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MARCELO EXPÓSITO
CONVERSACIÓN
CON MANUEL BORJA-VILLEL
Epílogo de Manuel Borja-Villel
CONVERSACIÓN CON MANUEL BORJA-VILLEL
Primera edición: septiembre de 2015
© 2015, Marcelo Expósito y Manuel Borja-Villel
© Diseño de la cubierta: Gaspar García y Manuel Lleó
© Ilustración de cubierta: Sergio Gay
© 2015, Ediciones Turpial
Guzmán el Bueno, 133 2º (Edificio Britannia)
28003 Madrid
www. turpial.com
Reservados todos los derechos
ISBN: 978-84-95157-80-5
Depósito Legal: M-20672-2015
Impreso por Advantia, S. A.
Printed in Spain
Introducción
Reforzar el poder de la ciudadanía:
la nueva política de la cultura
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1. Fundació Tàpies.
¿Se puede gobernar una institución
ejerciendo la crítica?
Ilustraciones
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2. MACBA.
¿Cómo empodera un museo a la sociedad?
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3. Museo Reina Sofía.
¿Puede la historia del arte servir a la gente?
Epílogo de Manuel Borja-Villel
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1. FUNDACIÓ TÀPIES.
¿Se puede gobernar una institución
ejerciendo la crítica?
M
anuel Borja-Villel empezó a convertirse en una
figura pública al ser nombrado primer director
del museo de la Fundació Tàpies en 1990. Por
decirlo de manera rápida, cayó en Barcelona como un
aerolito. Varios datos llamaban la atención cuando aterrizó para hacerse cargo de la institución recién inaugurada, sobre todo el hecho de ser ajeno a las familias
establecidas de la intelligentsia local. El pintor Antoni
Tàpies llevaba décadas siendo la gran referencia del
arte catalán. Aunque Borja-Villel era un especialista en
su obra —a la que había dedicado una tesis doctoral—,
se esperaba que la gestión de este museo fuera otorgada a críticos o historiadores arraigados localmente y
mucho más predispuestos a reforzar el mito inmaculado
del pintor como catalán universal, según rezan los tópicos. Borja-Villel hablaba en valenciano, se expresaba en
un inglés perfecto con pronunciado acento español y
comprimía en cada declaración o rueda de prensa una
tonelada de ideas desconcertantes disparadas a toda
velocidad. Venía de Estados Unidos, donde había recibido una formación totalmente infrecuente entre los
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especialistas y gestores del arte establecidos de nuestro entorno. Además de replantear la historia canónica
de la modernidad artística del siglo XX, puso rápidamente encima de la mesa dos nociones que aquí eran escasamente conocidas, ajenas —e incluso antitéticas— a
la tradición artística que representaba Tàpies. Estas nociones acabaron siendo centrales en la programación
museográfica de la Fundació Tàpies: la crítica institucional y el arte público crítico.
Crítica institucional es el nombre con el que originalmente se denominaron aquellas tendencias que entre
las décadas de 1960 y 1970 acusaron en el campo del
arte el impacto de los movimientos sociales del 68. Se
dieron en aquel entonces conflictos muy amplios que en
todo el mundo planteaban una crítica radical de las instituciones sociales establecidas, desde el Estado hasta
la familia y el trabajo o las formas dominantes de la
moral pública. En consecuencia, muchos artistas dejaron de pensar su labor como una tarea autónoma frente
a la sociedad y desligada de las condiciones históricas.
Dirigieron así su mirada crítica hacia las propias instituciones de la cultura, fundamentalmente hacia el museo
como emblema. La crítica artística de las instituciones
revela al espectador las condiciones económicas, políticas, sociales, etcétera de las instituciones del arte,
para que el público pueda forjarse así una conciencia
crítica, sin idealismos, acerca del funcionamiento de la
cultura. Arte público crítico fue la denominación que se
daba a ciertas prácticas artísticas que en la década de
1980 intervenían en el espacio público de la ciudad. Se
diferenciaban del monumentalismo del arte público heredero de la tradición clásica (como es el caso de las
esculturas públicas modernas que pretendidamente
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embellecen nuestras plazas). El arte público crítico no
halagaba la vista ni celebraba la identidad colectiva oficial, más bien llamaba la atención sobre los fenómenos
de especulación inmobiliaria y los conflictos provocados
por la remodelación de las grandes ciudades bajo el
influjo de la economía neoliberal.
