, sino
también por su pasión. Porque disolviendo la desobediencia del hombre que tuvo lugar al
principio en el árbol, “se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 8), curando por la obediencia en el árbol la desobediencia en el árbol (V, 16, 3).
… Y por eso en los últimos tiempos el Señor nos ha restituido a la amistad por su propia
encarnación: haciéndose “mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim 2, 5), propiciando
por nosotros al Padre contra el cual habíamos pecado, y consolando nuestra desobediencia con su obediencia, puso en nuestras manos la conversión y la sumisión a nuestro hacedor (V, 17, 1).
3.1.2. La doctrina de la reconciliación en Orígenes
Para Orígenes (185-254) la muerte de Jesús en la cruz es el final de un drama cósmi-
15
Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 233-259. Bogotá:
CELAM, 1991.
56
co, mediante el cual se concluye un tratado realizado entre Dios y Satanás. El acuerdo
entre Dios y Satanás es que Dios entregaba al Diablo dominio sobre los pecadores, más
no sobre los inocentes. Así pues, al morir Cristo en la cruz, y siendo inocente de toda
culpa, Satanás es vencido pues al no tener poder sobre los inocentes, tampoco tiene
dominio sobre aquellos que Cristo liberó del poder demoniaco por su muerte en la
cruz. Se trata de que Cristo pagó a Satanás, con su muerte inocente, el rescate por la liberación de todos aquellos que Satanás tenía bajo dominio por ser pecadores. En la
epístola a los Colosenses encontramos ecos de un drama cósmico que se desarrolla entre Dios y los Poderes demoniacos: “Dios anuló el documento de deuda que había contra nosotros y que nos obligaba; lo eliminó clavándolo en la cruz. Dios despojó de su poder a los seres espirituales que tienen potencia y autoridad, y por medio de Cristo los
humilló públicamente llevándolos como prisioneros en su desfile victorioso” (Col 2, 1415 DHH). Por eso se ha denominado a la teoría de Orígenes como la teoría del Christus
Victor (Cristo victorioso), a la manera de la victoria de los jefes militares que luego de
vencer a sus enemigos los exhiben públicamente en un desfile triunfal.
En el siguiente texto del Comentario al Evangelio de San Juan16 de Orígenes, se observa cómo la muerte en la cruz del Verbo encarnado también se entiende al modo de
una medicina curativa al mismo tiempo que como rescate:
Pero aun cuando el Padre diga qué es hacerse siervo, no es tanto en comparación con
el cordero, y cordero sin mancha: pues como cordero inocente se hizo el Cordero de Dios
llevado al sacrificio (Is 53, 7) para quitar el pecado del mundo; y el que dispensa a todos la
palabra, se asemejó al cordero que ante el trasquilador queda sin palabra, de manera que
todos fuésemos purificados por su muerte, que es como la medicina que se da como antídoto contra las fuerzas contrarias, y contra el pecado de aquellos que quisieren recibir la
verdad; porque, en efecto, la muerte de Cristo hizo languidecer las potencias que hacían
guerra contra el género humano, y con indecible potencia liberó del pecado la vida en cada uno de los creyentes (I, 37).
16
Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 304-311. Bogotá:
CELAM, 1991.
57
3.1.3. La doctrina de la reconciliación en Anselmo
La doctrina de la reconciliación en Anselmo (1033-1109) bien puede ser denominada
“teoría de la satisfacción” pues postula, en términos generales, que la muerte en cruz
de Jesús satisfizo la justicia divina. Dios en su justicia debería haber castigado el pecado
de todos los seres humanos, pero al morir Cristo en la cruz y por su condición de inocente, entonces, sustituyó el castigo que merecíamos todos nosotros. Pues bien, porque Cristo con su muerte en la cruz pagó a Dios el castigo por nuestros pecados, entonces, ahora nosotros podemos gozar del perdón divino. Según esta concepción del papel
de la muerte de Jesús en la cruz, Dios estaba enojado con los seres humanos y su ira
era la merecida recompensa por nuestros pecados. Dios, pues, necesitaba ser reconciliado con los seres humanos, y Jesús al morir en la cruz produjo tal reconciliación.
Esta teoría de la satisfacción fue la que tuvo más influencia en toda la cristiandad,
entendiéndose la muerte de Jesús en la cruz como un sacrificio de expiación que aplaca
la cólera de Dios contra el pecador. Esta teoría de la satisfacción se inspira directamente en San Agustín (354-430), quien escribió:
¡Oh eterno y amantísimo Padre!, ¡qué grande fue el exceso de vuestro amor para con
los hombres, pues no perdonasteis a vuestro unigénito Hijo, sino que le entregasteis a que
muriese por nosotros pecadores!... se sujetase a padecer por nosotros la ignominiosa
muerte de cruz… Él mismo fue el vencedor y la víctima, que se ofreció a Vos por nosotros;
y por eso fue vencedor, porque fue víctima. Se hizo para con Vos sacerdote, y sacrificio
por nosotros; y por eso fue el sacerdote, porque él mismo fue el sacrificio (Confesiones,
Libro X, 68).
3.1.4. La doctrina de la reconciliación en Abelardo
A la doctrina de la reconciliación de Abelardo (1079-1142) podemos denominarla
una doctrina subjetiva. Para Abelardo el sufrimiento de Cristo muriendo en la cruz
conmueve lo más íntimo del corazón humano. De este modo los seres humanos, movidos por ese amor del crucificado que entrega su vida por compasión a los pecadores,
reconocen que en Dios su misericordia es muchísimo más grande que su ira. Lo cual nos
58
anima hacia el arrepentimiento, pues sabemos que el perdón divino es un resultado de
su amor infinito, en el cual podemos estar confiados. Pues como escribe el mismo Abelardo: “Todos los que se mantienen en el amor de Dios se salvan necesariamente”
(Conócete a ti mismo, capítulo 20).
Expresión de esta concepción subjetiva de la expiación es el bello poema de la literatura española que dice:
No me mueve, mi Dios, para quererte
El cielo que me tienes prometido;
Ni me mueve el infierno tan temido,
Para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
Clavado en una cruz y escarnecido;
Muéveme ver tu cuerpo tan herido;
Muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
Que aunque no hubiera cielo te amara
Y aunque no hubiera infierno te temiera.
No tienes que darme porque te quiera;
Pues aunque cuanto espero no esperara,
Lo mismo que te quiero te quisiera.
17
3.1.5. En suma
A modo de síntesis expresemos lo siguiente.
Primeramente, observamos cómo la comprensión teológica de los cristianos en el
primer milenio estuvo concentrada cristológicamente. Conocer en profundidad la función del Verbo encarnado fue la preocupación primera de la teología cristiana. De ahí
que los primeros concilios fueran principalmente cristológicos y que la actuación de
17
Anónimo, aparecido por primera vez en 1628 en la obra del español Antonio de Rojas.
59
Dios en la historia humana se percibiera como el envío de Su Hijo al mundo. Pero, entonces, se hizo necesario entender qué necesidad tenía Dios de enviar su Hijo al mundo. Con lo que la conexión entre cristología y antropología (más exactamente, hamarteología o doctrina sobre el pecado) fue evidente. Ya que no fue por necesidad divina,
sino por necesidad humana que el Verbo se encarnó. Ahora bien, como no era menester que Dios hubiera sido tomado de asalto por razón del pecado, entonces, tal encarnación del Verbo o donación del Hijo se entendió como una decisión asumida desde el
inicio del mundo por la divina Trinidad. Asunto, que no solamente implicaba el envío
del Hijo, sino también el envío del Espíritu Santo; ambos como respuesta salvífica del
Padre al pecado humano. De ahí, que se comprenda cómo la discusión teológica de los
primeros siglos entendió la salvación en referencia a la muerte en cruz de Jesucristo, ya
que no era posible dar sentido a la muerte del Hijo de Dios, el justo, sino en relación
con el pecado de los seres humanos, los injustos. La contradicción de la cruz sólo tiene
sentido en perspectiva salvífica.
Luego, notamos cómo la comprensión del significado de la muerte de Jesús tiene
connotaciones plenamente teológicas, o sea, cómo enunciados cristológicos se convierten en percepciones sobre el ser de Dios. De este modo, la visión de un Dios amoroso
que reconcilia al mundo consigo mismo, según la primera y segunda generación de cristianos, se cambia por la visión de un Dios iracundo que necesita ser reconciliado con el
mundo, según algunos de los primeros Padres de la Iglesia. La diferencia radica en
quién es el sujeto y quién el objeto de la reconciliación: Dios o el hombre. En la comprensión paulina del asunto Dios es el sujeto de la reconciliación y el hombre el objeto
de la misma, es decir, quien ofrece al hombre la reconciliación es Dios y quien necesita
de ella es el hombre. Pues no era Dios el enojado con el hombre, sino el hombre quien
estaba en rebeldía con Dios. No había, pues, que apaciguar el corazón de un Dios iracundo, con sacrificios expiatorios, por ejemplo, sino restablecer los vínculos de comunión que de parte del hombre se habían roto para con Dios. Como bien enseña la parábola del padre y sus dos hijos (Lc 15, 11-32), o el texto en el cual el apóstol afirma:
60
“Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta
las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 19 BJ).
Por último, cabe resaltar el hecho de que tales interpretaciones sobre el significado
de la muerte en cruz de Jesús, sí respondieron al entorno histórico y cultural de los
primeros siglos. Ireneo, con su teoría de la recapitulación, posiblemente respondió a la
teología judía sobre la manera en que Jesús se insertaba en la historia de la salvación
desarrollada desde Adán. Orígenes, con su teoría del drama cósmico, respondió de
modo directo a los creyentes gnósticos de su tiempo. Anselmo, con su teoría de la satisfacción inspirada en Agustín, dio forma jurídica a un problema teológico, mostrando
la racionalidad de la fe cristiana. Y Abelardo, con su teoría subjetiva, mostró las estructuras psicológicas del corazón humano que hacen posible la conversión de un pecador
en un santo. Por todo lo anterior, creo que también nosotros, los creyentes del siglo
XXI, el siglo de la aldea global (la aldea planetaria), estamos autorizados por la historia
de la teología cristiana para “reformular” la fe de los Padres en conceptos que respondan a los nuevos sentidos que hoy tenemos de Dios, del cosmos y de la historia humana.
3.2. En La Tradición Ortodoxa
Reconocemos como “tradición ortodoxa” la doctrina de las iglesias de oriente que
solamente aceptan los siete primeros concilios denominados concilios ecuménicos,
pues en tales concilios hubo participación conjunta tanto de las iglesias de occidente
como de las iglesias de oriente. Por esto mismo, a la Iglesia Ortodoxa se la denomina
“la iglesia de los siete concilios”, que son: Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso
(431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (680) y Nicea II (787).
A propósito de la importancia que para la Iglesia Ortodoxa tienen estos siete concilios,
leemos a continuación la afirmación de un reconocido teólogo del siglo XX de la Iglesia
Ortodoxa, Vladimir Lossky, en su libro titulado Teología Mística de la Iglesia de Oriente
61
(1944):
Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso
de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece dominado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento
de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística.
En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deificación como fin universal: “Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse
dioses”. Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el
Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo encarnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra deificación es imposible. La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la
cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apolinarismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la
verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios.
Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y humana, no se podría alcanzar la deificación: “Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no
puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana”. La Iglesia triunfa en la lucha por las
imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbolo y garantía de nuestra santificación.
En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gracia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupación central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la
unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo
núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el transcurso de las épocas sucesivas (p. 9-10).
En el anterior texto se observa cómo el tema central de la teología ortodoxa salta a
la vista: la téosis (
) o deificación del ser humano. Que en términos occidentales
se refiere a la restauración de la imagen divina en el ser humano, perdida (según los
protestantes) o desfigurada (según los católicos) por la caída. Tal es la doctrina ortodoxa de la salvación que en palabras de las Escrituras se traduce como “participación”
en la naturaleza divina: “Con ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas, para que por ellas participéis de la naturaleza divina y escapéis de la corrupción
62
que habita en el mundo por la concupiscencia” (2 Pedro 1, 4 BP). Y que según la clásica
formulación de Ireneo y Atanasio afirma: “Dios se hace hombre para que el hombre
pueda llegar a ser Dios”.
En el siguiente texto titulado Contra las Herejías18 (Adversus Haereses) de Ireneo,
leemos con más detalle la manera en que la encarnación del Verbo posibilita la deificación del hombre:
… A ellos les dice el Verbo, exponiéndoles el don de su gracia: “Yo dije: todos sois dioses e hijos del Altísimo; pero como hombres moriréis” (Sal 82, 6-7). Esto dijo a quienes no
recibían el don de la filiación adoptiva, sino menospreciando la encarnación por la concepción pura del Verbo de Dios, privan al hombre de su elevación hacia Dios, y así desagradecen al Verbo de Dios hecho carne por ellos. Para eso se hizo el Verbo hombre, y el Hijo de
Dios Hijo del Hombre, para que el hombre mezclándose con el Verbo y recibiendo la filiación adoptiva, se hiciese hijo de Dios. Porque no había otro modo como pudiéramos participar de la incorrupción y de la inmortalidad, a menos de unirnos a la incorrupción y a la
inmortalidad. ¿Pero cómo podíamos unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad, si primero la incorrupción y la inmortalidad no se hacía cuanto somos nosotros, “para que se
absorbiese” lo corruptible en la incorrupción y lo mortal en la inmortalidad (1 Cor 15, 5354; 2 Cor 5, 4) “para que recibiésemos la filiación adoptiva” (Gal 4, 5)? (III, 19, 1).
Recordemos también las palabras de Atanasio (295-373), en su texto titulado Sobre
los Decretos de Nicea,19 que al respecto de la función de la encarnación del Verbo en el
proceso de la deificación del ser humano escribe:
… Y si alguien quisiera aprender el motivo de esto, también lo encontrará: porque el
Verbo se hizo carne para ofrecerla por todos, y para que nosotros pudiésemos deificarnos
participando de su espíritu; cosa que no podríamos conseguir si él no se hubiese revestido
nuestro cuerpo creado; de ese modo comenzamos a ser llamados hombres de Dios y
hombres en Cristo (14).
Notemos, entonces, que ya en Ireneo existen dos motivos de la encarnación del
Verbo: primero, para recapitular en él la obra comenzada en Adán, según vimos más
18
Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 233-259. Bogotá:
CELAM, 1991.
19
Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 334-365. Bogotá:
CELAM, 1991.
63
arriba al hablar de la tradición ecuménica y, segundo, para posibilitar por medio de él la
deificación del hombre, según vemos ahora en la tradición ortodoxa. Lo que nos muestra una característica básica de la Iglesia oriental: la negación a sistematizar la doctrina.20 Para los cristianos de oriente las verdades de fe no pueden ser reducidas a simples sistemas filosóficos de explicación conceptual ya que, por más que intentemos
iluminar la realidad, tanto terrena como divina, con el uso de la razón, siempre quedará
un resto de misterio imposible de descifrar que sólo podrá ser accedido por la contemplación. No se trata, entonces, de decir todo lo posible acerca de las verdades de fe,
pues no existe el interés de realizar sumas teológicas sino, simplemente, de iluminar
con la razón algunos aspectos de la experiencia de fe.
De ahí, la importancia en la doctrina ortodoxa de la vía mística, lugar de encuentro
entre el hombre y Dios:
Dicho de otro modo, al expresar el dogma una verdad revelada que nos aparece como
un misterio insondable, debemos vivirlo en un proceso durante el cual, en vez de asimilar
el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que cuidemos
de un cambio profundo, de una transformación interior de nuestra mente, a fin de hacernos aptos para la experiencia mística (Lossky, 1944, p. 8).
De ahí también, la descentralización administrativa de las iglesias locales denominadas autocéfalas, pues cada obispo es autónomo y un “par entre pares” en la reunión de
obispos. Pues así como no existe un centro de poder visible que ejerza control sobre
todos los demás, o sea, así como no existe la suprema potestas in universa ecclesia;
tampoco existe una centralización de la doctrina en torno de la cual deban girar las
demás propuestas teológicas, ya que todo enunciado doctrinal es, simplemente, una
expresión conceptual condicionada histórica y culturalmente, por lo tanto diversa, de
una experiencia de fe común a los creyentes:
La ortodoxia no admite un jefe visible de la Iglesia. La unidad de ésta se expresa me-
20
Lo que tengo en mente al derivar la imposibilidad de una completa sistematización en temas teológicos, de las dos razones que ofrece Ireneo para explicar la encarnación del Verbo, es la premisa de base
según la cual todo sistema de pensamiento requiere la univocidad de sus conceptos. Por lo que en esos
modos de pensamiento donde existe polisemia conceptual no es posible la sistematización.
64
diante la comunión de los jefes de las iglesias locales, por el acuerdo de todas las iglesias
respecto a un concilio local y que adquiere, por eso mismo, un valor universal; por último,
en casos excepcionales, puede manifestarse por un concilio general. La catolicidad de la
Iglesia, lejos de ser privilegio de una sede o centro determinado, se realiza más bien en la
riqueza y multiplicidad de las tradiciones locales, que dan testimonio unánime de una sola verdad: lo que es guardado siempre, en todo lugar y por todos (Lossky, 1944, p. 13-14).
La Iglesia ortodoxa, aunque es llamada comúnmente la Iglesia de Oriente, no deja de
considerarse sin embargo como la Iglesia ecuménica. Y esto es verdad en el sentido de
que no está limitada por un tipo de cultura determinada, por la herencia de una civilización, helenística u otra, por formas culturales estrictamente orientales… La Ortodoxia ha
sido la levadura de demasiadas culturas diferentes, para ser considerada como una forma
cultural del cristianismo oriental: estas formas son diversas, la fe es una. A las culturas
nacionales no ha opuesto jamás una cultura que se repute de específicamente ortodoxa
(Lossky, 1944, p. 14).
También nosotros, los cristianos del siglo XXI, podríamos aprender a vivir en la comunión de una misma experiencia de fe en medio de la diversidad histórica y cultural, y
por lo tanto conceptual. Pues, aunque existe un fundamento común de nuestra fe (Judas 1, 3b), sin embargo, la manera de entender la misma está condicionada por historias y culturas diversas. Tampoco necesitamos construir grandes sistemas teológicos,
pues nos bastan simples orientaciones doctrinales que iluminen la fe del creyente en su
comunión con Dios. La unión de los creyentes debería ser más una cuestión de vivir una
verdadera ortopraxia que una cuestión de defender la verdadera ortodoxia, lo que,
aunque suene paradójico, es lo que ha ocurrido en la Iglesia ortodoxa. Pues ellos han
sabido comprender que, a pesar de la diversidad de comprensiones conceptuales, sin
embargo, todas y cada una de tales comprensiones reflejan una misma experiencia de
fe: la unión mística con la divinidad. Conviene resaltar aquí la perspectiva bíblica del
concepto de fe, que no significa adecuación conceptual a un mismo sistema de creencias, sino seguimiento a un mismo estilo de vida. De lo cual es ilustrativo el pasaje de
Santiago 2, 19 que dice: “¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan” (BJ).
65
Escuchemos, a propósito de la unidad que puede haber en la diversidad, al concilio
Vaticano II cuando afirma en el Decreto sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio):
Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según el cometido
que le ha sido dado, observen la debida libertad, tanto en las diversas formas de vida espiritual y de disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos, e incluso en la elaboración teológica de la verdad revelada; pero en todo practiquen la caridad. Pues con este
proceder manifestarán cada día más plenamente la auténtica catolicidad y la apostolicidad
de la Iglesia (UR 4).
A continuación describo con más detalle el sentido de la téosis en la teología de la
Iglesia Ortodoxa, según la exposición de Vladimir Lossky en su libro Teología Mística de
la Iglesia de Oriente (1944).
3.2.1. La doctrina soteriológica de la Téosis
Para la teología ortodoxa la creación del mundo es un acto de la libre voluntad de
Dios, destinado a participar en la plenitud de la vida divina, uniendo la realidad espiritual con la realidad física, en la libre participación de la voluntad creada con la voluntad
de Dios. Para lo cual, Adán, como primer ser humano creado a imagen de Dios, fue destinado para la realización del logro de su deificación, como manifestación de una realidad creada que expresa la plenitud de la realidad divina. Pero por la caída de Adán se
malogró tal propósito y de ahí la necesidad del plan de salvación de Dios para la humanidad.
La creación del hombre a imagen de Dios no implicaba que la deificación ya se
hubiera alcanzado, sino que tal “imagen” era la potencia mediante la cual Adán debería
alcanzar la completa “semejanza” con la divinidad en su deificación. Lo que la caída
ocasionó, entonces, no fue la pérdida de la imagen divina que se expresa en la libertad
del ser humano para conformarse a la voluntad de Dios; lo que la caída ocasionó fue,
más bien, la corrupción de la voluntad humana que en vez de inclinarse naturalmente
hacia Dios, después de la caída se inclinó hacia el mundo. La caída no produjo una
pérdida de la naturaleza o estructura ontológica del ser humano, sino una pérdida de la
66
condición natural o de gracia (para la ortodoxia oriental no existe distinción entre naturaleza y gracia, pues la una remite necesariamente a la otra, ya que el cosmos entero es
creación divina, conteniendo la naturaleza, en sí misma, la gracia divina), o sea, una
pérdida de la condición existencial de inclinación natural hacia Dios: “El mal entró en el
mundo por la voluntad. No es una naturaleza (
), sino un estado (
)” (Lossky,
1944, p. 94). El proceso de deificación se entiende, entonces, como la liberación de la
voluntad caída para que pueda volver, natural o espontáneamente, a buscar, hallar y
realizar la voluntad de Dios.
Una misma perspectiva del concepto de libertad asumió la Iglesia católica cuando en
el concilio de Orange del año 529, rechazando la actitud estoica del pelagianismo, pero
atenuando, a su vez, el pesimismo agustiniano, reconoce que en el pecado original no
se ha perdido (amissum) la libertad sino que sólo se ha visto deteriorada: “La afirmación principal del concilio de Orange (529) es la siguiente: el ser humano, en su condición actual, no está intacto, sino empeorado (in deterius commutatus), y su libertad no
está ilesa, sino abocada a corrupción” (González Faus, 1987, p. 336). Concepción contraria al protestantismo que debido a un exceso de agustinismo en Lutero, postula la
total corrupción de la naturaleza humana. Lo que parece estar en juego, sin embargo,
en las discusiones acerca de la libertad humana no es tanto la cuestión antropológica,
sino más bien las implicaciones cristológicas y soteriológicas del asunto. Es decir, qué
significado tiene para la doctrina de la salvación obrada en Jesucristo el hecho de que la
libertad del ser humano esté parcialmente o totalmente afectada por la caída. Y creo
que tanto en la respuesta católica del reconocimiento de una libertad deteriorada, como en la respuesta protestante de la aceptación de una pérdida de la libertad, lo que
se quiere salvaguardar es la necesidad de la salvación en Cristo. Pues, contra Pelagio, si
no hubiera deterioro de la libertad, entonces, no habría necesidad de la obra de Cristo.
Y, a favor de Lutero, si no hubiera pérdida de la libertad, entonces, no habría necesidad
de la gracia de Dios.
Con la caída se introdujeron, eso sí, otros obstáculos más al proceso de deificación.
67
Para Adán la comunión con Dios era natural, su naturaleza creada tendía a la comunión
con Dios. Sólo se esperaba, entonces, que Adán completara el proceso de deificación al
unir, por su libre voluntad, la doble naturaleza de su ser, la espiritual y la física, en una
sola persona, convirtiéndose así en un “dios creado”. Adán sólo tenía que seguir su
propia naturaleza en la tarea de unir, por libre voluntad, la doble naturaleza con la que
había sido creado. La caída, pues, añadió dos obstáculos más a la tarea de la deificación: el pecado y la muerte. Ahora la humanidad debería luchar, no solamente con la
doble naturaleza de su ser, sino además con el pecado de alejarse de la voluntad divina
y la consecuencia del mismo: la muerte.
Pues bien, el plan de salvación divina otorgado en Jesucristo resolvió los tres problemas de la humanidad y recuperó el propósito original de Dios de llamar al hombre a
participar de la naturaleza divina. Así, cuando el Verbo se hizo carne y unió en una
misma persona tanto la naturaleza divina como la naturaleza humana, estaba, al mismo
tiempo, posibilitando que los seres humanos volvieran a tener la capacidad de unir la
doble naturaleza con la que fueron creados. El Verbo encarnado también venció al pecado con su muerte en la cruz, y venció a la muerte con su resurrección. De este modo:
“Según Cabásilas, Cristo supera las tres barreras, fruto del pecado de Adán: la barrera
de la naturaleza (superada por la encarnación), la barrera del pecado (superada por la
cruz) y la barrera de la muerte (superada por la resurrección)” (Codina, 1997, p. 63.).
Respecto a la causa de la encarnación del Verbo existen diferentes razones entre los
escritores ortodoxos. Unos afirman que la encarnación del Verbo fue un derivado necesario del pecado de Adán, otros, por el contrario, consideran que aún a pesar de que
Adán no hubiera pecado, sin embargo, la encarnación del Verbo hubiera sido un hecho.
En palabras de Víctor Codina (1997) leemos al respecto:
¿Habría habido encarnación sin pecado? Los escotistas, seguidores del franciscano
Duns Scoto, dicen que sí; los tomistas, seguidores de Tomás de Aquino, dicen que no. En
general, Oriente no se plantea problemas irreales, sino que es realista. Máximo Confesor
dice que la encarnación realiza lo que Adán no fue capaz de realizar; pero no le preocupa
si habría habido encarnación sin pecado. Sólo Isaac el Sirio afirma que aun sin pecado
68
habría habido encarnación (p. 64).
Le resta al hombre, entonces, aceptar por libre voluntad la obra que Dios realizara
en Jesucristo y proseguir con el logro de su propia deificación que, según San Isaac Siríaco, ocurre mediante tres actos primordiales: la penitencia, la purificación y la perfección. Pero que no sucede como recompensa de los propios méritos sino como quien
colabora con la gracia divina en una synergeia que enlaza la voluntad humana con la
voluntad divina. Como explica Lossky (1944) en varios pasajes de su libro:
Porque no se trata de méritos sino de una cooperación, de una synergeia de ambas voluntades, divina y humana, acuerdo en el que la gracia se desarrolla cada vez más y se encuentra apropiada, ‘adquirida’ por la persona humana. La gracia es una presencia de Dios
en nosotros que exige por nuestra parte esfuerzos constantes. Sin embargo, esos esfuerzos no determinan en modo alguno la gracia, ni la gracia mueve nuestra libertad como una
fuerza que le fuera ajena (p. 147).
El concurso de las dos voluntades es necesario para alcanzar dicho fin: por una parte,
la voluntad divina deificante que confiere la gracia por el Espíritu Santo presente en la
persona humana; por otra parte la voluntad humana que se somete a la voluntad de Dios
recibiendo la gracia, obteniéndola, dejándola penetrar completamente la naturaleza (p.
93).
El hombre se une a Dios adaptándose a la plenitud del ser, que se abre en las profundidades de su propia persona. En los esfuerzos incesantes de una vía de ascensión, de cooperación con la voluntad divina, la naturaleza creada será cada vez más transformada por
la gracia, hasta la deificación final, que se revelará plenamente en el reino de Dios (p. 181182).
Ahora bien: ¿Cómo se realiza en la vida del creyente la obra de la deificación? Recordemos que la obra de Cristo, como Verbo encarnado que es, consiste en unir en su
persona la doble naturaleza (la divina y la humana), restaurando así la posibilidad de
que los seres humanos realizaran la unión de su naturaleza creada con su naturaleza
increada. Y así como Cristo realiza la salvación para toda la humanidad, así el Espíritu
Santo efectúa tal salvación en la vida de cada creyente en particular. Pues, según la
imagen simbólica de la “llama” que arde sobre la cabeza de cada uno de los discípulos
en el día del Pentecostés, como signo del derramamiento del Espíritu Santo, asimismo,
69
la obra del Espíritu Santo efectúa en cada creyente en particular la gracia deificante:
“Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre
cada uno de ellos” (Hc 2, 3 BJ). En otras palabras, la obra que realiza Cristo por la
humanidad entera, la efectúa el Espíritu Santo por cada uno de los creyentes como realidades personales.
La respuesta, entonces, al interrogante sobre cómo se realiza en la vida del creyente
la obra de la deificación, sería: por la participación del Espíritu Santo en la vida de cada
creyente como gracia deificante. Se entiende, entonces, que Cristo dijera: “Pero yo os
digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7 BJ). El Espíritu Santo es, pues, quien
efectúa la deificación del creyente en su realidad personal. Vladimir Lossky (1944) lo
explica de la siguiente manera:
Para la tradición mística de la cristiandad oriental, pentecostés, que confiere a las personas humanas la presencia del Espíritu Santo, primicias de la santificación, significa el fin,
el fin último y al propio tiempo, marca el comienzo de la vida espiritual. Descendido sobre
los discípulos por las lenguas de fuego, el Espíritu Santo desciende invisiblemente sobre
los nuevos bautizados por el sacramento del santo crisma. En el rito oriental, la confirmación sigue inmediatamente al bautismo. El Espíritu Santo opera en ambos sacramentos:
recrea la naturaleza purificándola, uniéndola al cuerpo de Cristo, comunica también a la
persona humana la divinidad, la energía común de la Santísima Trinidad, es decir, la gracia
(p. 126).
… Por la venida del Espíritu Santo, la Trinidad habita en nosotros y nos deifica, nos confiere sus energías increadas, su gloria, su divinidad, que es la luz eterna en la que debemos
participar (p. 127).
Notemos que la gracia es entendida como la presencia de Dios en el creyente. Resaltemos, entonces, la manera en que la ortodoxia oriental finaliza con postulados pneumatológicos su postulado soteriológico sobre la téosis. Pues, de un lado, la cristología
produce reflexiones pneumatológicas y, de otro lado, la soteriología asume premisas
pneumatológicas. Lo que nos lleva a un entramado metodológico de gran interés para
la teología actual: el desarrollo de un discurso pneumatológico que se origine directa70
mente de presupuestos cristológicos, y que conlleva a implicaciones soteriológicas. Así
se mostraría cómo la salvación deriva de la obra de Jesús por mediación del Espíritu
Santo.
Conviene decir aquí que es en éste contexto teológico donde habría que enmarcar la
discusión acerca de las “mediaciones secundarias” propuesta por la Iglesia católica y
rechazada por las iglesias evangélicas. Es decir, el papel mediador de la virgen María
sólo tendría sentido teológico en el contexto de las “mediaciones históricas” efectuadas dentro de la economía del Espíritu Santo, y lo mismo podría decirse de la función
salvífica de los sacramentos que sólo tendrían sentido teológico como “mediaciones
litúrgicas” que acontecen en la economía del Espíritu Santo.
Me atrevo a expresar también, que toda verdadera eclesiología debería nacer como
resultado de una verdadera soteriología, pues la doctrina acerca de ¿quién es el pueblo
de Dios? debería nacer como respuesta a la pregunta acerca de ¿quiénes son los salvados? Por eso, la formulación medieval que reza Extra Ecclesiam Nulla Salus (fuera de la
Iglesia no hay salvación), podría haber fallado en su lógica interna, al derivar el discurso
soteriológico del discurso eclesiológico, cuando pareciera que la derivación debió haber
sido al contrario. Al respecto conviene recordar que “El eclesiocentrismo exclusivista,
fruto de un determinado sistema teológico, o de una comprensión errada de la frase
«extra Ecclesiam nulla salus», no es defendido ya por los teólogos católicos, después de
las claras afirmaciones de Pío XII y del Concilio Vaticano II sobre la posibilidad de salvación para quienes no pertenecen visiblemente a la Iglesia” (C&R 10).21
3.2.2. En suma
Recapitulando, tengamos en cuenta, entonces, que el propósito de toda reflexión
teológica es más acompañar la fe del creyente que agotar la comprensión del misterio
divino. Por esto mismo, o sea, por el carácter práctico del discurso teológico, es que el
21
Con la sigla C&R citamos el documento escrito por la Comisión Teológica Internacional, publicado
en 1996 y titulado El Cristianismo y las Religiones.
