Domingo XXII Tie - Homilética - Instituto del Verbo Encarnado

Homiletica.iveargentina.org
30
agosto
Domingo XXII
Tiempo Ordinario
(Ciclo B) – 2015
Índice
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Textos Litúrgicos
·
·
Lecturas de la Santa Misa
Guión para la Santa Misa
Directorio Homilético
Exégesis
·
P. Joseph M. Lagrange, O. P.
Comentario Teológico
· P. Miguel A. Fuentes, I.V.E.
Santos Padres
· San Juan Crisóstomo
Aplicación
· P. Alfredo Sáenz, S.J.
· S S. Benedicto XVI
· P. José A. Marcone, I.V.E.
· P. Gustavo Pascua, I.V.E.
· P. Jorge Loring, S.J.
Ejemplos Predicables
Comunicado Especial
Textos Litúrgicos
Lecturas de la Santa Misa
Domingo XXII Tiempo Ordinario (B)
(Domingo 30 de Septiembre de 2015)
LECTURAS
No añadan nada a lo que yo les ordeno... observen los mandamientos del Señor
Lectura del libro del Deuteronomio
4, 1-2. 6-8
Moisés habló al pueblo, diciendo:
Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las
pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra
que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadan ni quiten nada de lo que yo
les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los
prescribo.
Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los
ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: « ¡Realmente es un
pueblo sabio y prudente esta gran nación!»
¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el
Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué
gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy
promulgo en presencia de ustedes?
Palabra de Dios.
R. Señor, ¿quién habitará en tu Casa?
El que procede rectamente
y practica la justicia;
el que dice la verdad de corazón
y no calumnia con su lengua. R.
El que no hace mal a su prójimo
ni agravia a su vecino,
el que no estima a quien Dios reprueba
y honra a los que temen al Señor. R.
El que no se retracta de lo que juró, aunque salga perjudicado.
El que no presta su dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que procede así, nunca vacilará. R.
Lectura de la carta de Santiago
Pongan en práctica la Palabra
1, 17-18. 21b-22. 27
Queridos hermanos:
Todo lo que es bueno y perfecto es un don de lo alto y desciende del Padre de
los astros luminosos, en quien no hay cambio ni sombra de declinación. Él ha
querido engendrarnos por su Palabra de verdad, para que seamos como las
primicias de su creación.
Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos.
Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se
engañen a ustedes mismos.
La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en
ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados, y en no
contaminarse con el mundo.
Palabra de Dios.
Aleluia.
El Padre ha querido engendrarnos por su Palabra de verdad,
para que seamos como las primicias de su creación. Aleluia.
Dejan de lado el mandamiento de Dios,
por seguir la tradición de los hombres.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Marcos 7, 1 -8. 14-15. 21-23
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y
vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin
lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes
cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver
del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas
otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los
vasos, de las jarras, de la vajilla de bronce y de las camas.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: « ¿Por qué tus
discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados,
sino que comen con las manos impuras?»
Él les respondió: « ¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la
Escritura que dice:
"Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto:
las doctrinas que enseñan
no son sino preceptos humanos".
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los
hombres».
Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme, todos y entiéndanlo
bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo
hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón
de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los
robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las
deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas
cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».
Palabra del Señor.
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Guión para la Santa Misa
XXII Domingo del Tiempo Ordinario- 30 de Agosto 2015- Ciclo B
Entrada: La Santa Misa es el culto a Dios por excelencia que se ordena a la
renovación del corazón por el contacto íntimo y personal con Nuestro Señor
presente en la Eucaristía. Dispongámonos a participar activa y fructuosamente de
este Santo Sacrificio.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura:
Dt 4,1-2.6-8
Es en el corazón donde se realiza la auténtica adhesión a los mandamientos de
Dios.
Salmo Responsorial: 14
Segunda Lectura:
St 1,17-18.21b-22.27
El apóstol Santiago nos exhorta a recibir con docilidad la palabra sembrada en
nosotros.
Evangelio:
Mc 7,1-8.14-15.21-23
Cuando el interior del hombre ha sido transformado por Cristo, también lo
exterior es limpio y bueno.
Preces:
Hermanos, con el corazón cerca del Señor, pidámosle humildemente por
nuestras necesidades
A cada intención respondamos cantando:
* Por las intenciones y salud del Santo Padre y por la extensión de la santa Madre
Iglesia en aquellas regiones del mundo que aun no conocen a Cristo. Oremos.
* Por todos los cristianos perseguidos a causa del nombre de Cristo, para que se
les reconozcan los derechos a la igualdad y la libertad religiosa, de modo que
puedan vivir y profesar libremente su fe. Pedimos especialmente por los
cristianos de Irak, Siria y Gaza. Oremos.
* Por las naciones en guerra, para que se derriben las enemistades que separan
a los hombres enfrentados y para que sus ciudadanos sean dóciles a la voz de
Dios que anuncia la paz a su pueblo. Oremos.
* Por aquellos matrimonios que están afrontando dificultades, para que el
verdadero amor no exento de sacrificio sea la salvaguarda de la unión de los
esposos. Oremos.
Escucha Padre la oración de tus hijos, y ayúdanos a convertir nuestro interior.
Por Jesucristo nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
El Padre ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza. A Él
presentamos nuestra propia oblación junto con estos dones:
* Cirios como signo de nuestra fe recibida para ser difundida a todos los
hombres que aún no conocen a Cristo.
* Pan y vino, que por obra del Espíritu Santo, se harán sacramento de vida para
el hombre.
Comunión: La Eucaristía recibida con pureza de corazón establece en nosotros el
reino de Dios, haciéndonos capaces de vivir su misma vida y de obrar según su
amor.
Salida: Que nuestra Madre del cielo sea nuestra maestra y guía en las
obligaciones interiores del amor, de la acción de gracias, y así formemos un
pueblo santo, puro, inocente y espiritual, que pueda glorificar a Dios en todos los
siglos.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _
Argentina)
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Directorio Homilético
Directorio Homilético
Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario
CEC 577-582: Cristo y la Ley
CEC 1961-1974: la Ley antigua y el Evangelio
I
JESUS Y LA LEY
577
Al comienzo del Sermón de la montaña, Jesús hace una advertencia
solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la
Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
"No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a
abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán
antes que pase una i o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido.
Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo
enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el
que los observe y los enseñe, ese será grande en el Reino de los cielos" (Mt
5, 17-19).
578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los
cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus
menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en
poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia
confesión, jamás han podido cumplir jamás la Ley en su totalidad, sin violar
el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en
cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por
sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como
recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley, pero falta en un solo
precepto, se hace reo de todos" (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra
sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo
para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo
religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una
casuística "hipócrita" (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que
preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la
ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los
pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino
Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4).
En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino "en el fondo
del corazón" (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el derecho"
(Is 42, 3), se ha convertido en "la Alianza del pueblo" (Is 42, 6). Jesús
cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la Ley" (Ga 3,
13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los preceptos de
la Ley" (Ga 3, 10) porque, ha intervenido su muerte para remisión de las
transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9, 15).
581 Jesús fue considerado por los Judíos y sus jefes espirituales como un
"rabbi" (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó
en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc
2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía
menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con
proponer su interpretación entre los suyos, sino que "enseñaba como quien
tiene autoridad y no como sus escribas" (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de
Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en él
se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa
palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino
su interpretación definitiva: "Habéis oído también que se dijo a los
antepasados ... pero yo os digo" (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad
divina, desaprueba ciertas "tradiciones humanas" (Mc 7, 8) de los fariseos
que "anulan la Palabra de Dios" (Mc 7, 13).
582
Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los
alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su
sentido "pedagógico" (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina:
"Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro ... -así
declaraba puros todos los alimentos- ... Lo que sale del hombre, eso es lo
que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres,
salen las intenciones malas" (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad
divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos
doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar
garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10,
25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del
sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt
2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el
servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14,
3-4) que realizan sus curaciones.
II
LA LEY ANTIGUA
1961 Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló
su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene
muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas
y autentificadas en el interior de la Alianza de la salvación.
1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones
morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del
Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado
a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del
prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a
la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de
Dios, y para protegerle contra el mal:
Dios escribió en las tablas de la ley lo que los hombres no leían en sus
corazones (S. Agustín, Sal. 57,1).
1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm
7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf
Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la
gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede
quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por
función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una "ley de
concupiscencia" (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley
constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al
pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios
Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la
Palabra de Dios.
1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La ley es profecía y
pedagogía de las realidades venideras" (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y
presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo;
suministra al Nuevo Testamento las imágenes los "tipos", los símbolos para
expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la
enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia
la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.
Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la
caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas
espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario,
existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la
perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del
castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la
nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no
daba el Espíritu Santo, por el cual "la caridad es difundida en nuestros
corazones" (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).
III
LA LEY NUEVA O LEY EVANGELICA
1965 La ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina,
natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el
Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él viene a
ser la ley interior de la caridad: "Concertaré con la casa de Israel una alianza
nueva...pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Hb 8,8-10; cf Jr 31,31-34).
1966 La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe
en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos
lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de
hacerlo:
El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro
Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de S.
Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida
cristiana...Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la
vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,1):
1967 La Ley evangélica "da cumplimiento" (cf Mt 5,17-19), purifica, supera, y
lleva a su perfección la Ley antigua. En las "Bienaventuranzas" da
cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al "Reino
de los Cielos". Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta
esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de
corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos
sorprendentes del Reino.
1968 La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón
del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley
antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas
exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos
exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón,
donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15,18-19), donde se
forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El
Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la
perfección del Padre celestial (cf Mt 5,48), mediante el perdón de los
enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la
generosidad divina (cf Mt 5,44).
1969 La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el
ayuno, ordenándolos al "Padre que ve en lo secreto" por oposición al deseo
"de ser visto por los hombres" (cf Mt 6,1-6. 16-18). Su oración es el Padre
Nuestro (Mt 6,9-13).
1970 La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre "los dos caminos" (cf
Mt 7,13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cf Mt 7,21-27); está
resumida en la regla de oro: "Todo cuanto queráis que os hagan los
hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas"
(Mt 7,12; cf Lc 6,31).
Toda la Ley evangélica está contenida en el "mandamiento nuevo" de Jesús
(Jn 13,34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (cf Jn
15,12).
1971 Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis mora l de las
enseñanzas apostólicas, como Rm 12-15; 1 Co 12-13; Col 3-4; Ef 4-5, etc.
Esta doctrina trasmite la enseñanza del Señor con la autoridad de los
apóstoles, especialmente exponiendo las virtudes que se derivan de la fe en
Cristo y que anima la caridad, el principal don del Espíritu Santo. "Vuestra
caridad se sin fingimiento...amándoos cordialmente los unos a los
otros...con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación;
perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos;
practicando la hospitalidad" (Rm 12,9-13). Esta catequesis nos enseña
también a tratar los casos de conciencia a la luz de nuestra relación con
Cristo y con la Iglesia (cf Rm 14; 1 Co 5-10).
1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que
infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque
confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos;
ley de libertad (cf St 1,25; 2,12), porque nos libera de las observancias
rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente
bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo
"que ignora lo que hace su señor", a la de amigo de Cristo, "porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15), o también a la
condición de hijo heredero (cf Gál 4,1-7. 21-31; Rm 8,15).
