Primeras páginas

Jonathan Franzen
P ureza
Traducción del inglés de
Enrique de Hériz
El autor está especialmente agradecido a Anne Rubesame y Kathy Chetkovich, y a Thomas
Brussig, Faye Crosby, Ruth Alipaz Cuqui, Heco Davis, Liz Day, Rick Egger, Steve Engelberg,
Bill Finnegan, Eric Franzen, Wieland Freund, Jonathan Galassi, Bennett Hennessey,
Alan Jones, Danny Kaplan, David Means, Gabriel Packard, Eric Schlosser,
Lorin Stein y Nell Zink, por la ayuda prestada en este libro.
Título original: Purity
Ilustración de la cubierta: © Compañía
Copyright © Jonathan Franzen, 2015
Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2015
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
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establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler
o préstamo públicos.
ISBN: 978-84-9838-710-0
Depósito legal: B-20.797-2015
1ª edición, octubre de 2015
Printed in Spain
Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1
Capellades, Barcelona
P ureza
Para Elisabeth Robinson
... Die stets das Böse will und stets das Gute schafft
Purity en Oakland
lu n es
—Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz —dijo la madre
de la chica por teléfono—. Me está traicionando el cuerpo otra
vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de
traiciones del cuerpo.
—Como todas las vidas, ¿no? —dijo Pip.
Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba
en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener un
trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en
realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte
minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.
—Se me cierra el párpado del ojo izquierdo —explicó su madre—. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno
de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.
—¿Ahora mismo?
—A ratos. No sé si será parálisis de Bell.
—Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la
tienes.
—¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera
sabes qué es.
—No sé... Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de
Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.
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No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero
su relación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una
expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en
el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos
de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos,
pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por
lo que concernía a su madre, Pip lo era todo.
—Bueno, creo que hoy no puedo ir a trabajar —dijo su madre—. Lo único que hace soportable ese trabajo es mi Deber, y
no puedo conectar con el Deber teniendo ese «plomo de pescar»
invisible tirándome del párpado.
—Mamá, no puedes volver a faltar. Ni siquiera estamos en
julio. ¿Y si luego coges la gripe de verdad, o algo parecido?
—Y mientras tanto, todo el mundo pensando qué hace esta
mujer a la que se le está cayendo media cara hacia el hombro metiéndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le
tengo a tu cubículo. La invisibilidad que te da.
—No idealicemos el cubículo —dijo Pip.
—Es lo más terrible de nuestros cuerpos. Son tan visibles, tan
visibles...
Aunque padecía una depresión crónica, la madre de Pip no
estaba loca. Se las había arreglado para conservar su empleo de
cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante
más de diez años y, en cuanto Pip renunció a su manera de pensar y se adaptó a la de su madre, pudo seguir a la perfección lo
que le estaba diciendo. El único elemento decorativo de las
mamparas grises del cubículo de Pip era un adhesivo de los que
se ponen en los parachoques: «al menos la guerra contra
el medio ambiente sí que va bien.» Los cubículos de sus colegas estaban recubiertos de fotos y recortes de prensa, pero Pip
entendía el atractivo de la invisibilidad. Además, ¿qué sentido
tenía ins­talarse demasiado si cada mes daba por hecho que iban
a despedirla?
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—¿Has pensado un poco cómo quieres no celebrar tu no-cumpleaños? —preguntó a su madre.
—La verdad, me gustaría quedarme en la cama todo el día con
la cabeza bajo las sábanas. No me hace falta ningún no-cumpleaños para acordarme de que me hago vieja. De eso ya se encarga
con éxito el párpado.
—¿Qué te parece si hago un pastel y bajo a verte y nos lo comemos juntas? Suenas un poco más depre de lo habitual.
—Cuando te veo no estoy depre.
—Ja, lástima que no esté disponible en forma de píldora. ¿Po­
drías con un pastel hecho con estevia?
—No lo sé. La estevia me produce un efecto extraño en la
química de la boca. Según mi experiencia, no se puede engañar
a las papilas.
—Bueno, el azúcar también deja algo de regusto —dijo Pip,
aunque sabía que era un argumento inútil.
—El azúcar tiene un regusto amargo que no les provoca ningún problema a las papilas porque existen precisamente para detectar la amargura sin regodearse en ella. Las papilas no están
para pasarse cinco horas avisando: «¡Algo extraño, algo extraño!»