La clave de la gestión de Borja-Villel en la Fundació Tàpies estriba en el hecho de que no se limitó a incorporar esas tendencias como contenido de su programa expositivo. Hizo el esfuerzo de ir más lejos, modificando la
propia naturaleza del museo de acuerdo con esas experiencias del arte crítico. Convirtió progresivamente el
museo de la Fundació Tàpies en un prototipo de institución experimental desde la que reflexionar sobre el
cambio de función que atravesaban los museos en la
era de la globalización. También se planteó el objetivo
de indagar acerca del proceso de desarrollo urbano reconocido internacionalmente como modelo Barcelona.
Un nuevo ciclo histórico de modernización fue impulsado por el alcalde Pasqual Maragall tras su llegada al
Ajuntament de Barcelona en 1982. Tuvo uno de sus
principales motores en la relación entre la cultura, la
arquitectura y el urbanismo. El modelo Barcelona se
apoyaba fundamentalmente en la construcción de abundantes infraestructuras, en la ejecución de grandes modificaciones urbanas, en la celebración de sonados
eventos —los juegos olímpicos de 1992— y en la creación de un imaginario de cambio que logró movilizar
masivamente las emociones colectivas. Las ambivalencias de ese enorme proceso de modernización y su devenir posterior han sido bien estudiadas en ensayos
como los escritos por el arquitecto Josep Maria Montaner, el urbanista Jordi Borja o la especialista en estudios
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culturales Mari Paz Balibrea. Mencionar este contexto resulta imprescindible por dos motivos: el primero, para
comprender la manera en que Borja-Villel entiende la programación museográfica como el ejercicio de un diálogo
crítico con el lugar donde la institución se ubica; el segundo, para poder apreciar cómo su trabajo puso del revés
los tópicos sobre cuál debe ser la relación de un museo
con la cultura local y de qué manera interconectarlo con
una dimensión internacional o global de la cultura.
*
*
*
Me parece que puede resultar interesante comentar tu
vida anterior al inicio de tu carrera institucional, no sólo
tus estudios en Estados Unidos sino también tus orígenes
familiares, pues tu perfil es sustancialmente diferente
de las figuras de la gestión cultural que destacaban en
España y Cataluña antes de tu llegada a Barcelona. ¿En
qué año fuiste a estudiar a Estados Unidos y con qué
recursos contabas para sustentar tu formación?
Fue en 1981. Me concedieron una beca Fulbright que disfruté durante dos años y medio. Recibía 600 dólares al
mes, recuerdo perfectamente que 325 iban al alquiler del
piso. Fue una época bastante durita. Nació mi hijo en
1982, al año de llegar a Estados Unidos, sin posibilidad
de trabajar, con una vida muy limitada económicamente.
Pero después vinieron unos años de transición en los que
trabajé como asistente del crítico e historiador de arte
Robert Pincus-Witten. Hacía visitas guiadas en el Metropolitan Museum y realizaba una gran variedad de tareas.
Y ya en los últimos años de mi estancia recibí una Kress
Foundation Fellowship mientras trabajaba en la Hispanic
Society of America; ahí sí me mantenía bastante bien.
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Hay algo interesante que recuerdo de la época en que
empecé a trabajar para instituciones. Guiaba las visitas
o daba charlas en inglés y, por supuesto, también en
castellano. Me enviaban obviamente al Bronx y a otras
zonas hispanoparlantes. Ahí me sucedían fundamentalmente dos cosas curiosas de las cuales aprendí. La
primera, que me mandaban a implementar un programa
pedagógico con estudiantes de secundaria y me encontraba en ocasiones con que faltaba mucha gente o incluso no había casi nadie. Preguntaba el motivo y me
respondían: «¡Es que mi compañera está predicando,
se ha ido a difundir la palabra del Señor!». Y de repente caía en la cuenta de que me habían enviado allí a
enseñar arte del siglo XX , para que les explicara las
obras maestras del Metropolitan o que el pintor Arshile
Gorky se había suicidado en 1948. Hacía un trabajo totalmente fuera de contexto. La segunda es que después
del trabajo tenía que hacer un informe, pero siempre
tuve la sensación de que a la institución no le importaba en realidad si los estudiantes asistían a mis sesiones
o si éstas servían de algún provecho. Acabé teniendo
conciencia de lo poco que le importan al mundo del arte
las situaciones sociales de ese tipo y qué escenarios
tan falsos la institución puede crear.