71
mismo debería promover la reunión de los creyentes y no su alejamiento, reconociendo que diversas perspectivas de fe nacen de distintas necesidades eclesiales. Por lo que
no se trataría, en el debate teológico, de persuadir a los interlocutores sobre la lógica
de mis argumentaciones, sino de mostrarles la manera en que la fe ha respondido a mis
necesidades existenciales. En términos de la filosofía, estamos resaltando el hecho defendido por la escuela de Frankfurt en su “teoría crítica de la sociedad”, acerca de que
los criterios de verdad no deberían ser de índole exclusivamente epistemológico sino
también de carácter ético, o sea, que la verdadera crítica no se refiere tanto a iluminarnos sobre las contradicciones de la razón sino, sobre todo, a liberarnos de las contradicciones sociales y políticas de nuestra propia historia. Para la denominada escuela
de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Habermas) la función de la crítica es mostrar las
contradicciones de la sociedad mediante el reconocimiento de las mismas, es decir,
desvelar las contradicciones internas de los problemas sociales. El criterio de verdad al
que se remite ya no es, solamente, la correspondencia con la realidad (realismo), ni la
adecuación a la razón (idealismo), sino además la capacidad emancipadora o liberadora
de tal o cual enunciado teórico. Se trata, entonces, de construir discursos de la realidad que posibiliten la justicia, lo que nos recuerda las palabras de Jesús al decir: “y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32 BJ).
Tengamos en cuenta también, que tanto la Iglesia ortodoxa como la Iglesia católica
están de acuerdo en que el resultado de la caída no fue la pérdida completa de la libertad humana, sino sólo su deterioro en una voluntad desnaturalizada que ya no puede
por sus propios medios moldearse a la voluntad divina. Una recuperación de esa disposición original de querer vivir conforme la voluntad divina sería, entonces, el resultado
de la salvación.
Recordemos, además, que para la teología ortodoxa la gracia divina otorgada al creyente es la misma presencia de Dios morando en el interior del ser humano. Presencia
divina que le capacita para lograr la deificación como resultado de la mutua cooperación entre la voluntad humana y la voluntad divina. Tal presencia de Dios en el corazón
72
del creyente sucede como obra del Espíritu Santo por mediación del sacramento de la
confirmación en la unción del santo crisma.
3.3. En La Tradición Católica
Recordemos que tres son los pilares de fe en que la Iglesia católica fundamenta su
doctrina: Escritura, Tradición y Magisterio. Con el propósito de identificar algunos énfasis particulares de la tradición católica que la diferencia tanto de la tradición ortodoxa
como de la tradición protestante, entonces, revisaremos las verdades de fe postuladas
en los concilios post-ecuménicos, es decir, aquellos concilios en los que ya no participaron las iglesias ortodoxas.
El tema de los siete primeros concilios (con excepción del concilio de Nicea II cuya
temática fue la lucha contra los iconoclastas) fue, principalmente, de contenido cristológico pues tal era la problemática en que se debatía la Iglesia de aquél entonces. Por
esto mismo, es decir, porque los postulados del Magisterio van respondiendo a las necesidades históricas, es que las temáticas propiamente soteriológicas no tuvieron auge
hasta el concilio de Trento que, respondiendo a la Reforma protestante, define la comprensión de la Iglesia católica con respecto al tema de la salvación. Asimismo y, sobretodo, por la renovada comprensión eclesiológica de la Iglesia católica en el siglo XX, tenemos en los postulados del concilio Vaticano II una ampliación de la comprensión del
plan salvífico de Dios para la humanidad. Por lo cual, consideramos que en éstos dos
concilios de la Iglesia católica, el de Trento y el del Vaticano II, conservamos una fuente
de primera mano para acercarnos a una comprensión específicamente católica del concepto de salvación. Además, comentaremos la Declaración Dominus Iesus (2000), pues
también en este documento se encuentran reflexiones de interés que revelan el pensamiento actual de la Iglesia acerca del plan de Dios para la salvación de la humanidad,
y que nos atañe directamente en nuestro estudio porque relaciona la soteriología de la
Iglesia con el diálogo inter-religioso.
73
3.3.1. El concilio de Trento
El así denominado sacrosanto, ecuménico y general concilio de Trento, presidido por
el Papa Pablo III en la ciudad de Trento, de apertura el 13 de diciembre de 1545, inició
sesiones sólo hasta el 7 de enero de 1546 por motivo de las fiestas religiosas de fin de
año. Siendo su principal interés responder a la Reforma protestante y proponer algunas
reformas dentro de la iglesia, como dice el Decreto sobre el símbolo de la fe en la sesión
tercera: “la grandeza de los asuntos que tiene que tratar, en especial de los contenidos
en los dos capítulos, el uno de la extirpación de las herejías, y el otro de la reforma de
costumbres, por cuya causa principalmente se ha congregado”.
En la sesión cuarta titulada Decreto sobre las Escrituras canónicas, se inicia el desarrollo de las propuestas del concilio definiendo el canon de las Sagradas Escrituras reconocido en la Iglesia católica que son los 45 libros del Antiguo Testamento y los 27 del
Nuevo Testamento, según la versión oficial de la Biblia que para la Iglesia católica de
aquél tiempo fue La Vulgata. Ya en ésta resolución de ratificar la pertenencia entre los
libros canónicos de los así denominados textos deutero canónicos del Antiguo Testamento, no reconocidos por las iglesias de la Reforma para quienes sólo son 39 los libros
canónicos del Antiguo Testamento pues siguen la tradición del canon hebreo en vez de
la tradición del canon griego seguido por La Vulgata; se evidencia el carácter del debate
que viene: un debate sobre las fuentes de autoridad de la fe.
También estaba preocupado el concilio por la impresión indiscriminada de Biblias y
trató de regular la misma, así como de evitar la libre interpretación de las Sagradas Escrituras sin la debida guía de la Iglesia. Dos cuestiones que creo tienen que ver directamente con la cuestión de la Reforma protestante, pues el así denominado “principio
protestante” permite la libre interpretación de las Escrituras Sagradas por parte de todos los creyentes, lo cual también creo se vió promovido por el uso de la imprenta y la
facilidad que la misma otorgaba para tener la Biblia como posesión personal. Al respecto, en la misma cuarta sesión del concilio en el Decreto sobre la edición y uso de la Sagrada Escritura leemos:
74
Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en
su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones.
Conviene escuchar, entonces, la voz protestante sobre la libertad del creyente en la
interpretación de las Sagradas Escrituras. Así pues, en términos generales el “principio
protestante” declara que solus Deus es Absoluto, siendo todo lo demás (humanidad,
historia, cosmos, etcétera) relativo. Evitando así toda absolutización, ya sea secular o
religiosa, pues cualquier negación del carácter relativo de la existencia es un acto de
idolatría. El término fue acuñado por el teólogo protestante Paul Tillich quien lo explica
en el tercer volumen de su obra Teología Sistemática (1963) de la siguiente manera:
La grandeza autoafirmada en el dominio de lo santo es demoniaca. Esto es verdad de
la pretensión de una iglesia por representar en su estructura a la comunidad espiritual sin
ambigüedad alguna… Pero en la medida en que el Espíritu divino conquista la religión, imposibilita una tal pretensión tanto en las iglesias como en sus miembros. Allí donde el
Espíritu divino produce efecto, se rechaza la pretensión de una iglesia de representar a
Dios excluyendo a las demás. La libertad del Espíritu opone resistencia a una tal pretensión. Y cuando el Espíritu divino produce su efecto queda eliminada la pretensión de un
miembro de la iglesia por poseer en exclusividad la verdad porque el Espíritu divino
atestigua su fragmentaria y ambigua participación en la verdad (p. 299).
En otros contextos he calificado esta verdad como el “principio protestante”… El principio protestante (que es una manifestación del espíritu profético) no queda restringido a
las iglesias de la Reforma o a cualquier otra iglesia; trasciende cualquier iglesia particular
para ser expresión de la comunidad espiritual. Ha sido traicionado por todas las iglesias,
incluidas las de la Reforma, pero es también efectivo en todas ellas como el poder que impide el que la profanización y la demonización destruyan por completo las iglesias cristianas. El sólo no basta; necesita la “substancia católica”, la encarnación concreta de la presencia espiritual; pero es el criterio de la demonización (y de la profanización) de tal en75
carnación. Es la expresión de la victoria del Espíritu sobre la religión (p. 299-300).
Parece justo inferir, entonces, que desde el mismo inicio de las sesiones el debate
tenía como directo opositor la Reforma protestante. Por esto mismo, es de relevancia
el concilio de Trento para nuestro estudio sobre la comprensión del concepto de salvación en la cristiandad pues, como vamos a ver más adelante, los contenidos temáticos
del concilio que tratan sobre el plan de Dios para la salvación de la humanidad son
prolíficos en la comprensión soteriológica de la Iglesia. Cuestión que deriva de tener
que responder en forma detallada y profunda a las enseñanzas de los reformadores
sobre la salvación por fe en oposición a una salvación por obras.
Debate y controversia que creo ya vivió el apóstol Pablo en su oposición a los judaizantes y que, por segunda vez en la historia, la cristiandad tenía que volver a dirimir.
Cuestión que creo, además, aún no ha sido resuelta definitivamente en la historia de la
cristiandad pues, muy a pesar de que Lutero considerara la Epístola de Santiago como
“una epístola de paja”, sin embargo, aún siguen resonando las palabras del hagiógrafo
al decir:
¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso
podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento
diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta.
Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu
fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe”. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces
bien. También los demonios creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin
obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando
ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las
obras, la fe alcanzó su perfección? Y alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice:
Creyó Abrahán en Dios y se le consideró como justicia y se le llamó amigo de Dios.
Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del
mismo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras al dar hospedaje a
los mensajeros y hacerles marchar por otro camino? Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta (St 2, 14-26 BJ).
76
Veamos, entonces, cómo el debate entre católicos y protestantes obtuvo una respuesta por parte católica en el concilio de Trento. Y debido a que es importante tener
en cuenta a todos los interlocutores involucrados en una controversia, me permitiré citar en ocasiones, como ya hice arriba, las voces reformadas de éstas cuestiones.
Sobre el pecado original
En la quinta sesión del concilio titulada Decreto sobre el pecado original, se afirma
que el pecado de Adán fue heredado por toda la humanidad, es decir, que las consecuencias del mismo pasaron a todos los seres humanos; en oposición a quienes creen
que sólo Adán sufrió los efectos de su desobediencia. Tal herencia adánica es transferida por generación (propagatio) y no por simple imitación, o sea, que no se requiere la
actualización de actos pecaminosos para considerar a los seres humanos pecadores y,
por lo tanto, también los párvulos necesitan de la salvación ofrecida por Dios por medio
del bautismo. Bautismo el cual la Iglesia afirma que limpia de verdad la herencia adánica, aunque no desaparezca la concupiscencia que derivada del pecado inclina al mismo;
refutando a quienes creen que el perdón ofrecido por Dios en el bautismo no quita en
verdad el pecado original sino que sólo permite la no imputación del mismo.
Tales afirmaciones sobre el sentido del pecado original son respuestas directas a algunas concepciones protestantes. Para los reformadores al igual que para la Iglesia
católica, pues ambas partes están inspiradas en la teología de San Agustín (recordemos
que el mismo Lutero fue sacerdote agustiniano), todos los seres humanos están implicados en el así denominado pecado original. Pero existen algunos matices que diferencia la comprensión protestante del pecado original de la concepción católica. A continuación expongo la comprensión católica del pecado original ya que resulta necesaria
para entender el contenido soteriológico del concilio de Trento.
La Iglesia católica debatió la cuestión del pecado original en dos concilios locales: el
de Cartago (418) y el de Orange (529). En ambos se confirmó la posición de Agustín
contra Pelagio, pero con algunos matices para evitar caer en ciertas implicaciones ex77
tremas de un agustinismo radical. El concilio de Orange concluyó, en palabras de J. I.
González Faus (1987), que: “El ser humano, en su condición actual, no está intacto, sino
empeorado (in deterius commutatus), y su libertad no está ilesa, sino abocada a corrupción” (p. 336), según el Canon 1 (DS 371; D 174). Al hablar sobre un deterioro de la
naturaleza humana el concilio quiso poner en claro, contra Pelagio, que la condición actual de los seres humanos no es de plenitud. Y aunque se pueda entender la doctrina
entusiasta de Pelagio en un contexto pastoral pues es verdad que “de nada sirve ser
llamado a cosas que se tienen por imposibles” (opinión de Pelagio aparecida en su Carta a Demetríades y comentada por San Agustín en su obra De gratia Christi et de peccato originali).22 Sin embargo, no es justificable tal entusiasmo en relación con la verdadera condición humana que por todos los medios se muestra más que enferma, al menos históricamente hablando. Por eso, Agustín parece más cercano a una denominada
razón existencial que vive un poco mas torturada, que a una denominada razón esencialista de Pelagio que es de carácter mucho más optimista. Lo que estaba en juego en
la posición de Pelagio era, por sobretodo, sus implicaciones soteriológicas. Pues si el ser
humano goza de una libertad plena, entonces, cabe preguntarse: ¿Para qué sirve la
gracia de Dios en Cristo? ¿Qué necesidad de salvación tiene una libertad no caída? ¿Si
no somos esclavos del pecado, entonces, de qué nos liberó Cristo?
Tenemos así un primer componente de la comprensión del pecado original en la
Iglesia católica: todos los seres humanos se encuentran en una situación actual que
no es de libertad plena, sino que experimentan un menoscabo de la misma.
Volviendo al concilio de Trento en su Decreto sobre el pecado original, del primer
canon conviene destacar la afirmación del concilio sobre el deterioro de la naturaleza
humana sufrida por Adán al pecar contra Dios, al escribir: “Si alguno no confiesa que
Adán, el primer hombre, cuando quebrantó el precepto de Dios en el paraíso, perdió
inmediatamente la santidad y justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de
22
El contenido completo de la Carta a Demetríades puede encontrarse en el libro de J. L. Segundo titulado Gracia y Condición Humana (1969).
78
su prevaricación en la ira e indignación de Dios, y consiguientemente en la muerte con
que Dios le había antes amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder del
mismo que después tuvo el imperio de la muerte, es a saber del demonio, y no confiesa
que todo Adán pasó por el pecado de su prevaricación a peor estado en el cuerpo y en
el alma; sea excomulgado”, con lo cual enlaza la idea del deterioro aparecida en
Agustín con la propuesta de Anselmo sobre “la pérdida de la justicia original”. Lo que
pierde el ser humano es algo que deteriora su condición humana. Nótese que no se
afirma que la libertad se haya perdido sino que está deteriorada (empeorada), lo cual
es una forma de matizar la concepción anselmiana que creía que la libertad se había
perdido (amissum) con el pecado original. Lo que se perdió fue la santidad y justicia con
la cual Dios creó a Adán. También evita así el concilio el agustinismo extremo y radical
de Lutero, según el cual no sólo se ha deteriorado y perdido la libertad sino que,
además, lo que ha producido el pecado original es la destrucción total de la imagen divina en el hombre, pues la caída produjo la corrupción total de la naturaleza humana.
En el segundo canon el concilio deja en claro que la falta de Adán afectó a todo el
género humano no sólo trasmitiéndole la muerte como castigo por el pecado, sino
convirtiéndolo en pecador.
El tercer canon es debatido por la frase que expresa: “Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es uno en su origen, y transfundido en todos por la propagación,
no por imitación, se hace propio de cada uno; se puede quitar por las fuerzas de la naturaleza humana, o por otro remedio que no sea el mérito de Jesucristo… sea excomulgado”. La segunda parte de la frase la puede suscribir cualquier protestante, pero la
primera parte de la misma es controversial porque afirma que la propagación del pecado original no es sólo una cuestión de imputación legal como sugiere la reforma protestante, sino que tal propagación es transfundida (no por imitación) en todos los seres
humanos de forma tal que el pecado se hace propio de cada uno, o sea, como algo que
en verdad pertenece a cada cual.
De lo cual podemos sacar en claro algunas comprensiones importantes. Primero,
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que el pecado original afecta al ser humano no por imitación, lo cual significa que los
seres humanos no son culpables de su pecaminosidad, sino que son víctimas de su propia pecaminosidad. O sea, aún antes de que los seres humanos cometan un pecado ya
están afectados por el mismo. Segundo, que el pecado original fue transmitido a los seres humanos por generación o propagación, lo cual significa que por el sólo hecho de
haber nacido en la especie humana nos vemos afectados por la tendencia a la pecaminosidad, remitiendo al mismo hecho de que los seres humanos no son sólo culpables
sino víctimas del pecado. En conceptos actuales podríamos traducir la terminología
del concilio de Trento diciendo que el pecado individual de cada uno de los seres
humanos deviene como consecuencia del pecado estructural de la especie o género
humano y, por lo tanto, en el acto mismo de pecar los seres humanos son víctimas y
no sólo culpables.
Del cuarto canon cabe citar la frase siguiente: “Y así por esta regla de fe, conforme a
la tradición de los Apóstoles, aun los párvulos que todavía no han podido cometer pecado alguno personal, reciben con toda verdad el bautismo en remisión de sus pecados;
para que purifique la regeneración en ellos lo que contrajeron por la generación”. Lo
cual justifica el bautismo de niños, siendo una respuesta directa a la concepción de algunos protestantes como Zwinglio (más no Lutero), para quien el bautismo sólo es necesario en los adultos, es decir, en quienes de hecho han pecado y no en quienes todavía no han cometido ningún pecado manifiesto.
Pero el canon verdaderamente contra reformista es el quinto. Hasta aquí, los cuatro
cánones anteriores pueden ser admitidos por Lutero y Calvino con algunos matices. Es
pues, el quinto canon el que identifica más esa actitud de “catolicidad” de la Iglesia de
querer conjugar todos los ámbitos de la realidad humana aún en contra de un pensamiento claro y distinto. Es decir, prefiere la Iglesia católica no negar ningún ámbito de
la existencia aún cuando eso implique algo de contradicción lógica, o sea, prefiere la
Iglesia salvar una sana ontología aún a pesar de renunciar a una sana epistemología. Lo
cual considero más que adecuado pues el discurso de la verdad sólo puede derivar del
80
discurso sobre lo real, y no al revés como fue el error en que cayó la modernidad negando en la realidad lo que no comprendía en la razón.
Afirma el quinto canon que el bautismo en verdad quita el pecado original y no solamente lo hace inimputable como creen los protestantes. Afirma también este canon
que luego del bautismo queda en el bautizado solo la concupiscencia, que no es la
mancha del pecado propiamente dicho, sino la inclinación hacia el mismo. Otra directa
alusión a la comprensión protestante que confiesa que los salvados por Cristo son a la
vez justos por gracia pero pecadores por naturaleza y que, por lo tanto, el bautismo no
quita en verdad el pecado sino que sólo lo hace no imputable.
Reconoce así el concilio que aún los bautizados están sujetos a la tendencia pecaminosa y que por ello Dios ha provisto de auxilios como los sacramentos para luchar contra tal inclinación. Pero no se deja llevar por el pesimismo luterano de concebir al bautizado como pecador, sino que anima al creyente a luchar valientemente por el logro
de la santidad asistido por la gracia de Cristo, invitando así al bautizado a vencer toda
resignación ante el poder del pecado o concupiscencia.
Citemos ahora a Santo Tomás quien define el pecado original de la siguiente manera:
Hay que decir el hábito es doble. Uno que inclina a la potencia a obrar: así se llaman
hábitos la ciencia y las virtudes. Y de este modo no es hábito el pecado original. De un segundo modo se llama hábito la disposición de una naturaleza compuesta de muchos elementos, por la cual se ha bien o mal para algo, y principalmente cuando tal disposición se
ha convertido como en (una segunda) naturaleza, como es claro en la enfermedad y en la
salud. Y en este sentido es hábito el pecado original. Pues es cierta disposición desordenada, proveniente de la ruptura de aquella armonía constitutiva de la justicia original;
así como también la enfermedad corporal es cierta disposición desordenada del cuerpo
por la que se destruye el equilibrio constitutivo de la salud. De ahí que al pecado original
se le llame debilidad (o postración) de la naturaleza (Suma Teológica, Tratado de los vicios
y pecados, cuestión 82, artículo 1).
Para Santo Tomás, entonces, el pecado original es un hábito o disposición mediante
el cual los seres humanos manifiestan la quiebra de la justicia original por la cual la vo81
luntad estaba sometida a Dios. Una solución que corrige a Anselmo y afirma a Agustín
pues, siguiendo el ejemplo de la enfermedad, no es que al ser humano le falte algo como carencia según la concepción anselmiana de “la pérdida de la justicia original”, sino
que en el ser humano su voluntad orientada a Dios se haya enferma, deteriorada, herida. Se inspira Santo Tomás así en la comprensión agustiniana del pecado original. Lo
que ubica a Lutero muy cerca del mismo Santo Tomás. Pues para Lutero, en forma similar, el pecado en el que todos los seres humanos están implicados, no es un acto pecaminoso particular, sino una actitud existencial radicalmente insertada en el pecado. Por
eso habla Lutero de peccatum radicale, o sea, de esa pecaminosidad radical subyacente
a toda persona, cuyos efectos son los pecados particulares de cada uno. En tal sentido,
también los párvulos necesitan el perdón de Dios ofrecido en el bautismo. Pero con
respecto al efecto del bautismo sobre el pecado original, sí tenemos una diferencia
explícita entre católicos y protestantes. Para los reformadores el bautismo no puede
quitar el pecado original, sino sólo hacer no imputable al pecador. De ahí, la frase de
Lutero al afirmar que el estado del creyente sigue siendo “simul iustus simul peccator”
(al mismo tiempo justo y pecador) aún después del bautismo.
Sobre la justificación
La sesión sexta titulada Decreto sobre la justificación expone el tema que más nos
interesa en el presente estudio. Se compone de 16 capítulos, 23 cánones y el decreto
sobre la reforma de las prácticas eclesiales. A continuación se describen los 16 capítulos que son los más relevantes al respecto de la comprensión católica sobre la salvación.
El capítulo uno declara que ni por medios de la naturaleza ni por medio de la Ley
mosaica pueden gentiles y judíos alcanzar la salvación: “no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal”.
Afirmación que se refiere a la medida de la profundidad del estado caído de la humanidad. Para la Iglesia católica la falta de Adán produjo sí una pérdida de la justicia que po82
sibilita la comunión con Dios, mas no la pérdida completa de la imago dei en el ser
humano, pues aún queda un rasgo de naturaleza divina que se expresa en el libre albedrío de los seres humanos. Respuesta directa a los postulados reformados que enseñan la total corrupción de la naturaleza humana, aún hasta la pérdida del libre albedrío.
Los capítulos segundo y tercero describen la suficiencia de la obra de Dios en Jesucristo para el perdón de los pecadores. Salvación ofrecida a toda la humanidad pero
obtenida sólo por algunos, es decir, se reconoce el carácter universal de la obra de salvación pero condicionada al uso de los medios salvíficos de la regeneración, pues: “No
obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su
muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión”.
El capítulo cuarto define cómo entiende la Iglesia el acto de la justificación al declarar: “de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adán, al
estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el segundo Adán Jesucristo nuestro Salvador”. Traslación o tránsito que acontece en el bautismo.
Los capítulos quinto y sexto hablan de la preparación necesaria que requiere el pecador para recibir la justificación. Preparación que le viene por la misma gracia divina
con que será justificado; gracia que le ayuda y mueve para asistir y cooperar libremente
con la gracia justificante. Enunciado que afirma la interacción entre la obra de la justificación divina y la libertad humana.
El capítulo séptimo es uno de los más reveladores pues muestra la manera en que la
Iglesia concibe el proceso de la justificación. Utilizando un esquema aristotélico propone la causa de la justificación del pecador así:
Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida
eterna. La eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica, sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es prenda de la
herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy amado unigénito Jesucristo,
nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que nos amó, siendo nosotros enemigos,
nos mereció con su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por
nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo,
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que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación. Últimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino
con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo
interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se
nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida
que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación
de cada uno.
Declaración que aún los protestantes podrían confesar pues queda explícito que la
justificación es obrada sólo por Dios, quien por medio de la muerte de Jesucristo, nos
otorga el perdón de los pecados, de lo cual damos fe mediante el sacramento del bautismo. Pero seguidamente en este mismo capítulo se declara algo que ya no compartirían los protestantes. Leamos:
Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de
la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por
medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en
ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados,
se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma
verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe
que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el
sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad.
La anterior afirmación evidencia la controversia con el postulado reformado del “solamente por medio de la fe” (sola fide). La Iglesia católica asevera que, además de la fe,
es necesario para acceder a la gracia justificante, también la caridad y la esperanza.
Proponiendo así las tres virtudes teologales como habitus infusus, es decir, como dones
que Dios ubica en forma inherente en la estructura antropológica de los seres humanos. Lo cual resulta muy alentador pastoralmente hablando, pues sabe el pecador que
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no sólo recibió el perdón de los pecados sino también la capacidad de obrar con fe, esperanza y caridad. Pero como el contexto de la discusión no es sobre la vida cristiana,
sino sobre el proceso de la justificación, entonces, la propuesta que es positiva a nivel
pastoral resulta controvertida a nivel soteriológico. La confusión se establece al no entenderse con claridad si acaso la Iglesia está proponiendo que las virtudes teologales
son necesarias como auxilios en la justificación del pecador, es decir, si tales habitus infusus son méritos necesarios u obras necesarias para acceder a la gracia justificante,
pues dice el párrafo en cuestión: “cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no
puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad”.23
Recordemos que un habitus infusus es algo que se posee a la manera de tener. Pues
bien, si la gracia justificante necesitara que los pecadores tuvieran como posesión suya
fe, esperanza y caridad, entonces, ya no sería suficiente la sola gracia justificante. Parece que así es como se podría entender la cuestión, pues al iniciar el párrafo controvertido se utilizan términos que relativizan lo expresado en el párrafo anterior al decir:
“Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de
la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante…”. A no ser, que se interprete
este “no obstante” no ya como pretendiendo decir que hay algo más que se añade a los
méritos de la pasión, sino como que la comunicación de los méritos de la pasión debe
entenderse como la comunicación del amor de Dios.
Estamos, entonces, ante la antigua disputa entre los defensores de la gracia creada
23
En conversación con Luis Felipe Navarrete, me expuso la siguiente reflexión respecto de lo descrito
en el anterior párrafo que considero importante citar aquí: “yo creo que la discusión se da con respecto a
la naturaleza misma de la fe: por un lado, acerca de la relación entre la fe como don de Dios y la fe como
acto humano; en segundo lugar, acerca de la posibilidad (o imposibilidad) de concebirla sin la forma que
da la caridad. La postura católica, a mi entender, no contrapone don de Dios y acto humano, y en este
sentido, puede decirse que la fe es don de Dios y por ello, acto humano, En segundo lugar, la fe y el asentimiento que ésta implica no puede comprenderse a cabalidad como un ‘acto mental’, puesto que también es ‘relación interpersonal’. Ahora bien, la pregunta es: ¿qué tipo de relación?; puesto que incluso la
relación entre enemigos es interpersonal. Creo que la respuesta sobre el tipo de relación que conlleva la
fe lo da la caridad. Si observas bien, Lutero y el concilio dicen lo mismo. Lutero rechaza una concepción
meramente intelectualista de la fe, y la concibe como relación. Considero que Lutero mismo no rechazaría la afirmación de que no hay fe sin caridad, y que ambas son dones de Dios, y por ende, actos humanos”.
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frente a quienes sólo aceptan que existe la gracia increada. En suma, lo que se está debatiendo es si la gracia justificante es el acto misericordioso del Dios clemente o si, por
el contrario, es una posesión del creyente. En sencillos términos gramaticales, la cuestión radica en si Dios es el poseedor de la gracia o si lo es el hombre. En otras palabras,
el interrogante es si acaso el hombre puede actuar de alguna manera, o sea, de ser
agente, en la obra de la justificación; o si, por el contrario, todo el papel activo le corresponde a Dios, quedando al hombre una simple recepción pasiva como quien se
abre a la acción de otro.24
Pues bien, ya que para la Iglesia católica la caída de Adán no produjo la pérdida de la
libertad, entonces, al hombre sí le corresponde algún tipo de acción en la obra de la
justificación. En cambio, como para los protestantes la corrupción de la naturaleza
humana fue total, entonces, no le queda al pecador ningún tipo de acción en la obra de
la justificación.
El capítulo octavo declara lo que también podrían afirmar los reformadores: “En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la
justificación”.
El capítulo noveno se refiere a la vana confianza de los herejes, según la cual el creyente podría estar seguro con certeza (certitudo fidei) de su propia salvación: “pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido
24
En la misma conversación con Luis Felipe Navarrete, recibí el siguiente comentario respecto del
párrafo anterior que cito en extenso: “de nuevo creo que la disputa es más bien entre dos tipos de antropologías: una que concibe la relación entre Dios y el ser humano como la de dos individuos, uno al
frente del otro, cuya existencia puede darse sin el otro, y las acciones como independientes de la identidad de los agentes y más bien como resultado de la intervención de uno de ellos. Pero si concebimos la
relación entre Dios y la humanidad como la de un Padre e Hijo, y las acciones como las de paternidad y filiación, entonces, no tiene sentido preguntar si puede darse paternidad sin filiación, es decir, si la acción
depende del Padre o del Hijo. Además, las ‘acciones’ aquí no son independientes de la identidad de los
agentes. Esto nos plantea la cuestión de la naturaleza misma de la gracia: ¿qué es la gracia? Por eso, considero que la naturaleza de la gracia no puede comprenderse a cabalidad sólo a partir del pecado, pues
tendríamos que definirla exclusivamente como ‘perdón’; puesto que cabría preguntarse: ¿y para qué el
perdón? La respuesta es: para hacernos hijos. La gracia es, por lo tanto, la comunicación de la filiación, la
restauración de la comunión. Es posible que la discusión entre Trento y los Reformadores se siga moviendo con categorías que no son propiamente interpersonales”.
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la gracia de Dios”. Lo cual remite a otra controversia con los reformadores para quienes, debido a que la salvación proviene enteramente del Dios clemente, entonces, no
cabe duda acerca de la misma, pues no se debe a mérito humano sino a misericordia
divina. En el apartado sobre la tradición protestante volveremos sobre esta cuestión
para analizar los argumentos reformados acerca de este asunto.25
El capítulo décimo explica cómo prosigue el proceso de justificación un desarrollo
progresivo hasta la santificación. Interviniendo en tal proceso la fe juntamente con las
obras pues: “cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según está escrito: El que es justo, continúe justificándose”. Lo que remite a la triple distinción bíblica
entre regeneración, justificación y santificación.
El capítulo once muestra que sí es posible practicar los mandamientos de Dios, más
aún cuando siendo perdonados se nos auxilia con la gracia divina para que podamos
cumplir con los mandatos divinos. Por lo que: “De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno; así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras”, con lo cual la Iglesia se
opone a la frase de Lutero que afirma: simul iustus simul peccator (al mismo tiempo justo y pecador). A mi parecer la controversia nace de una confusión de temáticas. Creo
que es adecuado mostrar que las ordenanzas divinas son orientaciones viables para el
comportamiento humano: “Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo
tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de
aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera”. Pero tal aseveración pertenece al discurso
sobre la vida cristiana y no necesariamente al discurso sobre la salvación. Creo también
que Lutero con su aseveración simul iustus simul peccator (al mismo tiempo justo y pe25
Al respecto Luis Felipe Navarrete, me ha aclarado también que: “Ya Karl Rahner deja en claro que el
punto aquí no se refiere a la certeza sobre la salvación, sino a la certeza sobre la propia salvación. Es decir, tanto católicos como reformados afirmamos que Dios ha triunfado sobre el mal y que ha vencido la
muerte, y que con ello nos ha dado de su propia vida; pero de ahí a decir que yo estoy salvado (o condenado) existe una distancia que la Iglesia no quiere cerrar”.
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cador), no se refería a que los salvados pudieran vivir una vida cristiana sin responsabilidad ni compromiso, o sea, sin un verdadero cambio de vida. La afirmación de Lutero
es más de carácter soteriológico que pastoral. Creo que acerca de lo mismo se refiere la
argumentación paulina en Rom 7, 14-25, donde el contexto de la discusión no es la vida
cristiana sino la salvación en Cristo. Por lo que sería equivocado inferir que el apóstol
está escudando el pecado del creyente, pues como dice el mismo apóstol: “Pues ¿qué?
¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!”
(Rom 6, 15 BJ).
Conviene citar aquí la opinión de Karl Rahner acerca de esta cuestión del simul iustus
simul peccator, según su artículo titulado A la par Justo y Pecador.26 Rahner propone
distinguir entre la “experiencia de fe” y “la realidad de la fe” pues las mismas no coinciden. Desde la perspectiva de la experiencia de fe del creyente, considera Rahner que es
adecuado hablar sobre esa paradoja que implica toda vivencia existencial en el humano; así pues, cuando el creyente confiesa que se sabe justificado por Dios aún a pesar
de saberse a la par pecador, se está ante una confesión que tiene una base psicológica.
En esto, concede verdad al postulado protestante que reza simul iustus simul peccator.
Lo cual no deriva en el hecho de que la realidad del acto salvífico sea tal cual, pues lo
que Dios ha realizado en la justificación es un cambio verdadero de una situación real.
Es decir, para salvaguardar el carácter histórico del acto salvífico, entonces, la Iglesia no
puede aceptar que la obra realizada por Dios en Cristo no haya, de hecho y en verdad,
transformado al pecador en un justo. De ahí, que ya no pueda suscribirse la fórmula reformada del simul iustus simul peccator, pues no es verdad que el creyente justificado
por Dios sea a la par justo y pecador. De esta manera explica Rahner la posición católica
ante esta cuestión. Por lo que puede afirmar que:
En cuanto acción divina la justificación transmuta al hombre hasta las más hondas raíces de su ser, lo transfigura y deifica. Por eso el justificado no es “a la par justo y pecador”.
No es simplemente a la par el pecador y el justificado en una mera paradoja y en una on26
Publicado en Escritos de Teología: escritos del tiempo conciliar, Vol. VI, p. 235-247. Madrid: Cristiandad, 2007.
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dulación dialéctica. Por medio de la justificación se hace realmente del pecador, que era,
el justificado, que antes no era. En un sentido verdadero cesa de ser pecador. La doctrina
católica de la justificación cree que sólo así hace justicia a la historicidad real del suceso
salvífico, a la real prevalencia de la acción divina en el hombre, a la diferencia entre experiencia y realidad de la salvación, a la veracidad interna y a la validez de la acción segura
de Dios cabe el hombre, que es la que le apresa y modifica interiormente (p. 239).
El capítulo doce advierte sobre el cuidado que el creyente debe tener acerca de
asumirse como uno de los elegidos por Dios para ser salvo, “pues sin especial revelación, no se puede saber quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí”, especificando
lo ya dicho en el capítulo nueve. Al respecto de este asunto Karl Rahner nos ofrece algunas sugerencias relevantes en el mismo artículo citado arriba titulado A la Par Justo y
Pecador.
Según Rahner, el concilio de Trento no quiso afirmar la posibilidad de una certeza
individual en la salvación para evitar, pastoralmente hablando, que el creyente pudiera
caer en una pecaminosa presunción que desviara su vista de la gracia divina. Es decir,
no por motivos soteriológicos de duda acerca de la realidad salvífica obrada por Dios en
el creyente, sino por motivos pastorales, psicológicamente relevantes diría yo, de protección de la conciencia del propio creyente. Pero, a mi parecer, tal opción pastoral
puede contribuir en provocar lo mismo que trata de evitar. Es decir, en términos clínicos, la dinámica psicológica de las experiencias humanas es tan ambigua y contradictoria que, precisamente, las estrategias de evitación del riesgo son, al mismo tiempo (es
decir, a la par), productoras de contextos de riesgo; pues se pone “sobre aviso” a la
conciencia de “algo” que de otra manera, o sea, en la ignorancia, no hubiera siquiera
aparecido en la conciencia como “algo” posible. En términos terapéuticos se sabe que
“las defensas producen aquello que evitan”, por lo cual, resulta en muchísimos casos
más terapéutico un acto de simple “ignorancia”. Tal vez, entonces, resultaría pastoralmente más provechoso para la conciencia del creyente evitarle esa “lucha” consciente
en el drama de su propia salvación y que se abandonara en “el poder de otro”; en este
caso, invitarle a un simple reconocimiento de que su salvación está solamente en las
89
manos de Dios.
Rahner explica cómo la Iglesia católica no puede optar por la propuesta reformada
de la certitudo fidei, pues la misma no es congruente con la defensa de la libertad
humana que implica la posibilidad de la pérdida de la justificación. De ahí que escribe:
La doctrina de la justicia permanente, perdurable por medio de la gracia santificante,
infusa, no es lícito entenderla como si fuese ésta una posesión puramente estática, una
cualidad estática en el hombre. La justicia está más bien asediada y amenazada por la carne, el mundo y el demonio. Está expuesta a la libre decisión humana. A pesar de su carácter de situacionalidad, oscila, digámoslo así, en la cumbre de la gracia libre de Dios y oscila
en la cumbre de la libertad del hombre. La gracia de la justificación ha de ser siempre
aceptada y realizada de nuevo, puesto que en el fondo es siempre otorgada por Dios nuevamente. La situacionalidad permanente de la gracia está siempre expuesta a la libertad
humana (p. 245).
Lo cual es completamente consistente, teológicamente hablando, bajo la premisa
católica de que la caída no produjo la pérdida de la libertad sino solo su deterioro y, por
lo tanto, esta misma libertad humana sigue jugando un papel importante en el creyente antes y después de su justificación. Pero si asumimos la premisa contraria, es decir,
que la caída sí produjo la pérdida de la libertad y no tan sólo su deterioro, entonces, no
existiría la posibilidad de la pérdida de la justificación, pues la misma no depende de la
libertad humana sino de la soberanía divina. Por esto mismo, es decir, porque la condición caída del hombre deriva en la corrupción total de su naturaleza humana, es que el
creyente protestante se sabe real y verdaderamente pecador, aunque también sabe
que por la misericordiosa “mirada” de Dios es percibido como justo; tal es su confianza
o certitudo fidei.
Considero que nos encontramos ante un buen ejemplo de una imposibilidad real de
acuerdo, ya que estamos partiendo de dos premisas contrarias y se da, por tanto, un
caso de inconmensurabilidad. En casos como éstos es que el diálogo, para no convertirse en una simple estrategia persuasiva de proselitismo ideológico, debería más bien optar por el silencio respetuoso hacia la diferencia, o sea, el reconocimiento tolerante de
la libertad que tiene el otro de seguir pensando distinto. Ya que no todo diálogo debe
90
llevar, necesariamente, a “acuerdos mutuos”, en ocasiones puede llevar, simplemente,
a la aceptación del “desacuerdo mutuo”. Y por eso que sea tan importante mantener la
premisa epistemológica de una “teología no pluralista” sino situada en un contexto de
fe que responde a una historia particular.
Los capítulos trece y catorce explican la importancia de la perseverancia por la que
los creyentes deben proseguir su sendero hacia la vida eterna, aún cuando hayan caído
en el camino. Ya que Dios ha ofrecido a la Iglesia los medios de restauración del caído
mediante los cuales se perdonan los pecados temporales, como el sacramento de la
confesión y penitencia juntamente con los distintos ejercicios de la vida cristiana como
oraciones, limosnas y ayunos.
El capítulo quince declara otro asunto controvertido: la pérdida de la gracia justificante, pues se afirma “que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde” ya
sea por infidelidad o por cualquier otro pecado mortal. Afirmación que es completamente congruente con la asunción de que la gracia creada es infundida en el corazón
del creyente, pues lo que se tiene se puede perder. Lo que, por supuesto, no creen los
reformadores, pues para ellos la gracia siempre será gracia increada y, por lo mismo,
porque es una posesión de Dios, no puede perderse.
El capítulo dieciséis, último del Decreto sobre la justificación, declara: “En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos,
ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios:
porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo”. Con lo cual se quiere aseverar la
importancia de las buenas obras que derivan como fruto de la justificación. Lo que en
nada controvierte la enseñanza de los reformadores, a no ser por la frase que expresa:
“pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica”. Lo cual nos confunde de nuevo, ya que no sabemos si las obras de santidad son
fruto de la justificación, como dice el título del capítulo o si, por el contrario, son causa
de la justificación pues “estando inherente en nosotros nos justifica”. Me parece que la
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ambigüedad no es accidental, sino que el mismo concilio se debatía entre posiciones
diversas. Ambigüedad que, a mi parecer, resulta muy saludable pues así mantiene la
Iglesia, en sus postulados magisteriales, la puerta abierta a la libre discusión y debate
entre posiciones teológicas diversas. Conviene al respecto mirar la lista de los participantes en el concilio, entre quienes hay buena cantidad de dominicos y franciscanos
que, como ya sabemos, mantienen perspectivas divergentes en asuntos teológicos.
Sobre los sacramentos
Cabe mencionar que el resto de las sesiones del concilio de Trento se refieren principalmente a los siete sacramentos instituidos en la Iglesia católica para bien de los creyentes. Cuestión que también se remite a la controversia con los reformadores para
quienes sólo existen dos ordenanzas: el bautismo y la eucaristía, siendo representaciones del único sacramento o misterio salvífico: Jesucristo.
En suma
En relación con nuestro tema de investigación, los contenidos del concilio de Trento
que contribuyen a nuestra comprensión soteriológica pueden ser formulados de la siguiente manera.
Sobre el pecado original, según la comprensión católica del mismo, podemos afirmar
que la condición humana después de la caída es una condición de deterioro, en la cual
el potencial del ser humano no logra actualizarse en plenitud. Lo cual no implica una
pérdida completa de sus facultades, aunque sí una debilidad de las mismas, que poco a
poco le lleva a la muerte. Y que, por lo tanto, necesita de la salvación ofrecida por Dios
en Cristo.
Sobre la justificación, según la comprensión católica de la misma, podemos deducir
los siguientes postulados. Primero, que la obra salvadora de Dios fue efectuada por
medio de la persona de Jesucristo. Segundo, que lo anterior no obsta para que el ser
humano contribuya a la misma por medio de la libre aceptación de los instrumentos di92
vinos que Dios dispuso para la recepción de la gracia salvadora como son los sacramentos. Tercero, que la condición de justo es de hecho y en verdad el paso de una condición de enfermedad a una condición de salud, lo cual se denomina justificación. Cuarto,
que tal justificación no es un hecho estático, sino un proceso dinámico en el cual queda
libre la voluntad humana de abrirse cada vez más a la gracia divina o de cerrarse a la
misma. Quinto, que la manera de abrirse a la gracia divina para que ésta pueda obrar la
regeneración, que no solamente justifica sino que además santifica, es por medio del
juego conjunto de la fe, la esperanza y el amor.
3.3.2. El Concilio Vaticano II
Convocado por el Papa Juan XXIII el 25 de Enero de 1959, el concilio Vaticano II se
propuso dos objetivos primordiales: la “puesta al día” (aggiornamento) de la Iglesia
católica en el mundo moderno y la búsqueda de la unidad de todos los cristianos. El
concilio se realizó en la ciudad del Vaticano del 11 de Octubre de 1962 al 8 de Diciembre de 1965. Al concilio asistieron 2540 obispos, al menos 480 teólogos católicos y algunos observadores tanto protestantes como ortodoxos. Iniciado en el papado de Juan
XXIII, terminó en el papado de Pablo VI.
Por ser el documento más relevante acerca del discurso soteriológico de la Iglesia,
vamos a remitirnos a la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) como
el referente básico de nuestros comentarios.
Sobre la relación de la Iglesia con las otras iglesias y con las otras religiones
Para comenzar observemos que la Iglesia se asume como lugar especial de salvación
al decir: “El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña,
fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la
Salvación” (LG 14). Lo cual deriva de la necesidad de participar en todos los medios
salvíficos confiados a la Iglesia, como por ejemplo los sacramentos. De este modo: “A la
sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo,
93
reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en
ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen
eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos” (LG 14).
Pero reconoce su unidad con todos aquellos que llamándose cristianos “conservan
la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y manifiestan celo apostólico, creen
con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el hijo de Dios Salvador, están marcados
con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos” (LG 15), y en quienes también se reconoce “cierta unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos
[los otros cristianos] su virtud santificante por medio de dones y de gracias” (LG 15).
Por lo que resulta problemática la afirmación que dice: “Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella” (LG 14). Ya que también se
afirma que existen algunos que, a pesar de que “no conservan la unidad de comunión
bajo el Sucesor de Pedro” (LG 15), sin embargo, están unidos a Cristo por el bautismo,
obrando el Espíritu en ellos la obra de la santificación. Luego, no se entiende, cómo
pueden estar lejos de la salvación quienes, estando lejos del sucesor de Pedro, sin embargo, están unidos a Cristo y al Espíritu. ¿Cómo entiende, entonces, la Iglesia católica,
su propia afirmación acerca de que: “La congregación de todos los creyentes que miran
a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera,
para todos y cada uno”? (LG 9).
La problemática planteada en el párrafo anterior se disuelve si distinguimos entre la
Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, y la Iglesia católica romana regida por el Papa.
Es decir, la “catolicidad” de la Iglesia no debería identificarse con la comunión con el
obispo de Roma. Lo cual no parece ser el caso, pues se afirma que: “A la sociedad de la
Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben ínte94
gramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se
unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del
Sumo Pontífice y de los Obispos” (LG 14).
Lo que nos lleva a reflexionar sobre el significado del término “subsistit in”, pues en
tal expresión encontramos la identidad propia con que la Iglesia católica se asume a sí
misma. El siguiente texto de Lumen Gentium describe cómo el concilio identifica a la
Iglesia católica romana con la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Leamos:
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y
apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para que
la apacentara (Jn 24, 17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno
(cf. Mt 28, 18), y la erigió para siempre como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim
3, 15). Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en (subsistit in) la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la
unidad católica (LG 8).
Según el contexto del párrafo parece que tal identidad eclesial se fundamenta en la
aseveración de haber sido instituida por Cristo mismo y de ahí que se nombre al obispo
de Roma como “sucesor de Pedro”. Tal y como afirma el teólogo católico H. Mühlen
cuando escribe al respecto que: “Se podría ver así que lo que determina y concretiza la
única Iglesia del Cristo en la Iglesia católica romana es la ‘successio apostolica et papalis’, por la cual la Iglesia romana se distingue de las demás” (1968, p. 497).
Lo cual implica una exégesis bíblica que no todos los cristianos reconocerían como
acertada, pues sería difícil demostrar que tal “sucesión apostólica” se refiere solamente
a la Iglesia católico romana. Es decir, es muy improbable que una interpretación puramente “sociológica” de la sucesión apostólica sea más adecuada que una interpretación simplemente “eclesiológica”. O sea, considero que nuestro Señor Jesucristo en
ningún momento “instituyó” su Iglesia como persona social, sino que simplemente reconoció en la confesión de fe de Pedro y en su seguimiento, esa actitud que acompa95
ñaría a todo verdadero miembro de esa nueva comunidad de creyentes que iban a conformar su Iglesia. He tratado, intencionalmente, de ser muy “simple” en mi comprensión exegética de éste asunto pues creo que por elaboraciones demasiado “complejas”
se puede llegar a presupuestos que derivan en actitudes no cristianas como la exclusión; cuando lo que más motivaba a nuestro Señor Jesucristo era, precisamente, la
construcción de una comunidad de creyentes plenamente inclusiva y abierta.
Aunque conviene aclarar que la interpretación del término “subsistit in” tiene dos
versiones diferentes. 27
Por un lado, están quienes, como Joseph Ratzinger en sus días de cardenal, lo interpreta de manera esencialista afirmando que:
En la diferencia entre subsistit y est se esconde todo el problema ecuménico. La palabra subsistit deriva de la antigua filosofía posteriormente desarrollada en la escolástica. A
ella corresponde la palabra griega hypostasis, que en la cristología desempeña una función
central, para describir la unión de la naturaleza divina y humana en la persona de Cristo.
Subsistere es un caso especial de esse. Es el ser en la forma de un sujeto a se stante. Aquí
se trata exactamente de eso. El Concilio quiso decirnos que la Iglesia de Jesucristo como
sujeto concreto en este mundo puede ser encontrada en la Iglesia católica. Y eso sólo
puede ocurrir una única vez y la concepción según la cual el subsistit podría multiplicarse
no capta propiamente lo que se pretendía decir. Con la palabra subsistit el Concilio quería
expresar la singularidad y no la multiplicidad de la Iglesia católica; existe la Iglesia como
sujeto en la realidad histórica (Koinonia, 2005, p. 15).
Y por otro lado, están quienes, como Leonardo Boff, lo interpreta de manera más
empírica al decir:
Resumiendo: el est remite a una visión esencialista, substancialista y de identificación,
y pide una definición esencial de la Iglesia. El subsistit in apunta hacia una visión concreta
y empírica, en el sentido concreto del No. 8 de la Lumen Gentium. Y en ese sentido es que
la Iglesia de Cristo «subsiste en la» Iglesia católica, es decir, gana forma concreta y se concretiza en la Iglesia católica
27
Esta discusión específica sobre el sentido del subsistit in se remite al artículo de Leonardo Boff titulado “¿Quién subvierte el Concilio?: a propósito de la Dominus Iesus” (p. 15-23), publicado en el documento digital editado por Servicios Koinonia titulado El Actual Debate de la Teología del Pluralismo: después de la Dominus Iesus (2005).
96
A base de esta comprensión, se entiende que los Padres conciliares hayan substituido
el est («es», expresión de la sustancia y de la identificación) por subsistit in («toma forma
concreta, se concretiza»). La Iglesia de Cristo se concretiza en la Iglesia católica, apostólica,
romana. Pero no se agota en esa concretización, pues ella, a causa de las limitaciones
históricas, culturales-occidentales y otras, especialmente en razón de las sombras y de los
pecadores presentes en su interior (LG 8), no puede identificarse in toto, pure et simplíciter (su totalidad, pura y simplemente), sin diferencia, con la iglesia de Cristo (Koinonia,
2005, p. 17).
Distinción que remite a entender las razones por las cuales el concilio decidió no utilizar la palabra est sino usar el término subsistit in, para designar la relación entre la
Iglesia de Cristo y la Iglesia católica romana. Pero más allá de la interpretación de lo
que el concilio pretendió o no decir, tenemos un contexto de interpretación social que
nos permite inferir cuál es la verdadera actitud de la Iglesia católica hacia la inclusión o
no de las demás iglesias cristianas como verdaderas Iglesias de Cristo o como simples
grupos de creyentes en quienes se puede encontrar “muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica” (LG 8).
La distinción que quiero resaltar es aquella a la que está acostumbrado todo antropólogo cuando en sus estudios de campo sabe distinguir entre la norma y la práctica
social. Reconociendo que a pesar de que una norma sea socialmente aceptada, sin embargo, es más fuerte el poder de la práctica social para orientar el comportamiento del
grupo en cuestión. Podemos preguntarnos, entonces: ¿Se sienten acogidos como iguales los creyentes de otras iglesias cristianas ante sus hermanos católicos? O, ¿Existe
cierto sentimiento de ser percibidos como “cristianos de segunda categoría” cuando se
vinculan con creyentes católicos? ¿Tal actitud de separatividad es promovida por la
Iglesia católica, ya sea por medio de documentos magisteriales o de costumbres concretas? O, por el contrario: ¿Los interrogantes aquí suscitados son, simplemente, sentimientos paranoides de cristianos no católicos motivados por una baja autoestima en
su identidad eclesial? Personalmente, opto por asumir que tanto en algunas de sus
97
prácticas como en algunos de sus discursos, la Iglesia católica sí ha promovido una actitud de separatividad con respecto a sus hermanos y hermanas de otras confesiones
cristianas. Salvaguardando, eso sí, a esa multitud de fieles católicos que con espíritu inclusivista se esfuerzan por abrir nuevas y renovadas alianzas de fraternidad ecuménica,
no sólo con cristianos de otras iglesias sino con los creyentes de otras religiones, cuyos
nombres no acabaría de citar. Por eso, mi crítica va dirigida a la Iglesia católica como
institución sociológica y no a la Iglesia católica como pueblo de Dios.
Por lo dicho anteriormente, me parece mucho más acertada la actitud que el concilio asume ante los creyentes de otras religiones, pues evidencia un espíritu de apertura
de carácter inclusivista mucho más cristiano, que su actitud ante los creyentes de otras
confesiones cristianas. Lo que se evidencia, por ejemplo, en el contenido del Decreto
Unitatis Redintegratio, cuyo reconocimiento del valor salvífico de las religiones no cristianas es loable.
Reconoce el concilio, acerca de los creyentes de otras religiones distintas a la cristiana, que pueden acceder a la salvación: “Pues los que inculpablemente desconocen el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de
la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (LG 16). Con tal, eso sí, de que en
verdad sean “invenciblemente ignorantes” acerca del evangelio. Argumento escolástico
mediante el cual se aceptaba la salvación de algunos no cristianos (judíos, musulmanes
y paganos), pues “La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios
y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta” (LG 16). De otra parte, se reconoce en las religiones del mundo el actuar de la pedagógica providencia de Dios quien, queriendo que todos los hombres se salven, no ha
dejado de prepararlos, entre sombras e imágenes, para la recepción del evangelio. Por
lo cual: “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y
verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y
98
doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Nostra Aetate 2). Exhortando al pueblo católico para que “reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en
ellos [creyentes de religiones no cristianas] existen” (Nostra Aetate 2).
Sobre la función de la virgen María y de la Iglesia
Algo que resulta interesante al revisar la Constitución dogmática sobre la Iglesia
(Lumen Gentium) es ver la importancia que se atribuye a la virgen María en el misterio
de Cristo y de la Iglesia. Se introduce así, el tema de la mariología a nivel Magisterial,
dejando abierto el desarrollo teológico de la cuestión, pues no tenía la Iglesia “la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no
llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos” (LG 54).
Pero sí se deja en claro el oficio de la bienaventurada virgen María en la economía
de la salvación.
En primer lugar, al otorgarle el título de mediadora: “Pues una vez recibida [La virgen
María] en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su
múltiple intercesión los dones de la eterna salvación… Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora... La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta
continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador” (LG 62).
Al respecto diremos que la anterior conceptualización del papel de la virgen María
en la obra de la salvación, bien puede confundirse con la función del Espíritu Santo
quien es denominado en el Nuevo Testamento como el Abogado (advocatus) de los fieles ante Dios. Confusión que resulta más que evidente al no encontrarse en los textos
del concilio Vaticano II una formulación explícita sobre el papel del Espíritu Santo en la
obra redentora de Cristo. Por eso el teólogo católico Heribert Mühlen en su libro El
99
Espíritu Santo en la Iglesia (1968), dice con razón:
¿Por qué el concilio no recalcó explícita y enérgicamente la diferencia que existe entre
el “advocatus” y la “advocata”? La función intercesora de María solo puede ser concebida,
en efecto, en dependencia de la del Espíritu Santo, en cuanto éste es la mediación que se
comunica a sí misma, y en subordinación absoluta a esta última. Es cierto que, según 1 Jn
2, 1, el mismo Jesús es el Paráclito, el intercesor, y que con señalar su dignidad y eficacia
singulares es suficiente para evitar los posibles malentendidos. Por otra parte, el hecho de
mencionar la función salvífica del Espíritu Santo, que coopera con el Hijo y ejerce su mediación respecto a nosotros, hubiera exigido nuevas discusiones, dado que tanto en la
dogmática tradicional como en los manuales hoy en uso no se habla apenas [o sea, muy
poco] de una cooperación del Espíritu Santo en la obra redentora del Hijo (p. 579).
Y en segundo lugar, al proponerla como tipo de la Iglesia al decir: “La Madre de Dios
es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo” (LG
63). Lo cual implica que la Iglesia, al igual que María, tiene la función de ejecutar dos
papeles distintos, pero complementarios, en la economía de la salvación: el papel de
Madre y el papel de Virgen. Así leemos: “Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad [de María], y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida, en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es Virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor,
por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza,
la sincera caridad” (LG 64).
Acerca de lo cual diremos que, por estar más cerca de una concepción pneumatológica, es decir, porque la Iglesia puede ser entendida como el “cuerpo místico de Cristo”
por razón del Espíritu Santo que la habita, entonces, se acertarían algunas funciones
“subsidiarias” de la Iglesia en la economía salvífica. En otras palabras, debido a que la
Iglesia es, evidentemente, la concretización histórica (no la única, pero sí una entre
otras) del actuar de Dios en el mundo, entonces, cabe esperar que la Iglesia sea custodia de algunos bienes salvíficos que Dios mismo desea entregar al mundo.
100
Por eso, parece adecuado introducir la mariología en un apartado eclesiológico, tal y
como hiciera el concilio Vaticano II, porque en suma toda eclesiología explícita es una
pneumatología implícita. Y el papel de María no podría entenderse sino como un ejemplo histórico concreto de la acción del Espíritu Santo quien es para el creyente quien
efectúa la obra de la salvación divina.
En suma
En relación con nuestro tema de investigación, los contenidos del concilio Vaticano II
que contribuyen a nuestra comprensión soteriológica pueden ser formulados de la siguiente manera.
Sobre la relación de la Iglesia católica con las otras iglesias y con las otras religiones,
reconozcamos que el concilio introduce un tema de debate actual. Debate ante el cual
tenemos que decir lo siguiente. Primero, que es meritoria la manera en que la Iglesia
católica ha venido acercándose tanto a sus hermanos separados como a los creyentes
de las otras religiones del mundo. Segundo, que hay que reconocer como muy acertada
la manera en que la Iglesia católica se concibe a sí misma como el pueblo de Dios peregrino en este mundo, pues esto la inserta en un contexto muchísimo más amplio de la
actuación de Dios en la historia de la humanidad; abriendo así la comprensión teológica
hacia horizontes pan-ecuménicos en los cuales se reconozca el caminar de Dios con su
pueblo peregrino aún entre los creyentes de las otras religiones del mundo. Tercero,
que cabe resaltar el reconocimiento de la Iglesia católica en que el plan salvífico de Dios
obra aún entre creyentes de otras tradiciones cristianas y de otras religiones del mundo; no obstante, la propia identidad religiosa de la Iglesia católica como en quien subsiste la única Iglesia de Cristo.
Sobre la función de la virgen María y de la Iglesia, reconozcamos que el concilio introduce en la economía salvífica dos mediaciones secundarias: la Iglesia católica misma
y la virgen María. Lo que será motivo de divergencia en el diálogo con protestantes,
más no con ortodoxos que, juntamente con católicos, ven tanto en la Iglesia como en
101
María (y con ella, en los iconos) mediaciones secundarias de la economía salvífica. Al
respecto de la aceptación de tales mediaciones secundarias en el plan salvífico de Dios
que, además de la obra y persona de Jesucristo, también admite el uso de instrumentos
salvíficos como mediaciones históricas y litúrgicas del único mediador, algunos protestantes consentirían tal situación; con tal eso sí, de que tales instrumentos salvíficos no
soslayaran al único mediador que es Jesucristo. Lo cual, considero, tampoco se proponen católicos y ortodoxos cuando reconocen tales instrumentos salvíficos como mediaciones secundarias, aunque en la práctica eclesial y en algunos de los imaginarios que
estructuran la piedad popular sí suceda el caso de verse soslayado la función del único
mediador. Problema que también acontece en la práctica eclesial de las iglesias protestantes donde, en ocasiones, la función del único mediador se ha visto soslayada por
otras mediaciones secundarias como el compromiso evangelizador, la asistencia social,
la experiencia de los dones del Espíritu, entre otros. Aclaremos que se entiende por
mediación secundaria aquellos acontecimientos mediadores que a modo de causas materiales (según las cuatro causas aristotélicas), sirven como instrumentos que “comunican” la gracia salvífica cuya única causa formal es Dios mismo, siendo Jesucristo la causa eficiente y el ser humano la causa final. De lo que se trata es de no confundir la causa eficiente de nuestra salvación, Jesucristo, con las causas materiales mediante las
cuales tenemos acceso a la gracia salvadora.
Aunque el presente no es un trabajo de antropología religiosa, resultaría muy instructivo un estudio sobre la forma cómo las prácticas eclesiales enseñan un lenguaje
teológico de mayor impacto que los discursos, ya sean verbales como los sermones o
escritos como las encíclicas. Así pues, en los cantos congregacionales podría verse, por
ejemplo, la auténtica concepción teológica que anima la fe de los creyentes, más allá
de los trabajos teológicos de las facultades de teología. En otras palabras, admito que
el impacto eclesial de trabajos como el presente es casi nulo, en comparación con las
prácticas eclesiales que configuran la cosmovisión de los creyentes de nuestras iglesias.
Cuestión que es de lamentar, pues creo que las prácticas eclesiales harían bien en es102
cuchar las razones verdaderamente teológicas que deberían animar a la fe.
3.3.3. La declaración Dominus Iesus
Sobre la Declaración Dominus Iesus (2000), subtitulada Sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la cual la Iglesia católica describe su comprensión del misterio salvífico
con relación al diálogo inter-religioso, conviene comentar algunos contenidos temáticos de interés para nuestro estudio. También se tendrá en cuenta el documento realizado por la Comisión Teológica Internacional titulado El Cristianismo y las Religiones
publicado en 1996, pues trata el mismo asunto.
Comentarios a la Introducción de la Declaración
De la introducción a la Declaración que abarca los cuatro primeros numerales podemos considerar lo siguiente:
- Que la misión universal de la Iglesia nace del mismo kerigma cristiano y, por lo tanto,
hace parte de la propia identidad de la fe cristiana su pretensión de universalidad (numeral 1).
- Que la Iglesia tiene un particular interés en llevar el mensaje del evangelio a las distintas tradiciones religiosas del mundo. Para lo cual asume el diálogo inter-religioso como
vía de conocimiento recíproco y enriquecimiento mutuo (numeral 2).
- Que la Declaración tiene como finalidad exponer la doctrina de la fe católica sobre el
sentido de la salvación, sin tratar en forma sistemática la cuestión; sino indicando las
materias fundamentales que puedan servir para refutar algunos errores e iluminar posteriores estudios sobre algunos problemas que permanecen abiertos al debate teológico (numeral 3).
- Que debe advertirse sobre el peligro de los postulados relativistas del pluralismo religioso pues niegan la identidad específica de la fe cristiana que, mediante su dogmática,
asume un carácter universalista (numeral 4).
103
A lo cual cabe expresar que todo diálogo inter-religioso debe respetar la identidad
propia de cada fe. Y por lo mismo, la pretensión universalista de la fe cristiana debe
mantenerse libre de toda duda cuando de teología cristiana estamos hablando. Pero
cabe reconocer que muchos de los contenidos relativistas del pluralismo religioso han
nacido en contextos no teológicos. Comenzando con los estudios de la historia comparada de las religiones, pasando por las propuestas de la filosofía de la religión, y llegando a las investigaciones de la antropología religiosa; el postulado pluralista de implicaciones relativistas ha sido un modelo de acercamiento asumido por las disciplinas
académicas que estudian la experiencia religiosa.
Ahora bien, creo que es legítimo conceder a la Iglesia la preocupación de custodiar
el carácter universalista de su fe. Por lo cual, su advertencia a los teólogos cristianos resulta válida. Pero también creo que no corresponde a la Iglesia descalificar, desde presupuestos teológicos, las propuestas pluralistas de carácter relativista asumidas por las
disciplinas académicas dedicadas al estudio de la religión. Es decir, los estudiosos de las
religiones del mundo tienen todo el derecho de asumir las premisas epistemológicas
que consideren más convenientes para su campo de estudio.28
Por eso, el debate radica en la cuestión de si es posible una teología de las religiones
de carácter no cristiano sino panecuménico o panreligiosa. Pues se reconoce que, por
la propia salvaguarda de la identidad cristiana, toda teología cristiana de las religiones
es por naturaleza opuesta al pluralismo relativista. Lo que no implica, sin embargo, la
imposibilidad del nacimiento y desarrollo de una teología de las religiones del mundo,
28
Al respecto, Luis Felipe Navarrete, comenta: “Pero me parece de nuevo que se requiere de una
fundamentación teológica de por qué la teología es situada, y creo que la respuesta está en el carácter
histórico (situado en el espacio y tiempo concretos) de la revelación, historicidad que se manifiesta en la
historia del pueblo de Israel y que logra su manifestación plena (histórica y escatológica) en la persona
de Jesús y en la constitución de la comunidad cristiana. Por lo tanto, no es que la teología (o la Iglesia)
estén opuestas al pluralismo relativista porque su misión sea la salvaguarda de la identidad cristiana
(cual si se tratara de un grupo de conservación de animales en vía de extinción), sino porque un elemento constitutivo de la autocomprensión de sí mismos (de los creyentes y de los teólogos), o más bien, de
la autocomprensión de la Iglesia (o las Iglesias) es el carácter histórico de la revelación. De ahí que la Iglesia (y la teología) tengan constantemente que hacer referencia al acontecimiento histórico de Jesucristo
y de la respuesta de acogida que encontró en la primitiva comunidad de judíos y de gentiles”.