Y eso fue lo que me ocurrió la única vez que probé una bebida con
estevia.
—Pero yo te digo que la amargura también se te queda en la
boca.
—Si te tomas una bebida edulcorada y cinco horas después
una papila gustativa sigue notando una presencia extraña es que
está pasando algo muy malo. ¿Sabes que si fumas cristal de metanfetamina, aunque sólo sea una vez, la química de tu cerebro queda
alterada para toda la vida? Pues ése es el sabor que tiene la estevia
para mí.
—Si es una insinuación, no me estoy fumando ninguna pipa
de metanfetamina.
—Yo sólo digo que no me hace falta ningún pastel.
—Bueno, ya lo buscaré de otro tipo. Perdona que te haya propuesto uno que es como veneno para ti.
—No he dicho que sea veneno. Sólo que la estevia tiene un
efecto extraño...
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—Ya, en la química de tu boca.
—Preciosa, me comeré cualquier pastel que me traigas. A mí
no me mata el azúcar refinado, no quería molestarte. Cariño, por
favor.
No daban por terminada una conversación telefónica hasta
que cada una dejaba a la otra abatida. El problema, según lo veía
Pip —la esencia del hándicap que sobrellevaba; la presunta causa
de su incapacidad para ser eficaz en algo—, era que quería a su
madre. La compadecía; sufría con ella; se animaba al oír su voz;
su cuerpo le provocaba una atracción incómoda, que no tenía nada
de sexual; estaba pendiente hasta de la química de su boca; de­
sea­ba que fuera más feliz; odiaba hacerla enfadar, le tenía cariño.
Ése era el enorme bloque de granito plantado en el centro de su
vida, la fuente de toda su ira y de aquel sarcasmo que dirigía no
sólo contra su madre sino también —últimamente de forma cada
vez más perjudicial para ella misma— contra destinatarios mucho
menos adecuados. Cuando Pip se enfadaba, no era tanto con su
madre como con aquel bloque de granito.
Tenía ocho o nueve años cuando preguntó por qué en aquella
cabaña en la que vivían, en un bosque de secuoyas de las afueras de
Felton, sólo se celebraba su cumpleaños. Su madre le contestó que
ella no tenía cumpleaños; que sólo le importaba el de Pip. Pero ella
no dejó de incordiar hasta que su madre accedió a celebrar el solsticio de verano con un pastel al que llamarían de «no-cumpleaños».
A continuación había surgido el asunto de la edad de la madre, que
ésta se había negado a divulgar para limitarse a contestar, con una
sonrisa digna de quien expone un koan: «Tengo la edad suficiente
para ser tu madre.»
—Ya, pero ¿cuántos años tienes de verdad?
—Mírame las manos —le dijo—. Si practicas, puedes aprender a calcular la edad de una mujer por sus manos.
Y así, al parecer por primera vez, Pip miró las manos de su
madre. La piel del dorso no era rosada y opaca como la suya. Era
como si los huesos y las venas se estuvieran abriendo paso hacia
la superficie; como si la piel fuera agua que al retirarse dejara expuestas algunas formas en el fondo de un puerto. Aunque llevaba
una melena espesa y muy larga, contenía algunos mechones grises
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que parecían secos, y la piel de la base del cuello era como un melocotón demasiado maduro. Esa noche, Pip se quedó despierta en
la cama, preocupada por si su madre se iba a morir pronto. Fue su
primera premonición del bloque de granito.
Desde entonces había llegado a desear con fervor que su madre tuviera en su vida un hombre —o simplemente alguien, fuera
cual fuese su condición— que la quisiera. La lista de candidatos
potenciales a lo largo de los años incluía a Linda, la vecina de la
casa de al lado, que también era madre soltera y también estudiaba
sánscrito; a Ernie, el carnicero de New Leaf, que también era vegano; a Vanessa Tong, una pediatra que se encaprichó con la madre
de Pip hasta el punto de intentar aficionarla a la observación de
pájaros; y a Sonny, el manitas con barba de montañero, para quien
no había trabajo de mantenimiento, por pequeño que fuese, que no
justificara todo un discurso sobre los modos de vida de los asentamientos indígenas originales. Todos esos personajes del valle de
San Lorenzo, de buen corazón, habían vislumbrado en la madre
de Pip algo que la hija, en el principio de la adolescencia, había visto y sentido también: una especie de grandeza inefable. No hacía
falta escribir para ser poeta, no hacía falta crear nada para ser artista. El Deber espiritual de su madre era en sí mismo una especie de
arte: un arte de la invisibilidad. Nunca hubo televisor en la cabaña,
ni hubo ordenador hasta que Pip cumplió los doce; la fuente de
información principal de su madre era el Santa Cruz Sentinel, que
leía por el pequeño placer cotidiano de dejarse horrorizar por el
mundo. Eso, por sí mismo, tampoco era tan original en el valle. El
problema era que la madre de Pip transmitía una silenciosa fe en
su propia importancia, o al menos se comportaba como si hubiera
sido alguien importante en algún momento, en aquel pasado anterior a Pip del que siempre se negaba categóricamente a hablar.
