Cine colombiano o la estetización de la violencia: una exégesis de

Cine colombiano o la estetización de la violencia: una exégesis de la
experiencia estética en veinte años de aisthesis fílmica
Juan Felipe Barreto Salazar (MA)
El cine colombiano de tono violento, desde los años noventa, ha venido progresivamente contando con el respaldo de cineastas, críticos y una buena porción del espectador medio, quienes han venido rindiéndole culto al
fenómeno de la violencia nacional expresada plásticamente, como el nervio constitutivo de la experiencia estética fílmica. Las producciones del cine colombiano que arrancaron más o menos desde la década de los 90s.
hasta aproximadamente hoy, con algunas excepciones como Confesión a Laura (1991) de Jaime Osorio, Los
Viajes del Viento (2009) de Ciro Guerra y El Vuelco del Cangrejo (2010) de Oscar R. Navia, se han ordenado
con base en una fórmula que, al parecer, seductora para una gran porción de las capas de la sociedad colombiana, aunque no necesariamente rentable para la industria cinematográfica, se constituyó en el patrimonio de
la experiencia estética del cine nacional; con una influencia tan notable en la audiencia, que ha calado en los
mismos productos televisivos hasta crear una franja casi que obligada dentro de la parrilla de la programación,
por ejemplo, producciones como El Capo (2009-10) de Riccardo Gabrielli, Rosario Tijeras (2010) de Carlos
Gaviria, Sin Tetas no hay Paraíso (2006) de Luis A. Restrepo , Las Muñecas de la Mafia (2009-10) de Juan
C. Ferrand y Andrés López, etc.
¿Cuál es ese cine reiterado hasta la saciedad, que ha arrinconado al gusto estético y que se ha sobrevalorado en
las dos últimas décadas? El lenguaje fílmico de obras como Rodrigo D: No futuro (1990), de Víctor Gaviria,
La Nave de los Sueños (1996), de Ciro Durán, La Virgen de los Sicarios (2000) de Barbet Schroeder, María,
Llena eres de Gracia (2004) de Joshua Marston, Rosario Tijeras (2005) de Emilio Maillé, La Pasión de Gabriel (2009) de Luis Alberto Restrepo, etc. Se trata de una buena porción de filmes que se jactan de retratar
visceralmente el hambre en las urbes, los pueblos abandonados por el gobierno, la niñez desamparada, el narcotráfico, el sicariato, la guerrilla, la prostitución, la corrupción, etc., en definitiva, un cine especializado en la
descomposición de las ciudades y el abandono político de los pueblos colombianos.
La realidad social que ha cautivado a los realizadores que ruedan dentro de los escenarios colombianos, seducidos por una estética de lo crudo y lo violento, se constituye en el epifenómeno que se revela mediante la
apariencia de la putrefacción de nuestra sociedad. El “realismo” traslapado en crudeza y sin conceptos, que
encubre la naturaleza de un fenómeno social e histórico que es mucho más complejo, se ha constituido en el
pilar de una práctica fílmica que invita a degustar lo grotesco y bizarro mediante la representación del texto sin
contexto. La defensa pseudosociológica del cine colombiano y sus retratos de pornomiseria, es la justificación
del pésimo gusto y la exaltación de la violencia devenida en algo noblemente estético.
Aquellos filmes, sacralizados por su “valor antropológico”, permiten, según una gran porción del espectador
genérico y parte de la industria misma, la reflexión crítica al interior de las fronteras y el reconocimiento
positivo desde el extranjero de la exposición estética de nuestra realidad, pretendiendo con todo ello, que se
aprecie el lado humano de quien experimenta tal situación a partir del mundo interior de los personajes. En
consecuencia, dichos productos se constituirían en una posibilidad efectiva de cambio crítico y moral para las
masas, a través de la puesta en escena de los dramas internos, en la medida en que despliegan sin censura la
realidad nacional, sin eufemismos ni trampas técnicas que distancien al espectador de la violencia de la vida
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cotidiana, generando así un resultado positivo en el público, al permitirle reflexionar sobre su entorno y consecuentemente invitarlos a crear transformaciones sociales de fondo.