1973 Más allá de los preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos.
La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos
evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la vida
cristiana. Los preceptos están destinados a apartar loo que es incompatible
con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin serle
contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad (cf S.
Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 184,3).
1974 Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que
nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud
espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los
preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más
directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de
cada uno:
(Dios) no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente
los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos,
las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la
que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de
todos los consejos, y en suma de todas leyes y de todas las acciones
cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor (S.
Francisco de Sales, amor 8,6).
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Exégesis
P. Joseph M. Lagrange, O. P.
La tradición de los fariseos y el verdadero servicio de Dios
(Mc 7,1-23; Mt 15,1-20)
Acaba de decirnos san Juan que Jesús se dirigió de nuevo a Galilea. San Marcos y
san Mateo nos lo presentan allí, espiado de cerca por los fariseos y escribas
llegados de Jerusalén, pues los maestros de Israel, impresionados por las
palabras de aquel que se adjudicaba el título de Hijo de Dios y se creía superior
al sábado enviaron nuevos delegados suyos para sorprenderle en flagrante
violación de las costumbres consagradas. No era esto difícil, teniendo que
vérselas con los discípulos de Jesús, que aunque observantes de la Ley, eran
sencillos y no estaban al tanto de minucias de la casuística rabínica. Muy pronto
los sorprendieron tomando sus alimentos sin haberse antes lavado las manos o,
como decían, con manos comunes, lo que era una grave falta. Se contó más
tarde que R. Akiba, en su prisión, no teniendo agua sino para apagar la sed, se
expuso a la muerte primero que dejar de derramar agua en sus manos antes de
comer. Gracias que el lavado de las manos, que debía hacerse dos veces, para
que la segunda agua llevase todo rastro de la primera ya contaminada, era una
operación bastante sencilla, pues sólo se mojaban las puntas de los dedos.
Si se había ido al mercado, donde se corría peligro casi seguro de contaminarse
con el contacto de los paganos, había que remangarse y lavarse hasta los codos
empleando 486 litros de agua de fuente o lluvia: cantidad enorme en Palestina.
Con ocasión de esto, san Marcos añade que se lavaban cuidadosamente las
copas, los jarros y los platos de bronce.
¿De dónde venía esta excesiva preocupación por la limpieza física hasta
convertirla en pureza legal? No de la Ley, donde perdería el tiempo quien se
ocupase en hallar algo semejante, y las más hábiles interpretaciones de los
textos no resistirán la crítica. Hay que acudir a la autoridad de los antiguos
doctores: ella bastó en otros casos para fijar el derecho sagrado, y los escribas se
atenían a ella como si fuera la misma Ley.
Era esto una pretensión inadmisible. Los intérpretes de la ley tenían por oficio
interpretarla; pero no añadir observancias que alteraban su espíritu. Los fariseos
habían dado un alcance peligroso al principio admirable de la Ley, de que Israel
debía portarse como un pueblo santo. Esta santidad le obligaba lo primero a la
pureza legal, especialmente en la elección de los alimentos (Lv 2, 44 s.). Era esto
levantar una barrera necesaria cuando Israel estaba rodeado de naciones, cuyo
culto era impuro. Pero cosas tan exteriores no debían tomarse como asunto
principal. Habían venido los profetas y, a la cabeza de ellos, Amós, predicando la
pureza del corazón y sobre todo la caridad, más agradable a Dios que las
observancias. En lugar de estimular a la práctica de las antiguas observancias por
el amor de Dios, primer principio de la Ley misma, los fariseos sólo pensaban en
despertar en el pueblo el sentimiento de su superioridad sobre los gentiles,
haciendo consistir esta superioridad en evitar su contacto con todo lo que no era
legalmente puro. Esta desviación del sentimiento religioso, tan sensible en toda
la tradición farisaica, quiso rectificarla Jesús con un ejemplo manifiesto. Prescribía
la Ley: «Honra a tu padre y a tu madre; el que los maldijere morirá» (Ex 20, 12;
21, 17).
No faltaban malos hijos en Israel. Seguramente había menos que en otras partes,
pero lo grave era que allí la dureza del corazón o la ingratitud se cubrían con la
máscara del respeto hacia Dios. La Ley contenía también este precepto, que lo
dedicado a Dios no podía consagrarse a otro uso (Lv 27, 1-34). El voto, que se
refería a un caso determinado y concreto, debía, pensaban los fariseos, ser
preferido a una obligación más general. Si la Ley mandaba honrar a los padres,
no prescribía que se les suministrasen los alimentos o se les cediese tal o cual
cosa. Cuando el padre o la madre solicitaban de su hijo un servicio de este
género, el hijo, para acabar con toda insistencia, consagraba al Señor aquello que
sus padres necesitaban. Consagración ficticia, pues el hijo no perdía el uso de lo
consagrado, pero irrevocable, porque hubiese sido sacrílego desprenderse de ello
a favor de otro que no fuese Dios.
Que este flagrante abuso del sentimiento religioso no era letra muerta, resultaba
evidente de las discusiones habidas entre los rabinos. Rabbi Eliecer (hacia el 90
después de Jesucristo), conocido por sus singulares opiniones, hubiese deseado
hallar un subterfugio para anular los votos impíos. Nada pudo hacer, porque la
Ley, respecto a la validez del voto, era formal, lo cual se entendía incluso de los
votos inmorales. Al fin, sin embargo, se admitió que un doctor pudiese dispensar
los votos. Aunque los doctores contemporáneos no eran responsables de haber
inventado o proclamado aquel subterfugio, cosa que Jesús no les echa en cara,
atestiguando la validez de un voto tan contrario a la religión como a la
humanidad, no permitían al mal hijo hacer cosa alguna a favor de su padre o de
su madre, aun cuando se arrepintiese de lo hecho. Todo esto era, en suma, dejar
a un lado el mandamiento de Dios, por pegarse a tradiciones inventadas y
sostenidas por los hombres.
Expuestos claramente estos principios, dejó Jesús libres a los fariseos para que
calificasen el valor de sus escrúpulos de pureza legal antes de comer.
Quiso, sin embargo, orientar hacia una solución a lo que de entre la multitud
estaban bien dispuestos a escucharle. Opuso como en un enigma lo que entra y
sale en el hombre. Según la situación que hizo nacer el debate, lo que entra es el
alimento, que de suyo no tiene cualidad alguna moral; lo que sale son las
acciones, que son buenas o malas. La Ley, es verdad, había catalogado los
alimentos impuros y Jesús se abstenía de comer de ellos. Daba, pues, a entender
que los alimentos puros según la Ley —de los otros no se trataba ahora— no
podían manchar el alma, aunque se los tocara sin antes haber lavado las manos.
La fidelidad a la Ley no era asunto de discusión, y mejor que nadie lo sabían los
doctores; pero sus tradiciones eran denunciadas al pueblo como alteraciones de
esta Ley. Ellos, al contrario, las miraban con cariño y las consideraban como la
salvaguardia y valla protectora de la Ley, y estaban orgullosos de aquella obra
maestra que tantas vigilias y talentos habían costado. Marcharon, pues, muy
descontentos y afectaron haberse escandalizado. Los apóstoles se apenaron sin
duda de ello: ¡incurrir en la reprobación de tales maestros! Seguramente que no
habrían intentado defenderse. Jesús les dijo: «Dejadles; son guías ciegos, y si un
ciego guía a otro, ambos caen en el hoyo». Un niño que ve bien, jugando, guía a
un ciego. Pero si dos ciegos abandonados de todos se deciden a meterse entre la
multitud ayudándose mutuamente, ¡cuántas precauciones y cuántos tanteos! Los
escribas son ciegos que creen gozar de muy buena vista y van sin reparar al
precipicio, arrastrando consigo las masas dóciles a su autoridad.
Aquietados con esto, los discípulos, o más bien san Pedro en nombre de todos,
tan pronto como se alejaron y entraron en una casa, probablemente a aquella en
que Jesús se retiraba en Cafanaún, pidió a Jesús que les explicara el sentido de la
parábola. A solas ya con ellos, se explica con una energía realista, que no es
ordinaria y de la cual san Marcos ha conservado los términos. El corazón del
hombre es aquí lo único importante, no puede mancharse con los alimentos. Un
filósofo habría dicho: siendo el hombre, ante todo, razón y voluntad, no puede
ser manchado por los alimentos materiales, que ningún contacto tienen con lo
que en él hay de espiritual. Es manifiesto lo que significa la palabra corazón
entre los hebreos. No se trata aquí de la acción propia del corazón. El corazón es
aquí la facultad del hombre de amar a Dios y de conservarse puro delante de Él.
Lo que entra en el hombre nada tiene que ver con el corazón; eso va a los
intestinos y de allí al excusado.
Con esto queda resuelta una gran cuestión de principio. La Ley de Moisés había
consagrado las costumbres tradicionales en Israel y, aprobando Dios aquellas
costumbres, tenían fuerza de ley divina. Pero ella no había denegado con la
aplicación de sus reglamentos un principio evidente para el sentido común: la
elección de los alimentos en sí no liga la conciencia. Los apóstoles
comprendieron más tarde la inmensa trascendencia de tan evidente principio, y
san Marcos exclama: «Esto era declarar puros todos los alimentos». La ley
positiva, empero, no estaba abrogada con esto; se la ponía solamente en su
rango de ley positiva, dada tal vez para un tiempo determinado. Lo esencial
desde aquel momento era no desconocer lo que Dios exigía al hombre. Él jamás
había prescrito esos extremos de limpieza exterior, que confundían con la pureza
del alma. En el corazón es donde reside esta pureza; de él salen los malos
pensamientos, raíz de todos los vicios, que comprometen verdaderamente la
pureza del cuerpo, los que van contra Dios, como las blasfemias, o hacen daño al
prójimo, como el robo y el asesinato.
LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, 211-15
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Comentario Teológico
P. Miguel A. Fuentes, I.V.E.
Jesús, el antifariseo
Sin el fariseísmo la vida de Cristo deja de ser un drama para ser
simplemente una "vida" más. El fariseísmo le da el carácter de lucha, de agonía,
y explica, humanamente al menos, el desenlace que tuvo en la cima del Calvario.
En todo el Evangelio Jesús de Nazaret combate, directa y positivamente,
el fariseísmo, o mejor dicho, la caricatura de la religión que encarnaban, al
comienzo de la era cristiana, un amplio sector del judaísmo "docto": escribas,
maestros de la Ley, saduceos y fariseos. Estos últimos dieron el nombre a este
fenómeno que consistió en el pecado propio de la "corrupción religiosa".
Sin el fariseísmo no se explica la lucha de Cristo. Los fariseos cumplen una
función "providencial" en la vida de Cristo: ellos son el "negativo fotográfico" de
Cristo; lo contrario de Cristo. De alguna manera son el "anticristo", sin dar a este
término ninguna connotación apocalíptica. Por eso, el fariseísmo mató a Cristo.
No tenía otra alternativa: o lo aceptaba y se convertía a Cristo, o lo perseguía y
asesinaba.
Nuestro Señor desafió públicamente la corrupción farisaica. Los llamó
víboras (cf. Mt 12, 34), ladrones (cf. Jn 10, 10), homicidas (cf. Jn 8, 40), hijos e
imitadores del diablo (cf. Jn 8, 44).