Que Linda, la vecina, pudiese comparar a su hijo Damian —que
se dedicaba a cazar ranas y respiraba por la boca— con Pip, tan
perfecta y original, más que ofenderla la mortificaba. Suponía que
el carnicero quedaría destrozado para siempre si le decía que olía a
carne incluso después de ducharse; lo pasaba fatal escabulléndose
de las invitaciones de Vanessa Tong, en vez de limitarse a confesarle que los pájaros le daban miedo, y siempre que aparecía por el
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camino la camioneta de Sonny, con aquellas ruedas tan grandes,
mandaba a Pip a la puerta mientras ella se escapaba por detrás y
se escondía entre las secuoyas. El lujo de ser exigente hasta lo imposible se lo concedía Pip. Lo dejaba claro una y otra vez: Pip era
la única persona que pasaba la criba, la única a quien ella quería.
Todo eso se convirtió en fuente de una vergüenza insoportable, por supuesto, cuando Pip llegó a la adolescencia. Y para en­
tonces dedicaba ya tanto tiempo a odiar a su madre y castigarla que
no le quedaba ni un rato para calcular el perjuicio que aquella
falta de interés por lo material causaba a sus perspectivas de futuro.
No había nadie a su lado capaz de decirle que quizá no era una
gran idea, si tenía alguna intención de progresar en la vida, graduarse con una deuda de 130.000 dólares por la financiación de sus
estudios. Nadie le había advertido de que el número en el que
debía fijarse mientras la entrevistaba Igor, jefe del Departamento
de Captación de Clientes de Renewable Solutions, no eran los
«treinta o cuarenta mil dólares» en comisiones que según él podía
acabar ganando incluso el primer año, sino los 21.000 que le ofrecía como salario base, o de que un vendedor tan convincente como
Igor podía tener también mucho talento para vender trabajos de
mierda a chicas ingenuas de veintiún años.
—A propósito del fin de semana —dijo Pip, en un tono algo
más seco—, te advierto que tengo la intención de hablar contigo
de un asunto que no te gusta nada.
La madre soltó una risita que pretendía ser adorable, para
destacar su indefensión.
—Sólo hay un asunto del que no me gusta hablar contigo.
—Ya, y de eso precisamente quiero que hablemos. Date por
avisada.
Su madre no dijo nada. A esas horas, allá, en Felton, ya se
estaría disipando la niebla, esa bruma cuya desaparición lamentaba
su madre cada día porque revelaba un mundo luminoso al que
prefería no pertenecer. Se le daba mejor practicar el Deber en la
seguridad de las mañanas grises. Ahora llegaba la luz del sol, llena
de matices verdes y dorados tras filtrarse entre las diminutas agu­
jas de las secuoyas, y el calor del verano se colaba por las ventanas
con mosquiteras del porche donde dormían y se derramaba sobre
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aquella cama de la que Pip se había apoderado en la adolescencia,
en plena demanda de intimidad, relegando a su madre a un catre en
el salón hasta que se fue a la universidad y le devolvió la cama.
Lo más probable era que su madre estuviera practicando el Deber
en esa cama en aquel mismo momento. En tal caso, no volvería
a hablar mientras no le dirigiesen la palabra; no haría más que
respirar.
—No es nada personal —dijo Pip—. No me voy a ningún
sitio. Pero necesito dinero y, como tú no lo tienes y yo tampoco,
sólo se me ocurre un lugar al que acudir para conseguirlo. Sólo hay
una persona que tiene una deuda conmigo, por muy teórica que
sea. Así que lo hablaremos.
—Preciosa —dijo su madre, en tono triste—, ya sabes que no
lo haré. Si necesitas dinero, lo siento, pero no se trata de si me gusta
o me deja de gustar. Se trata de si puedo o no puedo. Y no puedo.