Sin embargo, considero que, en vez de afirmar a partir de tales filmes un valor socio-antropológico con fines
nobles, buscando con ello una renovada postura respecto a “los colombianos” por parte de culturas foráneas, ó
un cambio efectivo de nuestras conductas sociales, debería de subrayarse más bien, y sin reparos, su valor propagandístico y aleccionante. El cine colombiano “de la violencia” es propagandismo a favor del sistema o los
sistemas dominantes (“no transporte droga, no sea mula”; “¡guerrillero, desmovilízate!, tu familia te espera”),
es oportunismo para lograr el reconocimiento de sistemas foráneos, valiéndose de la descomposición social de
un país para lucrarse y/o conseguir reconocimiento internacional, al viejo estilo de los filmes de “pornomiseria” (Gutiérrez 2012) de los años 70, como el filme colombiano Gamín (1978), que el grupo de cine Caliwood
cuestionó duramente bautizándolos bajo ese epíteto y les contestó pragmáticamente con Agarrando Pueblo
(1978); un cortometraje que en 28 minutos denunciaba irónicamente el quehacer fílmico sin escrúpulos, sin
criterio conceptual ni plástico.
Con todo, el cine colombiano “de la violencia” debería de reflexionar hoy, ¡por fin! sobre varios aspectos que
ha omitido históricamente en su puesta en escena, lo cual no le ha permitido pensarse desde otras temáticas
y, lo que va de suyo, desde otras propuestas formales. Las transformaciones sociales de fondo provienen de
escenarios extra-artísticos; el cine es, apenas, un deliberado dispositivo aisthésico-artístico mediante el cual
se puede expresar y percibir dichas transformaciones, socializarlas y juzgarlas desde el ámbito placentero; los
filmes llevan al plano artístico los cambios originados a priori al interior de las sociedades, de sus instituciones
y sus mecanismos de poder, por eso, es allí, en la realidad cotidiana y no en la fílmica, donde han de invocarse
las revoluciones de orden sociopolítico. La relación del cine con la realidad real es especular, nada más. Tal
vez, algunos espectadores encuentren en la pantalla una forma de representarse y la imiten, se identifiquen
con la conducta de ciertos personajes o las tendencias culturales de un grupo humano, pero nada de esto puede
llegar a significar un auténtico cambio de base, que replantee una sociedad para transformarla materialmente.
Las transformaciones sociales deben generarse en la infra-estructura de una sociedad, la base donde acontecen
propiamente los cambios socio-culturales, políticos y económicos de las sociedades (modelos socio-económicos de producción), no en los textos poéticos. La educación y su correspondiente didactismo, que ayudarían
en esta empresa ética e ideológica, están en otra parte, en el hogar, en la escuela, en la iglesia, en la familia, no
en el ámbito cinematográfico. La lucha por la autonomía estética y artística ha requerido demasiadas rupturas
sociales, políticas y culturales, como para echar por tierra la superación de tantos desafíos.
En este sentido, el cine en general, se constituye en una resolución para reflexionar sobre sí mismos, pero la
experiencia de choque se manifiesta bajo un orden estético; independientemente de los proyectos que tenga el
espectador en su encuentro con el texto; se trata de una comunicación entre productor y receptor. En la experiencia estética con el texto audiovisual, quien participa se divierte, analiza, se re-conoce u olvida (nihilización
fruitiva de lo entitativo), pero al iluminarse la sala se pone fin a todo ello, a lo mejor el espectador prosiga
reflexionando y comentando lo vivido como juicio estético, tal vez se alcance una incipiente transformación
al nivel de su mundo privado, pero nada de esto es suficiente para a partir de ese centro pronosticar un cambio
efectivo al interior de las mentalidades de una sociedad. En este sentido, un filme puede ilustrar valores morales, conductas religiosas, ideológicas y sociales, ó bien, puede no hacerlo, puede subvertir todos los valores
tradicionalmente esgrimidos, puede violentar nuestras premisas más preciadas, pero, en cualquier caso, nada
de ello educaría o adoctrinaría una sociedad de una determinada manera, tal vez se ponga en jaque a uno que
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otro ciudadano, motivándolo a reflexionar un poco, pero sus propuestas se irán diluyendo progresivamente en
el horizonte de su vida cotidiana.
Aquellos filmes colombianos “de la violencia”, que parecen ser la radiografía de nuestra dolorosa realidad,
se reiteran hasta la costumbre y se enquistan en la consciencia de los sujetos receptores hasta enfermarlos.
Muchos de estos sujetos (las clases populares y varias capas de la clase media), que aplican en el objeto
efectivizado en la pantalla la identificación con algunos antimodelos de conducta, deslegitimados ya por los
dispositivos sociales situados al nivel de la consciencia, elaboran su experiencia catártica y aisthesica hasta somatizarla. Dicha “realidad” fragmentada que parece toda, reiterada constantemente, presenta de modo
inequívoco el suceso, un final sin relaciones causales que no deja espacios en blanco, y que invita, casi que
de modo inexorable, al fatalismo y al determinismo, a la nihilización de la realidad como todo y, a la larga,
al tedio del espectador. Siendo hegelianos, el punto de arranque para la representación fílmica de la realidad
debería ser el plexo total de ella, no el dato sensible o los hechos iluminados a la luz del sentido común que
al diluir la omnitud de la realidad (la vida) en sus manifestaciones individuales, suele ser más abstracto que
concreto: “lo” sucedido vuelto crónica es sólo una situación, no la realidad histórica.