Muchas veces puso de manifiesto sus principales pecados: la avaricia (Lc
16, 14: amigos del dinero), la hipocresía y, por tanto, la mentira y la falsedad (cf.
Mt 23, 13), la presunción y el orgullo (cf. Lc 18, 9), la vanidad y la ostentación
(Mt 6, 2: van tocando trompetas; Mt 23, 5: hacen sus obras para ser vistos de los
hombres; Mt 23, 6-7: gustan de los primero puestos).
Incisivamente Jesús evidenció la deformación del juicio de conciencia de
los fariseos que lo perseguían. Estos alternaban cierta tendencia escrupulosa con
concepciones francamente laxistas. La conciencia escrupulosa ve pecado donde
no lo hay y considera graves acciones de poca monta. La laxa juzga lícito lo que
es ilícito, pequeño lo grave, accidentales les las acciones fundamentales. La
conciencia farisaica —que así llamarse— es escrupulosa con las acciones ajenas,
escandalizándose y alzando los gritos al cielo por pequeñas transgresiones del
prójimo; pero
es laxa con sus propios pecados, aun cuando lleguen a la
mentira, la calumnia y al homicidio... o deicidio, como en el caso de Cristo.
Por encima de todos estos aspectos, Jesús, desnudando sus almas, los
acusó de un pecado fundamental: la falta de verdad en sus vidas, de desamor a
la verdad e incluso de odio a la verdad. En definitiva, esto fue lo que los llevó a
encarnizarse contra Cristo. Él dijo: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6). Eso era lo que ellos
no podían soportar. El rechazo de Jesucristo por parte de los fariseos no se
fundamentó en razones de honestidad ni de rigor científico; no objetaban que no
probaba suficientemente su pretendida misión mesiánica ni su proclamada
filiación divina. Lo rechazaron por ser precisamente Él (o sea ese Jesús de
Nazaret, con sus rasgos particulares, con su modo de vida singular, con su
doctrina específica, con sus enseñanzas particulares) quien se proclamaba
Mesías. Por eso Jesús les echó en cara: Yo he venido en nombre de mi Padre y
vosotros no me recibís; si otro viniera usurpando mi nombre, lo recibiréis (Jn 5,
41-44).
Para probar este odio está el testimonio de la Cruz y los relatos de la
Pasión.
Lo que los fariseos no sabían ni podían suponer era que siendo fieles a sí
mismos (es decir, rechazando hasta las últimas consecuencias la conversión
predicada por Cristo) se constituirían en el más vivo retrato —por antítesis— del
mismo Cristo. En efecto, el justo siempre es un problema para el pecador, por
eso el libro de la Sabiduría pone en su boca aquellas palabras proféticas:
Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar,
nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra
educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo
del Señor. Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es
insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene
por bastardos, se aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama
dichosa la suerte final de los justos y se ufana de tener a Dios por padre. Veamos
si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito. Pues si
el justo es hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su
entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará
(Sb 2, 12-20).
Si su presunción se sentía hostigada en carne viva por Cristo es porque
Cristo debía trasuntar una confianza sin límites en la acción de Dios. Si su doblez
se sentía acusado por la figura y la predicación de Jesús, ciertamente era porque
en el Hijo del hombre brillaría una deslumbrante unidad de vida y predicación. Si
la avaricia y la soberbia llenaban sus corazones de rencor, sería porque no
podían quitar de sus ojos el ejemplo de humildad y pobreza de Nuestro Señor. Si
su cobardía les hacía revolotear en conventillos nocturnos tramando asechanzas
doctrinales contra el Rabí galileo, sería seguramente porque la virilidad de Jesús
hacía desfallecer de temor sus corazones al encontrarse en su presencia.
Por eso pocas veces replicaban a sus enseñanzas públicas. Y cuando lo
hacían temían sus preguntas porque ante éstas, como dicen los Evangelios, no
sabían qué responder (cf. Lc 14, 6), o se retiraban en silencio (cf. Jn 8, 9) o,
directamente, mandaban a otros a interrogar a Jesús.
Una vez más en la historia, las cavilaciones de los cobardes terminaron
quitando del medio la figura del justo. Sin embargo, antes de dejarse elevar en la
Cruz, el Justo les dijo: Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir sobre las nubes del cielo (Mt 24, 64). Desde entonces el fariseísmo teme
más que antes; porque los fariseos, en el fondo, creen (aunque no la amen ni la
deseen) en la Resurrección y en la Parusía de su Víctima.
P. MIGUEL A. FUENTES, I.N.R.I Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, Del Verbo Encarnado
San Rafael 1999, 97-99
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Santos Padres
San Juan Crisóstomo
LAS TRADICIONES Y LA LEY
1. Entonces... ¿Cuándo? Cuando había hecho ya el Señor innumerables milagros,
cuando había curado a los enfermos al solo contacto de la orla de su vestido. La
razón justamente porque el evangelista señala el tiempo es para mostrar la
malicia indecible de escribas y fariseos, que ante nada se rendía. Pero ¿qué
significa: Los escribas y fariseos de Jerusalén? Escribas y fariseos estaban
esparcidos por todas las tribus y, por ende, divididos en doce partes; pero los
que habitaban la capital, como quienes gozaban de más alto honor y tenían más
orgullo, eran los peores de todos. Pero mirad cómo por su misma pregunta
quedan cogidos. Porque no le dicen al Señor: "¿Por qué tus discípulos
quebrantan la ley de Moisés?", sino: ¿Por qué traspasan la tradición de los
ancianos? De donde resulta que los sacerdotes habían innovado muchas cosas,
no obstante haber intimado Moisés con grande temor y fuertes amenazas que
nada se añadiera ni quitara de la ley: No añadiréis a la palabra que yo os mando
ni quitaréis de ella . Mas no por eso dejaron de introducir innovaciones, como
esa de no comer sin lavarse las manos, lavar el vaso y los utensilios de bronce y
darse ellos abluciones. Justamente cuando debían, avanzado ya el tiempo,
librarse de tales observancias, entonces fue cuando más estrechamente se
ataron con ellas, sin duda por temor de que se les quitara el poder que ejercían
sobre el pueblo, y también para infundirle a éste más respeto, al presentarse
también ellos como legisladores. Ahora bien, la cosa llegó a punto tal de
iniquidad, que se guardaban los mandamientos de escribas y fariseos y se
conculcaban los de Dios; y era tanto su poder, que ya nadie los acusaba de ello.
Su culpa, pues, era doble: primero, el innovar; y segundo, defender con tanto
ahínco sus innovaciones, sin hacer caso alguno de Dios. Ahora, dejando a un lado
los cazos y los utensilios de bronce, por ser demasiado ridículos, le presentan al
Señor la cuestión que a su parecer era más importante, con intento, a mi
parecer, de incitarle de este modo a ira. Y le hacen también mención de los
ancianos, a ver si, por despreciar su autoridad, les procura algún asidero para
acusarle. Más lo primero que nosotros hemos de examinar es por qué los
discípulos del Señor comían sin lavarse las manos. Y hay que responder que nada
tenían por norma, sino que despreciaban lo superfluo para atender a lo
necesario. Ni el lavarse ni el no lavarse era ley para ellos, haciendo lo uno o lo
otro según venía al caso. Y es así que quienes no se preocupaban ni del necesario
sustento, ¿cómo iban a poner todo su empeño en tales minucias? Ahora bien,
como con frecuencia se presentaba de suyo el caso de comer sin lavarse las
manos, por ejemplo, cuando comían en el desierto o cuando arrancaron el
puñado de espigas, escribas y fariseos se lo echan en cara como una culpa -ellos,
que, pasando por alto lo grande, tenían mucha cuenta con lo superfluo—. ¿Qué
responde, pues, Cristo? El Señor no se para en esa minucia, ni trata de defender
de tal acusación a sus discípulos, sino que pasa inmediatamente a la ofensiva,
reprimiendo así su audacia y haciéndoles ver que quien peca en lo grande, no
tiene derecho a ir con menudas exigencias a los de, más. Vosotros—viene a
decirles el Señor—debierais acusaros, no acusar a los demás. Más observad
cómo, siempre que el Señor quiere derogar alguna de las observancias legales, lo
hace por modo de defensa. Así lo hizo ciertamente en esta ocasión. Porque no
entra inmediatamente en el asunto de la transgresión, ni tampoco dice: "Eso no
tiene importancia ninguna". Con ello sólo hubiera conseguido aumentar la
audacia de escribas y fariseos. No. Lo primero asesta un golpe a esa misma
audacia, descubriéndoles una culpa suya mucho mayor y haciendo que su
acusación rebote sobre su propia cabeza. Y así, ni afirma que obren bien sus
discípulos al transgredir las tradiciones, para no dar asidero a sus contrarios; ni
afea tampoco el hecho, pues no quiere dar así firmeza a la ley; ni, en fin, acusa a
los ancianos de transgresores y abominables, pues en este caso le hubieran
rechazado por maldiciente e insolente. No. Todo eso lo deja a un lado y Él echa
por otro camino. Y a primera vista, sólo reprende a los que tenía delante; pero,
en realidad, su golpe alcanza también a los que tales leyes sentaron. No se
acuerda para nada de los ancianos; pero, al acusar a escribas y fariseos, también
a aquéllos los echa por tierra, y deja entender que el pecado es ahí doble: no
obedecer a Dios y cumplir lo otro por respeto a los hombres. Como si dijera:
"Esto, esto justamente es lo que os ha perdido: el que en todo obedecéis a
vuestros ancianos". Y si no lo dice así expresamente, lo da a entender al
responderles de esta manera: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el
mandamiento de Dios por causa de vuestra tradición? Porque, Dios mandó:
Honra a tu padre y a tu madre ; y: El que maldijere a su padre o a su madre,
muera de muerte. Vosotros, empero, decís: El que dijere a su padre o a su
madre: "Es una ofrenda aquello de que tú pudieras ayudarte", ya no tiene que
honrar a su padre o a su madre. Y, por causa de vuestra tradición, habéis
anulado el mandamiento de Dios.
NO ES LEY LO QUE LOS HOMBRES ORDENAN
2. No dice el Señor: Por causa de la tradición de los ancianos sino: Por vuestra
tradición. Como también: Vosotros decís, no: "Los ancianos dicen". Con lo que da
un tono más suave a sus palabras. Como escribas y fariseos quisieron presentar
a los discípulos como transgresores de la ley, Él les demuestra ser ellos los
verdaderos transgresores, mientras sus discípulos están exentos de toda culpa.
Porque no es ley lo que los hombres ordenan. De ahí que Él la llama tradición, y
tradición de hombres particularmente transgresores de la ley. Y como el mandar
lavarse las manos no era realmente contrario a la ley, les saca a relucir otra
tradición francamente opuesta a ella. Y lo que en resumen dice es que, bajo
apariencia de religión, enseñaban a los jóvenes a despreciar a sus padres. ¿Cómo
y de qué manera? Si un padre le decía a su hijo: Dame esa oveja o ese novillo
que tienes", o cosa semejante, el hijo respondía: "Es ofrenda a Dios eso de que
quieres ayudarte de mi parte y no puedes tomarlo". De donde se seguía doble
mal: Primero, que a Dios no le ofrecían nada, y segundo que, socapa de
ofrendas, dejaban a sus padres privados de asistencia.