Así que tendremos que pensar en una solución distinta.
Pip frunció el ceño. Cada tanto sentía la necesidad de forcejear dentro de la camisa de fuerza circunstancial en que se vio
enfundada dos años antes, para probar si las mangas le cedían un
poquito más de espacio. Y cada vez la encontraba igual de apretada. Seguía debiendo 130.000 dólares, seguía siendo el único consuelo de su madre. La rapidez y rotundidad con que había que­
dado atrapada al minuto siguiente de acabar los cuatro años de
libertad universitaria era sorprendente; de haber podido permitírselo, se habría deprimido.
—Bueno, tengo que colgar —dijo—. Prepárate para ir al tra­
bajo. Lo más probable es que el ojo te moleste porque estás durmiendo poco. A mí también me pasa a veces.
—¿De verdad? —preguntó su madre, con mucho interés—.
¿A ti también te pasa?
Aunque sabía que la llamada se alargaría, y que probablemente
provocaría que la conversación derivara hacia el tema de la herencia genética de las enfermedades, lo cual sin duda le exigiría a su
vez unas cuantas mentiras piadosas, Pip decidió que a su madre
le convenía más pensar en el insomnio que en la parálisis de Bell,
aunque sólo fuera porque, tal como ella misma llevaba cuatro años
señalando sin el menor éxito, al menos el insomnio podía medicar21
se. En cualquier caso, la consecuencia fue que cuando Igor asomó
la cabeza en su cubículo, a las 13.22 horas, Pip seguía hablando
por teléfono.
—Perdona, mamá, tengo que dejarte, adiós —dijo, y colgó.
Igor le dirigió La Mirada. Era un ruso rubio de barba acariciable y belleza indecente, y la única razón que se le ocurría a Pip
para explicarse que aún no la hubiera despedido era que disfrutaba pensando en follársela, pero estaba segura de que, si llegaba
ese momento, iba a suponer una humillación inmediata para ella,
porque Igor no sólo era guapo, sino que también tenía un sueldo
sustancioso, mientras que ella era tan sólo una niña cargada de
problemas. Y estaba convencida de que él también se daba cuenta.
—Lo siento mucho —se excusó—. Me he pasado siete minutos, lo siento. Mi madre tenía un problema de salud. —Se quedó
pensando en lo que acababa de decir—. En realidad, retiro lo dicho, no lo siento nada. ¿Qué posibilidades tenía de conseguir una
respuesta positiva en un período de siete minutos?
—Creías que te acusaba —dijo Igor, con un pestañeo.
—Bueno, si no... ¿para qué te asomas? ¿Por qué te quedas mirándome?
—Se me ha ocurrido que igual te apetecía jugar a las Veinte
Preguntas.
—Creo que no.
—Intenta adivinar lo que quiero de ti y yo limitaré mis respuestas a un inocuo «sí» o «no». Que conste en acta: solo síes, sólo
noes.
—¿Quieres una denuncia por acoso sexual?
Igor se echó a reír, como encantado de conocerse.
—¡De eso nada! Ya sólo te quedan diecinueve preguntas.
—Lo de la denuncia no va en broma. Tengo una amiga que
estudia Derecho y dice que sólo con crear la atmósfera idónea ya
es suficiente.
—Eso no es una pregunta.
—¿Cómo quieres que te explique la poca gracia que me hace
este juego?
—Preguntas de sí o no, por favor.
—Por Dios. Lárgate.
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—¿Prefieres que hablemos de tus resultados de mayo?
—¡Largo! Ahora mismo me pongo a hacer llamadas.
Cuando Igor se marchó, Pip abrió su hoja de llamadas en
el ordenador, le echó un vistazo con desagrado y la minimizó de
nuevo en la pantalla. En cuatro de los veintidós meses que llevaba trabajando para Renewable Solutions, había conseguido ser
sólo la penúltima, y no la última, en el tablero que contabilizaba
los «puntos de captación» que obtenían ella y sus compañeros de
departamento. Tal vez no fuera casual que esa proporción, cuatro
sobre veintidós, pudiera aplicarse también a la frecuencia con que
al mirarse al espejo veía a una chica guapa, en vez de alguien a
quien acaso podría haber considerado guapa si se hubiera tratado
de otra persona, sólo que por ser ella misma le resultaba imposible. Desde luego, había heredado algunos problemas corporales
de su madre, aunque al menos ella podía acogerse a las pruebas
aportadas por su experiencia con los chicos. A muchos les resultaba bastante atractiva, pero casi todos terminaban pensando que
se habían equivocado en algo. Igor llevaba ya un par de años intentando descifrarlo. Siempre estaba observándola igual que se
observaba ella en el espejo: «Ayer parecía guapa, y sin embargo...»