La recreación de la descomposición social en Colombia como estetización recurrente de la violencia se ha
constituido en el tormento de muchos cineastas. Esta ha sido la excusa para perpetrar deplorables productos
fílmicos exhibiendo al cine como noticieros y periódicos rodados, o como telenovelas llevadas a la pantalla
grande. El cine colombiano de violencia es una recreación narrada en un texto ilustrado (con fotogramas saturados cromáticamente y en movimiento) de los cientos de dramas colombianos, o una telenovela inflada al
cine, ensañada, una vez más, con la descomposición de lo social, como si no hubiera más cosas que narrar.
Por ejemplo, un realizador como Víctor Gaviria, ha desvirtuado el sentido del cine al proponer una exclusiva
función propagandística e informática de este aparato, trans-substancializandolo con los noticieros televisivos,
el periódico amarillista y la radio popular, como si el cine fuese un reportador instantáneo y sensacionalista
destinado a transmitir eventos o incidentes.
El cine en cuestión es, pues, un modo de hacer cine que es ineficaz como dispositivo de transformación social
de fondo (si es que su eficacia social reside en transformar moral, cultural o ideológicamente a una parte de la
sociedad), que su valor estético es escaso y que es débil argumentalmente (guión) debido a la misma carencia
de tratamiento conceptual y teórico (histórica, política, sociológica y filosóficamente) de sus realizadores.
Haciendo un resumen, el cine colombiano, de estas dos últimas décadas, se ha pensado en extremos desde la
producción, consiste en filmes que, salvando algunas excepciones, han pasado inadvertidos por su pobreza
técnica y conceptual, han transitado por la violencia ó la ridiculización de los conflictos sociales (Los Actores
del conflicto (2008) de Lisandro Duque), ó incluso, por las repetidas comedias pueriles ausentes de fondo
conceptual (Te busco (2002) de Ricardo Coral-Dorado).
Contrariamente, filmes como Confesión a Laura (1991), Los Viajes del Viento (2009), El Vuelco del Cangrejo
(2010) y El Rey (2004) de Antonio Dorado, entre algunos otros en Colombia, son abiertamente propositivos
como articuladores semióticos e ideológicos, presentan, guardando las proporciones, una narración holística
de la problemática, montaje reflexivo, enorme carga simbólica, elaborada dramaturgia, calidad fotográfica,
investigación de los temas, etc. Todo lo cual, les permite a aquellos filmes situar al espectador a una prudente
distancia histórica y crítica de los hechos sociales, económicos y políticos retratados, permitiéndole, a la vez,
el goce estético: lo fruitivo a partir de la reflexión objetivada y la reflexión a partir de lo fruitivo.
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En definitiva, existen otras realidades que componen ese gran fresco de la realidad colombiana, de las cuales
cabe “hablar” y con calidad técnica y plástica. Sí, hay prostitución, vandalismo y corrupción, también hay
desempleo y crisis en la educación, pero así mismo existen ciudadanos que edifican un territorio/nación más
participativo y justo, lo cual no significa la extrema: modelización burguesa, personas bellas e inteligentes,
realidades exitosas, la “composición social...” También existen individuos con conflictos personales y sociales
que no viven en la miseria, intelectuales y humanistas que reflexionan la realidad, estudiantes involucrados
con el tejido social, religiosos, organizaciones y grupos humanos que defienden con dignidad sus motivaciones particulares, extranjeros nacionalizados que por causas nobles se han familiarizado con lo extraño, los ecologistas, etc. En este país, Colombia, como en cualquier otro, “hay una dinámica de tensión social que incluye
todas las capas de la sociedad, con sus complejidades (cada sujeto), minúsculas realidades que se entrecruzan
y juegan dialécticamente hasta constituir una realidad mayor, más amplia”.
Referencias Bibliográficas
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Bhaszar, J.F. (2007). La Semiótica de la obra de arte. Cali, Programa editorial Univalle.
Benjamin, W. (1989) La Obra de Arte en la Época de su Reproducibilidad Técnica en Discursos Interrumpidos 1. Buenos Aires, Taurus.
Gutiérrez, A. G. “Cine y Pornomiseria”. Festival internacional de cine de Cali. Fecha de ingreso: 9 de diciembre de 2012. ‹http://www.conexioncultural.com/archivo/cine-y-pornomiseria.html›. Sitio web.
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