Por Dios injuriaban a los padres, y por los padres a Dios. Sin embargo, no es esto
lo que dice inmediatamente, sino que antes lee la ley, con lo que nos descubre
su vehemente voluntad de que sean honrados los padres. Honra—dice--a tu
padre y a tu madre para que seas de larga vida sobre la tierra. Y: El que
maldijere a su padre y a su madre, muera de muerte. El Señor, sin embargo,
omite la primera parte, quiero decir, el premio señalado a los que honran a sus
padres, y sólo hace mención de lo más temeroso, es decir, del castigo con que
Dios amenaza a quienes los deshonran. Con ello intenta, sin duda, infundirles
miedo y atraerse a los más discretos de entre ellos; y por ahí juntamente les
demuestra que son dignos de muerte. Porque si se castiga de muerte a quien
deshonra de palabra a sus padres, mucho más la merecéis vosotros, que los
deshonráis de obra. Y no sólo los deshonráis vosotros, sino que enseñáis a otros
a deshonrarlos. Ahora bien, los que ni vivir debierais, ¿cómo podéis acusar a los
demás? Y ¿qué maravilla es que tales injurias me hagáis a mí, que por ahora soy
para vosotros un desconocido, cuando se ve que lo mismo hacéis con mi Padre?
Y en todas partes dice y demuestra el Señor que de ahí tuvo principio esa
insensatez. Otros interpretan de otro modo- lo de: Don es lo que de mí puedes
aprovecharte. Es decir, no te debo el honor; si te honro, es gracia que te hago.
Pero Cristo no hubiera ni mentado semejante insolencia. Por otra parte, Marcos
lo declara más, cuando dice: Corbán es eso de que pudieras de mi parte
aprovecharte . Y corbán no significa don o cosa gratuitamente dada, sino ofrenda
propiamente dicha.
ISAÍAS CONDENA TAMBIÉN A ESCRIBAS Y FARISEOS
Habiendo, pues, demostrado el Señor a escribas y fariseos que no tenían
derecho a acusar de transgredir la tradición de los ancianos—ellos que
pisoteaban la ley de Dios—, les demuestra ahora lo mismo por el testimonio del
profeta. Como ya les había sacudido fuertemente, ahora prosigue adelante. Es lo
que hace siempre, aduciendo también el testimonio de las Escrituras, y
demostrando de este modo su perfecto acuerdo con Dios. ¿Y qué es lo que dice
el profeta? Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de
mí. En vano me dan culto, enseñando enseñanzas, mandamientos de los
hombres . ¡Mirad con qué precisión conviene la profecía con las palabras del
Señor y cómo de antiguo anuncia la maldad de escribas y fariseos! Porque lo
mismo de que ahora los acusa Cristo, es decir, de que menospreciaban los
preceptos de Dios, los había ya acusado Isaías: En vano—dice—me dan culto; de
los suyos, en cambio, tienen mucha cuenta: Enseñando enseñanzas, mandatos
de hombres. Luego con razón no las guardan los discípulos del Señor.
EN QUÉ ESTÁ LA VERDADERA PUREZA O IMPUREZA
Ya, pues, que el Señor ha asestado a escribas y fariseos ese golpe mortal,
acusándolos cada vez con más fuerza por las divinas Letras, por su propia
sentencia y por el testimonio del profeta, ya en adelante no habla con ellos, por
tenerlos por incurables, y dirige, en cambio, su razonamiento a las
muchedumbres, a fin de introducir una doctrina sublime, doctrina grande y llena
de la más alta filosofía. Tomando pie de aquella cuestión minúscula, el Señor
trata de otra más importante, y deroga la observancia de los alimentos. Pero
mirad cuándo: cuando ya había limpiado a un leproso y suprimido el sábado y
mostrádose rey de la tierra y del mar; cuando había promulgado sus propias
leyes y había perdonado pecados y resucitado muertos y les había dado mil
pruebas de su divinidad, entonces es cuando viene a tratar de los alimentos.
3. Es que, a la verdad, todo el judaísmo estriba en eso. Si eso se quita, todo se ha
quitado. Porque de ahí se demuestra que también había que suprimir la
circuncisión. Sin embargo, el Señor no plantea por sí mismo y de modo principal
la cuestión de la circuncisión, sin duda por ser el más antiguo de los
mandamientos y el que más respeto infundía. Su supresión había de ser obra de
sus discípulos. Era, en efecto, cosa tan grande, que sus mismos discípulos,
después de tanto tiempo, aun cuando quieren suprimirla, por de pronto la
toleran, y sólo de este modo la van derogando. Y mirad ahora cómo introduce el
Señor la nueva ley: Habiendo llamado a las muchedumbres, les dijo: Escuchad y
entended. El Señor no trata de sentar sin más sus afirmaciones, sino que
primero hace aceptable su palabra por medio del honor e interés que muestra
con las gentes (eso, en efecto, quiere significar el evangelista con la expresión
habiendo llamado), y también por el momento en que les habla. Y, en efecto,
después de confundir a escribas y fariseos, después de triunfar plenamente
sobre ellos y acusarlos con las palabras del profeta, entonces empieza Él a
promulgar su ley; entonces, cuando mejor podían recibir sus palabras. Y no
solamente los llama, sino que excita también su atención, pues les dice:
Escuchad y entended. Es decir, considerad, estad alerta, pues tal es la importancia de la ley que voy a promulgar. Pues si a estos que destruyeron la ley, y
la destruyeron fuera de tiempo, por motivo de su tradición, aun así los habéis
escuchado, mucho más debéis escucharme a mí, que en el momento debido os
quiero levantar a más alta filosofía. Y no dijo: "La observancia de los alimentos no
tiene importancia ninguna"; ni tampoco: "Moisés hizo mal en mandarla o la
mandó sólo por condescendencia". No, el Señor toma el tono de exhortación y
consejo y, fundando su razonamiento en la naturaleza misma de las cosas, dice:
No lo que entra en la boca mancha al hombre, sino lo que sale de la boca. Tanto
en lo que afirma como en lo que legisla, el Señor busca su apoyo en la
naturaleza misma. Al oír esto, nada le replican sus enemigos. No le dicen: "¿Qué
es lo que dices? ¿Conque Dios nos manda infinitas cosas acerca de la observancia
de los alimentos y tú nos vienes con esa ley? Y es que como el Señor los había
hecho enmudecer tan completamente no sólo por sus argumentos, sino por
haber hecho patente su embuste y haber sacado a pública vergüenza lo que ellos
ocultamente habían hecho y haber, en fin, revelado los íntimos secretos de su
alma, ellos, sin chistar, tomaron las de Villadiego. Más considerad aquí, os ruego,
cómo todavía no se atreve el Señor a romper abiertamente con la ley de los
alimentos. Por eso no dijo: "Los alimentos", sino: No lo que entra en la boca
mancha al hombre. Lo que era natural se entendiera también acerca de no
lavarse las manos. El habla ciertamente de los alimentos; pero seguramente que
se entendería también acerca de lo otro. Porque era tan estricta la observancia
de aquella ley, que, aun después de la resurrección del Señor, Pedro dijo: No,
Señor, porque nunca he comido nada común o impuro . Porque, aun suponiendo
que Pedro hablara así por miramiento a los otros y para tener él mismo un
medio de justificación ante los que le habían de acusar, pues podría alegar su
resistencia y no haber logrado nada con ella, el hecho, desde luego, demuestra la
mucha veneración en que tal observancia era tenida. De ahí justamente que
tampoco el Señor habló claramente desde el principio sobre alimentos, sino que
dijo: No lo que entra en la boca. Y luego, cuando parece hablar más claramente,
otra vez al final echa como una sombra en sus palabras al decir: Mas el comer sin
lavarse las manos no mancha al hombre; como si quisiera recordar que tal fue la
cuestión inicial y que de ella se trataba por entonces. De ahí que, como si sólo
hablara de lo de las manos, no dijo: "Más los alimentos no manchan al hombre",
sino que habla como si se tratara del lavatorio de las manos, a fin de que nadie
pudiera contradecirle.
EL ESCÁNDALO DE LOS FARISEOS
Al oír, pues, esto—dice el evangelista—, los fariseos se escandalizaron. Los
fariseos, no las muchedumbres. Porque, acercándosele—dice—sus discípulos, le
dijeron: ¿Sabes que los fariseos, al escuchar tus palabras, se han escandalizado?
Y, sin embargo, nada se había dicho contra ellos. ¿Qué hace, pues, Cristo? Cristo
no se preocupó de deshacer el escándalo de los fariseos, sino que los recriminó
diciendo; Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de
raíz. Sabe muy bien el Señor cuándo hay que despreciar el escándalo y cuándo
no debe despreciarse. Así, en otra ocasión le dice a Pedro: A fin de no
escandalizarlos, echa tu anzuelo al mar . Aquí, empero, contesta: Dejadlos, son
ciegos y guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya.
Más al hablar así, los discípulos no sentían sólo pena por los fariseos, sino que
también ellos se hallaban un poco turbados: y como no se atrevían a proponer su
caso en propia persona, tratan de hallar la solución contando el de los otros. Y
que ello sea así, oye cómo luego Pedro, siempre ardiente y que se adelanta a los
demás, se le acerca y le dice: Explícanos esta parábola. Pedro oculta en realidad
la turbación de su propia alma y no tiene valor para declarar al Señor que
también él está escandalizado, y lo que busca es salir de su turbación por medio
de una explicación. De ahí justamente que fuera reprendido. ¿Qué dice, pues,
Cristo? Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arran-cada de
raíz. Los infectados de herejía maniquea afirman haber dicho Cristo eso
aludiendo a la ley; pero las palabras anteriores bastan para cerrarles la boca.
Porque si ahora habla contra la ley, ¿cómo es que antes la defiende y combate
por ella, diciendo: ¿Por qué transgredís el mandamiento de Dios por motivo de
vuestra tradición? ¿Cómo es que aduce también el profeta que dice: Este pueblo
me honra con los labios, etc.? No, las palabras del Señor se refieren a los fariseos
y a sus tradiciones. -Porque si Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, ¿cómo
no va a ser planta de Dios lo que fue dicho por Dios?
CIEGOS Y GUÍAS DE CIEGOS
4. Lo que sigue demuestra también que el Señor habla de los fariseos y de sus
tradiciones. Pues añadió: Son guías ciegos de ciegos. Si esto lo hubiera dicho de
la ley, hubiera puesto: "Es guía ciega de ciegos". Pero no lo dijo así, sino: Son
guías ciegos de ciegos. La ley para el Señor no tiene culpa alguna. La culpa cae
toda sobre aquéllos. Seguidamente, tratando de apartar de tales guías a la
muchedumbre, por el peligro de que por culpa de ellos caiga al abismo, prosigue:
Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya. Ya es ciertamente gran
desgracia ser uno ciego; más que el ciego no tenga guía y pretenda él
constituirse tal, eso duplica y triplica la responsabilidad. Si ya es peligroso que un
ciego no tenga guía, mucho más lo es que pretenda él serlo de otro ciego. ¿Qué
hace, pues, Pedro? No dice: "¿Pues qué? ¿A qué propósito dices eso?" No, él
pregunta como si la cuestión estuviera aún llena de oscuridad. Tampoco dice:
"¿Cómo has hablado contra la ley?" Pues temía pensara el Señor que estaba él
también escandalizado. No, Pedro habla como si sólo se tratara de oscuridad.