En la universidad, Pip había sacado de algún lado la idea —su
mente era como un globo cargado de electricidad estática que atraía
cualquier idea que pasara flotando— de que el cénit de la civilización consistía en pasar la mañana del domingo leyendo un ejemplar impreso de la edición dominical del New York Times en un
café. Lo había convertido en un ritual semanal y, a decir verdad,
viniera la idea de donde viniese, los domingos por la mañana se
sentía más civilizada que nunca. Por mucho que hubiera trasnochado y bebido, compraba el periódico a las ocho en punto, se lo
llevaba al Peet’s Coffee, pedía un bollo y un capuchino doble, se
adueñaba de su mesa favorita en un rincón y se entregaba a un
feliz olvido de sí misma durante unas cuantas horas.
El invierno anterior, en Peet’s, se había fijado en un chico flaco
y guapo que los domingos celebraba el mismo ritual que ella. Al
cabo de unas cuantas semanas, en vez de leer las noticias sólo pensaba en qué aspecto tendría leyendo si el chico la miraba, o en la
conveniencia de alzar los ojos y pillarlo mirándola, hasta que quedó
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claro que no tendría más remedio que buscarse otra cafetería o
hablar con él. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, probó
una sugerente inclinación de cabeza y a ella misma se le antojó tan
evidente y artificial que se llevó una sorpresa al comprobar su éxito.
El chico se acercó al instante y se atrevió a proponer que, como
los dos coincidían allí a la misma hora todas las semanas, podían
empezar a compartir el periódico y así salvarle la vida a un árbol.
—¿Y si los dos queremos leer la misma sección? —le preguntó
Pip, con cierta antipatía.
—Tú venías antes que yo —respondió el chico—, así que
tienes derecho a elegir primero.
Luego se quejó de que sus padres, en College Station, Texas,
tenían la derrochadora costumbre de comprar dos ejemplares del
Times del domingo para evitar pelearse por las secciones.
Pip, como un perro que del lenguaje humano apenas reconoce
su nombre y cinco palabras sencillas, sólo oyó que la familia del
chico era normal, con padre y madre y dinero para derrochar.
—Lo que pasa es que este rato es más o menos el único que
tengo en toda la semana para estar a solas —objetó.
—Lo siento —respondió el chico, dando marcha atrás—. Me
había parecido que querías decirme algo.
Pip no sabía cómo no ser antipática con los chicos de su edad
que se interesaban por ella. En parte se debía a que la única persona
del mundo que le merecía confianza era su madre. Gracias a sus experiencias en el instituto y en la universidad, había aprendido que
cuanto más «buen tío» era el chico, más doloroso resultaba para
ambos cuando descubría que Pip era mucho más complicada de lo
que él, engañado por la simpatía de ella, había creído al principio.
En cambio, aún no había aprendido a no desear que los demás
fueran simpáticos con ella. Los «malos tíos» eran especialmente
hábiles para detectar y explotar ese rasgo, de manera que no podía
fiarse ni de los buenos tíos ni de los malos tíos, y, encima, no se le
daba demasiado bien distinguir entre esas dos categorías hasta que
se metía en la cama con ellos.
—A lo mejor podemos tomarnos un café en algún otro momento —dijo al chico—. Que no sea el domingo por la mañana.
—Claro —respondió él, poco convencido.
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—Porque ahora que ya hemos hablado no hace falta que sigamos mirándonos. Podemos pasar a leer cada uno su periódico,
como tus padres.
—Me llamo Jason, por cierto.
—Yo, Pip. Y ahora que cada uno sabe cómo se llama el otro,
sí que no necesitamos seguir mirándonos. Yo puedo pensar: «Ah,
pero si es sólo Jason.» Y tú: «Ah, pero si sólo es Pip.»