¿Provenías de un contexto familiar con algún antecedente de actividad política que te invitara ya a pensar
sobre el funcionamiento de las instituciones? ¿Alguna
relación de tu familia con el arte?
Lo primero, un poco sí, y lo segundo no. En los años en
que estudié Historia del Arte en la Universitat de València, justo después de la muerte de Franco, se vivía constantemente rodeado de actividad política. Como la gran
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mayoría de los estudiantes de entonces, tuve relación
informal con diversas agrupaciones de izquierda comunista, socialista y anarquista. En la universidad de entonces, las organizaciones eran un medio para tejer
relaciones y también para ligar, claro [risas]. En lo que
respecta a mi casa, mi padre era de los que escuchaban Radio Pirenaica [Radio España Independiente], la
emisora clandestina del Partido Comunista que informaba contra la dictadura. Era trabajador y se afilió muy
pronto a la UGT. Siempre había folletos por toda la
casa. En realidad, no es que me criase en una familia
especialmente politizada, pero sí que mi padre formaba
parte de un ambiente comprometido en su ámbito de
trabajo.
En cuanto a la cultura en la familia, te puedes hacer una
idea si te digo que el primer libro entró muy tarde en mi
casa, seguramente lo traje yo en la adolescencia. Era
La isla del tesoro de Stevenson, me lo regalaron los salesianos. Mi padre leía aquellas novelas del Oeste de
Marcial Lafuente Estefanía, de las que se intercambiaban en los quioscos por unas pocas pesetas y te las
traías a casa por un tiempo, ya usadas y totalmente
guarras. Pero su mentalidad y su condición social eran
muy de posguerra: no había podido estudiar porque mi
abuelo murió joven y mi padre tuvo que ponerse a trabajar con trece años, empeñándose la vida. Vengo por
lo tanto de una familia muy humilde pero también muy
voluntariosa, y te cuento una escena habitual: mi padre
era paleta [albañil] y salía del trabajo lo antes posible
para venir a casa a tomarme la lección del colegio. Se
impuso a sí mismo como una dedicación el que yo estudiase. Yo a mi padre lo quería mucho.
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No había libros ni se tenía formación cultural, pero sí te
criaste en el clima trabajador heredado de la posguerra,
caracterizado por el afán de superación.
Sí. Mi padre tenía aspiraciones de que yo fuera una
persona formada. Quería que yo saliera maestro, ser
maestro de escuela de los de entonces —no como ahora— era el chollo, pensaba mi padre, comparado con lo
que él había tenido que hacer. Trabajabas sin frío, tenías vacaciones… [risas].
¿Y tu madre a qué se dedicaba?
Se ocupaba de la casa y también trabajaba en el almacén de naranjas de mi pueblo. Quiero aclararte que,
aunque mi casa fuera pobre, yo nunca tuve sensación
de angustia, me tenían muy protegido. No tengo la memoria de haber vivido en una novela de Dickens [más
risas].
Imagino que debió de suponer todo un salto llegar a Estados Unidos proviniendo de tus estudios en Valencia
durante los primeros años de la Transición. Si bien el
clima político era seguramente estimulante, la formación universitaria española en historia del arte debía de
distar mucho de lo que en Nueva York te encontraste.