104
en la cual ya están de camino reconocidos intelectuales denominados tradicionalistas o
perennistas como René Guénon, Ananda Coomaraswamy, Frithjof Schoun, Titus Burckhardt, Jean Hani, Henry Corbin, Whitall Perry, Gilbert Durand, y otros. La validez o no
de tal empresa sería un tema relevante para algún trabajo de investigación teológica.
En suma, los estudiosos de las religiones del mundo, y también entre ellos los teólogos, deben explicitar desde qué lado de la tribuna hablan, es decir, o como representantes de su propia fe particular o como académicos interesados en la experiencia religiosa universal. Cuando se hable y escriba desde dentro de la propia fe y como representantes de la misma, sería adecuado respetar las premisas epistemológicas que asume su fe. Pero cuando se hable y escriba desde fuera de la propia fe y como interesados en la experiencia religiosa de las religiones del mundo, sería conveniente tener la
libertad de asumir las premisas epistemológicas que requiera el campo de estudio.
Así pues, ya que la Iglesia asume el diálogo inter-religioso como vía de conocimiento
recíproco y enriquecimiento mutuo, entonces, tendría a bien dejarse permear por las
distintas cosmovisiones que bañan los sistemas de creencias de las religiones del mundo. Más aún, cuando el carácter universalista de la fe cristiana es de índole inclusivista
y no exclusivista.
Es necesario, pues, el debate teológico acerca de la verdadera comprensión del
carácter universalista de la fe cristiana.
Comentarios al apartado primero de la Declaración que se titula Plenitud y Definitividad
de la Revelación de Jesucristo
Del primer apartado que se desarrolla en los numerales del 5 al 8, podemos decir:
- Que en la vida y obra de Jesús de Nazaret, llamado por la Iglesia el Cristo, Dios ha revelado en plenitud su voluntad divina con respecto al misterio salvífico (numeral 5).
- Que a pesar de que el misterio salvífico de Dios, presente en Jesús el Cristo, se haya
manifestado en forma histórica, sin embargo, su historicidad no implica relatividad por
estar ubicado histórica y culturalmente en un tiempo y espacio determinado (numeral
105
6).
- Que la fe teologal como acogida en la gracia de la verdad revelada, no es igual a las
creencias de las religiones del mundo que son una experiencia religiosa todavía en
búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela
(numeral 7).
- Que la Iglesia otorga el carácter de textos inspirados solamente a las Sagradas Escrituras del judeocristianismo representadas por el Antiguo y el Nuevo Testamento (numeral 8).
Este primer apartado, a pesar de expresar con fidelidad la comprensión del dogma
cristiano, resulta ser problemático para el diálogo inter-religioso. Pues por respeto a la
premisa que asume la no renuncia a la propia identidad de la fe, entonces, así como el
creyente cristiano no debería renunciar a su pretensión de universalidad, tampoco el
creyente de otra fe debería renunciar a la pretensión de verdad de sus creencias. Por lo
que queda una sola salida a la anterior aporía29: la re-significación del dogma cristiano
o lo que la teología ha denominado el desarrollo del dogma. Es decir, sólo una relectura o re-interpretación de lo que significa la preeminencia de la revelación histórica
ocurrida tanto en Israel como en la Iglesia, podría permitirnos dialogar con el creyente
de otra fe con el debido respeto a su pretensión de verdad. Es decir, el diálogo interreligioso no puede comenzar descalificando de entrada la pretensión de verdad del
otro. Lo que se requiere, entonces, es una comprensión adecuada sobre el significado
de la plenitud y definitividad de la revelación cristiana (cuestión que trataremos más
adelante en el apartado 3.5.1).
Se entiende, entonces, la importancia de la tarea propuesta por la Comisión Teológi29
La aporía consiste en que el dogma cristiano rechaza la pretensión del valor de verdad de las otras
fes con respecto a la inspiración de sus libros sagrados. Por lo que, por un lado, o aceptamos el dogma
cristiano de la exclusividad de la fe revelada en la historia de Israel y la Iglesia o, por otro lado, reconocemos el valor de verdad de las otras fes que como el Islam y el Hinduismo proclaman que sus libros sagrados son de inspiración divina. En palabras más escuetas, o reconocemos como Sagradas Escrituras solamente los testimonios de la judeocristiandad representados por el Antiguo y el Nuevo Testamento o,
reconocemos también como Escrituras Sagradas tanto el Corán como los Vedas y los demás libros sagrados de las religiones del mundo. Lo cual implica una aporía a no ser que se re-signifique la comprensión
del dogma cristiano con respecto a la Palabra inspirada por Dios.
106
ca Internacional al escribir: “La búsqueda de un criterio para la verdad de una religión
que, para ser aceptado por las otras religiones, debe situarse fuera de la misma, es tarea seria para la reflexión teológica” (C&R30 15). Pues sólo así estaríamos en condición
de aprobar o refutar los postulados teológicos de las religiones del mundo desde una
tribuna imparcial. Lo que, a mi parecer, es una tarea no viable por lo que explicaré en el
siguiente párrafo. Lo que no implica que renunciemos a encontrar otra manera de
cumplir con el mismo propósito. Y esa otra manera, creo que sigue siendo la construcción de una teología cristiana que al ahondar en el significado de la plenitud ofrecida en
Cristo, permita comprender y afirmar el valor de verdad de las otras religiones.
Siguiendo la propuesta de Ricardo de San Víctor en su De Trinitate, sobre los tres
ojos del conocer que serían: el ojo de la carne o empiria utilizado por la ciencia, el ojo
de la mente o ratio utilizado por la filosofía, y el ojo del espíritu o fide utilizado por la
religión. No cabe escoger entre lo sensible y lo inteligible, porque ni por pruebas científicas mostradas a los sentidos, ni por argumentaciones lógicas demostradas a la razón,
podríamos llegar a la conclusión de la existencia de Dios, ni mucho menos, entonces, de
las demás verdades de fe. De tal modo, que nos toca conformarnos con la propuesta
fideista kantiana, pues la religión en verdad está más allá de los límites de la razón.
Quedando tan sólo como criterio de verdad de las distintas religiones del mundo sus
Escrituras reveladas. Pues las Sagradas Escrituras de las religiones del mundo asumidas
como hechos de revelación divina, ni son un hecho científico, ni tampoco un juicio lógico, sino, simplemente, un acto de fe, es decir, el testimonio de fe de quienes confiesan
haber sido aprehendidos por la divinidad. Por lo tanto, ¿cómo podríamos encontrar un
criterio para la verdad por fuera del mismo testimonio de las Escrituras Sagradas? Acaso, ¿la invitación de la tarea propuesta por la Comisión Teológica Internacional es desarrollar una filosofía de la religión? Y si así fuera, ¿qué necesidad tendrían las religiones
del mundo para asumir criterios filosóficos en cuestiones teológicas? Admitamos que
30
Recordamos que con la sigla C&R se cita el documento escrito por la Comisión Teológica Internacional, publicado en 1996 y titulado El Cristianismo y las Religiones.
107
últimamente las mediaciones teológicas ya no pasan solamente y en sentido exclusivo
por la filosofía, sino por las ciencias sociales. Y ya que la cuestión acerca de la verdad
pertenece al campo de la filosofía con sus construcciones epistemológicas, entonces,
¿resultaría legítimo desarrollar criterios de verdad por fuera de una tradición religiosa
específica? Critico pues la propuesta de una tarea que busque encontrar criterios de
verdad para la religión por fuera de las mismas cosmovisiones religiosas; propongo,
más bien, la búsqueda de comunes denominadores que enlacen las pretensiones de
verdad de las distintas religiones del mundo. En otras palabras, no creo en criterios objetivos, sino en criterios inter-subjetivos acerca de las verdades de fe.
Los contenidos teológicos expresados en este primer apartado de la Declaración referidos a la primacía de Jesucristo, de la fe teologal y de las Sagradas Escrituras judeocristianas, por sobre los maestros, las creencias y los libros sagrados de las otras fes,
pueden muy bien ser comprendidos desde una perspectiva que no implique la descalificación de esas otras fes.
Por ejemplo, ¿Qué significa verdaderamente que en Jesús de Nazaret Dios se haya
revelado en plenitud? O sea, ¿Cuál es el significado real de que Jesús sea el Cristo? Ya
Raimon Panikkar nos ha dado una orientación para la respuesta en su libro La Plenitud
del Hombre (1998), en el cual escribe:
Ello hace necesario un cambio de perspectiva por parte de los cristianos, porque una
verdadera comprensión entre las varias religiones no puede ser nunca un camino de dirección única. Todo el esfuerzo por comprender aquello que los cristianos llaman Cristo en
el ámbito de las otras religiones hay que ponerlo en relación con la problemática en torno
a Isvara, a la naturaleza del Buddha, del Qor’an, de la Torah, del Ch’i, del Kami, del Dharma, del Tao, pero también con Verdad, Justicia, Paz y tantos otros símbolos. Lo que representa Cristo en otras religiones tiene que ser confrontado con la cuestión complementaria
sobre qué pueden representar los otros símbolos dentro del cristianismo.
Diciendo esto no pretendemos afirmar que todos los nombres que acabamos de evocar representan “al mismo Cristo”. Podrían ser, en todo caso, equivalentes homeomórficos, pero tampoco es necesario que tales equivalentes existan. Hay que respetar el pluralismo, en el sentido de la posible incompatibilidad e inconmensurabilidad de las culturas
108
-algo que no excluye ni el diálogo ni la defensa de las creencias de cada uno- (p. 194).
Del mismo modo, con respecto a la inspiración de los libros sagrados, creo que no
cabe aceptar que sólo la Biblia es Sagrada Escritura. Negar el carácter de inspiración divina a las Sagradas Escrituras de las religiones del mundo es una premisa problemática
para el inicio del diálogo inter-religioso. Pues cualquiera que se haya acercado a la lectura de textos como los Vedas, Upanishadas y Puranas del hinduismo, o como el Canon
Pali del Tipitaka budista, o como los libros de Confucio y Lao Tse, o como el mismo
Corán; tendrá que admitir que un similar espíritu de trascendencia atraviesa todos estos libros y que un semejante eco de inspiración se escucha por intermedio de los mismos.
Necesitamos una comprensión más cabal del sentido de la revelación que incluya, y
no excluya, a las Sagradas Escrituras de todas las religiones del mundo como Palabra
inspirada por Dios. Comprendo muy bien que el carácter histórico de la revelación judeocristiana es lo que impediría a la Iglesia aceptar la inspiración de los escritos sagrados de otras religiones, pues se asume que los contenidos de los libros sagrados de las
religiones del mundo derivan de experiencias místicas de videntes y no de experiencias
históricas. Pero, asumiendo criterios historiográficos contemporáneos, es decir, reconociendo los nuevos paradigmas de los enfoques históricos actuales, es posible reconocer el valor histórico de las experiencias místicas que fundamentan el contenido de
los textos sagrados de las religiones del mundo. Aunque, tampoco hace falta recurrir a
teorías sociales contemporáneas para afirmar la actuación de Dios en la historia de la
humanidad, ya que decir que Dios actúa en la historia, y en la historia del judeocristianismo, no implica negar su actuación en toda otra historia humana, como en ocasiones
es asumido por algunos.
A modo de ejemplo, para ilustrar cómo las experiencias místicas que fundamentan
los contenidos de los libros sagrados de las religiones del mundo, también poseen
carácter histórico, comentemos lo siguiente. Es verdad que el Corán nace como experiencia mística del Profeta. Pero no olvidemos que el Profeta fue al mismo tiempo
109
hombre de Dios y hombre de Estado, pues en el Islam no existe división entre ciudad
terrenal y ciudad celestial, de ahí que la Umma o comunidad islámica “implica que Dios
rige no sólo la vida y conducta de cada hombre, sino también la estructura social, dado
que se aspira a la ‘mejor comunidad que se ha hecho surgir para los hombres’ (Corán III,
110)” (González Ferrín, 2002, p. 196). Lo cual implica que en el origen del Corán está la
cercanía de Dios a su pueblo y que, por lo tanto, la experiencia mística del Profeta, está
referida a su vez, a una experiencia histórica real. Cabe citar al respecto las palabras del
estudioso en arabismo e islamología Emilio González Ferrín quien, en la introducción a
su libro La Palabra Descendida (2002), describe con el siguiente párrafo lo que se ha
denominado el “Hecho Coránico”:
Hay un pueblo sabio que acercó en tal medida su sentido de lo trascendente al valor
de la palabra, que concibe un libro como sagrado, un mensaje como parte de Dios, y ese
Dios como única respuesta minimalista a la eterna y maximalista diversificación de lo inexplicable. En esto viene a resumirse cuanto los especialistas denominan el Hecho Coránico: una interpretación del mundo que tiene en una actitud frente la vida, el Islam, la única
respuesta posible del ser humano ante el don divino de la Palabra. Esa Palabra descendió
en árabe por obra de Dios y la mediación de su último profeta, Muhammad, como había
descendido antes en otros idiomas a otros pueblos y con la mediación de profetas anteriores (p. 15-16).
Tal apreciación resulta más significativa por el hecho de que el autor no pertenece a
la religión musulmana. Mostrando así en qué medida puede un diálogo respetuoso con
otra fe distinta a la propia, contribuir al conocimiento recíproco y enriquecimiento mutuo. Me parece ilustrativo citar la confesión del autor al escribir:
Dado que no soy musulmán y -siguiendo el magistral acercamiento previo de Thomas
Carlyle- como no tengo intención de serlo, diré del Islam cuanto de bueno pueda hallar en
mi obligadamente humilde condición humana y no por corrección política, sino porque
cuanto más alcanzo a saber de esa realidad universal más voy aprendiendo a admirarlo,
respetarlo y comprenderlo (p. 16).
Cabe resaltar que el mismo Corán acepta y reconoce la validez de otros profetas que
en pueblos distintos al árabe han servido de mensajeros de la Palabra de Dios en otros
110
tiempos, como lo testimonia la Sura XXI titulada Los Profetas y muchísimos otros pasajes del Corán que testifican la permanente compañía divina por medio de sus enviados:
“Muhammad no es más que un Enviado. Antes de él han pasado otros Enviados” (Corán
III, 138).
Por eso, negar la validez de otras Voces proféticas como Palabra inspirada de Dios,
es descalificar de entrada la pretensión de verdad que las religiones del mundo asumen
para sí mismas.
Del mismo modo, la saga legendaria hindú del Bhagavad Gita se origina en una respuesta teológica nacida de una realidad histórica concreta. La situación histórica inscrita en el Canto del Señor es explicada por el erudito en religiones comparadas Mircea
Eliade en su libro El Yoga: inmortalidad y libertad (1972). Cito a continuación a Mircea
Eliade pues su descripción es de relevancia con respecto a la cuestión de la relación entre historia y revelación que venimos discutiendo:
En otras palabras, si, como veremos, el Bhagavad-Gita se presenta históricamente como una nueva síntesis espiritual, sólo nos parece “nueva” porque somos seres condicionados por el Tiempo y la Historia. Esto tiene grandes consecuencias sobre toda la interpretación occidental de la espiritualidad hindú: porque, si bien tenemos derecho de reconstituir la historia de las doctrinas y técnicas indias, esforzándonos por precisar sus innovaciones, su desarrollo y sus modificaciones sucesivas, no debemos olvidar que desde el punto
de vista de la India, el contexto histórico de una “revelación” sólo tiene un alcance limitado: la “aparición” o la “desaparición” de una fórmula soteriológica en el nivel de la Historia, no puede enseñarnos nada en cuanto a su “origen”. Según la tradición india, tan enérgicamente reafirmada por Krishna, los diversos “momentos históricos” -que son al mismo
tiempo momentos del devenir cósmico- no crean la doctrina, sino únicamente actualizan
ciertas fórmulas apropiadas del mensaje intemporal. Esto significa que, en el caso del
Bhagavad-Gita, sus “novedades” se explican por el momento histórico que requería justamente una nueva y más vasta síntesis espiritual (p. 120).
Por todo lo anterior, desde una historiografía actual con planteamientos como los
del historiador y jesuita Michel De Certeau, resulta imposible negar valor histórico a la
experiencia religiosa de los pueblos del mundo registrada en sus mitos y leyendas. Pues
111
la historia, en palabras de Michel De Certeau, no es sólo narración de lo ocurrido (ficción) o explicitación del instrumental procedimental de trabajo (reflexión epistemológica); sino coordinadora de sentidos que remiten el presente a un origen que estructura
la sociedad. En este sentido, la historia sirve al mismo fin que los mitos de las sociedades “primitivas” o las teologías de las sociedades tradicionales. Ya que, tal y como escribe Michel De Certeau en su libro La Escritura de la Historia (1994), la función del mito y la función de la historia son homólogas:
Ésta es sin duda la razón por la cual la historia ha tomado el relevo de los mitos “primitivos” o de las teologías antiguas desde que la civilización occidental dejó de ser religiosa;
y en el mundo político, social o científico se define por una praxis que compromete igualmente sus relaciones con ella misma y con otras sociedades. El relato de esta relación de
exclusión y de fascinación, de dominación o de comunicación con el otro (cargo ocupado
sucesivamente por algo cercano, o por algo futuro), permite a nuestra sociedad narrarse a
sí misma gracias a la historia. Funciona como lo hacían, o lo hacen todavía en civilizaciones
remotas, los relatos de luchas cosmogónicas que enfrentan un presente con su origen (p.
61).
Pues la identidad de una sociedad se construye como diferenciación con un “otro”
del que ella se distingue. Tal es una de las funciones sociales del discurso histórico y
también del discurso mítico. Por eso, es cuestionable descalificar como a-histórico el
discurso mítico, siendo necesario reconocer que en el mismo discurso mítico está ya
implícito un sentido histórico evidente. Lo que implica que en toda narración mítica sucede al mismo tiempo un acontecer histórico. Por lo cual, también las Sagradas Escrituras de las religiones del mundo son, a pesar y en medio de su narración mítica, acontecer de Dios en medio de la historia de los creyentes que testimonian su fe en dichas Escrituras Sagradas.
Por todo lo anterior, considero equivocada la aseveración de la Iglesia en la Declaración, y de la Comisión Teológica Internacional, cuando afirman:
No todas las religiones tienen libros sagrados. Aunque no pueda excluirse, en los
términos expuestos, alguna iluminación divina, en la composición de estos libros (en las
religiones que los tienen) es más adecuado reservar el calificativo de inspirados a los libros
112
canónicos. La denominación de «palabra de Dios» se ha reservado en la tradición a los escritos de los dos testamentos. La distinción es clara incluso en los antiguos escritores eclesiásticos que han reconocido semillas del Verbo en escritos filosóficos y religiosos. Los libros sagrados de las diferentes religiones, aun cuando puedan formar parte de una preparación evangélica, no pueden considerarse como equivalentes al Antiguo Testamento, que
constituye la preparación inmediata a la venida de Cristo al mundo (C&R 92).
Pues, tal y como afirma J. Dupuis (1997), refutando la anterior concepción descalificadora:
Las escrituras sagradas de las naciones contienen palabras de Dios iniciales y escondidas. Estas palabras no tienen el carácter oficial que debemos atribuir al Antiguo Testamento, por no hablar del valor decisivo del Nuevo. No obstante, podemos llamarlas palabras
divinas porque Dios las pronuncia por el Espíritu Divino. Desde el punto de vista teológico,
los libros sagrados que las contienen merecen el término de “escrituras sagradas”. En definitiva, el problema es terminológico: ¿qué debemos entender por “palabra de Dios”, “escritura sagrada” e “inspiración”?
La forma de expresión tradicional ha dado a estas expresiones una definición teológica
restrictiva, limitando su aplicación sólo a las escrituras de las tradiciones judía y cristiana.
Pero también se les puede dar, no sin un fundamento teológico válido, una definición más
amplia, conforme a la cual resultan aplicables a las escrituras de otras tradiciones religiosas. “Palabra de Dios”, “escritura sagrada” e “inspiración” no expresarán entonces la misma realidad idéntica en diferentes periodos de la historia de la revelación y la salvación.
Pese a lo importante que es salvaguardar el significado especial de la palabra de Dios
transmitida por la revelación judía y cristiana, no es menos importante reconocer el verdadero valor y significado de las palabras de Dios contenidas en los libros sagrados de
otras tradiciones religiosas. Así pues, “Palabra de Dios”, “escritura sagrada” e “inspiración”
son conceptos analógicos, que se aplican de formas diferentes a los diversos periodos de
una revelación progresiva y diferenciada (p. 371-372).
Habiendo ya comentado los temas del primer apartado de la Declaración sobre la
primacía de la revelación histórica acontecida en la judeocristiandad y del carácter de
Sagrada Escritura de los textos judeocristianos, cabe decir al respecto de la distinción
entre la fe teologal y las otras creencias de las religiones del mundo, que tal postulado
se fundamenta en la premisa ilustrada sobre la diferencia entre religión revelada y reli113
gión natural. Diferencia que la teología cristiana debería argumentar, pues el peso de la
demostración está en quien afirma.
Pero conociendo que otras fes del mundo, como el Budismo Mahayana, también
admiten la necesidad de la gracia divina para la salvación del creyente; creo que los
mismos postulados mediante los cuales la teología cristiana quisiera realizar tal distinción, serían apropiados para las otras fes, lo que invalidaría la defensa de la distinción.
En palabras más sencillas, afirmar que sólo la judeocristiandad asume la fe como don
de la gracia divina que faculta para acoger la verdad y con ella al revelador de la verdad
y que, por el contrario, las creencias de las demás religiones del mundo son sólo
búsquedas inacabadas que no posibilitan la acogida de la verdad ni del revelador de la
verdad, es desconocer el testimonio de las grandes religiones del mundo.
Sólo citaré un caso que considero paradigmático pues se trata de una religión percibida como “ateísta” ya que, como escribe Marco Pallis en su libro Espectro Luminoso
del Budismo (1980): “se podría admitir que una perspectiva que no incluye la idea de un
Dios personal puede parecer a primera vista que tampoco deja mucho lugar para la
idea de la gracia” (p. 71). Es verdad que el Buddha afirmó: “Cada uno es una Isla”, queriendo decir con ello que la salvación de cada uno está en el interior de cada cual y no
necesita de ningún tipo de mediación institucional o religiosa. Pero no significa que la
facultad de salvarse fuera por puro esfuerzo humano, pues también destacó la importancia del Refugio: “Me Refugio en el Buddha. Me Refugio en el Dhamma. Me Refugio
en la Sangha” recitan todos los budistas al inicio de sus meditaciones. En el capítulo IV
titulado ¿Cabe la Gracia en el Budismo?, del citado libro de Marco Pallis, el autor explica con detalle que la respuesta a tal pregunta es definitivamente afirmativa. Al respecto escribe:
Lo que es importante reconocer en este caso es el hecho de que la palabra “gracia” corresponde a toda una dimensión de la experiencia espiritual; es inconcebible que estuviera
ausente de una de las grandes religiones del mundo. De hecho cualquiera que haya vivido
en un país tradicionalmente budista sabe que esta dimensión, transmitida por las formas
apropiadas, también encuentra expresión allí (p. 72).
114
Por eso, en el desarrollo histórico del budismo vemos cómo la escuela del Gran
Vehículo o Mahayana enfatiza, en oposición a la escuela del Pequeño Vehículo o Hinayana, que la salvación es una puerta grande y abierta por la cual muchos pueden entrar, pues no se requiere de la vida monacal con sus restricciones, sino que basta con la
sola fe en la gracia divina del amoroso Amitabha para tener acceso a la Tierra Pura. En
términos budistas diríamos que “el abandono incondicional al poder del otro” es la
muestra de la acogida de la gracia.
Al respecto de mis anteriores comentarios al primer apartado de la Declaración sobre la Plenitud y Definitividad de la revelación en Jesucristo, recibí las siguientes reflexiones que me parece importante citar a continuación pues nos permiten contextualizar la propuesta del Magisterio. El sacerdote jesuita Luis Felipe Navarrete comenta:
Si asumimos el carácter histórico de la revelación y del conocimiento humano, entonces no podemos decir que todas las religiones son expresión de lo mismo. Si asumimos, al
menos desde una visión cristiana, la omnipotencia y omnipresencia de Dios, y la universalidad de su voluntad salvífica, entonces no podemos decir que sólo está presente en el judeocristianismo. Estas dos afirmaciones parecieran contradictorias entre sí. Sea lo que sea
que parezcan, ambas son afirmaciones ineludibles, y ellas evitan el relativismo y el exclusivismo. Esto significa que sólo cabe pensar la relación, que con respecto a nuestro tema es
relación entre religiones, y la relación ha de pensarse en términos de continuidad y discontinuidad. Es natural que si el magisterio de la Iglesia subraya la discontinuidad (JesúsProfetas; Biblia-libros religiosos; Fe teologal-otras creencias), entonces los teólogos se
sientan inclinados a subrayar la continuidad -como tú lo has hecho en este trabajo y sección-. Por lo menos te dejo constancia de mi hipótesis: que los textos del magisterio, y
esas diferencias que a veces suenan tan descalificadoras y excluyentes, lo que buscan es
subrayar la discontinuidad frente a un ambiente intelectual que ha enfatizado la continuidad; es lo que yo te indicaba en mi escrito anterior: ‘He querido mostrar un modo de interpretar las afirmaciones del magisterio’. Esos textos son como reglas del juego; son como la gramática con la cual la reflexión sustantiva de la teología puede proceder. Simplemente muestra las coordenadas que hacen válida la reflexión teológica. En este sentido,
señalan preguntas, indican en qué sentido siguen siendo preguntas abiertas y en qué sentido sería inválido abordarlas.
Creo que lo que el Magisterio quiere decir es que hay una interpretación inclusivista
115
que no es admisible, a saber, afirmar la plena identidad, y por eso afirma la distinción entre Jesucristo y otros profetas, la fe teologal y otras creencias, entre la Biblia y otras escrituras. Creo que una cosa es decir que son distintos (rechazar una llana identidad) y otra
cosa es minusvalorar a esos otros profetas, creencias y escritos (como tú bien lo indicas).
Pareciera también que el Magisterio no sólo habla en términos de teología negativa (diciendo lo que no es), señalando interpretaciones que no caben. Sino que parece que también opta por un modo de leer la relación entre cristianismo y religiones en términos inclusivistas, y es el modo que podríamos resumir con la metáfora del río y del océano, lo
primero para referirse a las religiones y lo segundo al cristianismo: aquellas son caminos
que desembocan en éste. Es también la metáfora de las semillas y el árbol: las otras religiones contienen semillas del Verbo, pero el árbol es el cristianismo. Leonardo Boff, en su
crítica a la Declaración Dominus Iesus ha traído otra metáfora (con la que obviamente no
está de acuerdo): la de las partes de la casa y la casa plenamente construida.
La verdad no creo que al Magisterio le corresponda describir positivamente cómo ha
de darse la relación entre el cristianismo y las religiones. Debe sí afirmar que hay relación,
y que esa relación no es de llana identidad pero tampoco de mutua exclusión. Lo que hay
que señalar también es que lo dicho por el Magisterio no es la última palabra, es decir, su
papel es promover e incentivar la reflexión teológica, pues el mismo Magisterio señala interrogantes que él mismo deja abiertos. Creo que a la reflexión teológica, que nunca
podrá ser sancionada (en el sentido de promulgada con asentimiento general) universalmente, le corresponde la tarea de indicar posibles maneras de explicar la relación.
Comentarios al apartado segundo de la Declaración que se titula El Logos Encarnado y
el Espíritu Santo en la Obra de la Salvación
En este segundo apartado de la Declaración encontramos las siguientes afirmaciones en los numerales 9 al 12:
- Se expone la comprensión que el pluralismo religioso tiene acerca del Logos divino,
según la cual el Verbo asumiría dos manifestaciones: como Verbo eterno y como Verbo
encarnado. Distinguiendo así, la manifestación universal del Logos en todas las religiones del mundo de su manifestación en el cristianismo (numeral 9).
- Se describe la comprensión que la Iglesia tiene acerca del misterio de la encarnación,
según la cual no existe separación de ningún tipo entre Jesús de Nazaret y el Logos di116
vino (numeral 10).
- Se afirma la fe de la Iglesia en la función mediadora del Cristo encarnado como siendo
el único salvador y redentor universal (numeral 11).
- Se declara la unión inseparable entre la función del Cristo y la función del Espíritu Santo en la economía salvífica (numeral 12).
Comentemos al respecto que los cuatro numerales anteriores se refieren al contenido teológico de la fe de la Iglesia en la función soteriológica de Jesús el Cristo. Por lo
que no cabe una crítica externalista o desde fuera de la misma fe. Sino que se debe debatir sobre tales contenidos teológicos de carácter soteriológico desde dentro de la
misma fe. Lo que sí puede decirse de antemano, es que la asunción de tales contenidos
teológicos no implica, necesariamente, una posición exclusivista, ya que la salvación
universal ofrecida por Jesucristo incluye a toda la raza humana. Lo que se pone en debate es el papel que juegan todas las religiones del mundo en la obra salvífica de Cristo.
También está en debate una cuestión cristológica: ¿Qué significa que Jesús sea el Cristo
de Dios?
La Declaración continúa en los numerales 13, 14 y 15 la exposición del misterio salvífico efectuado en la obra de Jesucristo. Por lo que conviene comentar el apartado segundo y tercero en forma conjunta pues ambos apartados tratan de cuestiones soteriológicas y cristológicas.
Comentarios al apartado tercero de la Declaración que se titula Unicidad y Universalidad del Misterio Salvífico de Jesucristo
En este apartado encontramos las siguientes afirmaciones en los numerales 13, 14 y
15.
- Se afirma por distintos testimonios de la Sagrada Escritura y del Magisterio que el misterio salvífico efectuado en Jesucristo es de carácter único y universal (numeral 13).
- Se aclara que la salvación única y universal mediada por Jesucristo no excluye, sin
embargo, el papel salvífico que otras figuras y creencias religiosas puedan jugar en el
117
plan de Dios. Se invita a la teología a investigar tales mediaciones parciales (numeral
14).
- Se asevera que la singularidad de Jesucristo es un dato primario de la revelación que
la Iglesia debe expresar como patrimonio de su fe (numeral 15).
Al respecto de los numerales anteriores cabe apreciar la invitación que la Iglesia
propone a la teología de investigar la función salvífica de las religiones del mundo dentro del plan de Dios efectuado en Jesucristo para la salvación de todos los seres
humanos. Conviene recordar, entonces, que “El diálogo interreligioso se fundamenta
teológicamente sea en el origen común de todos los seres humanos creados a imagen
de Dios, sea en el destino común que es la plenitud de la vida en Dios, sea en el único
plan salvífico divino a través de Jesucristo, sea en la presencia activa del Espíritu divino
entre los adeptos de otras tradiciones religiosas” (C&R 25). Es por esta razón que un
cristiano y teólogo no tendría que recurrir a razones extra-teológicas para fundamentar
la necesidad del diálogo inter-religioso, ni para fundamentar la necesidad de reconocer
la presencia del mismo Espíritu de Jesús en otras religiones.
Y volviendo al comentario de los numerales 9 al 12 en relación con los numerales 13
al 15, se confirma que estamos ante una discusión de índole plenamente cristológica.