Jason se echó a reír. Resultó que tenía una licenciatura de Matemáticas por Stanford y estaba viviendo el sueño de doctorarse
en Exactas, trabajaba en una fundación que promovía la educación matemática en Estados Unidos, y pretendía escribir mientras
tanto un libro de texto con la esperanza de que contribuyera a
revolucionar la enseñanza de Estadística. Al cabo de un par de
citas decidió que le gustaba lo suficiente para acostarse con él antes de que uno de los dos saliera herido. Si esperaba demasiado,
Jason descubriría el lío que tenía armado entre sus deudas y sus
obligaciones y saldría corriendo. O ella se vería obligada a decirle
que tenía sus sentimientos más profundos comprometidos con un
tipo mayor que no sólo se negaba a creer en el dinero —ni en la
idea de moneda legal, ni en su mera posesión—, sino que encima
estaba casado.
Para no parecer excesivamente reservada, contó a Jason lo del
«trabajo» voluntario sobre el desarme nuclear que hacía en sus
horas libres, y resultó que él sabía mucho más que ella sobre el
asunto, pese a que no había «trabajado» en eso, y Pip se puso un
poquito agresiva. Por suerte, era un gran conversador, le entusiasmaban Philip K. Dick y «Breaking Bad», las nutrias de mar y los
pumas, la aplicación de las matemáticas en la vida cotidiana y,
sobre todo, su método geométrico de pedagogía de la estadística,
tan bien explicado que ella casi conseguía entenderlo. En su tercera
cita, en un localucho de fideos donde se vio obligada a fingir que
no tenía hambre porque aún no le había llegado la última paga de
Renewable Solutions, Pip se encontró en una encrucijada: atreverse a entablar amistad o batirse en retirada hacia la seguridad que
ofrecía el sexo pasajero.
Al salir del restaurante, entre una leve bruma, en la quietud
que reinaba en Telegraph Avenue los domingos por la tarde, se
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echó encima de Jason y él reaccionó con avidez. Cuando se apretó
contra él, Pip notó los gruñidos de su estómago y confió en que él
no los hubiera oído.
—¿Quieres que vayamos a tu casa? —le susurró al oído.
Jason dijo que no; lamentablemente, su hermana estaba de vi­
sita en casa.
Al oír la palabra «hermana», la animadversión le oprimió el
pecho. Como no había tenido hermanos, no podía evitar que la
molestaran los de los demás, por lo que exigían, por el apoyo que
en teoría ofrecían, por su normalidad de familia nuclear, por el
caudal de intimidad heredada.
—Podemos ir a la mía —dijo, algo molesta.
Estaba tan concentrada en lamentar que la hermana de Jason
le impidiera colarse en su dormitorio —y, por añadidura, en su
corazón, aunque tampoco es que tuviera un deseo particular de
hacerse un lugar en él—, tan indignada con sus circunstancias
mientras caminaba con Jason por Telegraph Avenue, tomados de
la mano, que hasta que llegaron a la puerta de su casa no se acordó
de que allí tampoco podían ir.
—Ay —dijo—. ¿Puedes esperar un segundo fuera mientras
me ocupo de una cosa?
—Hum, claro —respondió Jason.
Le dio un beso de agradecimiento, y se tiraron diez minutos
morreándose en el umbral. Pip se entregó al placer de dejarse tocar por un chico limpio y muy competente, hasta que un gruñido
perceptible de su estómago le cortó el rollo.
—Un segundo, ¿vale?
—¿Tienes hambre?
—¡No! Aunque en realidad, de repente, sí que me ha entrado
un poco. Pero en el restaurante no tenía.
Metió la llave en la cerradura y entró. En el salón estaba Drey­
fuss, su compañero de casa esquizofrénico, viendo un partido de
baloncesto con Ramón, discapacitado, que también vivía con ellos,
en una tele vieja recogida de la basura, a la que habían añadido
un receptor digital, conseguido en algún trapicheo callejero por un
tercer compañero, Stephen, de quien ella estaba más o menos enamorada. El cuerpo de Dreyfuss, abotargado por la medicación que
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hasta entonces había logrado tomar con regularidad, llenaba un sillón bajo, también rescatado de la calle.
—Pip, Pip —la llamó a voces Ramón—. Pip, ¿qué haces ahora?
Me dijiste que me ayudarías con mi vocablario, ¿me ayudas ahora?
Pip se llevó un dedo a los labios y Ramón se tapó la boca entera
con las manos.