Pero es evidente que no era cuestión de oscuridad, sino de escándalo, pues
oscuridad no había ninguna. De ahí que el Señor los reprenda, diciendo:
¿También vosotros sois todavía insensatos? Porque posiblemente las
muchedumbres no se enteraron de lo que dijo. Los escandalizados habían sido
ellos. De ahí que, desde el principio, como si preguntaran por los fariseos,
querían saber la solución; más como le oyeron que gravemente les amenazaba y
decía: Toda planta que no haya plantado mi Padre será arrancada de raíz; y: Son
guías ciegos de los ciegos, se contuvieron. Más Pedro, que es siempre el más
ardiente, ni aun así se resigna a callar y dice: Explícanos esta parábola. ¿Qué
hace, pues, Cristo? El Señor le responde muy enérgicamente: ¿Todavía sois
también vosotros insensatos? ¿Todavía no entendéis? Esta reprensión tenía por
fin quitarles totalmente su preocupación; pero no se detuvo ahí, sino que
prosiguió diciendo: Todo lo que entra en la boca va a parar al vientre y luego se
segrega para el re-trete. Más lo que sale de la boca, procede del corazón, y esto
es lo que mancha al hombre. Porque del corazón proceden los malos
pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, robos, blasfemias, falsos
testimonios, Y estas cosas son las que manchan al hombre; más el comer con las
manos sin lavar no mancha al hombre. Ya veis con qué vehemencia los reprende.
Luego, para curarlos, trata de demostrarles sus palabras por lo que acontece en
la común naturaleza. Porque cuando les dice que lo que entra por la boca va a
parar al vientre y luego se segrega para el retrete, todavía les responde el Señor
a estilo de la bajeza judaica. Porque quiere decirles que nada de eso permanece
dentro, sino que se arroja todo. En realidad, aun cuando permaneciera tampoco
impurificaría al hombre. Pero todavía no eran capaces de oír esto. Por esto
también Moisés, el legislador, los deja por todo el tiempo que permanece
dentro; no así cuando es tiempo de que salgan afuera. Así, por la tarde manda
que todos se laven y estén limpios, calculando el tiempo de la digestión y de la
evacuación. Las cosas, empero, del corazón,—dice—permanecen dentro y
manchan, no sólo cuando están dentro, sino también cuando salen fuera. Y lo
primero que pone son los malos pensamientos, cosa muy judaica. Pero ya no
toma su argumentación de la naturaleza de las cosas, sino de lo que engendran
el vientre y el corazón y del hecho de que lo uno permanece y lo otro no. Porque
lo que de fuera viene, afuera se arroja nuevamente; más lo que se engendra
dentro, al salir impurifica, y más precisamente cuando sale. Es que, como antes
he dicho, no eran aún capaces de oír esto con la conveniente elevación de ideas.
Marcos, por su parte, nos cuenta que al hablar así quería purificar los alimentos .
Sin embargo, no afirma ni dijo: "El comer tales y tales alimentos no impurifica al
hombre". Porque no le hubieran aguantado oírselo con tanta claridad. De ahí que
concluyera: Mas el comer sin lavarse las manos no mancha al hombre.
APRENDAMOS EN QUÉ ESTÁ LAVERDADERA IMPUREZA
Aprendamos, pues, qué es lo que verdaderamente mancha el hombre.
Aprendámoslo y huyámoslo. Porque también en la iglesia vemos que domina
costumbre semejante entre el vulgo. Todo su empeño es entrar en ella con
vestidos limpios, todo se cifra en lavarse bien las manos; pero presentarle a Dios
un alma limpia, eso no les merece consideración alguna. Al decir esto, no es que
no nos lavemos las manos y la boca; lo que pretendo es que nos lavemos como
conviene, no sólo con agua, sino también, en lugar de agua, con virtudes. Porque
la suciedad de la boca es la maledicencia, la blasfemia, la injuria, las palabras
iracundas, la torpeza, la risa, la chocarrería. Si tienes, pues, conciencia de no
haber tocado nada de eso, si ninguna palabra de ésas has pronunciado, si no
estás sucio de tales manchas, acércate con confianza; más si has admitido en ti
miles y miles de esas manchas, ¿a qué vanamente trabajas en enjuagarte con
agua la lengua, mientras llevas en ella por todas partes aquella suciedad de tus
palabras, la de verdad funesta y dañosa?
HAY QUE ORAR CON ALMA LIMPIA
5. Porque, dime: si tuvieras tus manos manchadas de excremento y barro, ¿te
atreverías a hacer oración? ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, tal suciedad no
supone daño alguno;
la otra es la perdición. ¿Cómo, pues, eres tan escrupuloso en lo indiferente y tan
tibio en lo prohibido? —¿Pues qué?—me dirás- ¿Es que no hay que orar? —Sí
hay, ciertamente, que orar, pero no sucios, no con el barro entre las manos. —¿Y
qué hacer si me veo sorprendido? —Purificarte. — ¿Cómo y de qué manera! —
Llora, suspira, haz limosna, dale explicación al que ofendiste, reconcíliate con él
por estos medios, rae bien tu lengua, a fin de que no irrites aún más a Dios. A la
verdad, si un suplicante se te abrazara a los pies con las manos sucias de
excrementos, no sólo no le escucharías, sino le darías un puntapié. ¿Cómo, pues,
te atreves tú a acercarte a Dios de esa manera? La lengua es la mano de los que
oran y por ella nos abrazamos a las rodillas de Dios. No la manches, pues, no sea
que también a ti te diga el Señor: Aun cuando multipliquéis vuestras súplicas, no
os escucharé , Porque: En mano de la lengua está la vida y la muerte . Y: Por tus
palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado . Vigila sobre tu
lengua más que sobre la niña de tus ojos. La lengua es un regio corcel. Si le
pones freno, si le enseñas a caminar a buen paso, sobre ella montará y se
sentará el rey; pero si la dejas que corra sin freno y que retoce a su placer,
entonces se convierte en vehículo del diablo y los demonios. Después de tener
comercio sexual con tu mujer, no te atreves a tener oración, cuando ninguna
culpa hay en ello; y ¿tiendes, en cambio, tus manos a Dios antes de haberte bien
purificado, después de desatarte en injurias e insultos, cosa que conduce al
infierno? ¿Y cómo, dime por favor, no te estremeces? ¿No oyes que Pablo dice:
Honroso es el matrimonio y mi lecho sin mácula? Si, pues, al levantarte de un
lecho sin mácula no te atreves a acercarte a la oración, ¿cómo saliendo de un
lecho diabólico invocas aquel nombre terrible y espantoso? A la verdad, lecho
diabólico es desatarse en injurias e insultos. Y la ira, como un perverso adúltero,
se une con nosotros con gran placer, y derrama en nosotros gérmenes funestos,
y nos hace engendrar la diabólica enemistad, y produce, en fin, todo lo contrario
del matrimonio. Éste, en efecto, hace que dos ven-gan a ser una sola carne; más
la ira, aun a los unidos, separa en varias partes y escinde y corta el alma misma.
A fin, pues, de que puedas acercarte a Dios con confianza, no consientas que la
ira se introduzca en tu alma ni se una adúlteramente con ella. Arrójala de ti como
a un perro rabioso. Porque así nos lo mandó Pablo: Levantando dice -manos
santas, sin ira ni murmuraciones . No deshonres tu lengua. Porque, ¿cómo rogará
por ti, si pierde su propia libertad? Adórnala más bien con la modestia y la
humildad. Hazla digna del Dios a quien invoca. Llénala de bendición, llénala de
limosna. Porque también por las palabras puede hacerse limosna: Porque mejor
es la palabra que el don. Y: Responde al pobre, con mansedumbre, palabras de
paz . Y aun el resto del tiempo, embellécela hablando de las leyes divinas. Porque
toda tu conversación sea sobre la ley del Altísimo . Después de habernos así
adornado a nosotros mismos, acerquémonos al rey y postrémonos de rodillas, no
sólo con el cuerpo, sino también con el alma. Consideremos a quién nos
llegamos y por qué motivos y qué pretendemos alcanzar. Nos acercamos a Dios
mismo, ante cuyo acatamiento los serafines cubren su rostro, por no poder
soportar su resplandor; al que, viéndole la tierra, se estremece. Nos llegamos a
Dios, que habita una luz inaccesible, y nos acercamos a suplicarle que nos libre
del infierno, que nos perdone nuestros pecados, que no nos haga sufrir aquellos
castigos insoportables y nos conceda alcanzar el cielo y los bienes que allí nos
esperan.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II),
homilía 51, 1-6, BAC Madrid 1956, 84-100
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Aplicación
P. Alfredo Saenz, S.J.
ÉL FARISEISMO
Acabamos de contemplar al Señor en un estallido de indignación. Cuantas veces
se topó con alguien imbuido de espíritu farisaico, la ira de Jesús se encendió. Y
no era para menos.
1. LA FIGURA DEL FARISEO
¿Quiénes eran los fariseos? La palabra "fariseo" significa "separado". No sabemos
quién les haya dado este nombre, ni en que fecha se comenzó a usarlo. Lo que sí
sabemos es que dicho grupo estaba integrado por judíos amantes de las
tradiciones más puras de Israel. Y entre ellos había muchos, sin duda,
verdaderamente piadosos, buenos israelitas, como Nicodemo, Gamaliel, y otros
cuyos nombres desconocemos. Eran defensores acérrimos del descanso del
sábado, el pago de los diezmos y la limpieza ritual. Todas cosas santas y buenas,
pero que llevadas al extremo fueron la base de esa cosa tan horrible que se llamó
el "fariseísmo".
Varios son los errores y pecados de la llamada "justicia farisaica".
Ante todo la presunción. Los fariseos se consideraban a sí mismos como hombres
religiosos y perfectos, despectivos de los demás. Recordemos a aquel de la
parábola que oraba con tanta suficiencia: "Te doy gracias porque no soy como
los demás hombres"; a esos que se escandalizaban al ver que Jesús recibía a los
pecadores y comía con ellos; o a aquellos otros que maldijeron tan crudamente
al ciego de nacimiento al que Jesús había curado: "Eres todo pecado desde que
naciste —le dijeron—, ¿y pretendes enseñarnos?".
Caracterizábanse asimismo por su tendencia a la ostentación. Gustaban orar
públicamente en las esquinas de las calles, y cuando acudían al templo ocupaban
el primer lugar. "El fariseísmo es el gusano de la religión —dice el P. Castellani—;
y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este mundo fruta que no
tenga gusano. Es la soberbia religiosa: es la corrupción más grande de la verdad
más grande: la verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es
verdad; pero en el momento en que nos adjudicamos lo que es de Dios, deja de
ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso,
cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve mueca". Ostentación, pues, en lo
religioso, pero también en otras franjas de la vida. Los fariseos hacían sus obras
para ser vistos de los hombres, y por eso ensanchaban sus Filacterias, alargaban
los flecos de sus mantos, y gustaban que todos los llamasen rabbi, es decir,
maestro.