Pues lo que está en discusión es el sentido de Jesús como el Cristo. Es decir, la función
soteriológica del Cristo deriva del sentido cristológico que le atribuyamos. En otras palabras, antes de hablar del misterio salvífico de Jesucristo, se debe exponer la comprensión de la afirmación de la Iglesia al proclamar que Jesús es el Cristo. La pregunta
de Jesús a sus discípulos resulta inspiradora al respecto (Mc 8, 27-30 DHH):
Después de esto, Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de la región de Cesarea de
Filipo.
En el camino, Jesús preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos contestaron: -Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros dicen que eres Elías,
y otros dicen que eres uno de los profetas.
-Y ustedes, ¿quién dicen que soy? les preguntó.
Pedro le respondió: -Tú eres el Mesías.
118
Pero Jesús les ordenó que no hablaran de él a nadie.
La confesión de Pedro nos recuerda que corresponde a cada cristiano y al cristianismo en general responder la pregunta: ¿Quién es Jesús para mi (nosotros)? De la respuesta que demos a tal interrogante derivará nuestra comprensión del misterio salvífico efectuado por Dios en Jesucristo.
Por lo que tan sólo resta decir, a propósito de los apartados segundo y tercero de la
Declaración, que el acercamiento o distanciamiento de las afirmaciones explícitas en
los numerales de tales apartados será consecuencia de la perspectiva teológica asumida, o sea, en relación al modo en que los postulados soteriológicos se deriven directamente de postulados cristológicos.
Debe quedar claro, eso sí, que la pretensión de verdad del cristianismo le impide renunciar a su confesión de fe acerca de que en Jesús el Cristo, Dios realizó la obra de salvación para toda la humanidad. Por lo cual, no debe esperarse que una teología cristiana de las religiones renuncie a confesar que: “Sólo en Jesús pueden los hombres salvarse, y por ello el cristianismo tiene una clara pretensión de universalidad” (C&R 49a), y
por eso mismo que: “En el contexto de la actuación universal del Espíritu de Cristo se ha
de situar la cuestión del valor salvífico de las religiones en cuanto tales” (C&R 49d). Lo
que no implica que no se deba seguir profundizando sobre el verdadero sentido de qué
significa “adherirse” a Jesús el Cristo, por lo que estoy en desacuerdo con la implicación
teológica asumida por la Comisión Teológica Internacional, quien de la universalidad
del misterio de la encarnación concluye, a mi modo de ver, equivocadamente que: “Si
la salvación está ligada a la aparición histórica de Jesús, para nadie puede ser indiferente la adhesión personal a él en la fe. Solamente en la Iglesia, que está en continuidad
histórica con Jesús, puede vivirse plenamente su misterio. De ahí la necesidad ineludible
del anuncio de Cristo por parte de la Iglesia” (C&R 49c).31
31
Al respecto, Luis Felipe Navarrete, escribe: “Yo creo que en realidad la afirmación sí se infiere de
aseverar que ‘la salvación está ligada a la aparición histórica de Jesús’. En otras palabras, si una verdad
universal se ha manifestado -ofrecido- en un acontecimiento histórico (lo que Lessing negaba), entonces
la verdad universal se acoge también a través de un acontecimiento histórico. Entonces lo que queda por
aclarar, que es lo que tú señalas apropiadamente, es en qué consiste ‘acoger una verdad universal en un
119
Comentarios al apartado cuarto de la Declaración que se titula Unicidad y Unidad de la
Iglesia
En los numerales 16 y 17 del cuarto apartado de la Declaración encontramos las siguientes afirmaciones:
- Se declara que sólo en la Iglesia católica subsiste (subsistit in) la Iglesia de Cristo. Y
que, por lo tanto, Ella, cual esposa y cuerpo, comparte con Cristo, cual esposo y cabeza,
la plenitud del misterio salvífico (numeral 16).
- Se declara que la comunión con la verdadera Iglesia de Cristo que subsiste en la Iglesia
católica, requiere que las demás Iglesias o Comunidades separadas de la Iglesia católica, conserven la sucesión apostólica y la práctica de la eucaristía válidamente consagrada. Pues, de lo contrario, es decir, de no haber conservado el legado del Episcopado
y la genuina sustancia del misterio eucarístico, entonces, no son Iglesia en sentido propio. De todas maneras, aquellas Iglesias que conservando el Episcopado y el misterio
eucarístico no reconocen el Primado del Obispo de Roma, tampoco están en plena comunión con la Iglesia católica. Lo cual no invalida, sin embargo, que el Espíritu de Cristo
se haya servido de ellas como medios de salvación (numeral 17).
Creo que el presente apartado es uno de los más fuertes con respecto al sentido de
exclusivismo asumido por la Iglesia católica. Primero, se asume a sí misma como la Iglesia en que subsiste32 la verdadera Iglesia de Cristo, descalificando las tradiciones Ortodoxas y Protestantes como Iglesias en las que no subsiste en plenitud la verdadera Iglesia de Cristo. Segundo, asume que la herencia de la sucesión apostólica y la práctica del
misterio eucarístico, tal cual es comprendido por la Iglesia católica, son los verdaderos
criterios de comunión entre los cristianos del mundo; de modo tal, que si no existen tales criterios compartidos, entonces, no se podría hablar de Iglesia en sentido propio. Y
tercero, postula que el reconocimiento del Primado del Obispo de Roma, es requisito
para obtener plena comunión con la Iglesia católica; lo cual la Iglesia católica está en
acontecimiento histórico’; o sea, adherirse a Jesucristo”.
32
Solicitamos al lector tener en cuenta lo ya dicho con anterioridad en el apartado 3.3.2 sobre la interpretación del término subsistit in.
120
todo derecho de postular, con tal que esto no implique que tal requisito sea necesario
para estar en plena comunión con la Iglesia de Cristo.
En términos prácticos, si se asume la veracidad de los numerales 16 y 17 de la Declaración, entonces, por simple reducción al absurdo, tenemos que:
- Tan sólo las Iglesias de la tradición ortodoxa son, en compañía de la Iglesia católica,
verdaderas Iglesias de Cristo; aunque le faltaría a las Iglesias de tradición ortodoxa, para estar en plena comunión con la Iglesia católica, el reconocimiento del Primado del
Obispo de Roma.
- En cambio, las Iglesias de tradición protestante, tanto las así denominadas históricas,
reformadas y episcopales, como evangélicas y pentecostales, no son Iglesias de Cristo
en sentido propio, pues ninguna de éstas Iglesias mantiene el legado de la sucesión
apostólica, ni tampoco comprenden la cena eucarística como lo hace la Iglesia católica.
Así que, la falta de unidad entre los cristianos se ve profundizada enormemente,
pues a la tradición eclesial del protestantismo se le niega ser siquiera Iglesia de Cristo
en sentido propio.
Pero si la Declaración asume que el Espíritu de Cristo se ha servido de tales Iglesias y
Comunidades, separadas de la comunión con la Iglesia católica, como medios de salvación, entonces, reconoce de hecho que no es necesaria la comunión con la Iglesia católica para la recepción de la gracia salvadora de Cristo. Por lo que cabe el interrogante
acerca de: ¿Cómo entiende, entonces, la Iglesia católica, la pertenencia al Cuerpo de
Cristo? ¿Acaso, no es la gracia salvadora, otorgada mediante la fe, la que brinda acceso
a la comunión con el Espíritu de Cristo? Y ¿Por lo demás, no es esto mismo lo que en el
Nuevo Testamento se denomina Iglesia de Cristo?
El problema es, pues, de interpretación eclesiológica. Se hace necesario, entonces,
profundizar la comprensión del sentido teológico sobre el verdadero significado del
Cuerpo de Cristo. Ya que la pertenencia al Cuerpo de Cristo no remite, necesariamente,
ni a la aceptación de la sucesión apostólica, ni tampoco a la comprensión de la cena del
Señor como misterio eucarístico, lo que creo que es sobre entendido por el simple
121
hecho histórico de que:
- Las Iglesias de la tradición paulina, precisamente, tuvieron que disputar la cuestión de
la validez del apostolado de Pablo, contra quienes reclamaban la necesidad de la sumisión al apostolado de Pedro y Santiago.
- Las Iglesias de la tradición juanea, también reclamaron contra los seguidores de Pedro
que el discípulo amado, que permanecería aún después de la partida de Pedro, es
aquél a quien ellos habían escuchado y de quien habían aceptado el testimonio de la fe.
En ambos casos, lo que estaba en cuestión era la libertad de las Iglesias de reconocerse a sí mismas como Cuerpo de Cristo, sin la sujeción a la Iglesia de Jerusalén. O sea,
sin aceptación del Primado de Pedro.
Aunque reconozco que la Iglesia católica posee tres fuentes de autoridad para la
construcción de su dogmática como son: las Escrituras, la Tradición y el Magisterio. Y,
por lo tanto, las objeciones de tipo puramente de exégesis bíblica, no serían suficientes
como contra argumentos. Sin embargo, creo que por el sentido histórico de la revelación cristiana, no es adecuado asumir postulados teológicos que invaliden la unidad del
Cuerpo de Cristo desde las primitivas comunidades cristianas hasta nuestros días. Pues
eso, precisamente, es lo que hace la Declaración al postular tanto la sucesión apostólica como el misterio eucarístico, como únicos criterios de comunión verdadera entre los
cristianos. Cuestión que dejaría por fuera de la Iglesia de Cristo, no sólo a las actuales
Iglesias y Comunidades separadas de la Iglesia católica, sino también a las primitivas
comunidades cristianas para quienes la comunión con el Cuerpo de Cristo fue una simple cuestión de “escuchar con fe” y “recibir por gracia” el mensaje de las buenas noticias de que en Jesús el Cristo tenemos acceso a la salvación otorgada por Dios Padre.
En palabras más sencillas, afirmo que: ni la aceptación de la sucesión apostólica, ni
la asunción de la cena del Señor como misterio eucarístico, fueron los criterios utilizados en las primitivas comunidades cristianas para identificarse como Iglesia de Cristo.
Por eso, si se aceptan tales criterios como indicadores de la identidad cristiana, entonces, estamos dejando por fuera no sólo a la tradición protestante sino también a mu122
chas de las primitivas comunidades cristianas de los primeros siglos. Recordemos que
durante la vida de Jesús, la comunidad mesiánica se entendió de manera muy simple,
pues para los discípulos: “La Iglesia es, ante todo, la comunidad de quienes escuchan la
Palabra de Dios y la ponen en práctica (Lc 8, 19-21). Se trata de aceptar y acoger la soberanía o reinado de Dios en nuestra vida personal y en la historia, de dejar que fructifiquen ahí los valores del Reino, es decir, de hacer la voluntad de Dios” (Aguirre, 2001, p.
48).
Reconozcamos también, que ya en el Nuevo Testamento existen muchos y variados
modos de entender qué es la Iglesia:
Por ejemplo: la fórmula paulina del cuerpo subraya que la Iglesia es “el modo especial,
secundario, de existencia de Cristo”, lo cual excluye una forma de vida según el propio antojo; en cambio Juan fija la mirada en la decisión personal de los discípulos, perdiendo así
terreno la cuestión de la forma. En las cartas pastorales vuelve ésta a situarse en un primerísimo plano, a causa tanto de la tradición como de la reglamentación de la vida; y Mateo, por su parte, acentúa que la Iglesia vive de la promesa de su Señor, y el hecho de que
no será vencida tiene valor no solamente para una determinada figura de la comunidad,
sino para el mismo acontecimiento de Cristo (Coenen, 1971, p. 334).
Además, para los reformadores, allí donde se predique el verdadero evangelio de Jesucristo y se administren correctamente los sacramentos, existe Iglesia de Cristo. Leemos en palabras de Moltmann (1975):
Por último, hay que prestar atención a una diferencia confesional en la doctrina de los
signos de la Iglesia (notae ecclesiae), que surgió en la época de la Reforma. Los reformadores no rechazaron los cuatro atributos de la Iglesia. Pero veían los signos distintivos de la
verdadera Iglesia en la predicación auténtica, esto es, conforme a la Escritura, del evangelio, y en la recta administración (es decir, conforme al mandato y a la promesa de Jesús) de
los sacramentos. Estos signos, en cuanto que hacen que la Iglesia sea lo que es, son propiamente los fundamentos de la misma. Por eso no pueden oponerse a aquellos cuatro
atributos, como tampoco aquellos pueden oponerse a estos dos signos. Una Iglesia, en la
que el evangelio sea predicado en toda su pureza, y se administren los sacramentos rectamente es la Iglesia una, santa, católica y apostólica (p. 397).
Por todo lo anterior, sigue siendo problemática, para la unidad de los cristianos, la
123
definición de Iglesia que describe el concilio Vaticano II al afirmar:
Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en
la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con
él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica (LG
8).
A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de
Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del
régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige
por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos (LG 14).
Aunque cabe aclarar que el problema para la unidad de los cristianos, no radica tanto en la existencia de un Primado en el obispo de Roma como en el carácter de tal Primado, es decir, en las funciones del Primado. Pues es muy cierto lo que afirma Quinn
(1999) al escribir:
Es inmensamente significativo que en los diálogos con los ortodoxos, los anglicanos o
los protestantes acerca de la unidad cristiana no se mencione la abolición del papado como condición para la unidad. En realidad hay una creciente comprensión del verdadero
servicio que el ministerio petrino ofrece a toda la Iglesia, y de cómo el primado es verdaderamente providencial (240-241).
Con tal, eso sí, de que el primado pontificio sea entendido de una manera nueva, tal
y como promueve la encíclica del Papa Juan Pablo II titulada Ut Unum Sint (Para que
sean uno) publicada en 1995. Encíclica que sirve de fundamento para el libro del obispo
católico John R. Quinn titulado La Reforma del Papado (1999). La propuesta del Papa
Juan Pablo II descrita en la encíclica es bellamente parafraseada por Quinn de la siguiente manera:
Me doy cuenta de que el primado pontificio es un grave obstáculo para nuestra unión.
Vamos a hablar acerca de él y veremos qué se puede hacer. Hay algunos elementos básicos que el primado pontificio tendrá siempre que poseer. Pero, fuera de eso, las cosas
pueden cambiar. Puede haber una nueva manera de ejercer el primado pontificio. No sé
cómo sería esa manera. Necesito vuestra ayuda para tratar de descubrirla (p. 42).
124
Comentarios al apartado quinto de la Declaración que se titula Iglesia, Reino de Dios y
Reino de Cristo
En los numerales 18 y 19 del quinto apartado de la Declaración encontramos las siguientes afirmaciones:
- Se reconoce la distinción entre Reino de Dios, Cristo y la Iglesia. Distinción según la
cual la Iglesia es el instrumento y medio divino, mediante el cual Cristo está construyendo el Reino del Padre. Por lo que no cabe separar el Reino de Dios, ni de la persona
de Jesucristo, ni tampoco de la Iglesia; pues la Iglesia hace parte del plan salvífico de
Dios efectuado en Cristo (numeral 18).
- Se declara que toda tesis que niega la Unicidad de la relación entre Cristo, Su Iglesia y
el Reino, es contraria a la fe católica. Tal y como sucede con las tesis reinocéntricas
según las cuales, basadas en un teocentrismo opuesto al eclesiocentrismo, la posibilidad de la construcción del Reino de Dios no pasa necesariamente ni por la mediación
de la Iglesia ni aún por la mediación de Jesucristo (numeral 19).
A mi parecer, en este quinto apartado de la Declaración, tenemos un claro ejemplo
de la diferencia entre el pensamiento pluralista y el pensamiento inclusivista. La Declaración deja en claro su crítica explícita a los postulados pluralistas al utilizar la terminología acuñada por los defensores del pluralismo, como el uso de los términos teocentrismo y eclesiocentrismo para diferenciar dos perspectivas teológicas contrarias, por
ejemplo. Y aunque no desarrolla su afirmación, pues sólo la describe, sin embargo, creo
que es sobre entendido para cualquier teólogo que la diferencia entre Reino de Dios,
Reino de Cristo e Iglesia, no podría implicar nunca el hecho de que no sea necesaria la
mediación tanto de Jesucristo como de la Iglesia en el plan divino para la salvación. Es
decir, ningún reinocentrismo auténticamente cristiano podría negar que dentro del
plan salvífico de Dios, tanto la función mediadora de Jesucristo como la función mediadora de la Iglesia son más que necesarias.33
33
Creo que ayudaría en nuestra discusión introducir los cuatro tipos de causas aristotélicas para diferenciar la función de los distintos actores divinos de la salvación. Dios sería la causa formal, Cristo sería la
causa eficiente, la Iglesia como instrumento del Espíritu Santo sería la causa material, y la causa final ser125
Nos encontramos, entonces, ante un problema de interpretación teológica acerca
del verdadero sentido de la salvación en términos cristianos. Lo cual implicaría todo un
tratado de soteriología, pero por el momento será suficiente afirmar el hecho de que
dentro de la economía salvífica de Dios, al menos en términos cristianos, no cabe pensar la salvación de la humanidad sin la mediación necesaria de Jesucristo y aún de la
Iglesia.
Otra cuestión distinta será dilucidar el verdadero significado de la función que Dios
ha otorgado tanto a la Iglesia como a Cristo en la construcción del Reino. Pero hablar
de Reino de Dios sin remitirse necesariamente a la función de la Iglesia y de Cristo,
aunque sea verdadero en términos pluralistas (por ejemplo, sería cierto para el Islam),
no es, sin embargo, verdadero en términos cristianos.
A propósito de lo anterior, pareciera que los defensores de una teología pluralista de
las religiones confundieran los postulados pluralistas del estudio científico de las religiones del mundo, con los postulados necesariamente inclusivistas de cualquier teología, sea ésta cristiana, islámica o hindú. Conviene explicitar, entonces, que el estudio
realizado desde las ciencias sociales y humanas, distintas a la teología, de la experiencia
religiosa y de las creencias contenidas en las religiones del mundo, implica una perspectiva pluralista por el debido respeto a las pretensiones de verdad de cada fe. Lo que
no conlleva a que una “teología cristiana” de las religiones pueda o deba ser pluralista
pues esto negaría su propia identidad religiosa. Más aún, toda auténtica “teología” ha
de respetar la propia perspectiva de fe desde la que se habla pues, de lo contrario, ya
no sería teología, sino sociología, antropología o psicología de tal fe.
Por lo tanto, recordemos que no está en discusión la posibilidad de un pensamiento
con perspectiva pluralista del estudio de las religiones del mundo, lo cual se ha venido
haciendo en occidente desde hace más de dos siglos con los estudios de los así denominados orientalistas tanto indólogos como sinólogos. Lo que se pone ante el debate
ía la comunión entre la creación y el Creador, lo cual por supuesto incluye la humanidad que es capaz de
‘ver a Dios tal cual es’, pero no le agota.
126
es la posibilidad de una “teología pluralista” de las religiones, más aún si se asume que
tal teología sea de carácter cristiano. Y tal vez, existiría la posibilidad de postular una
“teología pluralista” de las religiones de carácter hinduista, pues el Sanatana implica el
reconocimiento de la Revelación del Absoluto en toda realidad histórica. La cuestión
que nos interesa es pues, si es posible hablar de teología pluralista desde una perspectiva plenamente cristiana o no.
Al respecto de los anteriores dos apartados de la Declaración que hablan sobre la
Iglesia como pueblo elegido de Dios, Luis Felipe Navarrete, me comenta:
Teniendo en cuenta mi hipótesis sobre el carácter de los textos del Magisterio: que reaccionan frente a algo que se niega y que la Iglesia considera vital, y que señalan coordenadas para la reflexión teológica, considero que estos apartados sobre la Iglesia quieren
rechazar la afirmación de que la Iglesia de Cristo no existe en la historia, esto es, ubicada
en espacio y tiempo. Además, indica que la reflexión teológica no puede llevarse a cabo
sobre la base de una separación entre Iglesia de Cristo, Reino de Dios, Reino de Cristo,
Iglesia católica, pero le falta por supuesto enfatizar que tampoco son lo mismo; es decir,
que una llana identidad tampoco es legítima. Y en tercer lugar, también rechaza la afirmación de que todas las iglesias que confiesan a Cristo son iguales, pero le falta hacer lo que
tú haces en tu reflexión: indicar por qué las iglesias cristianas no católicas son también
Iglesias de Cristo. Me parece que lo más natural, si uno quisiera afirmar que no todas las
iglesias cristianas son iguales, es ofrecer criterios de distinción, que es lo que la Declaración ha hecho. Creo que el problema comienza cuando empezamos a emplear los adjetivos ‘pleno’ y ‘propio’ para adjudicarlos solamente a la Iglesia católica bajo el primado del
Papa. Como sigo pensando que vale la pena una reflexión sobre el contenido semántico de
esos adjetivos, te transcribo la metáfora que Andrés Torres Queiruga trae para explicar en
qué sentido podría comprenderse la plenitud, o mejor, la ‘elección’ que Dios ha hecho por
su pueblo Israel. Para Torres Queiruga (2005), el problema de la plenitud se inscribe en el
contexto del problema de la ‘elección’ divina por un pueblo: “Imagínese a un profesor que
está intentando hacer comprender a sus alumnos una difícil teoría. Se dirige a todos con el
mismo interés e idéntico amor, pues por todos quiere ser comprendido. Pero cuando, en
su empeño, ve asomar en los ojos de algún alumno el brillo de la comprensión, es seguro
que -sin abandonar la enseñanza de los demás- tratará de apoyarlo e impulsarlo hacia el
fondo del problema, en la justa medida de su capacidad. Hay libertad por parte del profe127
sor, pues de nada se enteraría el alumno si el profesor no se decidiese a explicar. Y puede
haber apariencia de ‘elección’, pues la comprensión del alumno y, por consiguiente, la relación con el profesor se intensifica y profundiza. Pero si se trata de un buen pedagogo,
eso no significará ‘favoritismo’ alguno, sino que, por el contrario, el profesor buscará que
con la ayuda de ese alumno la clase entera acceda lo más rápidamente posible a idéntica
comprensión. Lejos de perder, la clase ha salido ganando” (Diálogo de las Religiones y Autocomprensión Cristiana, p. 45).
Comentarios al apartado sexto de la Declaración que se titula La Iglesia y las Religiones
en relación con la Salvación
En los numerales 20, 21 y 22 del sexto apartado de la Declaración encontramos las
siguientes afirmaciones:
- Se confirma la necesidad de profesar las siguientes dos verdades de la fe cristiana: el
deseo divino de que todos los seres humanos vengan al conocimiento de la verdad y,
por tanto, alcancen la salvación; y la función sacramental de la Iglesia como acto necesario en la economía salvífica (numeral 20).
- Se reconoce que la forma en que Dios hace llegar su gracia salvífica a los no cristianos
ocurre “por caminos que Él sabe”. Pero no se admite que en tales maneras divinas de
mediar la salvación a los no cristianos exista ni equivalencia, ni complementariedad con
los medios que Dios ha otorgado a la Iglesia. Pues la eficacia salvífica ex opere operato
sólo pertenece a los sacramentos cristianos (numeral 21).
- Y puesto que sólo en la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios salvíficos, entonces, se asevera que las religiones del mundo están en una situación gravemente deficitaria. Por lo cual, la paridad en el diálogo inter-religioso sólo se refiere a la igualdad
de la dignidad personal de las partes, pero no a los contenidos doctrinales. Tampoco es
Jesucristo homologable a cualquier otro fundador de religiones (numeral 22).
Al respecto de los anteriores numerales me parece conveniente resaltar el reconocimiento por parte del Magisterio de la absoluta soberanía divina en la administración
de la gracia salvífica por caminos que sólo Él conoce. Por eso, asumiendo nuestra igno128
rancia con respecto al misterio salvífico hacia los creyentes de otras religiones, no se
entiende cómo la Iglesia pueda declarar que la eficacia ex opere operato34 sólo resida
en los sacramentos cristianos. Pues el mismo Espíritu que opera en los sacramentos es
el que opera la salvación en los creyentes de otras religiones.
Me parece que la aceptación de la función mediadora de la Iglesia como un acto necesario en la economía salvífica, no implica la negación de la suficiencia de la gracia divina en operar una salvación igualmente plena en los creyentes de otras religiones. Por
eso el juicio sobre la situación deficitaria de las religiones del mundo, implica un juicio
teológico sobre la suficiencia de los medios divinos en la historia humana aún sin participación de la Iglesia. Es decir, hablando en términos epistemológicos: aunque la Iglesia
sea necesaria, sin embargo, Dios es suficiente. Esta aparente aporía entre la necesidad
de la función salvífica de la Iglesia y la suficiencia de la gracia salvífica de Dios, creo que
podría resolverse al profundizar la comprensión acerca de cuál es el sentido verdadero
del postulado sobre “la necesidad de la Iglesia en la economía salvífica”.
Recordemos aquí las palabras de la Comisión Teológica Internacional al decir:
Cuando los no cristianos, justificados mediante la gracia de Dios, son asociados al misterio pascual de Jesucristo, lo son también con el misterio de su cuerpo, que es la Iglesia.
El misterio de la Iglesia en Cristo es una realidad dinámica en el Espíritu Santo. Aunque falte a esta unión espiritual la expresión visible de la pertenencia a la Iglesia, los no cristianos
justificados están incluidos en la Iglesia «cuerpo místico de Cristo» y «comunidad espiritual» (C&R 72).
Una discusión de otro asunto, pero que converge con el anterior, es la comprensión
en profundidad sobre los grados de realidad de la Iglesia. Es decir, sobre la histórica distinción entre la Iglesia visible y la Iglesia invisible. Pues si se aceptara que la Iglesia invisible está constituida por todos aquellos que han recibido la gracia salvífica de Dios, independientemente de su afiliación a religión alguna, entonces, la diferencia entre el
cristianismo y las religiones del mundo ya no tendría que ver con cuestiones puramente
34
Más adelante en el apartado 4.1 titulado “Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi”, mostraremos cómo la función Ex Opere Operato sólo tendría sentido, en un diálogo ecuménico, si es atribuida a la
persona y obra de Jesucristo.
129
soteriológicas, sino con asuntos teológicos de otra índole. Como por ejemplo: divergencias sobre el Ser mismo de Dios o teología en la plena aserción del término, discrepancias entre la concepción antropológica que asume una religión y otra, contradicciones entre concepciones escatológicas opuestas, etcétera.
Que las religiones de mundo contienen elementos de gracia que otorgan salvación a
los creyentes, es aceptado por la Iglesia católica. Acerca de lo cual la Comisión Teológica Internacional afirma, al comentar la encíclica Redemptoris Missio, lo siguiente:
Dado este explícito reconocimiento de la presencia del Espíritu de Cristo en las religiones no puede excluirse la posibilidad de que éstas ejerzan, como tales, una cierta función
salvífica, es decir, ayuden a los hombres a alcanzar su fin último, aun a pesar de su ambigüedad. En las religiones se tematiza explícitamente la relación del hombre con el Absoluto, su dimensión trascendente. Sería difícilmente pensable que tuviera valor salvífico lo
que el Espíritu Santo obra en el corazón de los hombres tomados como individuos y no lo
tuviera lo que el mismo Espíritu obra en las religiones y en las culturas. El reciente magisterio no parece autorizar una diferenciación tan drástica. Por otra parte hay que notar que
muchos de los textos a que nos hemos referido no hablan sólo de las religiones, sino que
junto a ellas mencionan las culturas, la historia de los pueblos, etc. También todas ellas
pueden ser «tocadas» por elementos de gracia (C&R 84).
De otra parte, considero que es más que evidente, para todo conocedor de las religiones del mundo, que existen diferencias notables entre una y otra fe. Ilustrando la
afirmación anterior con un simple ejemplo, es de relevancia el contraste entre creencias teístas y creencias no teístas como ocurre entre el hinduismo y el budismo respectivamente. Por eso, la alusión de la Declaración a la así denominada “mentalidad indiferentista” que, apoyada en un relativismo ingenuo, asume a cualquier religión como
igual de buena, verdadera o bella a cualquier otra, es una crítica válida. Pues, cuando la
perspectiva pluralista homologa las creencias y prácticas de las distintas religiones del
mundo, presta con ello un deficiente servicio a la causa del diálogo inter-religioso. Ya
que, no contribuye con ello a una plena comprensión del otro y su diferencia, sino que
obstaculiza la verdadera captación del sentido profundo de la fe de las religiones del
mundo. Por esto creo, que la distinción propuesta por la Declaración entre paridad en
130
dignidad humana como fundamento del diálogo inter-religioso, y no paridad en contenidos doctrinales del diálogo es más que conveniente. Pues en realidad un diálogo entre “iguales” sólo tiene sentido si las partes tienen algo distinto que decirse; resultando
provechoso para ambas partes tal intercambio de ideas e intereses diversos, en el conocimiento recíproco y enriquecimiento mutuo.
Cabe anotar al respecto de la importancia de la no paridad doctrinal en el diálogo inter-religioso, el hecho de que ningún creyente sincero de las grandes religiones del
mundo aceptaría equiparar al fundador de su religión con el fundador de otra religión.
Los creyentes de las religiones del mundo podrían estar dispuestos a reconocer la validez de todos los fundadores de religiones, pero no a homologar como iguales a los
mismos. Por ejemplo, el Islam reconoce la función profética de Jesús como el desarrollo
legítimo de la misión que Dios asignó al hijo de María. Lo que no significa que el Islam
considere homologable la función de Jesús a la función de Muhammad, el enviado de
Allah, pues tan sólo Muhammad es “el sello de la profecía”. Por lo tanto, por el respeto
mismo de la identidad religiosa de las religiones del mundo, deberíamos asumir la diferencia categorial que existe entre cada fe de nuestro planeta.35
Hasta aquí mis comentarios a la Declaración, que servirán para guiar mis reflexiones
posteriores acerca de una perspectiva soteriológica de carácter plenamente cristiano
que posibilite un verdadero diálogo inter-religioso.
3.4. En La Tradición Protestante
A la tradición protestante pertenecen todas aquellas iglesias derivadas de la Reforma que tienen en Martín Lutero y Juan Calvino sus dos más grandes representantes. La
doctrina de la salvación en los reformadores se caracteriza por ser una doctrina de la
35
Al respecto, Luis Felipe Navarrete, comenta: “Por este motivo es que yo creo que se afirma en los
sacramentos -únicamente- la función del Ex Opere Operato, con el fin de no igualar, simple y llanamente,
las oraciones y ritos de todas las religiones. No obstante, de afirmar la diferencia no podríamos inferir
-como lo hace la Declaración en el numeral 21- que las oraciones y ritos de otras religiones no tengan
origen divino. Afirmar esto segundo equivaldría a negar de entrada lo que el numeral 21 afirma al inicio,
a saber, que la gracia salvífica discurre por caminos que Dios sabe”.
131
justificación. Es decir, una doctrina acerca de la justicia de Dios que se manifiesta como
tal al hacer justo al pecador, o sea, la enseñanza según la cual la justicia divina se manifiesta en su misericordia.
Según la doctrina reformada de la justificación, se trata de conocer cómo es que
Dios justifica y cómo es que el hombre es justificado, o sea, se refiere tanto al ser de
Dios como al ser del hombre. Pero el énfasis se pone en el ser de Dios como sujeto
agente y en el ser del hombre como sujeto paciente. Por lo tanto, en las declaraciones
teológicas de los reformadores Dios siempre será quien otorga o actúa y el hombre
quien recibe o responde a la llamada divina. La iniciativa viene de Dios y le corresponde
al hombre abrirse para acoger tal acción divina.
Precisamente, para describir el carácter activo de Dios y el carácter pasivo del hombre en la acción justificadora de Dios, los reformadores utilizaron cuatro criterios que
salvaguardan la doctrina de la justificación de malos entendidos, es decir, de equívocas
referencias antropológicas cuando de lo que se trata es de reflexiones sobre el ser de
Dios. En otras palabras, los criterios propuestos por los reformadores tratan de una antropología negativa y de una “teología” positiva. Tales criterios se conocen como los
“solamente”, pues se describen como: Solamente Cristo (solus Christus), solamente por
gracia (sola gratia), solamente por la palabra (solo verbo) y solamente por la fe (sola fide). En todos y cada uno de éstos “solamente” se trata de excluir o dejar por fuera el
obrar humano de la acción justificadora de Dios, o sea, de postular que en la doctrina
de la justificación se está proclamando “solus Deus”.