—Eso es —dijo Dreyfuss en voz baja—. No quiere que nadie
se entere de que está en casa. ¿Y por qué será? ¿Quizá porque
los espías alemanes están en la cocina? Uso la palabra «espías»
en su sentido más amplio, claro, aunque tal vez no sea del todo
improcedente si tenemos en cuenta que el Grupo de Estudios de
Oakland para el Desarme Nuclear está formado por unos treinta y
cinco miembros, de los que Pip y Stpehen no son en ningún caso
los menos prescindibles, sin embargo la casa que los alemanes han
decidido agraciar durante una semana con ese comportamiento
suyo tan resuelto y entrometido, y tan típicamente germánico, es
la nuestra. Un dato curioso, digno de consideración.
—Dreyfuss —siseó Pip mientras se acercaba a él para no tener
que levantar la voz.
Dreyfuss entrecruzó con gesto plácido los dedos regordetes
encima de la tripa y siguió hablando con Ramón, que nunca se
cansaba de escucharlo.
—¿Puede ser que Pip quiera evitar hablar con los espías alemanes? ¿Quizá esta noche más que nunca? ¿Hoy, que ha venido
con un joven caballero con quien ha estado unos quince minutos
intercambiando ósculos en el soportal de la entrada?
—Tú sí que eres un espía —respondió Pip, furiosa—. Odio
que me espíes.
—Odia que me fije en cosas que ninguna persona inteligente
podría pasar por alto —explicó Dreyfuss a Ramón—. Fijarse en lo
que está a la vista no es espiar, Ramón. Y a lo mejor los alemanes
también se limitan a hacer eso. Lo que define al espía, en cualquier
caso, es la motivación. Y ahí, Pip... —Se volvió hacia ella—. Ahí
sí que te aconsejaría que te preguntaras qué hacen en nuestra casa
esos alemanes tan entrometidos y resueltos.
—No habrás dejado de tomarte la medicación, ¿no? —su­
surró Pip.
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—«Ósculos», Ramón. Ahí tienes una bonita palabra para tu
vocabulario.
—¿Qué sinifica?
—Pues significa «morreos». «Comerse la boca.» «Arrancar los
besos de raíz.»
—Pip, ¿me vas a ayudar con el vocablario?
—Creo que esta noche tiene otros planes, amigo mío.
—No, cariño, ahora no —susurró Pip a Ramón. Luego se dirigió a Dreyfuss—: Los alemanes están aquí porque los invitamos
nosotros, porque nos sobra espacio. Pero tienes razón. No quiero
que les digas que he vuelto.
—¿Qué te parece, Ramón? —preguntó Dreyfuss—. ¿La ayudamos? Aunque ella no te está ayudando con el vocabulario.
—Venga, por el amor de Dios —respondió Pip—. Ayúdalo tú.
Tú eres el que tiene un vocabulario interminable.
Dreyfuss se volvió de nuevo hacia Pip y le clavó la mirada, todo
intelecto en sus ojos, nada de sentimiento. Era como si la me­di­
cación inhibiera la enfermedad con la fuerza suficiente para impedir que se echara a la calle a tronchar personas con una espada de
dos filos, pero no tanto como para lograr borrarla de sus ojos.
Aunque Stephen le había asegurado que Dreyfuss miraba a todo
el mundo igual, Pip seguía creyendo que si alguna vez éste dejaba
de tomar su medicación, la escogería a ella para perseguirla con su
espada, o con lo que fuera, y concentrar en una sola persona los
problemas del mundo, la conspiración en su contra; es más, estaba
convencida de que Dreyfuss acertaba al detectar en ella cierta
falsedad.
—Me desagradan estos alemanes y su espionaje —le dijo
Dreyfuss—. Lo primero que piensan al entrar en una casa es cómo
hacerse con el mando.
—Son pacifistas, Dreyfuss. Hará unos setenta años que dejaron de intentar conquistar el mundo.
—Quiero que Stephen y tú los echéis de aquí.
—¡Vale! ¡Los echaremos! Luego. Mañana.
—No nos gustan los alemanes, ¿verdad, Ramón?
—Nos gusta cuando tamos los cinco solos, como una famlia
—dijo Ramón.
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—Bueno... Como una familia, no. No exactamente. No. Cada
uno tiene su propia familia, ¿verdad, Pip?
Dreyfuss clavó de nuevo en sus ojos una mirada cargada de
significado, intencionada, desprovista de toda calidez humana...
¿O sería simplemente que no había en ella ningún rastro de deseo?
