Pizarnik gótica

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MARÍA NEGRONI. El testigo lúcido. La obra de sombra de Alejandra Pizarnik.
Biblioteca El Escribiente. Rosario: Beatriz Viterbo. 2003. 121 pp.
Pizarnik gótica *
Por Mariana Amato
New York University
A menudo sucede que son los poetas (o los filósofos, si es que hay alguna
diferencia) quienes mejor escriben sobre otros poetas. El caso de Alejandra Pizarnik es
en este sentido paradigmático y curioso. Porque al menos al interior del sistema literario
argentino, muchas veces han sido escritores de poesía o ficción quienes,
paradójicamente, mejor han sabido tomar distancia crítica y evitar los riesgos de las
lecturas más engañosamente empáticas a que se ha sometido su obra. Así entre los
lectores más finos de Pizarnik se encuentran Sylvia Molloy, Delfina Muschietti, Tamara
Kamenszain, César Aira, y sin duda alguna, María Negroni.
El argumento de El testigo lúcido es por cierto perspicaz. Negroni concentra su
análisis en la zona oscura de la obra de Pizarnik, esas prosas procaces que, durante su
vida, la poeta argentina mantuvo inéditas o relativamente escondidas: La condesa
sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa.
A primera vista, estos ‘textos de sombra’ discuerdan estruendosamente con respecto a
los poemas prolija y puntualmente melancólicos por los que Pizarnik se hizo conocida.
Negroni arguye sin embargo que esos ‘textos bastardos,’ lejos de constituir un universo
ajeno al de su obra lírica, más bien replican, en todos los sentidos del término, sus
interrogantes. Es decir, los textos obscenos de Pizarnik son tanto una respuesta que
furiosamente refuta los argumentos de sus poemas, como una repetición de sus
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Publicado en vol. 31.3 primavera del 2007, Revista Canadiense Estudios Hispanoamericanos.
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obsesiones centrales. En este sentido, Negroni incluso atribuye a la obra de sombra de
Pizarnik un valor esclarecedor respecto de su obra visible: se trata de su ‘testigo lúcido,’
de acuerdo a una expresión que la autora de este ensayo toma prestada a los comentarios
de Aldo Pellegrini sobre el Conde de Lautréamont. Su hipótesis central es que, en el
arco que va del silencio al fundamento obsceno del lenguaje, la obra de Pizarnik
circunscribe la sed de comunión romántica y sus imposibilidades. Precisamente estas
coordenadas, se podría decir con el análisis de Adorno sobre la poesía de Hölderlin,
organizan los impulsos de la poesía moderna.
El procedimiento central de Negroni consiste en leer a Pizarnik desde el género
gótico. Es un gesto tan original como pertinente, al que además la autora aporta la
erudición y los hallazgos acumulados en su obsesiva visita a esa estética. En 1999,
Negroni había publicado Museo Negro, un libro de bellísimos ensayos, de los cuales
uno comentaba la obra de Valentine Penrose a partir de su apropiación por parte de
Pizarnik, y otro la obra de Pizarnik misma. El testigo lúcido justamente retoma y
desarrolla en forma de monografía esos dos trabajos, que a su vez derivan de la tesis
doctoral de Negroni en Columbia University. Aquí esta última atinadamente vuelve a
Penrose, poeta surrealista francesa y autora de La comtesse sanglante. Tal el título
original de su investigación sobre la historia de Erzébet Báthory—la condesa que hacia
el 1600 asesina a unas 650 muchachas—en que se basan las prosas homónimas de
Pizarnik. A partir de allí, Negroni construye una serie de espejos: lee La condesa
sangrienta de Pizarnik como un retrato de artista, y a la vez analiza sus poemas como
narraciones góticas. En sentido diacrónico, Negroni también encuentra en La condesa
sangrienta un punto de articulación—o el velo de una grieta—entre el lado visible y el
lado invisible de la obra de Pizarnik. Es una idea inteligente, ya que allí se imbrican la
melancolía del cuadro estático con el desborde obsceno, la lírica y el crimen, la autoría
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propia con la ajena. Y es que la noción de autoría como robo también resulta crucial en
la poética de Pizarnik, como Negroni no deja de observar. Otras referencias interesantes
en el mapa de su lectura son, por el lado gótico, Sade y Kristeva; por el lado procaz, las
voces poéticas de Lamborghini, Perlongher o Thénon, que la autora señala afines a (y en
cierto sentido herederas de) la temperatura de Hilda la polígrafa.
Sin carecer de un rico armazón conceptual, El testigo lúcido es en todo momento
el ensayo de una poeta sobre otra poeta. La apuesta tiene sus riesgos, porque el
comentario de un objeto estético desde su misma lengua podría ser mera repetición de
sus enigmas (caso en el cual, siempre será más interesante el enigma mismo). También
tiene sus innegables ventajas: son los buenos escritores, en cualquier ámbito, quienes
mejor se sumergen en el caldo oscuro del pensamiento. Haber evitado los primeros y
cultivado las segundas constituye el nada desdeñable mérito de El testigo lúcido.
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