Veamos a continuación, entonces, cómo estos cuatro criterios del “solamente” nos
ayudan a comprender la doctrina reformada de la justificación del impío, según la excelente exposición realizada por el teólogo luterano Eberhard Jüngel en su libro El Evangelio de la Justificación del Impío como Centro de la Fe Cristiana (1999). Conviene decir
que Jüngel fue el primero en tomar distancia y realizar un análisis crítico de la famosa
Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación acordada por el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana
132
Mundial el 31 de Octubre de 1999 en Augsburgo, Alemania.
3.4.1. Solus Christus
Predicar que “solamente en Cristo” tenemos salvación, es describir el carácter divino
de la vida, obra, muerte y resurrección del hombre Jesús. Este primer criterio es de tipo
cristológico pues se afirma que en Jesús Dios mismo estaba actuando salvíficamente. Si
en la muerte de Jesús no estuviera Dios mismo actuando, entonces, su muerte sería un
simple ejemplo moral (exemplum) y no ya un acontecimiento salvífico (sacramentum).
Esta identidad entre el obrar de Jesús y el actuar de Dios es lo que la Iglesia confiesa al
llamar a Jesús Hijo de Dios.
La exclusividad del actuar salvífico de Jesús es un hecho evidente en la comprensión
neotestamentaria. Así leemos que: “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro
nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hc 4, 12)36, pues
“Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1
Cor 3, 11). Pero tal comprensión del actuar de Dios en Jesús como único y suficiente
salvador no es excluyente sino incluyente pues: “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”
(2 Cor 5, 14-15), y “Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15, 22). Estamos pues, ante una gran paradoja, la exclusividad de Dios
en Jesucristo es la inclusión universal de todos los seres humanos.
El teólogo protestante Eberhard Jüngel explica cómo Lutero deja en claro, en una
discusión con Zwinglio, que es preciso creer que es por la identidad entre Jesús y Dios
mismo por lo que su muerte tiene carácter vicario. Pues si Dios mismo no estuviera en
Jesús al morir en la cruz, entonces, la muerte de Jesús no sería “representativa”. Zwinglio afirma, para defender una sana metafísica, que es imposible que la divinidad sufra
36
Todas las citas bíblicas de este apartado son tomadas de la Versión Reina Valera 1995 publicada
por Sociedades Bíblicas Unidas.
133
y que, por lo tanto, en la muerte en cruz sólo estaba sufriendo la naturaleza humana de
la persona de Jesús, pero no su naturaleza divina. Lutero afirma, para oponerse a Zwinglio, que en la muerte en cruz Dios mismo había muerto, y que por tal identificación es
que la muerte de Jesús es “representativa”. De esta manera, el “solamente Cristo” tiene sentido sólo si se afirma que Dios estaba en Cristo ya que: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y
nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 19). La expresión “solamente Cristo” es una afirmación cristológica que describe el carácter divino de la persona de Jesús, mediante el cual toda su vida, obra, muerte y resurrección es al mismo
tiempo el actuar exclusivo de Dios en una persona, la de Jesús, para la salvación de todos los seres humanos. Así pues, proclamar “solus Christus” es afirmar que “únicamente en Cristo vino al mundo nada menos que Dios mismo y que, por tanto, en esa única
persona se ha decidido acerca de la salvación de todos los hombres” (Jüngel, 1999, p.
187).
A propósito de la única mediación de Jesucristo en el plan de Dios para la salvación
de todos los seres humanos, resulta confusa37 la posición de la Iglesia católica al postular mediaciones secundarias tanto en el papel de María como en el papel de la Iglesia
en el plan salvífico de Dios. Así leemos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia
(Lumen Gentium):
Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento
37
Según diálogo con Luis Felipe Navarrete, al respecto de lo que aquí llamo mediaciones secundarias,
él tuvo a bien explicarme lo siguiente: “Resulta confusa [la posición de la Iglesia Católica] en un juego del
lenguaje que concibe a Cristo como un individuo, en quien acontece, como algo que le sucede sólo a él,
la encarnación. Pero resulta que al hablar del Espíritu dado a María y a la Comunidad creyente, estamos
hablando de un cierta correlación, no sólo circunstancial o accidental, sino en el orden del ser, entre Cristo, María y la Iglesia; no entendería de otro modo la expresión de Ignacio de Loyola, al final de su meditación sobre la Encarnación, cuando invita al orante a contemplar en sí mismo, a Dios mismo ansi nuevamente encarnado”. Argumento que me parece racionalmente aceptable, que requiere de una reflexión de parte nuestra. Por el momento, acepto que yo sí asumo el evento de la encarnación como sucediendo a una persona particular, en un momento histórico determinado, bajo condiciones culturales
específicas que, por consiguiente, no tiene correlación con ningún otro ser humano. Digamos también,
que cuando atribuimos a la Iglesia el título de “cuerpo místico de Cristo”, no existe, en mi criterio, correlación alguna entre la encarnación del Verbo en el hombre Jesús de Nazaret, y la donación del Espíritu
Santo a los creyentes el día de Pentecostés.
134
pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia.
Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la
del género humano entero" (LG 56).
Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada,
Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada
quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador (LG 62).
Y aunque la Constitución afirme que tal mediación de María en “nada quita ni agrega a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador”, sin embargo, en una sana lógica
es evidente que no sólo en la práctica de fe de los creyentes católicos sino también en
la comprensión misma del plan salvífico, la función salvífica de María para los católicos
es un hecho que no se puede negar.
Del mismo modo, la Constitución atribuye a la Iglesia una función salvadora en el
plan de Dios al afirmar:
Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de
caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la
cual comunica a todos la verdad y la gracia… Esta Iglesia constituida y ordenada en este
mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica… (LG 8).
El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación… A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu
de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del
régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige
por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos (LG 14).
Entonces, el “solus Christus” de los reformadores requiere ser caracterizado por los
otros tres criterios del “solamente” pues, al comprender el solus Christus en relación
con las otras tres fórmulas del “solamente”, es que se entiende cómo para los reformadores ni la Iglesia ni María pueden jugar un papel de mediación en el plan de Dios
para la salvación de todos los seres humanos.
135
3.4.2. Sola Gratia
El término gratia, en el ambiente profano, remite al contexto judicial según el cual
se ofrece al culpable el don de ser restituido al orden cívico sin merecerlo. En tal sentido, es un simple acto impersonal que no implica un vínculo afectivo entre quien dona y
quien recibe el don, pues se trata de una simple acción judicial. En cambio, el concepto
gratia en teología implica necesariamente la actitud compasiva y misericordiosa de
Dios. Es decir, cuando Dios otorga gratia al pecador, se vincula Él mismo en una relación de afecto mediante la cual Su compasión y Su misericordia es movida por la necesidad del pecador, restableciendo la comunión entre criatura y Creador que el pecado
había destruido.
En tal sentido, el término gracia es un postulado propiamente teológico que nos enseña cómo es el ser de Dios. Pero también remite a un postulado antropológico mediante el cual nos enseña cómo es el ser del hombre. Para los reformadores la única
causa de salvación es Jesucristo (solus Christus) y, por lo tanto, no existe ninguna otra
causa de justificación. Así que, si el hombre pudiera realizar alguna obra para merecer
el perdón de Dios, entonces, ya Cristo no sería “única causa de salvación”. Por lo cual,
en su denotación negativa, el término “sola gratia” remite al carácter antropológico
según el cual la condición caída del ser humano es total y, de ahí, la negación del libre
albedrío por parte de los reformadores. Ya que es sólo por Cristo y por nada ni nadie
más que Dios otorga al pecador la condición de justo, entonces, es que se puede afirmar que no es por merecimiento propio que el hombre se justifica ante Dios. Lo cual
protege tanto el carácter incondicional del amor divino, como el carácter pasivo de la
respuesta humana.
Debido a esta denotación negativa del postulado reformado “sola gratia” es que para la Iglesia protestante resulta problemática la fórmula católica acerca de la virgen
María al llamarla con el título “causa salutis” (LG 56), pues para los reformadores “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente
por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom 2, 23-24). Por eso,
136
toda la doctrina católica acerca de la mariología es un fuerte obstáculo para la comunión con el protestantismo quien afirma “solus Christus”. Ahora bien, esta controversia
entre católicos y protestantes sobre una comprensión teológica adecuada de la función
de la madre del Señor en la historia de la salvación, bien podría verse alimentada por
los desarrollos actuales en exégesis bíblica que para el protestantismo, por su apuesta
a la “sola scriptura”, sería referente de autoridad suficiente en todo debate teológico;
aunque para el catolicismo no serían suficientes las afirmaciones exegéticas en los debates teológicos ya que, por su apuesta a la “tradición” y al “magisterio”, se necesitan
también referentes extra escriturales.
De otra parte, al respecto de la comprensión reformada sobre la completa caída del
hombre que implicaría que la naturaleza humana está totalmente corrompida por causa del pecado, bien cabe la reserva de la crítica católica pues, por pura sana lógica, si se
afirma que el ser humano es criatura de Dios, entonces, la “imago Dei” en la criatura
estaría preservada de toda corrupción. En otras palabras, los seres humanos conservarían su “imago Dei” no por ser obedientes a la voluntad divina, sino simplemente por ser
creaciones de Dios, aún a pesar del pecado. De ahí que convendría al protestantismo
actual interpretar el postulado “sola gratia” (en su denotación negativa como una
afirmación antropológica sobre la condición caída del hombre), no como una afirmación de la completa corrupción de la naturaleza humana debida al pecado, sino como
una afirmación del papel pasivo que juega el pecador en la recepción de la gracia. Así,
en oposición al postulado protestante sobre la completa corrupción de la naturaleza
humana derivada de la caída, un teólogo católico podría afirmar que el pecado no conlleva una transformación de la naturaleza humana, sino que sólo afecta la libertad o,
más en concreto, al adecuado y espontáneo ejercicio del libre arbitrio.38
La respuesta del teólogo E. Jüngel (1999) sobre esta controversia entre protestantes
38
Para profundizar en la comprensión de esta diferencia entre católicos y protestantes, remito al lector al libro de J. I. González Faus: Proyecto de Hermano, capítulo VI, sesión 2, numeral 2, titulado “La Enseñanza de la Iglesia”, p. 336-360, para la parte católica; y al libro de W. Pannenberg: Teología Sistemática, volumen II, capítulo VIII, sesión 3, titulado “Pecado y Pecado Original”, p. 251-289, para la parte protestante.
137
y católicos evidenciada desde el concilio de Trento es muy ilustrativa:
Por el contrario, si se parte de que la condición del hombre de ser imagen y semejanza
de Dios no puede ser destruida por el pecado, y no puede serlo porque se funda en la fidelidad de Dios, entonces habrá que afirmar que las estructuras ontológicas del ser del hombre no pueden ser destruidas, desde luego, por el pecado, pero que la realización ónticoexistencial de esas estructuras ontológicas se halla determinada enteramente por el pecado. Entonces se podrá poner de relieve mejor y de manera más acertada la idea protestante que habla de la esclavitud en que se halla la voluntad humana en sus relaciones con
Dios: de que el pecador no puede hacer absolutamente nada para su propia justificación.
Por tanto, queda descartada por completo incluso una preparación activa del pecador para la justificación que experimenta (p. 215-216).
Recordemos que la fórmula “sola gratia” propone resaltar que el ser humano no
puede alcanzar por mérito alguno la justicia divina, ya que no es por merecimientos
propios sino por la completa incondicionalidad del amor divino que los pecadores son
justificados. Pues los términos mérito y gracia son mutuamente excluyentes como
afirma el apóstol al escribir: “Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la
gracia ya no sería gracia. Y si es por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya
no sería obra” (Rom 11, 6). A propósito de la exégesis de este texto paulino conviene
escuchar al teólogo Ulrich Wilckens, quien al respecto escribe en su libro titulado La
Carta a los Romanos (1982):
La siguiente delimitación en versículo 6 pone de manifiesto que el acento recae sobre
esto: si este resto existe mediante gracia, ya no existe en virtud de obras; es decir, que en
la elección de los “supervivientes” de Israel Dios no se rige por lo que éstos han hecho en
el cumplimiento de la ley, que esto es lo que Israel pretende conseguir en contra del
evangelio de Cristo (9, 31s; 10, 2s). Más bien, Dios lleva a cabo su elección sólo mediante
su gracia (cf. 4, 4s), que ha realizado su obra en la muerte expiatoria de Cristo (cf. 3, 24; 5,
21). Se debe entender, pues, la oposición como en 6, 14. “No más” (
) no encierra
sólo sentido lógico (= “pues no”), sino que marca anticipadamente la diferencia del “tiempo de ahora” con el tiempo de la ley. Si, por el contrario, ahora la situación fuera otra, de
manera que la participación en la elección continuara dependiendo del cumplimiento de
la ley, la gracia ya no sería gracia; significaría esto la abolición de la muerte expiatoria de
Cristo (cf. Gal 2, 21) (p. 290).
138
3.4.3. Solo Verbo
Lo que primero afirma ésta fórmula del solo verbo es que Dios es un Dios que se comunica pues no está silencioso. Es pues, un Dios relacional, ya que la palabra en el acto
de la comunicación implica una relación entre quien habla y quien escucha. Ahora bien,
la palabra como tal, además de tener una función relacional entre los interlocutores,
también tiene una función de revelación de la realidad pues permite “ver” lo que sin la
palabra permanecería oculto. Por su función reveladora de la realidad es que, propiamente, podemos hablar que decimos verdad o que decimos mentira sea que lo dicho
muestre u oculte la realidad. Con la palabra Dios se relaciona pues interpela a los seres
humanos, los llama a dar una respuesta a Su palabra. Con la palabra Dios también revela la realidad, o sea, pone de manifiesto el fundamento mismo del ser. Con la palabra
pues, Dios invita a la comunión cuando interpela al ser humano y, con esta misma palabra, Dios también evita la idolatría al poner de manifiesto el fundamento verdadero
de todo lo que es, es decir, al mostrar que sólo Él es el Creador (absoluto) y que todo lo
que es tiene el carácter de criatura (relativo). La primera función de la palabra, la relacional, tiene más un carácter social, mientras que la segunda función de la palabra, la
de revelar la realidad, tiene un carácter más intelectual. Pero el énfasis reformado de la
fórmula solo verbo es más relacional y por eso implica más una cuestión de comunión
entre los seres humanos y Dios, que una cuestión de intelección entre los seres humanos y el mundo. En otras palabras, la fórmula solo verbo es, primordialmente, un enunciado que se fundamenta en la función relacional de la palabra divina que interpela al
ser humano.
De otra parte, dejando a un lado la comprensión filosófica del acto comunicativo
acaecido por medio de la palabra, en la Biblia misma encontramos un significado teológicamente explícito de la palabra: la función creadora de la palabra. “Porque Él dijo, y
fue hecho; Él mandó, y existió” (Sal 33, 9); “*Dios+ llama las cosas que no son como si
fueran” (Rom 4, 17c); “Al llamarlos [los cielos y la tierra] Yo [Dios], comparecieron juntos” (Is 48, 13); “Todas las cosas por medio de Él [el Verbo] fueron hechas, y sin Él nada
139
de lo que ha sido hecho fue hecho” (Jn 1, 3). Por lo tanto, la comprensión bíblica de la
palabra como función creadora de Dios permite trascender el uso de la palabra como
simple acto intelectual que separa lo sensible de lo espiritual, a la manera gnóstica; y
postular que en la palabra misma el espíritu se hace sensible: “Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14a). Según el testimonio
bíblico de la función relacional de la palabra divina, Dios interpela al mismo tiempo que
crea, pues al llamar Él hace que lo que no es, sea (Rom 4, 17c). Es pues, desde este sentido bíblico de la palabra divina que al llamar crea una realidad nueva, que los reformadores afirman solo verbo, pues por la sola acción divina de llamar justo al impío, Dios
crea la justicia con que justifica al pecador. No que el impío tenga, al modo de poseer
un haber, una justicia que no le es propia; sino que Dios, al declarar justo al pecador,
crea la justicia mediante la cual el impío es justificado. Veamos esto con más detalle.
El postulado reformado es que Dios declara justo al pecador y, al declararlo justo, lo
hace justo; no porque al hacerlo justo le infunda una justicia que de otro modo el pecador no posee, sino porque al declararlo justo Dios crea la justicia con que hace justo
al pecador. Esa justicia que Dios crea al declarar justo al pecador es una justicia atributiva, pues Dios le imputa al pecador una justicia que no pertenece al impío sino a Cristo.
Tal es la distinción entre el postulado reformado y la comprensión católica de la justificación del impío. Afirmando que Dios imparte una gracia infusa en el pecador mediante la cual éste posee la justicia que de otro modo no tendría, la iglesia católica
afirma que el acto de justificación del impío es un acto mediante el cual Dios otorga al
pecador la justicia que le es faltante. Tal y como asevera el concilio de Trento en el Decreto sobre la justificación, capítulo 16, al afirmar:
En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad
que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es
de Dios: porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo.
La iglesia protestante, por el contrario, afirma que la justificación del impío es un acto forense mediante el cual Dios declara justo al pecador sin otorgarle una justicia que
140
éste no posee, sino creando el acto de justicia mediante el cual el pecador es ahora justo ante el foro de lo divino, aunque siga siendo al mismo tiempo, ante el foro humano,
un simple pecador. En otras palabras, el pecador que ha sido justificado es visto ante el
foro divino como justo por el simple hecho de que ahora Dios ha declarado que Su justicia es Su misericordia y que Él es un Dios justo al ser un Dios clemente. O sea, lo nuevo que Dios ha creado al declarar justo al pecador es la posición del pecador ante el foro divino; ahora el impío puede relacionarse y tener comunión con Dios, pues es visto
como justo sin merecerlo. Por eso, la afirmación paulina que dice: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas” (2 Cor 5, 17) significa, en la interpretación reformada, que el pecador que “está en
Cristo”, ahora, por el acto salvador de la justificación divina, “está en una nueva posición” ante Dios; y ya no es visto (en el foro divino) como pecador sino como justo, aún
a pesar de que todavía sea un simple pecador (en el foro humano).
Simul iustus simul peccator (al mismo tiempo justo y pecador), tal es la fórmula reformada tan querida por Lutero y rechazada por el concilio de Trento cuando en el canon 25 del Decreto sobre la justificación afirma: “Si alguno dijere que el justo peca en
toda obra buena por lo menos venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmente…: sea anatema”. Pero si no fuera así, entonces, ¿por qué rezamos en el Padre Nuestro: “perdónanos nuestros pecados…”? Y ¿por qué dice el apóstol que: “No hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo
hago yo, sino el pecado que está en mí”? (Rom 7, 19-20).39
Lo que quiere poner de relieve la fórmula solo verbo es que el acto de justificación
divina mediante el cual el impío es declarado justo ante Dios, es un acto completamente extrínseco al pecador. No le viene de nada que el pecador tenga o posea por sí mismo, sino de la palabra que le es pronunciada desde fuera de sí mismo, de la palabra
que le invita a tomar una posición distinta, nueva, justificada, ante el foro divino. Es de39
Recordemos que para los reformadores este pasaje de Romanos 7, 14-25 es una caracterización de
la existencia cristiana y no una mirada retrospectiva del cristiano dirigida a su existencia pre-cristiana,
como sugieren algunos comentaristas bíblicos en la exégesis actual.
141
cir, el reconocimiento y la aceptación le viene al pecador de fuera de sí mismo, del que
le interpela y le llama a tener comunión con él, del que le atribuye una justicia que no
le pertenece al pecador sino al que le justifica. Tal y como escribe el apóstol al decir:
“su fe le es contada por justicia” (Rom 4, 5c), así pues al pecador le es imputada (imputatio) una justicia que no le pertenece sino que le es atribuida por otro, es una justicia
ajena y que le viene por el simple hecho de oír con fe la palabra del evangelio: “Así que
la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom 10, 17). Y así se une la tercera
fórmula del solo verbo con la cuarta fórmula de la sola fide.
Recordemos que las cuatro fórmulas del “solamente” son postulados de exclusión
para que al final quede “solus Deus”. Jüngel (1999) resume de la siguiente manera lo
que queda excluido en la fórmula solo verbo:
Está bien claro lo que hay que excluir: a saber, una comprensión de la justicia de Dios
como una justicia adquirida de algún modo por el hombre, merecida por él y luego poseída por él. Hay que excluir la comprensión de la justificación como si fuera un proceso en el
que el hombre participe de una manera que no sea oyendo y creyendo. Hay que excluir la
comprensión de la justificación como si fuera el proceso de una santificación tal, que el
hombre coopere con Dios de alguna manera. Hay que excluir la comprensión de la justificación como si fuera un estado que pueda adquirirse y conservarse por medio de realizaciones humanas, por medio de buenas obras. Hay que excluir la comprensión de la justificación como si fuera un proceso de maduración que pueda verificarse empíricamente en
estados o actos humanos enteramente determinados. Hay que excluir que el hombre,
cuando se trate de mostrar su justicia ante Dios, pueda remitir de alguna manera o bajo
algún respecto a sí mismo, en vez de remitir única y exclusivamente al Cristo crucificado.
Lo que hay que excluir, ha quedado suficientemente claro (p. 245-246).
En suma, la palabra que interpela al hombre es la misma palabra que al declarar justo al pecador le hace partícipe de una nueva relación con Dios. Porque la palabra que
interpela, llama y convoca es una palabra creadora, ya que es palabra divina, entonces,
tal palabra creativamente interpeladora al declarar justo al impío le hace eficazmente
justo, porque la palabra de Dios en el sólo hecho de declarar tiene el poder de crear lo
declarado.
142
Por último, con respecto a la fórmula solo verbo, cabe decir que según el testimonio
bíblico esa palabra de Dios es Jesucristo, por quien Dios justifica al pecador. Es decir, la
fórmula solo verbo remite necesariamente a la fórmula solus Christus, ya que:
Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todo y por quien asimismo hizo el universo. Él, que es el resplandor de Su gloria, la imagen misma de Su sustancia y quien sustenta todas las cosas con la palabra de Su
poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de Sí mismo, se
sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles cuanto
que heredó más excelente nombre que ellos (Heb 1, 1-4)
3.4.4. Sola Fide
En esta cuarta fórmula de la doctrina reformada sobre la justificación del impío se
encuentra un elemento positivo que atribuye algo al pecador justificado: su fe de creyente. O sea, su sí al llamado de Dios que en Jesucristo proclamó el juicio sobre el pecado. La fe del creyente en la obra que Dios realizó en Jesucristo es una fe justificante
(fides iustificans).
Pero si la fe justificante ha de ser un criterio de exclusión mediante el cual “solus
Deus” queda como causa efectiva de la salvación, entonces, tal fe justificante no puede
significar “la auto constitución del hombre nuevo en el acto de una decisión, con la cual
el yo decide sobre sí mismo” (Jüngel, 1999, p. 280). Por el contrario, la fe justificante ha
de ser una gracia divina por la cual Dios libera al pecador para que pueda decir sí. Es
decir, no sería la “auto constitución” sino el “auto descubrimiento” del nuevo ser que
ha sido liberado por la gracia divina. La fe justificante sería el sí del hombre pecador al
acto dadivoso de la gracia divina mediante la cual en Jesucristo Dios ha condenado el
pecado y ha otorgado la vida eterna. No habría pues, que entender la cuestión de la fe
en el sentido del idealismo trascendental kantiano, según el cual el “yo” se constituye
en el acto mismo de decidir. Por el contrario, la fe justificante no es ya una decisión
humana cuyo resultado sería la auto constitución del yo de quien decide, sino una sim143
ple respuesta, un simple sí, un acto de obediencia al actuar de Dios en Jesucristo. Para
el teólogo luterano Jüngel (1999), María sería un bello ejemplo de éste tipo de fe justificante:
La fe, como el “sí” procedente del corazón del hombre a la palabra de Dios, se halla
bien representada en María, que a la promesa del ángel se limitó a contestar: “fiat mihi
secundum verbum tuum” (Lc 1, 38). Quien así habla, se ha descubierto a sí misma como un
ser humano a quien le sucede -sin ninguna acción propia, sin cooperación- lo que Dios ha
decidido (p. 281).
De otra parte, la fe justificante no es meramente un auto descubrirse como ser liberado, sino además un auto olvidarse. Quien participa de un diálogo se olvida, por momentos, de sí mismo para estar en completa “escucha” del otro. En un diálogo, cuando
se juega el papel de oyente, participar significa observar la actuación del otro y estar
receptivo a la misma. Por eso, cuando el hombre pecador dice sí a la llamada de Dios
que le viene por la proclamación del evangelio de Jesucristo, está olvidándose de sí
mismo en el foro de su propia conciencia y recordando el ser de Dios en el foro divino.
En otras palabras, la fe justificante le permite al hombre pecador olvidar el juicio condenatorio de su propia conciencia saliendo del foro humano, para entrar en el foro divino donde recuerda el juicio salvífico que Dios ha obrado en la muerte y resurrección
de Jesucristo. Por eso el creyente puede decir con el apóstol: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal
2, 20).
Que la fe no es una obra humana sino un don de Dios, lo concibe el protestante basado en la interpretación de pasajes como Efesios 2, 8 que dice: “Porque por gracia sois
salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”. De este modo se
explica que: “En efecto, el hombre es justificado, no a causa de su fe (propter fidem),
sino por medio de su fe (per fidem)” (Jüngel, 1999, p. 285).
Y como derivado del sí a Dios, tenemos, que la fe justificante implica la certeza en la
salvación. Pues la obra de salvación que Dios ha efectuado en la muerte y resurrección
144
de Jesucristo no da lugar a dudas, ya que es Dios mismo quien ha actuado a favor del
pecador y, por lo tanto, la respuesta creyente de quien dice sí a Dios es, al mismo tiempo, la confianza de quien sabe con absoluta certeza que Dios no miente: “porque todas
las promesas de Dios son en él [Jesucristo] sí, y en él [Jesucristo] Amén, por medio de
nosotros, para la gloria de Dios” (2 Cor 1, 20).
Por eso, para el protestantismo, sigue siendo polémica la condena del concilio de
Trento al afirmar en el Decreto sobre la justificación que: “Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios” (capítulo
9), y “Si alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y justificado por el
hecho de creer con certeza que está absuelto y justificado, o que nadie está verdaderamente justificado sino el que cree que está justificado, y que por esta sola fe se realiza
la absolución y la justificación: sea anatema” (canon 14). Pues, aún a pesar de interpretar éstas aseveraciones en el contexto propuesto por Rahner sobre la intencionalidad
doctrinal y pastoral de las mismas (ver apartado 3.3.1 concilio de Trento, sobre la justificación, capítulo 12), sin embargo, como ya vimos allí mismo, la controversia se mantiene y, por tanto, sigue siendo extraño a la fe reformada que se le pueda condenar por
su irremediable confianza “personal” en la salvación recibida.
Y por esto mismo, es muchísimo más grave el hecho de que la parte luterana haya
renunciado a insistir en la fórmula sola fide en la Declaración conjunta sobre la doctrina
de la justificación (1999) pues, evidentemente, tal renuncia a uno de los cuatro criterios
básicos de la fe reformada en la doctrina de la justificación no ayuda para nada en la
promoción de la unidad de los cristianos. Por esto mismo, no son sorprendentes las
numerosas críticas que la Declaración ha recibido por parte de las iglesias evangélicas
en todo el mundo.40 Y si no pudiéramos estar seguros de nuestra salvación, entonces,
¿cómo podríamos orar a Dios invocándole como Padre? Más aún, cómo podríamos
40
Un ejemplo de las críticas a la Declaración es el documento de la Iglesia Evangélica Luterana Argentina titulado Rechazo a la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, que puede encontrarse en la web:
http://www.sanlucas.org/modules.php?name=News&file=article&sid=8
145
afirmar con el apóstol: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra
vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos:
¡Abba, Padre!” (Rom 8, 15).
3.4.5. En suma
Como aportes a nuestro tema de investigación, proponemos asumir los siguientes
postulados de la tradición protestante.
Primero, en la obra y persona de Jesucristo Dios ha obrado la salvación de todos los
seres humanos; lo cual es aceptado y reconocido tanto por la tradición ortodoxa como
por la tradición católica. Segundo, la condición caída de los seres humanos requiere de
la gracia divina para acceder a la salvación, lo cual tampoco resulta controvertido ni por
ortodoxos ni por católicos. Tercero, el acceso a la gracia divina bien puede ser mediado
por instrumentos salvíficos como la Palabra creadora de Dios que llama al pecador a vida nueva, lo cual también aceptarían ortodoxos y católicos añadiendo a tales instrumentos salvíficos otros que no aceptarían los protestantes. Y cuarto, lo único que se pide al pecador es una disposición o actitud de confianza en la promesa realizada por
Dios, siendo tal fe en la promesa divina o Palabra de Dios no un mérito del pecador sino
una simple respuesta afirmativa que dice sí a Dios, lo cual igualmente aceptarían ortodoxos y católicos aunque añadiendo un papel un poco más activo al creyente que, sin
embargo, nunca sería interpretado como meritorio o causa de salvación.
Con respecto al tercer postulado arriba descrito digamos algo más al respecto. Lo
que está en juego es la función de instrumentos salvíficos como los sacramentos o aún
de la Iglesia o de la virgen María en la economía salvífica. Pues bien, aceptando, tal y
como describiremos más adelante, que es la palabra de fe la que genera el carácter
sacramental de los elementos, entonces, también el protestantismo podría admitir el
carácter sacramental de ciertos instrumentos (personas e instituciones) mediadores de
la gracia divina.
146
3.5. Sobre la Unicidad de la Fe Cristiana
El presente apartado desarrollará, a modo de síntesis, dos cuestiones teológicas
propias de una teología plenamente cristiana, que responden a los interrogantes originados en la perspectiva pluralista y, por tanto, explican las razones del por qué una teología de carácter cristiano sólo es posible desde una perspectiva inclusivista.
La principal objeción puesta por los pluralistas a la teología cristiana tradicional es el
énfasis cristológico del cristianismo denominado por los pluralistas un cristocentrismo.
Hick propuso un cambio copernicano de paradigma que orientaría la fe cristiana de su
cristocentrismo a un reinocentrismo o teocentrismo, en el cual Dios o el Reino fuera el
centro de la fe y no Cristo. A continuación describo los motivos por los cuales considero
que tal propuesta no es viable, a no ser que se renuncie a la propia identidad cristiana
de la fe. Es decir, la centralidad de la obra y persona de Jesucristo para la fe cristiana es
un fundamento al que no puede renunciar ninguna verdadera teología cristiana. Tal vez
sería posible optar por un teocentrismo en otros sistemas de creencias, como el Islam,
por ejemplo; pues con su unicidad teológica centrada en Allah, sería muy probable que
una tal asunción teocéntrica remitiera al fundamento mismo de la prédica del Corán y
de la vida del Profeta, sin negar la identidad misma de la fe islámica. Recordemos que
nos interesa defender, según el “principio de caridad” enunciado por D. Davidson, la
verdad y bondad contenida en los sistemas de creencias de las religiones del mundo,
respetando así la identidad propia de cada fe. Por esto mismo, es decir, por respeto a la
identidad propia de la fe cristiana, no es posible aceptar la propuesta pluralista de negar la centralidad de Cristo. Y ello, por dos razones primordiales que expondremos a
continuación. Es más, en la comprensión de lo que significa tal centralidad, y por ello el
sentido que es legítimo atribuir a la plenitud histórica y escatológica alcanzada en la
persona y obra de Jesucristo, se fundamenta la posibilidad de un auténtico diálogo inter-religioso de carácter plenamente cristiano.