Asimismo atribuían desmesurada importancia a las purificaciones previstas por la
ley. Las interpretaban minuciosamente hasta el ridículo, creyendo suplir así la
santidad interior. No consentían dejarse tocar por los impuros, y si por necesidad
ello sucedía, enseguida se apresuraban a lavarse. Podemos decir que se pasaban
el día purificándose a sí mismos, a sus vasijas, a sus camas, a sus vasos, a sus
bandejas. Rechazaban cualquier contacto con un pecador, para que no manchara
su pureza, que la tenían en el cuerpo y no en el corazón. De ello los increparía
Jesús en una ocasión: "¡Así sois vosotros, los fariseos! Purificáis el exterior de la
copa y del plato, y en el interior estáis llenos de voracidad e impureza".
Precisamente en el evangelio de hoy, los fariseos acusan a los discípulos de Jesús
de no obrar como ellos.
Eran también muy proclives a los ayunos y penitencias. Daban exagerada
importancia al ayuno y, sobre todo, hacían ostentación de él: cuando ayunaban
se mostraban compungidos y demudaban su rostro para que todos se diesen
cuenta de lo que estaban haciendo.
Finalmente insistían mucho en los preceptos menores de la ley con olvido a veces
de los más importantes. Es cierto que en el Antiguo Testamento, el Señor había
impuesto a su pueblo elegido diversas leyes y disposiciones, como nos lo
recuerda la primera lectura de hoy, gracias a las cuales mantenían su fidelidad a
la alianza. Pero los fariseos se habían quedado con los detalles y las
exterioridades de dicha legislación. "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas!" les diría Jesús. ¿Por qué? Porque reducís toda vuestra piedad a
ciertas ceremonias y minucias, como pagar el diezmo hasta por la menta y el
comino. Lo que os manda la ley es que seáis equitativos en vuestros juicios, fieles
y caritativos con el prójimo, y vosotros, "guías ciegos, filtráis un mosquito y os
tragáis un camello". ¿Se trata del sábado? Lo guardarán hasta la superstición y,
sin embargo, sería un sábado cuando se reunirían para perder a Cristo. ¿Pisar el
pretorio de Pilatos? Jamás, era un gentil, y ellos no podían contaminarse,
entrando en su palacio. Pero exigirían del procurador romano que condenase al
Justo. Temían que la casa de Pilatos los manchara y no temían mancharse con la
sangre del más negro de los sacrilegios condenando al Inocente y al Santo.
De esta manera, como bien ha escrito el mismo P. Castellani, el espíritu farisaico,
que empieza por reducir la religión a lo que es exterior y ostentatorio, la
convierte en rutina, en negocio, en medio de influjo, en aversión a lo
auténticamente religioso, en persecución a los que son religiosos de veras y,
finalmente, en sacrilegio, homicidio y deicidio. Así el fariseísmo abarca un amplio
abanico de actitudes, que va desde la simple exterioridad hasta la crueldad del
asesinato, pasando por todos los grados del fanatismo y de la hipocresía.
Por eso no es de extrañar que entre Jesús, que era la sinceridad misma, y los
fariseos, que eran la hipocresía personificada, el choque fuese ineluctable, lo que
conferiría a la vida del Señor un carácter verdaderamente dramático. La
animadversión de los fariseos fue, en último término, lo que llevó a Jesús al
patíbulo de la Cruz.
2. NUESTRAS COMPLICIDADES CON EL FARISEISMO
Cuidémonos mucho, amados hermanos, de no incubar en nuestro interior, algo
de aquel espíritu farisaico. Cuidado con creernos especiales: Yo no soy como los
demás hombres, que son ladrones, adúlteros, corruptos. Quizá nos ufanamos de
no ser semejantes a los demás, y a lo mejor no nos equivocamos, porque somos
peores que los demás, ya que a los vicios comunes que disimulamos, y que a
ellos nos asemejan, añadimos el de ser soberbios. Aquel fariseo de la parábola
que dijo: Yo no soy como los demás hombres, en realidad era como los demás,
pues no tenemos razón alguna para suponer que fuera distinto de aquellos
contra los cuales Cristo lanzó sus anatemas. Pero en cierto modo era peor,
puesto que añadía su presunción y orgullo, tratando a todos de ladrones y de
adúlteros. El era ladrón, porque robaba a Dios su gloria, atribuyéndose a sí
mismo lo que no era suyo; él era adúltero, porque siendo un pecador oculto
escamoteaba el amor que Dios le solicitaba como esposo de su alma.
A decir verdad, hemos de reconocer que somos proclives a esta tentación.
Tenemos defectos que no conocemos, puesto que nuestro orgullo nos obnubila
en tal forma, que nos hace muy agudos para ver la paja en el ojo ajeno pero muy
miopes para advertir la viga en el propio. Y nos mostramos reacios a aceptar el
consejo o la corrección ajenos, porque entonces el conocimiento que
alcanzaríamos de nosotros nos mostraría una imagen desagradable, que nos
haría perder la buena opinión que de nosotros nos hemos hecho.
Quizás no tengamos vicios gruesos, pero ¡cuántos defectos del corazón, de la
inteligencia, de la voluntad! Defectos escondidos en el trasfondo de la
conciencia, o porque se disfrazan con una apariencia menos odiosa, o porque
pasan inadvertidos, y así no menguan en nada la hermosa opinión que tenemos
de nosotros mismos. Por lo demás, no seamos demasiado rápidos en juzgar con
excesiva severidad a los que en verdad son ladrones y adúlteros; quizás
nosotros, en las condiciones ambientales en que ellos vivieron, no hubiéramos
sido muy distintos. Que la gracia de Dios que nos ha librado de tales cosas sea
más bien motivo de humildad que de necio orgullo. Cristo no nos ha pedido que
nos comparásemos con los demás. Cada uno es lo que es. Comparémonos más
bien con Dios. Esa es nuestra medida: "Sed perfectos corno vuestro Padre
celestial es perfecto", nos dijo Jesús. Con tal término de comparación ¿quién
podrá ser fariseo?
Más aún, pensemos si nuestra cuota de fariseísmo no hace realmente mal a los
demás. Porque el cristianismo falso, farisaicamente justo, causa en la Iglesia un
daño incalculable, pues da pie al cargo que comúnmente se nos hace de que los
católicos no conformamos nuestra vida con nuestra fe. No sea que nuestras
actitudes, nuestra profesión de católicos militantes constituyan, en franco
contraste con nuestros defectos, algo que dé ocasión a las acusaciones de los
enemigos de Cristo y de la Iglesia.
Hagamos, pues, hoy, un examen de conciencia sobre la autenticidad de nuestra
vida cristiana, analizando si lo que aparece exteriormente corresponde a nuestra
realidad interior. Las dos cosas son necesarias: la rectitud exterior y la justicia
interior. Pero la rectitud exterior debe ser el fiel reflejo de nuestra vida interior.
Por lo menos no renunciemos jamás a la obligación que tenemos de progresar
en la identificación interior con Cristo. Y que esto se manifieste. Porque también
una santidad puramente interior que no se manifestase sería una nueva forma
de fariseísmo o hipocresía: "Que vuestra luz luzca ante los hombres", nos ha
dicho el Señor. Claro que no debe ser una luz puramente exterior, un fuego
artificial.
Vamos a seguir el Santo Sacrificio, renovación del sacrificio del Calvario. En la
cruz Jesús se expuso, casi desnudo, a la vista del pueblo. No tenía nada que
ocultar. Hoy se nos dará una vez más en alimento. Pidámosle entonces, cuando
entre en nuestra alma, que purifique nuestro interior, para que seamos cada vez
más coherentes en nuestra vida cristiana.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p.
237-243)
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SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio encontramos uno de los temas fundamentales de la historia
religiosa de la humanidad: la cuestión de la pureza del hombre ante Dios. Al
dirigir la mirada hacia Dios, el hombre reconoce que está "contaminado" y se
encuentra en una condición en la que no puede acceder al Santo. Surge así la
pregunta sobre cómo puede llegar a ser puro, liberarse de la "suciedad" que lo
separa de Dios. De este modo han nacido, en las distintas religiones, ritos
purificatorios, caminos de purificación interior y exterior. En el Evangelio de hoy
encontramos ritos de purificación, que están arraigados en la tradición
veterotestamentaria, pero que se gestionan de una manera muy unilateral. Por
consiguiente, ya no sirven para que el hombre se abra a Dios, ya no son caminos
de purificación y salvación, sino que se convierten en elementos de un sistema
autónomo de cumplimientos que, para ejecutarlos verdaderamente en plenitud,
requiere incluso especialistas. Ya no se llega al corazón del hombre. El hombre
que se mueve dentro de este sistema, o se siente esclavizado o cae en la
soberbia de creer que se puede justificar a sí mismo.
La exégesis liberal dice que en este Evangelio se revelaría el hecho de que Jesús
habría sustituido el culto con la moral. Habría dejado a un lado el culto con todas
sus prácticas inútiles. Ahora la relación entre el hombre y Dios se basaría
únicamente en la moral. Si esto fuera verdad, significaría que el cristianismo, en
su esencia, es moralidad, es decir, que nosotros mismos nos hacemos puros y
buenos mediante nuestra conducta moral. Si reflexionamos más profundamente
en esta opinión, resulta obvio que no puede ser la respuesta completa de Jesús a
la cuestión sobre la pureza. Si queremos oír y comprender plenamente el
mensaje del Señor, entonces debemos escuchar también plenamente, no
podemos contentarnos con un detalle, sino que debemos prestar atención a
todo su mensaje. En otras palabras, tenemos que leer enteramente los
Evangelios, todo el Nuevo Testamento y el Antiguo junto con él.
La primera lectura de hoy, tomada del Libro del Deuteronomio, nos ofrece un
detalle importante de una respuesta y nos hace dar un paso adelante. Aquí
escuchamos algo tal vez sorprendente para nosotros, es decir, que Dios mismo
invita a Israel a ser agradecido y a sentir un humilde orgullo por el hecho de
conocer la voluntad de Dios y así de ser sabio. Precisamente en ese período la
humanidad, tanto en el ambiente griego como en el semita, buscaba la sabiduría:
trataba de comprender lo que cuenta. La ciencia nos dice muchas cosas y nos es
útil en muchos aspectos, pero la sabiduría es conocimiento de lo esencial,
conocimiento del fin de nuestra existencia y de cómo debemos vivir para que la
vida se desarrolle del modo justo.
La lectura tomada del Deuteronomio alude al hecho de que la sabiduría, en
último término, se identifica con la Torá, con la Palabra de Dios que nos revela
qué es lo esencial, para qué fin y de qué manera debemos vivir. Así la Ley no se
presenta como una esclavitud sino que es —de modo semejante a lo que se dice
en el gran Salmo 119— causa de una gran alegría: nosotros no caminamos a
tientas en la oscuridad, no vamos vagando en vano en busca de lo que podría ser
recto, no somos como ovejas sin pastor, que no saben dónde está el camino
correcto. Dios se ha manifestado. Él mismo nos indica el camino. Conocemos su
voluntad y con ello la verdad que cuenta en nuestra vida. Son dos las cosas que
se nos dicen acerca de Dios: por una parte, que él se ha manifestado y nos indica
el camino correcto; por otra, que Dios es un Dios que escucha, que está cerca de
nosotros, nos responde y nos guía. Con ello se toca también el tema de la
pureza: su voluntad nos purifica, su cercanía nos guía.