¿A lo mejor, si desapareciera por completo la noción del sexo, todos
los hombres la mirarían de esa manera tan desalmada? Se acercó
a Ramón y le puso las manos en los hombros, gruesos y caídos.
—Ramón, cariño, esta noche estoy ocupada —le dijo—. Pero
mañana pasaré toda la noche en casa. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo él, con confianza absoluta.
Pip regresó corriendo a la puerta y dejó entrar a Jason, que se
calentaba soplando en el cuenco de las manos. Cuando cruzaron
la sala, Ramón volvió a taparse la boca con las manos, gesto con
el que expresaba su compromiso de guardar el secreto, mientras
Dreyfuss miraba el baloncesto en actitud imperturbable. En la casa
había muchas cosas que Jason podía ver, pero muy pocas que Pip
quisiera mostrarle; además, tanto Dreyfuss como Ramón tenían
un olor particular —a levadura en el caso del primero, más bien
a orina en el del segundo— y ella estaba acostumbrada, pero los
visitantes no. Subió la escalera a toda prisa y de puntillas, con la
esperanza de que Jason captara que se trataba de avanzar rápido y
en silencio. Del otro lado de una puerta cerrada del segundo piso
les llegó la cadencia acostumbrada que se producía cada vez que
Stephen y su mujer se afeaban sus defectos.
Ya en su cuartito de la tercera planta, llevó a Jason hasta el
colchón sin encender ninguna luz porque no quería que viese lo
pobre que era. Era horriblemente pobre, pero tenía sábanas limpias; era rica en limpieza. Al instalarse en aquella habitación, un
año antes, había fregado hasta el último centímetro del suelo y
de la repisa de la ventana con un bote rociador de desinfectante,
y tras la primera visita de los ratones, Stephen le había enseñado
que para mantenerlos alejados debía taponar todos los puntos de
entrada posibles con lana de acero, y luego había vuelto a fregarlo
todo. Sin embargo, en aquel momento, después de quitarle a Jason
la camiseta tirando de ella desde sus hombros huesudos y permitir
que él la desnudara, y de entregarse luego a una serie de prolegó29
menos placenteros para acabar descubriendo que tenía sus únicos
condones en el neceser que se había visto obligada a guardar en
el baño de la planta baja porque los alemanes habían ocupado el
suyo, su limpieza se convertía en un problema más. Dio un besito
a Jason en su erección limpiamente circuncisa, murmuró «lo siento,
un segundo, enseguida vuelvo» y agarró un albornoz que no consiguió ponerse y atarse bien hasta que llegó a los últimos escalones,
y sólo entonces se dio cuenta de que no había pensado en decirle
adónde iba.
—¡Joder! —exclamó, deteniéndose en plena escalera.
No había nada en Jason que hiciera pensar en una promiscuidad salvaje, y además ella conservaba una receta válida todavía para
la píldora del día siguiente y en aquel momento tenía la sensación
de que el sexo era el único asunto en su vida en el que actuaba
con relativa eficacia; pero tenía que intentar mantener su cuerpo
limpio. La invadió la autocompasión, la convicción de que a nadie
le planteaba tantos problemas logísticos el sexo, como si fuera un
pescado sabroso pero lleno de pequeñas espinas. A su espalda,
al otro lado de la puerta de la habitación conyugal, la esposa de
Stephen hablaba en voz alta sobre superioridad moral.
—No me importa que me acusen de superioridad moral —la
interrumpió Stephen— cuando la alternativa es suscribir un plan
divino que condena a la miseria a cuatro mil millones de personas.
—¡Eso es exactamente la esencia de la superioridad moral!
—se regodeó la esposa.
La voz de Stephen despertó en Pip un anhelo mucho mayor
que el que sentía por Jason, y concluyó de inmediato que ella no
era culpable de superioridad moral; más bien era un caso de baja
autoestima moral, pues el tipo al que deseaba no era el mismo al
que en aquel preciso instante estaba empeñada en follarse. Bajó
de puntillas a la primera planta y pasó junto a los montones de
material de construcción rescatado de los contenedores que había
en el pasillo. Annagret, la alemana, estaba en la cocina hablando
alemán. Pip entró como una flecha en el baño, se guardó una tira
de tres condones en el bolsillo del albornoz, asomó la cabeza por
la abertura de la puerta para echar un vistazo y se echó atrás de
inmediato: Annagret estaba ahora en el umbral de la cocina.
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