147
3.5.1. Síntesis cristológica: Jesucristo como plenitud de la revelación
En Hebreos leemos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por
medio del Hijo” (Heb 1, 1-2a BJ). Y en el evangelio de Juan leemos: “Nadie ha visto
jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es
quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18 DHH). Tal es el testimonio de la primitiva comunidad cristiana que confiesa que en Jesús Dios se ha mostrado haciendo oír su palabra. Que tal revelación en Jesús no es única en el sentido de que sea la única palabra,
con exclusión de otra, que Dios ha dado a los seres humanos se corrobora por el reconocimiento de que también en los profetas se dejó oír el mensaje de Dios. Pero que tal
revelación en Jesús sí es única en el sentido de que sólo por medio de él hemos visto el
“rostro” del Padre se ratifica por el hecho de que “a Dios nadie le vio jamás”. Con estas
sencillas frases la primitiva comunidad cristiana confesaba que en las palabras de Jesús
se oía la voz misma de Dios y que en los hechos de Jesús se percibía el ser mismo de
Dios. Confesión inspirada en la pretensión que Jesús mismo tenía de su misión cuando
decía: “Porque si yo expulso los demonios por la mano de Dios, eso significa que el reino
de Dios ya ha llegado a ustedes” (Lc 11, 20 DHH) y de muchas otras maneras como en
sus parábolas y en sus dichos.
Así pues, que habiendo conocido al Hijo hemos descubierto al Padre, ya que en el
conocimiento del Hijo se nos revela el Padre (Jn 14, 9), es una primitiva confesión de fe
de los primeros cristianos, y que al realizarla estaban en continuidad con la predicación
de Jesús se muestra por el hecho de evocar a Dios con el mismo apelativo que Jesús les
enseñara al decir “Abba” (Rom 8, 15). No está en discusión, entonces, si la pretensión
de verdad de la Iglesia corresponde a la pretensión de Jesús de ser el que muestra
cómo es el ser mismo de Dios, pues esto es más que evidente en el estudio de las parábolas. Lo que está en discusión es comprender la amplitud de la revelación divina manifestada en Jesús.
¿Acaso la revelación de Dios realizada por el Hijo, niega las demás revelaciones divi148
nas? La respuesta a este interrogante parece ser negativa, pues si aceptamos que Dios
mismo habló a los “padres” (pueblo de Israel) por los profetas, entonces, no veo cómo
podríamos negar que también Dios pudo haber hablado a “otros padres” (otros pueblos) por otros profetas. Pues, aunque es cierto que el autor de Hebreos no estaba
pensando al escribir su texto en la existencia de profetas por fuera de la tradición veterotestamentaria, sin embargo, también es cierto que no somos infieles al testimonio
bíblico si confesamos que Dios sí se ha manifestado a todas las naciones, pues “no dejó
de dar testimonio de Sí mismo” (Hc 14, 17a BJ), ya “que quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4 BJ). Lo cual nos permite
afirmar con J. Dupuis (1997):
Pero de ello se sigue otra conclusión: Dios ha manifestado y revelado su propio ser a lo
largo de la historia humana “muchas veces y de muchas maneras” (Heb 1, 1). Las diversas
tradiciones religiosas del mundo son las muchas maneras en que Dios ha revelado
-anticipando la venida de su Hijo- el yo divino a las naciones y continúa haciéndolo. Todas
ellas forman parte de la historia de la salvación, que es una y múltiple (p. 480).
Así que, establecer una relación de estrecha identidad entre Jesucristo y el Reino, y
entre Jesucristo como Hijo de Dios y Dios Padre, no conlleva a la negación de otros modos de revelación divina. Pues, como afirma A. Torres Queiruga (2005):
No se trata de que todo haya sido aquí único y exclusivo, ni siempre más pleno y mejor. De hecho, para determinados aspectos -como la tolerancia con los demás y la transparencia cósmica de lo Absoluto, en las religiones de la India; o la sabiduría de la vida, en la
religión china- la tradición bíblica no se muestra especialmente receptiva. Pero la autointerpretación cristiana cree que, en conjunto, a través de ese grupo [Israel] se ha abierto un
tipo de experiencia en el que -digámoslo a nuestra manera- Dios encontró, de hecho, la
posibilidad de ir potenciando un camino hacia la manifestación alcanzada en Cristo (p. 47).
¿Es la revelación de Dios realizada en Jesús, la última, completa y definitiva revelación del ser mismo de Dios? Respuesta que también parece ser negativa, pues como
derivado del atributo de infinitud del Absoluto, es imposible afirmar que ya todo el ser
de Dios se ha revelado en forma última, completa y definitiva, como si la autocomunicación de Dios a la humanidad y a la creación hubiera llegado a su fin.
149
Entonces, ¿en qué sentido los cristianos confiesan que en Jesús tenemos una revelación plena? Habiendo descartado los dos sentidos anteriores, posibilitando así que en
las demás religiones del mundo también se hayan dado revelaciones del ser mismo de
Dios, y aun manteniendo que la revelación de Dios sigue abierta al futuro en la medida
en que la humanidad y la historia se encuentran todavía en camino hacia la plenitud.
No obstante, la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo se confiesa del siguiente
modo: en la vida de Jesús el ser mismo de Dios se hizo manifiesto de forma real y
verdadera, de modo tal que toda revelación divina (pasada, presente o futura) pasa por
ser una representación (repraesentatio) de lo que en Jesús la humanidad heredó como
experiencia histórica. Es decir, la confesión de plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo postula que en el hecho histórico de la obra y persona de Jesús de Nazaret la
humanidad tiene un paradigma de revelación divina, con el cual puede juzgar y validar
cualquier otro evento revelatorio tanto en el mismo cristianismo como en las demás religiones del mundo o aún fuera del campo del saber religioso.
Jesucristo es, pues, en modo pleno, el des-ocultamiento del carácter mismo de Dios
en cuanto a su actuación en el mundo con respecto a los seres humanos y a toda su
creación. Siendo, a su vez, la cruz de Cristo, la forma esencial en que Dios actúa con
respecto a la historia humana. Pues, como afirma J. Jeremias (1976), en el Gólgota tenemos el acto primordial de la revelación divina:
En nuestra protesta contra la nivelación entre evangelio y kerigma, pretendemos salvar el concepto de revelación. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el Verbo
hecho carne es la revelación de Dios. Y solamente él. En cambio, la predicación de la iglesia primitiva es el testimonio -obrado por el espíritu- acerca de la revelación. La predicación de la iglesia no es, en sí misma, revelación. La revelación -y permítasenos el atrevimiento- no se realiza los domingos, en la hora del culto. El Gólgota no está en todas partes. Sino que Gólgota no hay más que uno. Y está a las puertas de Jerusalén (p. 214).
Es decir, la revelación de Dios en Jesús, que es la manifestación del actuar de Dios
con respecto a su creación, es principalmente un acto de amor que pasa por la autodonación de sí mismo en pro de la vida del otro. En este sentido, es que creemos que en
150
la cruz de Cristo tenemos el acto de revelación por excelencia de Dios a los seres
humanos. No en el sentido de que sólo en la crucifixión de Jesús se hubiera dado la revelación, sino en el sentido de que en la cruz de Cristo se concretó lo que fue la obra y
persona de Jesús: una vida vivida como acto de autodonación en pro del otro.
Recordemos, entonces, que la revelación de Dios es la persona misma de su Hijo Jesucristo y no el testimonio que de tal revelación encontramos tanto en las Sagradas Escrituras como en la confesión de fe de los creyentes.
Ahora bien, el reconocimiento definitivo de que Dios es un ser cuyo ser consiste en
existir para otros, de lo cual la vida de Jesucristo es revelación plena, tiene que esperar
la consumación escatológica. Pues así, como sólo en la resurrección del crucificado fue
que los discípulos pudieron comprender el sentido de la cruz; asimismo, tan solo en la
consumación escatológica el mundo podrá entender el sentido de lo realizado por Dios
en la persona de Jesucristo. Por esto, decimos que la plenitud de la revelación obrada
en Jesucristo es tanto de carácter histórico (en la Iglesia) como escatológico (en el
mundo). De aquí se desprende el sentido de la misión evangelizadora: proclamar desde
ya que en Jesucristo Dios se ha donado a sí mismo en pro del bien de todos los seres
humanos.
Comprender pues, la plenitud de la revelación divina manifestada en Jesucristo como un acto de autodonación en pro de la vida del otro, deriva en la reflexión acerca del
sentido de la salvación realizada por Dios en la obra y persona de Jesucristo.
3.5.2. Síntesis soteriológica: Jesucristo como lugar de salvación por excelencia
Se debe reconocer que al hablar del concepto de salvación ya estamos situados en
una perspectiva cristiana. No cabe pensar que las demás religiones del mundo asumen
de la misma forma sus propios horizontes de fe, es decir, como si su fe pretendiera fines salvíficos. La perspectiva cristiana, siendo de carácter histórico, asume un concepto
de salvación que bien puede denominarse escatológico. Esta salvación escatológica implica, en lenguaje mítico, la restauración de la comunión entre el Creador y la criatura
151
que se perdió en la “caída”.41 O sea, la restauración de la facultad de llegar a ser lo que
Dios dispuso que fuéramos cuando nos creó a su imagen y semejanza. Lo que, en lenguaje actual, bien podríamos definir como: la liberación de las estructuras antropológicas de lo humano para el logro en plenitud de sus potenciales espirituales.
De otra parte, la cualidad de la salvación cristiana es más de tipo temporal que espacial. O sea, en el judeocristianismo no se habla tanto de “cielos” 42 e “infiernos” sino
de eras (eones) o tiempos salvíficos. El eschaton, o sea, lo escatológico, representa esa
época en que las condiciones del “Edén” son restablecidas, cuando Dios y el ser humano se comunicaban “cara a cara”. En otras palabras, comprendemos la salvación como
el restablecimiento de la comunión entre la criatura y el Creador. Comunión entendida
como el reconocimiento de la filiación divina y la subsecuente fraternidad humana.
Condición que comienza ahora mismo, luego del acto salvífico efectuado por Cristo en
la cruz, pero que llegará a su plenitud en “el cielo nuevo y la tierra nueva” donde mora
la justicia (2 Pedro 3, 13). Precisamente, porque se recupera la comunión perdida es
41
Aquí nos enfrentamos a un gran debate. Asumiendo el lenguaje mítico de los relatos que encontramos en los primeros once capítulos del Génesis, no se podría pensar que hubo una época en la que la
condición del ser humano con respecto a su relación con Dios fuera mejor que la presente. Por lo que el
término “caída” merecería ser re-interpretado en un lenguaje que dé cuenta, para la mentalidad actual,
sobre el verdadero sentido de la caída. Digo que es un gran debate, pues todas las religiones del mundo
asumen que, precisamente, tal es la condición del género humano, es decir, que nuestra condición actual
es peor a la situación original. Y, pues, solamente una mentalidad que asuma acríticamente la idea de
progreso, como occidente moderno, podría suponer que el presente es mejor que el pasado; idea a la
cual personalmente no me adhiero. El debate persiste, ya que tampoco podemos asumir la idea evolucionista como prototipo del desarrollo del espíritu; como si de la misma manera en que la estructura biológica de la especie humana se ha ido desarrollando, entonces, deberíamos asumir que también el espíritu ha ido desarrollándose. Más bien, considero que no es ni obvio ni demostrable el hecho de un progreso a nivel de las estructuras espirituales del género humano. En vez de asumir una epistemología moderna, de tinte racionalista y criterios cientifistas, para interpretar el sentido de las narraciones de los libros
sagrados, prefiero dejar que sean los mismos relatos míticos los que me enseñen el sentido en que podría yo interpretar mi lugar actual en el devenir histórico de la humanidad. Es decir, considero muy viable
el hecho de que la condición actual de la especie humana no es, en sentido espiritual, o sea, a nivel de las
estructuras cognitivas, emocionales y volitivas, lo que fue destinada a ser en su origen. En otras palabras,
para mí sigue siendo válido el hecho de que la salvación tenga como propósito restaurar esa comunión
con la divinidad que los seres humanos “perdieron” por la “caída”. Sin que esto signifique que yo asuma
una interpretación literal de los relatos míticos del Génesis, sino que creo, más allá de la evidente no
historicidad de los relatos míticos del Génesis, que en tales relatos encontramos verdades de carácter
ontológico que no pueden ser soslayadas con simples criterios racionalistas desmitificadores.
42
Todas las comillas de este párrafo significan que utilizamos términos que deben interpretarse no literal sino simbólicamente.
152
que se puede hablar de “nuevos cielos y nueva tierra”, o sea, de esa “nueva Jerusalén”
en la cual no habrá templo (mediaciones religiosas) pues la misma presencia de Dios
nos acompañará en toda su plenitud (Ap 21, 22). Tiempo salvífico en el cual seremos liberados de los efectos deshumanizadores del pecado cuando Dios mismo “enjugará
toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Tal salvación conserva una dimensión inmanente y una dimensión trascendente pues se promete tanto a vivos como a muertos (1
Tesalonicenses 4, 13-18). La promesa salvífica de estar en comunión con la presencia
de Dios el Padre, es ya operante en la vida de todos aquellos que reciben el don otorgado en Jesucristo, por los muchos medios que el Espíritu Santo tiene a bien disponer
no sólo dentro sino fuera de la Iglesia misma.
Asumidos así los contenidos de la salvación cristiana, resulta casi evidente que no
deberíamos homologar nuestro particular tipo cristiano de comprensión soteriológica
con la de otras religiones del mundo. Ni tampoco tratar de igualar las diversas soteriologías de las religiones del mundo en un concepto nivelador, según propone Hick al definir la salvación como la “transformación concreta de la vida humana desde el estar
centrado en uno mismo a centrarse en la Realidad”. Pues tal y como afirma W. Pannenberg (1990):
Pero este no es el concepto de salvación del Nuevo Testamento. Es fácil comprobar
que ahí “salvación” se entendió en referencia al juicio escatológico de Dios y a la participación en la comunión de su Reino. Esto es así en la tradición de Jesús (Mc 8, 35; 10, 26;
Lc 13, 23) así como en la de Pablo. La idea no necesita ser restringida a un acto jurídico en
el sentido descrito por Hick como alternativa a su propia postura, sino que pertenece a la
dimensión de la creencia escatológica más que a la experiencia presente. Como tal está
estrechamente relacionada con la verdad de la pretensión de Jesús de finalidad escatológica (ver Lc 12, 8 y paralelos) (p. 178).
Ahora bien, que Jesús se percibiera a sí mismo tanto en su predicación como en su
muerte, como el lugar por excelencia de la actuación salvífica de Dios en el cual se jugaban los hombres su destino último es, a pesar de parecer muy pretensioso, lo descri153
to en los evangelios. Tal pretensión de verdad de Jesús se remite a la ipsissima vox Iesu
y, por lo tanto, a la propia actividad histórica del nazareno y no solamente al kerigma
de la Iglesia. El mismo estudio de la sola expresión Abba que utilizaba Jesús para referirse a Dios es ya evidencia de esto. Conviene citar aquí los resultados de las investigaciones exegéticas realizadas por J. Jeremias (1976) pues son relevantes en nuestra discusión:
No hay paralelos con este mensaje de Jesús de que Dios quiere ocuparse de los pecadores, no de los justos, y que, desde ahora, les da ya participación en su reinado. No hay
paralelos con este Jesús que se sienta a la mesa con publicanos y pecadores. No hay paralelos con la autoridad con que Jesús se atreve a dirigirse a Dios con la invocación de Abba. El que reconozca únicamente el hecho (y no sé cómo alguien podría negarlo) de que
la palabra “abba” es ipsissima vox Iesu, ese tal, si entiende bien la palabra y no la desvirtúa, se encuentra ante la pretensión que Jesús tenía de su propia majestad. El que lea
la parábola del hijo pródigo, que pertenece a la roca primitiva de la tradición, y observe
que, con esta parábola, en la que se describe la incomprensible bondad perdonadora de
Dios, Jesús justifica su acción de sentarse a comer con publicanos y pecadores, volverá a
encontrarse con la pretensión que Jesús tenía de obrar como representante y plenipotenciario de Dios…. Esto es lo singularísimo que las fuentes nos atestiguan: ha surgido un
hombre; y los que escuchaban su mensaje, estaban seguros de escuchar la voz de Dios
(p. 212).
Tenemos, por lo tanto, que seguir proclamando la unicidad de la salvación cristiana
efectuada en la obra de Jesús, pues sólo así estamos respondiendo a la pretensión
misma que Jesús asumió para su misión en la vida.
También se evidencia la conciencia que Jesús tenía de su misión, como el “lugar” por
excelencia donde los seres humanos se jugaban la participación escatológica en el Reino de Dios, en la comprensión de su propia muerte como una muerte vicaria para el
bien de todos. Según la exégesis neotestamentaria Jesús mismo, y no sólo la primitiva
comunidad cristiana, interpretó su propia muerte como el cumplimiento de la función
del Siervo sufriente (el Ebed de Yahvé) del cuarto canto de Isaías (52, 13 - 53, 12). Los
sufrimientos del Ebed de Yahvé son vicarios, es decir, sufre por el bien de otros:
¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que sopor154
taba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por
nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y
con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno
marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros (Is 53, 4-6 BJ).
Necesitaríamos de toda una disertación para argumentar que en éste sentido, o sea,
como Siervo sufriente que muere vicariamente, interpretó Jesús mismo su muerte43;
baste decir al respecto tan sólo lo siguiente: las mismas palabras pronunciadas por
Jesús en la última cena, expresan el sentido vicario de su muerte. Leemos: “Y les dijo:
Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya
no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”
(Mc 14, 24-25 BJ). Al respecto J. Jeremias (1976) escribe:
Así Jesús permitió que sólo sus discípulos participaran en el secreto que él consideraba
como el cumplimiento de Is 53, la tarea que le había propuesto Dios; solamente para ellos
interpretó su muerte como una acción vicaria en sustitución por los “muchos”, por el incontable número de aquellos que estaban expuestos a ser condenados por Dios. Según Is
53, hay cuatro razones por las que la muerte del siervo de Dios tiene un poder tan ilimitado; su pasión es voluntaria (v. 10), la sufre con paciencia (v. 7), en conformidad con la voluntad de Dios (v. 6, 10) y siendo inocente (v. 7). Es vida de Dios y con Dios lo que se entrega aquí a la muerte (p. 289).
Hemos visto, entonces, que tanto en sus palabras (invocar a Dios como Abba) como
en su obra (sufrir la muerte en cruz) Jesús tenía conciencia de ser el “lugar” por excelencia donde los hombres se jugaban la participación escatológica en el Reino de Dios.
De ahí, que afirmemos que una teología de las religiones de carácter cristiano deba,
necesariamente, proclamar la salvación única que Dios ha realizado en la persona de
Jesucristo: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hc 4, 12 BJ). Lo cual no significa, pues siempre será importante decirlo, que la salvación pase por “ser cristiano”, sino que la salvación pasa por la
obra y persona de Jesucristo, lo cual es muy diferente y no implica ningún tipo de ex-
43
Remito al lector al artículo de Joachim Jeremias titulado “La Muerte como Sacrificio” en: Abba y el
Mensaje Central del Nuevo Testamento, p. 277-289.
155
clusivismo, ya que la salvación obrada por Dios en Jesucristo es universal.
156
4. PROPUESTA PARA UNA COMPRENSIÓN PAN-ECUMÉNICA DE LA SALVACIÓN
Como derivado de lo discutido en el apartado anterior, o sea, porque confesamos
que en Jesucristo Dios ha obrado por excelencia la salvación de todos los seres humanos, entonces, proponemos que una comprensión soteriológica plenamente cristiana
pasa por proclamar a Jesús, el Hijo de Dios, como sacramentum mundi. En este mismo
Jesucristo -en su obra y en su persona-, Dios el Padre ha revelado el misterio de Su ser,
el cual es: que el propósito del Creador es la plena comunión con Su creación. Para lo
cual, en Su divina providencia, Dios ha provisto los medios necesarios que posibilitan
tal comunión; deshaciendo por pura misericordia Suya, los obstáculos que el mismo ser
humano pusiera a tal comunión. Salvación (entendida como comunión entre el Creador
y la criatura), a la cual tenemos acceso por mediación del Espíritu Santo, a través de
instrumentos de gracia como los sacramentos que representan (repraesentatio) al único mediador y principal causa de nuestra salvación, Jesucristo. Derivando, de todo lo
anterior, la importancia de la Iglesia en el plan salvífico de Dios; pues ella no solamente
proclama que en Jesucristo hemos recibido la gracia salvífica de Dios que otorga vida
eterna (entendida tanto histórica como escatológicamente), sino que también administra esos símbolos litúrgicos mediante los cuales el Espíritu Santo efectúa en el corazón
de cada creyente (infundiendo la gracia divina) la obra salvífica que el Hijo realizara por
toda la humanidad.
Veamos, entonces, los argumentos que justifican las afirmaciones realizadas en el
párrafo anterior. Describiremos a continuación, entonces, por qué Jesucristo es el sacramentum mundi; y cómo las celebraciones litúrgicas de los sacramentos representan
(repraesentatio) a Jesús como único sacramento salvífico; sirviendo como instrumentos
de los cuales el Espíritu Santo se vale para infundir en los creyentes la gracia mediante
la cual éstos se abren al don divino de la salvación; convirtiendo a los pecadores en un
sacerdocio universal cuya tarea consiste en proclamar la obra salvífica de Dios efectuada en la persona de Jesucristo, pues bien dice el apóstol: “Pero vosotros sois linaje ele157
gido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de
Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 Pedro 2, 9 BJ).
4.1. Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi
La palabra sacramentum es la traducción latina del término griego mysterion, usado
en el Nuevo Testamento en contextos cristológicos y escatológicos. Así pues, en la
parábola del sembrador (Mc 4, 11ss) el misterio que conocen los discípulos, y no el
mundo, es el reconocimiento que Jesús es el Mesías de Dios, cristología implícita que
vincula la estructura escatológica del término mysterion con la persona de Cristo. De su
parte, en los escritos paulinos la palabra mysterion describe una cristología explícita relacionada con el anuncio del kerigma (1 Cor 2, 7). Pues bien, con la palabra mysterion
se expresa en el Nuevo Testamento:
Mysterion es el decreto de Dios, que precede al ser del mundo y que, como tal, se halla
oculto a los ojos del mundo, pero que en el mundo se realiza en la cruz de Jesucristo, de
tal modo que se debe hablar de ese misterio, a fin de que el mundo entero quede también
incluido en la glorificación escatológica de Dios en su criatura, en lo cual se realiza también
la incipiente glorificación de la criatura por Dios (Jüngel, 2006, p. 65).
Es importante destacar que la palabra mysterion nunca se asocia, en el Nuevo Testamento, con la prohibición de hablar sobre el mismo; al contrario, se invita a proclamarlo (Ef 3, 8-11), lo que ilustra que el término mysterion no expresaba para los cristianos el mismo sentido que tenía en los cultos de misterio. Tampoco se usa el término
mysterion para referirse a las celebraciones del bautismo y la cena del Señor o eucaristía. Estos dos silencios son significativos pues muestran que en la exégesis neotestamentaria sólo Jesucristo, y éste crucificado, es el misterio eterno de Dios revelado ahora al
final de los tiempos (1 Tim 3, 16). Al respecto de la diferencia entre los misterios paganos y el misterio cristiano, en el excelente libro de Hugo Rahner titulado Mitos Griegos
en Interpretación Cristiana (1945), leemos:
Sería conveniente llevar a cabo una comparación aún más precisa entre misterio cristiano y antiguos misterios para evidenciar la diferencia entre ambos. Esto se podría resu158
mir en tres aspectos: el cristianismo es un misterio de la revelación, un misterio de exigencia moral y un misterio de la redención por la gracia. Aquí se encuentran las insalvables diferencias respecto de la piedad mistérica de la época helenística (p. 63).
Como tal, es decir, como el mysterion de Dios, es que precisamente Jesucristo tiene
un carácter universal y salvífico. Pues de este modo la obra y persona de Jesucristo,
siendo Jesús mismo el contenido del misterio de Dios, es sacramentum mundi, o sea, la
representación histórica del designio eterno de Dios de querer tener comunión con toda su creación. En el siguiente apartado sobre los sacramentos como repraesentatio
explicaré cómo el sentido de la palabra sacramentum se remite a expresar ya no con
palabras sino con acciones lo que de otro modo ya se ha afirmado por la palabra. En este sentido, ya que Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne, la obra y persona de Jesucristo es la acción divina o sacramentum mediante el cual se proclama, y al mismo
tiempo se realiza, la voluntad de Dios en una situación histórica concreta que, no obstante, tiene implicaciones universales. Así pues, la obra y persona de Jesucristo representa en la tierra el designio de Dios de querer tener comunión con su creación y, al
mismo tiempo, realiza tal designio; pues en Jesús Dios reconcilió al mundo consigo
mismo (2 Cor 5, 19). Por eso, de Jesús se puede afirmar que:
Para la representación primaria de la eterna decisión original de Dios en la historia de
Jesucristo tiene aplicación lo que afirmaba la doctrina de los sacramentos de la Iglesia antigua: Aquello que es representado en la acción sacramental, eso mismo es efectuado
también por ella. Precisamente esto constituye la característica sacramental del ser de Jesucristo. Su historia tiene efecto “ex opere operato” (Jüngel, 2006, p. 72).
Por tal motivo, Jesucristo no pertenece, solamente, a la Iglesia ni a los cristianos, sino que su obra y persona son herencia de toda la humanidad, ya que su vida, pasión,
muerte y resurrección tiene efectos sobre la creación entera y la humanidad. Hay que
“rescatar” (en sentido metafórico, obviamente), entonces, a Jesús de Nazaret del “secuestro” que ha sufrido durante dos milenios por parte del cristianismo y devolverlo al
mundo. O sea, creo que ha llegado la hora de proclamar una cristología liberada de los
límites eclesiales en que ha estado encerrada desde los primeros concilios cristológicos.
159
Me parece que sería más que conveniente empezar a escuchar no sólo a cristianos sino
a no cristianos (tanto creyentes de otras religiones como simples académicos), sobre
qué tienen que decir acerca de éste Jesús que nosotros los cristianos confesamos como
el Hijo de Dios. Lo que ya ha venido sucediendo en contextos hinduistas con enseñanzas de ilustres santos y pensadores indos como Ramakrishna, Aurobindo, Mahatma
Gandhi, entre otros. Ante la objeción de que sería imposible hablar de Jesucristo por
fuera de la fe o que, lo que simplemente pudiera decirse de él sería una Jesulogía pero
nunca una Cristología; me permito recordar que por la pretensión misma del mensaje
cristiano de estar fundado históricamente en la vida y obra de Jesús, entonces, queda
abierto al escrutinio mundial, ya que, como historia que pretende ser, es, entonces, historia que ilustra a toda la humanidad y no sólo a los que le recibieron por la fe. Restringir el acercamiento a Jesucristo al espacio de la fe es caer en un docetismo atenuado
que sólo la recuperación del Jesús histórico puede evitar.44 Por eso, al kerigma cristiano
sí le debería interesar el fundamento histórico de su fe, ya que al asumir el contenido
de los evangelios como una simple confesión de fe sin referente histórico real, entonces, caemos en el riesgo de invisibilizar la verdadera acción de Dios que actúa en la historia humana.
Desde lo anterior, me parece que nuestra propuesta de reconocer a Jesucristo como
sacramentum mundi en nada obstaculizaría un diálogo inter-religioso de carácter cristiano; pues, al mismo tiempo que asume lo que todo cristiano confesaría, además propone algo que no deriva en la negación de la identidad religiosa del interlocutor, se trata más bien de que se comprendan todas las implicaciones universalistas de confesar a
Jesús como el Cristo. Más aún, como veremos en el siguiente apartado sobre los sacramentos como repraesentatio, sería posible recibir el mysterion de Dios, que es Jesucristo, desde múltiples mediaciones simbólicas que, como instrumentos del Espíritu
44
De ahí, que los cristianos recibamos con agrado las investigaciones históricas realizadas durante los
últimos veinte años sobre la vida de Jesús de Nazaret, entre las cuales cabe destacar: Jesús y el Judaísmo
(1985) y La Figura Histórica de Jesús (1993) de E. P. Sanders; Un Judío Marginal, volúmenes I, II y III
(1991, 1994, 2001) de J. P. Meier; El Jesús de la Historia (1991) y Jesús. Una Biografía Revolucionaria
(1994) de J. D. Crossan; y Jesús Recordado (2003) de J. D. G. Dunn, entre otros.
160
Santo, ofrecen la gracia que otorga la salvación.
4.2. Sobre los Sacramentos como Repraesentatio
En el presente apartado sobre los sacramentos como repraesentatio explicaré cómo
el sentido de la palabra sacramentum se remite a expresar ya no con palabras sino con
acciones lo que de otro modo ya se ha afirmado por la palabra.
San Agustín es quien fundamenta el uso del término sacramentum en el contexto de
la Iglesia. En su escrito Tratados sobre el Evangelio de Juan, leemos: “La palabra se
añade al elemento, y llega a haber un sacramento, siendo también éste como una palabra visible” (LXXX, 3). San Agustín está comentando el texto de Juan 15, 3 que dice:
“Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (BJ). Texto que
resulta un poco extraño pues no se supone que la palabra sea la que limpie sino el agua
y, principalmente, el agua del bautismo. Por lo que Agustín explica que sólo cuando se
añade la palabra a la acción del bautismo es, entonces, cuando en efecto ocurre la purificación del pecado. Pero no cualquier palabra tiene poder purificador, sino la que se
origina en el corazón del creyente estando vivificada por la fe. O sea, no es la palabra
pronunciada sino la palabra creída la que confiere el poder de hacer del acto visible un
sacramento.
Ahora bien, la distinción realizada por San Agustín entre la palabra como simple sonido audible y la palabra como verbum fidei o palabra creída, es importante por el
hecho de que este verbum fidei requiere, para ser tal, de un acto de la voluntad o asentimiento. La palabra, como sonido audible, cumple el papel de simple signo que remite
a algo más que lo figurado por la forma de su expresión. Las palabras son, en este sentido, signos. Cuando el oyente “ve” aquello a lo que la palabra audible remite, entonces, tal palabra audible cumple su función hermenéutica de disponer a la cogitatio para
“percibir” algo más que una simple expresión audible. Esa palabra, que ahora no sólo
es audible al oído sino “visible” al entendimiento es, por lo tanto, una palabra visible
(verbum visibile) o, también, una palabra creída (verbum fidei), ya que implica el asen161
timiento de la voluntad que ha sido iluminada por la cogitatio. Por esto, San Agustín
denomina al sacramento como palabra visible o verbum visibile.
Para San Agustín, a éstas palabras visibles o verba visibilia pertenecen los sacramentos, pues facultan no sólo el “oír” sino también el “ver” la realización de la promesa divina. En tal sentido, es que los sacramentos no sólo anuncian sino que realizan aquello
que anuncian. El sacramento, en su función de signo proclama la acción divina y en su
función de verbum visibile o palabra visible habilita que el oyente crea en lo que se
anuncia, pues se da el asentimiento de la voluntad a lo remitido por el signo. O sea, en
el sacramento, no solamente como acto ritual o signo, sino además como acto hermenéutico que posibilita la iluminación de la cogitatio y el subsiguiente asentimiento
de la voluntad, tenemos una acción que al mismo tiempo que anuncia realiza lo anunciado. Al respecto el teólogo E. Jüngel (2006) escribe:
El asentimiento obediente a la autoridad divina, esencial para la fe, un asentimiento a
lo que el sacramento designa -por tanto, en el caso del bautismo la purificación del pecado- determina también ante todo que se realice lo que es significado… Así, pues, el sacramento no sólo significa, sino que comunica la gracia que purifica de los pecados. Por tanto, el sacramento no es únicamente un signo que remite a la “res aeterna”, sino un acontecimiento mediador entre el tiempo y la eternidad, entre la tierra y el cielo (p. 40).
Por esta condición de acontecimiento mediador, es que podemos hablar de los sacramentos como instrumentos que utiliza el Espíritu Santo, para efectuar en el corazón
particular de cada creyente lo que Dios el Padre realizara por toda la humanidad en la
obra y persona de su Hijo Jesucristo.
Los sacramentos pues, remiten a la obra salvífica realizada en Jesucristo y, especialmente, a su muerte en cruz; de ahí, que sean tanto el bautismo como la cena del Señor
o eucaristía, los dos sacramentos por antonomasia. Ya que los mismos representan (repraesentatio) la muerte de Cristo (simbólicamente representada por el bautismo de los
creyentes, según Rom 6, 1ss), otorgada como ofrenda para la salvación del mundo
(simbólicamente representada en los ágapes como anamnesis de la última cena, según
1 Cor 11, 23ss). Por lo que también podemos afirmar que los sacramentos remiten al
162
único sacramento salvífico que es Jesucristo mismo, cumpliendo así su función como
representaciones (repraesentatio) del único sacramentum mundi.