Creo que vale la pena detenerse un momento en la alegría de Israel por el hecho
de conocer la voluntad de Dios y haber recibido así en regalo la sabiduría que
nos cura y que no podemos hallar solos. ¿Existe entre nosotros, en la Iglesia de
hoy, un sentimiento semejante de alegría por la cercanía de Dios y por el don de
su Palabra? Quien quisiera mostrar esa alegría en seguida sería acusado de
triunfalismo. Pero precisamente no es nuestra habilidad la que nos indica la
verdadera voluntad de Dios. Es un don inmerecido que nos hace al mismo
tiempo humildes y alegres. Si reflexionamos sobre la perplejidad del mundo ante
las grandes cuestiones del presente y del futuro, entonces también dentro de
nosotros debería brotar nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos ha
mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría
resurge en nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes. Sin esta
alegría no somos capaces de convencer. Pero esa alegría, donde está presente,
incluso sin pretenderlo, posee una fuerza misionera. En efecto, suscita en los
hombres la pregunta de si aquí se halla verdaderamente el camino, si esta alegría
guía efectivamente tras las huellas de Dios mismo.
Todo esto se halla más profundizado en el pasaje, tomado de la carta de
Santiago, que la Iglesia nos propone hoy. Me gusta mucho la Carta de Santiago
sobre todo porque, gracias a ella, podemos hacernos una idea de la devoción de
la familia de Jesús. Era una familia observante. Observante en el sentido de que
vivía la alegría deuteronómica por la cercanía de Dios, que se nos da en su
Palabra y en su Mandamiento. Es un tipo de observancia totalmente distinta de
la que encontramos en los fariseos del Evangelio, que habían hecho de ella un
sistema exteriorizado y esclavizante. También es un tipo de observancia distinto
de la que Pablo, como rabino, había aprendido: era —como vemos en sus cartas
— la observancia de un especialista que conocía todo y sabía todo; que estaba
orgulloso de su conocimiento y de su justicia, y que, sin embargo, sufría bajo el
peso de las prescripciones, de tal forma que la Ley no aparecía ya como guía
gozosa hacia Dios, sino más bien como una exigencia que, en definitiva, no se
podía cumplir.
En la carta de Santiago hallamos la observancia que no se mira a sí misma, sino
que se dirige gozosamente hacia el Dios cercano, que nos da su cercanía y nos
indica el camino correcto. Así la carta de Santiago habla de la Ley perfecta de la
libertad y con ello entiende la comprensión nueva y profunda de la Ley que el
Señor nos ha dado. Para Santiago la Ley no es una exigencia que pretende
demasiado de nosotros, que está ante nosotros desde el exterior y no puede
nunca ser satisfecha. Él piensa en la perspectiva que encontramos en una frase
de los discursos de despedida de Jesús: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo
no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Aquel a quien se ha
revelado todo, pertenece a la familia; ya no es siervo, sino libre, porque
precisamente él mismo forma parte de la casa. Una introducción inicial parecida
en el pensamiento de Dios mismo sucedió a Israel en el monte Sinaí. Ocurrió
luego de modo definitivo y grande en el Cenáculo y, en general, mediante la
obra, la vida, la pasión y la resurrección de Jesús: en él Dios nos lo ha dicho todo,
se ha manifestado completamente. Ya no somos siervos, sino amigos. Y la Ley ya
no es una prescripción para personas no libres, sino que es el contacto con el
amor de Dios, es ser introducidos a formar parte de la familia, acto que nos hace
libres y "perfectos". En este sentido nos dice Santiago, en la lectura de hoy, que
el Señor nos ha engendrado por medio de su Palabra, que ha plantado su
Palabra en nuestro interior como fuerza de vida.
Aquí se habla también de la "religión pura" que consiste en el amor al prójimo —
especialmente a los huérfanos y las viudas, a los que tienen más necesidad de
nosotros— y en la libertad frente a las modas de este mundo, que nos
contaminan. La Ley, como palabra del amor, no es una contradicción a la
libertad, sino una renovación desde dentro mediante la amistad con Dios. Algo
semejante se manifiesta cuando Jesús, en el discurso sobre la vid, dice a los
discípulos: "Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado"
(Jn 15, 3). Y otra vez aparece lo mismo en la Oración sacerdotal: Vosotros sois
santificados en la verdad (cf. Jn 17, 17-19). Así encontramos ahora la estructura
justa del proceso de purificación y de pureza: no somos nosotros quienes
creamos lo que es bueno —esto sería un simple moralismo—, sino que es la
Verdad la que nos sale al encuentro. Él mismo es la Verdad, la Verdad en
persona. La pureza es un acontecimiento dialógico. Comienza con el hecho de
que él nos sale al encuentro —él que es la Verdad y el Amor—, nos toma de la
mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar
por él, en que el encuentro se convierte en amistad y amor, llegamos a ser
nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y luego personas que
aman con su amor, personas que introducen también a otros en su pureza y en
su amor.
San Agustín resumió todo este proceso en la hermosa expresión: "Da quod iubes
et iube quod vis", "Concede lo que mandas y luego manda lo que quieras". En
este momento queremos poner ante el Señor esta petición y rogarle: Sí,
purifícanos en la verdad. Sé tú la Verdad que nos hace puros. Haz que mediante
la amistad contigo seamos libres y así verdaderamente hijos de Dios, haz que
seamos capaces de sentarnos a tu mesa y difundir en este mundo la luz de tu
pureza y bondad. Amén.
(Capilla del centro de congresos Mariápolis de Castelgandolfo,
domingo 30 de agosto de 2009)
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P. José A. Marcone, I.V.E.
El fariseísmo
(Mc.7,1-8.14-15.20-23)
Nos encontramos hoy delante de una de las realidades más
impresionantes y más formidables del Evangelio que es el fariseísmo. El
fariseísmo es ante todo una actitud del alma frente a las cosas de Dios; actitud
que se dio, principalmente aunque no únicamente, en aquellos hombres
llamados fariseos, de donde le viene el nombre.
1. La naturaleza del fariseísmo
El fariseísmo, en cuanto actitud interior de aquellos contemporáneos de
Jesucristo, es lo que ha llevado a esos hombres a odiar a Jesucristo. Porque el
fariseísmo es aquella actitud del alma que ya no ve en Dios un ser personal al
cual unirse por el amor y la entrega en sacrificio, sino que ve en Dios un medio
para conseguir sus propios intereses, especialmente la fama, el dinero, la
influencia y el poder.
Jesucristo predicaba la pureza y la transparencia en las relaciones con
Dios; la sinceridad de corazón en la búsqueda de Dios. Y por eso Él debía chocar
necesariamente con aquellos que se habían tornado en dueños de la religión y la
usaban para sus propios fines.
Los fariseos desde un primer momento identificaron en Jesús un enemigo
mortal, y desde el principio de su predicación planearon matarlo: “En cuanto
salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos contra Él para ver cómo
eliminarle” (Mc.3,6).
A Jesucristo, al principio, la actitud farisaica le provocaba sentimientos
encontrados; por un lado la ira ante la manipulación de las cosas de Dios y, por
otro, una profunda pena por el destino que esperaba a esos corazones
endurecidos: “Jesús los miró con ira, apenado por la dureza de su corazón”
(Mc.3,5). Y por eso al principio intentó convertirlos y ablandar la dureza de su
corazón. Pero sin resultados. Por eso al final de su predicación usó el último
[1]
recurso que le quedaba que era la invectiva , es decir, el discurso directo,
áspero, agudo y violento contra ellos, gastando el último cartucho para intentar
su conversión.
Ya en plena Semana Santa Jesucristo dice cosas tremendas contra los
fariseos, las cuales han sido consignadas por San Mateo en su capítulo 23. Todo
el capítulo 23 está consagrado a esta invectiva contra los fariseos. Muchas veces
nuestra inclinación es la de ver estos discursos violentos de Jesús como una
puesta en escena o como una obra de teatro, como un género literario que no
hay que tomarlo en todo su realismo. Sin embargo, es necesario tomarlo en todo
su realismo. En este capítulo está, podríamos decir, la clave para entender toda
la vida de Jesucristo. Allí se desarrolla de una manera muy perceptible el
combate que llevó a Jesucristo a la cruz. Y al mismo tiempo se manifiesta cuáles
eran las posiciones de los enemigos. Jesucristo, al mismo tiempo que apostrofa
por última vez al fariseísmo y a los fariseos, presenta cuál es su perniciosa
doctrina y cuáles son sus vicios pecaminosos.
Así como Jesucristo en el capítulo 6 de San Mateo presenta en positivo su
doctrina predicando las ocho bienaventuranzas, ahora presenta las contrabienaventuranzas encarnadas en los fariseos. Aquí Jesucristo nos dejó la pintura
más exacta y al mismo tiempo más dramática del fariseísmo.
Leo solamente 17 de los 38 versículos de que consta el capítulo:
Mat 23:13 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los
hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que
están entrando no les dejáis entrar.
Mat 23:15 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y
tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de
condenación el doble que vosotros!
Mat 23:16 «¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Si uno jura por el
Santuario, eso no es nada; mas si jura por el oro del Santuario, queda
obligado!”
Mat 23:17 ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro, o el Santuario
que hace sagrado el oro?
Mat 23:18 Y también: “Si uno jura por el altar, eso no es nada; mas si jura por la
ofrenda que está sobre él, queda obligado.”
Mat 23:19 ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda, o el altar que hace
sagrada la ofrenda?
(…)
Mat 23:23 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo
de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley:
la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque
sin descuidar aquello.
Mat 23:24 ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!
Mat 23:25 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por
fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e
intemperancia!
Mat 23:26 ¡Fariseo ciego, purifica primero por dentro la copa, para que también
por fuera quede pura!
Mat 23:27 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes
a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro
están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!
Mat 23:28 Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres,
pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.
Mat 23:29 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los
sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos,
Mat 23:30 y decís: “Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros
padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!”
Mat 23:31 Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los
que mataron a los profetas.
Mat 23:32 ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!
Mat 23:33 «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación
de la gehenna?
Hipocresía, manipulación de personas, amor al dinero, robo, mentira,
asesinato: estas son los pecados de los que los acusa Jesucristo. Todo lo
contrario del amor a la pobreza, al sacrificio, a la mansedumbre, a la simplicidad
de corazón que Jesús predica en las bienaventuranzas.
Y a ellos mismos los llama seis veces ‘fariseos hipócritas’, y también ‘hijos
de condenación’, ‘guías ciegos’, ‘insensatos y ciegos’, ‘que cuelan el mosquito y
se tragan el camello’, ‘sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos,
pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia’,
‘serpientes, raza de víboras’, ‘que no van a escapar de la condenación eterna’. Es
tremenda esta invectiva de Jesús.
Puede parecernos que esto se ha dado en esos hombres muy malvados y
que está lejos de nosotros esta realidad del fariseísmo. Sin embargo, Jesucristo
no lo pensó así y a eso, precisamente, está orientado el evangelio de hoy.