Al llegar a estudiar a Valencia, viniendo de una familia
trabajadora, sin contactos, podías tener amigos con los
que visitar algunas galerías, pero las posibilidades de
acceso a cierto estatus cultural eran muy limitadas. Y el
contraste con Estados Unidos fue enorme porque cursé
el doctorado de Historia del Arte en el Graduate Center
de la City University de Nueva York, donde mis compañeros y profesores eran el historiador marxista Benjamin
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H. D. Buchloh, la historiadora feminista Linda Nochlin, la
historiadora postestructuralista Rosalind Krauss y especialistas en las primeras vanguardias del siglo pasado como John Rewald y Jack Flam, y gente más joven,
como algunas figuras destacadas de lo que luego se llamó postmodernismo de resistencia: Douglas Crimp, el
crítico de arte y de la fotografía que a finales de los
ochenta se convirtió en activista de ACT UP, el movimiento social contra el sida; Abigail Solomon-Godeau,
la historiadora de la fotografía moderna, o Rosalyn
Deutsche, que en esa década desarrolló una crítica de
la relación entre el sistema del arte (los museos, las galerías de arte) y la especulación inmobiliaria en Nueva
York. Como ves, varios de mis colegas y mis principales
profesores conformaban el núcleo de la revista October,
que en aquel momento constituía un espacio intelectual
de crítica social y cultural radical en pleno mandato del
presidente Ronald Reagan. Reagan encabezaba una
época de hegemonía neoliberal, políticamente muy
dura, muy conservadora y que atacaba los derechos
civiles.
Si los estudios artísticos en la universidad y el campo
cultural en España debían de resultarte conservadores
en el clima politizado de la Transición, en Estados Unidos te formaste, por el contrario, en un ambiente académico y cultural izquierdista, pero en el contexto de los
años duros neoliberales y neoconservadores. Llegaste
en el periodo de lo que se denominó guerras culturales,
cuando algunos sectores intelectuales ejercían la oposición a la hegemonía del reaganismo tanto dentro como
fuera del campo de la cultura, pero al mismo tiempo, esa
resistencia intelectual tenía dificultades para llegar más
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allá de sus límites institucionales o para provocar modificaciones políticas más generales.
Sí, los ochenta que viví no fueron los de España, sino el
activismo de ACT UP, por un lado, y la explosión del
mercado artístico en torno a la pintura de gente como
Julian Schnabel, por otro. También era el momento en
que aparecieron las nuevas corrientes artísticas postmodernas en SoHo alrededor de la pequeña galería independiente Metro Pictures, al mismo tiempo que Rosalind Krauss estaba escribiendo El inconsciente óptico ,
su historia del arte moderno y de vanguardia a contrapelo de las historias del arte establecidas del siglo XX.
Viniendo de Valencia, era todo muy extraño [risas]. Y
luego había otra figura —por completarte esta genealogía peculiar de mi formación— que era el enemigo para
algunos teóricos de izquierda, Robert Pincus-Witten,
para quien yo trabajaba, como te decía antes. En los
años sesenta y setenta, siendo editor de la prestigiosa
revista Artforum, había escrito sobre las tendencias del
arte minimalista no racionalistas sino más cercanas a
una abstracción excéntrica, como es el caso de Eva
Hesse, o sobre cuestiones de sexualidad y homosexualidad en el arte de vanguardia. Para cuando yo fui su
ayudante, Pincus había adoptado una actitud que algunos consideraban dandi e incluso reaccionaria, pero a
mí me resultó de gran ayuda su conocimiento del arte
que se veía en Europa en los años cincuenta y sesenta, del que en Estados Unidos no se sabía tanto. Pincus
conocía, por ejemplo, el trabajo del francés Raymond
Hains o de la brasileña Lygia Clark, artistas que después serían para mí muy importantes.
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A diferencia del grupo de estudiantes y profesores que
antes mencionabas, con los que compartiste tus años
académicos, tú no adoptaste como tarea central el
ensayismo ni la docencia académica, sino que derivaste
tu trabajo como historiador hacia la gestión institucional. Ésta era tu gran singularidad cuando apareciste en
nuestra escena cultural en 1990, de regreso de Nueva
York: iniciaste tu carrera en la dirección museográfica
habiéndote formado en la crítica artística de las instituciones y en la historia crítica del arte. ¿Por qué tomaste esa decisión en tu carrera?
¿Por qué el museo y no la investigación ni la docencia
universitaria o la profesión de crítico de arte? Básicamente te puedo dar dos respuestas. Una es de carácter
personal: la extrema timidez que me ha tocado de carácter, la cual me imposibilitaba entonces dar clases.
Por eso hablaba tan rápido que, cuando me ganaba la
vida haciendo visitas guiadas al Metropolitan, me tenía
que preparar el doble de texto de lo que sería habitual.