Hasta aquí, creo que las distintas tradiciones cristianas no tendrían ninguna objeción
en asumir los sacramentos como instrumentos del Espíritu Santo que sirven de acontecimientos mediadores de la gracia. Nótese que nos referimos a los sacramentos como
instrumentos pues, efectivamente, los mismos tienen una función instrumental, lo cual
les distingue en la economía salvífica de la verdadera causa de la salvación que es Jesucristo.
Ahora bien, con respecto a las otras tradiciones religiosas del mundo, cabe decir que
en todas y cada una de las grandes religiones del mundo existen ceremonias rituales
cuyo propósito es actualizar la acción de la divinidad en medio de la comunidad de creyentes. Por eso, no cabe discutir si los creyentes de otras religiones aceptarían el uso
de mediaciones cultuales como instrumentos del Espíritu divino con fines salvíficos,
pues creo que esta creencia es patrimonio de todos los creyentes de todas las religiones del mundo.
Lo que sí cabe discutir es si tales actos rituales podrían ser representaciones del único sacramentum mundi. Lo cual tendría una respuesta negativa si por la obra y persona
de Jesucristo se entendiera solamente la referencia al Jesús histórico, pues es obvio
que para las otras religiones del mundo no es de relevancia teológica la existencia
histórica de Jesús de Nazaret. Pero, si por la obra y persona de Jesucristo entendemos,
no solamente la referencia histórica de aquel que murió en la cruz luego de haber enseñado con sus dichos y sus hechos cómo es el ser de Dios; sino además, a aquel que
enseñando a un pueblo en particular (la Iglesia, en este caso) por su propia existencia
histórica, enseñó también a los demás pueblos del mundo (aún a pesar de no ser conocido por tales pueblos en forma histórica) la manera en que Dios actúa en la historia de
los seres humanos. Entonces, podríamos asumir que es posible que algunos de los actos rituales de las religiones del mundo sí sean representaciones del único sacramentum mundi, o sea, que algunas de sus ceremonias religiosas sí sean sacramentos en el
163
pleno sentido de la palabra; sirviendo como acontecimientos mediadores de la gracia
divina que el Espíritu Santo utilizaría para la salvación de tales creyentes, aún en sus
tradicionales espacios de fe diferentes al cristiano.
Es decir, considero que resulta teológicamente viable, desde una sana perspectiva
cristiana, creer que Jesús de Nazaret enseñó con su obra y persona, o sea, viviendo como Hijo, quién es y cómo es ese Dios a quien invocara como el Padre, a todos los pueblos del mundo (aún cuando existan religiones que no conciben a Dios como Padre,
pues, precisamente, Jesucristo enseñó, no sólo a nosotros los cristianos, sino también a
todas las religiones del mundo, que Dios es “como”45 un padre). Enseñanza que bien
puede ser reconocida en otras tradiciones religiosas a modo de paradigma epistémico,
o sea, a modo de ilustración sobre cómo es el Dios verdadero más allá de nuestros ídolos o falsas concepciones de la divinidad. Reconocimiento que no pasaría necesariamente por una confesión explícita, sino por una actualización existencial implícita. En
otras palabras, creo que cuando los creyentes de las religiones del mundo realizan en
su propia existencia los modos de ver y comprender la acción de la divinidad a la manera de Jesucristo, ilustrado por su muerte en cruz, es decir, que Dios es misericordia o
amor incondicional, están al mismo tiempo reconociendo implícitamente al único sacramentum mundi. De lo cual bien pueden dar testimonio con ceremonias religiosas de
45
Conviene recordar aquí que todas las afirmaciones teológicas son dichas en lenguaje analógico, o
sea, que no debe entenderse ninguna afirmación teológica como si fuera dicha en lenguaje literal, sino
que ha de interpretarse su significado teológico. La teología cristiana no afirma que Dios sea “padre” en
el sentido literal del término, pues tal título es una designación que implica orígenes biológicos, sino que
Dios actúa para con nosotros “como” un padre, es decir, que Dios se relaciona con nosotros por medio
de funciones paternas (y maternas) como: dador de vida, cuidador, protector, proveedor, instructor,
perdonador, entre otras. El carácter antropológico del lenguaje teológico es necesario e inevitable, pues
no tenemos otro modo de hablar de Dios sino a la manera humana, lo cual no implica ningún tipo de antropomorfismo como equivocadamente han asumido algunos críticos de la fe, por ignorancia o por descuido.
Al respecto del uso del lenguaje analógico, el sacerdote jesuita Luis Felipe Navarrete me comentó: “El
lenguaje analógico no es aquel que aplicamos a Dios, pero que en realidad está fundado en experiencias
humanas, como si dijéramos: nosotros, humanamente, sabemos lo que significa ser padre y entonces,
analógicamente, lo extendemos a Dios. Me parece que la argumentación debería ser contraria: es precisamente porque Dios ha comunicado su propia vida a la creación y a las realidades humanas, por lo cual
estas realidades tienen la capacidad para hablar sobre Dios. Dios, al encarnarse, hace posible la realidad
y el lenguaje humanos, incluyendo la experiencia humana de engendrar y sostener la vida, como un buen
padre y madre lo hacen”.
164
su propia herencia cultural de fe, es decir, con sus propios sacramentos. Pues, como
escribe J. Dupuis (1997):
Si bien el acontecimiento Cristo es el sacramento universal de la voluntad de Dios de
salvar al género humano, no por ello es preciso que sea la única expresión posible de esta
voluntad. El poder salvífico de Dios no está exclusivamente ligado al signo universal que
Dios estableció para su acción salvadora… El misterio de la encarnación es único; el Hijo de
Dios sólo asume la existencia humana individual de Jesús. Pero mientras que sólo él es
constituido de esta forma “imagen de Dios”, otras “figuras salvíficas” pueden ser… “iluminadas” por la Palabra o “inspiradas” por el Espíritu, para convertirse en indicadores
de salvación para sus seguidores, conforme al designio general de Dios para la humanidad (p. 441).
Cabe admitir, entonces, que seguramente existen múltiples instrumentos que comunican la salvación, como la misma palabra de la predicación del evangelio (proclamación del kerigma), pero que requieren, eso sí, para cumplir su efectiva función sacramental, estar acompañados del verbum fidei, convirtiendo así el elemento ritual en
verbum visibile. En la cita de arriba J. Dupuis reconoce la posibilidad de otras “figuras
salvíficas” y más adelante reconoce también la posibilidad de otros “instrumentos salvíficos”, es decir, de diversos y variados acontecimientos mediadores de gracia. Al hablar
del vínculo tan estrecho que existe entre la creencia de la trinidad y la encarnación en
la teología cristiana, y la creencia de la trimurti y los avatares o “encarnaciones” divinas
en la teología hindú, Dupuis (1997) escribe:
¿Podemos ir más allá? Parece que podemos, especialmente si consideramos el “culto”
dado en diversas tradiciones hindúes a las “imágenes sagradas”. El culto a las imágenes
sagradas se distingue de la idolatría porque el culto tributado a ellas por los devotos no se
dirige a la imagen material sino a la presencia simbólica y “sacramental” de Dios en la
imagen (p. 447).
De forma que la imagen sagrada es venerada porque incorpora, según la fe de los
devotos, una presencia sacramental de la divinidad (p. 448).
Más allá de la teoría del cumplimiento, la teoría de la presencia de Cristo sostendrá
que el culto a las imágenes sagradas puede ser el signo sacramental en el cual y por medio del cual el devoto responde al ofrecimiento de la gracia divina; puede mediar secre165
tamente la gracia ofrecida por Dios en Jesucristo y expresar la respuesta humana al don
gratuito de Dios en él. Así pues, el culto a las imágenes puede ser visto como un ejemplo
privilegiado de lo que Rahner llamaba una “cristología que busca”, una búsqueda que parte de Dios (p. 448).
En suma, me adhiero a la propuesta de K. Rahner al hablar de “cristianos anónimos”,
con tal que sólo sea para comprender, desde mi propia fe, a los hermanos y hermanas
de otras fes como hijos e hijas de un mismo Padre. Pero no para encubrir ningún tipo
de “truco”, pues no se pretende hacer miembros de la Iglesia a los que son distintos en
su fe (cuestión que creo tampoco pretendió Rahner). Se trata, solamente, de reconocer
que fuera de la Iglesia existen muchos otros que también son hermanos, no por pertenecer implícitamente a la Iglesia, sino por ser, sin darse cuenta, seguidores del mismo
sendero que nosotros los cristianos atribuimos haber sido el sendero que caminó Jesucristo. Tal vez, conviene no llamar a nuestros hermanos y hermanas de otras fes con el
título de “cristianos” (ni siquiera anónimos), sino solamente con el título de “hermanos”, pues tal es la cuestión que se debate. Es decir, que aún fuera de la fe explícita en
Jesucristo es posible acceder a la comunión con Dios el Padre, por el seguimiento implícito en la propia existencia de los modos de ser de Jesucristo. En términos teológicos,
afirmamos que la filiación ofrecida por Dios en la obra y persona de Jesucristo, es una
filiación universal que implica necesariamente, y más aún de los cristianos que explícitamente han aceptado la obra realizada en Jesucristo, el reconocimiento de la fraternidad de todos los seres humanos, tal y como Jesús nos enseñó al orar diciendo: “Padre
Nuestro…”.
4.3. Sobre el Concepto de la Gracia
Se ha afirmado arriba que el Espíritu Santo infunde la gracia salvadora en los corazones de los creyentes, por mediación de diversos instrumentos de carácter sacramental. Se ha dicho, también, que tales instrumentos requieren, para ser verdaderamente
sacramentos o mediadores de gracia, ir acompañados del verbum fidei o palabra creída. Se ha propuesto, además, que la misma palabra de la predicación del evangelio o
166
proclamación del kerigma, puede servir como acto sacramental que infunde gracia.
Pues bien, con base en tales formulaciones, las tres grandes tradiciones cristianas aceptarían la realidad de los sacramentos como acontecimientos mediadores de la gracia
divina. En la tradición católica los siete sacramentos son instrumentos de gracia. En la
tradición ortodoxa el culto a las imágenes o iconos sagrados, ilustra la fe en que la
misma presencia de Dios habita en simples recipientes materiales, de lo cual también
es signo la santísima virgen María al llevar en su útero al Hijo de Dios, lo cual es promesa de deificación para el creyente. Y en la tradición protestante la predicación del evangelio es el poder de Dios para la salvación de los creyentes. Así pues, de múltiples maneras, cada tradición cristiana reconoce que es posible acceder a la gracia divina por diversos medios terrenales. O sea, que existen acontecimientos mediadores entre el
tiempo y la eternidad, entre lo terrenal y lo celestial. En términos antropológicos explicaríamos que tales mediaciones materiales de realidades espirituales son eventos universalmente validados en todos los pueblos del mundo. Así pues, ya sean rituales religiosos (los sacramentos católicos), o la cultura material (los iconos ortodoxos), o la
misma palabra oracular (la predicación evangélica); de todas maneras, un elemento
material -acción ritual, imagen visual, sonido verbal- comunica el don divino.
Por lo tanto, podemos afirmar que es patrimonio común de todas las religiones del
mundo la creencia en que existen actos religiosos específicos que facultan la apertura
de la estructura antropológica del creyente para recibir los dones de la divinidad. En la
cristiandad el don divino por excelencia es la misma presencia de Dios que mora en el
corazón del creyente, lo cual ha sido denominado por la teología cristiana la inhabitación del Espíritu Santo en el interior del creyente. Pero no ha de entenderse esta inhabitación como la posesión de una cosa, sino como el establecimiento de una relación
de amor entre dos personas. Tal es la gracia divina que el Espíritu Santo infunde en los
creyentes: la construcción de vínculos de amor. En tal sentido, el ofrecimiento de la
gracia divina a los seres humanos es de carácter universal, pues es cierto que Dios:
“quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1
167
Tim 2, 4 RV95).
Este sentido relacional de la gracia evita caer en los debates acerca de la gracia increada (la presencia del Espíritu Santo) y la gracia creada (los efectos de la presencia
del Espíritu Santo) que, precisamente, fue el contenido de la polémica entre católicos y
protestantes en la época de la Reforma y el concilio de Trento.46 Los reformadores postularon una justificación de carácter nominalista, es decir, como justificación imputada
al pecador pero no como verdadera justi-ficación, o sea, no como un hacer-justo al pecador, sino como un mero denominarlo justo. Como respuesta el concilio de Trento enfatizó que la justificación divina no sólo imputaba justo al pecador, sino que también
real y verdaderamente lo hacía justo, convirtiéndolo de un pecador en un justo de
hecho y no sólo de nombre. Por eso habló de la gracia justificante en sentido de gracia
creada infundida en el interior del creyente que le facultaba para obrar la justicia de
Dios. Y aunque su intención no fue olvidar la gracia increada, sin embargo, no se refiere
a la misma porque quiere dejar en claro que la gracia justificante no sólo libera al pecador de los efectos del pecado, sino que también lo libera del poder del pecado mismo
(su pecaminosidad). A los reformadores les pareció sospechosa la respuesta católica
pues la consideraban como un volver a la justificación por las obras, ya que entendían
esa gracia creada infundida en el corazón como una posesión o tenencia de la que el
pecador se valía para justificarse ante Dios. Interpretación que no se remitía, exactamente, a los postulados del concilio, sino más bien a las polémicas suscitadas con anterioridad en la Iglesia entre defensores y acusadores de la perspectiva de Pedro Lombardo. Los reformadores respondieron pues, más a una polémica derivada de las discusiones de la escolástica, que a la misma comprensión tridentina del concepto de justificación, lo que es entendible por el hecho de que ese era el ambiente espiritual en que
se movía la Iglesia en aquél tiempo. Dándose así una inversión del proceso de la justificación que bien explica J. I. González Faus (1987) al escribir:
Y en consecuencia, el hombre no es grato a Dios porque Dios le ame (le dé su Espíritu),
46
Invito al lector que quiera profundizar en el sentido relacional del concepto de gracia, leer la sesión
IV del libro de J. I. González Faus titulado Proyecto de Hermano: visión creyente del hombre (1987).
168
sino que Dios le ama porque es grato a sus ojos. La doctrina posterior ha convertido el
profundo dicho de Agustín (“al amarme me hiciste amable”) en este otro, mucho más “racional” y comprensible: “me hiciste amable para poder amarme”. Con ello la Gracia ya no
es fruto del Amor, sino una especie de “cosmética” previa que Dios realiza en el alma (p.
501).
Veníamos diciendo, que si entendemos la gracia en sentido relacional, entonces,
nos vemos libres de la polémica entre gracia increada y gracia creada; pues bien, tal es
la propuesta para una perspectiva ecuménica de la salvación. Y uniendo esta concepción de una gracia relacional con la idea de los sacramentos como acontecimientos
mediadores de gracia, tenemos la siguiente formulación de nuestro postulado: creemos
que el Espíritu Santo utiliza diversos acontecimientos mediadores de gracia, como los
sacramentos, por ejemplo (pero no solo ellos, sino muchos más), para establecer relaciones de amor entre las criaturas y el Creador, con el propósito de transformar a quienes viven inhumanamente (pecadores) en personas que puedan construir vínculos de
amor con sus semejantes, movidos por el don del Amor (el Espíritu Santo) de Dios que
ha sido derramado en sus corazones.
Ahora bien, al hablar de la gracia como el establecimiento de relaciones entre la
criatura y el Creador, es decir, al concebir al Espíritu Santo como la gracia o don que
Dios nos ha otorgado, o sea, como la Voz de Dios que habla a nuestro favor, y no sólo
de los creyentes sino aún de los pecadores; estamos hablando, entonces, de un proceso dialogal en el cual ambas partes conservan la libertad de abrirse o no, con apertura
de corazón, al ofrecimiento que el otro le hace. Tal disposición o actitud de apertura relacional es lo que entendemos como fe. Es decir, esa confianza en que en el establecimiento del vínculo relacional, o sea, en el encuentro con el otro que así nos llama, estamos siendo más verdaderamente humanos que si nos alejásemos.
Y, como en todo diálogo, el rostro del otro se va convirtiendo, cada vez más, en
nuestro propio rostro, entonces, bien podemos tener la esperanza de que mientras
más nos abramos a la comunión con Dios como Padre, más nos estaremos transformando en su misma imagen y semejanza; de lo cual, el mejor ejemplo que tenemos es
169
la vida y obra de nuestro Señor Jesucristo que nos enseñó qué significa ser un hijo e
hija de Dios.
4.4. Sobre el Sacerdocio Universal de todos los Creyentes
Todas las religiones del mundo admiten que existe diferencia intergrupal entre el
creyente y el no creyente. Para el judaísmo la diferencia se describe como pertenecer
al pueblo de Dios o no. Para el cristianismo como ser salvado o no (la distinción entre
ser un hijo de Dios o no, ya no cabe en la perspectiva inclusivista)47. Para el Islam como
ser sumiso al único Dios o no. Para las religiones de la China como seguir la corriente
del Tao o estar contra ella (Taoísmo), que se ilustra por respetar el orden social y
cósmico o transgredirlo (Confucionismo). Para las religiones de la India la diferencia radica entre ser un ignorante de la realidad engañado por la ilusión de lo temporal, o tener la luz del conocimiento que nos libera de la rueda de renacimientos (Hinduismo),
convirtiéndonos en un Despierto (Budismo) o Victorioso (Jainismo).
También, todas las religiones del mundo comparten una misma norma intragrupal
que distingue, entre los mismos creyentes, a aquellos que son religiosos de aquellos
que son laicos (usando terminología cristiana). En el sistema de castas del hinduismo se
postula que existe un grupo de creyentes especiales que tienen como herencia el legado del conocimiento de la sabiduría divina, son los brahmanes o casta sacerdotal. Del
mismo modo, todas las comunidades de creyentes del mundo tienen un grupo de personas dedicadas especialmente a las labores religiosas, mientras que el resto se dedica
a las responsabilidades de la vida cotidiana. Diferencia que no sólo se refiere a las personas, sino también a la oposición entre espacios sagrados y profanos, y tiempos sagrados y profanos. Divergencia que remite, igualmente, a comidas puras e impuras o
47
Lo que implica un gran dilema pues, aunque no podemos negar la paternidad universal de Dios, ya
que la obra salvadora realizada por Dios en Jesucristo es universal, sin embargo, tenemos que seguir creyendo en la posibilidad de la no salvación de algunos hijos de Dios. Y esto por el simple hecho de seguir
afirmando la libertad de los seres humanos, pues “no podríamos estar condenados a salvarnos”. Es decir,
la creencia cristiana en la condenación remite a la salvaguarda del libre albedrío. El dilema está en el interrogante acerca de: ¿cómo es posible que un hijo de Dios se condene?
170
comportamientos tabú.
Pues bien, parece que pertenece al mismo fundamento histórico de la fe cristiana
que tal división, tanto intergrupal como intragrupal, no fue promovida ni por Jesús ni
por los apóstoles. Jesús mismo fue un laico, que no perteneció a ninguna de las dos
principales sectas religiosas judías, no fue fariseo ni saduceo, ni mucho menos perteneció a ninguna de las familias sacerdotales, como sí lo fue Juan el Bautista.48 Más aún, el
llamado que Jesús realizara al apostolado de sus discípulos fue debido a la “hora escatológica” que estaban viviendo, pero no fue una propuesta que Jesús mismo asumiera
como patrón de comportamiento para las generaciones de creyentes futuros, ya que el
Jesús histórico creía en la inminente venida del reinado de Dios, y si no había tiempo
siquiera para contraer matrimonio, mucho menos para organizar algún tipo de estructura eclesial formal. Pablo mismo propuso que en la Iglesia somos como un cuerpo en
el cual cada miembro tiene funciones específicas. Sólo con el retraso de la parusía fue
que las primitivas comunidades cristianas se fueron organizando en estructuras eclesiales cada vez más formales, de lo cual tenemos testimonio en los escritos deuteropaulinos de Efesios y Colosenses, y en las cartas pastorales de 1 y 2 de Timoteo y Tito. Y aún
en la misma segunda generación de cristianos, el autor de 1 Pedro escribió: “Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para
que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1
Pedro 2, 9 RV95), pues no se olvida que en Jesucristo todos somos llamados a conformar un pueblo de sacerdotes según la promesa veterotestamentaria que dice: “Ustedes
me serán un reino de sacerdotes, un pueblo consagrado a mí” (Ex 19, 6a DHH).
Estamos pues, ante una cuestión de sociología religiosa que, de todas maneras,
también incumbe a una teología cristiana de las religiones del mundo. Parece pues, que
desde una perspectiva cristiana se podría invitar a todas las religiones del mundo, aún
48
Al respecto es ilustrativa la designación que en Hebreos se hace de Jesucristo como Sacerdote
según la forma de Melquisedec (Heb 6, 20). Explicando más adelante que tal sacerdocio se realiza a modo de servicio y autodonación por el pueblo. Definición que permitiría entender el sacerdocio con un
sentido más inclusivo y cercano, que el distante exclusivismo de una élite espiritual.
171
al cristianismo mismo, a asumir una estructura eclesial de horizontalidad entre todos
los creyentes, contra las estructuras eclesiales verticales que dentro de la misma comunidad diferencian a los creyentes; no sólo funcionalmente, lo cual no sería motivo
de crítica alguna, sino esencialmente asumiendo que existen creyentes más o menos
facultados para ciertas acciones religiosas. De lo cual tenemos ejemplos como: el oficio
de las celebraciones rituales, o la interpretación de las Sagradas Escrituras, o la asunción de cierto estilo de vida consagrada como el monacato; acciones todas para las cuales no estarían facultados todos los creyentes.
El sacerdocio universal de todos los creyentes es un resultado de la salvación efectuada en Jesucristo por toda la humanidad. Este sacerdocio universal ha abolido las diferencias tanto intergrupales como intragrupales, siendo un derivado de la filiación
universal de Dios y la fraternidad universal entre los seres humanos.
Las diferencias intergrupales desaparecieron, tal y como leemos: “Ya no importa el
ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos
ustedes son uno solo” (Gal 3, 28 DHH). Y también:
Cristo es nuestra paz. Él hizo de judíos y de no judíos un solo pueblo, destruyó el muro
que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía. Puso fin a la ley
que consistía en mandatos y reglamentos, y en sí mismo creó de las dos partes un solo
hombre nuevo. Así hizo la paz. Él puso fin, en sí mismo, a la enemistad que existía entre
los dos pueblos, y con su muerte en la cruz los reconcilió con Dios, haciendo de ellos un
solo cuerpo (Ef 2, 14-16 DHH).
Asimismo, las diferencias intragrupales ya no existen pues:
Hay en la iglesia diferentes dones, pero el que los concede es un mismo Espíritu. Hay
diferentes maneras de servir, pero todas por encargo de un mismo Señor. Y hay diferentes manifestaciones de poder, pero es un mismo Dios, que, con su poder, lo hace todo en
todos. Dios da a cada uno alguna prueba de la presencia del Espíritu, para provecho de
todos (1 Cor 12, 4-7 DHH).
Observamos, eso sí, diferencias funcionales entre los miembros de la comunidad
eclesial, de acuerdo a los propios talentos de cada uno conforme a los dones recibidos.
Pero tal diferencia funcional no implica ningún tipo de diferencia esencial, según la cual
172
algún miembro de la Iglesia estuviera más facultado que otro para acceder a la gracia
divina que es, precisamente, lo que ocurre en la distinción entre un pueblo de creyentes religiosos y un pueblo de creyentes laicos.
4.5. Las Vías de Salvación como Campo Semántico en las Religiones del Mundo
Luego de nuestro estudio sobre la comprensión de un concepto cristiano de la salvación que posibilite el diálogo inter-religioso, consideramos importante completar la
perspectiva ecuménica de la salvación con una investigación posterior que estudie los
conceptos de salvación en las grandes tradiciones religiosas del mundo. Metodológicamente hablando, la tarea que sugerimos es de carácter exegético, es decir, la revisión
de las Sagradas Escrituras de las grandes religiones del mundo para encontrar los conceptos de salvación propios de cada tradición religiosa y comprender si existe la posibilidad discursiva de relacionar los mismos en un diálogo inter-religioso. Aclaremos de
nuevo que tal propuesta es de carácter plenamente cristiano, pues el mismo concepto
de salvación está ya de antemano impregnado del sistema de creencias de la judeocristiandad. Sin embargo, considero que sí es posible reunir en un mismo campo semántico
todas aquellas percepciones religiosas que giran en torno a lo que podríamos denominar las vías de salvación en las distintas religiones del mundo. Las creencias básicas que
remiten al campo semántico de la fe como una vía de salvación serían: el moksa (liberación) del Hinduismo, el nirvana (extinción) del Budismo, la inmortalidad del Taoísmo,
la resurrección del Judaísmo y el paraíso del Islam.
A la par de tal estudio convendría realizar el análisis del desarrollo exegético del
concepto de salvación en el Nuevo Testamento, pues así estaríamos en capacidad de
comprender los puntos de encuentro legítimos entre una perspectiva salvífica propiamente cristiana y las cosmovisiones de las otras religiones del mundo. Tal estudio debería profundizar la comprensión del concepto de salvación en el corpus Sinóptico, el
corpus Paulino y el corpus Joaneo, ya que son las tres grandes teologías que encontramos en el Nuevo Testamento.
173
Conviene aclarar, para terminar, que la presente monografía se detuvo únicamente
en el estudio del desarrollo doctrinal del concepto de salvación durante la historia de la
cristiandad. Tal opción no sólo se debió a las limitaciones de tiempo sino también a
nuestra opción epistemológica de carácter inclusivista, pues consideramos que era necesario primero comprender la propia perspectiva salvífica de nuestra fe, independientemente de la validez de las premisas exegéticas que justifican los postulados de cada
una de las tres grandes tradiciones cristianas, y así adquirir el referente teológico desde
el cual logremos entablar un diálogo tanto ecuménico como pan-ecuménico. Además,
resulta metodológicamente legítimo estudiar los referentes exegéticos del campo
semántico de la salvación en el Nuevo Testamento juntamente con los referentes
exegéticos de las Escrituras Sagradas de las grandes religiones del mundo, pues así el
diálogo que se establezca corresponderá a un mismo nivel del discurso, o sea, al de la
comunicación entre pensamientos teológicos diversos, sin remitirnos a prácticas religiosas específicas ya que nuestro estudio sería más de índole teológico que antropológico.
4.6. Una Reflexión Final acerca del Sentido de la Evangelización
Por lo demás, lo que también podríamos preguntarnos nosotros, cristianos del siglo
XXI, es si: ¿el “anuncio” del evangelio es algo más que una “invitación”? y si ¿el recibimiento de tal invitación implicaría algo más que una “apertura” al don salvífico de Dios
dado en Jesucristo? Es decir, a mi parecer, “recibir” el don salvífico de Dios en la persona de Jesucristo no deriva, necesariamente, en una “conversión religiosa” con todo lo
que la palabra “religión” implica en sistemas de creencias y prácticas cultuales, sino,
simplemente, en una “apertura” a la gracia divina. O sea, creo que por congruencia con
los mismos presupuestos de la fe cristiana, la Iglesia debería reconocer que el envío a la
misión no es de carácter “religioso”. En tal sentido, el cristianismo es auténticamente
“católico” (universal) pues no pretende “convertir” al otro a una nueva fe, sino “invitar”
al otro a abrirse a una gracia común, aún cuando permanezca en su propio sistema de
174
creencias y prácticas rituales. Por poner un simple ejemplo, afirmo que seguramente la
predicación paulina no tuvo la pretensión de “convertir” del judaísmo al cristianismo a
los hermanos judíos, sino de invitarlos a “recibir” la gracia de Dios, aún cuando permanecieran en su propia fe judaica. Creo que sería muy honroso y digno para la fe cristiana, ver a los distintos creyentes de todas las religiones del mundo realizar el “seguimiento” a la vida de Jesús, mientras continúan insertados en sus propias tradiciones religiosas. De lo cual, a mi parecer, es un buen ejemplo la vida de Mahatma Gandhi, quien
no necesitó dejar de ser hinduista para “caminar” siguiendo los pasos del nazareno. En
suma, un diálogo inter-religioso de carácter plenamente cristiano nos lleva a reconsiderar el significado de ser cristiano hoy.
175
CONCLUSIONES
A modo de confesión personal
Reconocemos el aporte del actual momento histórico de multiculturalismo, que nos
abre nuevos horizontes de conocimiento mutuo entre los distintos creyentes de las religiones del mundo. Comprendemos la necesidad de construir vínculos de comunicación entre los distintos interlocutores religiosos que pueblan nuestro planeta. Para lo
cual le apostamos al “principio de caridad” según el cual a todo verdadero diálogo se
debe entrar con plena convicción de la intencionalidad de verdad y bondad que acompaña el discurso de ambas partes. Además, aceptamos la “función retórica” según la
cual somos conscientes que en todo diálogo los interlocutores desean hacer partícipes
de sus propias pretensiones de verdad al otro. Por lo cual valoramos el hecho del mutuo enriquecimiento que deriva del encuentro con los que creen y practican caminos
de fe distintos a los nuestros. Pues creemos que un diálogo entre las religiones puede
ofrecer la oportunidad de “ver” manifestaciones del actuar de Dios en la historia
humana que nuestra propia tradición de fe aún no ha vislumbrado con la misma claridad, y viceversa. Por eso, consideramos necesario comenzar ese camino de encuentro
inter-religioso aceptando las precomprensiones de la propia fe, lo cual nos remite a un
renovado interés por asumir el lema de una Iglesia semper reformanda. Pues sabemos
con certeza que tan sólo podremos comprender al otro en la misma medida que nos
hayamos comprendido a nosotros mismos, y que tan sólo estaremos en condición de
comprendernos a nosotros mismos en la misma medida que estemos en condición de
comprender al otro; “círculo hermenéutico” éste que no menoscaba sino que potencializa las propias identidades.
De este modo, en nuestro interés de estar en condición de encontrarnos con hermanos y hermanas de las otras religiones del mundo en un verdadero diálogo interreligioso, hemos iniciado un diálogo intra-religioso para conocer, comprender y asumir
esas pretensiones de verdad que, sin negar nuestra propia identidad cristiana, posibili176
ten también el encuentro con otras identidades religiosas.
Así pues, habiendo escogido el tema de la salvación como contenido central de éste
diálogo intra-religioso, hemos comprendido lo siguiente. Que la necesidad de la salvación deriva del reconocimiento de la condición pecaminosa del género humano. Pecado éste que entendemos como el deterioro de las facultades humanas que menoscaba
la libre realización de los potenciales espirituales del ser humano. Lo que ha llevado a la
construcción de una historia con rasgos deshumanizadores, de los que, precisamente,
Dios ha prometido liberarnos. Promesa de la cual tenemos esperanza de cumplimiento
por la obra y persona de Jesucristo, quien nos mostró con su vida, dichos y hechos, así
como con su muerte, la forma de ser del ser de Dios: un Padre cuya vida es vivir en pro
del ser del otro. Tal promesa de liberarnos de las condiciones deshumanizadoras que
han acompañado la historia humana, es ofrecida a todo el género humano pues Dios
realizó la obra de la salvación en la persona de su Hijo Jesucristo por toda la humanidad. Participamos de tal liberación gracias a la misma presencia de Dios que habita en
nuestro interior para acompañarnos en la realización de esos potenciales espirituales,
cuya plena expresión se manifestarán como constructores de una historia humana renovada donde la justicia y la paz serán los fundamentos de una vida plena, en el mutuo
reconocimiento de la fraternidad universal de todos los seres humanos. Confiando
pues, en ese amor del Padre que ha sido derramado en nuestros corazones por medio
de su Santo Espíritu que habita en nuestro interior, caminamos por el sendero trazado
por las pisadas del Hijo cuando anduvo por nuestra tierra sin cansarse de hacer el bien;
animados por la presencia de Dios que libremente se nos comunica por múltiples acontecimientos mediadores de gracia cuyo efecto sacramental se realiza al responder con
fe a la llamada divina.
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