2. El peligro del fariseísmo en nosotros
En el evangelio de hoy Jesucristo se enfrenta con los fariseos en un
combate parecido al que sucedió en Semana Santa. Los acusa también de
hipócritas y de amantes del dinero. Pero aquí, y esto es muy importante, una vez
terminada la discusión con ellos, primero advierte a la gente acerca del error de
los fariseos (v. 14-16), y luego instruye largamente en casa a sus discípulos para
vacunarlos contra la peste del fariseísmo (v. 17-22), lo cual implica que Jesús
considera a sus discípulos sujetos a contagiarse de la enfermedad farisaica.
Y esto lo dice expresamente Jesucristo en el capítulo 16 de San Mateo. Allí
les dice: “Guárdense de la levadura de los fariseos”. Como los apóstoles creían
que se refería a que no habían llevado pan, Él les dice: “¿Cómo no entendéis que
no me refería a los panes? Guardaos, sí, de la levadura de los fariseos y
saduceos”. Y el evangelista Mateo aclara: “Entonces comprendieron que no
había querido decir que se guardasen de la levadura de los panes, sino de la
doctrina de los fariseos y saduceos” (Mt.16,6-12). Y les dice que se guarden no
de la persecución de los fariseos sino de la doctrina de los fariseos, no por temor
a su persecución sino al contagio de su actitud espiritual.
¿Y cuál es para Jesucristo, en el evangelio de hoy, el defecto central y
fundamental de los fariseos del cual se pueden contagiar los discípulos? El hacer
consistir la religión en actos exteriores y no interiores; el quedarse contento con
hacer ciertas prácticas exteriores sin la sinceridad interior del corazón. La
hipocresía es precisamente eso: hacer actos exteriores que no tienen su
correspondiente en el interior del espíritu, demostrar por fuera algo que no se es
por dentro.
Con un ejemplo muy demostrativo, el del hombre que va al baño a
[2]
En primer
deponer la materia fecal, Jesucristo mata dos pájaros de un tiro.
lugar, tomado materialmente, hace ver cómo los alimentos se convierten en
materia fecal y no pueden ser, por lo tanto, índice de mayor o menor
religiosidad. Son buenos al entrar en el hombre, pero una vez que entran en el
proceso digestivo y se transforman, son expulsables (“de esta manera declaraba
puros todos los alimentos”). En segundo lugar, en cuanto parábola, está
indicando que para el puro todo es puro (cf. Lc.11,34.41); lo que entra de afuera
al corazón del hombre no puede dañarlo. Lo que lo daña es el modo en el que el
mismo hombre procesa lo que ha entrado en él. Porque allí, en el interior del
hombre, en el corazón del hombre, es donde está la pureza y la impureza, el bien
y el mal.
Por lo tanto, la verdadera religión del cristiano, que se opone a la falsa
religión del fariseo, consiste en tener una conciencia pura delante de Dios. Y
Jesucristo quiere que vigilemos sobre nosotros mismos, que nos examinemos en
este punto, para ver si no ha crecido en nosotros de algún modo ese yuyito malo
que es el buscar en la religión un cierto interés personal, ya sea por el prestigio
que eso me da, ya sea porque mi religión se ha vuelto “exterior u ostentatoria”
(como dice el P. Castellani), ya sea porque se ha vuelto algo rutinario, sin
contenido interior, sin corazón, sin amor, sin sacrificio.
A esto apunta Jesucristo cuando dice hoy que del interior del hombre sale
lo bueno y lo malo. Lo malo lo menciona hoy detenidamente, dando una lista de
pecados. Lo bueno lo menciona cuando habla de las bienaventuranzas: espíritu
de pobreza, deseos de ser santos, mansedumbre, espíritu de sacrificio, espíritu
de penitencia, simplicidad de corazón.
Pidámosle a la Virgen María la gracia de ser sinceros de corazón, y que la
fe que profesamos con nuestros labios sea vivida realmente en nuestro interior.
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P. Gustavo Pascual, I.V.E.
Lo puro y lo imppuro
Mc 7, 1-8.14-15.21-23
Jesús con ocasión de la crítica que hacen los fariseos y escribas a sus
discípulos por comer sin purificarse, siguiendo sus tradiciones humanas, les
enseñará la verdadera pureza del hombre.
[3]
dejando en
En respuesta a la crítica Jesús cita al profeta Isaías
evidencia la hipocresía de sus adversarios ya que buscaban desacreditarlo por no
observar sus tradiciones humanas.
“Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí”.
Hipocresía: confesión externa de adhesión a Dios manifestada en el
cumplimiento minucioso de los rituales de purificación y un corazón que se sigue
a sí mismo, que sigue al hombre y deja de lado a Dios. Un corazón separado de
Dios.
Si Dios no está presente en el corazón, si Jesús no está presente en el
corazón, no puede haber corazón puro. Fuera de Dios, al margen de Dios, las
cosas terrenas ensucian el corazón.
La verdadera pureza se da en la adhesión del corazón a Jesús y cuando el
corazón está unido a Jesús se exterioriza en buenas obras porque de lo que llena
[4]
el corazón rebosa la boca y obra el hombre.
No ensucia el corazón lo que entra de fuera sino lo que se concibe en él,
al margen de Dios.
Las cosas de fuera entran en el corazón por los sentidos y son alimento
del alma, son para nuestro conocimiento, para nuestra perfección. Sin embargo,
nuestro corazón con los elementos que le dan los sentidos puede elaborar obras
malas por su malicia. Cuando el corazón está lleno de sí mismo y no habita en él
Jesús, de él surgen obras malas. En cambio, cuando el corazón está lleno de
Jesús, elabora pensamientos puros, buenos, según el querer de Dios.
Jesús enseña la verdadera pureza. Desciende al interior del hombre, al
corazón, sede de las obras.
Jesús no desprecia las tradiciones de los antepasados de Israel pero sí
condena la subversión de valores. Para los judíos las tradiciones humanas habían
tomado tanta importancia que se las colocaba sobre los preceptos divinos y la
religión se había exteriorizado vaciándose por dentro, esto es la hipocresía.
En el particular, la pureza exterior no purifica el corazón. Por más
abluciones de manos, utensilios, baños, el corazón sigue intacto. La pureza de
[5]
corazón se obtiene por la verdadera religión que es “en espíritu y verdad” , se
obtiene por la unión con Jesús, se obtiene cuando el corazón ordena la caridad y
Jesús es el centro alrededor del cual gira toda nuestra vida.
La pureza de corazón equivale a la simplicidad de corazón y un corazón
simple es el que se dirige sólo a Dios y todo lo que piensa y siente tiene a Dios
por origen y término y todas sus obras son con recta intención, con intención
simple, buscando sólo la gloria de Dios. Por el contrario, la hipocresía, es el
doblez del corazón. Jesús recrimina a los judíos este corazón doble: me honran
con los labios pero su corazón está lejos de mí.
Nunca cosa alguna que entra de fuera ensucia el corazón del hombre.
¿Ninguna? ¿Y las cosas indecentes? Si las cosas indecentes, no buscadas, se
presentan sin responsabilidad nuestra y las rechazamos al momento no ensucian
el corazón pero es del corazón de donde surge el deseo de las cosas deshonestas
y es del corazón de donde nace la aceptación de lo malo que se presenta.
Al hombre de corazón puro nada lo ensucia y nada sucio brota de su
corazón. Por el contrario, el corazón impuro busca la impureza y genera
impureza. ¡Cuántas personas hermosas en el exterior pero con obras que
denuncian un corazón impuro! ¡Cuántas personas pulcras y limpias en el exterior
y con el corazón oscurecido!
Jesús nos invita a purificar el corazón, a llenarlo de Él y por El amar a
todas las criaturas. Del corazón puro brotan obras de luz. “Si tu ojo está sano,
[6]
todo tu cuerpo estará luminoso” . Si tu intención es recta, todas tus obras
serán luz. La recta intención nace del corazón simple, del corazón puro, del
corazón que sólo busca a Jesús. Allí no se mezclan luz y tinieblas, pureza y
suciedad.
¿Cómo purificar el corazón? Conociendo, amando e imitando a Jesús.
Cuando Jesús llene completamente nuestro corazón, nuestro corazón será un
corazón puro. Pero para que entre Jesús en él tenemos que despojarlo del amor
desordenado a nosotros mismos y a las demás criaturas. El camino más directo
es sublimar el amor. El amor a Jesús nos purificará del mal amor a las cosas
terrenas.
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P. Jorge Loring, S.J.
Domingo Vigésimo Segundo del Tiempo Ordinario - Año B Mc 7:1-8, 14s
1.- El Evangelio de San Marcos explica las costumbres judías, pues iba dirigido a
los cristianos procedentes del paganismo que no conocían las costumbres judías.
2.-Jesucristo insiste que lo importantes es el corazón, pues de él salen los malos
pensamientos, los odios, los rencores, la avaricia, la soberbia, la lujuria, etc. Las
acciones del hombre se originan en el corazón. Si éste está manchado, todo el
hombre queda manchado.
3.- Por eso llama hipócritas a los que se contentan con las obras externas, pero
no limpian su corazón.
4.- La Biblia en el Salmo 24 identifica las manos limpias con el corazón puro.
Lavarse las manos no era sólo por higiene. Era un símbolo de purificación.
5.-La palabra HIPÓCRITA es de origen griego. Designaba a los artistas que
llevaban una máscara que disimulaba su identidad. Expresa falsedad, como el
actor que se oculta detrás de la máscara.
6.- Entre nosotros la hipocresía está muy mal vista. Todos valoramos la
sinceridad. La veracidad es indispensable para el trato humano.
7.- La sinceridad no es decir siempre lo que se piensa, pues esto puede ser
contraproducente. Sinceridad es pensar lo que se dice para respetar la caridad y
la justicia.
8.- Seamos sinceros en nuestro proceder, y purifiquemos nuestro corazón para
que nuestras obras sean buenas.
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Ejemplos Predicables
EL PODER DE LA INOCENCIA
El mundo reclama hombres limpios, sin mácula y dispuestos a dar la vida por la
verdad. Ellos hacen la historia y son la semilla del futuro. Según el novelista
francés Victor Hugo, "La fuerza más poderosa de todas es un corazón inocente".
Ahí refulge la luz de la verdad; en él domina la fuerza de la bondad. Dios se
muestra fuerte en el aparente débil. Un corazón inocente es también el
manantial de la auténtica alegría y el trono donde reina la paz.
La inocencia es rectitud y es transparencia. El corazón limpio es también un
corazón fuerte, capaz de enfrentarse al mal y vencerlo. Los seres íntegros han
liderado las más grandes empresas. Han demostrado que "lo más blando es más
fuerte que lo duro, el agua es más potente que la roca, y el amor es más
vigoroso que la violencia", como decía Hermann Hesse.
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COMUNICADO ESPECIAL
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En Cristo y María
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[1]
Discurso o escrito acre y violento contra alguien o algo (DRAE). Acre: áspero y picante al gusto y al olfato, como los el ajo y el fósforo
(DRAE).
[2]
Esta comparación (v. 18-19) no es leída por la Iglesia en la Liturgia de la Palabra de hoy. Se leen los siguientes versículos: Mc.7,1-8.1415.20-23.
[3]
[4]
[5]
[6]
Is 29, 13
Mt 12, 34
Jn 4, 24
Mt 6, 22