Si no, de lo nervioso que me ponía, acababa las presentaciones en media hora, ¡y te pagaban por tiempo!
[risas]. ¡Lo que no imaginaba entonces es que dedicarme a la gestión museográfica me exigiría cualquier cosa
menos estar callado! La otra razón que se me ocurre
tenía que ver con cómo mis profesores hacían uso de
las imágenes y el hecho de que las reflexiones de la
crítica institucional se centraban sobre todo en la cuestión de los dispositivos mediante los que el arte se expone. Eso es lo que me gustaba entonces y me sigue
gustando ahora de mi trabajo, disponer físicamente imágenes juntas, no sólo escribir sobre ellas; ver cómo dialogan entre sí, cómo conforman algo que es difícil de
explicar. De hecho, aunque no sea habitual que los
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directores de grandes instituciones monten ellos mismos las exposiciones, yo lo siento como una necesidad.
En definitiva, lo que quería era trabajar relacionando
imágenes y pensar críticamente la historia del arte, pero
desarrollando al mismo tiempo, en la práctica, una crítica política de las instituciones artísticas. Por tanto,
como docente en la academia no me veía y limitándome
a escribir, tampoco.
¿Cómo se te designa primer director del museo de la
Fundació Tàpies cuando la institución abre al público en
1990? En el campo del arte local causaste estupor porque no se te conocía previamente. No provenías de las
familias establecidas de la cultura catalana y tu formación chocaba con el estándar de la época. Antoni Tàpies
es una de las grandes figuras del arte catalán del siglo
pasado, de manera que la dirección de su fundación era
una joya muy codiciada. ¿Cuál había sido tu relación
previa con él?
Antoni Tàpies registra su fundación en 1984. Le prometen la cesión de la que todavía es hoy su sede, el edificio de Lluís Domènech i Montaner en el Carrer d’Aragó,
en el Eixample de Barcelona. En aquel entonces yo estaba escribiendo mi tesis doctoral sobre Tàpies y al mismo
tiempo conocí a su hijo Miquel en Nueva York. Cuando
la Fundació Tàpies abre como espacio museográfico y
de exposiciones en 1990, Miquel se convierte en primer
director de la fundación y me propone como director del
museo porque le gusta cómo estoy tratando la obra de
su padre.
Para el contexto en el que te encontrabas en Nueva
York, ¿no resultaba extraño dedicarte al estudio de un
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pintor como Tàpies? ¿No se podía entender eso en tu
entorno como una decisión conservadora?
Quizá tuviera que ver con esa disfuncionalidad que
siempre me ha caracterizado [risas], con la tendencia
que he tenido a no aceptar sin cuestionar las ideas recibidas. Trabajar sobre Tàpies en un cierto Nueva York
de los ochenta era situarse en un margen. De todas formas, la mía no era una visión muy ortodoxa de Tàpies.
La Tàpies se percibía en el ámbito cultural de Barcelona como una institución en torno a una figura del arte
que constituía un mito de Cataluña, pero que para mí
suponía el final de un relato histórico. También Tàpies
tenía la sospecha de que su figura representaba la culminación de ese relato. En retrospectiva interpreto que
yo le facilitaba que pudiera haber otra perspectiva sobre
su propio trabajo y un nuevo punto de vista sobre la historia del arte del siglo pasado. Seguramente en eso
consiste mi entrada en la Fundació Tàpies: no se trataba de asentar una visión conservadora del artista ni del
arte catalán, sino de aportar una lectura nueva dejando
constancia de un fin de ciclo.
Tàpies, además de un gran artista, fue siempre muy perspicaz. Ya en los años setenta se da cuenta de que la
modernidad artística, tal y como él la había conocido,
estaba agotándose. Quizá por eso reacciona tan agresivamente contra los artistas jóvenes aglutinados en el
Grup de Treball, el colectivo de arte conceptual que se
radicalizó políticamente en los últimos años del franquismo. Ya sabes la polémica que se creó cuando Tàpies publicó en 1973 un artículo en el diario La Vanguardia contra el «arte conceptual». Algunos de esos artistas
eran conocidos de Tàpies, y respondieron tam bién de